Valdepero en mí mismo

Pedro Sevylla de Juana

Contenido: Introducción explicativa de Valdepero. Orígenes, poemario de Imago Universi Mei. Mi poemario en portugués sobre los inicios. Sueños de un niño malo. Navajas. La historia del Rey y su legado, plena de detalles culturales, descripción minuciosa de una sociedad justa que pudo existir hace más de veinte siglos.  Biografía y obra actualizadas. Un video sobre los Vacceos. Como colofón: La mirada al Valdepero de hoy, en un  blog de permanente actualidad.

Materia y energía,
en su cópula engendraron,
sístoles y diástoles,
el primer hálito de vida.

Valdepero, villa de mi nacimiento e infancia, antes de recrearlo yo mezclando lo real y lo irreal, siguió los pasos de la Naturaleza toda, de todo el Universo. Fue vapor incandescente, fluido llameante, comienzo de una solidificación todavía encendida, calor excesivo para cualquier forma de existencia. Desprendió gases ardientes, llamaradas, pan volcánico y lava, como si se tratara de un volcán activo, todo él magma. Tiempo, tiempo y tiempo en cada estadio: lo que suma tiempo, tiempo y más tiempo en la completa evolución. El poemario Amanecer de Amaneceres que va adelante traducido al portugués, lo describe haciéndose habitable y habitado. Planeta Tierra, ya; tibio primero, la vida inicial y la plenitud de vida. Piedras, plantas, animales, la especie humana diferenciándose del resto día tras día. Sus dificultades, el entorno, la multiplicidad de dioses y esa manera de observar el entorno y de imaginar el resto. Orígenes, poemario reciente, viene desde el inicio para enlazar con la actualidad interior de Valdepero en mí mismo

 

Orígenes

1–Espacio y tiempo, materia y energía
2—Mi mar de piedra
3—El hombre esencial
4—Sujeto evolutivo
5—Experiencia vital
6—Soy quien puedo ser
7—La palabra es arado, yunque y palanca
8—Alforja de convencimientos
9—Mis primeras conclusiones
10–Valdepero y Exilio

1..Espacio y tiempo, energía y materia
En su propio final inalcanzable
se enraíza el imposible principio del tiempo
y los bordes del espacio se alejan a la velocidad de la luz
siguiendo los treinta y dos rumbos de la rosa de los vientos.

La eternidad es el tiempo que tarda la luz en recorrer
el espacio infinito,
la infinitud es el extremo espacio que la luz alcanza
en su eterno recorrido;
se explican juntas ambas, la una sin la otra no son nada.

Tiempo y espacio protegían,
justificando su propia existencia,
a la inestable energía.

La energía fue transformándose en materia:
miríadas de mundos en pos de la armonía
y la materia adquirió su forma tan diversa.

En su cópula engendraron, materia y energía,
sístoles y diástoles,
el primer hálito de vida.Telúrico vientre domicilio de embriones,
útero terreno, origen del origen primero.

Cruzando los umbrales más profundos,
se unifican planetas y electrones,
porque todo se concreta en uno
lo de arriba y lo de abajo,
lo enorme y lo minúsculo.

El día y la noche, las frías nieves y el carbón ardiente,
el bien y el mal estaban en los inicios muy unidos;
lo superfluo y lo esencial,
lo sólido y lo líquido.

Rojo y negro eran un solo color,
izquierda y derecha un mismo lado,
espalda con espalda convivían
iguales y contrarios.

Llanuras, montañas, desfiladeros
ríos, lagos, mares, páramos y vegas
vendavales, seísmos, volcanes:
animales y plantas poblaron el agua y la tierra

En los códigos genéticos de los peces y los saurios,
luchaban por la posterior evolución simios y humanos.
Catedrales góticas y conmovedoras puestas de sol,
bullían entre animosos sentimientos solidarios,
y disparos dirigidos a la multitud alborotada
por miles de tiranos.

La tensión crecía como en caña arqueada,
como en desequilibrio activo,
las identidades de cada animal, de cada planta,
de cada pensamiento o acción
se perfilaban.

La explosión liberadora fue la consecuencia sorprendente,
y cada elemento encontró su relativa posición:
el cazador y la liebre,
el adjetivo y el nombre,
alborada y poniente.

Rescoldo de volcanes, gris y pardo amanecía,
duras las formas,
desabridas.

Dio comienzo el orden de las cosas,
gobernado por rígidos preceptos,
cuando las pesadas rocas
lograron diferenciarse del légamo.

Tierra y cielo se separan,
noche y día,
roca y agua;
empuja la llanura a la llanura,
alzándose elevadas las montañas;

surgen páramos y montes en una de esas telúricas disputas
y los dioses ponen en Valdepero su mirada.

Corteza y médula calizas, señaladas como punto
de arranque del Universo por investigaciones exhaustivas;
en el tibio y asentado Valdepero
tuvo comienzo la marcha inexorable de los días.
Sosegada, selectiva, imparable la vida se potencia,
sociedad de elementos,
celosos de su esencia.
Tierra de Campos, Cerrato; valles, páramo, llanura;
y Valdepero,
piedra angular, síntesis, columna.
En lugar tan lleno de verdades,
límpida mirada, he nacido;
cosecha perdida entre los dedos,
agotados veneros, equilibrio.
Las últimas encinas del monte confinan el espacio,
alrededor no hay nada: un agujero informe y vacío,
una liviana noche de soledad, el profundo abismo.
Un suelo sin piedad, un cielo azul cruzado de gorriones,
un siglo y otro iguales,
el firmamento apoyado en el páramo y el monte
y sobre él la eternidad de los días
cercados por las noches.
PSdeJ Valdepero 1963

2..Mi mar de piedra
Escollo rodeado de fanegas de vida,
atolón ceñido por movedizos brazos
que mecen la imagen cristalina
de los hipocampos machos
incubando huevos de mil hembras tímidas;
en la planicie densa, en la meseta dura
en las laderas que circundan esta tierra mía
encontró el mar su sepultura.
En este páramo de sólidos cimientos
-astillero de varados navíos
cantera abierta de románicos templos
góticos castillos
palacios solariegos
campo de pedruscos blanquecinos
hubo empinados oleajes allá en el pleistoceno.
En esta piedra alta,
en esta altura pétrea
se enterró un mar cargado de sustancia,
océano de vida alargada en treinta siglos y más de mil proezas.
Bajeles y goletas
hubo galernas y naufragios,
percibo aún las quillas hundidas en la niebla
sombra prieta de encinares cuajados
monte bajo de liebres y culebras.
Camino a tientas entre las turbias olas
espumas que enyesan la tierra de labor
y agitan indómitas palomas.
Mi boca hambrienta de esturiones y merluzas
da salobres mordiscos de amapolas,
dientes que ponen la intención en la captura
y escondidos en el beso te devoran;
mar interno, mar de altura
amante inmensidad inquieta y mórbida.
Trigales encañados te agitan de vaivenes
cuerpo de mujer, tibia humedad,
vegetación activa
ondas, mareas y corrientes
tantas y tantas veces repetidas.
Las estrellas de mar son ondeantes
estrellas vespertinas
y las redes se inflaman de bocartes,
doradas espigas
ortigas, tomillo, rape,
nenúfares flotantes y sirenas dormidas.
¡Es mi tierra!, exclama mi garganta muda
y aquí, precisamente en estas rocas,
en mi desierto de espinas maduras,
durante tres milenios no olvidados por mi larga memoria
hubo baños tibios y doncellas desnudas.
Mis líquidos orígenes, mi casta de marino
descubro en el cuenco inundado de las manos
caldo de cultivo en minerales rico
tabón compacto o disgregado
gozoso de pestañas y de cilios
¡Oh! mi mar de tierra
cuánto arado te rasga,
y qué somero penetra.
¡Oh! mi océano de piedra agraz
cuánta brisa hace falta para segarte
cuánto anhelo de eternidad
para arar tus campos abisales.
PSdeJ Valdepero 1962

3.. El hombre esencial
En los remotos tiempos, el Dios de las Cosechas,
cuando no existía aún la especie humana,
de cada región deshabitada de la Tierra
recogió el grano cereal que cultivaba.
Sumó arroz, trigo y avena
maíz y sorgo unió al centeno,
simientes de todas procedencias
llevó al molino más de ciento;
harina tamizada en uniforme mezcla
amasada y sometida a vivo fuego
hasta tostar por completo la corteza.
Del resultante pan recién cocido
un pedazo retornó a cada comarca
del cual proviene el hombre primitivo:
igual composición, distinta estampa.
Sea faz el hombre o sea espalda
rígido cuscurro o blanda miga
el color es lo único que cambia
la sustancia humana no varía.

4.. Sujeto evolutivo
Ardoroso fluido de la noche,
impetuosa y desbordada sementera
esperma lanzado a la conquista
del óvulo cerrado que se entrega
al flagelo portador de llaves
capacitadas para abrir su puerta;
la existencia en sí misma es un prodigio
de aleatorias coincidencias.
Si la selección resulta favorable,
nace el hombre en ese parto,
resistiendo el fraternal embate
de los miembros del clan que han heredado
el hígado, el olfato y el pelaje
de un billón de antepasados.
Conquista un pezón en la camada,
de los que manan leche y miel,
resina y savia;
y succiona hasta en los sueños
perfilando dentelladas.
Un cálido lugar bajo la pata
ocupa si empuja con ahínco,
pues la neutralidad materna, tan probada,
no ve disparidad entre los hijos,
a todos los vástagos reclama,
ama a la prole entera sin distingos
y deja la tarea de elegir supervivientes,
a la Naturaleza que protege a quien se adapta,
de inteligencia sobrado o muy valiente.
Obedeciendo un ancestral impulso
abandona temprano el paridero,
para iniciar su despliegue por el mundo.
Investiga y acaba descubriendo,
explora y a continuación conquista,
adora y levanta firmes templos,
avanza y lo tomado fortifica.
Pone los hechos al servicio de la idea,
encauza el fuego y a sí mismo se domina,
equilibrando el corazón con la cabeza.
Escucha el hombre los gemidos
que arranca el viento a los desfiladeros,
las alargadas vibraciones de las cañas junto al río,
los truenos producidos al golpear un tronco hueco;
y como se trata de un gustoso ejercicio,
tras laboriosos ensayos y alguna que otra enmienda,
transforma en música los sencillos
sones de la Naturaleza.
En la friura de los inviernos imagina
dragones, grifos y quimeras;
se inicia en la pintura, trabaja el dócil barro
y observa las estrellas;
descubre en el respetuoso diálogo
un pilar de convivencia,
levanta cabañas y poblados
perfeccionando las toscas herramientas.
Habita el hombre un espacio liberado de alimañas,
mezcla otras sangres con su sangre,
adopta una escala de valores bien probada
y tras pasar cien años superando adversidades,
traslada lo aprendido a la camada.
PSdeJ Évora, 2010

5.. Experiencia vital
Nací de la tierra, del agua, del viento,
del cálido sol de mediodía;
nací de la voluntad, de la esperanza,
del perseverante amor a la vida.
Para comprender los entresijos del mundo
adelanté un mes mi nacimiento.
Llegué inmaduro,
falto de cocción,
un poco crudo.
No supe esperar el tiempo necesario
que el ejercicio ha ido estableciendo en los procesos
y no lo remediaron los fracasos.
Observando el semblante de los charcos,
mirada puesta en los cristales,
aprendo mi aspecto de animal humano,
complejo laberinto de cenizas y murallas,
desde la roca gastada que hace el pecho,
hasta el cartón disimulado de la espalda.
Tan alejado de las fórmulas didácticas,
tan rígido llega a ser mi adiestramiento,
colegio La Salle, Hermanos de las Escuelas Cristianas,
que ahoga en mi pecho el sentir sincero,
borra el candor de la mirada,
sala la ribera fértil donde arraiga el intelecto
y extirpa el afecto incorporado a las palabras.
Afirman los pedreros las calzadas calizas:
vara larga del martillo
lanzando esquirlas;
humanos golpeados devolviendo
los golpes recibidos de la vida.
Acorazada de ilusión,
pletórica de miedos,
la experiencia de los míos rezuma realismo,
y saben que solo con esfuerzo
se da forma al destino.
Los acontecimientos más notorios, ¡qué sutiles!
-niebla, etéreo tul- ¡qué breves!, ¡qué imprecisos!;
no conozco aún los detalles
y ya el meollo olvido.
Tanta sed ahoga mis cultivos
que doy nombres de agua a las peñas
a las tierras cuarteadas por el estío
a las raíces resecas.
Hierro sometido al vivo fuego
yunque y martillo
se afana en la fragua el herrero.
La luminosidad inmaculada del ambiente,
me permite visiones ignoradas,
y lontananzas diviso sorprendentes.
Avanza en caravana lo existente,
buscando la igualdad con un rasero
que todo lo torna diferente.
Emoción y lógica caminan juntas
-humanas complementarias facultades-
codo con codo por valles y llanuras,
y mi interior resulta invulnerable.
A veces el pensamiento parece tomar la delantera,
hasta que el sentimiento avanza decidido
alcanzando una ventaja manifiesta.
Desde lo alto del pico Taragudo
-de todo lo existente punto de partida
bajando del monte veo el futuro.
Observo rendido la agonía
de la cultura rural equilibrada,
arraigadas costumbres campesinas,
vencidas por la actividad industrial y ciudadana,
más fuerte, más eficaz, menos ingrata;
y guardo las imágenes postreras,
honda raíz, tibia nostalgia.
El milagro tantas veces repetido de la vida,
el reposado surgir del agua en los claros manantiales,
las leyendas y las rimas,
soledades.
el padre Duero, el romancero gitano,
y las cárdenas encinas
en la trova gozosa y dolorida me iniciaron.
Sin abandonar mis quehaceres me convertí en poeta,
y musa me dictaba loas dulces, amargas elegías;
versos formados de pétalos de rosa y humanas calaveras,
principios dispares que enmarcan biografías.
Poemas y relatos componen mi propósito;
palabras trabajadas con la obstinada insistencia
de quien rotura un viejo soto,
pensando en las generaciones venideras
más que en beneficio propio.
PSdeJ Valladolid 1967

6.. Soy quien puedo ser
Un deseo
me ocupa incontenible de herramientas usadas:
pala y pico,
azadas;
un ansia me invade de espesos cebadales,
de siegas en sazón;
una avidez de aperos de labranza,
arreos de cuero trabajado,
colleras, collerones, cabezadas.
Surcos quiero y abro surcos.
Soy la templada punta, soy la reja
soy la vertedera, soy el arado,
soy la tierra húmeda y abierta,
el punzante cardo
y la mala hierba.
Soy la ubérrima simiente
que en el barbecho germina,
soy la brizna verde,
soy el tallo erguido, soy la preñada espiga,
soy el grano desgranado
en el redondel de la trilla;
soy el Cierzo enfurecido que separa el bálago del grano,
soy trigo molido, soy la blanca harina.
Soy la masa inerte, soy la levadura
soy el fuego, soy la leña encendida,
soy el pan del sacrificio,
sacerdote, altar y víctima.
Tomo el color del día que me cerca,
y soy azul, rojizo, gris o cárdeno,
como la tornadiza faz de la Naturaleza.
Más allá de la sed y del cansancio,
del imán y el esmeril;
del hacha, la azada, la palanca y la rueda;
por encima de cualquier afán impenetrable
desde el punto de mira del poeta,
soy la tierra, el labrador y la cosecha.
PSdeJ Madrid 1966

7.. La palabra es arado, yunque y palanca
Soy lapislázuli oculto en las entrañas de la tierra,
serpiente abrazada al tronco de ébano,
puerco espín, espléndida azalea,
arena integrada en el hormigón de los cimientos.
Efímera flor,
agua en el pozo,
avara y generosa criatura,
ejercicio mental, carácter sólido,
que libera la energía de las dudas
modeladora del cosmos.
Campesino nómada de la papa y la mandioca,
de la vaca,el cerdo y el cordero;
ciudadano de centros industriales,
nacido de la mezcla de culturas,
mestizo de permanente mestizaje,
de la concordia huésped
de la libertad amante.
Arado, yunque y palanca
de labios de la madre
recibí la palabra.
Mensajero fiel al recado recibido,
la palabra cumple la encomienda de nombrar cuanto existe;
acaso de inventarlo o recrearlo,
palpable y etéreo,
real o imaginario,
en un presente sin límites
que abarca el futuro y el pasado.
Parameras del sediento Valdepero,
en primavera sólo florecen las palabras:
voces de secano, mucha profundidad y poca altura
llanas,
agudas.
El viento impregna de polen las palabras;
y los signos, inertes,
con ayuda de la voz surgida en la garganta,
se activan,
se vuelven acantilado abrupto frente al mar
orilla cercada de moribundas olas
pez que perfora las aguas atraído por el anzuelo sin cebo
mano de amante peinando inmensidades mórbidas
desnudando finísimos cabellos.
Palanca que mueve multitudes a la acción desaforada,
arenga arrojada sobre anónimas conductas,
reivindico la palabra de los múltiples idiomas,
con hechos la defiendo de infundios y calumnias.
Dúctil y maleable la palabra es inocente,
es pura;
modifican su sentido iluminados caudillos,
fanáticos sacerdotes,
defensores de patrias atrincheradas
e intransigentes dioses.
Las palabras identifican lo incógnito
lo fijan al espacio y al tiempo
y se convierten en brebaje exaltador de ánimos
en bálsamo que apacigua las violentas sacudidas
del seísmo interior de los humanos.
La palabra dicha es un son efímero
la palabra escrita es un leve trazo;
sin embargo, por la palabra se mata
por la palabra se muere, sin embargo.
PSdeJ Tierra de Campos, agosto del 1973

8.. Alforja de convencimientos
Es pronto hasta que es tarde:
existe un punto idóneo de límite incierto,
para llevar a término feliz quehaceres muy variados;
tan fugaz y pasajero,
que cuando llega a ser
deja de serlo.
Todo tiende al orden, todo tiende al caos;
y el leve peso de un grano de trigo,
lleva la indecisa balanza
al súbito desequilibrio.
Descubro en el mundo una alacena,
repleta de vegetales vivos,
tímidas gacelas,
colibríes y cocodrilos al acecho
de la supervivencia;
una cadena que va de la serpiente al ave
y de la punzante zarza a las ballenas.
La roca labrada, la estrella de mar,
el marfil del elefante
y la sangre del irredento;
llevan impreso un código de barras
que explica la composición y el precio.
Al aire,
al aire que vibra en los oídos,
quiero gritar el manifiesto
de mi sentir más arraigado,
porque dentro de mí bulle el hombre conmovido
y se agita el afectivo ser humano.
Me hiere la creciente escasez
de los necesitados,
los progresivos
excedentes
de los ricos,
y tiemblo como nido de gusanos,
como epicentro sísmico,
como revuelto poblado.
Como de la mortífera peste
del despilfarro huyo
del desperdicio inerte.
Ideas llevadas a los hechos,
resido más en mí,
carne cubriendo por pudor el hueso,
cuantas menos necesidades
admito y alimento.
PSdeJ A lo largo de los años, todos los lugares.

9.. Mis primeras conclusiones
En cuanto la indómita Naturaleza
facilitó al hombre abatido y maltrecho
un momento de tregua,
las mentes despiertas dedicaron su denodado esfuerzo
a escrutar enigmas de engañosa apariencia:
el soplo vital de mente y cuerpo,
los puntos de salida y afluencia
y el sentido último del Universo.
De ese proceso intelectual surgió un Ser único y primero,
arranque y fin de todo lo existente y existido
por desearlo eterno;
y por considerarlo infinito:
un Ser enorme que contiene en su seno el Firmamento.
Identificó el hombre al Ser con el bien soberano,
tan generoso que permite la existencia del mal,
tan fuerte que lo vence a diario.
En lugares elevados o en cruces de caminos,
erigió altares bien dispuestos
para ofrecerle dones y sacrificios.
Fundó órdenes de ungidos sacerdotes,
de sacerdotisas intactas y obedientes;
encargados de pronunciar -los menos torpes-
la última palabra sobre lo bueno, lo malo y lo indiferente;
y de recaudar -los más fornidos- primicias, diezmos y dotes
con los que llevar el credo a todas las gentes.
El hombre comprobó con satisfacción velada
que la existencia del Ser dilucidaba cualquier disyuntiva,
cualquier inquietud humana:
la organización social, la administración de justicia,
la libertad soñada
y la igualdad en la línea de partida.
El hombre se dedica desde entonces por entero,
a poner en marcha la bucólica sociedad globalizada,
la de la tribu única y el reglado pensamiento,
una masa obediente e invariable
de activos consumidores y votantes satisfechos.
Escrito en cualquier momento, en cualquier lugar.

10.. Valdepero y Exilio
À memória de Muqui
meu ponto de ancoragem emocional no Brasil

Escalador en la pendiente de los años,
Iluminado por el fuego mortecino de la lumbre
subo aún, ojos vendados,
sin saber cuándo haré cumbre.

Quedo a expensas de los fieles aliados
que impulsan la conquista de los días:
el deseo de vivir, el optimismo, el ejercicio metódico y diario,
y dos milagrosas medicinas:
confianza en el futuro y amor enamorado.

Brisa fresca, ventarrón en ocasiones,
llegan los nietos buscando mi mano
para llevarme a sus nuevos sitios viejos,
cambiarme la forma de mirar la vida y,
algunas veces,
hasta la forma de verla,
ilusionándome.

Sentados en rueda les cuento Valdepero
y escucho lo que digo
como si fuera uno más de los oyentes.

Vuelvo a ser infante
atendiendo en mí a mis abuelos:
fuelle de la fragua
carbones ardientes,
hierro al rojo,
yunque soportando martillazos indebidos;
o par de mulas ignorante de avanzar arando,
sembrando, segando, acarreando,
trillando, recogiendo la cosecha;
verano ardiente,
avidez del agua en el botijo ya mediado.

Alcancé Valdepero, medio puntito en el imposible
mapa del Universo infinito,
cuarenta y tres kilómetros cuadrados
de tierra de labor y pueblo antiguo:
puerta de la muralla medieval, doscientas casas
de piedra, adobe y ladrillo
fuentes de San Pedro y la Atalaya,
iglesia, ermita y castillo.
Mi impaciencia nació -mediado marzo de mil
novecientos cuarenta y seis-
un mes antes de lo considerado saludable;
y a punto estuve –hola y adiós-
de morir en ese mismo instante.

Aprendí a caminar entre animales de tiro
y aperos de labranza.
A simple precaución llegó el miedo
a las llamas danzarinas del hogar,
caño infernal de la estufa, horno de Florentín:
leña del monte
y pan dorándose, territorio de Canene.

Era Valdepero,
el día a día rutinario y las temidas
irregularidades llegadas de improviso,
el temor agobiante y la esperanza
desdeñada, desdeñosa;
trabajo agotador y el complemento
de la economía: pasar con poco, ajustar
las necesidades a la posibilidad,
huir del despilfarro como de la peste;
aquella peste que diezmaba
la población de los corrales, esparciendo
los cadáveres por el camino de Ices
allá en los molederos: pasto de otros,
insalubre carroña.

Valdepero, era, les digo y me digo:
empuje y habilidad: extremidades,
torsos cuerpo y mente purriendo,
mango alargado de la horca,
y colocando
los brazados de nías en las redes,
varales multiplicadores de la capacidad
del carro.

Era la fuerza de los brazos y la espalda,
subiendo ochenta kilos de trigo a la panera,
sacos de yute, cuatro cuartos rasos, media carga.
Valdepero era, a mis ojos,
la solidez pétrea de los páramos ásperos,
la debilidad caliza de las laderas grises enfrentada
a la impertérrita erosión, y la parda fertilidad
de la tierra llana cruzada de arroyos.

Era, también,
las mulas francesas, los machos
burreños y los asnos: actores secundarios,
compartiendo cuadra, pesebres contiguos,
paja de trigo y granos de cebada;
el cerdo, trece arrobas de compromiso,
engordando a ojos vistas con harina
de almortas y unos pocos cuidados.

Liebres, raposos, pardales, tordos,
pigazos, encinas, chopos, barbechos,
trigales encañados, amapolas, mielgas
matacandiles de flor amarilla,
cielo azul y blanco:
ahí tenéis mi acuarela, digo
a los nietos: mi dibujo grabado al fuego,
al ácido sobre la memoria arrugada.

Era, en la reiterada evocación, Valdepero,
un espacio de infranqueables bordes
un nido protector y protegido
la vida renovándose en cauces
terciados de contingencias.

Era el desarrollo de destrezas humildes:
labrar profundo los barbechos,
sembrar evitando la maleza,
roturar baldíos,
comprar tierras,
incrementar las propiedades para hacer
de los hijos nuevos labradores, dependientes,
también, del cielo: agua o sequía,
pedrisco, centellas incendiarias;
y la venta del grano a precio conveniente.

Nostalgia de lo captado por los sentidos
alerta: sonidos, colores, olores y sabores, tactos.
Fuerte deseo de llenar el hueco
que me incompleta y mueve a completarme:
mi añoranza es esa aspiración de regresar
a un futuro imposible, y a las vicisitudes vividas,
vívidas,
que se sucedieron.
Haciendo recuento, sigo relatando,
realidades aunadas a las fantasías,
a mis nietos, los seis que ya tengo:
Judith, Óscar,
Sergio Adriana María
Naia y el pequeño Lucas.

Buhoneros, gitanos, quincalleros,
carros de toldo, mulas secas:
trotamundos en mil rutas repetidas.

Relatos surgidos de su boca que,
al entrar por mis oídos,
poblaban la cabeza e inquietaban la mente
alumbrando la imaginación despierta.

Uno de los vales de pan -tahona de Diocle-
para que comieran, tomaba yo de la caja
de zapatos donde los guardaban mis padres
entregándoselo en pago de lo recibido.

Junto a los trilleros, que paraban
en casa desde tiempo inmemorial, abuelos, bisabuelos,
personaje admirado
fue Julián, el hojalatero:
componedor de sartenes, cazos y cazuelas; estañador
con quien partí, invitado yo a comer, su mendrugo de pan
y su sardina arenque, medio día.

Memoria tengo de la señora Meregilda
vecina lejana por vieja, sola y pobre;
alimentada de gallinas muertas y barbojas,
quizá berros.

Daba un poco de miedo a los niños,
y algo de pena.

Vi bajar de la Montaña, carretera de Santander,
antiguo Camino Real, tranquilas,
imperturbables y flemáticas,
exóticas yuntas de bueyes.

Vi desplegar sus artes en el callejón de Castaño
a copleros, comediantes
y vendedores de cacharros, que el alguacil
anunciaba haciéndolos saber.

Mi exilio se fue configurando en las distintas
andaduras posteriores:
cerca y lejos, imaginarias y reales.
Y en mi alejamiento de emigrante,
el inventario de recuerdos, esmerilado por el olvido,
va acortándose presto un día y otro.

Así que parece lo prudente apuntarlo al momento,
hoy mejor que mañana, les digo a mis nietos,
los seis que ahora tengo.

PSdeJ Escrito en abril de 2014 para la revista Horizontes de Valdepero

Vista parcial de Valdepero y su campo

 

La prosa posterior, titulada “El Legado del Rey”, imagina Valdepero en tiempos remotos. Época en que aún era el “Lugar del agua que surge” poblado por vacceos y romanos. Sirviéndose de la cordura apasionada de una historia de amor nada convencional, el Rey trasmite a los súbditos sus enseñanzas, todo lo aprendido. Sucesos ocurridos cuando la geografía, espacio rodeado de páramos y montes, de llanuras, cuestas y laderas, lo convierte en fortaleza donde a los naturales les resultan fácil la defensa y la colaboración con los vecinos, pobladores de la ciudad de Pallantia, muy próxima y más fuerte. Cada aspecto de la actividad diaria –dioses mandamiento, liturgia- y de la convivencia, ha sido detallado hasta hacerlo envidiable; inicial complemento de la larga y excelente historia documentada, que después escribirían -trabajo concienzudo de investigación y cariño similar al mío- dos historiadores coterráneos y coetáneos, quienes me pidieron la redacción del prólogo que redacté.

Nací de la tierra,
del agua, del viento,
del ardiente sol de medio día;
nací de la voluntad, de la esperanza,
del perseverante amor a la vida.

En un afán inmoderado
de comprender los entresijos del mundo,
adelanté un mes mi llegada a la realidad esquiva,
litoral abrupto;
donde lo negro no es del todo negro
y lo blanco nunca fue muy puro.

Mi Valdepero, el pueblo de mi infancia y mis recuerdos, está hecho de una mezcla bien amasada de lo constatado y lo intuido. Es un pan redondo de sabrosos coscoritos rodeando la miga central. Un pan cuya harina es mi percepción de la realidad circundante. Es espacio, mas espacio inconcreto, que abarca el territorio recorrido en la niñez: Casa Grande donde nací, y Casa junto al Arco en el Arrabal, adonde llegué a los tres años. Larga calle Mayor, y campo al que los traqueteos del carro me llevaban. Personas y animales domésticos, el cielo azul, blanco o gris en sus diversos tonos; árboles escasos de la carretera, Valdegayán y el Rabanillo, y arbustos crecidos en las laderas. Mi Valdepero es la familia: mis padres y mis tíos, los primos que me hacían de hermanos sin saberlo ellos ni yo; los amigos y sus familiares.

Reparto en una cesta la ración de matanza,
el chichurro en un puchero;
y tantos amigos tengo que no bastan
las quince arrobas del cerdo.

Valdepero fue un tiempo alargado que transcurría lentamente mientras yo trataba de hacerme quien soy. Aspecto que trasciende a la niñez; una niñez sencilla terminada a los nueve años con la marcha al internado de La Salle. Luego, las intermitencias de las vacaciones y los trabajos agrícolas realizados en ellas: preparación de la tierra, sementera y recolección; reforzaron mi idea de la vida, mente dispuesta a ampliar conocimientos.

Hubo frailes que me mostraron
la amplitud del cosmos más allá de las doctrinas
dominantes
y la verdad restringida;
y sayones con sotana que dañaron mis tímpanos
al forzar la entrega de la otra mejilla,
mientras mi boca magullada daba mordiscos rabiosos
a la pulpa tierna de mi propia estima.

Valdepero, Palencia, Madrid: itinerario inicial hecho con el equipaje íntegro de Valdepero. Palencia fue, en esencia, las paredes que cercaban el patio del colegio, la torre, el edificio alto de las clases y el dormitorio. Palencia fue la imagen de mi madre cambiando cada semana la ropa sucia de la muda por la limpia, en una bolsa blanca con mi número de interno, 102, bordado en azul. Fue la imagen de mi madre llevándome comida de casa, productos del cerdo de sabores arraigados y olores inolvidables. El lomo embuchado más que ningún otro. Palencia fue su cariño y el de mi padre, trabajador exhaustivo de un campo duro pero generoso, porque daba todo cuanto tenía. Fue los paseos semanales, marchando en hilera hasta llegar los jueves a las eras del Manicomio, y los domingos al campo de fútbol de La Balastera. Fue el aprendizaje base de los otros aprendizajes, conocimientos y disposiciones.

Se me opone el devenir de la existencia,
y descubro el tesón como un arranque
que la energía de los cíclopes en su ejercicio libera;
no hay vendaval, no hay brazo de gigante,
no hay quimera
que puedan sujetarme.

A los diecisiete años, Madrid ya fue para mí el mundo. Un mundo nuevo con su idioma diverso y sus maneras sociales distintas; estudio y trabajo compartiendo el día. Ateneo y lecturas, museo del Prado y la pintura reunida. Madrid fue punto de llegada: desgajado yo, desgajándome, ampliándome; entrando en lo nuevo sin abandonar lo viejo; amando lo viejo, idealizándolo, fabulándolo. Fue punto de partida para llegar a París, la Tierra Prometida; y para acercarme a Lisboa y a su idioma, mi segunda patria. También se hizo punto de partida para el recorrido mental de regreso: Madrid, Palencia y Valdepero. Fue entonces cuando mi Valdepero se convirtió en Leyenda y Mito.

 

 

Las últimas estancias en el extranjero me han ayudado a comprender por comparación: similitud o contraste; aspectos de mi forma de ser que existían sin explicación. En Brasil se extiende, ciudad y campo de labor, Muqui, sitio histórico del Estado de Espírito Santo, vastos cafetales y excelentes cosechas. No era la subsistencia de Valdepero equiparable a la prosperidad de Muqui, era el intenso amor de mi amiga, la gran hispanista Ester Abreu, a Muqui, quien me mostraba el alcance de mi amor a Valdepero. Nacida allí, descendiente de los fundadores, lo lleva en el corazón y lo refleja en su obra. En mis poemas y prosas de influencia brasileña, cada uno en su sitio, Muqui y Valdepero, Valdepero y Muqui, aparecen unidos. Allí peregriné con un sentimiento casi religioso. Fue en Brasil donde conocí el Sertão, los Sertões, una geografía árida que origina toda una filosofía de vida. Es esa filosofía sertaneja la que yo aprendí de niño en Valdepero. Amar mucho lo poco que se tiene y conservarlo; usar lo necesario, lo estrictamente necesario en prevención de tiempos peores. Está en mi biografía y en mi conducta a lo largo del tiempo. Y lo colectivo como suma superadora de las individualidades.

Los acontecimientos más notorios, ¡qué sutiles!
-niebla, etéreo tul- ¡qué breves!, ¡qué imprecisos!;
no conozco aún los detalles y ya el meollo olvido.
Por el contrario, hay hechos anodinos,
que se asen a la mente con todas sus fuerzas
y la memoria los mantiene vivos.

Me refiero a las sufridas lavanderas
-ropa sucia, azulete, jabón y banca
camino de la turbia acequia,
buscando el celo purificador del agua.

Hablo de la tajada de carne en la fiambrera,
bamboleo acompasado de las alforjas,
sobre el ancho lomo y las ancas sueltas,
cansino regreso de la mula torda;
torta de anises, turrón de almendra,
el bocado que mi padre se quita de la boca en el barbecho,
me trae la fragancia de la tierra recién abierta.

Fue en mi estancia en Villeneuve sur Lot, suroeste de Francia, donde me di cuenta de la importancia de lo común en Valdepero a lo largo del tiempo. Se dan en Francia todo tipo de asociaciones; tantas, que el municipio de la villa destina un atención importante a la vida asociativa. Valdepero se explica en lo individual de cada uno de los habitantes; pero cobra todo su sentido considerando el aspecto social. Lo colectivo define a un pueblo, existencia y esencia. En “La excentricidad de mi órbita” van estas estos versos y los anteriores:

Cuando la necesidad muestra los belfos
mi gente es solidaria,
y se conocen ejemplos
de la conducta entregada.

Llamados por el grito
de bronce de las campanas,
apremiante, hiriente, dolorido,
angustioso toque de quema;
el devastador incendio de los sembrados marchitos,
armados de herramientas
congrega a los vecinos.

Se ignora por lo general quien deja,
herrada y soga junto al brocal del pozo,
bebederos del campo y los renueva;
o quien allana en los caminos
hoyos, cárcavos, roderas.

Si un carro abocina y entorna en la ladera
o quedan presas sus ruedas en el barro,
fuertes brazos abandonando las tareas,
ayudan a las mulas a librarlo.

Acorazada de ilusión,
pletórica de miedos,
la experiencia de los míos rezuma realismo,
y saben que solo con esfuerzo
se da forma al destino.

 

 

La Iglesia de Valdepero vista desde el Castillo

 

 

Más allá del Ayuntamiento y la Hermandad de Labradores y Ganaderos, organizaciones públicas de gran importancia para lo común, en mi pueblo fueron naciendo agrupaciones que han preservado al municipio del deterioro irreparable y del olvido. La escuela y el origen de todas ellas puede estar en las Cuadrillas. Muchachos y muchachas pertenecían a su cuadrilla en cuerpo y alma. Formadas por edades, juntaban hasta catorce miembros nacidos en dos años próximos. Las cuadrillas eran la patria y la familia de los que a ellas pertenecíamos, fortaleciéndonos, reforzando la autoestima. Los padres mantenían la estructura ya casados y con hijos. Las meriendas semanales en los hornos de Florentín y Diocleciano, eran asunto de cuadrilla. Las tertulias en la fragua del herrero o en la barbería, algo de cuadrilla tenían. Estoy por asegurar que el influjo de las cuadrillas facilitó el arranque de las variadas asociaciones que fueron creándose. El Casino de Socios, la Cooperativa Agrícola, la Asociación de Amigos del Castillo y Monumentos; Las Cofradías de carácter religioso, la Asociación de Cazadores, las Agrupaciones de Mujeres, Varlozado y Almazuela. Todas ellas y alguna que no conozco, a más de los legados particulares, como el que puso en pie el Museo Teófilo Calzada, han conseguido, cada una en su área de influencia, que Valdepero sea lo que es hoy en vez de lo que hubiera sido.

 

 

 

 

O amanhecer dos amanecheceres
Poemário e tradução de Pedro Sevylla de Juana

UM
Em seu próprio final inalcanzável
arraiga o impossível princípio do tempo
e as bordas do espaço se afastam à velocidade da luz
seguindo os trinta e dois rumos da rosa dos ventos.

A eternidade é o tempo que demora a luz em percorrer
o espaço infinito,
a infinitude é o extremo espaço
que a luz atinge em seu percurso eterno;
se explicam juntas ambas,
a uma sem a outra
não são nada.

DOIS
No princípio, tempo e espaço protegiam,
justificando sua própria existência,
à instável energia.

A energia foi se transformando em matéria:
miríades e miríades
de estrelas e planetas,
montanhas, desfiladeiros, lagos,
mares, ilhas,planuras desertas,
pedras, argila, musgo, lagartos;
e a matéria adquiriu essa forma tão diversa.

Matéria e energia,
em sua cópula engendraram,
sístoles e diástoles,
o primeiro hálito de vida.

TRÊS
A vida vagava sozinha no charco finito
à espera duma divinidade empreendedora
dumas regras que deram sentido,
que acrescentassem a sua essência o desejo de saber,
a capacidade de criar e o raciocínio;
milénios iam demorar ainda argila e vontade
em formar pensadores que idearam com afinco.

No incerto maremagnum dos atardeceres vermelhos
dos amaneceres isentos de impurezas,
os mundos se afastam uns de outros pressurosos
empurrados pelo frenesi da sua carreira.

A razoável lógica marca às leis naturais a andadura,
pelos carriles definidos sossegada vai a evolução
destinada à melhora permanente de toda criatura.

QUATRO
Cruzando os limiares mais profundos
se unificam planetas e eletrões,
porque todo é um só assunto
o de acima e o de abaixo
o enorme e o minúsculo.

O dia e a noite
as frias neves e o carvão ardente
o bem e o mal
estavam nos inícios muito unidos
o supérfluo e o essencial
o sólido e o líquido.

Branco e preto eram a mesma cor
esquerdo e direito um único lado
costas com costas conviviam
iguais e contrários.

Nos códigos genéticos dos peixes e os sáurios
lutavam pela posterior evolução
símios e humanos.

Catedrais góticas e comoventes postas de sol
borbullhavam entre animosos sentimentos solidários
e disparos dirigidos à multidão alvorotada
por milhares de tiranos.

CINCO
Não podia durar eternamente a concordia
a tensão crescia como em cana arqueada
como em vulcão ativo,
as identidades de cada animal, de cada planta
de cada pensamento ou acção
se perfilavam.

A explosão libertadora
foi a consequência natural
e cada elemento encontrou sua relativa posição:
o caçador e a lebre
o adjectivo e o nome,
alvorada e poente.

Borralho de vulcões,
cinza e pardo amanhecia
duras as formas,
desabridas.

Deu começo a ordem das coisas
por rígidos preceitos governado
quando as pesadas rochas
conseguiram se diferenciar do barro.

SEIS
Terra e céu se separam,
noite e dia,
pedra e água,
empurra a planície à planície
se alçando elevadas as montanhas;
surgem páramos e montes numa dessas telúricas disputas
e os deuses põem em Valdepero sua mirada.

Crosta e medula calcárias,
assinaladas como ponto de arranque do Universo
por investigações exaustivas;
no tépidoe assentado Valdepero
teve começo a marcha inexorável dos dias.

Divulgou o vento origem tão remota
e Valdepero me habita desde então, me apaixona,
me vive, me morre,
me transforma;
perfila meus lábios e cheia minha boca.

SETE
Potenciando milhões de vezes
a cintilação astral com a lente polida
do frio e transparente gelo
emergiu a luz da amanhecida.

Uniram seus esforços Sol e Lua
gerando a evidência do discordante dia
zénite fervente, frialdade noturna
e a realidade nasceu da sua imagem refletida.

OITO
Sosegada, seletiva,
imparável a vida se potência,
sociedade de elementos,
zelosos da sua esencia.

Tierra de Campos,
Cerrato;
vales, páramo, planura;
e Valdepero,
pedra angular, síntese, coluna.

Em lugar tão cheio de verdades, límpida mirada,
tenho nascido;
colheita perdida entre os dedos,
esgotadas fontes, equilíbrio.
As últimas azinheiras do monte
confinam o espaço
ao redor não há nada: um buraco informe e vazio,
uma leviana noite de solidão,
o profundo abismo.

Um solo sem piedade, um céu azul cruzado de pardais
um século e outro iguais,
o firmamento apoiado no páramo e o monte
e sobre ele
a eternidade dos dias cercados pelas noites.

Ninguém foi capaz de cultivaras espigas
as raízes eram habitual alimento
e o gélido frio inseparável compañeiro.

Resulta extraordinário que em tão adversas circunstâncias
florescesse uma espécie humanizada
capaz de chorar ante o crepúsculo
e de sorrir ao alva.

NOVE
A chuva impetuosa tem transportado à insondável
profundeza do mar
mais de um palmo de altura
e mais de dois
de corteza nua;
a erosão perseverante,
impertérrita ladrona
com avaras garras de gardunha
do húmus fecundo a despoja.

Campo de nutrícios cereais:
trigo, avena e cevada
a chuva aparece de vez em quando
cultivados semeadoiros de colheitas parcas;
o murcho seco morde ovelhas com dentes de fome
e sofrem suas denteladas a pesca e a caça.

DEZ
As espécies vegetais se contam com os dedos
e não é mais copiosa a fauna, não;
nem muito menos.

Servem de assento às pedras
terra parda nos planos,
marga cinza nas encostas.
Costrollo,
ligaterna, rã, barbo, lebre:
de não ser o vento falto de vontade,
no concreto e o abstrato nada mais se move.

Choupos, cardos, cereais;
azinheiras, gatuñas, sarças;
fauna e flora elementares
sustenta a terra árida.

Terra de pincéis e de versos
Valdepero oferece umas poucas cores
mas tons,
centos;
cinza e pardo da terra, os mais singelos,
e o arrogante azul do céu
que o branco tem pervertido.

Aromas da argila molhada e do pão recém cocido
de erva acabada de segar
de messe úmida de orvalho fino.

Cheira o monte a tomilho e a alfazema
a camomila e a salva,
e a alecrim a ladeira;
a hinojo a lindera do horto,
a hortelã
e a orégano.

ONZE
Sem chuva,
em primavera só florescem as palavras:
vozes do seco, muita profundidade e pouca altura
planas,
agudas.

A palavra dita é um som efémero
a palavra escrita é um leve traço;
no entanto, pela palavra se mata
pela palavra se morre, no entanto.

DOZE
Moldou o rio seus meandros,
leito aberto,
seixo bem rolado;
cavalgou a madrugada para formas mais precisas
fomos muitos caçando as escassas lebres
e levantou irmão contra irmão a cobiça.

TREZE
“Que os arqueiros iniciem o ataque
caiam depois os cavaleiros
terminem os infantes a refrega”:
com voz profunda e com aprumo
exclamou vigoroso o estratega.

“Os mortos recolhidos por trás da linha de partida
não atingirão o ansiado paraíso”:
sentenciou iracundo o druida.

Não houve vitória que admitisse terna aos pacíficos
feridos pelas armas dum e doutro bando
nem leito de penas
que distinguisse aos inválidos.

Foram os pícaros
quem reivindicaram o triunfo
conseguido pelos audazes;
e para premiar aos heróis inúmeros
os pedestais resultaram insuficientes.

CATORZE
Tanta sede afogava os meus semeados
que dei nomes de água às penhas
às terras gretadas pelo verão
às raízes ressecas.

Partindo de projetos experimentados
construí minha casa:
um a um coloquei os pensamentos nobres
uma a uma as esperanças fundadas,
pedra nos alicerces, acima taipa e adobe,
telha baixo o ígneo sol e as noites estreladas.

QUINZE
Vieram de visita,
conquistadores,
ficaram um tempo
e, conquistados,
se foram.

Balanço equilibrado
de todos aprendemos
a todos ensinamos.

DEZESSEIS
Criadora do Universo e das Leis Naturais
estava sozinha Aiana no princípio,
deusa da Felicidade e a Harmonia
do Amor e o Equilíbrio.

O tempo parecia novo
quando a flexível Aiana
pôs os olhos no judicioso Pergio,
original agricultor
primeiro labrego.

Entre as glaucas ondas
dum trêmulo mar de aveia
tálamo de gavelas recém segadas,
o humano e a deusa completaram o amoroso ritual,
e desde aquela esplendente jornada
Pergio é imortal.

Bem como os lábios das pessoas felizes
desenham espontáneo o sorriso,
consequência do acendido Amor
se encarnou Muradis,
senhor do latente, da existência implícita
catalisadora essência do batido germinal
terceiro ângulo
lado concluinte da Trinidade.

Pedregal baldio
campo cereal e monte baixo,
horto sedutor e hortelão seduzido;
remoto e resistente ancoragem
me oferece o tronco primitivo:
porque filho de Lucio e neto de Pedro
depois de quinze mil e novecentas gerações
eu procedo de Pergio.

DEZESSETE
Escolho rodeado de fangas de vida,
atol cingido por movediços braços
que mexem a imagem cristalina
dos hipocampos machos
incubando ovos de mil fêmeas tímidas;
na planície densa, na meseta dura
nas ladeiras que circundam esta terra minha
encontrou o mar sua sepultura.

Neste páramo de alicerces sólidos
-estaleiro de varados navios
canteira aberta de templos românicos
góticos castelos
palácios solarengos
campina de pedregulhos álbidos
teve empinados marulhos lá no pleistoceno.

Posso mergulhar seus recantos, lamber o sal baixo as pedras
escalar escarpas rompentes
olhos fechados de olhada interna.

Nesta pedra alta,
nesta altura pétrea
se enterrou meu mar carregado de substância,
oceano de vida alongada em trinta séculos
e mais de mil proezas.

Baixeles e goletas, bergantins e corsários
aliados do vento noturno e da lua
sangrentos abordagens
e enterro de fortunas
na areia incontável.

Teve procelas e naufrágios,
percebo ainda as quilhas afundadas na névoa
sombra preta de azinhais coalhados
monte baixo de lebres e víboras despertas.

Caminho apalpando entre as túrbidas ondas
espumas que engessan a terra de labor
e agitam pombas indômitas.

Minha boca faminta de esturjões e pescadas
dá salobros mordiscos de papoilas,
dentes que põem a intenção na captura
e escondidos no beijo te devoram;
mar interno, mar de altura
amante imesidade inquieta e mórbida.

Laminárias, espirulinas, lagartixas
gorazes, fucos, alhelíes
albacoras, robalos, éguas
raposos, touros e delfins.

Ondeantes estrelas de mar
são as estrelas vespertinas
e as redes se inflaman de anchovas,
douradas espigas
ortigas, abrunheiros, douradas,
nenúfares flutuantes e sereias dormidas.

¡É minha terra!, exclama a garganta muda
e aqui, precisamente nestas rochas,
em meu deserto de espinhas maduras,
durante três milénios não esquecidos pela longa memória
huve banhos temperados e donzelas nuas.

Minhas líquidas origens, minha casta de marinho
descubro na tigela inundada das mãos
caldo de cultivo em minerais rico
torrão compacto ou disgregado
gozoso de antenas e de cílios

¡Oh! meu mar de terra
quanto arado te rasga,
e que escasso penetra.
¡Oh! meu oceano de pedra agraz
quanta brisa faz falta para te segar
quanto anseio de eternidade
para arar teus campos abisais.

DEZOITO
Bandeiras e trombetas,
páginas abertas dos livros;
cada um decide, guerra ou sensatez
campo de batalha ou caminhos.

Hastil talhadao das plumas,
sentimentos, intenções, desígnios:
tudo o aniquila a crueldade das disputas.

Arrasa a guerra povoados e colheitas
rompe os transparentes páramos,
domicílio da alva,
abandona barbechos destinados à relha
arranca corações robustos de dádivas
separa aos potros da égua
mata a vida na vida engastada
modifica a liturgia e desparrama o mel das colmenas.

Cada punhado de terra,
oculta uma gota de sangue:
veias confiadas no plano
artérias surpreendidas nos vales
e no mais alto do colhado,
a desmedida ambição culpavel.

DEZENOVE
Cai gota a gota o chuvisco
passo a passo, rama a rama
desfalece palmo a palmo
grão a grão se desgrana.

Saraiva, escarcha, chuva ou neve
persigo a água cristalina
regeneradora e renascente.

Quero descer como cascata
levando a minha terra amada
o água que ao campo falta.
PSdeJ

 

Vista parcial del Interior de la  Iglesia de Valdepero

 

Sueños de un niño malo

«Ya verás como sí, como la luna asoma entre las nubes y desaparece por arte de magia, blanca y amarillenta, cenicienta y pálida. Ya verás como sí», me decía Santiago, primo a quien trataba yo de hermano al no tener ninguno. Efectivamente, una hogaza amasada millones de años antes en una tahona mayor que las de Florentín y Diocle, se reflejaba a intervalos en los cristales iluminando el arco de la muralla y la piedra en forma de dado de nuestra esquina, punto de encuentro de Fidel, Fortu y los Melgos reunidos en animada charla.
El día en que, recostado sobre el colchón y cantando de alborozo, mi padre me traía en el carro desde el colegio; Santiago salía a esperarme hasta el palomar de don Manuel o el Altillo. Durante las vacaciones iba yo a su casa o se quedaba en la nuestra después de cenar y dormía en mi habitación.
Era verano y las noches, indolentes y cálidas, nos escuchaban en el balcón, hablando y hablando hasta que pasaban las mulas camino de la era para acarrear las nías. Incansables bestias de carga y tiro llevadas del ramal por labradores adormecidos, acaso Eloy o Geñín, a quienes saludábamos con voz medida para no despertar a los nuestros, cuyo sueño debíamos interrumpir a la una menos cuarto de la mañana. Cumplido el encargo nos acostábamos en camas gemelas y tras las palabras no dichas desaparecíamos en la niebla que poblaba nuestros ojos. Después, persistentes, sublimación de los temores infantiles, venían los sueños. Aún hoy, de algunos me acuerdo vivamente, como de aquel que denominé

Sueño del pez de arena
protagonizado por el pez que se diluye cada noche en la playa extendida a lo ancho de una antigua postal, enviada por algún abuelo o tío desde cierta guerra inadvertida en la sugerente África. Tarjeta guardada entre las hojas de un libro sobre Las Cruzadas, encerrado, a su vez, en el cajón de la mesa de nogal, vecina de la que mi madre se servía una vez al año para embalsamar al cerdo. Animal renovado y constante al que yo tomaba cariño cada temporada, quizás por alimentarlo con una masa humeante, mezcla caldosa de harina de cebada y salvado de trigo; o con un hervido de patatas pequeñas como ceros mayúsculos, hechos por mi mano o las de Yayo, Lalín, Arsenio, Calleja o el Bala en la escuela de El Corro destinada a los párvulos.
Ceros titubeantes y amorfos como patatas deformes que el cochino comía deleitándose, ignorante de su trágica y cercana muerte y posterior aderezo, especiado junto a la mesa de nogal en cuyo cajón se guardaba el libro de relatos épicos y pasionales, referidos a las aventuras de los Cruzados que entre sus páginas amarillentas acogía la misiva, avanzadilla probablemente de un mantel bordado con motivos arábigos desde la impenetrable África, tan a mano en el mapa. Ilustración perfilada con estilo decidido y libre, evocadora de la placidez de la playa vista en sueños, instante intemporal en que unas manos, húmedas de espuma, modelan un pez de arena diluido en las olas.
Peje escurridizo procedente de galaxias un día cercanas a nosotros, alejadas por la expansión hacia los límites inexistentes del Universo, confines de la infinitud en que nosotros vivimos, vecina de si, lugar de nuestras cuitas y desvelos, territorio del pez que se licua en mis manos cada vez que los dedos lo apresan por el lomo y la cola, tratando de llevarlo al desván de mi mente con el único fin, ignorado por él, de ponerlo a salvo del gato y de los peces grandes que, como es sabido, se alimentan de congéneres de menor tamaño. Intento nutrirlo con flores flotantes, tan minúsculas, tan imperceptibles, que se confunden con el aire constituyendo un peligro cierto, pues nadie puede respirar pétalos, aunque sean mínimos; ni estambres, ni pistilos, por más que procedan de florecillas microscópicas como las que yo he palpado, caídas quizá de otro sueño que tuve la ocurrencia de llamar

Sueño de las flores del cielo
que trata de las flores nacidas del polen trasladado por los insectos o por el Cierzo; viento de mi niñez que los aventadores esperaban como como lluvia del mes de mayo. Obreros sentados sobre las piedras del vallado que, mientras llegaba el soplo idóneo, fumaban cautos un cigarro haciendo pared firme con la mano; y echaban un trago de vino recién traído de la bodega situada bajo la casa del Arrabal; aquel bodegón enorme y vacío, donde yo, juzgándome templado, tenía miedo cuando se apagaba la vela y buscaba ansioso la mano de mi padre. Cueva a la que descendía una escalera cubierta de la paja del corral, lanzada por las gallinas en su intento de picar los granos de trigo escondidos, escarbando, escarbando, peldaños abajo, a pesar de saber que sentados sobre los escalones algunas tardes de primavera mi padre y yo merendábamos sardinas saladas, escogidas entre las de mayor tamaño por mi tío Saturnino, estanquero y tendero de ultramarinos, del atabal de arenques dispuestos en rosa de los vientos; o comíamos jamón, curado por mi madre al humo del hogar y a las heladas nocturnas, desde la tarde inmediata a la infortunada muerte del cerdo.
Disolvíamos la sal de las sardinas y del jamón con un vino claro y limpio, elaborado por nosotros tras la vendimia alegre de las uvas plenas, polinizadas a tiempo, henchidas, maduradas en los meses de agosto y setiembre; pisoteadas en procesión de pies descalzos dentro de la pila del lagar, prensadas aprovechando la gigantesca viga y el pilón de piedra que, en mi sueño, se cimbrea tembloroso, incierto, amenazador; colgado del extremo de un tronco inacabable, haciendo contrapeso para estrujar los racimos y conseguir el derrame del mosto hasta llenar el pocillo perforado al pie. Sucede la acción en un otoño íntegro; teñida ya la tarde de tonos ocres y de lagarejos la piel oculta de las muchachas casaderas, postrado el sol a ras del suelo, cazador del horizonte en el poniente triste, tarde-noche, alfombra de pétalos y polen, aroma de flor polinizada.
Semillas diminutas suspendidas en el aire junto a finísimas gotas de agua, haciéndolas germinar aferradas al polvo rojizo del desierto africano, arena ínfima que el viento ardiente nos envía raras veces. Florecillas crecientes hasta el tamaño de una décima de milímetro, definidas, más que por su forma, apenas manifiesta, por sus colores: rojo, amarillo, azul, rosa. En mi percepción distorsionada de la realidad las veo aumentar de tamaño sueño a sueño, flotando a la altura de un hombre de pie sobre un carro, cayendo suavemente, dignificando las piedras del páramo, las grises yeseras de Taragudo, territorio de Heraclio; realzando los pardos barbechos de la vega, las laderas del monte, las riberas fértiles del arroyo Mayor y los majuelos generosos de las Altas. Llenando el campo de color, floreciendo el pardo y el gris, creando primavera en enero. Mis manos procuran juntar brazados y hacer acopio de gavillas, pero al cerrarse sobre la cosecha floral, los cardos traidores y las gatuñas dañinas punzan mis dedos, despertándome.
Regresaba, entonces, a la vigilia incompleta, y me apropiaba de la luz apretando el extremo de la pera que restablecía el circuito. Originábase al instante el brusco avivar de mi entendimiento, intranquilo hasta confirmar la presencia, entre los pliegues de la almohada embellecida de bordados y la colcha azulada, de la cabellera revuelta y los ojos cerrados de mi primo Santiago; y una vez comprobada la compañía y el acompasado respirar de quien no tiene penas ni preocupaciones porque no ve inmediato el peligro, tornaba a dormirme y soñaba con trompetas de plomo sopladas por ángeles llegados del mismísimo Apocalipsis, posados con un dominio propio de águilas altivas sobre el

Sueño de la expoliación de las trompetas del órgano
que volvía de forma recurrente y alterna, noche sí noche no, hasta el preciso y esencial momento en que los ladrones se quitan el sombrero de paja y la máscara de lienzo raído; retazo de una sábana usada, gastada, rala en los bordes, rasgada en el lugar de los ojos y la boca para que los amigos de lo ajeno vean y respiren. Trozo hermano de pieza del pañuelo que enjuga el sudor de su esfuerzo, separados ambos por la violencia de las tijeras afiladas y, nuevamente unidos durante algunos instantes, los que dura el acto de secar la piel húmeda cuando la desnudez, necesaria para el enjugado de la transpiración, hace inevitable el descubrimiento de la frente y las mejillas; situándome a punto de identificar sus rostros verdaderos y acaso sus auténticos nombres de ladrones de tubos de órgano. Mas en ese preciso momento el sueño tiene su fin, seguramente adelantado de alguna manera misteriosa por los mismos que hurtan las trompetas en la iglesia parroquial o por sus encubridores.
El órgano, que desde un lado del coro llega a lo alto del techo, es bajado pieza a pieza por quienes, esmerados, lo acaban de desarmar. Descienden ocultos tras sus caretas de agosteros o atropadoras, cuidando el paso lento, pie derecho moviéndose cuando ya el izquierdo está quieto, un escalón y luego otro, de noche y a oscuras por las tablas gastadas y crujientes de la escalera, hasta alcanzar la calle donde espera en silencio una galera callada de ruedas silenciosas, arrastrada por mulas con herraduras de goma; cómplices, herrador, mulas y galera, de los disfrazados que yo estoy en un tris de concretar, cuando debido a alguna acción maligna, dirigida a distancia utilizando facultades singulares, me despierto.
Deseaba iniciarlo exactamente en el corte producido dos días antes, sin conseguirlo; eternamente condenado por algún espíritu protector de los ladrones, a ignorar en su totalidad la segunda parte del sueño, esencial, repleta de claves, imágenes directas; aprendiendo, sin embargo, la primera en sus mínimos pormenores. Una y otra vez volvía a iniciarlo por el principio con distintas variaciones en los protagonistas; grupo de personas que en el sueño aparece, ofreciéndose al azar o a las matemáticas para que jueguen sus mezclas y combinaciones, un padre y tres hijos varones parecidos en el lienzo de sus carátulas, una madre con dos hijas y un hijo, dos jóvenes ayudando a sus padres. Tienen en común las permutaciones una conmovedora escena familiar, que hubiera servido de ejemplo a las generaciones actuales y futuras de ser su propósito confesable, invalidándola el empeño puesto en llevarse lejos, a otra dimensión probablemente, las melodías elevadas hasta lo sobrenatural de la Consagración, o las no menos sobrecogedoras del Sanctus; evitando, con su malhadada actitud, que la eufonía propicie ardores espirituales de feligreses tibios.
A pesar de su argucia, los tomadores para sí de la propiedad impropia, hallan en el pecado su penitencia. Sin duda pasan las de Caín, sudorosos bajo las máscaras de lienzo y los sombreros de paja, forzados a fundir el plomo de los cilindros huecos que con el concurso del viento logran maravillas sonoras; obligados a alimentar el fuego del horno y a ofrecer los pesados lingotes resultantes a Pedro Botero, único postor, en dilatadas negociaciones oficiadas entre calderas de azufre fundido que, como bien conocen quienes utilizan torcidas para desinfectar los carrales, exhala un hedor insoportable.
Y en ese álgido momento, con el olor a alcrebite y el calor extremo, despertaba, o llegaba sin rupturas a aquel sueño horrible conocido como el

Sueño del niño malo iniciador de la tromba
tan acongojante que me ponía remordimientos en la conciencia sensitiva, porque el niño malo era yo en la época funesta que quisiera olvidar. Mi nombre de niño malo era Pedro Demonio, puesto en justicia por una mujer íntegra, la esposa del señor Agustín, el albañil, debido a que en reiteradas ocasiones obraba mal, a veces sin quererlo, como aquella vez que junto al arroyo de Valdegayán jugaba con el perro de mi abuelo y lancé una piedra que, cual equilibrada saeta, alcanzó su objetivo, el rabo inquieto y vivaracho del can, hueso exacto sobre el que la rueda pequeña de la segadora pasó el día anterior.
Lejos de mí para intentar morderme, ladra el herido a las cañas que están cerca. Y las cañas, bien porque se asustan, que menudos ladridos son, o bien por el impulso de los agudos sones, entran en movimiento y con su temblor alteran la quietud del viento cercano y circundante. De tal modo vibran que causan una ligera brisa vespertina, impulsora, como en broma, de las cañas del arroyo; que, excitadas, agitan al viento que, instigado, zarandea a las cañas. Inician éstas, con su enérgico vaivén, un vendaval que dobla a las cañas hasta un punto cercano a la ruptura. Varas que, al liberarse un instante de tan alta presión, empujan violentamente al viento, situándolo al borde mismo de la galerna, y recibiendo su brutal azote en las tiñas, en las hojas acintadas y en el tallo erguido. En lanzas, flechas y arcabuces los convierten, y como catapultas lanzan el viento huracanado contra los árboles y las paredes de las casas, de las casetas, de los palomares, de los cercados que, como los endebles naipes de las casitas infantiles, se desmoronan.
Íntegros tejados cruzan las calles, perros y gatos huyen despavoridos, hombres, mujeres y niños son alzados en volandas por el ventarrón y dejados caer sin ningún miramiento. Relación que es tan sólo una muestra de efectos de la tromba, concluida, en apariencia, al detenerse las piedras más alejadas junto a la pequeña parva del arroyo. Renovada súbitamente al quedar una de ellas, y no precisamente la más liviana, sobre el rabo dolorido del perro, cuyo aullido mueve las cañas que habían tornado al reposo y, al moverse de nuevo, agitan al viento motor de las cañas, y así, tiempo y tiempo, hasta que de las paredes no queda piedra sobre piedra ni adobe sobre adobe, y nada hiere al dolorido rabo y todo se calma.
Sosegado el entorno abandonaba el sueño, como si el sosiego no fuera de mi interés o me escociera la conciencia, arrepentida de la época en que yo era un niño travieso y, sin querer, ofendía. Por esta razón, tratando de mejorar mi ánimo, me alejaba hacia otro sueño que llamo

Sueño de la ermita de los desesperados
esa iglesia de espadaña erguida, edificada hace cientos de años por piadosas gentes que, en añadidura, plantaron los árboles del Rabanillo, cuya fronda cortábamos los chavales, ramas verdes de hojas nuevas, transformando las de grosor adecuado en chiflitos. Dábamos valor al sobrante doblando arcos de enramada en las calles recorridas por el Santísimo, interior sagrado de la Custodia de plata, el día del Corpus; y por el señor Obispo, repartidor de sopapos llegado el momento de la Confirmación.
Chopos y ermita eran testigos, la tarde de los jueves, del sorteo abastecedor de chavales a dos bandos opuestos, moros y cristianos, dirigidos por don Roque, el maestro bueno que venía de Monzón en bicicleta. La tarde gozne de la semana olvidábamos la enciclopedia y el paramijo, para convertirnos en héroes de aventuras simuladas. Descendíamos por el interior de la chimenea negra y roja al horno de la tejera romana, fuego extinto hace veinte siglos, atacándonos con toscos palos a modo de espadas y lanzas. Disputábamos luego el resumido campanario, y los valientes que allí se encaramaban sustituían el culto de los vencidos por el de los vencedores.
Santuario ceñido a las novenas encargadas por cofradías devotas de la Madre de Dios y de su hijo el Cristo Crucificado; destinado, por razón de proximidad con el Camposanto, a las misas de difuntos, repetidas hasta conseguir la eterna salvación del encausado. Solemnidades celebradas frente al altar mayor, consagrado a la Virgen del Consuelo, refugio final de los desahuciados por el médico del pueblo y los especialistas de la capital. Rodean su efigie múltiples ofrendas de apariencia inquietante, que, en mi mente nocturna, en mi sueño agitado, llenan la estancia y pueblan la cama.
Cuelgan los exvotos del techo del altar, cubren las paredes, abarrotan la bóveda sobre la imagen venerada de la Virgen. Son cabezas, piernas, brazos, niños enteros semejando muñecos infantiles de figura patética, que en la pesadilla invaden el dormitorio y se alzan hasta donde yo estoy, asiéndose con fuerza a mis manos, a mis pies, a mis cabellos; hasta que la Virgen del Consuelo, inspiradora de fe tan desmedida, los aparta y me arropa restableciendo la calma.
Son ofrendas hijas de ese crédito inextinguible que mueve montañas, alegóricas donaciones como la muñeca de madera colgada más alta que ninguna, correspondiente al cuerpecito de la niña que, en un descuido de su madre, mientras enroja la trébede de la estufa, prende sus ropas en la más violenta llamarada, cambiante, esquiva, devastadora, amarilla, rojiza; ardiendo como una antorcha, víctima inocente en holocausto inútil. Crepúsculo escarlata cuyo significado los médicos no saben descifrar, dadas las confusas explicaciones de la angustiada madre quien, teniendo siete hijos más, quiere viva a la infanta y entra en las llamas como si fueran las aguas de la acequia. Sale al instante, forzada por el vulturno insoportable, para contar que el encargado de los trueques no admite el cambio de su vida por la de la hijita, inmolada sin objeto en el ara ardiente.
Exvoto como aquel pedazo de madera labrado a mano usando un cuchillo doméstico, representación fiel de un torso masculino armónico y vigoroso, esculpido y donado a la ermita por una moza a la que, de pronto, poseyó una manía incurable tras ser durante veinte años sensata y reflexiva. Conmovedora historia recreada por mi mente, inquieta de suyo, en el

Sueño de la muchacha que va con frecuencia al río
en busca del mozo, actor en el papel de novio en el teatro de la vida, quien en un momento muy apurado decidió iniciar la estirpe de pobladores de las aguas. Creyó de buena fe el joven que las profundas simas arañadas por los remolinos, guardaban la llave del equívoco y podían demostrar mejor que él su inocencia. Pensó que el líquido fluido disolvería la calumnia como si se tratara de los dulces terrones traídos de la azucarera, al reemplazarle el compañero del siguiente turno y salir corriendo, corriendo, impulsado por el deseo irrefrenable de ver a la novia.
La moza toma cada tarde el camino de Husillos y baja la cuesta con un sentimiento cambiante, movedizo entre la esperanza y el abatimiento. Arrepentida del crédito dado a las hablillas que lo dibujaron amando a otra, pesarosa de la momentánea duda que la hizo mostrarse hosca con la sangre de sus venas y el aire de sus pulmones, camina como si no existieran más galanes, como si la vida se fuera apagando en cada vela consumida ante el altar de la Virgen del Consuelo, como si creyera ajada y pálida la tersa y rosada piel y la edad se manifestara gris en sus cabellos dorados. Llega a la orilla, busca en la corriente agitada y no ve con claridad el amor que la estimula; no se muestra con total nitidez, pero en ocasiones, el torpe torbellino semeja un rostro, un cuerpo hundido en las revueltas aguas que arrastran tierra de torrenteras desnudas y estériles.
De vez en cuando se bosqueja el semblante sereno y el talle joven que, atraídos por el profundo silencio de los misterios oscuros, navegan río adentro hasta el centro de la tierra. Se evapora en el núcleo el jugo de las nubes cuando toca el fuego volcánico, y sube lentamente formando burbujas, violentos borbotones simuladores de un rostro identificado por la confianza intacta de la moza, y regresa de nuevo a la corriente para atrapar al prometido, licuado en el agua con el único y exclusivo fin de ser buscado por ella mil veces y otras mil más. Plena de firmeza, arrastrando su fe y su pasión desesperadas, pregunta la moza a los barbos, y sabe por ese conducto que su amor bracea eternamente entre dos aguas, una cálida y otra fría. Corrientes opuestas que no se mezclan jamás, porque si lo hicieran, los cuerpos de hombres y mujeres, jóvenes y viejos, infantes y doncellas, ahogados desde que el mundo es mundo, saldrían a flote y los que buscan perderían la expectativa.
Angustiado yo por el temor a estar cumpliendo un sino inevitable, abría los ojos a la realidad y me agitaba durante minutos que se me hacían horas, hasta soñar con la vieja que me causaba un desasosiego distinto a todos los sentidos en mi niñez, mezcla de temor y lástima, añosa desdichada habitante del

Sueño de la anciana que comía hierbas del campo
invasor de mi mente cada vez que llenaba el estómago más de la cuenta. Acostado en la casa solariega del barrio del Arrabal, frente al arco, escuchaba el tictac del reloj de pared, monótono e incansable, siguiendo con los ojos cerrados el vaivén del péndulo, hasta caer lentamente en un sopor que, progresando imperceptiblemente, anulaba los sentidos. La oscuridad envolvente y la digestión pesada intrigaban para forzarme a imaginar las andanzas zigzagueantes de la andrajosa del sueño.
Vive sola en una casuca de las afueras, y aparece nubosa su faz arrugada, manzana marchita de áspera piel, pasada la época de esplendor vegetal, cuando el bocado se llena de jugo y produce placer a los dientes, a las encías, al olfato, a la mirada. Vieja renegrida lanzadora de venganzas envueltas en fórmulas mágicas que, por fortuna, no surten efecto inmediato. Sabe conjuros que abren los sedimentos prietos del misterio y, cuando habla sola, no hay tal; conversa con interlocutores invisibles. Existen testigos confesos que aseguran haberla oído en horrendos coloquios con pájaros negruzcos, que la responden profiriendo graznidos terribles o con lobos de ígneos ojos y aires esquivos que aúllan incomprensibles discursos.
No tuvo amores de joven y mayor acumula odios y desconfianzas, amargura y recelo visibles en el brillo apagado de los ojos, dormitorio de su enigma. Esquivada por los vecinos que ella misma trata de evitar, camina por las orillas de la vida en común para alimentarse de gallinas enfermas que le caen al paso, aves de corral sin prendeduras de macho para prolongar la casta, víctimas de la difteria y la peste que los perros respetan y ella descuartiza con sus manos huesudas. Otros días devora, como inficionada alternativa, cadáveres recientes de conejos de ojos hinchados, globos glaucos, esferas viscosas a punto de estallar, que tratan de salir de las cuencas, de escapar de sus órbitas para irse a circunvalaciones lejanas donde la epidemia que los mata sea ignorada, evitando así un triste final al borde del camino de Valdespina, junto a los molederos de más allá de las bodegas. Lugar exacto en que ella, decrépita y repudiada, en defecto de la carne que las enfermedades le entregan, busca para comerlas, barbajas que limpia de tierra e insectos con enérgicas sacudidas impropias de su edad, rociándolas con aceite de lubricar charnelas, contadas gotas de bálsamo verde y amarillo. Sustento vegetal, manjar de menesterosa cuando los vientos frescos y saludables alejan la peste que abate a los animales domésticos: gallinas cluecas, pollas ponedoras y lucidos conejos.
Me inquieta el sueño cuando me imagino llevando a la anciana la ración de matanza en una cesta de mimbre y en un puchero de barro el chichurro. Para llegar a su casucha debo seguir un sendero tenebroso que cruza el monte, adentrándome en las Covalañas repletas de salteadores armados con pistolones antiguos. Quédanse los bandidos la mitad de las viandas, y la vieja agradece la otra mitad con una sonrisa mal dibujada debido a la falta de costumbre. Regreso con el regalo de la piel de un cordero devorador de mielgas que la anciana, a quien el destino mostró siempre el envés, supo desollar sirviéndose de sus manos descarnadas como garfios. Lanudo pellejo que hace de alfombra tendido a los pies del lecho.
Un ruido de carros me pone en guardia, desvelándome, hasta que sumido yo en un letargo desparramado y tierno navego en círculo por la vasta noche, sorteando escollos de un mar aventado en exceso. Desde las profundidades abisales llego a desiertos interminables sembrados de gélidos diamantes y esmeraldas de un verde codiciado. En los espacios infinitos situados al otro lado de las estrellas, lo Imposible y lo Inexistente se deslizan francos vistiendo sendas capas de armiño impoluto, para conversar con quien Soy y quien No Soy fundidos en una sola pieza. Del candoroso manantial de mi mente brota lo diverso en sus formas más dispersas y alejadas, líquido que mi legitimidad bebe hasta ahogar su sed de figuraciones, dando rienda suelta a la pluralidad nocturna que torna el día monótono y hueco. Temeroso del alba, aguerrido y esforzado, me abrazo a los instantes seguidores del albur caprichoso; luchando a muerte en defensa de una entelequia que, aún hoy, no acierto a abarcar. Y continúo soñando hasta que me extravío en algún sueño, confundiendo los puntos cardinales durante el resto de la noche.
Cansado de tanto trajín imaginario acababa despertándome y me levantaba a las mil, cuando entraba el sol a raudales por las rendijas de la ventana, golpeándome insistentemente en los ojos y forzándome a abrirlos. Mi primo Santiago había desayunado sopas hervidas en cazuela de barro, rebañando la tosta que tanto le gustaba. La realidad se hacía un hueco sumándose al bando enemigo, y aprovechaba mi débil posición para obligarme a poner la vista sobre su espalda polvorienta y su caminar rectilíneo. Inmisericorde y tozuda se empeñaba en hacerme seguir los surcos marcados, ajena a otras posibilidades abiertas que yo veía y ella simulaba no percibir, con afán de alejarme definitivamente de mis sueños deseados y temidos, dando fin al verano y situándome, de pronto, en el día del regreso, con la compañía grata de Honorio, Vicente y José, al internado de los frailes del babero donde ella, la realidad invariable, era señora.
Animaba mi padre a la mula Francesa con interjecciones que sólo los dos entendían, y yo, recostado en el colchón, iba dejando con aflicción el viejo casón de La Hermandad, el corral de Baldomero, la Casa Grande donde nací, la Iglesia en la que fui monaguillo con don Jesús el bueno y el recio Castillo de mis juegos más audaces, para iniciar la vista del encuentro de San Bernardo y Colón, calles que al unirse, placas tectónicas, elevaban amenazadoras la torre del Colegio y el pabellón alto del dormitorio común. Incluso cabizbajo como iba, percibía detalles cada vez más nítidos, apoyada la cabeza en las manos y los codos en las rodillas, hablando tristes palabras con mi primo Santiago que, en su despedida, me acompañaba hasta el Altillo.

 

 

 

 

 

 

Navajas

A poco más de la media noche, movidos los agosteros por un muelle interior se alzaban de los camastros. Cruzaron al momento las mulas unas calles desiertas que llevan a las eras. Moderado, medido se oyó seco el ruido de los cascos. En la noche prieta traquetearon los carros siguiendo unos caminos cruzados de magulladuras, obra del agua atormentada y del trajín de las ruedas de hierro. Entre dos luces las arrancadoras bostezaban con los ojos ciegos, buscando a tientas la palangana mediada de agua para sus abluciones. Humo salía de las chimeneas que al contraluz se elevó calmo; las mujeres prendían fuego en los hogares a la chamada de leña iniciando el día interminable. Descargado el primer viaje, sobre el carro para no perder tiempo, mordisquearon los hombres la raja de tocino y el coscorito, dando el primer tiento a la bota. En los chozos de piedra de los corrales, llanura del páramo, durmieron vestidos los pastores, desayunando sopas de una leche recibida de la ubre misma en cuerno de vaca o en escudilla de madera. Se quejaban del encierro las ovejas con insistentes balidos y, alzadas, arremetían contra las compañeras. Deseosos de aprovechar el avance de la siega que empuja la caza y la arrincona, madrugaron también los cazadores; los esperaban los montes resecos, los valles verdes, las laderas calizas. Recostados en las lindes, rendidos sus cuerpos, los segadores rumiaron un pedazo de pan moreno, a la espera de la señal que los pusiera encorvados en el tajo. De modo que, al encaramarse el sol a las encinas del monte y orientar desde allí sus rayos al pueblo, el campo era un hervidero de gente dispuesta.
De una voz fuerte, cargada de indignación, se pasó a los apóstrofes, a las interjecciones, a las blasfemias, a los gritos; y desde ellos se llegó a las manos, a los pies, a la cabeza. A baladros la emprendieron, a insultos, a acusaciones mutuas. El sol calentaba lo suyo ya en el nacimiento. Se ha ido inflamando la mañana, sumando tizones a la hoguera sangrante que cruza lo alto y no tardará en alcanzar la vertical del medio día. Quienes barruntan las mutaciones meteorológicas debido a alguna lesión antigua o a la observación metódica, auguran una tarde de tormenta.
Lo que comenzó siendo asunto de dos, se ha hecho pleito común de cuantos rondaban por las inmediaciones viendo u oyendo lo que acontecía. A puñadas se acometen, a sopapos, a empellones. Mas el hecho originario de la desavenencia permanece inalterado, bien visible. Al parecer, entraron las ovejas en sembrado de cebada y comieron múltiples cabezas de la orilla; podían verse todavía los pajones junto al destrozo de espigas secas abatidas contra el suelo, obra, sin duda, de los animales, de sus patas inquietas, de sus dentelladas voraces. En suma, un cuarterón de grano y un real de vellón de desarreglo, treinta y cuatro maravedises de contante; ¿y por tan poca monta se organiza una trifulca que pone en peligro la integridad de los partícipes?
Lo que pasa es que llueve sobre mojado y los labradores se la tienen jurada a los pastores. Lo que ocurre es que los cazadores no respetan lo ajeno: cruzan los cultivos y los pastos haciendo sendero serpeante, y tanto labriegos como zagales les tienen ganas. Espantan la caza los segadores en su avance, aseguran los cazadores; aunque en esas circunstancias, ojo avizor, aprovechan los tiros como nunca. Desposeídos de sensatez sus reproches, acusan a los segadores de quitar a las piezas el resguardo de los sembrados. Perdices, codornices, torcaces, liebres y conejos han de buscar arroyos o linderas pobladas de zarzas, si es que no abandonan el lugar desprotegido. Los segadores, forasteros atraídos por una ración de pan de tres onzas escasas, media libra de carne y un tercio de azumbre de vino, a más de un real de plata por jornada de corte, se ponen del lado de quien los paga y abandonan su desasosiego en la pelea. Los pastores quisieran romper a garrotazos los límites que levantan a sus pies, a las pezuñas torpes del ganado; y aunque el pago de Villazalama sea el sitio menos oportuno, dada la abundancia de yerba, memoria tienen de épocas y lugares ingratos. Los hortelanos aprovechan la ocasión de castigar a los pastores que abren con su rebaño las presas. Los de Husillos buscan resarcirse de las afrentas recibidas durante siglos de los de Valdepero, y éstos de los otros. Y los aprendices de bandolero encuentran en el lance oportunidad de curtirse. Las dos mitades del mundo se encaran en la pradera. La verdad es que todos se duelen de un destino duro que no les da ocasión de levantarse contra nada, ni de elevar quejas a un cielo dotado de oídos sordos.
Con esa hechura, el fabulador que da cuerpo y alma a la historia se imagina la reyerta; y sabiendo que pudo suceder conforme a lo pensado o de manera aproximada, busca intervenir en épocas pasadas, recreándolas. Mas pone sobre aviso a los lectores acerca de su invención, asegurando que sin dar por probados los hechos, a la vista de las indagaciones previas bien pudieran haber sucedido a la manera del cuento.
Suspendieron su actividad los consumeros del fielato, cuando la columna salió de Palencia por la puerta de Monzón. Algunos soldados habían formado parte de la guardia nocturna, otros estuvieron de francachela, pero todos cabalgaban erguidos, marciales. Dando escolta a dos carromatos tirados por mulos, partida en dos, avanzaba la formación sin descomponerse ni un ápice. La seguían, al margen, dos oficiales de uniforme vistoso cerrando la marcha.
Palencia posee el encanto del comercio bien surtido, y unas calles abiertas a lo extraño que acogen gente de catadura muy variada. A mayores, los asuntos oficiales, que causan respeto a quienes poseen poca formación y escaso mundo, en Palencia han de resolverse. Dista Valdepero una legua de Palencia, y alrededor de media de los pueblos linderos entre los que descuella en población y territorio, por lo que suelen sus naturales ufanarse de un cierto imperio injustificado. Las más de sus familias viven de la labranza, sacando un provecho añadido a los rebaños de ovejas. El pastoreo ocupa no sólo a rabadanes y a los que cinchan queso, sino también a quienes cardan la lana e hilan al pulgar, a más de aquellos que portan madejas hasta los telares de Palencia y Amusco o elaboran en el pueblo estameñas. De ordinario se relacionan sus gentes con las de Villalobón debido a la proximidad y a lo liso del terreno, amén de por ser dueñas de las mejores tierras del término vecino, cercanas al arroyo Mayor. El camino real que desde Palencia lleva a la región cántabra, por él que transitan diligencias y valijeros, une a Valdepero con Monzón; y cualquier labrador puede, en una mañana, llevar trigo en grano a la fábrica de harinas y volverlo molido. Las llanadas de Valdepero, Monzón de Campos y Husillos, están situadas en distintos planos, unidos por un desnivel brusco que convierte en cansado el paseo que los separa. A pesar de ello el ajetreo diario se empeña en enlazarlos.
Durante un trecho al pie de las laderas, haciéndose raya natural entre Husillos y Valdepero discurre plácido el río Carrión. Traza allí una hoz abierta, por donde el agua se desliza sosegada; y las lavanderas, quienes buscan un higiénico remojón o persiguen la pesca de barbos, desde Valdepero acuden a la hoz. Baja a ella la senda de Vallejo, una de las tres que unen ambas villas, la más ventajosa debido a que su pendiente es poco inclinada y al encontrarse con el río lo bordea hasta alcanzar el camino que baja por la Cuesta. Ese es el más corto de todos, pero el de mayor peligro, pues dado lo abrupto del terreno y lo estrecho del carril, no resulta raro que caballerías y carruajes se despeñen. Por no hablar de la ordinaria presencia de bandoleros dispuestos a suavizar la carga de los transeúntes. Sucede que, a la distancia de una voz de la senda, ocultas a la vista existen unas covachas sumidas en la humedad y lo oscuro, viviendas de quienes no tienen otra: desheredados, malhechores perseguidos por la justicia y algún eremita. Algo más al mediodía, cerrando cárcavos de considerable hondura, maravilla labrada por la naturaleza indómita, desfiladeros que a duras penas franquean los asnos, baja el camino conocido como de Villazalama, unión de tal pago con Valdepero y Husillos. Se alarga esta tercera vía unas doscientas varas hasta encontrarse con las otras dos, y la recorren pastores guiando rebaños. A partir del punto de unión, hecho ya camino único de veinte pies de firme, se dirige a la embocadura del puente que cruza el río a la entrada misma de Husillos. Señorío éste cuya iglesia fue abadía afamada y poderosa colegiata.
Las laderas que dificultan las relaciones entre villas, aparecen salpicadas de endrinos, acederas, carambucos y plantas aromáticas: romero, espliego, manzanilla. Crece muy cerca una hierba recia apropiada para el pastoreo; es la pastura del pago de Villazalama, disfrutada por los ganados de Valdepero y Husillos. Una fauna abundante de conejos, algún que otro zorro y el lobo huidizo, a más de los volátiles dueños del cielo azul, atraen cazadores con fuerza; siendo frecuente verlos recorrer los senderos de cabras flanqueados por galgos.
Sabino, zagal de Valdepero; y Tirso, zagal de Husillos; mozalbetes ambos que presumen de bozo y de una sombra de barba sobre el mentón, están hechos a pastorear sus rebaños desde niños. Se encuentran con frecuencia en los pastos de Villazalama y hablando de lo suyo y de lo ajeno, jugando, lanzando piedras para probar el tino, peleándose por tantear sus fuerzas; mientras las ovejas retozan y enredan los canes, han forjado una amistad que se muestra inquebrantable si es sometida a prueba. Mastines les ayudan a avecinar el ganado sin mezclas; pues, aunque separados conocen ovejas, chivas y carneros, da mucho trabajo poner a cada cual en su sitio. Se basta y se sobra cualquiera de ellos en esas circunstancias para cuidar de los dos rebaños, así que pueden llevar a cabo alguna tarea en los corrales o acercarse a Palencia bordeando la Miranda. Los amos aprecian el provecho de su destreza, pues crías, leche y lana son más abundantes desde que ellos apacientan.
Sabino, mozo alto y recio que la peste dejó sin familia, quiso acercarse a la capital en día de feria. Tirso, joven apacible, primero de siete hermanos, tañendo la flauta hecha con su industria a partir de una caña cortada al borde del río, quedó al cuidado de los hatos. Cruzó Sabino los prados, las tierras pedregosas, los sembrados ralos; pasó cerca de las yeseras, de las canteras de roca caliza, hasta dominar el cerro del Otero y la ermita. Recorrió en Palencia la ciudad y la Puebla; se acercó al mercado de la calle Burgos que extiende sus mercaderías ante la iglesia de San Lázaro y el convento de Santa Clara. Compró un zurrón en buen uso y una manta de las llamadas de viaje y, sin prisa, recorrió algunas calles que saciaban su interés. Se echó al estómago un buen trago de agua, o cuatro para mayor exactitud, pues en la plaza Mayor probó de los cuatro caños de bronce; y en el pilón redondo de piedra jaspe bañó el rostro acalorado de la caminata. Atraído por la curiosidad, se acercó a la soberbia obra de piedra y ladrillo que da cuerpo al Hospital de San Antolín y San Bernabé. Institución benéfica tan poderosa, tan rica, que sólo en Valdepero posee casi dos centenares de aranzadas de tierra, donadas por personas piadosas en forma de viñas, en su mayoría descepadas y puestas en arriendo a buen precio. Pasó ante la mansión de don Manuel Peñalba, de admirable apariencia; y distrajo su curiosidad en la calle mayor mirando escaparates. En el comercio del italiano Julio Mesina halló una herramienta que parecía esperar su llegada; y la mirada inquieta se quedó fija en ella: pezuña de chivo la cabeza, las cachas de cuerno de toro y una hoja que impone respeto. Entró, preguntó el precio de la navaja y, dicho por el dependiente, salió de la tienda para pensar un momento. La vio de nuevo en la vitrina, sintió la llamada del acero, de sus reflejos destellantes. Penetró en la tienda deseando tenerla en la mano. Un corte facilitaba a la uña el gesto de aprehender la cuchilla; probó la apertura, probó el cierre, el perfecto alojamiento de la hoja en la cama, hasta que la atracción se hizo irresistible. Se acordó Sabino de Tirso y fueron dos utensilios iguales los que compró, sabiendo que allí se quedaban todos sus ahorros y los necesarios zahones de cuero. Volvió dando saltos de contento al subir la ladera de La Miranda, desandando el camino hasta llegar a Villazalama, donde, los perros primero y después su amigo, lo recibieron con franco alborozo. Mostró Sabino su navaja y Tirso quedó boquiabierto. Era tal la fascinación prendida en la mirada del amigo, que, abreviando su gesto generoso, dijo: «Es tuya». No acababa de creérselo Tirso y cuando la duda más le acuciaba, sacó Sabino del morral la otra para convencerle de que la suerte tenía dos maneras idénticas de presentarse favorable. Como en sueños se expresaron: «Nos servirán a diario para desollar corderos, formar figuras de leña, vaciar cuencos de madera, cortar lías de esparto y presumir».
Mas hoy, casi dos meses después, en los inicios de una recolección que no los deja fuera del todo, en el mismo lugar, sus pensamientos mozos siguen derroteros serios y el diálogo tiene como asunto el porvenir incierto.
-Estaremos aquí, ¿te parece?, en la pradera, en los corrales, hasta que nos tome el ejército para servir al Rey. Con el botín de las guerras haremos dineros y, hechos unos señorones, vendremos en favor de los nuestros. -Declara Tirso.
-Qué se nos da a nosotros del Rey… ¡América!, a América iremos; a Cuba, a Puerto Rico, a Río de la Plata, a su inmensa pradera. El Rey, llámese José, Carlos o Fernando, que se sirva a sí mismo. -Discrepa un Sabino exaltado.
Hablan luego de las noticias que dibujan un país sumido en el desconcierto. No saben nada de política, pero están recelosos. Y en eso se organiza en el extremo opuesto el revuelo ya mencionado: un segador y un pastor comienzan su riña por causa de unas ovejas que han penetrado en el sembrado de cebada ya seca.
Ese día concreto, cinco de julio en el calendario, caluroso a prima hora, de buena mañana, los que bregan en la cuesta de la Media Legua junto al camino real de Cantabria los ven acercarse. Los que en las Altas siegan las cebadas del canónigo Ribera, pertenecientes al célebre Hospital, los ven venir gallardos y amenazadores. Cabalgan orgullosos en sus corceles negros, enhiestos, fieros, de mirada inhóspita; arropan dos carromatos vacíos y son lo menos treinta. Hay algunos jóvenes, otros de mediana edad; en sus cabezas revolotean recuerdos de la tierra madre, de parientes y amigos que quedaron lejos. Buscando un equilibrio inexistente, a las renuncias contraponen las imágenes de gloria que alcanzan a vislumbrar, las condecoraciones, los ascensos, el bastón de mando.
¡Franceses!, ¡soldados franceses!: la voz corre como el agua desbordada. Casi un mes antes se posesionaron de la capital. De arrasar Torquemada venían, de acuchillar a los vecinos todos, niños y mayores; de quemar el pueblo, de arruinarlo desde la propia base. Se trata de bárbaros, de bestias inhumanas; ruinas y cenizas dejan a su paso. Los ven con temor y asombro los agosteros que tienen su faena en el Altillo, y uno de los mozos, caballero en su burro, menos airoso que los franceses, aunque más rápido, se acerca al pueblo para prevenir a los vecinos.
Llegados los soldados al señorío secular de Valdepero, se dirigen, como era de esperar, a la plaza del Ayuntamiento; descabalgan y antes de nada fijan al poste dos edictos. Uno de ellos requiere la colaboración de los vecinos en la requisa, aportando al ejército amigo legumbres, grano, mantas, harina y brazos fuertes para cargarlo todo. Traen la paz y la democracia, la instrucción de los ignorantes, las obras públicas y la igualdad de los pobres con los ricos; asegura el cartel. Y a modo de explicación, trencilla que ata el deber de unos y el derecho de otros, añade que ellos son «los conquistadores de Europa, enviados por Napoleón a todos los confines para descubrir a las gentes diversas su unidad de destino». Firma, dando al contenido fuerza de ley, el General de División Lasalle, Conde del Imperio. El segundo cartel no es más que el bando del mismo militar dado el 17 de junio en Palencia, por el que la nueva autoridad prohíbe portar armas, blancas o de fuego, incluidas las habituales navajas, herramienta imprescindible en muchas tareas. “A quien en un cacheo le sean halladas será considerado soldado enemigo”.
Encuentran el ayuntamiento cerrado y al alguacil dispuesto a servir a la autoridad de hecho, sabedor de la venida de lo que él llama «destacamento aliado». Le ordenan premura en abrir el Consistorio buscando a los mandatarios del municipio y, a escape, deja franca la puerta y emprende el camino. Aprovechan el lapso los soldados para dar agua y pienso a los caballos, comer un bocado de pan con tasajo y beber un jarro de vino en uno de los mesones, el que está junto al arco de la puerta Hondón. Pasado el tiempo se personan el Alcalde Mayor y el Alcalde Ordinario puestos por el Duque de Alba al frente del pueblo. Ambos conocen las atrocidades cometidas por los soldados en su avance imparable, y traen calculada la resistencia pasiva que pueden oponer al piquete recién llegado y a la guarnición de la capital, medio millar de soldados, avanzadilla de un ejército dotado de toda clase de pertrechos. Basados en ese razonamiento recriminan su acción a las mujeres que arrancan los preceptos franceses recién fijados al poste.
La iglesia y las ermitas son previsibles objetivos de los invasores: pinturas, tallas, objetos de culto, cruces, copones y patenas, oro y plata. Esas riquezas han oído que buscan. El trigo del Pósito, el grano de las paneras, las legumbres de alacenas y despensas, el ajuar hospitalario y los lechazos de las tenadas. Queda claro que los vecinos han de contribuir al sostenimiento de los ocupantes. Chorizos y lomos en aceite pueden disimularse dentro de sus orzas en los pajares. Lástima que a los marranos -sustento del próximo año- tan alborotadores, no se les pueda esconder en sitio alguno. Tardan en manifestar una aprensión alojada en lo oculto de la mente, un miedo que como padres o esposos no pueden restringir: las doncellas. Hay soldados muy jóvenes que no tendrán miramientos, y disponer su guarda puede manifestarse insuficiente. Si los bandidos se conforman con víveres e imágenes, en interés del pueblo, la inteligencia conviene en entregárselos. Peor será si se quedan, ya que el castillo y la Casa Grande pueden tentar a unos jefes que precisan aposento para hombres y bestias
Situados los regidores en presencia de los oficiales que mandan la tropa extranjera, el capitán Bonet y un segundo cuyo nombre no entienden, su tono es de capitulación aparente. Por ignorarlo, hablan con el deje lastimero que a todos los déspotas agranda; y si algo dicen de verdad sobre las posibilidades de ayuda, esa verdad se refiere a las deudas contraídas por el municipio, a los censos pendientes de pago y a las rentas debidas al Duque. El rédito de ciento ochenta mil reales comprometidos al tres por ciento, se suma a obligaciones y cargas, de modo que el compromiso anual alcanza un monto de trece mil reales largos. Esa verdad de su boca quejosa abarca a las malas cosechas sufridas en los granos y a la merma de vino: «Si les ha llegado a oídos su fama, han de saber que es bien cierta: las uvas mencía y garnacha dan cuerpo a los mostos, sabor a frutas maduras y un color granate de tonos muy vivos. Las bodegas profundas, de temperatura constante, facilitan una fermentación ajustada; los carrales de roble, cuna y cama, comunican un aroma a vainilla que tiene buen predicamento. Eso es indiscutible, más la cantidad es cosa divergente, pues si cuando éramos niños de cada cinco obradas del término municipal, excluyendo montes y prados, una se destinaba a viñedo; ahora la proporción llega a una de cada diez. A mayores, las tierras libradas de cepas son de mala calidad y producen muy poco, algo de centeno, morcajo y avena, lo mismo que los peñascales de los páramos». Todo eso manifiestan los ediles a unos oficiales que escuchan sin entender la esencia. No han traído intérprete y tergiversan lo oído. Los militares gabachos, camada de Napoleón, pagados de sí mismos, se muestran incapaces de admitir virtud a esta tierra y lo mismo a sus gentes.
Han dispuesto los campesinos un tentempié con el fin de ganar tiempo. Mientras los oficiales prueban las bondades de lo ofrecido, queso, jamón y un vinillo del año pasado que ha salido soberbio, el pueblo entero se afana en ocultar todo lo que de valor posee. Se cierran las mujeres jóvenes en las habitaciones altas de las casas, algunas contra su voluntad por haber oído que son mozos guapos los soldados.
El siete de junio, la invasión francesa, un paseo militar sin más tropiezos que el de Torquemada, llegó a Palencia. Es de dominio público lo acaecido en el pueblo ribereño del Pisuerga, a raíz de obstruir sus gentes el puente que lo cruza tratando de entorpecer el avance marcial. Se conoce, asimismo, que desde el mes de marzo se encuentran los gabachos en Madrid. Se ensalza el levantamiento del dos de mayo, y no se ignora que los fusilamientos de patriotas duraron tres días completos. Quizá esas noticias expliquen por qué, en la capital palentina, el Obispo y el Corregidor Ortiz pidieron clemencia y muchos vecinos huyen a León. En vista de que han ocupado la ciudad como casa propia, y viven a cuerpo de rey en residencias principales, se cree que los extranjeros han venido con la intención de quedarse.
Alaban los oficiales el paladar del vino, el color y el aroma; tan a su gusto que les parece francés. Se admiran del descubrimiento y piden dos bocoyes de sesenta cántaras. Bajo un sol ardiente se acercan al Pósito, dotado en números con seiscientas fanegas de trigo, pero se ultima la campaña y carece de provisión. Desconfía el capitán francés de los alcaldes y pone a su lado al alguacil, dirigiéndose a él en busca de información y respuestas. Cuatro cargas envasan en ocho costales que suben a uno de los carromatos. La pobreza del hospitalillo no facilita ocasión a los soldados de apoderarse de cosa apreciable, salvo unas mantas que el alguacil descubre recién llegadas del telar, reemplazo de las que aprovechan a los dos enfermos de tercianas, tan ralas, que se ve la luz atravesar trama y urdimbre; manchadas, para colmo, del jugo de borrajas que los cura. De la ermita de Jesús Nazareno, pobre de solemnidad, una capa del Cristo se llevan, regalo de los humildes cofrades. Postergando la visita al castillo, cuya llave obra en poder del representante del Duque que ya ha sido avisado; y a la iglesia parroquial, al hallarse el cura administrando el viático a un moribundo, dirigen sus miras a la ermita de San Pedro.
Silvino, anciano ermitaño de la Virgen del Consuelo y sepulturero del Cementerio Municipal, subido a la espadaña con el fin de asegurar el badajo de la campana los ve acercarse. Tiene su vivienda adosada al campanario, y una parte de la huesera, libre de calaveras y tibias, hace las veces de huerto; así que ha ido desarrollando creencias sobre la otra vida poco comunes. Sabiendo forzada a la autoridad niega las llaves que piden los alcaldes, y un soldado cualquiera da en el suelo con el cuerpo menguado y lo arrastra inerte tirando de un pie. Es vano el castigo, Silvino no cede. Deciden reventar el portón usando como ariete un banco de roble, medio tronco serrado donde suelen tomar el fresco el enterrador y su familia. Resultan sólidas las hojas de la puerta, y aferrados a ellas se intuyen los cerrojos internos; forman unidad barras y tablones y, siguiendo el ejemplo del ermitaño, tampoco ceden. Por indicación del alguacil entran en la casa y sacan a dos señoras medrosas, asustadas. En sus mujeres violentan a Silvino; un infame uniformado rasga las sayas con la bayoneta que araña la piel. Alma impetuosa en cuerpo gastado, el octogenario hace frente al soldado bandido recibiendo un culatazo en el rostro que basta para derribarlo sangrante. La esposa, con tal de evitarle tortura facilita las llaves al capitán de la tropa invasora, y se abraza al marido al tiempo de verle dar las boqueadas. Se han ido arremolinando vecinos que, mordiéndose la lengua, observan la actitud avasalladora de los soldados franceses. Cargan los soldados en uno de los carromatos, de considerables dimensiones para los usos del lugar, algunos cuadros de autor desconocido, dos tallas atribuidas a Alonso Berruguete que forman trinidad con un Cristo, el valioso cáliz y una casulla bordada con hilos de oro. Un chavalillo atrevido, poco más de diez años, cruza un palo en una de las ruedas para que los ladrones no se lleven el botín. Un pescozón lo derriba; y un puntapié, ya en el suelo, remata la proeza de un militar sin entrañas. La madre del niño acomete al verdugo gritando improperios, pero éste la toma de los brazos desnudos, del talle, y la arroja rodando por la lindera que bordea el camino de Taragudo y los montes.
Los vecinos, con ademán hostil, debatiéndose entre el deseo de venganza y el miedo a las represalias, siguen a la cohorte extranjera, al alguacil y a los regidores, hasta el castillo. Los hombres que se afanan en el campo conocen lo que ocurre; esposas dolidas les llevan las noticias, o los motriles encargados del aprovisionamiento. Una orden, un ruego reciben del Alcalde Mayor y de un Alcalde Ordinario: «Habéis de permanecer alejados de la villa; nada ganamos con el ataque, el destacamento es sólo una avanzada del cuerpo de ejército que ocupa Palencia».
En la explanada del castillo esperan los bocoyes exigidos, colmados del vino que los franceses encuentran suyo en todos los sentidos. Los soldados disponen los carrales de roble en el carretón, y los sujetan con maromas a las teleras bajas y a los travesaños firmes, sirviéndose de los costales para impedir que rueden. Al lado, los santos, acostados sobre las casullas, cubiertos de capas pluviales doradas, atados con cíngulos, parecen ausentes de su misión protectora. Las mantas abiertas, extendidas sobre sacos de yute llenos de garbanzos, lentejas y titos, que cuatro uniformados requisaron de paneras casi vacías, colman los huecos y completan el carro. No habiendo llegado la llave, aceptan del alguacil la idea de acometer la puerta del castillo con el carruaje desocupado. Toman de las cabezadas a los mulos, los fuerzan a girar hasta alcanzar la posición contraria y, amenazándolos, golpeándolos, consiguen que cejen hasta fijar los corvejones en tierra y elevar al cielo las manos. Golpea la madera a la madera y en el pulso obligado, sin gran deterioro, cede la puerta. Entran los invasores, observan el patio, se acercan al pozo insondable, recorren las habitaciones y juzgan el recinto pintiparado para albergar a la tropa y a las caballerías, muy apropiado como almacén de víveres y polvorín. En nombre del General Lasalle y del Emperador Bonaparte toman posesión de la fortaleza; y aunque no dejan guardia, instruyen al alguacil para que el herrero ponga nuevos cerrojos y él guarde la llave. De la Casa Grande parecen no tener noticia, por eso se salva momentáneamente de la ocupación.
Don Pedro, el párroco, cincuenta años vividos, los diez últimos al cuidado espiritual de Valdepero; flaco, nervioso, recibe a los soldados con las puertas de la iglesia abiertas de par en par. Es pacifista y le producen espanto las armas. Tallas valiosas del altar mayor, madera oscura en su color natural; casullas de gala tiesas de los hilos de oro que las adornan; la cruz de plata, el incensario del mismo metal y la custodia que se muestra sólo el día del Corpus: todo ese tesoro deja don Pedro que se lleven como si fueran baratijas o viejos aperos de labranza. Rodeado como está de miradas coléricas, amilanado a la vista de los fusiles y los machetes, aturdido por las palabras extranjeras, permite sin oposición que los objetos sagrados vayan a parar al carromato y allí los acomoden entre cuatro tablas a modo de cajón.
Tiembla don Pedro al lado de la sacristía; teme acaso que los soldados se acerquen al Sagrario, pues dentro está el Copón donde el Dios del Gólgota descansa tras su sacrificio. Eso hacen: al Tabernáculo se aproximan, y usando un sable como palanca saltan el cierre que no es sino un sortilegio pensado para elevar al Creador sobre las criaturas, una clave válida para situar al Omnipotente arriba de los desvalidos humanos, que solo arrepentidos de las flaquezas son dignos de recibirlo en su oscura morada. Los ve hacer el medroso don Pedro y, enérgico de una furia que no sabe de dónde le viene, se adelanta a los profanadores. Trata de tomar las Hostias consagradas, cuerpo vivo de Nuestro Señor. Quiere comulgar con todas ellas, guardarlas en el recinto sagrado del alma. Ya no siente miedo; se ve gigante y desprecia a las huestes armadas de Satán, desoyendo las palabras sin sentido que profieren. Forcejea con un salvaje, un ateo volteriano, un jacobino enviado del infierno; y lo hace porque ama a Cristo más que a la vida cargada de potencias. Un empellón recibe que lo lanza contra la verja, frontera defensora del Sancta Sanctórun frente a las asechanzas del mundo engañoso. Don Pedro, que padece frecuentes arrebatos epilépticos, se agita echando espumarajos por la boca y bracea y patalea como un poseso. Retroceden los soldados al verlo, quizá creyentes, quizá supersticiosos, y es el propio capitán Bonet quien, para dar ejemplo, golpea reiteradamente el cuerpo con la culata del fusil y atraviesa el pecho del sacerdote con la bayoneta de uno de los espantados.
Han recibido los agosteros recado de no reñir con los militares, pero las mujeres de Valdepero no entienden los intereses que animan la política y, ante la despiadada actitud de los franceses, piensan suplir a unos hombres que prestan oídos a la autoridad negándoselos a la sangre. Hablan en concilio de cuatro, de seis, de quince, porque se van sumando valientes acaloradas. Hablan de rescatar a las mozas de su propia cautela, y todas juntas, las unas y las otras armadas de cuchillos tocineros, de atizadores del hogar, de rústicas escobas, asaltar al destacamento francés y cerrarse en el castillo por si vienen de Palencia refuerzos. Ya lo hicieron sus tatarabuelas en 1521, fecha que está grabada en el frontispicio de la fortaleza para que ningún vecino olvide. La mujer del Alcalde Mayor baja los humos a las cabecillas con unos humos más altos de alcaldesa consorte, y todo queda en intento.
Va bien avanzada la mañana y el calor aprieta pese a que unas nubes oscuras nacidas al oeste se acercan al sol. El alguacil, que ha traicionado a su pueblo en varias ocasiones en lo que va de día, por una sola vez engaña al enemigo. En las indicaciones dadas a la patrulla que quiere ir a Husillos, aconseja la parte más quebrada, el camino de la Cuesta; y se ofrece a acompañarlos. Almorzarán en las proximidades de la villa y visitarán la abadía, pues tienen noticia de los relieves valiosos que cubren sepulcros de gente principal. Dos chavales, previniendo a los que encuentran al paso, se encaminan a todo correr hasta Villazalama.
Precisamente en esos pastos ocurre la pendencia que enfrenta, unos contra otros, al mundo entero y verdadero. El bosque frondoso tuvo su principio en un insignificante brote, el caudaloso río fue una fuente; el germen del enfrentamiento estuvo en un leve reproche dirigido a un zagal por un segador. Recibió como un cantazo el pastor la reprimenda, contestando con alguna inconveniencia superior. Su agarrada inmediata resultó un imán para quienes se percataban de cerca o de lejos de lo ocurrido; y ahora, transcurrido un rato largo, salta el calañés por los aires, del jubón de bayeta se toman, del calzón de paño de Astudillo; a tirones descomponen la figura y dan con el oponente en el suelo. Allí las puñadas en el rostro, allí las trompadas en el pecho. Sabino y Tirso defienden a los trashumantes, a los de chaqueta de piel de cordero, a los que huelen a leche agria; mas no tienen reparos en apoyar a los labriegos o a los segadores si la razón es suya. Dos chavales llegan corriendo como galgos y anuncian la cercanía de los franceses. Relatan en dos o tres frases los crímenes cometidos contra el ermitaño y el cura, las heridas causadas a los indefensos, los múltiples robos. El exceso de tensión mata la reyerta, llegándose a la única determinación aceptable.
– ¡A la cuesta! -grita un segador- allí los sorprenderemos.
– ¡A la cuesta! -repite una voz que es un eco de voces, la unión de veinte voluntades al menos- que cada uno mude sus trebejos en armas: dalles, hoces, rastrillos, horcas, navajas, garrotes. -Añade el segador que parece más decidido.
-Poco somos si no recuperamos los santos y vengamos a muertos y heridos. Poco somos si dejamos marchar a los soldados franceses sin escarmiento. -Así se expresa un desconocido Tirso en la parrafada más larga que de él se recuerda.
Alargan los chavales su carrera para dar aviso a los de Husillos y, al momento, se yerguen horcas de guinchos puntiagudos y rastrillas de madera exhibiendo dientes desiguales. Bajo las nubes sombrías se enarbolan hoces recién afiladas, dalles temblorosos. Cachavas y cayados de fuerte apariencia bailan en el aire. Hondas giran preñadas de piedras. Se agitan escopetas de caños relucientes cuando se oye un fragor de batalla, un rumor de cortejo. Voces airadas maldicen a los culpables de la violencia y la rapiña; votos y juramentos prometen venganza. Sabino y Tirso descubren un uso agregado para sus navajas, y de ellas reciben un valor crecido. Hombro con hombro marchan animosos en el grupo que se dirige a la Cuesta. Amigos, hermanos, una espiga forman los que antes se enfrentaban. No los separa el oficio ni la circunstancia insignificante de haber nacido en un pueblo o en el otro, abajo o arriba. Les une la defensa de aquello que los hace infelices, un albur que los lleva a través de pedregales infecundos, apremiados por obligaciones que requieren mucha tenacidad para llegar a término.
En los cárcavos se apostan, en las linderas cubiertas de zarzas. Toman posición en los recodos del camino, en las grietas del barranco. Un cazador queda arriba, vigilante de la tropa, ceñido a su perro. Ya no pica el sol, el bochorno parece venir de las nubes moradas que cubren el cielo, de los rastrojos, de los sembrados erguidos y los caminos polvorientos. Llegan los franceses con sus lucidos arreos, con fusiles y sables; a lomos de sus caballos llegan, subidos al pescante de los carros. Son lo menos treinta y de sus frentes resbala el sudor. Piensan unos en sus padres, en sus novias, en las esposas dejadas en la tierra patria, en los hijos acaso. Otros, los despiertos, los más perspicaces, se preguntan al paso medido de los mulos si es ésta la gloria que vinieron a buscar ilusionados. Si es ésta la tierra, si son éstos los hombres, cuya derrota les ha de procurar la fama perseguida, si a contienda tan despareja llamaba el emperador Bonaparte, y si los campesinos ven en ellos la grandeza de Francia: igualdad, fraternidad, libertad y progreso. Ya están al inicio de la cuesta y divisan Husillos, cuando unas gotas enormes se mezclan con la tierra de las roderas, formando una mezcla que se hace barro denso. Cien truenos siguen a cien relámpagos o viceversa.
El diluvio es una realidad alejada del antiguo mito. Se ha concretado partiendo de un cielo negruzco para precipitarse en un suelo ávido de líquidos, arcilla reseca. Ignorante de la zalagarda la columna entra en el declive con los carros situados en el centro. Uno va lleno y el segundo esperan llenarlo en el pueblo que aparece allá abajo, al otro lado del río. Les ha dicho el alguacil que a la entrada hay una pradera y, en ella, un molino; espacio apropiado para acuartelarse. El camino se inclina por momentos; a la derecha o la izquierda se turnan el barranco y la ladera siguiendo un zigzag que busca suavizar la pendiente. Surge una jauría de perros: sabuesos, mastines y algunos hijos de cien mezclas. Obediente a unas voces cuyo origen se ignora, la horda canina ladra a los caballos de los caballeros, a los mulos que tiran de los carromatos, muerde sus patas, espanta su decisión, muda el sentido de la energía. Se alzan de manos las bestias y algunos soldados besan el suelo. Se oyen disparos de escopetas emboscadas; no se distinguen las cabezas que miran a lo largo del tubo, no se ven los dedos que aprietan el gatillo. Cazadores, aprendices de bandido y los bandidos hechos han esperado mudos pegados a la yerba seca; respiran hondo, apuntan con tranquilidad y ninguno yerra. Cuatro, seis soldados se doblan en sus cabalgaduras y resbalan hasta quedar tendidos al borde del carril. En personas armadas de hoces se transfiguran las zarzas, de las cárcavas surgen cuerpos que el chaparrón difumina, en las grietas del barranco nacen figuras espectrales que agitan dalles, rastrillos y horcas.
No basta la galga para fijar las ruedas a las rodadas hendidas; crúzanse los carros, siguen la pendiente fácil y su peso arrastra a las bestias. Animales y carretas descienden dando tumbos, soltando los bocoyes de vino, costales de grano, imágenes sacras. Causando un ruido metálico las bayonetas prolongan cañones; se esparcen las órdenes a través de la lluvia mezcladas con gritos de pavor y blasfemias. Los franceses reaccionan y siguen al pie de la letra el manual que define las maniobras precisas en caso de emboscada. Un pastor cae malherido cuando la hoja de un sable abandona su pecho. Un gorro militar escapa de la cabeza aplastada por un cayado robusto. Seis, ocho figuras armadas, procedentes de Husillos, se incorporan desde abajo al grupo atacante. Impetuosos caballos sin jinete se despeñan sumándose a los descoyuntados por las vigas de los carruajes: patas quebradas, pescuezos torcidos, vientres sangrantes donde las astillas se internan, tripas exhalando el olor de la cebada a medio fermentar. Se recortan en lo alto unos contornos esquivos; varios mozos de Valdepero se incorporan al combate. Momentos antes de esparcir el mejor vino de la comarca, los bocoyes aplastan a los que llevan las riendas en el pescante: uniformes empapados de caldo, voces reclamando un socorro que nadie puede prestar. El agua baja con poderoso ruido de arrastre, con rumor de torrente; lavándolo todo, rostros y vestiduras; manchándolo todo.
En su nuevo menester las navajas de los dos amigos causan temor a los soldados. Abren fisuras en los uniformes, pinchan costados, cruzan caras y marcan mejillas. Descubre Sabino que atacan a un hortelano de Husillos; ve a una pareja de invasores ventajistas, acorralando a un compañero de quien ignora el nombre. Bayonetas manchadas de sangre amenazan su vida, una por el pecho, otra por la espalda. Lo ve Sabino y salta como un tigre apretando la navaja en su puño acerado. Tirso observa el movimiento del amigo y lleva su mirada al rostro de quien teme ser doblemente ensartado. Ellos se leen los gestos y basta una seña para que cada uno ataque a un soldado. Aprovecha el hortelano el trance y se escurre como anguila. Los franceses, adiestrados en su oficio, esquivan con facilidad los envites. La rabia que Tirso contagia a su brazo se disuelve en el aire sin más consecuencia. Fatalidad de fatalidades, el empuje que Sabino pone en su navaja, desorientado, se interna en el pecho amigo; y el corazón generoso de Tirso recibe a la hoja del hermano como hermana.
Cesa la tempestad y se desvanecen las nubes descubriendo un azul blanquecino. El olor a tierra mojada, a nías húmedas, impregna el ambiente. Sabino, dominado por una pena muy honda que lo ahoga, se sienta sobre una piedra truncada, solitaria; y desde ese punto de mira observa el tétrico paisaje de la cuesta. Es testigo un sol que ya ha traspasado la vertical hace tiempo.
– ¡En mala hora compré las navajas! –Exclama Sabino a la vez que levanta la mirada dura y el puño cerrado hacia un cielo que recobra la serenidad.
Ignora a ciencia cierta el modo en que se desarrolló el percance, más ya sabe quién templa las hojas de acero. El demonio y su torpeza han robado la vida al amigo del alma, y formando el ánima amiga parte de la suya, queda él incompleto, amputado. La sangre que hace unas horas fluía briosa por las venas, alimentando sueños jóvenes, llevando a la acción los proyectos maduros, se mezcla ahora con el légamo sucio.
Si en esto consiste la ansiada victoria -se dice asqueado- debiera ponerse sobre aviso a los contendientes antes de comenzar las batallas; porque siendo la victoria tan dura, la victoria en las guerras no existe.
Pregunta su conciencia qué será de los seis hermanos de Tirso, menores que el muchacho muerto, sin padre los pobres y con la madre enferma. En lo íntimo se hace responsable de su suerte y la liga desde ese momento a la suya. Se irá donde haya dineros, los ganará y ayudará a la familia que ha desgraciado.
A quince se eleva en el lado civil el número de bajas; cinco cadáveres y diez heridos de diversa importancia; cuenta entre los leves el alguacil, viajero en el carretón desocupado. Del bando militar no quedan supervivientes. Un grupo de caballos que ha salido indemne, mordisquea unos juncos al final de la cuesta, pequeño llano que cruza un regato mínimo. Hay soldados víctimas de sus mismas armas, sables, bayonetas, tomadas por los lugareños en defensa propia, en el propio ataque. Los hay que presentan heridas de navajas, de horcas, de hoces y palos; y ante el temor de una descubierta francesa que aclare el desastre, son llevados al pueblo y arrojados al pozo del castillo, a la insondable corriente subterránea en que se aprovisiona. Antes de dar parte a la tropa asentada en Palencia de lo acontecido en el pueblo, se ensaya el teatro que se ha de fingir. Hombres, niños y mujeres participan en la representación, para que a nadie se le escape un extremo que lleve al ovillo. Restaurada la confianza que en él tenía el Ayuntamiento, el alguacil se revela como un buen consejero. Los muertos propios, caídos a lo ancho de la Cuesta, se colocan en los escenarios del paso francés: el hospitalillo, el pósito, las ermitas, la puerta del castillo y la iglesia. Los vecinos proclives a aceptar en lo inexplicado la intervención divina, encuentran milagrosa la salvación de las tallas robadas al santuario del Consuelo, intactas cuando todo lo demás se ha hecho añicos. Acuerdan restituirlas al lugar de su culto, mas sin volverlas a los altares en previsión de nuevos saqueos. Emparedadas quedan en un esconce bien disimulado.
Inventan con todo detalle una explicación del suceso que los exonere de culpas: «Bebieron los soldados en el mesón hasta embriagarse, bebieron los oficiales en el Ayuntamiento; hicieron un alto para resguardarse de la tormenta y, abriendo la espita de los bocoyes, bebieron. Guiaron mal a los mulos que se despeñaron con toda su carga: allí están las duelas tronchadas de los carretones, allí los mulos mostrando sus vientres abiertos, allí están los cadáveres con fuerte olor a vino. Los soldados abrieron pendencia unos contra otros, y unos contra otros los más se dieron muerte, desertando unos cuantos que conservaron la vida».
Del barro rescató Sabino la navaja de Tirso, y enlazándola con alambre a la suya, cien veces maldita, arrojó el atado al pozo del castillo tras los soldados culpables de todo. Evitando enfrentarse a los franceses, temeroso de poner a prueba su rencor, sin tomar hatillo y sin despedirse; escapando de sí mismo camina el desventurado hacia el Norte. Se dice que va a agregarse a la cuadrilla guerrillera encabezada por el Marquesito. Se dice que marcha a Lebanza donde quiere ser lego. Se dice que pretende llegar a Santander para embarcarse hacia América. Pero vaya donde vaya llevará en la intención a los hermanos de Tirso.

Valdepero en tiempo de vacceos y romanos

“El legado del rey”             relato del libro «En torno a Valdepero»

Conviene antes de nada fijarnos al tiempo y al espacio, atarnos a algo sólido para impedir que el viento de la fábula nos arrastre. La urbe de Pallantia es nuestra referencia inmediata, su proximidad amedrenta forzando a una actitud precavida. Tan sólo una legua hacia el Sur nos separa de ella, y la calzada sufre un trasiego constante: carretas que van y vienen cargadas de alimentos y tejidos, caballos al trote, transeúntes que marchan a buen ritmo. Somos dos pueblos libres, romano el suyo, celtíbero el nuestro, que convivimos y comerciamos a pesar de las diferentes costumbres y creencias. Guardamos, sin embargo, memoria amarga de los tiempos de hostilidad. Nuestros antepasados dejaron el relato de los constantes ataques sufridos por los vacceos, cuya raíz compartimos.

Sobresale de entre todos el asedio de Marco Emilio Lépido a la Pallantia original, situada a seis leguas de la nueva, en la confluencia de dos ríos. La rodearon los romanos, a muerte la cercaron, como serpiente abrazaron sus defensas. Nos pidió ayuda y enviamos soldados en su defensa. Heroico resultó el aguante. Una noche de luna llena la fuerza resultante rompió el cerco romano. Sobre ellos cayeron los cercados, animados por el auxilio singular de nuestra Diosa. En el fragor de la batalla, Aiana Luna se ocultó palmo a palmo, hasta agotar su resplandor. Se eclipsó del todo y la noche fue misterio de fábulas terribles, ulular de lenguas y gargantas, redoble de tambores improvisados –calderos invertidos, marmitas, búcaros o cántaros- espanto de las bestias. Huyeron los romanos perseguidos por sus miedos, espantados de la súbita desaparición de la Luna y de las causas misteriosas, mágicas. Sufrieron tan dentro la derrota, que a no ser por la clemencia de los sitiados, los sitiadores, desorientados, hubieran perecido. Es tan sólo un ejemplo, puesto de relieve para afirmar que somos al poderoso vecino como avecilla para el águila. Asediaron los romanos a Pallantia, una y otra vez hasta lograr su destrucción. Se apropiaron del nombre dándose a la nueva, levantada junto al río Nubis.

Aldea y castro forman el asentamiento de nuestra tribu; tierra llana de vegetación copiosa, y alturas suficientes para albergar los altares sagrados rodeados de matojos, árboles y arbustos. Ocupamos valle y ladera, páramo y llanura, monte bajo del este y las grises cuestas ricas en mineral de yeso. Fuentes, manantiales y arroyuelos salpican los campos de verdor y de alamedas; “lugar del agua que surge” lo llamamos por ello. El trecho fluvial que conviene al contorno divisor en el noroeste, abre puertas impensadas a nuestro proceder industrioso, entregando a las azadas una vega fertilísima y sabrosos peces a las redes. Cuando miramos hacia atrás, resultamos ser casta compuesta de pueblos mezclados. Si bien enaltecemos las ramas ibera y celta situadas en el centro de nuestro ser, y nos consideramos hermanos de los vacceos, nuestros jóvenes están dispuestos a emparentar con cualquier miembro de otra tribu que busque pareja.

En materia de raza, costumbres y cultos, en la verdad sacada de los hechos repetidos, demostramos ser opuestos a la ortodoxia intransigente. Independientes nos sentimos, permeables a las nuevas corrientes, aguas que toman la forma de los meandros sucesivos. A pesar de su tamaño, de igual a igual tratamos a Pallantia, que prefiere el acuerdo y nos respeta. Colectivistas, fieros y nobles: tres palabras nos definen, que sumadas multiplican. En otoño repartimos las parcelas del campo por sorteo. Aramos y sembramos cada lote usando cabeza y corazón, y almacenamos en común la cosecha. Uno por uno vamos entregando todo lo recogido, para tomar del silo a lo largo del año según las necesidades particulares. El cultivo cereal y el cuidado de los rebaños de cabras y ovejas, reclaman el esfuerzo íntegro de nuestros brazos y nos procuran sustento. Lana hilan las mujeres, y tejen prendas de vestir que logran nombre allá donde llegamos como mercaderes de trueque.

La doma de toros y caballos salvajes es servicio adecuado a los que poseen fuerza y empuje, destreza en el manejo de los lazos: soldados expertos en el uso de las armas, caballeros hábiles e intrépidos, mozos arriesgados. Los animales poco dispuestos para el tiro o la carrera, los menos nobles, se sacrifican en el Templo para propiciar circunstancias favorables a la vida, las que dan suelo y cobijo a los hechos amigos. Nos llegan noticias esporádicas, que hablan de inmolación de tiernos cuerpos de púberes muchachas en territorios alejados; mas los dioses son lo que sus pueblos, y nuestras humanizadas deidades -felizmente contagiadas de las leyes sociales que nos rigen- rechazan las ofrendas humanas.

En la falda del Pico Taragudo, al pie del Lugar Sacro, entre arbustos verdinegros y flores coloridas -rumor tranquilo del agua descendente- brota el venero salobre que sirve a los presagios. Caen al agua, arrojados con fuerza que la divinidad ayuda –brazo débil de la Primera Sacerdotisa- once guijarros de colores; verde oscuro, azul pálido, gris intenso, ocre desvaído, uno tostado y otro rojizo que estando junto al negro anuncia la muerte a manos de enemigos. Enturbian las piedrecitas el agua en su embestida, nubes de polvo levantan que cubren el escenario. Cuando vuelven los posos al fondo, enmascaran parcialmente el cuadro colorido de los cantos y, en la disposición de unos frente a otros, se entrevé el futuro que los dioses reservan al humano. Quien habla el lenguaje divino y entiende a la divinidad alzada sobre todas las cosas, es hembra erguida de figura elegante y rostro bello; altiva dirige la mirada y acompasa la voz a los gestos de sus brazos, haciendo resonar la palabra en la bóveda bendita con respetable dignidad. Sólo ella interpreta fielmente los dictados y procura certidumbre a los mensajes.

 

 

Augur y sacerdote se hacen uno, complementándose para ensalzar a Aiana y ordenar su ritual. Son varón y mujer: él se ocupa del culto al Sol, ella entiende los cambiantes aspectos de la Luna y, sirviéndose de la adivinación, ilumina a los demás el camino. Dual es nuestra Diosa, de ahí la duplicidad de elementos dispuesta en el santuario. Un doble umbral nos recibe, donde la Puerta de Oriente acoge los virginales rayos del Sol, y la Entrada de Poniente se alegra del triunfo momentáneo de la Luna. Fundamentos primigenios –Sol y Luna- unificados en Aiana; ninguno es más que el otro, se suceden en inalcanzable persecución y se necesitan ambos; juntos propician el orden y la falta de uno originaría el caos. El inestable equilibrio universal depende del renacer constante de su armonía. Asume Aiana la protección de los creyentes y revela los hechos que vendrán acompañando al tiempo.

La madre es en nuestras casas el sostén de la familia, la columna que sujeta el techo, la viga poderosa que mantiene las paredes en su sitio. Acoge bajo su manto a los críos como el ave cubre con sus alas a los polluelos, educa y saca adelante a la camada, dispone la comida y el vestido, ayuda en el campo y aconseja al esposo. Y lo hace en silencio, sin llevar la cuenta de los beneficios que se le adeudan. El padre, durante el día espacioso, labra la tierra, pastorea, ejercita sus fuerzas y habilidades, caza y participa en los asuntos comunales; de noche celebra con ruidosos amigos sus avances o se apresta -del mismo modo- a olvidar los retrocesos. Apenas conoce los nombres de sus hijos, y los confunde reiteradamente suscitando aflicción en los interesados y gran alborozo en el resto. Mas llegado el momento de la iniciación, se ocupa de adiestrar a los varones en las complejas técnicas de labranza, en las habilidades de la lucha y en el arte del comercio; y lo hace con gusto, consciente de la importancia de su papel.

Soy el primero, soy el último. Mi reino está en el precipicio y en la altura. El águila soy, soy el cordero; el toro bravo y el tímido ratón que no se atreve a salir de su escondrijo. En mi interior conviven los contrapuestos: ínfimo y supremo, apresurado y lento, ardoroso y frío. Desánimo y empuje lleva mi corazón hasta los brazos, y mis brazos le devuelven optimismo o descontento, dependiendo de que persigan insignificancias o intenten tareas de titanes. Al juicio de la Suprema Omnipotencia someto mis dudas, y si yerro siguiendo sus indicios, padezco igual congoja que ante los desaciertos inducidos por el desamparo. No seré yo quien culpe a los hados de mi extravío; quien denuncie a las luminarias nocturnas, imprecisas indicadoras del Norte, si me pierdo. En cualquier caso, se impone la cordura que aconseja drenar de angustias previas el proceder futuro. Y así un día y otro, sin desfallecimientos notables. Pagadas las desventajas a su justo precio, reiteradamente me sobrepongo a la calamidad; confieso, empero, que debo a mi madre el hábito adquirido, no es virtud que pueda atribuirme.

Con el excelso título de Centinela de la Justicia, me anunciarán en la antesala del dios Sol y en el portal de la diosa Luna, y dirán, como explicación bastante para justificar mi renuncia indiscutible, que deseando descansar del encargo pido mi relevo. Tal eufemismo contempla la fórmula oficial y nadie lo ignora, así que no debo desmentirlo. Elogiarán los heraldos en mí al incansable buscador de saber, al perseguidor de la justicia sin desmayo, a aquel que sigue las sendas apartadas movido por el deseo de llegar a nuevos lugares, a quien ara tan profundo el campo fértil como el estéril y pacta con los invasores hasta un millar de veces si con ello frena su avance. De mí afirmarán que fui para ver, vi para conocer, conocí para comparar, comparé para escoger y no me fue dada la elección. Añadirán que fui filósofo y amé la verdad anidada en el interior de los corazones.

 

 

 

No denunciaron con verdad los escasos adversarios otro comportamiento mío, distinto al noble y recto en el que fui educado. Ni los que se oponen a mi paso añadieron a mi nombre mácula o sospecha para no caer en el descrédito. Nada hice en mi provecho que perjudicara a otros, nada que aumentara mi hacienda, nada que me atribuyera valores inmerecidos. Otra fue en verdad mi pasión, otra mi culpa. En los últimos momentos de mi respiro, yo, vuestro amado Rey, sereno como las noches estivales, desinteresado como el amor materno, deseo manifestaros mi parecer sobre la existencia, crecido en el fondo de mi pecho desde que tengo memoria. Como la urraca he ido atesorando momentos preciosos, llamativos; como la ardilla tomé lo provechoso y lo puse en la panera común a la espera del hambre; como la hormiga acumulé reservas suficientes para el invierno. Hice mías las meditaciones de otros que me precedieron, enfrenté su contenido a los sucesos cotidianos -ordinarios e insólitos- y valoré la profundidad de su defensa y ataque. Corté, uní, me deshice de los adornos sin valor y de los reflejos brillantes. Hoy, cribado y ordenado todo el acervo, dispuesto está para salir a la luz en forma de palabras escritas. Ya no son las sentencias que, tomadas como ley, pudieran modificar vuestra conducta -por esa razón las guardé- son la opinión nacida de la experiencia de un hombre de voluntad recta.

Sólo vuestro provecho persigue el códice que mando redactar con esmero. En él se expresa así el escriba: “Una sola vida nos es dada, de manera que el fruto de la erudición propia ha de madurar temprano o no alimentará nuestra conducta. Así como escapáis del fuego, habéis de huir de todo aquello que representa aflicción. Perseguid la felicidad antes que cualquier otro bien, porque la propia búsqueda os será útil y, si, afortunados, dais con ella, no la reservéis para el disfrute propio, compartidla; pues en la donación se reproduce, y guardada en urna se amustia y palidece. Para alcanzar la dicha nacemos; venimos a desarrollar facultades que mejoren lo que nos rodea, y de esa actividad obtenemos gozo. Aquí y ahora es posible encontrar el Paraíso, porque verde y fresco está en nosotros. A modo de serpiente disimulada entre las piedras que bordean el camino para no ser vista -temor o sigilo- así obrareis con los adversarios. De la manera en que consideráis inocente y sin castigo la conducta de la piedra desprendida del vallado sobre vuestro pie, así debéis actuar con los que os ofenden. Porque la injuria, para ser ella misma, necesita de ambos, del ofensor y del ofendido. Sólo con agraviante no hay afrenta, sólo con afrentado no hay agravio”.

“Tenaces seréis, sin embargo; perseverantes en la defensa pacífica de los asuntos que os conciernen: opiniones reforzadas por la experiencia, derechos nacidos del esfuerzo, libertad conquistada lentamente, vida que a los demás sirve, el indivisible acervo. Ese trance probará vuestra prudencia, hará patentes la mesura y el tacto; madurez y sabiduría que concilian la paz y el legítimo disfrute de las recursos alcanzados”. Aiana es diamante de múltiples facetas, día y noche a un tiempo, luz y sombra simultáneamente, vida y muerte que a la otra originan, oriente y crepúsculo en vecindad. Aiana es la esencia del espíritu femenino, poseedor de dos corazones prestos a amar al hijo y al esposo, a defender las posiciones conquistadas, a despejar su marcha. Labrada en roca dura está -Diosa enaltecida por los seguidores- afianzada sobre el Ara firme. Ofrendas debidas al Sol, inmolaciones entregadas a la Luna, ocultan montañas y ríos de la Tierra Ignota, puesta de escabel por su esposo Pergio el día feliz en que nació Muradis, hijo de ambos.

Los pies desnudos de Aiana caminan perlando de beneficioso rocío los campos, protegiendo de las asechanzas a los fieles, fertilizando el suelo que pisan. Bajo su pétrea imagen, serena y dulce, se encuentra la doble losa del sacrificio. Allí la quietud, allí la tregua, allí los miembros laxos y el respirar pausado de los sueños beatíficos, el recogimiento y la meditación. Dos suaves tramos de sencilla escalinata -veintidós peldaños labrados en tosca piedra traída del páramo cercano- dan acceso al lugar de los ritos cada uno por su margen. Bajo ellos, la cueva de los misterios tenebregosos oculta huesos de animales sacrificados: équidos, bóvidos, ovinos; y las lanzas, espadas y puñales que acaban con la vida persiguiendo la más prolongada de las existencias, la eternidad infinita. Parten dos canales de la roca labrada, y en sendos pocillos logran su término. La sangre del sacrificio llega por ellos al fondo de la caverna, y allí la toman sacerdotes y sacerdotisas, entregándola en bebedizo mezclada con vino, a los fieles adoradores de una u otra vertiente de la Divinidad. En los lavabos que ocultan las puertas de entrada, ahondados en las columnas del arco, los ejecutores del sangriento sacrificio se enjuagan las manos. Me ofrecerás la vida inhábil y no quedarán en ti huellas del sacrificio: exhorta un renglón del Mandato.

 

 

Soy el señor de las pálidas laderas ricas en cristales de yeso, el caballero de los verdes valles bien labrados, el poseedor de los yermos calizos, el soberano de la ribera del río y de los arroyos numerosos, el gobernante de la tierra oscura que sacia a quien la cultiva. Sólo aquel que barbecha con igual diligencia todos los pagos, puede decirse agricultor. En socorro voy de la viuda que carece de bueyes, del infante que llora a su madre difunta, del anciano que no puede enderezar la espalda. Vuestro servidor soy. Soy aquel que en la paz advierte sobre los daños de la guerra odiosa, y en el combate aborrecible escudriña la fecunda paz. El que tiende la mano abierta soy; el que no ataca hasta haber recibido el séptimo ultraje. El que ayuda al discrepante a comprendernos desenredando malentendidos, razonando diferencias; el que concilia voluntades contrarias -pájaro y culebra, lobo y cabrito- y nada le sujeta de forma permanente. El que conserva a los jóvenes al lado de sus madres, novias y esposas, el que proporciona prosperidad al poblado.

Ese soy, el de la mirada alta puesta en el último horizonte hacia donde dirige las pisadas, el que está dispuesto a mudar el objeto de sus actos si la razón lo dice. El que ve el mal como gruta lóbrega, y encendiendo hogueras avanza miradores a la esperanza. El que no se rinde ni se entrega al desánimo, porque sabe que su despensa interior guarda recursos bastantes para el más largo de los asedios”. En las noches de plenilunio cercanas al solsticio de verano – triplicidad de fiestas que dan contento a los dioses- internos a un círculo de antorchas los jóvenes danzan siguiendo el son de gaitas, flautas y trompetas. Como muestra de acatamiento de la voluntad divina, saltan a lo alto y caen en tierra forzando la genuflexión. Entre dos volteretas apuran vasos formados de terracota que de mano en mano pasan, continentes del vino y la sangre de la expiación. Hasta el amanecer repiten los frenéticos ritmos y la progresiva cantinela: doscientos veintidós salmos, doscientas veintidós piruetas.

Si de la cópula sagrada a que se entregan los célibes iniciados se deriva un nacimiento, Aiana lo protege y para sí lo reclama. El signo grabado en el brazo de la criatura, la convierte en elegida en medio de los demás infantes.
Al mostrarse la adolescencia en el cuerpo y los modales, ingresará en el Templo e iniciará su preparación sacerdotal. Por entero se dará al estudio de las artes y las ciencias, al análisis profundo de los trescientos treinta y tres renglones del Mandato, a la inteligencia de los misterios divinos; intensamente se aplicará a la predicción hasta dominar las enseñanzas. En temible ceremonia, tensa y prolongada como maroma de la que tira un caballo, cuajada de pruebas complejas -caminar un pasillo de tizones encendidos, reprimir el pavor a la serpiente, aceptar sin herida la humillación de la ceniza en los cabellos- será consagrado al servicio de Aiana Sol si varón fuese, de Aiana Luna de ser hembra.

Gloria de su familia son los hijos entregados a la misión religiosa, la madre sube un escalón y andando el tiempo, una de entre ellas llegará al Consejo Real. A más del conocimiento exhaustivo y del cumplimiento escrupuloso del Mandato, se les exige la virtud que prometen en la ordenación; con pena de suplicio y muerte se castiga su desdoro. Los jóvenes, esposados en tan magna ceremonia, intactos hasta entonces, siguen aún nueve meses separados, para situar con seguridad en la solemne unión el origen del parto. A mí vendrán inmaculados, de mi partirán fértiles; noches de plenilunio, previa y dorsal del solsticio de verano. El fruto de su amor me satisface. Señala en el Mandato, otro renglón.

 

 

Me quedan aún siete días de existencia y no trataré, en imposible quimera, de mejorar lo ya hecho; el río no regresa a la fuente. Sólo me resta incluir en el códice que dicto al escriba, el relato de últimas intenciones -fruto de la experiencia adquirida- esperando que pueda ser útil a mi sucesor y al pueblo inquieto. Criadas con mimo fueron las terneras, en ausencia de roces y rasguños; sangradas por completo en su sacrificio. Su finísima piel, persiguiendo el pergamino perfecto, ha sido dispuesta por el calígrafo: raída, adobada, estirada y seca. Y dicto al escriba: “En primer lugar desnudaré cuerpo y espíritu de toda pertenencia. Tan desvalido como soy me veréis, tan frágil como sois me veréis, tan incierto como soy me veréis; tan animoso, tan recio, tan pujante, tan esperanzado.

Todo lo extraño es superfluo, todo lo prescindible es ajeno. Poco necesitaba de lo que he poseído, nada me quedará de lo que tengo. De mi ajuar, una muestra elegirá el Depósito de Elementos Tribales, acopio de la memoria de nuestro itinerario; el abundante resto pasará a los más necesitados. A mis súbditos y a sus descendientes confiaré mi pensamiento, libre como la marcha inexorable de las cosas -lluvia y aves, viento y aroma de las flores- montaraz como las cabras que en los picachos se alzan sobre las patas traseras. Y mis obras, buenas y malas, completarán la opinión de los que me conocen, siendo ayuda del juicio de la historia; árbitro cuyo veredicto no temo.

Dentro de siete días tomaré voluntariamente el bebedizo que el Gran Ungido traerá en el Cuenco de la Alianza. Me imagino en trance tan riguroso, y desde el pasillo central del Templo veo avanzar a su Venerable Ancianidad con pies cansados, hierático, revestido del morado sobrepelliz, símbolo del poder que la Trinidad otorga. Aprecio sus albos cabellos ralos, su larga barba agrisada, ocultos a medias por la tiara protectora que inmuniza contra las pasiones más comunes. Lo escoltan dos filas de jóvenes esbeltos, gráciles, ensabanados de níveas túnicas de lino, testimonio de continencia y candor -once sacerdotes a la derecha, once sacerdotisas a la izquierda- encabezados por el Sumo Sacerdote, por la airosa silueta de la Sacerdotisa Máxima, mágico contraluz de las llamas vivas sobre la pared oscura.

Las manos temblorosas me entregan el Vaso del Desagravio, y apuro hasta la última gota por si ella fuera imprescindible para que el conjunto surta efecto. Será la única vez que beba en la Copa de la Concordia; Aiana, Pergio y Muradis están en su exterior representados, soberbio relieve de escenas cotidianas. El día de mi entronización decliné ese privilegio en servicio de la humildad y de la sencillez. El Primer Ungido -responsable de culto a la Trinidad, intérprete de los deseos divinos, juez supremo en asuntos de iniciados- y mi bondadosa Madre, fomentaron en los hijos varones aptitudes ajustadas a la ocupación de Rey; nos advirtieron de los peligros que acechan la ruta de quien gobierna, y la grave responsabilidad contraída, demandante de soporte sólido a cada uno de los pasos. Sobre el orgullo alertaron: hace creer al gobernante merecidos los cargos y empleos, los elogios recibidos; construye un pedestal al que lo eleva y le inclina a mirar a los demás, sus iguales, por encima de las cabezas, suponiéndolos bajo él en razón de los méritos. Y entre asuntos que a mí me parecieron baladíes, nos avisaron del mal que acarrea beber en crátera de oro vino reposado menos de diez años. No es de hoy, de siempre las madres, con mirada previsora, estuvieron atentas a los revulsivos que alejan el peligro de sus tiernos tallos bien amados; Reina Madre, la nuestra, no iba a serlo menos.

Las potrancas son preñadas por el viento Cierzo, en acción delegada de Pergio, Dios de la Tierra, que Aiana esposó sobre gavillas de un campo de avena alta y verde. Quedan fecundadas las yeguas mediante su soplo y paren potros tan veloces que no pisan la tierra, de ahí que se les piense voladores; pero ocurre verdaderamente que la rapidez de movimientos y la agitada polvareda impiden ver los cascos apoyados en el suelo, tomando brevemente el impulso que los eleva gráciles. Con reiteración observé el fenómeno, estudié su galopar desde todas posiciones y el misterio descubierto os confío. Muradis, único vástago de Pergio y Aiana, mora en su propio santuario junto al erigido en honor del Padre, alejados ambos un tiro de flecha del templo materno. Los devotos jóvenes del Hijo, piadosos y fornidos mocetones, piden con ahínco el crecimiento de la capacidad guerrera o amatoria, y se esfuerzan tanto por conseguir la perfección, que convierten en innecesario el respaldo divino. Esta experiencia he constatado, y el misterio repetido os abro y descubro. No desmantelo sólidos tejados porque sí, tras la verdad camino; mas os prometo que si sé de algún milagro al punto os lo diré.

Desconfiad de quien alcanzó fama de virtuoso sin vivir en consonancia con la virtud. Abrid vuestro corazón al malhechor arrepentido. Dos unos juntos -producto de la duplicidad de nuestras creencias- y sus múltiplos, deciden cantidades relativas a las cuestiones más dispares, lo que prueba la poca importancia que la acumulación posee. Podría ser otra la cifra resultante en muchos casos, pero se fuerza, alargando o reduciendo, hasta que se ajusta a lo aceptable. Junto al once permanente de la tribu, el oráculo señaló al siete como número sacro de mi reinado. Sus labios femeninos, tan delicados que de haber sido efigie el escultor alcanzara en ellos la perfección y fama inaudita; los labios de la pitonisa, Sacerdotisa Máxima, tan primorosos, liberaron profecías satisfactorias sobre el período de mi dominación: prosperidad que florece en la tierra abonada de trabajo, alianzas provechosas, tranquilidad en las fronteras La boca amada fijó, por añadidura, la hora y la forma de mi muerte. De modo que dicto al escriba a intervalos cada vez más breves.

Manos a la obra me puse. Sabiendo reducido el tiempo disponible, y conociendo su límite exacto, fui a lo concreto, evité divagaciones inactivas. En la cripta del templo depositó mi madre, en legítima oposición al destino desvelado, un odre lleno de vino joven, cosecha del anterior otoño, que había de envejecer aprisa ganándole dos años y medio al presagio. Dentro de una semana daré cumplimiento al vaticinio que me reserva un fin conocido en todos sus detalles; privilegio de reyes que agradezco más que ningún otro. La madurez del jugo de la uva será insuficiente para obrar en mi favor, la cueva de las divinidades no acelera el proceso. Aunque debo decir que nunca creí en el poder salvador del vino aún siendo la década cumplida; habladurías de comadres, supersticiones ignorantes, opiniones dictadas por el interés torcido de los mercachifles.

Calló el oráculo la causa de mi muerte, que se pensó enfermedad o herida en la batalla; por lo que a punto de llegar el tiempo fijado, a la vista de mi aspecto saludable, y disfrutando nuestro pueblo de una larga temporada de paz, los descreídos dieron por errado el augurio. No sucedió así; mi amor, concentrado en la Máxima Sacerdotisa de Aiana, desde tiempo atrás correspondido, se conoció en esos días. Tras una semana extendida por el tormento de la espera, a muerte nos condenaba el testimonio múltiple del rumor popular. Al cabo supimos que el Consejo Real y las Tres Palabras fijaban la consumación del duro castigo, justamente el día establecido por mi amada en su función de pitonisa. La promesa solemne de castidad que obliga a la Sacerdotisa Máxima, le hace más culpable; mi posición de Rey agrava los hechos.

 

 

Plumas movidas por el viento del destino con tal de darse a sí mismo cumplimiento, nos juzgan los más afines. Mas no es cierto, libres fuimos para amarnos, sólo nuestros corazones marcaron el sendero. Nos admiramos en secreto -pecho dolorido, impotente voluntad- desde el día de mi coronación, en la que participó ella por razón de su rango. Recuerdo sus armoniosos dedos sujetando etéreamente la preciosa corona, compitiendo aventajados con la plata y las piedras preciosas que la forman. A la altura de su suave seno la elevó, avanzó con ella palpitante, ligera y firme sobre sus pies desnudos, alcanzando al Ungido junto a mí para entregársela. Un rubor vivo encendió la rosa de sus mejillas al pronunciar las palabras rituales, mis ojos y los suyos se encontraron en el cercano infinito durante una breve eternidad. El septenio incompleto nos vio padecer y gozar de la afinidad nacida, respirando el mismo aire sin poder hablarnos, diciéndonos con la mirada y la sonrisa tanto como pueden expresar las palabras y las manos; siendo el uno para el otro objetivo y fin de sus actos, deidad sustituida. Ahí está la culpa, ahí los celos divinos se justifican.

Hasta la feria de Oriente y Occidente -gran fiesta de Aiana- no se concretó nuestra pasión. Coincidían después de veintidós años Solsticio de Verano y Plenilunio, las festividades de primavera y estío quedaron unidas, la alegría popular se desbordó en cataratas que todo lo inundan. Por doquier el fuego parpadeaba sus recados galantes. Árboles y arbustos, la hierba acogedora, el aire cálido, los aromas del romero y del espliego invitaban a dejarse llevar por la corriente. Nos abrazamos hasta el alba, cuerpo a cuerpo luchamos, y un triunfo doble premió nuestro esfuerzo. Incógnitos nos vimos, confundidos con las parejas que apenas se ocultaban en la nocturna oscuridad del campo. Aiana, ofendida y halagada a un tiempo, justa finalmente, iluminó con su faz de Luna nuestros rostros dichosos, y fuimos conocidos sin lugar a dudas. Primera y única ocasión de colmada felicidad, pecado punible con la muerte.

Desaforado castigo que acepto parejo a la causa que lo motiva. Otra y mil vidas diera por repetir de nuevo el encuentro. Se conforma mi afán y, como afirmando, se interroga satisfecho: ¿No valió la pena, acaso, conocer el Paraíso, entrar en él, sentirlo propio?, ¿no corona mi vida y la suya, unidas, Amor de tan altos vuelos, de tan holgada magnitud como el logrado por nuestra espera?, ¿no hemos de agradecer a los dioses el caminar que el castigo interrumpe, si el sentimiento albergado nos torna mártires de nuestra voluntad?, y ¿no habremos de preferir la muerte cuando la vida nos condena a una separación indefinida?

¡Dulce final por tantos envidiado!, termina mi afán por exclamar. “¡Respétese el oráculo hasta en sus mínimos detalles, sí! En nombre de mi madre acátese el oráculo, obedézcase el auspicio en nombre del pueblo, en nombre de las divinidades tenga la predicción exacto cumplimiento. Llévese a puntual observancia el oráculo porque es la voz una y múltiple del pueblo, el verbo rígido y sagrado de los dioses, la expresión flexible y amorosa de la madre del Rey”. Si se hiciera caso omiso de la coincidente voluntad del Consejo Real con las Tres Palabras, se cuartearía el arranque de nuestra civilización, pues sabido es –se enseña a los escolares – que nuestra cultura tiene su basamento sólido en la firmeza de esos pilares invariables: Pueblo, Dioses y Maternidad. Si se desoyera la voz de la profetisa, nuestra forma de vivir enraizada en las costumbres tantas veces probadas, se resquebrajaría. No seríamos nosotros, otros seríamos y por otro nombre debería conocérsenos”.

“Pero ¡ay! de la Augur si por su cuenta sentenciara, siguiendo impulsos del corazón variable; ¡ay! de la Vidente si no fuera simple instrumento del destino; ¡ay! de la Adivina que buscara algún provecho, que tuviera voluntad de mejorar situaciones, o se inclinara de uno u otro lado; ¡ay! de la Pitonisa puesta al servicio de causas justas o injustas, que no hiciera de mero cauce para la intención divina. Sus padres, sus hermanos, sus íntimos amigos, serían repudiados por el pueblo y no obtendrían el descanso de los tiempos inacabables. Ella misma sería testigo de la extinción de su obra antes de morir lapidada, desasosegado el espíritu por el abandono del cadáver al hambre de las alimañas”: Escrito está en el Mandato.

 

 

Puedo eludir el destino así trazado, me es dado circunvalar el peligro; la barca del poderoso siempre encuentra salida en los puertos de la desgracia, un viento favorable empuja la popa, olas propicias permiten el avance de su quilla, pero, ¡cuidado!, un Rey dispone de recursos que no son suyos. Ofrecería todo lo terrenal por librar a mi amada de los doscientos veintidós azotes que ha de recibir, y yo debo infligirle. Hoy, en la ceremonia inicial, se leerá la sentencia ante las enfebrecidas gentes que sueltan rienda a sus instintos. Calmados los gritos de venganza o de piedad, yo arrojaré veintidós veces mi amoroso brazo contra el dorso desnudo; rasgará el aire desvalido mi látigo, cortará la piel indefensa y sometida, marcará a fuego su abominable contacto; y por si no bastara, dos personas elegidas en legítima representación del pueblo -Consejeros Reales- sobre el campo de batalla ensangrentado descargarán sendos golpes de fusta. Desde mañana hasta los instantes extraordinarios que preceden a nuestra inmolación forzada, a razón de una cada día, seguirán seis tandas de treinta y tres flagelos.

Daría cualquier posesión, todas juntas inclusive, porque saltara el tiempo del castigo como un atleta brinca sobre el foso de arena; pero qué virtud representa entregar lo que no podré llevarme. Haría de otro mis méritos a cambio de librarla del suplicio y del baldón si Aiana aceptara”. “No quiero, sin embargo, huir con mi idolatrada como es sin duda nuestro deseo; explícito el de ella, oculto el mío. No, no lo haré; pondría en juego el honor que con reiteración ha sido mi verdadero patrimonio. Dos caballos, blanco y negro, opuestos en su tiro, desgarran mis músculos, descoyuntan mis huesos. Alerta mantengo la voluntad, unida con firmeza al cerebro, prevenida del deseo sin respaldo ortodoxo. Un Rey debe conocerse y dominar sus vehemencias, de otra manera, ¿cómo logrará superar a sus enemigos, por qué mérito le seguirán sus partidarios, qué derecho invocará en la aplicación de la justicia?

En la corta entrevista concedida por el Consejo como favor postrero, ella -mi amor único, mi sentir desbordado, mi criatura predilecta- angustiada de certidumbres me suplica que reserve mi vida sin renunciar ella al duro castigo que merece. El suplicio recibido de mis brazos a modo de caricias, y la muerte liberadora, bastarán. Aiana se considerará pagada con su exclusivo sacrificio, asegura ponderada mi verdadera vida -sangre de mis venas y aire de mi respiro- conocedora e intérprete del divino pensar. El Primer Ministro, camarada fiel, traicionando sus juramentos, me ha ofrecido el más rápido de los corceles y salvoconductos extendidos por su mano. El Primer Sacerdote, apiadado, traicionando su fe, me habla de un disimulado pasadizo que llega hasta el valle, donde espera un carromato de seis ruedas presto a la partida; incluso una noche propicia ha pedido a la Trinidad y una lluvia fina que borre las huellas de herraduras y envejezca las rodadas recientes. Dos bolsas repletas de monedas de oro -aceptadas en todos los confines y estimadas por los romanos por encima de la plata- he rechazado a un grupo de súbditos leales, agrupados en facción defensora.

“No, no, y mil veces no. No existen pontanas ni troncos tan largos que alcancen los dos lados del río ponzoñoso de la culpa. No me refugiaré en el regazo materno, protector y cálido. Justo es que entregue el óbolo de mi sangre inflamada en la ceremonia de la expiación. Mi conciencia sensible exige que soporte la carga debida. Forzar un paso entre los escollos, por estrecho que sea, es labor que rechazan mis convencimientos. Aceptaré el destino en la forma mostrada por la conjunción de piedras en el agua. Hace casi siete años que la muerte compañera fue aceptada a ojos ciegos por mi virtuosa Madre, presidenta ya del Real Consejo, fiada de mis fuerzas. Garante de la rectitud de los actos que desgranase el reinado, entregó su honor en prenda de mi voluntad, por humana, débil. No debió hacerlo, pienso, pero una madre da su carne en alimento filial, da su sangre en bebida, el aire de sus pulmones da en respiro del hijo; y nada espera a cambio, nada desea más allá del bien que inunde la vida desprendida de sus entrañas.

Quién iba a pensar que las muestras de cordura dadas por mí, su segundo hijo, la formación adquirida en los viajes a países amigos, el interés puesto en el desarrollo de los hechos y en sus causas ciertas, la curiosidad por las ciencias y las artes, la intención recta y la entrega ardiente a los asuntos de todos; quien podía pensar que esas cualidades mías iban a quedar ocultas tras el amor prohibido. Tales valores, considerados necesarios en un monarca, contrapuestos al espíritu apático de mi hermano mayor, descartada mi hermana por su expreso deseo, indujeron a nuestra madre a designarme príncipe, heredero del Rey mi tío. Quién podía sospechar, reitero, que todas esas virtudes manifiestas habrían de tener el punto flojo, la duela desprendida, en mi corazón sensible y permeable, incapaz de oponerse al amor, en el comportamiento honesto que me impide matrimoniar por intereses de Estado.

Mas el futuro reserva sorpresas a las madres, cuando los hijos se sirven de la propia voluntad y desarrollan un carácter libre. Así torcí el camino de sus pretensiones, y lo zanjé para los futuros pasos familiares; esa herida le produje en conciencia, hija y nieta de madres de Rey, señora a quien su propio vientre da la espalda. Si en mi reinado disminuyeron la pobreza, la guerra y la injusticia, mérito y beneficio al pueblo corresponden. Si fracasé en empeños bienintencionados, o caí en olvido de valores que la gente tiene derecho a demandar a su soberano, por injusto que resulte, es mi Madre quien erró al elegirme y rendirá de ello cuentas. Al destierro le condena también mi manera de reaccionar, acorde con las creencias íntimas; mi aceptación de la culpa y el castigo. La fuerza mi conducta a salir de esta tierra que es la suya, y la de sus antepasados hasta donde los legajos prueban: vega fértil del arroyo Grande, llanuras arboladas y laderas grises, manantiales y pozos donde se abreva el ganado, páramos pétreos y montes de encinas.

Triste compañía será la memoria del hijo caído en quien cifró su mayor deleite. ¡Ah!, pero mi deshonestidad, mi cobardía, mi huida a través de los países amigos con falsas credenciales y monedas verdaderas, hubieran agravado su deshonor, pisoteando el bancal fecundo de los méritos familiares, condenándola a un suplicio añadido al suplicio de por sí cruel, descrito con minuciosidad en el Mandato: “Serán arrancadas y disgregadas las piedras de su hogar, una tras otra hasta los cimientos”. Mi conducta, valiente y sacrificada, será el asidero de su conformidad, cuando, en el crudo invierno, se arrastre mendigando una manta para mitigar el frío. El orgullo legítimo habitará aún su pecho, cuando vista “andrajos en paraje de zarzas y ortigas, fuera de poblado respetable; cuando sea su morada un muladar y se alimente de despojos”, cuando los mentecatos, para sentirse alguien y divertirse, arrojen cernada sobre su cabeza.

 

 

Tenga, pues, fin completo mi poder; es conveniente y razonable. No resulta prudente que los monarcas permanezcan en el trono según su voluntad, se dan abusos, todo acaba plegándose a sus deseos. No favorece a la concordia, empero, que los gobernantes cesados caminen sin la túnica de Armiño, pueden seguir deseándola y dedicar sus esfuerzos a la intriga. Hagamos para ellos un lugar en el Consejo, su opinión será provechosa. Soy consciente de la impopularidad de una norma que corone reyes de término previsto; mas ese límite convierte el sacrificio en llevadero, y el honor recibido al ejercer la nueva ocupación de consejeros esmerila el final trágico, tornándolo aceptable. La gente acabará acostumbrándose y apreciará las ventajas”. El mayor castigo, al aplicar las penas de muerte, lo recibe el verdugo forzado; remordimientos roen su corazón en adelante, día y noche. Por eso me alegro de morir en cuanto remate la séptima tanda de latigazos que mi brazo, traicionando a mi corazón, descargará sobre la espalda amada. Entre los gritos gozosos o apenados de los asistentes, densas lágrimas recorrerán nuestras mejillas -flagelador y flagelada- haciéndose barro en el hollado pavimento, fundiéndose con el polvo escarnecido.

Después, todo sucederá vertiginosamente, y el sufrimiento se diluirá en la confusión del ánimo; instrumentos del destino seremos, voluntades rígidamente conducidas. “Dejo mi cadáver a la tierra, pero también al agua, pero también al viento, pero también al fuego. Sólo mi corazón será enterrado, sólo mi tronco será cedido a la pira, sólo mis brazos y piernas se sumergirán en el río, sólo mi cabeza será lamida por el viento”: Así dicto al escriba el modo en que será repartido mi cuerpo. Profundas razones asisten a la perseverancia que aún me empuja. Amo a mi pueblo en un presente interminable que abarca el futuro y el pasado. Es mi tronco mi lastre, mi condena, lo terrenal que en mi habitó, el inferior esclavo, el ímpetu confuso, el empuje irreflexivo. De haber sido explorador y aventurero, mis ágiles miembros se hubieran hecho alas capaces de conquistar la imposible altitud de las montañas, la ingravidez sobre las aguas río adentro, mar adentro; y conseguido el progreso en espacios alejados, fructuosos de misterios, regresaría yo cargado de conocimientos y frutos de la naturaleza. Si mi cabeza mantiene elevado el pensamiento y alta la mirada, durante el escaso tiempo que aún me queda, puedo sorprender los resortes ocultos de la existencia.

“Al pie del templo dedicado a Pergio, Señor de la Floresta, Dios del Mundo Vegetal, agricultor primero, en la pira funeraria será incinerado mi vientre. Junto al santuario de Muradis -Señor de lo latente, de las facultades aún no afloradas- arderá mi abdomen. Las cenizas resultantes se dispersarán desde el Pico Taragudo – miradores abiertos a Oriente y Occidente del templo del Sol y de la Luna- un día tormentoso, cuando el viento enojado sople en mil sentidos opuestos. Cubrirá la tierra el corazón, bajo el sepulcro que rememora la brevedad de mi gloria. En el lugar destinado a la inexistente cabeza crecerán flores. Una virgen las regará con agua recogida en la fuente Atalaya y en el venero Amargo, inagotables manantiales surgidos de la sed divina que ansía ser saciada. Avivará el Cierzo una llama eterna en el lugar debido a mis pies idos, a mis manos escapadas. Pies que tantas veredas iniciaron, manos que a tanta idea dieron forma, que tantos dones entregaron. Mis ligeras y laboriosas extremidades – dueñas del espacio cercano y de las caricias- pasto serán de los peces en el trecho de río que circunda el noroeste, eterna corriente cada día renovada. Depositarán en la más alta cota del territorio, arriba de los páramos, mi cráneo, desarrollado y
resistente; permanente cofre del pensamiento fluido. Situarán mi recia calavera en la cresta de la encina milenaria. Pulimentada al sol, radiante hueso, su fulgor alejará a las aves rapaces. Desde el lugar preeminente mi cabeza lo verá todo, todo lo oirá, y vendrá en concebir los más acertados raciocinios inspiradores de acción al nuevo Rey, al soberano que inicia, debido a mi conducta tachada, una nueva dinastía. Nace el monarca de mi muerte, en camino le pone el sufragio que elige su nombre entre los
indicados al Consejo por el Ungido y la Virtuosa. Prestará mi madre de esa manera el último servicio a la Tribu antes de partir hacia la nada, hacia la Tierra Ignota. Cualquiera que sea mi lugar de reposo, amará mi corazón a la naturaleza íntegra; a piedras, plantas y animales tendrá en cuenta, presentada la oportunidad de interceder ante los dioses complacientes «.

 

 

«La fortaleza que me suponéis os entrego, no la debilidad que sentí estremecerme en los momentos difíciles. La confianza que pusisteis en mí me transformó en héroe; y si defendí vuestros intereses, no hice otra cosa que pagar mi deuda. Aceptasteis mi ayuda, y convencidos de recibirla en el momento adecuado, no os fue precisa. Qué enorme ventura alcanzo: soy el Rey siendo el padre, siendo el hermano, siendo el amigo, siendo el defensor; siendo el último soy el primero”. A intervalos la flojedad me ataca, lobo hambriento ante oveja cerrada en el aprisco. Lucho, resisto, ataco y, agredido, me defiendo. No, no puede el Rey abolir la ley que le condena. No puede el Rey cambiar el renglón del Mandato que le impide unirse a la Sacerdotisa. Y aunque el Rey pudiera, el hombre que es no debe consentirlo. Acción cobarde, indigna, manchada de injusticia manifiesta. Pese a que lo comprendieran amigos y enemigos, aunque nos dieran su bendición Aiana, Pergio, y Muradis -Trinidad de Amor nacida de una pasión como la nuestra, incontenible, sublime, sublimada- no, el individuo social no debe consentirlo. Si aceptara las propuestas tentadoras, si cayera en cualquiera de las múltiples formas que adopta la vileza, mi nombre sería excluido por el pueblo de las palabras nombrables.

Y dicto al escriba: “Qué es la vida que nos mueve, sino la brisa agitadora de las briznas altas en la hierba del pasto; la leve turbación y el viento imperceptible que genera. Nada es; lo sé con certeza: una infección desarrollada en la piel abierta por el menor de los rasguños, la picadura corrompida de un insecto, unos minutos de agonía, juntos o por separado, la concluyen. Le da fin entre estertores un polvillo desecado, liberado de los fuertes colmillos de sierpes sinuosas, menos activo que el que mata al zorro, inferior en efecto al que envenena al lobo. Me reconozco débil y sé que un viento del Norte, frío, bastaría para matarme. Un sol continuado, el hambre o el exceso de comida, el cansancio, el permanente aburrimiento”.

Miles de causas pudo tener la conclusión de mi respiro: el latir desacompasado de mi pecho, un mero desequilibrio entre el cuerpo y el espíritu. La pócima ideada por el aprendiz de brujo –raspaduras de un rizoma poco extendido, las hojas picadas de una planta poco común compuesta en la proporción exacta se demuestra capaz de abatir a un guerrero. Cuánto mejor obraría la fórmula magistral, arcano heredado por el Brujo Maestro, explicativa de la sabia cocción de raros tóxicos aportados por la mitad cruel de la naturaleza. “La mano ejecutora elabora el preparado cuidando cada uno de los pormenores, peso, humedad, temperatura; toma en cucharita de plata el extracto necesario, lo acerca al Cuenco Sacro mediado de vino a punto de cumplir los diez años de reposo, espolvorea porciones mínimas hasta completar la dosis exacta y agita la mezcla liberando energía bastante para lograr la dilución”.

Queda probado que cualquier desequilibrio puede alterar la vida humana; a veces, sin provocar reacciones de pesar en los más próximos. Porque si no es un medio para procurar el bien común, la vida es agua que se pierde en el torrente arrastrando tierra fértil en su huida. Por eso, porque la vida no es nada sin nobles sentimientos, sin actitudes magnánimas, me someto a lo dictado y arrojo las insistentes tentaciones al abismo.• “Igual arriba y abajo, igual lo grande y lo pequeño, igual lo negro y lo blanco, lo armónico y lo estridente, lo suave y lo desagradable al tacto; así es, todo lo creado, a mis ojos”.

Asentado en estas palabras de Aiana que un renglón del Mandato contiene, un decreto mío dio fin a la esclavitud residual que padecíamos. Floreciente en otros pueblos que basan en su comercio la prosperidad de las familias descollantes, temo que a mi muerte regrese de manera engañosa para ser normalizada después. Impídanlo los Dioses a los que suplico ahora, y el nuevo Rey que se opondrá sin equívocos. “Os dejo el tintineante parpadeo de las estrellas, el pálido reflejo de la Luna y los cegadores rayos del Sol. Las vastas praderas de mi sueño os dejo, los valles abiertos y los desfiladeros, los montes arbolados y el río Nubis, cuyas aguas arrastran plata, oro y transparentes piedrecitas de colores. Os dejo los grandes rebaños y los graneros repletos, crecidos por mi intención perseguidora de la prosperidad. Tratados eruditos os dejo, escritos por curiosos observadores de la naturaleza, que explican el modo en que se producen y la causa inmediata de los fenómenos naturales; fantásticas leyendas que las abuelas suelen recitar a sus nietos en las largas noches de invierno. Os dejo la nube que descarga lluvia suave, y el manantial fresco que calma vuestro ardor en el estío. También las minúsculas gotas que se desvanecen en las flores siguiendo el reiterado círculo del día. Os dejo el aprecio que tengo a la naturaleza y el afán puesto en respetarla y servirla”.

Los funerales de los Reyes son recordados por la curiosidad que suscitan, cercana a lo malsano. El pueblo ama a los monarcas más que nunca el día de su muerte, cuando los descubre personas linderas de su propia fragilidad. En ese momento admiración y odio se funden en un pesar liviano; oportunidad perdida de agasajo o sedición. Largas ceremonias funerarias prefieren los súbditos; ritos lentos y meticulosos, pausados, sincrónicos con el doblar de las campanas o el redoblar de los tambores. Desean ver de cerca troncos de caballos de bella estampa, negros como las tinieblas, blancos como el yeso molido, lujosamente enjaezados. Desfiles quieren de fornidos soldados, erguidos y adustos, concentrados en su marcha al compás de los himnos.

 

 

Mandatarios vecinos esperan ver, príncipes provenientes de lejanos países, portadores de presentes exóticos en prueba de buena voluntad. Plañideras que sequen sus lacrimales inagotables, y desgarren a fuerza de quejidos el manto celeste. Saltimbanquis, charlatanes, acróbatas, tragasables, comedores de fuego. Escribanos que analicen los hechos, les den coherencia y los fijen al pergamino, dispuestos a llegar con su noticia a las generaciones venideras. Cantores demanda la gozosa muchedumbre, poetas que fabulen insatisfechos el deslizar monótono de las horas, y engrandezcan los actos cotidianos sacándolos de sus justos términos hasta convertirlos en gestas memorables. Eso quiere el pueblo y lo tendrá abundante; la noticia ha volado sobre las alas del viento y desde espacios alejados vendrán observadores a nuestras exequias.

El dolor y la vistosidad de la ceremonia se darán la mano. Quedará resarcido el pueblo, incluso de la suerte adversa, porque la justicia es universal y a todos alcanza, a la Sacerdotisa Máxima y al propio Rey. La mujer íntegra, la hembra preservada cuya imagen virginal se fijó inmutable en mis pupilas, con gesto dolorido descubrirá la espalda. Mostrará las hendiduras labradas por el látigo insensible, obra directa de mis brazos. La amante enamorada, incapaz del odio y del rencor, suavizará el áspero rictus de sus labios vaciando con extraño deleite el mortífero contenido de la vasija sacra. Sorberá con fruición hasta la última gota librada a sus labios -agradable ponzoña- como si fuera un jarabe que actuara a favor de la vida. Se la verá pasar, durante breves instantes que parecerán eternos, de la placidez del gesto a las penosas convulsiones, recibiendo a la muerte deseada, redentora del sufrimiento atroz causado por las llamas que consumirán su vida. Por añadidura, los asistentes a la Ceremonia Final de mi dominio, en sus oídos dignos de fe escucharán el estertor que agota el aire en mis pulmones, verán con sus ojos tan sinceros la horrible mueca que el veneno dibuja en mi semblante; comprobando por sí mismos que se da fiel cumplimiento al augurio: inflexibles palabras que Aiana dispuso -cruel ironía- en boca de la Sacerdotisa, Augur del Reino, que expira muy cerca.

El pueblo exige inmejorable aspecto a sus Señores, reclama a los Monarcas una luminosa figura que eclipse la antigua memoria. Magnífica planta y caminar decidido, don de gentes, dominio de las artes venatorias y de los deportes arriesgados. Ricas túnicas, brazaletes bruñidos, fíbulas de plata, piedras preciosas y cálidas pieles sobre los hombros, marfil y perla. Mas amortajados, ese mismo pueblo observa a sus soberanos con actitud incierta, teme hallarse ante fingidores de la postura o ante magos que realizarán el prodigio de la resurrección cuando convenga. Tras los ritos funerarios busca en el rostro embalsamado la serenidad de ánimo. De todo ello recibirá mi tribu hasta saciarse.

Acostado sobre el lecho crematorio, expuesto a las miradas indagadoras, exhibiré la corona y el cetro de plata maciza que forman parte del Tesoro Regio y son patrimonio del Estado. Pasan de unos monarcas a otros a lo largo de los años, siendo testigos mudos de la conflictiva historia y de la conforme. La ausencia de piezas tan codiciadas en los enterramientos, y de adornos valiosos, contribuye a que los ladrones de tumbas pierdan el antiguo interés por su oficio. Vestiré el jubón bordado en oro fino que tan bien se me acomoda, sucinto bajo la túnica de seda de mi coronación; los brazaletes enredados como serpientes al antebrazo enérgico, y el afiligranado torque que oculta parcialmente el pecho; joyas de precio suficiente para comprar un ejército si fueran enajenadas.

Sujeto al cuello por el broche argénteo que figura una pelea de caballos erguidos, colgará de mis hombros el Manto de Armiño, símbolo de la imparcialidad de la justicia. Defenderán mis pies los borceguíes de piel de
potrillo; ceñirán mis piernas las calzas tejidas por primorosas manos de maestras artesanas. Mostraré la espada fiera que los romanos han copiado; su estudiada empuñadura, la vaina protectora y los correspondientes arreos trabajados con pormenores muy apreciados. Todo ello colgará luego -el arma y su arnés- en la pared norte del Salón Real, haciendo compañía a
similares objetos cedidos en las exequias precedentes. Luciré tales galas por segunda vez, de las tres que el Mandato preceptúa: coronación, esponsales y honras fúnebres. Su conservación y custodia es obligación de la esposa diligente, y yo, a pesar de los reiterados apremios del Consejo -empeñado mi amor en empresa imposible- hurté al pueblo las bodas reales. Fastuosos desposorios de ostentación y alegría, inacabables ferias que el pueblo vive intensamente. Ceremonias prolijas enfervorizan a los espíritus dispuestos, músicas vertiginosas conducen a las danzarinas, descalzas sobre estrados cubiertos de flores.

Calderas repletas de condumio expanden aromas de guisos consistentes, hogueras de sarmientos retorcidos doran lechazos muy tiernos, vinos traviesos abandonan los jarros en los ocurrentes brindis festivos. Mozos ágiles hurtan sus cuerpos a toros jóvenes que envisten a ciegas, revoltosos infantes se agitan en esparcimientos sin fin. Celebración que, pasado el tiempo, continúa la gente reclamando sin convicción alguna, persuadidos de haber perdido la oportunidad de contemplar juntos el real atuendo y el albo vestido de la desposada. Aunque la dinastía se aseguraba a la postre la continuidad en mis sobrinos, si por convenir a la vida social hubiera elegido compañera, y en consonancia con los deseos del pueblo, dada mi
condición, hubiera firmado el contrato matrimonial ante los altares de Aiana y Pergio; en los luctuosos instantes que se avecinan, la elegida permanecería a la cabecera del lecho mortuorio durante el largo desfile de condolencia. Revestida de manera sencilla –níveo peplo sobre rústico sayal- agradecería la esposa durante horas las muestras de dolor de mis súbditos. Conservaría esas ropas, sin otra mudanza que la debida al aseo, mientras el uso incesante no las convirtiera en harapos. Hasta ese día, constatado por el Consejo, durarían su aflicción y su luto.

En adelante podría regocijarse y contraer nuevas nupcias. Alumbra mi mente la imposible visión de dos túmulos bien distintos. El mío fastuoso, el de mi amada austero. Alejada de mí yace la Sacerdotisa Máxima: vestidura de lino cerrada hasta el cuello, ejemplo de sobriedad; cíngulo apretado a la cintura, mirto oloroso en las manos unidas sobre el pecho, sandalias de esparto anudadas a la pantorrilla. Efecto claro del mortecino sol que camina lentamente hacia el Ocaso, aparece sonrosado su pálido rostro, perfil de líneas bien dibujadas, trazos precisos de un artista inmortal. Los finísimos cabellos, sujetos por el arco de la diadema, enmarcan los ojos cerrados de una faz dormida. Dibuja su frente límpida una arruga somera e intuyo que ha sufrido al tomar el tóxico. Mi deseo de perfección desharía ese pliegue, de modo que en su rostro se asentara la belleza absoluta.

 

 

Permaneceremos expuestos durante un día entero; y las gentes no desaprovecharán la ocasión histórica de contemplar, aunque espaciados, a los protagonistas de una historia de amor prohibido que la aplicación de la condena convirtió en gesta inolvidable. A punto de concluir su tarea, mi mente formula una hipótesis sobrado arriesgada: la semilla prendió en sus entrañas y en ellas una vida nueva pugna por independizarse. Si así fuera, ¿no se estaría condenando a la mismísima inocencia? Me interrogo en soliloquio que no obtiene contestación. “El hijo del pecado no es pecado, en él aflora la gracia y prospera la honestidad”: Lo dice el Mandato. Nunca sabré si se produjo el milagro, si engendramos un embrión que desarrollaba tejidos elementales en el momento de la ejecución, un tierno infante dotado de inteligencia, bondad y hermosura; un heredero sin posibilidad de reinar tras mi sucesor. Debiera posponerse la ejecución de la sentencia hasta lograr certidumbre; y convencido el Consejo de que otra vida aleteaba en el vientre de la Primera Sacerdotisa, el instante del parto o el final de la lactancia señalarían, ya sí, la hora de su envenenamiento y cremación. No, ni entonces; si se priva de madre al recién nacido, de uno u otro modo le alcanza la condena.

¿Qué será de la hiedra altiva sin tutor ni sustento sino planta rastrera! Saberme padre me hubiera consolado, pues una parte de mí proseguía el camino. Las enseñanzas escritas en este legado, leídas por mi hijo, incrementarían el provecho perseguido. La vida se aferra a la vida con todas sus fuerzas. La vida reclama un espacio a su misterio, quiere explicarse y espera una oportunidad. El hombre no tiene derecho a cortarla pues cercena con ella potencias, y los dioses que las normas inspiran deberían saberlo. Tras el lamento humano de las trompetas, se presentará el quirurgo portando el cuchillo afilado y el hacha terrífica.

A la vista de todos tomará mis despojos, y con modos carniceros los irá troceando. Pero ya no me importa. Si ella ha muerto y arrebatan cualquier oportunidad a nuestro hijo, lo que hagan con mi insensible cuerpo carece de importancia. Qué se me da a mí si el quirurgo separa o no la cabeza del resto, si retira o no el corazón del resto, si aparta o no las extremidades del resto, si desliga o no el tronco del resto. Ni siquiera la sangre acudirá a la llamada del filo enrojeciendo el empedrado. No podrá lamerla mi perro entre aullidos de pena. El can compañero abandonará el recinto murado, renunciará definitivamente a vivir en palacio, y se empeñará en velar mis pedazos dispersos en interminable recorrido. Uno éramos, dueño y animal, en la caza y en los juegos; sus lametones sustituían con ventaja a los bálsamos en mis heridas, mis caricias tranquilizaban su impaciencia. Siento abandonarlo a una suerte negra, al vagar desesperado, a la soledad sin consuelo.

Os dejo mi ejemplo en aquello que para vosotros constituya modelo, en la aceptación de las leyes, en el cumplimiento del Mandato; civiles y religiosas seguí las normas, las más duras incluso, lo mismo aquellas que, obligando a los demás, por mi condición no me obligaban. Y si como hombre he fallado, la causa fue noble -pasión irresistible por hembra de tanta valía- y esforzado y orgulloso acepto el castigo que acompaña a la incorrección. Mi temple en la batalla, mis afanes por construir una paz laboriosa y ubérrima, el respeto procurado al vencido y la actitud serena ante la adversidad os dejo. Os dejo mi vida, y sobre ella mi muerte, que la dignifica. Escrito por el escriba al dictado de mi corazón sobre delgado pellejo de becerra, en calidad de Real Legado os dejo mi conducta recta, pero también la desviada, porque, a buen seguro, de las dos extraeréis enseñanzas. PSdeJ

 

 

 

Biografía y Obra

Académico correspondiente de la Academia de Letras del Estado del Espíritu Santo en Brasil, premio Internacional Vargas Llosa de novela, Pedro Sevylla de Juana nació en Valdepero, Palencia en 1946. Aprendió a leer a los tres años, cursando las enseñanzas media y superior en Palencia y Madrid. Gran lector, se inició en la poesía. De la prosa poética llegó a los cuentos, ensayo, biografía y novela. Interesado por la lengua y cultura portuguesas, es traductor de autores de Portugal y Brasil. Vivió en Valdepero, Palencia, Valladolid, Barcelona y Madrid. Pasando temporadas en Cornwall, Ginebra, Estoril, Tánger, París, Ámsterdam, La Habana, Villeneuve sur Lot (Francia) y Vitória ES (Brasil). Publicitario, conferenciante, traductor, columnista, poeta, ensayista, investigador, editor, crítico y narrador, tiene treinta y cuatro libros publicados. Vive en El Escorial, dedicado a vivir, leer, pensar y escribir. Blog literario: https://pedrosevylla.com

Traducción:
El corazón da Medusa (2021), Poesía (bilingüe), Renata Bomfim, autora. Pedro Sevylla de Juana, traducción al castellano y análisis crítico.

Grandes autores traduzidos por mim castellano-português português-castelhano

Narrativa:
Sucesos del Principado (1982), Pedro Demonio (1990), Defensa de Paulino (1999), El dulce calvario de la señorita Salus (2001), En torno a Valdepero (2003), La musa de Picasso (2007), Ad Memoriam (2007), Del elevado vuelo del halcón (2008), La pasión de la señorita Salus (2010), Pasión y muerte de la señorita Salus (2012), Las mujeres del sacerdote (2012), Estela y Lázaro (2014), Virginia Boinder y Pablo Céspedes (2019), El destino y la señorita Salus (2019), 24 cuentos pluscuamperfectos (2020), Amor en el río de la vida (2022), Dos días de boda en Francia (2023), Intimidades largo tiempo ocultadas (2023), Solo de voz en La Habana (2023)

Poesía:
El hombre en el camino (1978), Relatos de piel y palabra (1979), Poemas de ida y vuelta (1981), Mil versos de amor a Aipa (1982), Somera investigación (1988), El hombre primero, la soledad después (1989), Madrid, 1985 (1989), Aiñara (1993), Deriva del hombre (2006), Trayectoria y elipse (2011), Elipse de los tiempos (2012), Brasil, sístoles e diástoles (2016) Imago Universi Mei (2018). Meus poemas essenciais. (2023)

 

Colofón

Una mirada al Valdepero de estos días, se puede concretar en el blog, de permanente actualidad, titulado: Valdepero Arte y Cultura

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