Solo de voz en la Habana
Pedro Sevylla de Juana
Novela escrita hace mucho tiempo, finales del siglo pasado o primeros años de este. Dada la imposibilidad de leerla de nuevo debido a mis dificultades de visión, la pongo aquí, en el blog, tal como la dejé entonces. Hace el número treinta y dos de mis libros.
La ilustración de portada es la pintura acrílica recién concluida, 11-III-2023, titulada Nocturno Bélico, que hace referencia a la guerra de Kosovo, cuyas circunstancias influyen en parte del argumento.
El título viene dado porque Honorio, el protagonista, dirigido por Rita, pleno de emoción, acaba cantando un solo de tenor en lo alto de la soberbia escalinata de entrada a la Universidad de la Habana. La obra representada ante el numeroso público congregado, es María la O, una zarzuela cubana con música de Ernesto Lecuoma y libreto de Gustavo Sánchez Galarraga. El papel defendido por Honorio fue el del tenor Fernando, protagonista, conocido como el niño Fernando.
En la novela, Honorio cuenta sus memorias a Virgilio, amigo y narrador, con incursiones al abuelo indiano y proyección al futuro próximo. Forma parte, Honorio, de un coro de cantores integrado por aficionados a la zarzuela, llegados de lugares muy diversos. El texto recoge las peripecias individuales y las relaciones originadas entre ellos. El amor y la amistad, dos líneas paralelas que pueden encontrarse originando el infinito, en la novela muestran su capacidad de supervivencia, posibilitando algunas historias dolorosas y muchas más dotadas de ternura.
A la calle Mayor de Valdepero,
costura que une las cien mitades del mundo.
Norteños y sureños, dos mitades;
blancos y negros, dos mitades;
conservadores y progresistas, dos mitades;
militares y civiles, dos mitades
representantes y representados, dos mitades
ricos y pobres, dos mitades;
buenos y malos, dos mitades.
Introducción
Sobre el autor:
Mi charla de la Casa de Palencia en Madrid, el 14-XI-2003, explica mi forma de ser y pensar de entonces:
Muy buenas tardes. Quisiera agradecerles su presencia en este salón con una charla amena y sugerente, cosa que acaso no esté en mi mano pronunciar: cuestión de capacidad más que de empeño; de modo que sólo el empeño comprometo. Y es que conozco bien mis limitaciones.
No es poco. La constatación de las carencias y de las necesidades constituye el punto de arranque del progreso. La búsqueda del ideal, o al menos de aquello que nos mejore, mueve el mundo y a sus habitantes. Todo lo que nos completa está en nuestro camino hacia la felicidad. Las personas nos movemos persiguiendo el beneficio o huyendo del daño, entre el temor y la esperanza; de modo que las biografías no son más que una sucesión de escapadas y acercamientos.
¿Pero, quién soy yo?, ¿Cuáles son mis méritos?, ¿por dónde han ido mis exploraciones?
Mi vida es tan sencilla que bien pudiera relatarse en dos líneas. Pero cuidado, el orgullo también se oculta en la brevedad del relato, la vanidad en ocasiones se sirve de lo escueto. Aseveración que confirma la conducta de Julio César. El romano Cayo-Julio-César explicó –puede que ante el senado- su decisiva participación en una batalla recién concluida, utilizando tan sólo tres verbos: “Llegué, vi y vencí”. Eso dijo. Nada más breve, nada más presuntuoso. Se le atribuye la celebérrima frase, porque esa forma de hablar encaja en el carácter que nos pintan los escritos. Sólo un ejemplo. En sus años mozos, Julio César, navegante camino de Asia, fue capturado por unos piratas del mar, quienes pidieron en concepto de rescate, digamos cuatrocientos denarios; el les aseguró que valía lo menos mil, y esa fue la cantidad pagada. Una vez libre, se enfrentó a los secuestradores con la intención de vengarse, y vengado, recobró los mil denarios. “Llegué, vi y vencí”. Aunque en honor de la justicia, un personaje cuyo mes de nacimiento, el mes Quíntilis, cambia de nombre y recibe el suyo propio, llamándose mes de Julio desde entonces; un hombre emparentado por parte de padre con la mismísima Venus; un general que conquistaba tierras próximas y remotas, narrando sus conquistas con modos tan magistrales que los historiadores y los estrategas posteriores han bebido en sus crónicas; en fin, un estadista como él, Triunviro con Craso y Pompeyo, y por último dictador; un hombre de talla tan excepcional, bien puede permitirse esa jactanciosa frase, por otro lado, ejemplo de concisión.
Pero yo, que apenas tengo nada nuevo que decir, y puede que ni siquiera lo diga utilizando una manera nueva, me alargaré algo más en el relato de mi vida, aunque se trate sólo de la parte relacionada con la escritura.
Nací en Fuentes de Valdepero, topónimo al que, despojándole de lo genérico, dejo en el Valdepero procedente de la repoblación llevada a cabo en el siglo X por don Pero de Palencia, hijo del Conde Fernán González. Sé que puedo estar escindiendo la parte de mayor antigüedad, la que lo identificaría ya en los iniciales asentamientos humanos de la prehistoria. Porque existen razones para suponer que viene de antiguo: a más de las huellas halladas, pertenecientes a la segunda edad del hierro, la geografía. Páramos y montes lo cierran por el Norte y el Este, y la depresión del Oeste lo empuja hacia el Sur; de modo que el camino recorrido a través de los tiempos no habrá diferido en sustancia del seguido por Palencia, mucho más investigado y en razón de ello mejor conocido.
Como muchos de los socios de esta Casa, hijo y nieto de agricultores, transcurrió mi niñez entre los juegos propios de la infancia y el diario trajín que la vida lleva aparejado: unas tareas escolares poco absorbentes y las obligaciones diarias, muy válidas para estimular las facultades futuras.
Según parece, una temprana mudanza, allí donde la permanencia hacía norma, debió de afectarme en lo más profundo. El recorrido no era largo, acaso dos centenares de pasos; no obstante, empecé a buscar las causas a los hechos y los motivos a las personas. ¡Ah!, y perdí el miedo a los cambios. Las eras, la iglesia, el castillo, la tejera romana, la ermita y el arco de la muralla son mojones que fijan mi primera memoria.
Desde los nueve a los dieciséis años viví interno en el colegio de La Salle en Palencia; confinamiento que forma un carácter sumiso y reconcentrado, del que me costó liberarme. En esos años regresaba a mi pueblo en vacaciones, y apreciaba cada casa, cada calle, cada tierra de labranza, cada labor agricultora, cada costumbre, cada gesto; y los hacía míos.
Quizá por conocer lo que nos diferenciaba de los idealizados extranjeros o con la idea de perfeccionar el idioma, en cuanto terminé el bachillerato quise desplazarme a Francia como peón de una cadena fabril; pero mis padres mostraron desacuerdo y yo no estuve dispuesto a forzar su parecer.
La alternativa inmediata fue Madrid; y en Madrid me encontré de manos a boca con la Casa de Palencia, situada entonces en la calle Espoz y Mina. Casa verdadera de los palentinos, a la que llegué, abril o mayo de 1963, de la mano de Elías y Orencio, mozos de mi pueblo que ya llevaban aquí unos años y trabajaban, el primero en una afamada relojería de la calle Postas, y el otro en los baños públicos del barrio de Tetuán. Los domingos por la tarde me presentaban a socios nacidos en pueblos próximos al nuestro, de los Valles de Cerrato o de Tierra de Campos, villas y aldeas cuyos nombres, cuando menos, me sonaban; y otros de la Montaña que no había oído nombrar. Eran las casas regionales el principal asidero de los emigrantes, un faro para los llegados sin brújula ni mapas, la familia de reemplazo; y en ellas se intercambiaban conocimientos locales, que ampliaban poco a poco el territorio de la provincia y hasta de la región.
Llegué a Madrid, digo, y asombrado por la complejidad de la gran urbe, tardé en salir del rincón en que me pusieron. Mas una vez abarcada la ciudad -centro urbano y barrios sin terminar de hacer- me entró la afición por los viajes. A punto de cumplir los dieciocho, independiente, autónomo, dando por hecho que lo conocido y lo ignoto compartirían hechuras y esencia, carretera adelante, haciendo autostop, llegué a Valencia y a Barcelona. Experiencia que me sirvió para intentar recorridos más largos, cuando ya París se había convertido en mi meta soñada. De modo que, al verano siguiente, por el mismo procedimiento, llegué a la capital francesa y pude recorrer de arriba a abajo las calles y los barrios de mítico nombre, morando en albergues juveniles que me pusieron en contacto con la mocedad europea e hispanoamericana. Entonces comencé a percibir el Planeta, más aún el Universo, como una unidad de la que formo parte.
Como carecía de dinero, en mis aventuras viajeras no siempre llegaba a donde pretendía; y la línea recta, la que forma el camino más corto entre dos lugares, con frecuencia se transformó en zigzag; un caminar azaroso que restaba importancia a la meta otorgándosela al recorrido.
Han influido en mi conducta posterior, sobre todas las demás, dos circunstancias concretas. La primera es que creo tener con mi tierra una deuda impagable: de ella salieron el trigo y la cebada cuya venta pagó mis estudios, y en ella se afianzan mis más arraigadas convicciones y prácticas. Si a la temprana edad de nueve años dejé parcialmente el pueblo, a los diecisiete lo hice de manera definitiva; de forma que la agricultura de tracción animal, en los inicios de lo que sería su declive y desaparición, quedó impresa en mi mente, actuando, en adelante, a modo de la Sefarad de los judíos. Particularidad ésta que constituye el segundo caballo del par que arrastra el carruaje de mi vida.
Aficionado a la lectura, y deseoso de fijar al papel mis hallazgos y decepciones, escribo desde muy temprano. Poemitas sin fuste, análisis filosóficos elementales y relatos de aventuras, acabaron hechos trizas cuando mi estética tomó nuevos rumbos. Me rendí a la poesía sin condiciones, y la prosa poética fue el resquicio por donde entraron los relatos breves. Ellos y el ordenador. Las facilidades proporcionadas por el procesador de textos, me llevaron, ya asentado en la madurez, a la novela.
Después de salir de mi pueblo y de Palencia, he vivido en Valladolid, Barcelona y Madrid. En el presente, un presente que ya va para ocho años, paso la mayor parte del tiempo en El Escorial. Soy, pues, emigrante, como muchos de ustedes; un emigrante que busca los conocimientos, las costumbres y los recuerdos de otros. Un emigrante que pone a disposición de los demás sus recuerdos, costumbres y conocimientos. Soy un emigrante, y con ello no hago más que incorporarme a una corriente universal que empezó en África cuando los Australopitecos se extendieron por Eurasia y la poblaron. Una corriente seguida por los pueblos nómadas que iban de un lado a otro buscando alimentos y pastos para sus ganados, y por los comerciantes que encendían hogueras en las costas de arribada como medio de anunciar sus mercaderías. Una corriente, una marea humana a la que se sumaban los pueblos invasores y colonizadores, que en su avance ocupaban extensiones enormes: el empuje de los bárbaros y la reacción de Roma, el envite de los pueblos islámicos y la respuesta de los cristianos. Se añadieron a la corriente los trasiegos producidos por las peregrinaciones: los Santos Lugares, el Camino de Santiago; por el descubrimiento y ocupación de continentes enteros: el nuevo y el novísimo, América y Oceanía; por la caza y traslado de esclavos, por las descolonizaciones, que trasvasaron gente de las colonias a la metrópoli. Una marea humana que en la actualidad alimentan las guerras, las hambrunas, las persecuciones étnicas, económicas, políticas y religiosas. También los afanes lúdicos, laborales y académicos, origen de una mudanza de millones de personas. Hay que añadir los movimientos internos de los países, del centro a la periferia, de las zonas rurales a las ciudades, de las ciudades superpobladas a las zonas rurales. Quedan áreas estancas, aisladas, empobrecidas física y culturalmente, pero son cada vez menos. En su conjunto el mundo funciona como un cedazo donde se mezclan características étnicas, costumbres, conocimientos, técnicas, productos y sueños, configurando comunidades amplísimas.
Existe un movimiento de masas, que, de la mano del tiempo libre, se ha integrado en el último siglo a la corriente humana general. Me refiero al turismo: desplazamientos temporales y voluntarios que producen un intercambio cultural, facilitando el entendimiento mutuo de las personas hasta donde alcanzan el interés particular y la comprensión del idioma.
El desarrollo intelectual y el pensamiento precisan tiempo libre. Un tiempo libre que no provenga de la esclavitud o de las conquistas de tierras y riquezas de otros pueblos, como en los tiempos de Grecia y Roma; que no proceda de las diferencias sociales, como en los países gobernados por dictaduras; ni de los mecenas, al estilo del Renacimiento; ni de las subvenciones estatales de los países poco evolucionados. El desarrollo intelectual, el pensamiento, las artes y las letras deben, en mi opinión, bastarse a sí mismos. En la libertad que proporciona la verdadera democracia, los ciudadanos, redimidos de cualquier alienación y adoctrinamiento, demandarán productos intelectuales que sirvan a su propio desarrollo.
El tiempo libre es una conquista del hombre auxiliado por la máquina, y hoy día se ha convertido en necesidad elemental y derecho irrenunciable. Considerado como valor económico se transforma en ocio, que, si resta flexibilidad, otorga carta de naturaleza. Es decisión personal someterse a los carriles marcados o intentar otras posibilidades.
Ya consideremos el tiempo libre como oportunidad de ejercitar facultades, o como recipiente que debe ser llenado, los libros y los viajes nos serán de utilidad. Se editan numerosos textos dedicados al ocio, y minuciosos libros de viajes que explican lo que el lector encontrará en determinados espacios; guías fieles, muy útiles al viajero. Pero no sólo los libros específicos, muchas novelas plantean argumentos desenvueltos en escenarios bien trazados, acaso con un añadido emocional; y puede que seduzcan e inciten a los lectores a partir hacia esos lugares. La Mancha de don Quijote recibe personas de todo el mundo, que quieren recorrer el suelo pisado en sus mentidas aventuras por la genial pareja. La Biblia, en gran parte de sus libros, abre ventanas a un tiempo y a un espacio mitificados, que sin duda el lector desea conocer. La Odisea de Homero es además de otras muchas cosas, un poema de viajes. Narra las peripecias seguidas por Ulises, rey de Ítaca, en su regreso a casa tras la guerra de Troya; y Troya, siguiendo las huellas halladas en el poema, fue buscada y encontrada. Los narradores dibujan monumentos, descubren la gastronomía, se refieren a la historia, imaginan el futuro; asuntos que interesan a un lector muy diverso. Yo escribo persiguiendo en segundo lugar que los viajeros visiten mi pueblo y sus alrededores, llegando a Palencia entera y a Castilla y León. Escribo buscando en añadido que las gentes conozcan otros lugares, que se interesen por lo cercano y lo remoto; pues creo que la humanidad es una, y que las divisiones son invención de una minoría interesada.
Así comienza Marco Polo su libro de viajes: Señores emperadores, reyes, duques y marqueses, condes, hidalgos y burgueses, y gentes que deseáis saber las diferentes generaciones humanas y la diversidad de las regiones del mundo, tomad este libro y mandad que os lo lean. Encontrareis en él las grandes maravillas y curiosidades de la gran Armenia y de la Persia, de los tártaros, de la India y varias otras provincias; así os lo expondrá nuestro libro y os lo explicará clara y ordenadamente como lo cuenta Marco Polo, sabio y noble ciudadano de Venecia, tal como lo vieron sus mortales ojos.
Y sigue: Hay cosas, sin embargo, que no vio, más las escuchó de otros hombres sinceros y veraces. Por lo cual referimos las cosas vistas por vistas y las oídas por oídas para que nuestro libro resulte verídico, sin tretas ni engaños.
Yo cuento lo oído como visto, y lo visto como oído, pues no me fío más de mis ojos que de los ajenos, ni atribuyo a mis oídos menos objetividad que a mis ojos. Viajo, leo y escucho relatos de gente que acaba de llegar de otro país, cuando la memoria está aún fresca y la fantasía sigue inflamada por las emociones. Y todo ello lo vierto en mis libros con la misma seguridad y pareja desconfianza. Porque la predisposición del viajero, su bagaje cultural, la temperatura y la humedad ambientales, la compañía gozada o sufrida influyen lo suyo en la apreciación de los lugares visitados. Jamás estimulará por igual a dos personas distintas la bellísima cúpula del Domo de la Roca, en la explanada de las mezquitas de Jerusalén; o la perfecta simetría del mausoleo Taj Mahal, a orillas del río Yamuna, junto a Agra, en La India. También es cierto que el ojo capta matices que la lengua no puede transmitir. ¿Dónde termina la realidad, dónde empieza la ficción, y en qué punto se encuentran?, ¿no es la imaginación el ensanchamiento de los sentidos? La realidad es múltiple y cuando nos acercamos a una faceta nos separamos de las otras. Nuestra voluntad actúa a partir de las creencias, de las convicciones, realidad y ficción mezcladas, ¿no debemos ocuparnos de ambas por igual si ambas por igual nos afectan?
En mi juventud escuché a compañeros de camino un raudal de narraciones sobre su paso por El Tíbet, La India o Nepal, santuarios objeto de verdaderas peregrinaciones emprendidas en busca de una razón para continuar andando. Un matrimonio de exiliados cubanos en Miami, viajeros de placer por Europa, me recogió cuando a la salida de León hacía yo autoestop camino de Madrid para ver a Elvira, vestido con el uniforme caqui de los reclutas obligados. Pregunté, puse mi atención en sus respuestas, y las guardé en la memoria bien dobladas. Aseguro que un viaje en coche de más de trescientos kilómetros, con frecuentes paradas para observar edificios y paisaje, da mucho de sí. Alojado en la pensión de doña Amparo de Madrid, compartí cuarto con el hijo mayor del entonces cónsul de Colombia en México, idealista renegado de una familia rica y poderosa, quien me denunció el dominio ejercido por su clase social sobre la mayoría pobre. Enriqueciendo mi profesión de publicitario con el aprendizaje del diseño gráfico y de la fotografía, formé parte de un grupo bien avenido de españoles y extranjeros. Entre estos últimos destacaban un muchacho nacido en Guinea Ecuatorial, despierto, favorecido con un corazón generoso y una paciencia infinita; y una chica ecuatoriana de carácter abierto e integrador, mestiza de inca y extremeño, difusora de la cultura indígena de su país. En la despedida prometí visitarlos allá donde tenían sus amores más sólidos: Malabo y Quito. Laurita, prima de mi mujer, es monja; y tras una larga estancia en Paraguay dedicada a ayudar a los desheredados, volvió a Madrid para abrazar a su madre, moribunda, antes de marchar a Chile donde había sido destinada. Mantuvimos largas conversaciones acerca de sus andanzas, de los países recorridos y de la realidad social vigente en ellos. En Ginebra pasé un tiempo, cuando la primera guerra del golfo llevaba junto a su dinero a los magnates del petróleo. Momento y lugar apropiados para comprender la creciente intranquilidad que proporciona el capital creciente, la extendida satisfacción que produciría bien distribuido. Sin embargo, me hubiera gustado vivir una larga temporada en los bellos pueblitos costeros del lago, Hermance, por ejemplo, vecino de Lord Byron y Shelley. Son sólo pinceladas de hechos y situaciones que me dejaron un poso consistente, en los que mi indagación profundizó hasta apropiárselos.
Soy viajero además de emigrante. Un viajero al que las circunstancias van convirtiendo en sedentario, obligado a soñar rutas larguísimas cuajadas de estímulos y estorbos.
Un día escribí:
El chaparrón copioso
ha transportado al mar desde el principio
más de un palmo de altura
y más de dos
de corteza desnuda.
La erosión perseverante
impertérrita ladrona
del mantillo fecundo
con uñas de gato nos despoja.
Arrastran los arroyos de tormenta
al Carrión los Campos pardos
y el gris Cerrato al Pisuerga
y se los dan al Duero
y el Duero al mar los entrega.
Por eso pienso un día y otro
que quizá estén arraigadas
las viñas de la región de Oporto
en la tierra gris y parda
y podamos en justicia
vendimiarlas.
En Portugal me encuentro en casa: Lisboa es mi sala de estar, Oporto mi comedor, mi jardín está situado entre Estoril y Sintra, mi alcoba es Setubal. Camõens, Castelo Branco, Eça de Queiróz, Aquilino Riveiro, Pessoa, Sá Carneiro, Saramago y algunos otros habitantes de mi biblioteca, son amigos con los que cruzo largas parrafadas. Geografía e historia lo hermanan con los demás pueblos de una Iberia que siempre vi federal; y el largo valle del Duero, mi valle, avanza por esas tierras donde su nombre de río adquiere un matiz poético.
Sueño América y la exploro a pie, a lomos de caballo, manejando vehículos lentos, pasajero del ferrocarril. Vadeo los caudalosos ríos, asciendo las desoladas laderas hacia las altas cumbres, cruzo la exuberante espesura, supero trochas y desfiladeros y me adentro en ciudades pobladas de gente humilde, recién expulsada del Edén por unos desalmados, y obligada a caminar en círculo. Sueño Asia y recorro los seis mil trescientos kilómetros del río Yangtsé, desde la desembocadura en Shanghái a las fuentes, situadas en el Tíbet; y paso luego, sin cansancio alguno, a la India indescifrable. Sueño África, comenzando en Argel y terminando en Ciudad del Cabo. Paisajes diversos cabalgados por los cuatro jinetes del Apocalipsis, y personas hospitalarias de corazón generoso. Sueño Australia y voy de Sydney a Perth, y de Perth a Darwin por caminos que cruzan desiertos y descubren animales que en otras latitudes no existen. Norte, Sur, Este y Oeste, hago mío el mundo y lo incluyo en mis libros como territorio de mis personajes.
Sueño la despensa del mar, una alacena gigante donde el plancton y el derroche de huevos facilitan la cadena alimenticia, cuyos eslabones más representativos son la anchoa, el bacalao, el esturión y los cetáceos. Me fascina el mar y me da miedo. Olas apacibles muriendo en una playa suave, disgregando rocas en el acantilado; olas gigantescas bajo un cielo negro de trágicas galernas. La belleza cuaja el mar de vida, de admirables formas y colores. Y pensando, imaginando mi tierra en los tiempos remotos de la primera ocupación humana, escribí algún poema:
En mi opinión, el escritor ha de portar una maleta rica, ordenada por materias; asuntos de enjundia recogidos al paso, capaces de interesar al lector. Ideas, pensamientos, vivencias, puntos de vista propios y adoptados, que darán forma a historias compuestas de una descripción precisa del teatro de operaciones, de la definición clara del problema y de una salida razonable del laberinto que muestre el largo hilo utilizado.
El fatigoso oficio de escritor templa el carácter de quien lo ejerce, y lo hace sobre un yunque de papel en el que los golpes no suenan. Ocho, diez y hasta doce horas diarias de un trabajo callado que apenas muestra sus frutos. Suelo seguir un desarrollo creativo que parte de algún hecho cierto, esqueleto, armazón; lo relleno con carne de mi propia carne, experiencia sedimentada, gotas destiladas en el alambique interno; y trato de dar al conjunto una forma agradable. En la búsqueda de la calidad narrativa, fin pretendido por el escritor -la excelencia del entramado, el progreso ágil de la historia, la suavidad de la hechura- el lector que soy coopera. De los libros leídos extraigo esencia, si no toda, al menos una buena porción: los pedazos gruesos, las sabrosas tajadas, las hebras más fragantes. Leo mientras trabajo en mis novelas, y aunque tengo buen digerir, siempre queda en el aliento el aroma de lo ingerido. Y en verdad, estoy más orgulloso de mis lecturas que de mis escritos.
Sinceramente, a mí, el trabajo de escritor, me resulta doloroso. Sufro veinte para gozar uno; y ese uno es quizá el momento de terminar un párrafo con el que llevo luchando tres horas, la conclusión de la página rehecha veinte veces. O cuando me comunican la concesión de un premio; acaso la entrega de la obra a la imprenta. Y en esas condiciones ¿por qué continúo escribiendo? Por si mis escritos pudieran aprovechar a alguien, creo; o porque al escribir cauterizo heridas y si no escribiera sufriría mucho más.
Los premios animan a seguir escribiendo, dan un cierto sentido al trabajo, elevan la autoestima; ayudando, por añadidura, a pagar los gastos de papel, tinta y correo. Pero si caemos en la trampa de valorados más de lo justo, cuando no lleguen se producirá el efecto contrario. Hay premios que, con la mejor voluntad de los organizadores, se convierten en una trampa. Suelen ser organismos oficiales que, en combinación con entidades bancarias, editan el texto ganador; aunque en muchos casos no lo distribuyen o lo hacen mal. Ahí acaba la vida del libro premiado a bombo y platillo, porque habiendo perdido la calidad de inédito no interesa a las editoriales. Cuando en la concesión del premio y la edición de la obra figura una editorial de prestigio, el criterio de selección ha de ser por lógica económico; se premia lo que se puede vender, lo que dará dinero. Por último, si el premio ofrecido por los editores consiste en una cantidad elevada, esa cantidad forma parte de los derechos de autor, es tan sólo un anticipo. La verdadera utilidad de los premios está en descubrir talentos ocultos, en impulsar vocaciones que el tiempo y la desatención agostarían, en indicar a los iniciados que si se empeñan tienen posibilidades.
El escritor necesita soledad, una soledad buscada, rica en reflexiones, sometida al método y a la rutina del trabajo. Mi refugio de El Escorial –bosque y lago- naturaleza empeñada en sobrevivir a los desmanes del hombre, seguramente influye en la forma, en la estética de mis escritos. El azar elige el asunto sobre el que versarán las novelas, incluso la manera de desarrollar el argumento. Un azar pobre, en efecto; conformado por variables escasas que además se repiten. A más del albur, no tengo otros condicionantes ajenos.
Sea por ello crítico el lector, sin remordimiento alguno, cuando se disponga a valorar el resultado. Estoy a su servicio, mi meta es su entendimiento; pues logrado el concierto entre escritor y lector cuaja la novela, se solidifica, se yergue como un menhir en la llanura, como un obelisco en la plaza. No obstante, escribo para seres en permanente evolución, y no puedo tratarlos como a niños o a enfermos gástricos a quienes se tritura la carne y desmenuza el pescado. Tampoco siembro de trampas el sendero para probar su progreso en el conocimiento de las técnicas narrativas. Trato de esperar al rezagado, pero sin perjudicar el ascenso del que sube a buen ritmo. Busco ese complejo equilibrio que marca la diferencia entre la obra redonda y la simple tarea bien desarrollada. Y dejo un cierto margen a la interpretación personal, a la capacidad aclaratoria que cada uno posee; de manera que es el lector quien cierra el proceso creativo, quien termina de concretar la novela. Un libro es un recipiente en el que se vuelcan elementos heterogéneos con la conformidad y, asimismo, con la ignorancia del propio escritor. No debe extrañarnos, pues, que el lector encuentre lo que el escritor no supo que ponía.
Es posible, entonces, que una novela guste a dos lectores por motivos distintos, incluso por consideraciones contrapuestas. Porque si el autor es fiel a sí mismo, personalidad sinuosa como todas, su escrito recogerá esa forma contradictoria de ver la realidad, y el lector tomará el partido que le interese, aquel que enfile mejor con su especulación.
Señores asistentes a la charla, este que habla soy yo, y pueden estar seguros de que soy como digo que soy.
Acerca del personaje narrador
Virgilio dice de sí:
Poseo virtudes mestizas -campo y ciudad- y mestizos defectos, hijos de la desconfianza y de los desengaños. Exterior e interior, poco a poco, se van aviniendo en mí, se concilian. Estaré satisfecho, y me consideraré feliz cuando la esencia acepte a la apariencia y la apariencia muestre a la esencia con deleite. Producto de su magín de hombre sabio, lo decía mi padre sirviéndose de otras palabras. Soy de pueblo: nací en la España rural, la del cereal de secano, el vino robusto y las aguas duras. En mi aldea envidia y maledicencia llevaban –llevaban digo, como si no supiera que portan aún- la intranquilidad a las familias, siguiendo un turno establecido por las circunstancias. Mi padre, perseverante pescador de barbos y truchas en los ríos Cea y Valderaduey, furtivo cazador de liebres, conejos, palomas y perdices -respetuoso, no obstante, de las avutardas protegidas- sumaba los irregulares ingresos de ambas ocupaciones a los jornales ganados laborando en tierra ajena. Partía de tan poco que la suma apenas lo era frente a las crecientes necesidades. Así y todo, hubo un enemigo oculto, una persona mala, que le acusó de disparar careciendo de permiso, de no respetar la veda.
Todo lo dejó mi padre, obligación y devoción, para emigrar a Madrid con la familia a cuestas: esposa y tres vástagos. Puede que se alineara tras la fortuna, aunque esta pareciera encarada, porque abrió al futuro de sus hijos una ventana cerrada por el campo. Guio sus pasos la suerte abriéndole camino hasta la oficina de contratación, cuando se empleó de peón en la empresa municipal de transportes; la misma suerte que caminaba a su lado en el momento de buscar vivienda. Un habitáculo halló de renta limitada, uno más de los destinados a los trabajadores del Ayuntamiento, que su buena estrella logró favoreciendo el sorteo. Mi madre, mujer valerosa y sufrida, agavillaba en el pueblo cereales a jornal, cosía ropa de otros y cocinaba para los invitados de las bodas y comuniones celebradas en varias leguas a la redonda. ¡Menuda mano tiene para guisos, asados y salsas! Mi madre, trabajadora sin tasa, en cuanto llegó a la tierra prometida desde nuestra originaria Tierra de Campos, entró en un hotel modesto como empleada de la limpieza. Pronto, uno y otro, conocedores de lo poco que da de sí la inercia, de lo inútil de la rutina repetida sin ambición; entrambos, digo, luchando por abrirse senda a través de las tapias recias, llegaron a su verdadero destino: el uno conductor de autobuses y la otra, tras una temporada de ayudante, cocinera.
Poco tiempo vivimos los hijos en el pueblo, pero puede decirse que apenas salimos de él, porque nuestros padres lo reconstruyeron costumbre a costumbre, dicho a dicho, obra a obra, en el piso madrileño. Eran compañeros de juego chavales llegados de cualquier rincón del país, y también de ellos aprendimos. Si hablamos de afecto, diré que supimos separarlo de la blandenguería y de la molicie, criadoras de niños vistosos pero inconsistentes; si de bienes materiales, añadiré que de nada carecimos sin sobrarnos nada. En sus diversas ocupaciones se les iba el tiempo a nuestros padres sin sentir, y como hermano mayor arropé yo a los otros, un chico y una chica nacidos a un tiempo, mellizos a los que aventajaba tan sólo en un año.
Pudimos estudiar mis hermanos y yo en un colegio público que colocó peldaños a nuestro aprendizaje, facilitando la continuidad y, en consecuencia, el progreso. No fue fortuito, pues, que albergáramos una creciente necesidad de conocimientos y un firme deseo de prosperar. Desempeñando por las tardes diversas tareas de oficina en una biblioteca, y asistiendo a clase durante las mañanas, con la única interrupción del servicio militar, di fin a mis estudios de Filosofía y Letras. Dicho así, tan resumido, no parece nada, se diluye el empeño; pero la trayectoria, rectilínea, estuvo empedrada de esfuerzos y privaciones. Baste, como muestra el laborioso cambio de orientación, el golpe de timón que hube de dar a mi trayectoria. Inclinado en los inicios hacia las ciencias, pues pensaba estudiar alguna ingeniería; y encariñado luego con las letras por obra de las frecuentes lecturas, aproveché el curso preuniversitario para efectuar el corrimiento. Una academia prestigiosa, mixta en lo referente a materias, a la que asistían los llamados hijos de papá, muchachos sin carencias materiales, facilitó el aprendizaje del griego y el ahondamiento en el latín. Necesité mayor dedicación, un tiempo inexistente que robaba al sueño; y más dinero, incremento nacido de reducir a cero los gastos de diversión y la compra de ropa. Se dieron acontecimientos, no obstante, que tendían blanda alfombra a mis pies; y señalo el que me convirtió en el joven de mayor ventura. Contaba mi hermana con la íntima amistad de una chica llamada Juana, linda y espontánea, que me atraía. Era una joven muy responsable, que sin dejar de ser su amiga se convirtió en mi novia.
Al inicio del siguiente verano los mellizos se licenciaron en las materias que estudiaban: Derecho el muchacho y Economía la chica. Medio año más tarde los tres disfrutábamos de discretos empleos; hecho cuasi milagroso en época de dificultades generalizadas y de creciente paro. Quizá la brillantez del expediente académico, y las dificultades vencidas para conseguirlo, sirvieran de aval a los que no nos conocían. En lo que hace a mí, una editorial de las más activas me contrató como corrector de pruebas. No tardando mucho entraron nuestros padres en la etapa ansiada y temida de la jubilación, y el tiempo sobrante les hizo recordar el noroeste geográfico, dirigiendo una mirada nueva en dirección al pueblo. Allí quedaban algunos parientes y dos o tres amigos; al menos ese era el censo que las noticias, llegadas de tarde en tarde, habían ido configurando. Unos se trasladaron a Sahagún, otros más lejos; y los de mayor edad tomaron sin movimiento propio el paseo de los cipreses, del que en tales condiciones nadie ha vuelto. Pero el campo llano, las fértiles riberas de ambos ríos, las pobladas arboledas y las rojizas puestas de sol continuaban en su sitio.
Encarrilados los afanes de los hijos, los padres, beneficiarios de sendas pensiones que, sumadas, prometían un buen pasar, contaron los duros acumulados -unos ahorros preciosos que actuaban de muralla ante las necesidades- y pensaron seriamente en el regreso. Los días, uno tras otro, cómplices, sirviéndose del tedio que produce el tiempo huero, y de unos pocos recuerdos amables traídos al presente, acabaron por empujarlos hacia un futuro que tenía la ventaja de estar acreditado, porque arrancaba del pretérito y mostraba algunos de sus modos.
En Sahagún visitaron a los hermanos establecidos allí, y hablaron con unos y con otros; de modo que cuando llegaron al pueblo ya sabían a qué atenerse. Compraron una casita circundada por un huerto. Se asentaron en ella y, sirviéndose del coche traído de la ciudad, recorrieron los alrededores conocidos y los espacios a los que nunca habían llegado; Cea y Valderaduey arriba hasta sus fuentes, terrenos tan distintos a los de Tierra de Campos que parecían de otro país, de otro continente. Cea, Almanza, Puente Almuhey, Morgovejo y Prioro. Puentes, castillos, iglesias, valles de Tejerina y Mental, pantano de Riaño y Picos de Europa. Hayedos, robledales, encinares, dehesas, pinares, verdaderos bosques llenos de vida. Rapaces, corzos, venados, hurones, truchas: otro país, otro continente. Tan a mano el Paraíso y ellos sin conocerlo.
La casa -tres alcobas situadas en el piso de arriba, una estufa, la cocina y un cuarto de aseo abiertos en la planta baja- era de construcción reciente. Se la vendieron los herederos del hombre que, sin pruebas, creyeron ellos su denunciante: el bandido que los expulsó. No quedaban ya trazas del rencor antiguo, pues fue muriendo a medida que el bienestar suavizaba el efecto de la culpa. Sin pretenderlo les prestó el delator un buen servicio, y la vivienda, por añadidura, resultaba acogedora y de conservación sencilla. En la tierra adyacente mi padre labró una huerta, y en ella plantó verduras y hortalizas variadas que se sucedían unas a otras sin pausa. Mi madre proyectó un jardín localizado en la parte próxima a la puerta, ambos lados del paseo y la franja lindante con la fachada. Frágiles flores de temporada y recios arbustos de larga vida, alegraron un espacio que se mantenía pleno de colorido hasta traspasar el corazón helado del invierno.
Apenas habían transcurrido cinco años completos, desde que el matrimonio rehízo su vida sobre los antiguos escombros, encima del primitivo hogar, a caballo de hitos profundamente hincados, cuando, tras una enfermedad muy breve, murió padre. Madre quedó a merced de la melancolía; desorientada, vacía, sola. Mi hermana, empleada en la azucarera de Olmedo, villa perteneciente a la provincia de Valladolid, le pidió que se fuera con ella. Tras pensarlo unos días y consultar el parecer de los demás, la buena mujer dejó la casa y la huerta al cuidado de un sobrino, primo nuestro, y se fue tras la hija. No se ha casado mi hermana; vive entregada al trabajo y a su profunda afición. Modela animales partiendo de la arcilla y consigue copias muy aceptables. De manera que la vienen bien la compañía y un poco de atención a su persona, postergada por dejadez.
Me confieso de Sahagún cuando se trata de nombrar el lugar de mi nacimiento. La razón está clara: mi pueblo sólo resulta conocido en los alrededores, y tendría que dar explicaciones prolijas para terminar nombrando a la capital de la comarca como referencia. Me confieso de Sahagún, población de la que estoy orgulloso, y a continuación me vanaglorio de Fray Bernardino, un misionero franciscano que mudó el paterno apellido por el nombre de su pueblo, un estudioso que descubrió las raíces de México, y las colocó con orden y método en doce libros, ejemplo para los etnólogos contemporáneos y los posteriores. Me digo de Sahagún y en seguida voy a los edificios singulares, a la magnífica historia. No es que me haga de menos nombrando a mi aldea, es que hay poco que decir de ella y, citándola, se enmarañan las explicaciones.
El modo de ser de nuestros padres, parejo después de convivir tantos años, alineó nuestro carácter. Rural lo hizo a pesar de vivir en la capital del país, ciudad abierta al mundo. El aprecio de la vida sencilla, la sobriedad de conducta, la valoración alta del ahorro, la firme dedicación al trabajo y la seriedad frente a los compromisos, han marcado mi derrotero. La desconfianza también; el imaginar que la realidad fingida oculta otra verdadera, que apariencias bien conseguidas disimulan lo genuino. Y no sucede tan sólo en lo referente a los hechos, con las personas me ocurre lo mismo; ellas interpretan una obra de la que son protagonistas y actúan como si fueran el centro del cosmos. Corro sin pausa tras las escurridizas verdades ajenas que quiero hacer mías, y si sucede que son espejismos resulta que huyo de las auténticas. Tal es mi drama, que Juana, mi mujer, mi ángel guardián, suaviza.
Solo de voz en La Habana
Pedro Sevylla de Juana
CAPÍTULO UNO
Margarida, afónica. ¡Vaya contrariedad! Precisamente, hoy. A ver quién es el guapo que se lo dice a Rita. Piensa en alto Honorio y se responde en alto; o no se responde: ¡qué descortesía! Rita, la directora del coro, es una cubana de armas tomar. Todo un carácter. Su boca, de labios carnosos, envuelve con fuerza las palabras al dejarlas marchar. Así levanta o tumba un edificio en cuestión de segundos. Es capaz de morder cuando se enoja. Pero Honorio merece un respeto. Tenor aficionado, cuenta con un potente chorro de voz en los momentos del solo; tan potente que, a veces, se le escapa montañas arriba o valles abajo. Se lo dice Rita cuando quiere llevarle al orden del grupo. Con otros, emplea expresiones más dulces. Se lo hace notar su amigo Virgilio, un escritor que da poca importancia a sus logros literarios. Rita te corrige buscando tu bien; y lo hace en público para que los demás crean que eres uno de tantos. Dice su amigo, acaso por consolarlo del daño que puede llegar a sentir. Desaires.
Honorio: personalidad en camino. Su retrato es la pintura –oleo sin duda- de un hombre sereno, hecho ya al recorrido de la vida. Aunque hay algo en el rostro: el impreciso rictus de los labios; que no saca de dudas. Unas arrugas hacen de la frente tierra de labor recién roturada. Podrían ser obra de un ejercicio continuado de sorpresa, al hallar suficiente motivo. Se adentra Honorio en la edad mediana, y muestra, por ello, el gesto inconcluso de quien se aventura en una selva de la que ha recibido referencias profusas, y la sabe, por ello, en pleno despliegue de todo su misterioso esplendor. La belleza de la vegetación se oculta en la penumbra íntima, y la salpican arenas movedizas y serpientes venenosas; lo ha oído decir y se ha puesto en guardia. Ahí está Rita; una hembra selvática, nacida en el municipio 10 de octubre de La Habana.
Experto mi amigo Virgilio en comunicación, recurriré a él para informar a Rita de la indisposición de Margarida. ¿Por qué he de hacerlo yo? ¡No estoy obligado! O Gloria, la compañera de Margarida en la investigación literaria que realizan en la universidad. No canta Gloria desde la cirugía tiroidea, pero sabe decir, y dice con una voz pausada y meliflua que convierte en caricia cada sonido salido de su boca. Las malas noticias, si las comunica ella, siempre son el mal menor y hay que estar agradecidos. Se lo comunicará Gloria, no le duelen prendas y es lo más adecuado; recurrir a Virgilio en estos momentos, no tiene el menor sentido, ¡qué ocurrencia!
Ateniéndonos a la ingenuidad de su sonrisa, Honorio está entre el adulto que lleva de la mano al niño que fue ayer, y el infante que conduce al anciano que será mañana. Cumplió años Virgilio el pasado mes de marzo, y en la imagen de grupo tomada ese día, se ve satisfecho al amigo tenor. Restemos; porque bien pudiera venir la apariencia de un buen posar para la foto, de la cuidada puesta en escena, de estar rodeado de amigos, o de la importancia atribuida a la reunión que se inmortaliza. Juana, la mujer de Virgilio, ocupa el centro; él gira en su ámbito, y como si de un sistema planetario se tratara, los chicos rotan alrededor. Juana, a quien no le gusta darse importancia porque sí, quien no se muestra al completo si no se deriva utilidad, dice que el marido forma el eje de la familia, y que, siendo los hijos los radios de la rueda, ella es el férreo aro exterior que los solidariza al centro. Complace el símil a Virgilio; porque en él todos son imprescindibles para el diario rodar, y la ausencia de uno cualquiera de los miembros convertiría a la familia en otra mucho menos eficiente.
Quiero dar a conocer a Virgilio, autor, porque su carácter y circunstancias explican los míos, ya que soy Virgilio personaje en la novela.
El nuevo retrato familiar trata de repetir la foto que se hicieron unos años antes, destinada a ilustrar el libro de familia numerosa. El remedo fue una idea de los niños que Juana respaldó al instante. Las posturas se acercan en lo posible, pero los dos pequeños ya no ocupan los regazos paternos, ni los padres aparecen sentados en los sillones del comedor. Juana y Virgilio, pegados a la pared lateral, erguidos, alcanzan con la cabeza la horizontal del cuadro, un paisaje de campos nevados que el muro soporta. Son de una misma altura y no es casual; así quiso Virgilio siempre a las mujeres con quienes formó pareja en bailes y paseos. Más altas las hembras, podía sufrir el orgullo del macho apoyado en las conveniencias sociales; más bajas, existía el peligro de juzgar otros aspectos con el rasero de la particularidad física. Los niños, medio palmo adelantados, parecen estar protegidos por las actitudes de los padres –brazos sobre los hombros- y a la vez, defendiendo a los mayores de un ataque frontal. Estamos todos ante el objetivo, posando, no ya para el testimonio exigido por la administración del país, sino para la propia complacencia. ¿Quién disparó la apertura del diafragma? Sí; se puso en funcionamiento sola, al igual que la otra vez. Un mecanismo automático la activa, portento elemental de la ciencia antigua.
¿Sabes?, algunos poemas me han emocionado; he sentido al escucharlos temblores internos semejantes a las que me produce el jazz; supongo que esos son los buenos: Confieso a mi amigo poeta, que camina a mi lado, Paseo de Recoletos abajo, en Madrid, con la intención puesta en alcanzar la estación de Atocha.
Compañero, responde, un buen poema evoca, sugiere, abre ventanas, penetra a través de las puertas de la mente; incluso entra en reacción química con los pensamientos, con las intenciones, potenciándolos. Un poema bien escrito es la piedra arrojada al géiser, provocadora de la erupción inmediata. Un poema bien conseguido, de excelente factura, resulta ser una flecha que acierta en el justo medio del corazón obstruido. Destapa los conductos portadores de sangre desde el cáliz repleto, e inunda de fluido estimulante el organismo. Mas un poema soberbio, de esos que los consumados poetas dan forma una vez cada dos años, es un arma vital, una bomba de oxígeno y pétalos de camelia; y su explosión alcanza órganos de otro modo inalcanzables, situados en el lado inmaterial de las personas sensibles, resorte de la sorprendente acción desmesurada. Hay grados y matices en este asunto de los versos.
Así debe de ser; tú, como escritor nacido en la poesía, has de entenderlo mejor que los meros aficionados. ¿Sabes?, me viene ahora a la memoria que yo escribía versos en mi primera juventud. Iban dirigidos a una niña que no has conocido, Cristina, una vecinita larguirucha de melena rubia que se convirtió, sin sospecharlo siquiera, en el centro del Cosmos. Yo tenía quince años y ella era aún más joven. Convencido del escaso valor artístico de las metáforas forzadas, nunca se las mostré.
Honorio olvida que habló de ellos a Virgilio el mismo día del hallazgo. En la caligrafía infantil de un cuaderno escolar rayado horizontalmente en carriles, a los que el niño se amoldó cuanto pudo, junto a problemas resueltos y ejercicios de gramática rematados sin graves errores, halló unos versos de los que no tenía memoria precisa. Reposando sobre la cubierta del armario ropero habían resistido los escritos la acción nociva de la luz hasta hace cosa de un año; momento en que acabaron entregándose sin condiciones a una de esas limpiezas generales, periódicos inventarios realizados a la vida buscando el punto y aparte, el borrón y cuenta nueva. Lo olvida Honorio, y Virgilio, por no cortar el discurso, no se lo recuerda.
El origen de mis poemas, explica Virgilio, no difiere mucho del que dio vida a los tuyos: el amor, la belleza, la donación; y otra chiquilla, ésta morena y de una edad similar a la mía, distinguida de sus compañeras por una sonrisa más pícara y el precioso nombre de Ana María Inmaculada, exclusivo en el entorno. Yo cometí la torpeza de enviárselos a través de una amiga, ella la de denunciarme orgullosa a su maestra, y la maestra la de alabarlos ante don Roque, mi maestro. En el ejercicio de la poesía, compañero, sólo nos diferencia la sucesión de inconsciencias que se dieron en mi lado.
Puede que estés en lo cierto, y el miedo a la burla y al ridículo privara a mi estro de divulgación. Como debilidad era considerada entonces la escritura, lo sabes; y débiles eran a la vista de los más, quienes se aventuraban a proclamar, aun en privado, con el testimonio de algún soneto, su afición. Puede que mi sensibilidad buscara otra desembocadura encontrándola en la música, algo mejor acogida; porque no parece descabellado suponer que poesía y música comparten una misma naturaleza.
Eso es, una corriente lírica circulaba por tus venas, y si no pudo aflorar en forma de versos, surgió con hechuras de música y canciones. La melodía y el ritmo habitaban tu interior; no tuviste más que abrir el paso reclamado para que salieran a borbotones. Ahora comprendo mi ceguera y te pido disculpas.
Me alegra que lo entiendas de ese modo, y que hayas decidido, por fin, oírme cantar ante un auditorio numeroso. Mañana me verás crecido, alzado sobre zancos invisibles, dirigiéndome a un público al que, en cuanto pierda el miedo preliminar, miraré a la mirada sin temor, tuteándolo.
Tan simple conversación arroja luz donde faltaba. Posee facultades. Lo constato cada año, cuando, invitado por nosotros en las fiestas navideñas, nada más cenar interpreta villancicos que los demás coreamos. Su pecho se colma de un fluido menos denso que el aire, al que acompaña desde los pulmones; más sutil, cuya naturaleza sospecho. No es sólo el aire lo que escapa mesurado, alargándose, estirándose, elevando los tonos hasta donde el techo permite; ensanchándolos hasta que las paredes se oponen, abriendo la casa entera, puertas y ventanas, para salir al exterior y tomar el parque. No, no es sólo el aire lo que ahueca su pecho; lo esponja una ilusión que proporciona fuerzas cuando se agotan, rearma sus muelles internos si la tensión los hace saltar y libera las reservas de ánimo un segundo antes del abandono.
Con todo, Honorio, tu verdadera fortuna es esa voluntad indomable que te pone ante los obstáculos y los alisa. Aun con los pies descalzos y los ojos vendados alcanzarías tus metas, estoy convencido.
El mismo pie que deja, con timidez, su huella leve en la arena mojada de la playa, y en el prado evita pisar florecillas; el mismo, pero calzado de resolución y tenacidad, desmenuza las rocas cortantes, ameseta las cuestas abruptas, estruja los pinchos de los abrojos. Afianza mi amigo su personalidad en el canto, punto de apoyo de la palanca que le muestra dueño de sí y de su perseverancia.
Sí, lo reconozco, asegura con vehemencia, mi dimensión arranca de la voluntad, y ésta del interior satisfecho. Lo sé; mañana te veré tal como eres; por primera vez me llegará algo más que el reflejo de tu temperamento. Lo sumaré a las impresiones que dibujan el Honorio antiguo, lo fundiré con la imagen previa, y tendré tu retrato más genuino. Tenía yo una zozobra que me desasosegaba; no entendía tu falta de consideración y, en las funciones, cuando los aplausos premiaban mi esfuerzo, notaba tu silencio, el vacío de tus inexistentes parabienes, de tus silentes frases de ánimo.
¡Ingrato de mí¡ Ciego al menos. No le he dado oídos y, sin embargo, se entrega él a la lectura de mis relatos inéditos; y lo hace, quizás, para moverme a rectificación, para inyectar sensatez en mi mente. Me rinde cuentas valiéndose de su juicio crítico -lector embebecido en la obra, interesado en su análisis- y me explica las coincidencias de su voluntad de descubrimientos con la intención puesta por mí en los párrafos, el goce de su devoción ante los aciertos que otros sortean sin apercibirse. Me acompaña, como hoy, a conferencias literarias; y se va aficionando a mis aficiones sin lograr contaminarme de las suyas. Se esfuerza, en suma, por enseñarme el camino que desea verme recorrer, simétrico y en sentido inverso. Pide, al modo de quien predica con el ejemplo, una reciprocidad que le es necesaria; y yo, hasta recibir este aldabonazo, miraba hacia otro lado haciendo oídos sordos.
Lo siento, compañero, de haber sabido la importancia que concedes al canto, hubiera asistido incluso a los ensayos preliminares, puedes creerme. Pero no era consciente del alcance que das a tu participación en el coro. Tienes razón, debí indagar en tus palabras, averiguar adónde iban las raíces, y de esa manera hubiera descubierto lo enterradas que están. Lo creí un pasatiempo sin más, alejado de satisfacción tan profunda como ha resultado ser. Cantaste de muchacho en el coro de la iglesia, y creí que algo había de devoción en lo de ahora: generosidad al servicio de los ancianos, de los necesitados que forman con frecuencia tu público.
De manera tan formal charlo con mi mejor amigo, un hermano casi; suma dos años menos que yo, aunque parece aún más joven porque practica deportes y se preserva mucho. Es nieto de un indiano originario de Asturias, que hizo las perras en la abierta Argentina, y a su regreso reconstruyó la iglesia de la aldea natal, arruinada por los siglos. Edificó, a más, una mansión que los forasteros siguen tomando por el ayuntamiento, y casó con una joven que había de dejarlo viudo en el primer parto. Vive el buen Honorio -nombre recibido del padre quien lo tomó del abuelo- de sus rentas; y reparte el tiempo entre la lectura de libros con médula, y la administración de las cuantiosas inversiones que su progenitor formalizó poco antes de caer fulminado por un rayo.
Abandonando la admirable encrucijada de Cibeles, entramos en el Paseo del Prado camino de mi casa y de su tren, mientras crece en apasionamiento nuestra conversación. Avanzamos envueltos en una atmósfera cálida, y al amparo de un cielo que aparece estrellado tras las nubes corridas por un suave viento. A la luz de las farolas las begonias, los pensamientos y las petunias cobran un aspecto irreal; y los árboles próximos al Palacio de Comunicaciones y al Banco de España, ofrecen tonos mitigados del verde esmeralda junto a los esplendentes.
Te confieso, le oigo decir con una cierta queja, que di muchas vueltas a tu proceder, buscándole cimientos. Perseguí las causas de la conducta refractaria hasta hallarlas en tu poca facilidad para modular las voces, en las inexistentes facultades melódicas que confiesas con inexplicable orgullo. Y hasta en la envidia pensé. Reacción inconsciente, por supuesto; humana y carente de culpa, pero tan dañina como la conducta meditada y perseguidora del mal. Perdona que mi desconfianza siguiera tales derroteros y te encontrara en ellos egoísta y carente de amistad verdadera.
Puesto que participan personas de otros países, es fácil intuir la existencia de un gran atractivo en el grupo coral; y adornada de ese mérito creí hallar la causa añadida de tu adhesión. Una tendencia cultural, una curiosidad científica pensé: lo enriquecedor del mestizaje, lo saludable del agua bebida en nuevas fuentes, en caños distintos; el sabroso pan amasado con harina de diversos granos cereales. Y tan seguro estaba de ello que no investigué más.
Sí, eso es bien cierto: el coro parece el arca del Diluvio. Basta con observar y escuchar sin interferencias, tomando una frase aquí, otra allí, como una abeja que visita gran variedad de flores, para acabar siendo dueño de una cultura apreciable. ¿Sabes?, hay un yugoslavo que juega al ajedrez como un maestro. Hemos echado tres o cuatro partidas, y ha prometido enseñarme algunos movimientos muy útiles. A cambio he de corregirle los errores cometidos al hablar nuestra lengua.
Poca cosa; porque esa reacción nace de tu modo de ser perfeccionista, del propio impulso enmendador de inexactitudes; ese que te lleva a colocar una silla en su lugar exacto frente a la mesa del comedor o a situar un cuadro en la horizontal bien medida, alineado por debajo con el compañero.
¡Cómo me conoces!, exclama Honorio con alegría, y al instante prosigue su explicación poniéndose serio. El yugoslavo a que me refiero es un refugiado de la guerra iniciada en su país por el occidente rico, un guapo mozo que en su relación con las mujeres adquiere fama de conquistador. Cantante de ópera en Pec, su bella ciudad, hoy destruida casi por completo; se aferra a la actividad lírica del grupo con renaciente ilusión. Sus padres, ya ancianos, quedaron allí, y hasta hace unos días no había logrado establecer comunicación telefónica con ellos.
¿Y está solo aquí?
No, trajo a la esposa y a dos hijas de corta edad. Ellas le fuerzan a quedarse y a participar en los ensayos; si fuera por él, estaría en su tierra defendiendo a tiros lo que considera suyo. El caso es que habla un pobre castellano y entona las romanzas aprendiendo los sonidos, conocedor de su significado porque me esfuerzo en explicárselo hasta que lo entiende; pero, y eso es lo más curioso, tiene tan buen oído el tunante que le sale un acento castizo más convincente que el mío.
Gente así es la que me interesa; metería en mis relatos retazos de su vida, jirones del paisaje que vieron de niños. Y habrá otros por el estilo, seguro.
Sí, claro; hay, además, un matrimonio argentino que intenta distraer la ceguera progresiva que padece la esposa. Los verás mañana. Él es un ejemplo claro de lo que está dispuesto a hacer el amor por su objetivo. Ella es una prueba fehaciente de nuestra enorme capacidad de adaptación a las situaciones penosas, sean lo críticas que sean. Si él nos enseña a amar, ella nos enseña a salir a flote tras cualquier naufragio. Y está Cosme, un cantante ya retirado cuya voz opacó el bisturí al pretender extirpar los nódulos nacidos en sus cuerdas vocales. Tutelado por la directora, estimulado de manera eficaz por ella, hace este hombre lo posible para adaptar escenarios y actores a la obra que se representa.
Mujeres; habrá mujeres que canten, supongo. Me oigo preguntar afirmando, puesta la curiosidad en las intimidades de mi amigo, cuyo detalle desconozco en la actualidad.
Claro, es natural. Está Verónica, una toledana que potencia su parecido con un cuadro famoso. Pienso en ella a menudo, en la contradicción que conjuga su ser. Posee un aspecto atlético -hombruno en cualquier otra- que se diluye en una esencia femenina desbordante. La oigo cargar de vehemencia la expresión de sus convicciones, y su voz modulada alza el tono de la melodía, pareciendo que viene de otro cuerpo, de otra persona. Sus opiniones harto conservadoras, la actitud precavida en exceso, la moderación de sus convencimientos por así decirlo, contrastan con los hechos extremos que protagoniza; pues programa sus vacaciones con mucha antelación y, llegadas las fechas, sube a los picos más altos o desciende a las más profundas simas. Cubre su cuerpo de mujer forzuda una piel sedosa y sonrosada, y sus recias cejas bien provistas, enmarcan unos ojos que son todo dulzura. El pensar apacible y el hacer vertiginoso, pugnan en ella por lograr un hueco en la apreciación de la gente a la que dice no prestar atención. Hay, además, dos mujeres palentinas, madre e hija, que son la buena educación y la delicadeza personificadas. Tanto poseen de ambas virtudes que dan y dan y les queda lo mismo. Va, de cuando en cuando, la señora Carmen, una dama austera y muy reservada, que en Guinea fue monja antes de casarse. Enviudó en una nocturna algarada de insurgentes: un inquieto racimo de mozos empeñados en prender españoles para oficiar un sacrificio al dios de la venganza. Presa fácil, tomaron los nativos en calidad de rehén al médico de la misión, entonces su esposo, y de él hicieron emblema de colonizadores. Un grupo de exaltados, ya entre dos luces, lo convirtió en mártir a machetazos. No se da la señora Carmen a cualquiera, pero a poca confianza que vea en los ojos, si viene a mano, cuenta tremebundas historias de antropofagia con una naturalidad sorprendente.
En un coro tan numeroso alguien compartirá tu manera de entender la vida, alguien de tu completo agrado, con quien puedas intimar… Interrumpo así su recuento, insatisfecho de los escasos frutos logrados.
Hay andaluces entre nosotros, y murcianos, aragoneses, catalanes, vascos, extremeños; y colaboramos, cada uno en la medida de sus posibilidades, en un proyecto común que siendo la suma de los propósitos individuales es el marco indispensable para satisfacer nuestra afición. Porque no cobramos ¿sabes?; muy al contrario, a veces nos cuesta dinero. Actuamos, podría decirse, por amor al arte. Una familia, un clan somos; el auxilio entre nosotros nace abierto y sin reservas: consejos, favores, hasta dinero ponemos sobre la mesa si sucede que alguien lo precisa. Te parecerá raro, pero sólo uno de los treinta y cuatro que formamos el grupo ha nacido en Madrid; aunque no se puede decir que no haya madrileños, pues todos, en cierto modo, lo somos.
Compañero, se te ven las puntas de la levita bajo el gabán. Le digo a Honorio con sorna, entrando en la vía directa pues las otras no llevan a destino. Dejas para el final a dos personas para ti muy importantes: las cubanas, madre e hija, de las que sueles hablar emocionado.
Te refieres a la directora del coro, a Rita; una verdadera belleza madura de piel morena, que preparaba en la Habana a quienes fueron más tarde renombrados artistas líricos. Y a Mireya, su hija, una joven que va tras los pasos de la madre, tanto en lo físico como en lo que a facultades artísticas corresponde. Poetisa y narradora de historias breves, fue dotada en la cuna de una gran sensibilidad, y toca el piano como habrían de hacerlo los ángeles si estuviera entre sus actividades la de arrancar acordes a las cuerdas metálicas. Ellas merecen mención aparte, por eso las dejé para el final.
Excepcionales han de ser ambas, a juzgar por el afecto que has puesto en ellas.
Veo que sonríes malicioso. ¿Sabes?, en los últimos tiempos, signo a signo, me iba convenciendo de que el amor no era para mí. Me encontraba dones; puedo decirlo sin faltar a la modestia: tengo buena conversación, sé cantar, domino la guitarra y los juegos, tanto de salón como aquellos que se ejecutan en espacios abiertos; hasta el baile me resulta fácil. Mas el trato feliz con las mujeres parecía estarme negado; y en mi fuero íntimo, desde hace unos años, consideraba la posibilidad de quedarme soltero. Hasta conocer a Rita mi corazón parecía seco y duro como la cecina; ni palpitar sabía más allá de los convenientes latidos para irrigar las células. En las actuaciones me agradaba ver entre el público mujeres cultivadas; captaba sus miradas de aprobación, recibía ilusionado sus aplausos, pero ni me veía casado ni contemplaba tal expectativa.
La historia se repite; será que Briseida retorna.
Esperaba que me lo recordases; pero ni la chica es la misma ni yo soy aquel joven ingenuo. Han pasado tantos años… Ya ves, me resultaba harto difícil decirle cuanto me atraía. De no haber intervenido tú, se hubiera sentado en el pupitre contiguo sin advertir mi presencia, pues yo no destacaba en griego y encontraba la Ilíada repetitiva y monótona. Pero ahora…
Ahora, compañero, aunque no las descubras, si no los hechos, que no pueden, regresan las circunstancias. No son párrafos de Homero los que repites íntegros vertidos al castellano: Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles, sino dúos de populares zarzuelas, arias de las óperas más conocidas.
Hablas como si tú fueras de piedra o estuvieras inmunizado contra las travesuras del corazón.
El amor brota en el pecho como el agua en el manantial. Se precisan abundantes lluvias que alimenten el venero, una corriente subterránea y un suelo adecuado a la fluencia. De joven me enamoraba con facilidad; la primera vez no tenía más allá de catorce años. Tiempo después, la inquietud despertada en mí por Mariamparo, tras nuestro inesperado encuentro en una estación de ferrocarril, no tuvo posibilidad alguna de concretarse por falta de sustento o asidero. Luego mis sentimientos se fueron atemperando, al parecer de manera definitiva, y Juana se confirmó como la única mujer de mi vida. Ninguna otra pasión amorosa ha agitado mi ánimo desde que me casé, ningún desasosiego me turbó, te lo aseguro.
¡Te creo!, a diario pruebas lo que afirmas. Se ve que el roce de la rutina diaria no desgasta afecto tan sólido, porque cuando en una reunión te diriges a Juana, cuando hablas de ella estando ella ausente, los ojos te denuncian y la voz te delata: en ti sigue anidando el amor.
Mas sería un mentiroso, añado sin tener en cuenta su intervención, si afirmara que no me gustaron algunas de las mujeres que he tenido oportunidad de conocer en el transcurso de estos años. Las ha habido más jóvenes que mi esposa, más bonitas, llenas de simpatía y gracia; seductoras, en efecto. Sin embargo, yo sabía que esa visión era efímera; y de profundizar en el trato, hubieran aparecido los defectos agazapados bajo la intención de agradar. Lo reposado, lo cálido, lo amable, lo acogedor, lo permanente es Juana. Y la debo mucho. ¿Quién hubiera aceptado, como ella hizo, que abandonara yo el oficio de corrector en la editorial para dedicarme a escribir?, ¿quién me hubiera permitido cambiar los ingresos fijos, el trabajo seguro, por la incertidumbre de la nueva actividad, sujeta a unas reglas que no termino de entender?
DOS
Tu posición es la ideal, me dice Honorio con énfasis, cuando alcanzamos Neptuno y se nos abren las perspectivas en ángulo de la Carrera de San Jerónimo y la calle del Prado, confluyendo ambas en el mínimo jardín situado ante Las Cortes. Se elevan a nuestro alrededor edificios suntuosos: hoteles de prestigio, magníficos museos, el propio palacio del Congreso y la iglesia de los Jerónimos, cuyo valor no apreciamos del todo de tan familiares como la rutina los presenta un día tras otro.
Sí, ideal; insiste ante el asombro pintado en mi cara. Te dedicas por completo a la actividad que mejor satisface tu deseo, sustentado por una familia que para mí quisiera; y los resultados son excelentes, además. Con todo, te confieso mi debilidad por tus hijos; porque Juana, aunque excepcional, te llegó siendo ya admirable y poca obra tuya hay en ella; sin embargo, los hijos son fruto de vuestra acción, de vuestro ejemplo; y resultan –amables y aplicados- modelo de adolescentes. Porque fueran míos daría mis ahorros, mi pequeña libertad, incluso la privilegiada voz que, presuntuoso, creo poseer. Claro, los tendré propios, mostrarán mis rasgos inconfundibles, pero a mis años ni seré su espejo ni me entregarán su amistad difícil; y cuando quieran encauzar la vida, la mía estará agotándose y mis problemas irán por delante de los suyos.
¿Te reirás si te digo, compañero, que con frecuencia envidio tu soltería? Ocurre cuando las circunstancias me fuerzan a una acción que no busco, si mi expansión encuentra en casa un lastre o sucede que mi vocación de escritor sufre mengua por algún revés momentáneo. Aunque no lo creas, me siento obligado a protagonizar aciertos para entregárselos a los míos a cambio de su indulgencia, y tú no te debes más que a ti.
¡Chifladura de vida!; va a resultar que nadie está donde quiere. Tú añorando la perdida independencia, y yo, ya ves, asaltado por el temor a ser un abuelo para mis cachorros, arrepentido de no haberme casado con alguna de las chicas que conocimos en el tiempo feliz de griegos y latinos.
¿Recuerdas?, compañero; traducíamos las obras de Homero y Virgilio, llenas de belleza y serenidad, penetrando, acaso de modo furtivo, en una época trágica y heroica, donde nos codeábamos con unos dioses que se ponían a la altura de los hombres, y de unos hombres que alcanzaban la talla misma de los dioses. A veces pienso que no me importaría haber nacido en aquel espacio, en aquel momento, cuando las pasiones humanas no eran motivo de condenación eterna; si acaso de un leve reproche expresado por quien participaba de las mismas debilidades.
Imagino que lo dices como ejemplo de una extrema disconformidad con la sociedad en que vivimos, que por fortuna estás lejos de sentir. A modo de muestra del descontento humano, que busca mudar no sólo de estado, sino también de lugar, de época, y hasta de creencias. Porque a ti, precisamente a ti, te resultaría dificultoso ganar en el cambio.
¡Ja!, ¡ja!; pues menos aún se adapta la horma a tus medidas, compañero. Eres religioso, cristiano y católico; y crees en un solo Dios, en un único pilar del Universo. Tu monoteísmo está reñido, incluso sumando vírgenes y santos, con tal profusión de deidades; y las rígidas reglas cristianas se enfrentan a la tolerancia reinante en el Olimpo.
Así es, en efecto, creo en un Dios único; en un Dios que por sí mismo, cumple todas mis expectativas. A propósito de creencias, ¿Cuál es tu verdadero sentir? He querido preguntártelo muchas veces, ¿sabes?; aunque quizá no venía a cuento. Mas ya puestos…
Finaliza el edificio del Museo del Prado y se nos viene encima la verja del Jardín Botánico o me lo parece, dada la contundencia de su pregunta que tardo en responder.
Compañero, yo soy agnóstico, es decir neutral; no tomo partido. Ya sé, es una postura cómoda, pero qué quieres, no puedo adoptar otra; sería un farsante si lo hiciera, y me engañaría a mí mismo. Los sentidos de que he sido dotado profundizan muy poco y la razón no me conduce a otro lugar más definido. Tanta magnificencia nos muestra la noche sobre nuestras cabezas, que no me atrevo a pensar que pueda surgir espontánea. Mas de ahí no paso.
Te ruego que vayas más allá y me desveles tus ideas respecto a la existencia y el devenir. Explícame lo que sorprende a tu entendimiento y lo que tu entendimiento acepta. Háblame de lo para ti trascendente.
En verdad te digo, compañero, que mi conjetura es muy pobre; no va más allá de las leyes naturales, las que intervienen en el inicio de la vida y dirigen su imparable discurrir mejorando lo existente de generación en generación. Pero si se necesita una palabra mágica que origine el primer átomo, y una voz poderosa que la pronuncie, eso no lo conozco ni puedo concebirlo. Me siento incapaz de identificar al primer principio y no puedo imaginar la existencia de vida después de la muerte.
¿Sabes?, yo he comprendido a fuerza de zarandeos y sacudidas. Dos accidentes, uno de ellos mortal y el otro casi, me han enseñado más acerca de la existencia que todos los libros leídos o estudiados. Si el primero supone mi verdadero bautismo, el segundo resulta ser la confirmación. La luz esperaba esos momentos para encender la oscuridad de mi alma, que no tenía conciencia de habitar las tinieblas.
Vio mi amigo en el paterno percance –la descarga fulminante que le dejó huérfano- la voluntad aviesa del demonio; mas cree que la acción del Perverso, consentida por el Creador, sirvió a la divinidad para mostrarle lo oculto en un verano de cuantiosas tormentas de mucho aparato. Y cuando, años después, él mismo salió ileso, sin perceptible explicación, de un accidente de tránsito muy grave, vio la mano de Dios dando forma al milagro. Esos dos hitos lo empujaron con ímpetu hacia las creencias actuales, coincidentes, salvo leves matices, con el pensamiento oficial de la jerarquía eclesiástica. Oigo a Honorio, sereno y locuaz, reanudar su confesión tras una pausa destinada a alentarse
Desde entonces creo en un Dios Creador y en una Providencia nodriza, tutora de lo creado. Si a ese celo del demiurgo por su obra tú le llamas leyes naturales, de acuerdo; en mera cuestión de nombre queda la diferencia. Pero has de saber que las reglas, probadas y eficaces, son sólo el cauce por el que se desliza la corriente; jamás serán el agua ni el origen del agua.
Conforme, compañero, ignoro todo lo que respecta al motor principal. Acepto que tú hayas encontrado una explicación, válida para quien como tú la acepta; pero de ahí a tejer la maraña litúrgica y al complejo aparato jerárquico hoy existentes, va un abismo. Por eso desapruebo con el mayor ardor posible, que en torno a una duda se haya construido un edificio tan vasto como el de la Iglesia, hecho de intereses partidarios, dogmas y liturgia.
Pues sí, yo creo en un Dios que representa el bien y se opone al mal; de modo que define ambos conceptos y los identifica. Mi salto cualitativo, dirás, es valiente por arriesgado. Sin pruebas suficientes acepto, más allá de la existencia de Dios, su carácter, su manera de ser y obrar. Pero no estés tan seguro de la irracionalidad de mi inferencia. Uno, tres, cinco, siete…, en las series de números, de letras o de la entidad que imagines, es sensato plantear los escalones siguientes; es más, nada fuera de la razón puede darnos la continuidad; en el ejemplo propuesto, el número nueve. Y no es todo: la lógica se muestra inoperante para indicar otro número, el ocho, por ejemplo; no tendría justificación racional y la sensatez no actúa al albur, carente de un motivo explicable. Todo ello para mostrarte que sentada la existencia de Dios el sentido común me lleva a su esencia. Tú te paras en el siete de mi serie, mientras que yo soy razonable y salto al nueve, afirmando que el encorvado guarismo representa el temperamento de Dios.
Prestidigitación se llama esa habilidad. Utilizas puros juegos malabares, compañero. Eres un trilero de las palabras, y te creces viéndome buscar la bolita bajo las cáscaras de nuez vacías, incapaz yo de acertar cual de las tres la oculta. Sin haber demostrado la mera existencia del Creador, desarrollas una teoría íntegra que lo arropa.
Existencia y esencia son en Dios una misma cosa. Es, y es de una manera determinada: eterno, infinito y omnipotente.
Claro, eso simplifica la controversia. Existe y existe desde siempre, es y es inmutable. Eterno e inmutable, está formado por tres facetas, tres rostros, polígono de tres lados. Una de esas facetas, el hijo, es como el padre, eterno, infinito y omnipotente. En la faceta de hijo, se encarga de la redención del hombre, un ser creado a su propia imagen y semejanza. Si ese es el nueve al que llegas utilizando la lógica, tú lógica, compañero, no es la mía.
La teoría de la Santísima Trinidad viene a ser un rompecabezas cuyas piezas encajan si pones inteligencia y empeño. La eternidad de las partes corresponde a la eternidad del todo. Las contradicciones son sólo aparentes; expresa Honorio con una seguridad que trato de neutralizar atacando.
Ya, y el Supremo Autor, formado por tres personas, facetas o lados, que es el origen de todo y define el bien y el mal, es, en añadidura, el juez máximo frente al hombre.
Así es, sin duda.
Además, según tú, es misericordioso
Eso entiendo.
Veamos. Honorio; es justo y, sin embargo, es misericordioso; es misericordioso y, no obstante, es justo. Cualidades opuestas a las que la lógica niega su simultánea realización. Veo a tu Dios esclavo de una justicia que le impide ejercer la misericordia, y de una ternura que le estorba en el ejercicio de su ecuanimidad.
En Dios se concilian los contrarios, porque Dios es, por definición, armonía y equilibrio.
Siendo Dios, creador y cuidador de su obra, no sé a qué ton necesita constantes pruebas de sometimiento y adoración de sus criaturas; sucesivas súplicas y oraciones. Esa debilidad manifiesta, le muestra a mis ojos como humano inseguro, persona carente de autoestima. ¿No te parece, compañero?
¡No! Dios es Creador y es Padre; y el padre desea el agradecimiento de los hijos, su conformidad y obediencia; no por Él, que nada necesita, sino por ellos, porque el agradecimiento, la conformidad y la obediencia son en el hombre actitudes imprescindibles para el concierto de la humanidad.
La existencia del mal, llamando mal a aquello que daña la obra del Creador, pone en cuestión su omnipotencia, ¿no lo crees así? Lo imagino enfrentado a un demonio que se pone a su mismo nivel -criatura insumisa a la que no puede vencer ni ser por ella vencido- en una pendencia sin fin perseguidora del equilibrio inestable. Se da, de hecho, una dualidad encubierta.
¿Sabes? El Dios en el que creo tolera el mal porque de su actuación extrae el bien, al modo en que el incendio del bosque sanea el suelo donde crecerán vigorosas las nuevas plantas.
Por si lo enrevesado de los conceptos no fuera bastante, la Iglesia consecuente, organización jerarquizada de sacerdotes, auténticos y únicos intermediarios entre Dios y los hombres, se convierte en fortaleza defensiva. Incluso su actitud actual es guerrera; y si ya no difunde la fe a garrotazos, más allá del dogma y las esencias, a mandobles defiende sus prerrogativas.
Se me hace tarde, lamenta mi amigo en tono de disgusto, y es una lástima, pues de la Iglesia, sociedad perfecta, podríamos hablar durante horas sin llegar a encontrar fisuras de alcance. Ahí están los siglos, veinte completos, haciendo bóveda sobre ella para abrigarla. Detractores ha tenido desde sus comienzos, y la puedes ver más fuerte, más sólida que nunca, reforzada por los ataques sufridos, barca llevada a través de las tormentas por hombres que poseen, tan sólo, una confianza indestructible en el Timonel. Bueno, ya sabes, mañana habréis de llegar temprano para encontrar asiento. Siendo tan pobre nuestro vestuario, la caracterización se hace con breves elementos de confección muy simple; de modo que pronto estaré dispuesto y podremos charlar un rato mientras te enseño el castillo. Prepara tu cerco a Troya, la bien murada; dispón flechas y lanzas, que yo me haré fuerte en las almenas de Ilión, la de anchas calles; reposa mientras tanto en las cóncavas naves y ofrece hecatombe a Ares, nefasto a los mortales.
Venimos de la Biblioteca Nacional; allí hemos escuchado una conferencia, comparable, por lo emotiva, con la ya lejana de Octavio Paz, el Premio Nobel mexicano. En el salón de actos despedíamos al poeta Claudio Rodríguez quienes formamos la avanzadilla de su cortejo de lectores y, competentes rapsodas, leían sus versos en son de homenaje. Gente de pie se adueñaba de los pasillos, un grupo numeroso cubría sus espaldas con el blanco muro. Hemos dejado atrás Recoletos, Cibeles y el Paseo del Prado, para llegar a la glorieta de Atocha cuando la noche se serenaba y el vientecillo dominante permitía reposar a las nubes, respetando sus formas durante varios minutos. Ya en la recién modificada estación -pasillos, escaleras mecánicas, taquillas expendedoras de billetes- alcanzamos la frontera electrónica que separa a viajeros de acompañantes, punto donde he de despedirme por obligación, pero puedo pasar con Honorio forzando el artilugio que trata de impedirlo.
Ahora esperamos al pie de la vía la llegada del tren que trasladará a mi amigo a su domicilio, una casa de pisos elevada en el populoso cinturón que por el Suroeste cerca a Madrid. Llega el convoy y Honorio se despide con esa ingeniosa parrafada cargada de doble sentido, en la que equipara a la Santa Institución con el castillo de Manzanares el Real, donde el coro al que pertenece actuará veinte horas más tarde. Su lenguaje, parodia del que Homero utiliza en la Ilíada, fuerza la afluencia de recuerdos. Con tales expresiones, cuajadas de bellas metáforas, tejimos el baldaquino a nuestra amistad.
Estará Rita; espero de ti un alarde de agudeza al juzgarla. Esta frase, dicha cuando ya las puertas inician el cierre añadiendo su sonido neumático al pitido anunciador de la partida, logra inquietarme. Con Briseida tu criterio me fue de gran ayuda, te lo aseguro.
Honorio y yo nos conocimos hace casi treinta años, en una academia de renombre: aulas del curso previo al ingreso en la Universidad, rama de letras. Durante la carrera –estudió él Derecho- aguijoneados por la misma afición, coincidíamos en una local del barrio de Salamanca que presentaba músicos de jazz llegados de fuera. Tin Pan Alley le llamaron los dueños, en memoria del epicentro de la música popular americana de finales del siglo XIX y principios del XX. Estética artística nacida en torno al número 28 de West Street, entre Broadway y la Sexta Avenida, distrito de Manhattan de la ciudad de Nueva York. Luego fundamos un círculo de chiflados practicantes del ajedrez –devoción asimismo compartida- y como el lunes cerraba el templo musical de la calle Maldonado, ocupábamos reservado en una cueva del Madrid de los Austrias, donde el tablero de las sesenta y cuatro casillas se hacía campo de batalla para nuestras pendencias. De ese modo ninguna de las inclinaciones se vio perjudicada.
Celebrábamos las contiendas junto a una tertulia literaria a la que restamos adeptos; bien es verdad que dos de los nuestros -una pareja, de la ciudad de Mula creo recordar- novios avanzados, nos dejaron para pasarse a un grupo de teatro que en aquellos momentos se formaba, y que, al parecer, colmaba las aspiraciones de la chica. Eran otros tiempos y ocurrían esas cosas.
Compañeros Honorio y yo en el aula de letras del afamado centro de estudios, a nuestra misma clase asistía una joven preciosa; esbelta, habladora, simpática, consciente de su ventaja y, no obstante, sencilla. No recuerdo su nombre pues, aunque lo supimos, nunca lo usamos al referirnos a ella. Para nosotros no pasó de Briseida, hija de Briseo, rey de Lirneso; arrebatada por el atrida Agamenón, pastor de hombres, a Aquiles, el de la cólera funesta y los pies ligeros. Formábamos un grupo reducido, cuatro veces menor que el de ciencias, lo que permitía una familiaridad en el otro impensable. El sacerdote que nos enseñaba griego, admirable en muchos aspectos –a fuerza de ser humano llegaba a ser divino, decíamos- miembro de la Orden de Malta, culto, refinado, era un hombre abierto que sabía compaginar el rigor científico y la alegría, lo que convenía a nuestro juvenil carácter. Facilité con algunas bromas que la preciosidad se fijara en mi amigo, y salieron juntos durante un par de meses a lo sumo.
La inexacta redondez del rostro avanzaba tímida en ella hacia el óvalo inexacto. Unos cabellos vivos, inquietos, tan finos que podían ser de oro sin que el peluquero se hiciera rico vendiendo las puntas recortadas; unos cabellos rubios enmarcaban la perfección de los trazos. En lo alto, la anchura justa de la frente tersa y dos luminarias azules acostumbradas a pararse en la superficie de las cosas, ojos expresivos de un tamaño apropiado al conjunto. En el centro, la nariz de niña que aún juega con muñecas y, debajo, jugosos labios pensados para el beso denso y la palabra ligera, leve curva de mentón y mejillas en rosado equilibrio. Y unas pinceladas dejadas por un estratega aquí y allá, acuarela de tonos pastel y trazo imperceptible.
Esbelta y grácil, resultó la moza ser manchega e hija de un comerciante en vinos, quien la había enviado a Madrid con el fin de alejarla de un leguleyo sin hacienda que pretendía su mano. La inteligencia daba de sí lo justo para que la chica admirara, con capacidad de niña ingeniosa, cuanto huía de su entendimiento por la vía del saber. Consideraba a su padre un patán rico, y se avergonzaba de las toscas maneras que el hombre exhibía. Salió del pueblo obligada, mas pronto le satisfizo la mudanza e hizo de los estudios un medio para conocer algún mozalbete preparado y fino. Analicé a la muchacha desde varios puntos de mira, y cuando tuve acabada mi composición de lugar, facilité a Honorio una opinión que se enfrentaba a la suya, teoría elaborada por mi amigo, sobre la marcha, sin mucho argumento. Mi amigo estaba enamorado y resultaba difícil convencerlo de lo inadecuado de su propósito. No se vio impelido a tomar ninguna decisión drástica, pues la muchacha comenzó a tontear con el profesor de historia, una eminencia según opinión generalizada, y antes de terminar el curso estaban prometidos.
Superado el desengaño, mi amigo y yo volvimos a ser Aquiles y Patroclo, sin concretar quien representaba el hijo de Peleo, y quien el de Menecio; aunque me malicio yo que ninguno de nosotros estaba dispuesto a morir a manos de Héctor, «el de tremolante casco». Para entonces Honorio ya era un experto en La Ilíada y un adorador de aedos y rapsodos, defensor de la obra de Homero y del mundo Helénico, y hubiera acompañado a los dioses en el monte Ida, como espectador de la batalla desarrollada ante Troya, «la de los buenos potros».
TRES
Permanece Honorio soltero sin razón de peso; más de cien mujeres aceptarían el anillo del matrimonio si se lo colocara mi amigo en el dedo anular. Algún beneficio ha de hallar a su celibato, diga lo que diga, cuando lo mantiene contra viento y marea. Yo me casé, y él asistió a la boda en calidad de padrino. Seguimos cultivando una amistad que nos reúne alrededor de la mesa colmada, cinco o seis veces al año; fiestas de Navidad y siempre que cualquiera de los dos necesita ayuda o consejo. A mayores, el teléfono nos relaciona en los lapsos que se suceden entre encuentros. ¡Ah!, y nos escribimos; tal vez resulte extraño en estos tiempos, pero a veces necesitamos dejar constancia de lo pensado, atribuyéndolo determinada trascendencia que después se esfuma.
Hace menos de un año, mi esposa y yo entregamos a Honorio el talón que saldaba el pico pagado por la intervención de nuestra pequeña. A medio millón ascendía el presupuesto del mejor cirujano, y gracias a Honorio camina sin necesidad de calzado especial. Supe que, adherido a un coro de aficionados, canta ópera y zarzuela lo mismo en medio del grupo que aislado del resto, en solos de voz muy comprometidos. Con sus compañeros actúa en casas regionales, residencias de personas mayores y centros de acogida de emigrantes; y lo hacen, en cualquier caso, con carácter altruista, movidos por la devoción. A pesar de haber sido invitado en diversas oportunidades, falté a las representaciones y carezco de disculpa. Puede que su modestia haya influido en mi dejadez, incrementándola; pero queda claro que la indolencia existía. La respuesta ha de ser, a más de inmediata, concluyente; iré adonde él vaya, seré el seguidor de mayor compromiso.
Hemos venido todos, le digo cuando sale a mi encuentro, Juana y los chicos están en el salón conquistando butacas. Nos tienes sobre ascuas. Esperamos impacientes el momento de verte y oírte en plena actuación. No pretendemos examinarte, pero resulta ineludible; es más, estoy convencido de que, seguro de ti, deseas conocer nuestra opinión. Descuida; podremos ser generosos siendo equitativos.
No os imagináis cuanto me satisface teneros aquí, formando parte del público. En cuanto acabe la obra os presentaré a Rita y a su hija; suelo hablarles de mis mejores amigos y desean conoceros. Han eludido algunos compromisos y después de la actuación tendremos la oportunidad de charlar sin prisas.
El castillo, que tras sucesivos remodelados y restauraciones presenta un aspecto soberbio, es una fortaleza renacentista con elementos moriscos. Lo realzan altos torreones que, acogiendo en su interior otras torres menores, se yerguen coronando los cubos de los ángulos. El patio en que nos encontramos Honorio y yo, es cuadrangular, y posee, montada una sobre otra, dos galerías de arcos apoyados en columnas octogonales de una gran belleza. Pertenece la fortaleza al patrimonio de la nación, y su uso, limitado a los actos oficiales, prueba el poder de las amistades de Rita.
El público va llenando los espacios disponibles; hasta aquellos que no permiten ver el escenario sin estirar el cuello, situados detrás de recios pilares. Mis hijos han tomado seis asientos: dos en la tercera fila, el resto en la cuarta; y no se mueven para no perderlos. En el lugar que me han reservado descansan las prendas sobrantes y los bolsos femeninos.
Vamos a interpretar, me informa mi amigo, fragmentos de partituras muy conocidas. El segundo cuadro de Bohemios, obra representadísima del maestro Vives; uno de los sainetes de La Gran Vía, el quinto en concreto; escenas muy alabadas de La Verbena de la Paloma, compuesta por Tomás Bretón; y algunas de las arias más populares. Os gustará, estoy seguro. Rita dirige los ensayos con mano firme, y ha conseguido que la representación lleve un fluir suave y constante, sin brincos que denoten su múltiple procedencia. Labor de mérito, pues a los segmentos de las distintas zarzuelas se añaden -por si no fuera suficiente la dificultad- números de revista, como el caso de Nardos y algún otro perteneciente a Las Leandras ; y de no estar todo bien combinado, parecería el conjunto un muestrario inconexo y sin cuerpo.
Rezuma pasión, y aunque valga tu amada la décima parte de lo que asegura, ya vale bastante. Respecto a él, le conozco tanto como para saber que no deja nada a medias, y poseyendo una voz potente, sus intervenciones serán memorables. No olvido que, gracias a su habilidad, la cuadrilla a la que se sumó en Oseja, venció a todas las de Asturias y León en el juego de los bolos. Cuatro veranos duró un aprendizaje que partía de la nada, y al término del último alcanzaba el magisterio. Ni los convecinos más provectos recordaban una progresión similar.
Solemos llegar en nuestras charlas al presente partiendo de los recuerdos más vivos, y al futuro persiguiendo una definición favorable a nuestros intereses. Historia y geografía nos proporcionan asuntos sin límite; y hablamos de los Picos de Europa, que Honorio recorre aún por senderos agrestes, o la lejana América, vasto continente mitificado por el deseo de descubrirlo algún día al igual que su abuelo. A veces la conversación sirve de pespunte a temas ya hilvanados, pero las más se enreda en los eternos interrogantes de solución imposible. Pero aquí, entre tanto trajín como nos envuelve, no vamos más allá de la función y de lo que la rodea.
A un hombre de edad superior a la nuestra, ágil, animoso, portador de objetos diversos asidos de forma inverosímil, ayuda mi amigo a dominar una lámpara que escapa a la presión del brazo. Se trata de Cosme, la víctima del irremediable error quirúrgico. En ese instante pide la directora a Honorio que se una al grupo, porque la sesión se inicia en breve. Veo entonces a Rita, enérgica mujer caribeña, descendiente de esclavos africanos, de estirpe real lo más seguro, porque camina con arrogancia y se muestra altiva. Ha de llevar ritmo en la sangre, me digo; vibrantes melodías poblarán su cabeza para que la marcha siga ese compás: sensualidad y gracia a partes iguales. No me extraña que sus clases se coticen tanto y que esté tan bien relacionada. Vale lo que dice Honorio, pienso; no la décima parte o la mitad sino el todo. Es una primera impresión y me aventuro, lo reconozco, pero para reducir hay tiempo. Viene a nosotros decidida, nos saludamos y se lleva a Honorio denotando propiedad. Al poco se hace el silencio atenuándose la intensidad de la luz, como si sonido y luminosidad fueran una misma cosa.
El escenario, un poco forzado, se abre tras los opacos cortinones que hacen de telón, mostrando al grupo completo en actitud expectante. Tosecillas nerviosas cortan su raíz cuando la mano de Rita se alza vigorosa, y la veintena de gargantas comienza a difundir sus voces como bandada de pájaros perseguidora del buen tiempo. Observo a la guía dar leves instrucciones al coro. Un movimiento sencillo de la mano derecha, un imperceptible abrir y cerrar de los ojos, y el grupo la sigue obediente y confiado recibiendo un soplo de armonía y vigor. Pronta respuesta que es fruto de un esfuerzo intangible por superar el presente, por elevarlo de categoría. Cinco años mayor que mi amigo confiesa ser, y no se la nota. Acaso por efecto de su retenida belleza, del sereno equilibrio de un rostro bien perfilado, que conjuga el empuje de las olas altas movidas por la tempestad y la calma suave de las sencillas ondas, entretenidas en perseguirse hasta la orilla. Veo, al observarla, un semblante hechicero que concilia la pasión de los soldados en lucha y el sosiego de los cenobios en plena meditación. Situada en diagonal, toca el piano como lo harían los ángeles, una joven que es su vivo retrato, quizá matizado por los rasgos firmes de la exuberante juventud, y por una mayor claridad de la piel.
Los coros de las niñeras y de los barquilleros, pertenecientes a Agua, azucarillos y aguardiente, cuya partitura es obra de Federico Chueca, colocan la alfombra sobre la que pasarán los cuadros restantes, y abren el arco bajo el que desfilarán las demás piezas. Se desarrollan los cantos en forma de provocación femenina y réplica masculina, lo que permite notar que las mujeres han ensayado mejor y están más conjuntadas.
Finalizada la ejecución de ambos coros, el grupo iniciador de la sesión entrega a Honorio al desamparo del solista. Mi amigo es un guapo mozo; alto y fornido. El pelo se le va encaneciendo en las sienes, y esa circunstancia, lejos de hacerle mayor, le da una apariencia de galán de cine muy apreciada por las señoras; mas ahora que anda enamoriscado, temeroso del paso del tiempo, creo que se tiñe. Bohemios le permite ser uno de los personajes que siempre ha deseado: Roberto, músico y compositor. De su potente garganta surge una voz robusta, impetuosa, que, elevándose hasta la grandeza del techado, tras el breve encuentro con la madera, se abre, casi tangible, descendiendo en cascada por las pétreas paredes del salón. Honorio tiene voz, una voz varonil no exenta de matices áureos, argénteos, cobrizos; una voz rural, de mozo campesino, sincera, gallarda. Le falta un oportuno trabajo de precisión, de ajustado; pero existe suficiente materia prima y el exceso puede ser pulido. Me fijo en la directora, quien, sumida en un arrobo casi místico, va con sus ojos del pentagrama al cielo oculto por el recio artesonado; posándolos, durante un tiempo apenas perceptible, en su educando. Se muestra orgullosa de la feracidad de la tierra trabajada, y de la pródiga semilla que ella esparce cada día. Abre el solista sus brazos al público, abarcando a todos y a cada uno de los asistentes: espectadores ocupantes de asiento o situados de pie. Llevo la mirada a la improvisada platea y aprecio el interés despertado por los cantores. Lo revelan los cuerpos tensos, los sentidos atentos, oído y vista sucumbiendo al embeleso, bajo las panoplias en cruz de unas espadas que son imitación de las antiguas, contrapunto visual de los bucólicos paisajes que, en forma de tapiz, a trechos visten la piedra. Descansa el solista y da paso a las diversas voces del coro, y el coro sigue el programa con una fidelidad ejemplar, yendo de lo más denso a lo más ligero, cediendo de nuevo el protagonismo a mi amigo, hasta llegar a los vivas y aplausos que cierran el acto.
Ellas son Rita Acosta Tamayo y Mireya Martínez Acosta, artistas geniales como habréis comprobado. Madre e hija, aunque parezcan hermanas, excelentes personas y amigas en quien tengo puestas mis complacencias. Hay un tono de broma sincera en las palabras de Honorio. Tras ellas se abre un paréntesis de mutismo, es el tiempo que tardamos en reaccionar, y ya sobre el apretón de manos y los besos a los que nos entregamos, continúa mi amigo refiriéndose a nosotros para equilibrar la presentación. Juana y Virgilio forman la familia de la que os he hablado tanto, y unidos a vosotras completan el reducido grupo de mis amigos íntimos. Habitan un hogar que es desde hace tiempo mi modelo; en él, libertad y responsabilidad van de la mano. Luego nombra a nuestros hijos uno por uno, dedicándoles epítetos que pretenden ser definitorios.
Pasa la gente a nuestro lado y me descubro próximo a un imán que estimula las miradas, los saludos, los gestos de complacencia. Rita es la piedra magnética y noto su influjo en los componentes del coro. Comprendo que posee una capacidad de dirección poco común, y un ascendiente arraigado sobre las personas, que le permiten conseguir de ellas los mayores sacrificios. Charlamos mientras nos sirven unos refrescos, y pronto se dan dos conversaciones bien diferenciadas. Rita y yo nos vamos apartando de los otros, conscientes de nuestro complementario papel de observador y observada. Viste de amarillo suave y de su cuello largo -cisne de brillante oscuridad- cuelgan graciosos varios collares. Un chiste mío, compuesto al hilo de lo hablado, al que sigue una sincera risa de ella, deshace por completo el obstáculo inicial, la inercia inevitable. Me pinta su país con pinceladas tan dulces que suenan a vacías sin serlo. Con una palabra define a los cubanos: supersticiosos. Y para corroborarlo me acota las dos parcelas por las que transitan, la religión y el juego; incluso los ateos, asegura, esperan que la incredulidad les depare buena suerte. Hace, a continuación, recuento de las dificultades sufridas por el pueblo; tan exhaustivo, que el dulzor anterior se torna acre, y termino por no saber a ciencia cierta si es o no partidaria de la Revolución. Me decido a creerla inclinada a esa vertiente, porque percibo en ella un incierto matiz de odio al corrompido tirano cuando habla de Batista; y entonces ignoro de qué lado se encuentra, si junto al gobierno de Fidel o con los opositores críticos. Ha de ser una forma ambigua de lenguaje la que utiliza, nacida acaso de la necesidad de cautela. Pasa con sencillez a entregarme aspectos de su vida, todo medido, sin expresiones sobrantes; como si hubiera ensayo en lo que dice y sirviera a un plan premeditado. En su actitud percibo indicios que me proporcionan asunto para la meditación, para el análisis. Su esposo, militar del más alto rango, fue sacrificado en aras de la buena imagen de un régimen al que servía con fidelidad. Traslada su interés a Mireya, a su facilidad para interpretar cualquier música, a sus relatos y poemas; se interesa por mis escritos, algunos de los cuales ha leído prestados por Honorio. Como si me recitara unas páginas bien estudiadas -leídas y releídas cien veces hasta incorporarlas a la memoria- desgrana paso a paso los lances de su salida de Cuba, su llegada a España hace una década a través de Miami, los primeros tiempos de estancia en Madrid, el hambre y el frío, las incomodidades vencidas. Intercambiamos, por último, apreciaciones casi filosóficas sobre el discurrir de la existencia, y quedo convencido del fuerte desarrollo habido en sus opiniones, maduradas al sol de los días y entregadas al servicio de una voluntad incólume, dispuesta a comenzar de nuevo cuantas veces sea necesario. Extraña mujer, pienso: rubí de gran valía y, sin embargo, causa de precaución por misteriosa e infrecuente.
Honorio es una persona bien relacionada, pero ¡qué digo! él odia esta expresión; en su convencimiento, muchas de las verdades con las que hoy convivimos, no son sino antiguas mentiras bien relacionadas. Acercarse a la persona más provechosa en cada oportunidad, fingir afectos, ser un chalán esclavo de las malas artes empleadas en hacer galopar al caballo de tres patas, ver los hechos desde un punto de vista codicioso, cambiar de opinión frente a lo adverso que triunfa hasta situarse a su costado, presto a la defensa de la nueva posición; eso es, en gran medida, estar bien relacionado. No, Honorio tiene amigos; adonde quiera que vuelva tras una primera visita lo acogen con cariño sincero, se le entregan. Honorio presta dinero, pero no es un prestamista; no pone interés, salvo el de la ayuda, a las cantidades proporcionadas. A veces no le retornan lo prestado e, ingenuo, trata de buscar las razones que el deudor, en su desgracia, no se atreve a esgrimir. Rita, sí; Rita da la impresión de cultivar las relaciones personales como si se tratara de plantas en una explotación agrícola, con la esperanza de obtener en un futuro próximo la ventajosa cosecha. Existe un exministro de cuyo conocimiento presume. Hay, entre sus amistades, un farmacéutico dueño de una botica muy concurrida por estar situada en un enclave céntrico, y tres o cuatro propietarios en firme. Incita la madre a Mireya a verse con los vástagos de tan preponderantes personajes. Es adelantar un juicio temerario, lo sé, pero la creo capaz de esperar de esas buenas relaciones un fructuoso matrimonio para la hija. Siendo veraz, diré que me cuesta conciliar ambas formas de ser, Rita y Honorio, en mi cerebro dispuesto.
Nos hacemos grupo para deshacerlo al instante, de modo que durante el refrigerio charlo también con Mireya. Acerca de la literatura conversamos, de su propia obra, copiosa a pesar de la juventud. Veintinueve años, me dice, pesarosa de no poder avanzar más aprisa. Descubre, sin ambages, su admiración por el cubano Lisandro Otero, a quien, ignorante de mí, desconozco. Cita a El general a caballo, como su mejor escrito; entroncado en la temática de los dictadores iniciada por Valle Inclán y desarrollada por Roa Bastos, García Márquez, Asturias o Carpentier; de los que toma elementos. Asegura que en su obra, en las novelas La situación y En ciudad semejante ,sobre todo, conoció el ambiente social del que saca sus razones el Régimen Popular, aun instaurándose. Con el protagonista de ambas, Luis Dascal, viaja a través de su propio proceso interior, manteniendo un punto permanente de encuentro que no se halla en lo ya hecho para mejorar la situación, sino en lo que aún resta. Este baremo, aplicado a su trabajo artístico, a su escritura, ha de producirle insatisfacción constante. Se lo apunto y me contesta que sus logros serán hijos de la necesidad o no serán; no hay divertimento en su tarea, rechaza el egoísmo. Coincidimos en la alta valoración de La otra raya del tigre, a su juicio la mejor novela de Pedro Gómez Valderrama, y Huasipungo, de Jorge Icaza: libro escrito con el corazón en la frente. Me cita un párrafo del cuento Balada de plomo y yerro, de Guillermo Cabrera Infante, autor cuya obra admira, y persona a quien ha visto en Madrid varias veces. Se quedó con las ganas de mantener con él una charla prolongada, y confiesa haber permanecido a un palmo de su espalda, a unos centímetros del brazo izquierdo, víctima de una comprensible timidez de escritora aficionada que no quiere importunar al maestro o teme su rechazo. Ha leído Tres tristes tigres, y le parece una soberbia novela vertebrada por un ritmo musical inequívocamente cubano; y La Habana para un infante difunto, que siente hija de una cubanidad indestructible, potenciada por el exilio, por los exilios: el exterior y el interior tomados de la mano. De Alejo Carpentier me habla, de sus novelas El siglo de las luces, El reino de este mundo, y Ecue-Yamba-O, que ha leído y releído con placer y provecho. De Nicolás Guillén y su libro de poemas titulado Songoro cosongo. Para la poesía de José Martí tiene palabras de mucho elogio, también para el teatro, incluso a la novela pone en buen lugar; guardando algún reproche destinado al afán adoctrinador puesto en evidencia en la revista mensual La edad de oro, dedicada a los niños de América. Alejada en lo físico de su país, su corazón se adentra buscando información, de modo que conoce la abundante narrativa actual y la irregular poesía. La revista, Letras Cubanas, que difunde cuatro mil ejemplares de cada número, va a publicarle, confiesa con orgullo y rubor, algunos poemas y un cuento. Promete entregarme una muestra de sus trabajos, pidiéndome, en justa reciprocidad, alguno mío. Atisbo en ella, tras esta leve escarbadura, la existencia de una filosofía que se va orientando en un sentido práctico. Contempla una meta, algo borrosa, es cierto, pero inconfundible; y si la constancia le lleva a perseguirla durante el tiempo suficiente, no tengo la menor desconfianza en que la alcanzará. A pesar de la edad y de la madurez de su carácter independiente, se aprecia en Mireya la sombra de la madre; viene de una densidad opaca y va, poco a poco, diluyéndose. Esta chica, me digo, se propone emanciparse.
CUATRO
El coro es tierra de exploración y llama a los audaces con los tintineos luminosos de su considerable atractivo. Ha de encerrar cuantiosas historias dotadas de médula y substancia. Un reto representa: montaña virgen o desierto intransitado. Sepa o no sacarle partido a tan variopinto conjunto, mi descuido no dará pie al fracaso; pondré los cinco sentidos en ello, porque meollo existe. Espero descubrir, adentrándome en el entretejer de su sociedad -formada por personas parejas en sensibilidad artística, pero dispares en el resto- el asunto de mi segunda novela. Olvidados los poemarios de difusión exigua, lejos de mi cuidado Sol de Otoño, que en las librerías se defiende bien para ser una ópera prima; quiero enfrentarme a mí mismo- Estimularé mi talento en la tentativa de construir una obra de alcance, que vaya una cuarta más allá en el estudio de las complejas relaciones humanas.
Dispuesto a tomar cuanto antes lo que el coro ofrece al escritor, hablo con Honorio y le confieso sin ambages mi objetivo, solicitando de él la apertura de un resquicio que me permita entrar y abastecerme.
Metidos ambos en harina –cada uno en su costal: yo garduño y mi amigo colaborador necesario- dos días más tarde convoca él al kosovar del grupo, y conozco a Isa Obilic, hijo de serbio y albanesa, que hubo de abandonar Pec, más para sacar del horror a sus mujeres que por evitar la leva del ejército yugoslavo. Esposo y padre tomó partido por las damas de su casa, quienes, en un exilio inevitable, le iban a necesitar mucho más que la guerra.
Los tres nos proponemos pasar una tarde de charla cordial, sentados en la terraza de un café inmediato a la Plaza de España. Atacamos temas más y más complejos que, partiendo de la estancia de Isa en nuestra ciudad, y de la valoración personal de la forma de vida encontrada, se adentran en su propia trayectoria convulsa. A intervalos irregulares jugamos varias partidas de ajedrez; rápidas, pues tanto la oposición de Honorio como la mía le duran bien poco. Hablamos de su tierra, de la historia tallada por los conflictos, de las esperanzas puestas de nuevo en el futuro. Por lo escuchado interpreto que los nacionalismos balcánicos vienen de lejos; mas no son siempre visibles, a veces pasan años larvados, y los habitantes de distintos orígenes conviven sin hallar diferencias entre ellos; hermanados hasta que un visionario prende una chispa en los ánimos y los hace enemigos.
En uno de esos plácidos períodos, sin reparar en la divergencia de cuna, se enamoraron sus padres contrayendo matrimonio tras un prolongado noviazgo. Nació Isa de la unión y nacieron, después, sus tres hermanos: una chica y dos chicos. Poco antes de empezar la contienda con que el siglo quiere despedirse, los varones ingresaron en el ejército de la república, y en el transcurso de la lucha, uno de ellos, el tercero, perdió la pierna izquierda. Le amputaron la extremidad en un hospital de campaña carente de medios y asepsia, de manera que estuvo en un tris de entregar la vida a una causa, la serbia, que no le era del todo indiferente.
Algo debió de influir el padre; sospecha Isa. Habiendo escuchando el anciano, cabe dentro de lo posible, la vieja voz de la antigua patria, y situado por los acontecimientos frente a una razón muy débil; ya incapaz de acción, hablaría al hijo tercero. Y el vástago, que siempre escuchó el canto paterno, fuera cual fuera; escucharía de nuevo su tonada. Algo hubo de decirle el progenitor que le hizo hendidura, supone Isa, quien al llegar a este punto de la confidencia tiene los ojos brillantes, inundados de unas lágrimas pobres, controladas apenas por su hombría. La chica, cuya balanza interior se inclinó al cabo del lado albanés, inició una huida sin meta fijada. Deambuló a través de las montañas acompañando a unos tíos, hermanos de su madre, y a otros vecinos también desesperados.
La población de Kosovo sufre estrecheces en el diario discurrir de la vida; a más de los alimentos escasea el combustible -los poseedores de vehículo tienen derecho a veinte litros de gasolina cada mes- y son constantes las restricciones eléctricas. Es lo que, en su castellano trabado por el desconocimiento, refiere Isa, cuya aflicción se ha replegado dando paso al orgullo del experto, del hombre que se sabe pisando un terreno bien conocido. En su español mellado y con exactitud de contable, nada más que como curiosidad ilustrativa, explica el kosovar que las cocinas de carbón y leña, consideradas antiguallas de un pasado remoto, se han convertido en artilugios muy demandados y alcanzan un alto precio en el mercado clandestino.
El presidente Milósevic pierde a raudales la popularidad, pero cuenta con partidarios tan suyos que le seguirán aun sabiendo que los lleva al desastre. Isa mantiene contacto con algunas organizaciones humanitarias; cada día se acerca a la oficina de Médicos sin Fronteras para hacerse una composición de lugar, y ver si llega noticia de los suyos. No es de extrañar que sepa lo ocurrido en los campos de refugiados de Albania y Macedonia, donde la superficie considerada mínima para cada persona, tres metros cuadrados y medio, no puede respetarse y la aglomeración resulta insufrible. El agua potable, tan poco valorada en la abundancia, se limita a siete litros, o a cinco en ocasiones excepcionales que van dejando de serlo; cinco o siete que han de ser suficientes para preparar la comida y ahogar la sed de los adultos durante un día entero de veinticuatro horas largas. Pretendiendo hacerse una idea acertada del trastorno que la insuficiencia origina, midieron, él y su esposa, la cantidad exacta. La apartaron en recipientes -ánforas repletas de monedas de oro, cofres rebosantes de piedras preciosas- cuyo líquido contenido aumentaba de valor a medida que transcurría el tiempo y descendía el nivel. Trataron de abastarse de ella un domingo; y aseguran que a las cuatro de la tarde, a pesar del esfuerzo, hubieron de incrementar la ración. Parece ser que la ayuda internacional no llega a la zona en la cuantía necesaria, y los brazos voluntarios con ser numerosos son insuficientes.
Permanecen los desastrosos efectos de los bombardeos en el medio ambiente; los daños causados son copiosos y tardarán tiempo y tiempo en desaparecer las secuelas. La destrucción de las industrias químicas, de sus recipientes llenos de peligro, alejados de los niños mediante el inoperante dibujo de una calavera; el estrago de las refinerías de petróleo, miles de barriles vaciando una emulsión pastosa, maloliente, oscura, que invade la tierra y el agua, tiznándolas, aceitándolas, corrompiéndolas; el destrozo de las centrales eléctricas o nucleares, liberador de millones de kilovatios hora y trillones de roentgen, caballos que sobre el lomo llevan enfermedades temibles; la destrucción, en suma, ha perjudicado de modo notable a los ríos -el Danubio entre ellos- indefensos receptores de los vertidos tóxicos. El color verde puro, el de las hojas sanas, ha huido y no se sabe si regresará algún día.
De tan grueso calibre como las apuntadas, son las nuevas que a Isa le entregan los compatriotas arribados a esta costa tranquila; suministradora, no obstante, de aviones de combate y pilotos diestros en vuelos de guerra. Pero no todo ha de ser negrura; el nacionalismo serbio, representado por el presidente Milósevic -ganador de todas las elecciones desde el ochenta y siete- da muestras de debilidad. A los ojos de los observadores más perspicaces –voces y gestos- emergen algunas contradicciones en el trato diario de los gallitos del régimen.
La desazón de Isa no arranca de su suerte, pues en lo que cabe se considera afortunado. Esto lo acepta, y al decirlo sonríe con un rictus contagiado de leve amargura. Tiene trabajo al igual que su esposa. Hace de guarda nocturno en un almacén industrial, y es doble la ventura de conservar ese puesto, pues le permite cuidar a las niñas de día, durante las horas que su mujer dedica a la limpieza de algunos hogares, contratada por lapsos medidos. No son las suyas estas ocupaciones, pero se van arreglando. Por eso, la pesadumbre le viene de su tierra, y es de comprender.
En Pec -una ciudad fantasma cuya visión impide creer que alguna vez alcanzó los ochenta mil habitantes censados- las ruinas ensombrecen el paisaje: pocos edificios permanecen en pie y calles y plazas han desaparecido bajo los escombros. Una maldición bíblica parece haberse cumplido contra los hombres y sus pertenencias. Los albanos, huyendo de la brutalidad serbia, se refugiaron en los campamentos de Albania y Montenegro; y ahora, cuando regresan a su tierra, a la menor oportunidad fuerzan a los serbios a huir quemando sus viviendas u ocupándolas contra la voluntad de sus dueños. Si alguna conciencia queda intacta para afear la conducta de los vengadores, la callan los recuerdos de las torturas sufridas, de las violaciones de mujeres y niñas, de las matanzas indiscriminadas y el intento de exterminio que antes se produjo. El barrio de Gruda -cascotes y ceniza- presenta un aspecto desolador, pues la generalidad de sus construcciones ha sido incendiada. El metropolitano ortodoxo, Filoquio, un hombre piadoso que reside en el Patriarcado, denuncia las arremetidas lanzadas contra la población serbia, la quema de sus casas por miembros del Ejército de Liberación de Kosovo, y pide a las tropas italianas protección; pero los soldados no se presentan o lo hacen con tardanza, cuando los hechos violentos ya han obtenido sus frutos de barbarie.
Qyshlcu, a dos kilómetros de Pec, una aldea de cincuenta viviendas separadas entre sí por la tierra de labor, es el lugar de nacimiento de Isa; pero él se dice de Pec, como yo de Sahagún, sin serlo; acaso para evitar prolijas explicaciones, puede que por darse aires. Sus padres, tozudos y amantes del terruño, se quedaron en la aldea y han sobrevivido a setenta y nueve bombardeos. Dada su condición de matrimonio mixto ambos bandos les reconocen la neutralidad; pero esta consideración es quebradiza, y apoyándose en idéntico principio -si el viento viniera, de pronto, de otro lado- bien pudieran ser considerados enemigos por unos y otros beligerantes. En el estertor de la batalla, los francotiradores y las minas son los principales peligros; salir de los caminos marcados resulta peligroso en extremo, y no hay día sin heridos por una de esas causas.
Honorio, tan sensible o más que yo mismo, al oír las tristes palabras de Isa contiene su rabia apretando los puños y mordiéndose los labios: los fabricantes de armas, los que las venden, los que las compran, los que mandan utilizarlas; tanta permisividad con la guerra, negocio de muchos. Él quiere ser empresario, pero también quiere seguir siendo honesto. No ignora que solidaridad, compasión, sensibilidad, ternura, afecto, piedad y socorro; resultan una rémora en esas ocupaciones. La humanidad ha tardado demasiados siglos en asumir los escrúpulos, en incorporarlos a su escala de valores, pero al llegar al competitivo mundo empresarial, con frecuencia se orillan como innegables desventajas, como peligroso contrapeso. Se dan gestas ejemplares, sí; pero son las menos, y suelen ser reconducidas con presteza hacia la senda general para evitar que cunda el ejemplo. No, no veo yo a Honorio empuñando la espada, ni agitando la cuenta de resultados a modo de látigo contra los obreros; no le imagino trocando los beneficios en ídolo dorado hacia donde se han de orientar todos los actos, los íntegros esfuerzos del equipo formado por asalariados mal nutridos.
Isa, Honorio y yo nos miramos en silencio; un silencio denso y expresivo, hijo de la entraña tierna que aún se conmueve. No hay colofón posible para la tragedia descrita, para la rabia asentada en nuestros corazones; de modo que apuramos el café a sorbos pausados y, tras dejar en el platillo un billete que cubre de sobra el importe de la cuenta, nos despedirnos sin fijar la fecha del nuevo encuentro. Isa se queda en la parada del autobús y Honorio y yo seguimos la acera que conduce a la boca del ferrocarril subterráneo.
Viajo con Honorio hasta la estación de Atocha, donde ha de tomar el tren que le lleve al pueblo, y aprovecho para interesarme por el progreso de su amor. Suele embelesarse ante perspectivas concretas, y es entonces cuando su razón duerme o desvaría, incapacitándose para analizar con justeza ese punto o cualquier otro conexo. Me anuncia que va a proponer matrimonio a Rita, porque yendo en serio ambos no tienen edad de extender una situación tan incómoda. Ignora si Mireya vivirá con ellos, pero dada la armonía de sus caracteres, y lo bien que se llevan, lo acepta con agrado. Le pregunto, para que no vea en mí a un inquisidor monotemático, por la marcha de la bolsa, pues tengo entendido que va de capa caída. Me da toda clase de razones, alguna de ellas nacida en su nariz, fruto del fino olfato; me habla muy quedo, como si estuviera manejando información reservada y no quisiera ser oído por advenedizos. Se adentra cauto por los andurriales de un reducto en el que cabe por derecho propio, y cuyo dominio avalan cuantiosas ganancias y algún que otro descalabro.
En el instante mismo en que me quedo solo, mi cabeza, como si esperara la oportunidad, regresa a los asuntos que la tarde me sirvió en escudilla de barro. Conocer a Isa y escuchar la ardiente exposición, logran que sienta yo más propia su guerra, ciudadano del mundo al que nada humano es ajeno. Siento que despierta en mi interior una inquietud inusual por los vericuetos de su discurrir: mezcla calculada de bombardeos y negociaciones. Ya no me conformo con la opinión recibida del taller que elabora el pensar general; ahora exijo la verdad silenciada de las víctimas.
Los medios de comunicación aún destinan un espacio estratégico al conflicto de Kosovo, mostrando una visión occidentalista, es decir, el punto de mira de quien dice haber recibido el encargo de tutelar a la humanidad, y en tal ejercicio derrocha energía y dinero común. Millares de discrepantes se manifiestan en ciudades, alejadas entre sí, de Europa y América; algunos intelectuales escriben artículos que ponen en entredicho o condenan sin paliativos el comportamiento de la Otan en Yugoslavia. Los descuidos, origen de los llamados daños colaterales, se incrementan; y parecen faltar a los portavoces excusas pueriles, semejantes a la esgrimida tras el ataque a la embajada china, que atribuía errores de bulto a los mapas seguidos, por estar confeccionados unos años antes y no tener en cuenta el natural desarrollo de las áreas en liza. Dos soldados británicos mueren en Negrovce al desactivar, en una escuela, la bomba de racimo lanzada por la Otan, cuyo mecanismo de explosión debió conmoverse ante tan inocente blanco y decidió no funcionar.
El rumor de una capitulación serbia engorda alimentado por hechos concretos. El presidente Milósevic parece aceptar un compromiso, redactado por los países del pacto a los que se ha sumado Rusia; pero sucedió otras veces y la palabra del presidente yugoslavo ya no es garantía. Representa el acuerdo, dado a conocer en sus líneas maestras, una victoria parcial de la Otan y una derrota limitada de los serbios. Allanados los obstáculos y sabida la ausencia de oposición, en busca de una legalidad que lo barnice, el Pacto consulta el plan de paz para Kosovo al Consejo de Seguridad de la ONU, y lo legitima éste con la convenida abstención de la república China. Se da un juego en las alturas que apenas intuyo; un ejercicio malabar llevado por torpes aprendices que yerran cada día, mientras la gente común sufre un constante martirio o se desangra.
Los periodistas, en calidad de enviados especiales al núcleo del horror, muestran a los lejanos espectadores imágenes crudas y desgarradores testimonios directos. En ocasiones dan la palabra a los participantes: soldados de aviación destinados en la base italiana a las incursiones nocturnas; y a personas de un cierto relieve, testigos directos, dueños de una opinión que explica las causas de muy distinta manera, dependiendo de la atalaya a la que se hallen encaramados.
Se habla de daños colaterales, inevitables para unos, torpeza o provocación para otros, ¿en qué consisten y porqué se producen?
Si los planes trazados presentan lagunas, carencias de detalle o no se apoyan del todo en la realidad; si los sistemas fallan, si los aparatos responden de manera imprevista o los cálculos contienen errores, si nos distraemos en plena misión un instante o confundimos un edificio con otro, entonces se producen los daños colaterales. Hablamos así cuando los muertos son civiles que por convicción o de manera visceral aborrecen la guerra, cuando las bajas son ajenas al conflicto militar. Nosotros procuramos evitarlos porque sabemos que cualquier vida humana es tan valiosa como la del comandante en jefe, hombre metódico, inflexible e incapaz de gastar una broma.
Ahora que las incursiones concluyen, ¿se siente satisfecho de su actuación?, ¿presumirá ante los conocidos?
La tecnología ha conseguido guerras limpias; le diré que en estos dos meses largos no he visto un solo cadáver. Salimos de Aviano, volamos a Belgrado, a Pristina, a Pec, adonde quiera que esté nuestro objetivo; jugamos a suprimir enemigos figurados, y regresamos a Italia sin saber lo ocurrido a ras de suelo. Utilizamos los mandos sobre el sistema óptico como si se tratara del ratón en la pantalla del ordenador, pero nuestro impulso no abre un documento electrónico, libera una carga mortífera. Podemos creer que todo es un moderno juego de video, que los edificios son virtuales y los muñecos tiene muchas vidas, renovadas con solo reiniciar el programa. Los desastres producidos son reales, sí; pero no bajamos al terreno para comprobarlo. Poseerán, según creo, mayor sensación de autenticidad los que llegan ahora con el encargo de pacificar la zona. Ellos oirán las quejas de las personas y palparán los estragos, producto de tanta barbarie. Esta noche presenta para nosotros singular importancia: una última batida, una misión más, y todo habrá acabado. La semana próxima regresaremos a casa con los recuerdos amalgamados, favorables o dañinos y, cuando haya pasado mucho tiempo, recordaremos esta guerra como una gesta heroica, útil porque impidió el genocidio iniciado por un presidente víctima de megalomanía; y la relataremos con orgullo a los nietos ampliando las breves líneas que le dedique la historia. Nadie se acordará de las bombas GBU 16, guiadas por láser, disparadas cuando en la cámara aparece el objetivo seleccionado. Quedarán impresos los discursos de quienes disponen de nosotros, el general Clark, Solana, o los jefes de Gobierno de los diecinueve países comandados por Clinton; en sus palabras somos héroes. Pero en lo que a mí respecta, me queda la sensación de haber colaborado, en mayor o menor medida, a agrandar el desastre.
El periodista dirige esta vez su pregunta a un profesor universitario. Se trata de uno cualquiera, ajeno al grupo de serbios huidos de la Universidad de Pristina, pues aquellos, temerosos de las represalias albanas, en número superior a la centena tomaron el camino del norte.
¿Qué opina del comportamiento de los dirigentes en ambos bandos?
Es indudable que la visión depende del ángulo que tome la mirada; pues la realidad, una, presenta cien facetas dispares, algunas de ellas muy alejadas del resto. Incluso los de fuera toman partido según la afinidad, y con ese prejuicio emiten su opinión. El Pentágono afirma que Rusia ayudó a los serbios, y que mercenarios, contratados allí, participaron en la limpieza étnica ordenada por Milósevic. He leído que la prominente Duma del Estado ruso, (la cámara de los diputados, para entendernos), ha pedido por unanimidad que se procese a Solana como criminal de guerra. De Milósevic los rusos tiene mejor opinión; afirman que su responsabilidad es sólo política. Mientras, al otro lado del mundo, el Departamento de Estado americano ofrece cinco millones de dólares a quien facilite el juicio por crímenes de guerra del presidente yugoslavo, y la CIA abandona la idea de arrancar la vida al cuerpo de tal personaje.
¿Pero de qué parte está la razón?
Puede que ambos bandos posean fragmentos. La verdad suele darse diseminada, y resulta ser uno de los escasos valores de este mundo que los ricos no atesoran. En estos momentos se encuentran fosas comunes repletas de inocentes víctimas albanas; prueba evidente de los horribles crímenes cometidos por los serbios. Y al mismo tiempo, muy próximas, se dan crueles matanzas donde víctimas y verdugos invierten sus papeles. Los albanos, crecidos, aniquilan a los medrosos serbios y queman sus propiedades.
Yo, Virgilio, tratando de diseñar mi novela como un consistente esqueleto cubierto de carne lozana, cuyos movimientos son impulsados por músculos acordes con la idea principal a la que obedecen, creo conveniente fijarla a la actualidad. El conflicto de Kosovo, volcán que ha entrado en erupción en este presente imperfecto, ha de participar en la urdimbre como testimonio de la incongruente actuación del hombre, lobo para el hombre como se sabe.
CINCO
Compró Honorio un ordenador –ayudé yo a elegirlo- y lo utiliza muy poco; apenas la hoja de cálculo para llevar sus cuentas. Le insto a que se conecte a Internet, de forma que podamos pasarnos mensajes extensos por un costo bajo, y se niega. Para él escuchar la voz, valorar lo que los matices aportan a la palabra neutra, ir más allá del significado que los diccionarios recogen, resulta esencial. Opina que una larga amistad no se puede mantener sólo por escrito. Existen programas que permiten expresarse a la voz y a la figura, le aseguro; ¡bah!, se tratará de un filtro falseador del timbre personal, proclive a la mentira, replica mi amigo. Sumo ventajas a mi argumento, tan importantes para él como la posibilidad de seguir, minuto a minuto, la cotización de las acciones en las distintas bolsas o conocer de manera inmediata lo que ocurre en la economía de otros países, ahora que la aldea global, en lo referente a los asuntos económicos, es ya un hecho. Viajar; se puede viajar, le digo, sin salir de casa; contemplar cuadros en los museos, entrar en las bibliotecas. Conocer, comparar, sacar conclusiones, hacerse con una opinión contrastada sobre los temas más diversos. Añado y añado, y nada; está cerrado en banda y no atiende mis razones. En el fondo creo que le angustia tener que enfrentarse a lo nuevo, a la información que le puede hacer cambiar su sólido punto de vista.
Desde el coche, parado en el arcén según exigen las recientes normas de circulación dadas para el caso, sirviéndose Honorio del teléfono móvil –ha entrado en tal adelanto, pero en sus funciones elementales, sin obtener provecho íntegro de las diversas ayudas- utilizando el aparato de bolsillo me da una noticia dolorosa en extremo que afecta a Isa de manera directa. Acaba de enterarse allí mismo, y por el mismo conducto; pues le ha llamado un amigo común, miembro del coro. Me facilita algún detalle, y mi mente herida, sin orden de la voluntad, por iniciativa propia, trata de reconstruir los hechos según su legítimo saber y entender.
Mi imaginación sitúa al aviador de regreso a Aviano, portando su mortífera carga apenas gastada; no ha descubierto objetivos intactos, los existentes muestran recientes heridas. Abajo percibe un campo de batalla donde sabe que luchan serbios contra albanos, hutus contra tutsis, normandos contra sajones, rojos contra nacionales, católicos contra protestantes; en ese punto la humanidad se encara a sí misma, costado izquierdo enfrentado al costado derecho del hombre. Sobrevuela Pec el bombardero; al lado de la urbe, aliándose con la oscuridad, una aldea trata de pasar desapercibida: se la ve cubriéndose las habitaciones superiores de las casas con tejados, las tejas pardas con corros de musgo verdinegro, colores del entorno más próximo. En una de las casas que las sombras defienden, dos ancianos, hombre y mujer, descansan satisfechos. Por primera vez desde el comienzo de los ataques duermen con los dos ojos cerrados por la confianza: saben firmada la paz y a la OTAN en pleno repliegue. Volverá en breves fechas el hijo que se refugió en Madrid, y vendrá acompañado de su mujer y las niñas; regresará de las montañas la hija, y los muchachos menores, también el inválido, se unirán a ellos. Isa no será considerado desertor por el nuevo orden, y como ha ejercitado la voz, si abren los teatros, volverá a cantar ópera.
Vuela raudo el F18 llevando sus alforjas repletas de bombas, cargamento intocado. En el visor aparece, nítido por milagro de la técnica, lo que ampliando criterios podría considerarse un objetivo militar. Se trata de un pequeño puente que cruza un riachuelo; con seguridad, piedras labradas por un cantero artesano situadas sobre el largo espejo cuajado de peces. Apacible paisaje de una belleza idílica que el aviador no puede apreciar. Percibe el soldado en su pantalla la última oportunidad de destruirlo. No hay tiempo para resolver la duda y la duda se extingue. En su lugar interviene la fuerza imparable de la rutina, una rutina crecida al sumar los ensayos de un fogueo casi fuego real, y la práctica con fuego de verdad cercano al fogueo. Invade el tablero de mando un fogonazo que parece engañoso, una explosión de cristal líquido, un chorro de electrones que dibuja, incruentos, los vientres abiertos de mil pececillos y las ruinas de un puente. Sus restos se convierten en presa momentánea del flujo que inunda el cráter recién abierto. Las quebradas rocas esculpidas, vistas de cerca, muestran las heridas del buril que las talló; segmentos del arco destinados a soportar la calzada.
Al mismo tiempo aparecen, contiguas, cuatro paredes abiertas y la techumbre que las cubre, desplomada al perder su sustento. Forman parte de los escombros dos cuerpos que no se ven desde lo alto; dos cuerpos ancianos sorprendidos en el lecho por la onda expansiva, por la metralla que hizo saltar maderas y tejas a la vez que un ajuar deslucido del uso prolongado. La visión de su acierto ocupa al piloto el lapso mínimo de una centésima de segundo, y en ese tiempo no se recapacita aunque se esté predispuesto. Los rostros de los dos cadáveres -¡si el aviador pudiera verlos!- presentan rota la sonrisa con la que se acostaron, un rictus afable en los labios levemente distendidos.
Honorio me lleva en su coche a visitar a Isa, para manifestarle el pesar que nos causa la muerte de sus padres; de ese modo conozco a su mujer y a las niñas. Poseen ellas un cutis tintado de rosa pálido, acorde con el pelo rubio y los ojos limpios, transparentes casi. Hablan muy poco y sonríen con timidez. Nos preguntan los esposos si dimos con la casa enseguida, y hemos de responderles que tardamos un rato; pues Honorio, pese a que ha venido otras veces, suele equivocarse y gira en una plaza sin asfaltar, tomando una calle en cuesta que, aunque se parece, no es la buscada.
Habita la familia un piso interior de reducido tamaño, necesitado noche y día de luz eléctrica, excepción hecha del dormitorio principal al que el sol llega en la tarde oblicuo a la ventana, imperfecto mirador desde el que la vista domina un trocito de la arteria llamada General Ricardos. Ceden los padres esta habitación a las hijas para el estudio, y ellos ocupan la pequeña, donde apenas cabe la cama de matrimonio y un armario desproporcionado, traído de no se sabe donde por la asistente social. Las sillas, simples y escasas, obligan a la inteligencia a esforzarse para tomar asiento. Los cojines que el ama de casa ha confeccionado, repartidos por el suelo, incrementan el número de posibilidades.
En el testimonio del kosovar puse yo mis esperanzas de información sobre la guerra de su país, el maltratado Kosovo, causas y consecuencias; pero no es momento oportuno para las preguntas, pues allí se encuentran, con embajada similar a la nuestra, el matrimonio argentino y las mujeres, madre e hija, venidas de Cuba, que me saludan con un placer sincero. Completan la concurrencia un funcionario recién trasladado desde Almería a Madrid, una mujer de edad mediana, monja hasta hace un mes en un convento de Burgos, y un sastre nacido en Barbastro, provincia de Huesca. Las circunstancias no favorecen confidencias por más que me empeñe. Acaban triunfando los temas de interés general: las particularidades del clima o las novedades que atañen al coro. Los sigue el lamento del fatal bombardeo en el que perdieron la vida los padres de Isa, octogenarios llegados a esa noche última del todo satisfechos, persuadidos de que las preocupaciones huían.
Para formarme una opinión objetiva debiera viajar yo al corazón del conflicto, atravesar las áreas más devastadas, conocer a la perfección el idioma además de los usos en vigor, y ser aceptado sin reservas por una población a la que acucian las necesidades; y ese cúmulo de coincidencias propicias no cuenta con la menor posibilidad de producirse. De modo que lo aprendido de los medios de comunicación, y del primer relato del tenor kosovar metido a cantante de zarzuela, constituye todo el conocimiento posible; suficiente, según creo, para que los hechos recogidos en mi novela se entiendan.
Interroga el grupo al destino, a la parte oscura de la existencia no entendida, a las lagunas que el cerebro deja en su intento de aclarar misterios; y nos interrogamos unos a otros acerca de la oportunidad de estas muertes, sobre las que disponemos un duelo improvisado junto al dolor de Isa y su familia. Las distintas explicaciones se suceden al momento, orientadas conforme a las creencias individuales. Vemos los sucesos descabalados, cada cual siguiendo una secuencia distinta a la acostumbrada, pues unos han de dar paso a otros de forma casi simultánea; verbi gratia, la firma de la paz y el alto el fuego, el alto el fuego y la expulsión de la violencia. Contrasta el júbilo por el regreso de la vida, la confianza con que se atiende la llamada escuchada en la puerta, y la inesperada presencia de la oscura muerte en el umbral. Si hay desgracias injustas, que las hay y son mayoría, la ocurrida a los padres de Isa se lleva la palma; muestra del desprecio que la sinrazón de la guerra tiene por la lógica y el derecho.
Salimos juntos los que llegamos separados, porque una vez dicho lo que es de obligación y lo que brota sincero, girar sobre el dolor no ayuda. Honorio se lleva a Rita; no es el mismo traje el que viste la mujer -los observo salir con un mínimo estudio, con un análisis somero- no es el mismo atuendo del castillo porque el de hoy es más simple, más liviano, pero dominan también los tonos amarillos. Me fijo en los collares y creo recordar las formas y las irisaciones desprendidas. Mireya se ofrece a trasladarnos a los argentinos y a mí a nuestros domicilios respectivos, situados a considerable distancia el uno del otro; su madre y ella vinieron en el coche de ocasión recién estrenado, y la hija ha de regresar sola. Los demás toman rutas diferentes, y el rumor alzado de las palabras de despedida se disuelve en el aire.
Veo en el argentino al gaucho de los escritos; aunque, en realidad, no sé como eran los osados trashumantes que en los siglos pasados recorrían a caballo, diestros jinetes, los pastos de Argentina, Uruguay y el estado de Rio Grande do Sul, en el inmenso Brasil. Nobles, valientes, generosos; así los creo y así lo imagino a él.
Paternal solicitud se observa en el hombre que nos precede, corredor adelante, con su pareja; todo un caballero. Ella, la mujer distinguida que a duras penas puede servirse por sí, le corresponde con una devoción que en algunos momentos parece filial. Admirable es el cuidado del esposo con la esposa medio ciega, víctima de lo que los médicos han dado en llamar el síndrome de Wolfram; una enfermedad rarísima, según he oído decir a Honorio. Atrofia el mal el nervio óptico y produce una sordera creciente; a más, viene tras ella el tipo más avanzado de diabetes con sus inevitables efectos. Ternura es la palabra; los une la ternura. Con ternura la toma de la mano y con ternura dirige sus pasos sin que apenas se note. Disimula acertado, tal como ella desea, hasta parecer que no existe ayuda. Los largos pasillos, el ascensor, los escalones del bajo y el banzo alto de la puerta, son obstáculos que suelen apreciarse si se acompaña a alguien que los sortea con dificultad; viendo avanzar a la pareja pasan desapercibidos.
Entramos en el coche, y el marido -luenga barba nevada delatora de su edad, frente despejada sobre los ojos negros- ocupa el asiento delantero para señalar a Mireya el itinerario, e indicarle, antes de los cruces, la alternativa más conveniente. La esposa y yo, atrás, nos desentendemos del tráfico y entablamos una conversación independiente de la que ocupa a los otros. Le menciono la charla animada que la vi mantener con Honorio en casa del kosovar; versaba, me explica, sobre la ciudad Argentina de Mar del Plata donde permaneció el abuelo de mi amigo durante su estancia americana; villa construida con piedra grisácea, un basalto desprendido de los acantilados. Hablaron del incremento de la población y de la rápida extensión de los suburbios, de las fortunas allí acumuladas.
Quienes forman su círculo de amigos la llaman Berta, apócope que ignoro de que nombre nace, y no me parece oportuno preguntárselo. Es amable y franca, los extraños con ella dejan de serlo al instante; cree percibir una muestra pequeña de buena intención y ya es de los demás. Rige la proporción la forma de su rostro, armónica faz ajena a las arrugas; y fue bendecida, sin duda desde el nacimiento, con ese tono rosa suave que al llegar a los labios, tan finos como no se hicieron otros, se torna carmesí. Retiene con todas sus fuerzas la hermosura de una juventud que pronto tomará el camino de regreso, confiesa. Por coquetería no desea que se le noten la ceguera creciente, la incipiente sordera. Me hace esas dos confidencias, tan próximas una de otra, que multiplican su efecto y me seduce. Teme la piedad que despierta en las personas, esa compasión que las lleva a sufrir por lo que ella no sufre. Teme, más que de nadie, la piedad del esposo y procura inspirarle un amor renovado, por eso va en pos de un permanente equilibrio inestable, conseguido embelleciendo el interior a medida que el exterior se amustia. Aparece la niña que ella no oculta -nueve, diez años- pícara e ingenua. Aparece la adolescente cuando habla así, dulces palabras de fruta a punto de alcanzar la madurez, pronunciadas con indudable mimo -doce, catorce años- ojos entregados a un ensueño que es la envoltura de gala de una realidad amable, sólido cimiento donde se asienta el encanto de la mujer madura.
SEIS
Amor ha de ser, me dice Berta expresando una duda que parece haber resuelto a su favor; amor sincero será lo que siente este hombre, pues recorre el mundo arrastrándome tras de sí, en la persecución implacable de un tratamiento eficaz. Vos sos estudiado y lo comprendés: es amor y del bueno, ¿no es cierto? Parecen serle indiferentes los cuantiosos gastos que la enfermedad ocasiona. Consultando a los médicos que alcanzan renombre en el campo de la endocrinología, dilapida su plata de estanciero rico; o deliberando con quienes dan solución a los deterioros auditivos y visuales. Hoy son Madrid y Barcelona las ciudades en que persiguen un remedio al mal de Berta; y dentro de una temporada lo serán Ginebra, París, Roma o Londres. Vienen de San Francisco, de Nueva York, de Boston; y si en la sala de espera de cualquier consulta, escuchan a unos desconocidos comentar los portentos de un especialista de Tokio, si descubren en una publicación científica que hay esperanza en Moscú; dejándolo todo, allá van.
Entre tanto, alimenta él como una madre a su hijo, cualquier ilusión que atraviese la mente de ella. El canto es la más duradera, pero lo fue la pintura, y lo será la cocina si a la cocina llega su deseo. Ha de ser amor, ¿no es cierto?, vos lo sabés porque sos hombre ilustrado. Me lee libros; algunos por segunda, por tercera vez; los que me conmovieron cuando gozaba de vista suficiente: la “rayuela” y “las ceremonias” de Cortázar, las “historias” y las “narraciones” de Borges, el “campeón” y la “invención” de Bioy; me entiendo mejor con los míos. Los conozco de sobra: me sé cada capítulo, cada línea, cada giro inesperado; pero en su voz son nuevos y aprecio matices que antes escapaban a la comprensión. Vos entendés mi inquietud: me quiere tanto que llego a sospecharlo falto de sensatez; no hay razón que mantenga despierto un sentimiento tan puro, lo suyo ha de ser locura. Antes vivía intranquila y me dormía temiendo despertarme sola; ahora me he acostumbrado, voy, vengo, y ya no pregunto al destino. ¿Comprendés lo que quiero decir?
De no ser amor tanta dedicación, respondo sin cálculo alguno, de no ser amor tal ausencia de egoísmo, ¿qué iba a ser?, nada llega tan lejos. Lo suyo es amor, puedes estar segura; hasta ahí alcanza la pasión humana, estoy convencido. De no perseguir los hechos esforzándose, ¡pobre amor!, qué limitada tendría su existencia; una quimera sería nunca albergada en corazón humano, sentimiento exclusivo de los dioses. O lo suyo es amor o el amor duerme en algún poema, en algún cuadro, en algún sueño de mentes desnutridas. Y te diré más, es un amor razonable, en verdad cuerdo, pues se sustenta en la realidad de una mujer que no ofrece comparación con otras. Frágil y tenaz, un brillante, una esmeralda eres; regalos de la naturaleza de los que la gente habla deslumbrada. Resulta imposible fijar un precio a su atractivo y carecen de la firma de quien armonizó su talla; son producto de miles de circunstancias dadas al albur, y de una voluntad firme que las concilió de manera eficaz. Tu entusiasmo impulsa al mundo en su giro interminable. Tu permanente sonrisa vale lo que vale una salida, una puesta de sol, el rocío sobre las flores o la quietud de una noche estrellada. Eres tan cálida como un nido de pajarillos bajo las alas maternas, como el aliento de una yegua sobre el potro nacido a la intemperie invernal. Claro que un amor tan grande, tan completo, tan constante, se da en ocasiones contadas; pero también resultas ser tú una persona de excepcional valía.
Me hacés sonrojar. Las mejillas me queman; callá, poeta adulador. Lanza sin enojo, con regocijo si acaso, el leve reproche que reprende lo que considera exagerada lisonja.
Se cree poca cosa porque es menuda, pero nadie cruzaría un desierto derrochando el ánimo que ella prodiga; ninguna de las personas que conozco resistiría un huracán con el estoicismo que la distingue: estepa y tornado su enfermedad cuanto menos. Quisiera ser por siempre hermosa, me asegura; poseer una belleza que la ilumine por dentro pero también por fuera, de forma que él sienta orgullo y no se abochorne acompañando a una desvalida. Desea un mérito propio que todos valoren, entendiendo en él la entregada actitud del marido. Me explica el lenguaje de signos que sirve al hombre para indicarle los pasos de su andadura; suaves dibujos trazados por el dedo pulgar sobre la palma de la mano. Ha de existir un alfabeto del tacto, pero ellos, que son autodidactas en este aprendizaje, lo han inventado por su cuenta y, aunque reducido, les resulta eficaz.
Por vez primera valoro en poco las circunstancias que rodean a las personas, cáscara protectora, encubridora de la intimidad. Nada impide el encaje de sus treinta y seis años en los cuarenta y siete de él. ¿Qué importa si no se casaron porque los tribunales son lentos en cualquier lugar del globo, y se debe demandar la razón debida a la lógica del propio punto de vista? Nada cambia que naciera en Carmen de Patagones, sobre la orilla norte del río Negro, a resguardo de las desbordantes riadas; en vez de en Buenos Aires, donde vivió luego. Hay en su manera de ser una distinción que no viene de la tierra de origen. Su pensamiento se aproxima, en lo social, al justicialismo, y en lo religioso se considera judía; ya, pero está de parte del desvalido, de las víctimas de la intolerancia, de aquel a quien quitan lo suyo: es humana. La veo mujer frente al varón, reflejada en él como la luna en el espejo terso del lago nocturno, iluminándolo, llenándolo de vida. La veo mujer en el varón, llevando las riendas, dominando el caballo, conduciendo el carro por territorios amigos. Tiene Berta un miedo vago a perderlo, a que se distancie; diversos temores nacidos de su ceguedad, del silencio que va poblando sus oídos, de la belleza en retorno; pero es él quien ha de preocuparse -y de hecho lo hace- por no perder en ella la vida que ella le insufla, la leche nutricia de ese pecho cálido, el aire respirado en su boca abierta, adaptado por ella a las necesidades que él tiene, proporción exacta de oxígeno y temperatura. No me interesan las circunstancias, vaguedades sin fuste en esta galaxia, para el caso, infinita. No me interesan los antecedentes ni los consecuentes, en este mundo preciso, delimitado, perfilado, señalado entre millones de mundos estériles y vacíos; porque en su suelo fértil, plantados por una coincidencia de elementos a duras penas conciliables, regados con mimo por lluvias de una finura a punto de la evaporación, crecen tallos que entregan al demiurgo flores como ella.
Llegados los cuatro, la pareja argentina que me he esforzado en describir, la joven Mireya y yo mismo, a una vivienda amplia por cuyas enormes ventanas entra la luz con abuso, tomamos posesión de un territorio amigo. Acomodados, una sirvienta discreta, que va y viene y desaparece, nos sirve mate, infusión que no tuve oportunidad de probar hasta ahora.
Es un introito que prepara el ambiente, que lo dispone para mostrarnos retazos de unas vidas que el tiempo ha cosido. Hechos a la claridad desmedida, adaptados a la parvedad de los ruidos, iniciamos una búsqueda exhaustiva de coincidencias. La expresión complacida de la esposa se enseñorea del espacio. Se mueve con una soltura prodigiosa, inconcebible para quien conoce sus limitaciones. Penetra en su mundo, son sus aguas las que surca, es su aire el que vadea, amnios fluido del claustro materno; y su sonrisa, ligera, etérea, va y viene embelesando a los presentes, elevada sobre todas las cosas, cielo azul y suelo mullido de hierba y florecillas. Si me dicen que toca el piano como los arcángeles, lo creo; si me dicen que mima los geranios, ornato de las ventanas, de la amplia terraza, lo creo; y creo que alimenta gusanos de seda a la espera paciente de las crisálidas. De ella estoy dispuesto a creer cualquier capacidad que la falta de visión no impida. El tardío descubrimiento de su padecer extraño la metió en una disciplina a la que era ajena, tan desordenada hasta entonces, y posibilitó sus conquistas en esos terrenos.
Nos revela a Mireya y a mí, poniendo al esposo por testigo, sus tres aspiraciones fundamentales. Una hija que a pesar de los pesares no da aún por perdida, una fundación que estudie su enfermedad y atienda a quienes la padecen, y la armonía entre los pueblos en disputa: palestinos e israelitas iniciando la serie. Unidad de pretensión que su generosidad está dispuesta a romper por el lado personal, sabiendo que la renuncia a la maternidad supondrá para ella el demoledor efecto de un seísmo, la destructiva consecuencia de la erupción de un volcán o la catastrófica repercusión del soplo incontenible de un tifón pujante.
En cuanto toca a lo religioso, ninguno es fanático del cumplimiento de formas. Suben y bajan en ascensor los sábados pulsando los botones correspondientes, cocinan con gas, realizan faenas que en verdad estricta son prescindibles y comprenden a los cristianos y a los musulmanes, en cuya esencia religiosa han profundizado. Inician el cotejo de aspectos fundamentales de los tres credos, y hallan coincidencias suficientes para no exaltar ninguna de las tres religiones en detrimento de las otras. Las tres fueron reveladas por una divinidad todopoderosa, las tres cuentan con un libro sagrado, se enriquecen las tres con instrucciones directas que la tradición añade a la doctrina principal y en las tres se dan discrepantes que sólo admiten el texto básico: caraítas se llaman entre los judíos, protestantes en el lado de los cristianos y jarichíes si se analiza el Islam.
Es tarde y quiero liberar a Mireya de la tarea de acercarme a mi casa. Insiste, se empeña, y apoya su argumento justo en la hora: “Ya son las tantas y Juana puede estar intranquila”. Toma el camino más directo, sí; mas lo recorro un día y otro y sé que a esa hora resulta ser el más transitado. Acepto su elección sin advertirla, porque así tendré tiempo de llevarla al terreno apropiado, a la posición de hija de una mujer inconfundible, cuya personalidad despierta la propensión de Honorio a rendirse al embrujo de lo femenino. Reflexiono un instante acerca de cuál puede ser la pregunta adecuada, de manera que sobre el silencio abierto toma la joven la iniciativa y me habla de Berta, la entrañable mujer que acabamos de dejar. Resulta que la argentina es viuda de un soldado a la fuerza, cazado a lazo para ser la única víctima, o casi, del episodio militar de las islas Malvinas, una guerra de dibujos animados librada por su país contra el trasnochado Imperio Británico. En la página coloreada para la historia, veíase al viejo león llegar a la contienda forrado de armadura y provisto de lanza. Repelía, sin resistencia alguna, el golpe de mano dado por unos generales autócratas, obligados a realizar gestos heroicos -aprendices de magos y prestidigitadores- ante un pueblo al que mutilan porque no se deja encarrilar sin lucha. Era preciso conceder la nacionalidad argentina a los dos millares de isleños que, dando valor a lo escrito en los libros oficiales, nunca dejaron de tenerla. Jugaron con los sentimientos los militares, jugaron con la historia, y tomaron las islas durante el sueño del anciano félido, el de la melena rala y las fundidas uñas de bronce. Era preciso reponer la bandera horadando los islotes de piedra, hincar el mástil en la playa de las dos islas mayores -ambas tomadas por la fuerza, una hace dos siglos, otra siglo y medio- y el legendario imperio se lanzó a la ofensiva; saldándose el burlesco ensayo de gestos para el auditorio con varios muertos, uno de ellos el joven oficial esposo de Berta. Conque, recién casada, quedó sola; y en razón del rechazo producido en ella por el régimen despótico, declinó la oferta de los generales que, aceptada, la hubiera convertido en una especie de viuda nacional receptora de prerrogativas vitalicias.
Pese a su rotunda negativa, la emisora de televisión más prestigiosa difundió una extensa entrevista que ahondaba de manera precisa en el desaire. A través de ese conducto supo de la mujer Silvio Lanuza, un propietario de estancias e ingenios recién separado de su esposa. Abandonó el acaudalado la vida muelle llevada hasta entonces, y como aquel que cree recibir en un signo extraordinario la divina llamada, o cumple una promesa arrancada en el lecho de muerte por un ser querido, dejándolo todo al modo de los discípulos que seguían a Cristo, decidió dedicar a Berta tanto su tiempo como sus caudales. La correspondiente a la religión fue una coincidencia más, sumada a un cúmulo de encuentros en muy variados terrenos. Puesto que debido al malhadado síndrome -uno de los más perniciosos- aconsejan los médicos a la mujer que no tenga hijos, sufre menos el hombre el lento caminar de su divorcio. En estos momentos se somete la enferma a un prolongado tratamiento que dos médicos españoles, puestos de acuerdo, aconsejan. Canta para agrandar el ámbito de luz, para achicar las tinieblas que penetran a través de sus ojos invadiendo los oídos, la mente, el entorno más valorado; los facultativos son de opinión favorable a la actividad y la propicia Silvio. Berta interpreta zarzuela, pero puede con la ópera: su voz se consolida, se robustece, se estratifica; intervalos de hule y de terracota se superponen en las vibraciones del aire que agitan sus cuerdas, arco flexible, fulgor de hoguera. La iniciada pérdida de capacidad auditiva pone en peligro no sólo el progreso, la continuidad incluso. Canta su hombre por acompañarla, y muestra una voz que tomada a tiempo podía haber llegado muy alto.
La conversación con Mireya deriva hacia el coro porque yo lo decido, me parece la crujía que va a los pasillos laterales, a las habitaciones, a los asuntos que me importan. Me dice Mireya al respecto que, aunque cueste admitirlo, el grupo formado constituye su patria, la nueva, la que todo humano necesita; a él pertenecen, en él se refugian madre e hija y los otros extranjeros. Apunta un hablilla sin mayor trascendencia: su madre suele hablar con Isa de asuntos de emigrados: aunque su caso es distinto, Rita le aconseja en ese terreno; y ahí tenemos a Honorio que lo ve enfurruñado, hasta que un mimo de la mujer le coloca en el que cree su sitio. Se comentan en el círculo los celos de mi amigo en tono de broma y con el mayor afecto. Me refiere casos de colaboración entre miembros que van más allá, en el sacrificio, de lo habitual entre parientes cercanos. Y en el lugar de los encuentros, un pequeño local donde no caben completos de no apretarse y compartir el metro cuadrado -se lo prestó el Ayuntamiento al principio, cuando eran muchos menos- en ese lugar repleto de historia, breve de fronteras, sin bandera, sin himno, dotado de una fiesta nacional definida por el día de la inauguración, a la que asistió el concejal de cultura un lejano quince de mayo; en ese mundo tan suyo, no es extraño que pase la noche algún recién llegado huido de otro sitio, o que en la cocinilla eléctrica improvise la cena una familia en apuros.
Subimos por la Cuesta de San Vicente, donde obreros nocturnos dan remate a unas obras aún acotadas en su extensión inicial, de modo que el tránsito es lento. La afluencia de vehículos nos obliga a detenernos a intervalos cada vez más cortos, y opto por aprovechar el tiempo interesándome por su memoria más antigua.
Háblame de ti, de vosotras; de la actualidad, culminación de los sucesos que pueblan los recuerdos, de los recuerdos que propician lo de ahora. No sé, de lo que quieras. Supongo que sentiréis nostalgia de Cuba.
De la Habana acaso, asegura; del barrio en que vivíamos: lindo, empavesado de buganvillas y madreselvas, perfumado de jazmines y fedoras, paredes y techumbres desolladas por los días y el poco arreglo. De la vivienda, plena de reflejos luminosos, rodeada de vegetación: pimpollos floridos y frutos maduros. Una casa abierta a los extraños: hombres uniformados que entraban o salían, y mujeres desenvueltas que serían sus esposas. Nostalgia, ¿dices?; puede que de la melodía y del ritmo que invadían la calle, las cuatro cuadras que eran nuestro mundo, entorno del que los niños no debíamos salir. Nostalgia, sí; concede; nostalgia del bullicio, hijo de la repentina excitación de unas gentes que vivían el momento como si no estuviera prevista la continuidad; seres prendidos por una alegría desbordante que ponía término a la insondable tristeza, sucesora, a su vez, del alborozo más completo. Sí, puede que añoren aquel ambiente abierto y espontáneo, muestrario de emociones sin reprimir.
Terminaron, por fin, el polémico subterráneo que atraviesa la Plaza de Oriente y lo cruzamos en un suspiro; mucho ruido armaron para tan pocas nueces, pienso, si valoramos el resultado visible. Están donde estaban la magnífica plaza, el soberbio palacio, y la nueva catedral antigua. Quizá hayan trazado la línea que los une, puede que hayan formado un espacio íntegro con las piezas sueltas. Mas le falta pueblo que lo ocupe a diario como le sucede a la Puerta del Sol; pues los turistas son aves de paso, cada uno trae sus maneras, pero se las lleva íntegras.
Dicen que la niñez es la patria, suelto sobre el eco de sus palabras; y debe de ser cierto. A mí me ha marcado el camino de una forma encubierta: dice, y añade: Tuve una niñez feliz y extraño los veranos que pasé rodeada de primos. Jugábamos los nietos durante el día en lo de la abuela, dominio acotado junto al mar; nos bañábamos desnudos y corríamos durante horas sobre la arena de la playa, ensopados por las minúsculas gotitas que la brisa acarrea. Un año cubrieron nuestros cuerpos con trusas de playa, y supe que la infancia había terminado. Resultó cierto; el verano siguiente, Chimy, el primito, se lo pasó siguiéndome a todas partes, como si se tratara de un animal doméstico que va tras la persona que cuida su alimentación. Al término de las vacaciones, devuelto a su hogar, contaban los papás que apenas comía, y la mirada se le iba desmayando poco a poco hasta parecer ausente. Los tíos me invitaron a pasar con ellos algunos weekend por ver si sanaba de su triste mal. Yo tenía diez años escasos y estaba muy desarrollada, pero era algo sonsa y no sabía; él contaba ya doce o trece y tenía las ideas confusas.
SIETE
Mientras Mireya prosigue el relato de su infancia, y maneja el volante con maestría inconsciente, impremeditada; observo yo los laterales acristalados del Viaducto, destinados a impedir que se arrojen a la profunda calzada los suicidas menos convencidos, aquellos que se arrepentirían de estar en su mano en cuanto dieran el último paso.
El amor es insensato, afirmo, y no acepta la barrera de los vínculos familiares; más aún la pasión inicial, que se tiene a sí misma por objeto y no se para a pensar en las circunstancias de la persona elegida, ya sea el sujeto de mayor semejanza o el de menores coincidencias; ¿seguiste viendo a tu primo?
Lo vio, me explica con voz sacada del desván de la memoria, apenas durante dos o tres meses. Una vez fueron juntos al cinematógrafo acompañados de una tía soltera, y en la oscuridad de la sala, cuando la mujer prestaba toda su atención al cuerpo mojado del héroe protagonista, puso Chimy los labios en sus labios, caricia fugaz e inexperta. Luego, ausencia y silencio hasta que comenzaron a llegar cartas desde Florida, en las que el primo añadía frases faltas de significado, incluso para ella. Habían alcanzado los suyos la península a bordo de una inconsistente embarcación, y la discreción resultó ser excelente aliada.
Iban a encontrarse no tardando mucho, cuando, descompuesta la familia de Mireya, llegara la hora de emprender la marcha. Sucedió que, tras un gran revuelo judicial y político, encarcelaron al padre, el militar influyente; y la holgada vida que llevaban sufrió una merma dolorosa: inútil búsqueda de noticias, amigos de pronto indiferentes y dificultades para la sobrevivencia. Un día, inolvidable por lo que se ve, el aguante dijo basta, y Rita, abrazando a la adolescente, le explicó que iniciaban un corto viaje muy largo. Empacaba la madre y Mireya, imitándola, puso en la maleta, bien a la vista, ajustadores propios muy capaces, orgullosa de que el desarrollo del cuerpo hubiera llegado a ese punto. Agarró la alcancía mediada de monedas: dólares y pesos, y un muñequito de ojos saltones que representaba un simio, juguete emparentado con la niña que aún era, con la chiquilla renuente a la evolución. Como concesión extraordinaria, pudieron partir en avión. Y a través de la ventanita, forzando la postura, le señalaba la madre la huella dejada unos años antes por sus tíos sobre el mar inquieto; surco del tajamar que se confundía con otros miles: borrados del todo los más, y algunos que mostraban estelas recientes.
El monito de trapo, resto de la niñez pasado de matute por la cancela que ingresa al mundo de las muchachas adultas, se convirtió en confidente, receptáculo de emociones y amuleto. Disponía de brazos capaces de asirse al cuello en caricia amorosa, y permanecer en esa posición en tanto ella seguía con su actividad. De manera inexorable le llegó la hora fatal, sucumbiendo en la ceremonia de puesta de largo de la persona mayor que el tiempo proporcionó a Mireya, en cuyo tumulto debió de fenecer pisoteado el muñeco. No lo volvió a ver, de modo que es posible imaginarlo en manos de otra niña necesitada de su compañía, huido de la indiferencia.
En los Estados Unidos las cosas serían muy distintas, supongo.
Sí, claro; piensa que era otro mundo. Incluso para los que veníamos de El Vedado, damas y caballeros, o de alguno de los barrios ricos; incluso para los afortunados que en La Habana disfrutábamos de viviendas con baño propio y todos los lujos.
Llegadas Rita y ella a Miami, como no pensaban montar casa debido a los planes de marcha inminente, los dos primeros meses de exilio compartieron con sus tíos y primos la modesta vivienda que los cobijaba. Chimy, crecido, afirmado, ya era un hombretón de agradable estampa. Mireya, que había madurado como mujer, comenzó a mirarlo de esa nueva manera; pero otras chicas se interesaban por él y Chimy, a causa de la timidez o del olvido, prestó poca atención a la presencia de la bella prima.
Se apasiona Mireya y, deteniendo el coche junto a la iglesia de San Francisco el Grande, me dice con palabras nuevas, llenas de ritmo y calor, pero también de energía, que no era sólo cuestión política, ni asunto de más o menos dólares, pues también contaba la creencia ingenua en la libertad de acción y la posibilidad de progreso; conceptos que alimentan todavía el mito de América. “Porque los gringos quisieron en exclusiva el nombre del continente y el continente entero, y se los dimos”.
Destapa mi pregunta acerca de la vida en el continente, una botella dueña de gas oprimido que se expande en segundos, liberando lo que en esencia se recoge en el párrafo. Poderosas compañías, empresas capaces de influir en las altas esferas, en los dirigentes a quienes antes allanaron el camino del poder, fueron estableciendo conductos que envían –pajitas de tomar refrescos- el jugo de las otras naciones a su propia sede neoyorquina, donde los directivos y los accionistas sólo tienen que succionar con empeño. Cuando las gentes, empobrecidas en los remotos lugares productores de materias primas, quieren seguir el camino de la riqueza que se va, se encuentran con un muro –raya del río Grande- que si se logra pasar da acceso a una esclavitud más llevadera. Emplea la omnipotente plata –dinero imán del dinero- a su completo servicio, verdaderos muñecos del teatro de títeres, cuyos hilos mueven personajes que permanecen en la sombra asistidos por oidores y mercenarios cargados de privilegios. Coloca la omnipotente plata –caudal que engrasa los engranajes del poder- virreyes propios de las operetas a modo de capataces de lo que fueron países soberanos, nacidos de una descolonización injusta y de los esforzados libertadores devenidos inútiles. La plata maligna, el dinero grande, reduce el sur de América, el centro, y el norte inferior, a territorios selváticos y mares poblados de tiburones, donde la ignorancia, el hambre y la desesperanza son auténticas fronteras de un enorme campamento de refugiados.
Por todo ello, los Estados Unidos constituyen un polo a cuya atracción no escapan los cubanos; tierra de promisión a la que arriban llenos de esperanza. Añade, ya calmada, al tiempo que pone en marcha de nuevo el vehículo.
Huidos, acierto a decir por no dejar la charla en monólogo, a quienes, en Cuba, unos envidian y otros consideran descastados y malos patriotas.
Sin embargo, habrá siempre en la Isla, me advierte Mireya, gente a la que ni huracanes ni dictaduras arrojen de allí; personas enamoradas de lo suyo, aun de las carencias, aceptadas como un elemento más de su forma de ser y de su particular modo de existir.
Arribados a Florida, la realidad, vista de cerca, modifica las posiciones previas, deshaciéndolas o reforzándolas según el sentir de cada uno. En aquella época, recalca la joven como si temiera no ser creída, existía solidaridad entre los expatriados: quienes lograron salvar un abultado patrimonio ayudaban a los que escaparon con lo puesto. Nosotras no dispusimos del tiempo requerido para adaptarnos. Salimos hacia España contra marea a finales del ochenta y nueve y, aunque conservamos el acento, el habla es, no obstante, de acá; sólo afloran las viejas palabras, las que definen la provincia y la municipalidad de origen, en las conversaciones evocadoras del lejano período de la niñez. Ocurre que Rita llena las ausencias, los rotos de mi memoria, admite la hija entre orgullosa y apenada, y mis recuerdos van siendo los suyos. Lo mismo pasa con la nostalgia, pues la alimenta Rita. A pesar de ello, existen momentos que, transcurridos sin aparente influjo, he magnificado.
Un fenómeno parecido nos ocurre a todos, replico sin permitir el desarrollo a la pausa, incluso a quienes carecemos de aventura vital. Los huecos dejados por las impresiones iniciales van recibiendo aportes posteriores, se amalgaman éstos con los recuerdos propios, y no hay manera de diferenciarlos. Por lo que dices, deduzco que tiene imperio sobre ti tu mamá. Debe de ser una mujer extraordinaria, poseedora de una personalidad muy bien definida.
Rita es muy compleja para ser explicada, y yo soy hija única; razones por las que no puedo contrastar mis imágenes con afines. De haber tenido hermanos, en ellos vería el reflejo de sus particularidades, útil para formarme una opinión por contraste o similitud. La veo muy de cerca, mi ojo la mira entre parpadeos, tratando de retirar los aportes foráneos y sin alcanzar la necesaria perspectiva. Estando solas nos ha nacido una corriente de cariño que va de la una a la otra y vuelve beneficiada, un latido que nos abarca a ambas. Pero sin salirme de esa posición propensa a suavizar los contornos, le aprecio dos virtudes que me afectan decisivamente. Un enorme deseo de superación, una fuerza irresistible que le ayuda a marchar hacia adelante atravesando la manigua o el manglar, el mar embravecido, el páramo duro o el desierto extremo; un tesón perdurable puesto en los objetivos que trata de conseguir. Y la otra es su pasión por lo mío: el equilibrado desarrollo de mi cuerpo, de mi mente; mi carrera musical, la inclinación a la escritura, un matrimonio ventajoso; es decir, el futuro puesto a mis órdenes por ella, gata madre capaz de morir en defensa de su cría. Te diría ejemplos si no la perjudicaran, si tuviera la seguridad de echar mis peces a un estanque exento de fisuras, sin derrame posible. Desprecia lo mediocre, no quiere medianías. Suele decir: «Para esta nimiedad mejor la nada; pues la nada es potencia, la nada es punto de arranque, solar adecuado para construir». Puede por ello negar su origen, vaciar una parte de la vida y llenarla de nubes, de vegetación frondosa, de coloridas flores, de avecillas; quedando a la espera de una actualidad aceptable.
Trasluce energía, lo he observado; y la contagia. Ante ella resulta difícil permanecer indiferente. No es extraño que a Honorio le atraiga temperamento tan poco común, no; su enamoramiento es muy comprensible. Os ha dicho que soy su mejor amigo, pero yo voy más lejos: Honorio es para mí un hermano. Si su defensa me pidiera poner en juego lo que poseo, en su resguardo iría con todo lo mío sin tomarme siquiera el tiempo de recapacitar. Si pensara que las nubes ensombrecedoras del horizonte llevan en su vientre un rayo o un pedrisco destinado a su cabeza, subiría a las nubes oscuras para desarmarlas. Es muy sensible al amor, al encanto femenino, a la sensualidad, a la belleza; y le imagino barquito de papel en el mar de tu mamá. Me da miedo que sufra un desengaño y su reacción lo aleje de la felicidad a que tiene derecho.
¡Ah!, si nada más es eso, despreocúpate. Serán amigos, puede que amantes; no me voy a escandalizar y, acá, a nadie nos debemos. Pero el matrimonio es un paso que Rita evitará dar por razones simples que, a mi pesar, me reservo, ya que pertenecen a nuestro mundo íntimo. No se debe a que situemos a Honorio en lugar inferior al que tú lo pones, puesto que en él apreciamos una hidalguía poco habitual, compuesta de generosidad y nobleza. Es alegre, vivaz, culto, animoso y muy varonil; y careciendo de malicia, cuando se pone bravo resulta gracioso. Honorio merece encontrar un amor definitivo; y me temo que procurárselo no esté al alcance de la voluntad de Rita.
Olvidas que Honorio está enamorado, y como espera todo del amor, sufrirá lo corriente y lo infrecuente si al cabo se le hurta el señuelo. Replico como serpiente a la que acaba de pisar un caballo.
No será un ejercicio inútil, mejorará su disposición con la práctica, y el dolor de no alcanzar la meta estará compensado por el placer que procura el recorrido.
Muestra Mireya una fría sinceridad que va más lejos de lo esperado, teniendo en cuenta que soy para ella un desconocido, una persona ajena a su ámbito. Por desgracia, cuando, desbrozado el camino, distingo los próximos trechos, llegamos a mi puerta y la indagación finaliza. Mas nada se ha malogrado, pues me hago convidar a un almuerzo sirviéndome de un pretexto incapaz de engañarla: He escuchado elogios acerca de tus virtudes culinarias, y estoy deseoso de probar algunos de los platos que cocinas. Hago mención de empujar la puerta del coche y su gesto detiene el mío. De la guantera toma una carpeta de color salmón, y me la entrega abierta. Hay folios impresos en ordenador y una cinta de video.
En el castillo te prometí una muestra de mis escritos, y he juntado poemas y relatos de distintas épocas; van fechados y no tendrás duda. Confío en que puedas dedicar tu conocimiento a su análisis; tu opinión y recomendaciones me serán muy valiosas, pues en estos momentos me encuentro ante una verdadera encrucijada: no sé si debo seguir escribiendo o dedicarme por completo a la música. ¡Ah!, cuando tengas tiempo echa un vistazo a esta película, te gustará.
Llamadas a ese instante me vienen a la memoria su promesa y la mía, destacando luminoso el acuerdo de intercambio incumplido. Al observar que el coche, parado como está, estorba el tránsito; rechazo la tentación de bajarle un ejemplar de mi novela. De todas las maneras, me digo, la puede encontrar en las librerías; sería un gesto fatuo. Es más, ni siquiera me lo ha recordado, puede que haya perdido el interés. Sucede, en el fondo, que temo su juicio, y no comprendo la razón; así que, sin más dilaciones, dándole dos besos inocuos en las mejillas, me dispongo a alejarme.
Lo haré, te lo aseguro; escrutaré cada línea de tus escritos e iré anotando al margen mi impresión; y veré la película. Oigo a mi voz, independiente de la voluntad, expresarse de manera irreflexiva a través de la ventanilla abierta.
Eso espero; y acuérdate de entregarme, como prometiste, alguno de los cuentos que hayas terminado en los últimos meses, reclama al arrancar.
Juana me aguarda con la cena ya servida, y los chicos, que suelen picar cualquier cosa, estudian o leen en su habitación. Tomamos un combinado compuesto de frituras diversas, y entre bocado y bocado le voy refiriendo las nuevas que el coro aporta a mis escritos. No poseo por el momento una pluma brillante, y el caso es que para los míos soy uno de los clásicos de mayor renombre, un consagrado que goza de la prerrogativa inusual de seguir viviendo. Me escucha mi esposa con toda atención, y como si el relato explicara en mis labios la acción de una novela por entregas, queda pendiente del recorrido que lleve el amor de Honorio, al que -lo comprendo un momento más tarde- augura una existencia muy breve. Sorprendiéndome, a modo de adivinanza, pregunta: «¿Qué condición resulta del todo imprescindible para encender una vela?» «Ha de estar apagada», respondo a modo de máquina porque los dos conocemos el acertijo. Bien, pues yo te aseguro, al hilo de las confesiones de Mireya, que Rita no se puede casar porque sigue casada. Comprendo que si Juana tiene razón, el embrollo en que se halla Honorio enquistado puede ser morrocotudo.
Luego, sentado yo en el sofá, invito a mi esposa a situarse a mi lado, y nos disponemos, tranquilos, indolentes, a ver la película en blanco y negro que Mireya me recomendó: «Cautivos del mal», de Vincent Minelli. En la trama, el actor Kirk Douglas, inserto de lleno en la compleja personalidad de un productor de cine, sirviéndose de una habilidad diabólica, mueve hacia su propio fin los hilos de quienes le rodean. Se sirve de ellos fingiendo darles la oportunidad soñada, de modo que le siguen aun convencidos de estar cometiendo una insensatez. Magnífica en todos los aspectos; pero no alcanzo a ver en su plenitud el mensaje que, sospecho, quiere Mireya que yo descifre; a no ser que coloque a su madre en el lugar del protagonista, lo que equivaldría a mostrarla sin máscara, a rostro descubierto. Al aparecer en la pantalla los títulos de crédito y la palabra fin, Juana muestra un leve disgusto; un mínimo enfado de chiquilla, debido, me figuro, a la finalización de una historia en la que se había metido por completo, y remisa a romper la plácida languidez en que estaba sumida.
Observando la graciosa mueca de fastidio que forman sus labios, se me viene al pensamiento la deuda contraída con esta mujer, que acepta de mí las iniciativas más descabelladas. Abandoné mi puesto en la editora porque pasaba los días atado a la mesa y me sentía esclavo, y ni un ligero reproche, ni una objeción planteó. Es más, apoyándose en lo conseguido por mí hasta entonces en el terrero literario -cuentos y poemas escritos durante los fines de semana y en los días grises que se dan en las vacaciones- magnificando mis logros, valorándolos incluso por encima de mi apreciación partidista, defendía Juana la conveniencia de una dedicación permanente a tal actividad. Llegó a considerar obligación irrenunciable, tanto suya como mía, que mis facultades hallaran el cauce expedito. Parecerá a los ojos extraños, que debiera yo sentirme obligado a seguir a trancas y barrancas hasta perfilar una obra discreta, adornada de algunos premios de poco prestigio; pero no. Sé que si mañana, por poner una fecha próxima, decidiera yo dejar de escribir para tomar el pincel y manchar lienzos vírgenes, esta criatura de Dios apoyaría el cambio repentino.
El mes de agosto viene echando a julio del pedestal y, aunque sólo pretendamos mudar de ambiente, habremos de abandonar Madrid siquiera durante unos días. Nuestros hijos, por motivos de estudio, viajan al extranjero para practicar idiomas o se quedan en Madrid repasando; así que no contamos con ellos. Yo pensaba ir a Barcelona, ciudad que nos place recorrer calle a calle, ya sea paseando por su magnífico barrio gótico, ya perdiéndonos en la ciudad antigua o en la Barceloneta. En Barcelona Juana cuenta con parientes, y desde su domicilio de la Plaza de Las Glorias Catalanas, convertido en centro de las excursiones, podíamos llegar a la Costa Brava y al Pirineo cercano, muy rico en parajes bellos y en iglesias románicas. Pero propone mi esposa un lugar tranquilo del poniente peninsular en que la vida rural se conserve inmutada; y tomando un plano de España vamos excluyendo ciudades, pueblos de renombre, hasta que queda un reducto muy poco habitado en cuyas trochas -los dos solos- nos perderemos.
OCHO
Han pasado dos días desde mi clarificadora conversación con Mireya. Estoy en casa, en mi despacho para ser preciso; manipulo el teclado del ordenador, con la intención puesta en un párrafo enrevesado que se me resiste más de la cuenta. Avanzo a duras penas en mi nueva novela “Solo de voz”, pues me veo obligado a modificar lo escrito cuando los acontecimientos desmienten mis suposiciones. Abandono la actividad durante un momento y me dispongo a leer; siempre lo hago, ya que evito así el dolor de cabeza y el bloqueo mental. Se trata de la obra del premio Nobel americano Sinclair Lewis, llamada en la traducción española “Fuego otoñal”, a pesar de que su título original en inglés es “Dodsworth”, apellido del protagonista. Abro el volumen por la página trescientas cuarenta y uno, donde se inicia el capítulo XXVIII, porque el separador me indica que ahí llego. Comienzo la lectura, y en ese mismo instante suena el teléfono; está situado en el extremo derecho de la mesa, lo puse con intención al alcance de mi mano, por lo que no he de levantarme.
Tienes que hacerme un favor, oigo decir a Honorio, a medio camino entre petición y orden.
Sí, claro; respondo sin pensar, producto de una costumbre bien alimentada.
Pero uno muy grande. Esta vez te necesito de veras. En ese tono se expresa mi amigo, dando a sus palabras un dramatismo poco habitual en él, pues no suele percibir los problemas que salpican de sombras la vida.
Lo sabes de sobra, si no escapa a mis posibilidades, dalo por hecho. Pero dime, ¿te ocurre algo?
El domingo me acompañarás a la comunión de una niña. No, no es esa; se trata de la sobrina de Sole, una chica soltera, de mi edad más o menos, que pertenece al coro. ¡Qué va!, es de un pueblo de la provincia de Palencia, y vive con la madre, Lina, una anciana animosa que la acompaña siempre. ¡Oh! sí, muy buena gente, se mostrarán encantadas de tu presencia. Ya sé que no estás invitado, pero lo estoy yo; vienes conmigo y se acabó. Uno más entre tantos no las causará ninguna extorsión; llevas un regalo y santas pascuas.
Sobre el silencio que se hace sitúo mi extrañeza y sin disimulo la expongo.
Me tienes confundido, ¿eso es todo?
¿Sabes?, no quiere casarse. Más aún, Rita pide que nuestros encuentros se distancien. Hasta hace bien poco iba a verla cada día y me quedaba hasta la media noche; creía tener suficientes razones para considerar aceptados y correspondidos mis sentimientos, y en esa confianza se apoyaban mis visitas. Tengo la impresión de que intenta desplazarme hacia una amistad que estoy muy lejos de pretender. Con ella, mi relación ha de ser íntegra y profunda o no será nada; no admito medias tintas, ¿comprendes?
¿Te prometió algo?, ¿hablasteis en alguna ocasión acerca de un futuro común?, ¿le dijiste tú lo que pretendías?
No a todo; nunca. Pero esas cuestiones, cuando hay amor, se dan por sentadas; los sentimientos no necesitan de la palabra para ser expresados o entendidos. Ya sabes lo que me cuesta ahondar; me pongo colorado y digo inconveniencias que no pienso. En un par de ocasiones inicié una frase que iba por ese camino, pero algo la interrumpió obligándome a mudarla, a recomponer su apariencia con un sentido diferente.
Antes que nada, compañero, has de tener una charla prolongada que aborde sin falsos pudores estos asuntos. Porque pudiera suceder que, amándote, no esté en su mano complacerte; que el matrimonio le resulte vedado por un compromiso anterior imposible de eludir. Conocido el estorbo, si en verdad es recíproco el cariño, bien pudierais unir vuestros trabajos en busca de un arreglo, ¿no crees? De estar casada y no tener remedio el problema, debes saberlo cuanto antes para decidir tu conducta, ¡qué menos!
Me oigo decir esta parrafada como un quejido que se escapa de mis labios sin autorización. Utilizo la certera hipótesis nacida de la intuición de Juana; si ella no se hubiera puesto a cavilar andaría yo subido al mismo guindo que Honorio, y soy consciente de ello.
Las cosas han cambiado mucho, ¿sabes?; ahora existe el divorcio y estar casada no representa impedimento insalvable. Pero no, es libre del todo. Su marido fue condenado a muerte y se dio cumplimiento oficial a la sentencia; lo he leído en los periódicos de Cuba y en un libro que trata ese asunto. Y por lo que sé, en el presente no tiene a nadie tan cerca; estoy convencido. Por otra parte, Mireya no ha de ser el problema; he pensado también en su oposición como causante de la de Rita, pero además de guapa es muy juiciosa y comprende. Congeniamos, lo habrás notado; sé que no discute lo nuestro. Charlamos con frecuencia mientras Rita se prepara para salir, y conozco su pensamiento amplio y tolerante. Así que estoy desorientado y no sé de qué parte sopla el viento.
Piensa que Rita te puede engañar sin pretenderlo; ya conoces por Mireya que con frecuencia fabula y habita en la nube que se construye a medida. Soltadas las frases estoy por recogerlas y desdecirme, pues temo herir con la verdad a mi amigo.
La conozco bien y sé que es capaz de modificar los detalles pero respeta la esencia.
Bien, en ese caso, poco puedo añadir. Respecto al favor que me pides, entiendo que madre e hija están invitadas a la comunión y tú no deseas presentarte solo. Quieres que te acompañe porque no tienes ni la más remota idea de cómo proceder cuando te encuentres con ellas ante los demás.
Exacto. Has deshecho en palabras un nudo que no sabía desatar, y vuelve el respiro a mi pecho. ¡Dime que vendrás!
Iré, compañero. ¿Qué te parece una colección de libros de aventuras como obsequio? Salgari, Julio Verne, Stevenson, Swift.
Se trata de una niña de nueve años…
Por eso mismo. Le encantarán, seguro; pero nadie se atreverá a regalárselos.
Llegado el domingo nos encontramos en mi casa Honorio y yo, y vamos desgranando la mañana en distintas actividades; lo hacemos con parsimonia, al modo del visitante curioso que arriesga las fichas del casino retrasando el momento de quedarse sin nada. Puesto el tope en dos mil duros le interesa alargarlos; cifra el triunfo en conseguir que duren toda la velada, no aspira a otra cosa. Juana tomó hace un cuarto de hora el camino de la iglesia con el sano propósito de dejarnos solos, y los chicos, educados en la libertad y en la duda, poco apegados a la religión, han preferido salir con sus amistades.
Tenemos un rato largo para preparar la táctica, considerando los pros y los contras de una conducta y los de la opuesta; la conveniencia de mostrarse distante ante Rita como si hubiera una magulladura punzante, o aparentar que nada hiere a quien resulta invulnerable. A la una y media es la cita, y el lugar, una iglesia de El Pardo. Allí, al lado, en unos jardines entoldados de madreselvas, nos servirán la comida. El padre de la comulgante es yerno y cuñado, respectivamente, de las mujeres palentinas -recuerdo que Honorio me habló de ellas, y hasta es posible que las viera en el castillo- madre e hija cortadas por el mismo patrón, un patrón fino y delicado de los que ya no se dibujan. Bien, el caso es que el hombre no halla ocupación prolongada, y tía y abuela tienen en su casa a la niña por librar al matrimonio de la carga que representa. Una infección intestinal -fiebres paratíficas o alguna enfermedad de similar desarrollo- mantuvo a la pequeña en cama cuando las compañeras de su colegio comulgaron, y han ido retrasando la ceremonia hasta verla restablecida. Esta explicación última da Honorio a mi extrañeza, justificada de sobra, pues cualquiera sabe que suele celebrarse en mayo el sacramento. “Debió de olvidar las llaves mi mujer”: pienso; pues supongo que es Juana quien llama al timbre cuando por hacerse la hora de salir queda disuelta la reunión de dos, posponiendo hasta una nueva oportunidad los asuntos restantes. Y en efecto, se trata de ella que regresa después de oír misa.
Se aglomera un público alegre y despreocupado a la puerta del templo. Al pronto no vemos ni a Mireya ni a Rita, y Honorio se descubre temeroso de tales ausencias. Cuando se dispone mi amigo a presentarme a la abuela y a la tía de la comulgante, mientras hablamos ambos con la madre de la niña -me sorprende su juventud, ella mucho más joven que la hermana- en el acto mismo de entregar mi presente, se acercan las cubanas a saludarnos. En lo que hace a las relaciones de Honorio y Rita todo marcha, en apariencia, lo mismo; pero se habla de trivialidades, y sabemos que en esta ocasión cualquier asunto resulta nimio si se aparta de la médula. Sucede que Mireya va a tocar el órgano y su madre dirigirá a los cantores, de modo que, requeridas por el capellán, entran ambas en la sacristía. Nos quedamos solos Honorio y yo, pues si bien mi amigo participa en el homenaje, ensayó anoche y actuará sin especial indumentaria.
De improviso, del todo lúcido, me invade el convencimiento de transitar por la vida tomando fotos intelectuales de las personas. Voy abriendo un riguroso diafragma que permite a las imágenes adentrarse en mi memoria a través de una lente imprecisa. Las traslado luego a mis escritos en forma de personajes principales o secundarios, meros extras acaso, de los que hacen bulto. La ocasión más reciente coincide con mi llegada al templo; al abrirme paso a través de la moderada muchedumbre de invitados y curiosos. Para aprehender el conjunto la fotografía, un plano general, puede bastar, no se precisan detalles individuales. Pero en el punto en que el grupo se despieza y cada cual va a lo suyo, cuando los protagonistas se me presentan uno a uno o envueltos por allegados cuya acción influye en la marcha de los hechos, el retrato resulta necesario, un primerísimo primer plano. Pienso sobre la marcha en la utilidad complementaria de una buena radiografía -intelectual, por supuesto- que muestre los complejos interiores. Embutido en la piel del escritor concienzudo, que desea mejorar día a día el realismo de su invención, todos los aspectos -recipiente y contenido, apariencia y esencia- se manifiestan suplementarios y, por ende, indispensables. Lo tengo en cuenta al verme a solas con Honorio, dispuesto a entregarle una opinión que le ayude.
Me pediste un juicio, y te lo daré con la mayor prudencia de que soy capaz. Rita es una mujer extraordinaria; vaya esta afirmación por delante marcando el camino de mi propósito. El tono canela de la piel, la armonía del rostro, territorio en que ojos, nariz y boca mantienen una concordancia exacta; y la esbelta elasticidad de su cuerpo, la hacen hermosa sin reservas. La personalidad bien definida, el deseo de independencia, ese toque de misterio, la presencia cuidada y la elegancia natural, le convierten en una dama atrayente y distinguida. El conjunto es magnífico, sí; difícilmente superable, de acuerdo; pero esa mujer no te conviene: así de rotundo se muestra mi juicio. Te supera en edad, y si hoy exhibe un edifico bien conservado, en cuanto comience el declive presto se desmoronará. Vive para sí y para su hija, y esa dualidad de intereses se concreta en uno solo que se llama egoísmo. Siamesas en los últimos tiempos, te será difícil abrir una brecha entre ellas, separarlas y tomar a la que quieres sin que afecte a la vida de ambas, a su comportamiento. No te beneficia iniciar la disección por el lado de la madre, se resistirá a dejar sola a su niña; habría Mireya de casarse o irse a vivir por su cuenta para que tu tentativa alcanzara el éxito. Además, el carácter de Rita es complejo; proviene de una cultura que desconoces, y también en ese recinto te quedarás a la puerta.
Si yo tuviera la cabeza puesta en este asunto como si se tratara de una computadora, gélida, seguidora de pautas preestablecidas; es decir, si fuera una máquina, vería tus razones con claridad, te prestaría oídos y obraría en el sentido que marca tu consejo. Eso me dijo, con otras palabras; añadiendo algo así: Si tomo lo que me dictan los sentidos, y lo combino con lo que me reclaman las emociones, es decir, si miro el asunto desde mi propio punto de vista, los inconvenientes que señalas carecen de trascendencia; no son sino el reverso de la medalla que yo aprecio. Si se dieran las circunstancias ideales, si se abrieran las puertas, si se alisaran los obstáculos, mi corazón estaría en lo cierto y tus temores resultarían infundados. Sólo un milagro puede hacer que las montañas se transformen en meseta, pero tu mente desapasionada da por hecho que los peligros se concretarán en su peor postura. Así que yo, Honorio Díez Quijada, cabeza y corazón unidos, tomo la decisión de seguir adelante. Y más ahora que la veo moverse con agilidad, despierta, vestida con sencilla elegancia; y más en este instante que su perfume impregna mi mano. Hic et nunc, creo con toda mi fe que merece la pena tomar de noche el frágil puente de lías a través del barranco, pues al otro lado me espera la felicidad. Dios es amor y comprenderá el mío. Él reforzará las cuerdas, Él iluminará mis pasos.
¿Sabes lo que te digo? pues te digo que tienes razón. Adelante compañero; al Everest, a la Antártida, a la Amazonía, al Sahara, a los abisales fondos del océano inmenso. Ahora o nunca te dice el destino; y yo, echándome a la espalda las palabras de hace un soplo, con toda la fuerza de que es capaz mi garganta, te digo: ¡ahora!
Si desconozco a Honorio -hombre metódico y previsor, persistente sorteador de peligros- a quien veo empeñado en alcanzar la acogedora tierra de promisión a través del mar proceloso; todavía más me desconozco yo mismo dando consejos envueltos en riesgo y aventura, enviando a mi amigo sobre una balsa -endebles tablas de chopo unidas con cuerdas de esparto quebradizo- a capturar el corazón hercúleo de la tempestad. Ignoro quién es ese orate que se me parece, al que imagino en lo alto del acantilado animando a Honorio a dominar la galerna.
Cuando vuelvo en mí, el cura oficiante, el público asistente y los invitados, conmovidos por el ejemplo del coro -una coral disminuida por los desplazamientos veraniegos- acompañan a duras penas al grupo cantor como un perro cansado a su dueño. La niña despierta, intuitiva, comulgante rezagada por culpa de la enfermedad, y los padres -solemnes, conmovidos- ocultan su indefensión bajo un manto de recogimiento -armiño blanco, rayos de sol- transformados en protagonistas involuntarios. Todo gira en su entorno: las lecturas de renuncia y de anhelos, la homilía y los gestos devotos. La ceremonia tradicional, la misa de siempre, se va abriendo camino a través de los cambios y de las intervenciones numerosas de los cantores, hasta alcanzar el definitivo Ite, missa est.
El almuerzo servido en el jardín sombreado del restaurante, resulta placentero. Mi presencia inopinada fuerza la composición de una nueva mesa y la reforma de otras dos, que también quedan incompletas y no alcanzan los ocho comensales del resto. En la nuestra nos sentamos seis personas: a más de Rita, Mireya, Honorio y yo mismo, está Carmen, la soriana de quien me dijo mi amigo que fue religiosa en Guinea, un espíritu armónico que se asoma al exterior a través de un rostro sereno; y se añade un alcarreño de unos treinta años, quizá más, nacido en Sigüenza, que trabaja para una nueva empresa telefónica -fruto, como otras, de la reciente liberación comercial de las comunicaciones- y realiza llamadas a los domicilios con objeto de vender los servicios de su compañía.
Tengo a la izquierda a Mireya y a la derecha a Carmen, de modo que el escritor y el hombre que soy se encuentran a las mil maravillas. Entramos en controversias cotidianas, eternas porque mudan de color y su tono depende del cristal con que se miran. Comentamos las diferencias regionales -Norte, Sur, Este y Oeste; arriba, abajo, izquierda y derecha- en esta España, revoltijo de costumbres, que se va uniformando como sucede a lo ancho del mundo: práctica impuesta por un capitalismo que, a modo de los agujeros negros del espacio, todo lo absorbe. Defendemos, magnificándolas, las escasas diferencias existentes, en un ejercicio inútil que busca la manera de resistir la uniformidad imparable. Nos asimos como a tabla de naufrago a juegos que presentan variantes en cada región, a dichos aislados, a las conmemoraciones locales: al folclore en una palabra; y lo hacemos porque ahí se agota la diversidad. El de Guadalajara cuenta anécdotas de su incursión constante por los hogares ajenos, de sus variados interlocutores; sucedidos que le llevan a conocer a la gente corriente, haciéndose del país una idea que no difiere mucho de la nuestra. Vive en Villalba, al pie del macizo recio del Guadarrama, con su esposa; y trabajan ambos en la capital sin que se dé coincidencia en el horario de una jornada extenuante. Él parte del hogar a las siete y media de la mañana y regresa a las diez de la noche, restando al trabajo las tres horas consumidas por el viaje, suma del tiempo que tarda el tren en dejarlo en Chamartín y el que emplea el autobús en acercarle a su oficina, próxima a Hortaleza. Quisieran engendrar una niña pero en estas condiciones lo van posponiendo. Con leve reproche para la esposa ausente, se queja el marido -sucede ya mediado el segundo plato, cuando la prevención se relaja- y lamenta no ver los programas deportivos que desea, pues a la mujer le interesan otros de mayor enjundia; y dice enjundia con retintín evidente.
Me explica Carmen, acercando su boca a mi oído, que, siendo monja, allá en Bata, hubo de vencer obstáculos altos para casarse con el médico de la misión y seguir prestando sus brazos seglares; barreras levantadas por su propia orden con la que estuvo a punto de romper cualquier lazo. Formó una coral de trasparentes ángeles oscuros: niños y niñas con los que adornaba las ceremonias religiosas, e iba por las aldeas desgranando un mensaje de hermandad. Su pasión por la música sacra le ha llevado siempre a enseñar, a dirigir a otros, por eso está atenta a los gestos de Rita, mujer de quien admira casi todos los matices. Vive Carmen con austeridad y disciplina, y considera los dos años que estuvo casada, un paréntesis breve en una vida entregada al celibato monacal.
NUEVE
El coro aglutina, lo entiendo bien ahora. Las bromas, los deseos expresados de un futuro espléndido, se ajustan a la perfección al modo de ser de cada miembro, individualizándose; prueba evidente de que conocen los unos de los otros el meollo, señal de que se tienen aprecio y forman una amplia familia. Saludo a unos cuantos de los convidados, y me sirve el desahogo de un tenor de la provincia de Toledo, preocupado por la conducta vacía de sus hijos, para profundizar en la técnica del retrato interior, de la radiografía eficaz, de modo que pueda integrar lo aprehendido en mis relatos. De esa manera percibo a sus hijos, a su esposa, que él describe como enemigos de la manera antigua de ver la vida: ahorro y trabajo, o mejor aún, trajín y economía; eje y centro de su estricta filosofía paterna.
Hablan del ocio, me dice el hombre encendido, no del descanso, que siempre lo entendí imprescindible; del ocio, que es una forma nueva de orillar el deber gastando dinero. Hablan de ocio y disfrute, y no es que les vea mano sobre mano, es que no los veo apenas y, más que pedir, exigen. Hijos: hiedras que te escalan en un abrazo ahogador. Hijos: tus propias manos asiendo lo que desprecias, tus pies llevándote a donde no quieres ir.
Se irán, argumento con el fin de consolarle; sus hijos elevarán el vuelo en cuanto encuentren un modo de vida que los satisfaga, y usted y su esposa seguirán su camino añorándolos, pidiéndoles que vuelvan y les permitan estar con los nietos.
Como sé que la conversación puede girar sobre su propio eje durante horas y horas sin ningún avance, me separo del pesaroso al tiempo que una mujer poco común se aproxima por la izquierda.
Verónica. Soy Verónica. La oigo manifestar mientras alarga el brazo para darme la mano.
En un principio no la creo, y me explico: estando convencido, antes de anunciarlo ella, de que ese era el nombre, me parece imposible haber acertado.
Ya lo sabía, afirmo.
Se lo has oído a Honorio, ¿verdad?.
Sí, pero no pensé en ello, es que te das un aire a la piadosa mujer que enjugó los sudores de Cristo.
Puede ser, pero a quien me parezco de veras es a Monna Lisa.
Lo dice, y al instante percibo en su rostro algún gesto destinado a recordar a la célebre Gioconda pintada por Da Vinci. Su larga cabellera propicia de por sí el parecido, pero no es sólo eso; el cabello enmarca un rostro enigmático, impenetrable, y lo cruza una sonrisa que no acaba de definirse. Ha de ser un trabajo de años, sin duda, el acercamiento a imagen tan renombrada, pero lo va consiguiendo. Es ancha de hombros, fornida; y a la vista de su torso y extremidades sospecho que libra una lucha sorda contra la obesidad. Me habla en un tono suave, y descubro que la voz melodiosa surge de una boca pequeña, bien hendida; y el terciopelo, la seda de sus palabras me acercan a la palidez de una piel tintada con leves pinceladas del rosa. Profundiza mi charla a modo de caldero y obtengo de su pozo un caudal abundante. Ya sé, por ejemplo, que trabaja para la televisión y el cine; rodó hace cinco meses la última película como ayudante de producción, y desde entonces permanece en el paro. Le gusta la danza, presta a la zarzuela y a la ópera su voz, practica halterofilia y, de vez en cuando, algunos deportes tan arriesgados como volar colgada de un pequeño paracaídas, o descender por los ríos de montaña embutida en una frágil canoa. Confiesa, sin necesidad alguna, treinta y tres años y un apetito voraz. El dilatado noviazgo que mantiene desde los veinticinco con un señor de Valencia, jefe de sonido en una cadena autonómica de radiodifusión, terminará en noviembre; el día diecinueve de ese mismo mes dejarán de ser novios para convertirse en esposos.
Oigo la voz áspera de Cosme y lo descubro a mi espalda. Presta ayuda a una mujer madura, metida en carnes, que atrapada entre la silla y un travesaño del tablero tiene serias dificultades para abandonar la mesa. Reitero la petición de disculpas a las anfitrionas por mi intromisión, y les agradezco la vistosa ceremonia y el almuerzo. Mas ellas no están enojadas conmigo, es más, muestran su pesar porque no traje a mi mujer. Me ofrezco a visitarlas con Juana para corregir lo incorrecto, y me dicen que ha de ser más adelante, pues mañana se van de vacaciones a Liérganes, un rincón precioso de Cantabria, donde todos los años alquilan una casa pegada a un puente romano que cruza el río Miera. A mi lado, Honorio felicita a la niña por los modales puestos de relieve, tan piadosos; por el profundo sentimiento del que parecen nacer; y por unir ambos en un sacramento que, perdido el hondo sentido religioso, suele quedar en un mero acto mundano vacío de contenido espiritual.
Fuera, en el descampado donde los coches permanecen a la espera de sus dueños, ascendiendo el talud que los domina, las dos mujeres y yo tratamos de concretar la fecha del almuerzo que me adeuda Mireya. Es entonces, sucede allí, ante nuestros propios ojos; en ese preciso momento, en el sendero por el que avanzamos, Rita resbala iniciando una caída que no llega a su término porque Honorio, sirviéndose de una agilidad sorprendente, la toma en sus brazos e impide cualquier daño. Se trata de una anécdota, pero revela la atención que mi amigo pone en esa mujer, y destaca su atenta intención protectora. Mas ocurre que Rita, sorprendida por el resbalón e ignorante del arranque de Honorio, en una exclamación con tintes de jaculatoria, pronuncia dos palabras que no pertenecen a nuestra lengua: Orisa oshún. Inquirimos con los ojos a Mireya, y la joven nos da una explicación que no aclara gran cosa: “¡Va!, asuntos de negras; fue santera de joven y eso perdura. Transporta lo de allá a la espalda y lo de allá a veces gira y se sitúa al frente. Aún me llama Cachita cuando goza de humor o quiere pedirme un imposible”. Quedaría en nada este trance que ocupa unos minutos tan sólo, si convertido en testimonio de un cariño franco no lo hubiera yo grabado en la memoria.
Parece ser el jueves un buen día para el convite de las mujeres y, puestos de acuerdo los tres, intento que Honorio nos acompañe. Alega mi amigo un viaje a París; marcha concebida por el solo capricho de ver el eclipse solar en todo su esplendor oscurecido. Va ganado por la certeza de que las catástrofes predichas, la caída de la estación espacial Mir sobre la capital francesa, o el tan cacareado fin del mundo, no tienen ninguna probabilidad de producirse. Aprovechará, agrega, ocasión tan frívola para vigilar la marcha de una de sus inversiones: un paquete de títulos pertenecientes a una empresa que tiene allí su sede. Metido de lleno en esos trámites agotará la semana. Lamentando su ausencia nos despedimos; ellas regresan solas y yo me dispongo a llevar a Honorio a casa, pues los del taller no le entregaron ayer el coche como le habían prometido, y se ha servido del tren para ir a mi encuentro.
Me alegro de que hayas venido. La verdad, no sé que hubiera hecho sin ti. Me cuesta imaginarme en el supuesto de encontrarme solo, y resulta probable que ahora lamentara un comportamiento ridículo.
No te extrañe, compañero; cuando nos gobiernan los nervios terminamos incurriendo en aquellos errores que tratamos de evitar. Ha sido un día completo; el ambiente era de lo más agradable. He visto, mejor dicho, he sentido la extraña relación de hermandad existente entre los integrantes del coro; y la expresión de Rita: Orisa oshún, abre una puerta ignorada que permite un mayor desarrollo al argumento de mi relato. Y si, además, te he sido útil, pues miel sobre hojuelas.
En el momento de dar el último repaso al manuscrito, disimularás los nombres, me dijiste; y los rasgos físicos, ¿no es eso? Esconderás lugares concretos, hechos conocidos; modificarás las fechas. No me gustaría que me echaran en cara el haber facilitado la entrada a un espía en el grupo, un detective sin conciencia de tal que después cuenta los entresijos. Fue santera de joven, lo dijo Mireya; ¿sabes tú qué es eso?
Es tan sólo una corazonada lo que tengo. Te advierto que, imitándote por una sola vez, estoy a punto de dar un salto hacia la conclusión desde premisas alejadas entre sí; de esa manera espero encontrar el busilis de la cuestión que tanto te preocupa.
Bueno, bueno; dime, entra en materia, aborda la nave. Suma sinónimos mi amigo, tomado por una visible excitación.
Eso pretendo. Pero quiero decirte antes, que para comprender los asuntos del amor, cuando son ajenos, es posible utilizar la sensatez y predecir su trayectoria; ya que si la víscera trasmite impulsos alejados de la lógica, sus estímulos puede estar gobernados por la razón.
Sí, ya sé; pero déjate de filosofías y dime de una vez que significa ser santera. Si lo ignoras no pasa nada.
A eso iba; te lo explico ahora mismito. Claro, santera. Pues ya ves, con esa palabra puede estar entregándonos la hija ciertas claves de la madre. Creo observar en las dos actrices un intercambio de papeles; en esta ocasión parece como si Mireya quisiera librarse de la presión materna, y la madre diera a la joven por perdida.
Vale, me rindo. ¡Olvida la pregunta!, exclama Honorio empleando un tono de broma que acaso enmascara un inicio de enfado. Y yo, haciéndome el ingenuo, prosigo.
La santería es una religión muy popular en Cuba. Creo recordar que concilia las creencias ancestrales de África, llevadas por los esclavos, con las católicas, aportadas por los españoles. Es muy posible que los adeptos se sirvan de las unas, bien vistas, para practicar las otras, prohibidas tiempo atrás.
Entonces la santera será una especie de sacerdotisa, ¿no?
Más o menos. Habré de averiguarlo con mayor definición, y a lo mejor lo aprendido nos acerca a la causa por la que casarse no depende de su voluntad. Puede que pronto dejemos de dar palos de ciego.
Me impide subir al piso de Honorio el hecho frecuente de carecer de un hueco para dejar el coche, pero no guardo en saco roto lo que preocupa a mi amigo, y en cuanto llego a casa, explicando el incidente del tropiezo de Rita, pido a Juana asistencia. Ella, que da clases de historia en un colegio del barrio, me explica todo lo que conoce, poniéndome, además, en el camino adecuado de la investigación.
Busca en la biblioteca del Ayuntamiento, en la Nacional si es preciso; después pregunta en la embajada de Cuba. En los archivos puedes encontrar adormilada la realidad antigua, un relato que, explicando los orígenes, hable de la evolución sufrida hasta llegar al presente; pero te interesa más que nada tocar la palpitante actualidad, por lo que necesitas dar con alguien que la conozca de primera mano, y supongo que en la embajada habrá estudios recientes y personas que estén al tanto de este asunto.
Se nota que he tocado un punto sensible de mi mujer, ya que se desliza sin darse cuenta por la suave pendiente de la lección explicada al alumno. La oigo, sí; pero mezclo mis pensamientos con su decir pausado.
Quizá ambos contextos –viejo y nuevo- formen una misma raya, porque la evolución de los credos suele ser lenta, tanto en lo tocante a la liturgia como en lo referente al dogma. Circunstancia debida a que los creyentes tienden a conservar lo que recibieron para entregarlo intacto, puro. A no ser que haya sucedido como suele ocurrir en la historia de las ideas, ya sean políticas o religiosas. De tiempo en tiempo un dirigente previsor impone un aggiornamento que acaba en cisma, pues los ortodoxos no aceptan el punto de vista de los reformadores, y se enfrentan a ellos en la más encarnizada de las luchas. Más tarde, un nuevo guía, carismático, logra la reunificación; pero los extremistas, esta vez una minoría de ambos bandos, la desdeñan; estableciendo, frustrados, dos reductos simétricos de nostalgia. Acontece de un modo cercano al descrito, y no creo que la santería haya escapado a lo que parece norma general.
Empezaré mañana la búsqueda, aseguro a Juana, pero necesito una orientación previa que me sirva de guía en el escrutinio. Comprende mi urgencia: el jueves almuerzo en casa de Rita, y considero que es el momento ideal para probar mi conjetura. Puede que por alguna razón la santería le impida casarse.
Yo te dije…
Ya, recuerdo tu opinión: no se puede casar porque está casada. Y la comparto. Creo que las dos eventualidades pueden suceder a un tiempo; las veo avanzando una sobre los carriles tendidos por la otra; lo mágico viaja integrado en la costumbre, subido a lomos del discurrir. Imagina, por un momento nada más, que Rita se debe a su extraña religión como sacerdotisa; imagina que las tales, según sus creencias, no pueden contraer matrimonio con extraños a la secta o por considerarse esposas de su divinidad; en ese supuesto, tú y yo hablaríamos de lo mismo.
No, no me refiero a eso; digo que está casada con un hombre, con su primer marido. Él vive aún, y aunque exista separación no se ha dado la definitiva rotura del vínculo legal. Pero bueno, tú a lo tuyo; al fin y al cabo no son más que cálculos y especulaciones.
El diccionario enciclopédico dice que Cachita es como llama la gente a la Virgen de la Caridad, patrona de Cuba, que tiene su santuario en El Cobre. Suscita un gran fervor religioso en cualquiera de sus advocaciones en todo el país. Pudiera ser, que Orisha Oshún sea el nombre equivalente en la denominación paralela de los santeros; añade mi esposa: Los orishas son, según creo, dioses; de modo que Rita ha de continuar siendo devota de la santería si como dices invocó al orisha en lugar de a la Virgen.
DIEZ
El agregado cultural, un joven muy leído, versado en campos diversos: de la protohistoria a la electrónica, de los idiomas prehispánicos al lenguaje cifrado, de la evolución del continente americano al remoto pasado de Europa; amable, servicial, me pasa a su despacho y me interroga -sirviéndose de un inteligente paseo a través de los tiempos y de las geografías- acerca de los fines que persigo en mi búsqueda. Y actúa de manera tan sutil que en mí no nace desconfianza alguna; se interesa por la novela que preparo, por mi obra anterior, por mi pensamiento acerca del nuevo orden mundial y por mis simpatías políticas. Cuando me sabe inofensivo, alejado de las malas intenciones, me pasa a una biblioteca bien surtida, depósito de una docena de libros relativos a la materia que me ocupa, la santería. Es más, se ofrece, si lo creo necesario, a darme su parecer sobre algún aspecto que necesite aclaración.
Examino un volumen tras otro deteniéndome cuando algún indicio ilumina mis interrogantes, y si en verdad se trata de pormenores que me pueden guiar, tomo nota. “En el inicio de los tiempos ya era Olofi. Y Olofi vagaba por el espacio sin fin rodeado de fuego en llamas y vapores ígneos. Se aburría y creó las profundas aguas oceánicas donde reside Olokun, orisha invisible e inimaginable. Y creó las aguas superficiales, territorio del orisha Yemayá y de sus algas, de sus estrellamares, de sus peces bellísimos y de sus corales sangrientos. Y posándose sobre todo ello surgió Oshumare, el orisha que tomó la forma del arcoiris y parió la Luna enorme y los planetas chicos”.
En las bodegas de los navíos, los esclavos Yorubas portaron desde África hasta América –desnudos y hacinados como iban- un bagaje inescrutable en el interior de sus mentes urgidas de temores, alentadoras de esperanzas. Los mordiscos del hambre, la áspera lengua de la sed, la barra candente del látigo, incluso el frío garfio de la muerte, llamada Iku, se estrellaban contra el muro intangible formado por los orishas domésticos, privativos de cada aldea, deteniéndose a centímetros del poderoso calcañar de los orishas universales. Analizo el índice de contenidos -campana anunciadora del paño guardado en el arca- y me detengo en los capítulos que suenan acompasados con mi idea preconcebida. La Regla de Palo estudian los autores; y la Regla de Ocha, que se aproxima más a lo intuido por mí. De los orishas y su correspondencia con los santos escriben, de los babalaos, padres o dueños del secreto, y de sus prerrogativas. De los omos o medium de que se vale el orisha para dirigirse a los humanos con toda su divina autoridad; de las réplicas correspondientes a las dudas que se le plantean, de los consejos facilitados a quien se los pide. Dan la relación completa de las respuestas que el babalao ha de grabar en su memoria antes de ejercer; parábolas que cierran, sirviéndose de una ambigüedad oscura, las inquietudes albergadas en la generalidad de las personas con independencia de la geografía que las acoja.
Sumando lo hallado en el diccionario de casa, en la modesta sala de lectura del barrio, en la Biblioteca Nacional y en los libros de la embajada, excelentes pagadores de mi búsqueda éstos últimos; añadidos los sabrosos comentarios del agregado cultural, de quien me hago amigo; voy levantando un edificio que no alberga en ninguno de sus departamentos las razones de Rita para querer apartarse, ahora precisamente, de Honorio. Ni cuando el movimiento estaba aún en mantillas, ni a lo largo de toda su evolución posterior, a los adeptos les ha sido vedado el matrimonio con extraños. Los santeros, primer escalón sacerdotal, se casan. Los babalaos, grado superior, se casan. Tiene los babalaos protegidos, ahijados, hijos, que van adiestrando en el magisterio con las miras puestas en la sucesión. Pudiera existir una promesa individual o algún compromiso adquirido por su particular empeño, que la impidieran matrimoniar con Honorio; mas no está en mi mano conocer secretos tales.
Atardece cuando Juana y yo salimos de paseo; ha disminuido el calor exagerado del día, y en el parque del Retiro se respira aire fresco. Caminamos despacio bajo los grandes árboles, bordeando el césped que riegan unos aspersores desajustados, cuyos giros, de barrido imperfecto, lanzan sobre nosotros gotas gruesas. Ha concluido el remozado del Palacio de Cristal, y tan bello lo veo, que la mirada me lo trae como en una red a los ojos. Sobre ellos se alza la etérea construcción en la atalaya de mi mente, convirtiéndose, materializándose en la residencia siempre deseada. La imagino ceñida por la fronda; árboles y arbustos que muestran, ocultándolos, hierro y vidrio, los materiales conjugados en su fábrica. La alberca, orgullosa de su chorro altivo, baña los primeros peldaños de una escalinata cinematográfica. Se lo indico a Juana y ella, aún más imaginativa, comparte mi sueño y lo desarrolla. Hacemos que es lo que no es, representamos que somos quienes no somos, y terminamos por tejer una trenza de ilusiones que expande la realidad. Ya en el declive del juego, la casa se muestra ficticia; un decorado de película la forma: escayola, cartón, hilos invisibles. Sin duda se trata tan sólo de una fachada sostenida desde la parte trasera, apoyada en barras de una aleación liviana y firme; una apariencia nada más, que al marcharse los actores después del rodaje será destruida. Miramos la evolución de los peces que avanzan agitando la cola y saltan a la caza de insectos. Seguimos adelante, buscando; convencidos de que resulta posible atar nuestra vida a alguna verdad más consistente.
El paseo que bordea el estanque grande aparece muy concurrido: echadores de cartas, malabaristas, titiriteros, niños que se persiguen, se cruzan y entrecruzan, chocando, por último, con las personas mayores. En el agua la algarabía es, si cabe, mayor. Parejas, tríos, grupos y algún solitario, pueblan unas barcas pesadas que se agitan hasta límites peligrosos, sacudidas por los bruscos movimientos de los pasajeros. Los remos se hacen armas que lanzan proyectiles de agua salpicando a los que pasan próximos. Una pareja se acerca a la orilla forzada por las ondas que la barcaza colectiva provoca. Hombre y mujer, les suponemos amantes ensimismados en su amor y ajenos a tanto barullo; y así resulta ser. Él ha de mostrar, erguido, una considerable envergadura, pues aun sentado como va parece alto. Su rostro, delgado, posee unas facciones viriles y armónicas; ella luce con orgullo una melena rubia que llega a la tabla donde están sentados. Le digo a Juana que me recuerdan mucho a Isa, el yugoslavo, y a la singular Verónica, miembros del coro de los que hemos hablado. Se dan un aire; yo diría que son ellos. Dibujan sus gestos, recortan su silueta, gastan ropas como las que yo les he visto puestas. Pero queda claro que no son, porque Isa está casado y Verónica desposará en noviembre con un señor de Valencia. No se ven sus remos que quizá reposen en el fondo, sobre el charquito de agua que suelen acumular las embarcaciones. Apoya la mujer su cabeza en el pecho masculino, mimosa, entregada; y él la besa en la frente con delicadeza. Con dificultad muestran en público ternura tan fresca, las parejas llegadas a la edad madura que ellos representan; ha de ser lo suyo cosa reciente, pasión nacida al amparo de una primavera apremiante, confirmada por este ardoroso verano que estamos viviendo. Un choque frontal fuerza a la barca a girar, y al deshacer el abrazo surge un rostro que muestra un semblante similar al Monna Lisa. De improviso toma él los remos, y de dos envites se alejan.
Juana y yo estiramos con parsimonia nuestro itinerario; dirigiéndonos hacia el paseo de coches sin premeditación, por pura costumbre. Hablamos de nuestros hijos, fuente constante de inquietudes y satisfacciones; parte cardinal de nuestra propia vida. De la ampliación de estudios de Óscar, el tercero, recién licenciado en derecho, que hace prácticas en despachos sin cobrar un duro. Del empeño puesto por el muchacho en redactar un currículo que diga las cosas del modo más favorable y resulte creíble. Del ajetreo desplegado en la red electrónica, dejando historiales a diestro y siniestro en las múltiples páginas abiertas con ese cometido recolector. De la esperanza enorme que aún posee, a pesar de que las contestaciones traídas por el correo formulan su negativa de manera impersonal y mecánica, y van restando pedazos cortados con cuchilla invisible.
Resulta indudable que una simple carrera ya no basta para colocarse bien, comento a mi esposa, y tenemos de ello ejemplos muy próximos. Ahí está Borja, el hijo de la vecina del quinto, dando tumbos de empresa en empresa, sustituido al término del contrato por otro aspirante, a pesar de haberse esforzado lo indecible, ser dócil hasta la exageración y sacar su tarea adelante con excelentes resultados. O a Chelo, la del tercero; se hizo economista y lleva un año enviando solicitudes sin efecto práctico. Aumenta el número de licenciados a la espera de trabajo, y sabemos que la competencia es feroz. Por eso Óscar ha de seguir el mejor programa, el que prometa más probabilidades de empleo; pues aunque parezca caro resultará rentable. Si Asesoría Jurídica de Empresas es la rama que le gusta, la que más se adapta a su manera de ser, y ofrece, además, interesantes salidas profesionales, mi opinión es que ha de especializarse en ella.
Cuesta una verdadera fortuna, pero las compañías contratan a los alumnos aun antes de terminar el curso; eso, al menos, aseguran los promotores del título, argumenta Juana, aunque sin poner pasión pues me sabe convencido. Para pagar el montante total, los dos millones y medio, si te parece bien, pediremos un crédito; ahora los intereses han disminuido y podremos devolverlo en unos años.
En lo posible, deberíamos prescindir de los bancos. No encuentras uno solo que exija menos del nueve por ciento. Y has de sumar la comisión de apertura, que está en torno al dos. Recapacitando un poco he encontrado una solución que me parece la más adecuada: el dinero que recibí al dejar la editorial lo tenemos colocado al siete setenta; no está mal, pero, empleándolo ahora, sin hacer números casi, se descubre que ahorramos al pie de cien mil pesetas; de modo que resuelve tú misma.
Sí, es verdad; pero no quiero tocar ese dinero, será tu retiro si a mí me pasa algo.
Ya, y si te pasa algo, ¿quién paga el préstamo pedido? Estamos en las mismas.
No menciono, ni Juana lo hace, la posibilidad de recurrir de nuevo a Honorio; y es que la idea carece de fundamento. Demasiado le hemos de agradecer para añadir a nuestro debe el anticipo de un gasto a todas luces prescindible.
Hablamos de la asignatura que se le resistía a Álvaro, el mayor; de la losa que nos ha quitado de encima al aprobarla, tan grande, que no hallo satisfacción semejante ni mirando a lo lejos, a no ser la curación de la pequeña. Lo que ha sufrido el muchacho sólo él lo sabe; le veíamos estudiar hasta las tantas, le sentíamos despertarse en cuanto se acostaba, aguijoneado por perniciosas pesadillas pobladas de enfermedades y enfermos; y en vez de volver a la cama dispuesto a perseguir el sueño, se entregaba al repaso de manera obsesiva. Dominaba la ciencia, sí, es cierto; mas al llegar el examen, los nervios, la mala fortuna o lo complejo del sistema de preguntas dejaban en nada lo sabido. Pero ya es médico, y por mucho que tarde en sacar número en el examen Mir, vislumbra el futuro. De María hablamos, de su trabajo excesivo: once, doce horas diarias; de la agencia de publicidad que compensa su esfuerzo con una paga exigua, inamovible desde hace dos años; del piso, comprado con su novio en Aravaca, cuyas obras no avanzan cuanto ellos quisieran. Nos referimos, por último, a Leticia, la pequeña, que habrá de cambiar de escuela universitaria a comienzos de curso al no haber obtenido nota suficiente. Se ve que la ingeniería informática es difícil y requiere mucho ahínco; y ella, debido al reposo prescrito por el doctor, no ha podido entregarse al estudio con todas sus fuerzas. Y hablamos de mi madre, de mi hermana hablamos. De la suerte que representa el hecho de poder vivir juntas, ayudándose la una a la otra en sus necesidades, y haciéndose mutua compañía.
Concluido el vistazo echado al discurrir de los hechos por el territorio amigo, pienso que la parte gruesa de la dificultad nos viene de la escasez de caudales; de haber continuado yo en la editorial muy otro sería el panorama. Lo sé y me siento culpable; pero no me atrevo a expresarlo en voz alta por no herir a Juana, que sumida en un prudente silencio puede estar llegando a una conclusión parecida. Las colaboraciones, los artículos, las conferencias y los derechos de autor llegan cuando llegan, y los dineros que traen siempre son escasos.
Bajamos las escaleras del parque que dan a la calle de Menéndez Pelayo junto a la plaza de Mariano de Cavia, observando lo que ocurre en el entorno, sin visos de reanudar una conversación que ni por asomo ha agotado sus temas. Una madre, delante de nosotros, conduce a un chiquillo que llora sin posible consuelo; y todo porque al triciclo que montaba se la ha salido una rueda y la buena mujer no sabe acomodarla. Dando a mi muñeca un movimiento acertado, encajo los rodamientos en su eje con precisión de experto y, como por arte de magia, una sonrisa serena el rostro irritado del niño.
En esto, a nuestra derecha, a sólo cuatro pasos de distancia, junto a un grupo de petunias amarillas y moradas, pegado a una adelfa intensamente florecida, un gato salta sobre un ratón y lo atrapa. Lo suelta, vuelve sobre él, y de nuevo le deja un margen de maniobra que sabe mínimo, insuficiente para la escapada. Está el pequeñín asustado, el miedo hiela sus movimientos, y en su deseo de huir se equivoca y se entrega. Las uñas lo sujetan por el espinazo, los cuatro colmillos se juntan en el pescuezo, en el vientre blanquecino. No le da tiempo a la sangre a acudir a los huecos de las heridas, porque abriendo el gato con desmesura la boca, engulle al ratoncillo. El cazador luce una piel de color canela tirando a caramelo. Nos miramos Juana y yo durante un breve momento, y nuestros ojos, cómplices, lo aprovechan para intercambiar un sucinto mensaje, que quizá lleve en su contenido el nuevo asunto encargado de resucitar la conversación.
Me gustaría oír las razones por las que el noviazgo de Honorio y Rita no te convence; demanda Juana de improviso, sin que su petición me sorprenda.
Ya te lo he dicho, lo encuentro desequilibrado. Ahora que vete a saber, a lo mejor por eso mismo funciona; no soy ningún experto.
Pero tú le has dado tu parecer; le dijiste sin rodeos que en tu opinión esa mujer no le conviene. Parece arriesgado, ¿no crees? Has de estar muy convencido para aconsejar que la olvide.
Puede que la amistad que me une a Honorio me haga ver en Rita un peligro para él. Lo he pensado, te lo aseguro. Porque aislada, sola, la tengo por una mujer magnífica: bella, valiente y luchadora. Honorio la pinta ideal porque utiliza un pincel enamorado, y a mí, en cambio, me preocupan su ambición y egoísmo; puede que los dos nos engañemos. Pero da igual; si ella se niega a casarse, problema resuelto. Vaya faena, ¿no opinas que pudo decirlo antes, evitando que se enamorara?
¡Bah! No creo que la verdad frene a Honorio. De conocerla con pelos y señales actuaría del mismo modo; mientras vea un resquicio por donde llegar a ella tendrá esperanza. Fíjate; yo sospecho que Rita estaba dispuesta a unirse a él, no en matrimonio, porque no la veo libre, pero sí como amante. Algo ha debido de ocurrir en estos momentos que la obliga a mudar de propósito. Aunque por ser mujer puedo tener alguna ventaja sobre ti, no termino de verlo claro.
Quisiera adelantarme al tiempo para evitar que Honorio sufra, pero cada día que pasa se enfila en mi contra. Sea o no sincera Rita, que eso habrá de verse, la cuerda se romperá sin tardanza, y temo que, al quedar libre el extremo que ella sujeta, le dé a mi amigo un zurriagazo en pleno rostro. Siendo como es lo sufrirá en silencio, y no sabremos de la misa la media.
Desde Cavanilles torcemos por Narciso Serra, y antes de llegar al cruce con Valderribas, en el quicio de una puerta hallamos a Cosme sentado en un sillón de mimbre. Está de palique con una mujer que puede ser la suya. Nos ve y, como si un resorte le impulsara, se pone de pie con un vigor impropio de su edad.
Tere, saluda a estos señores; son amigos de Honorio.
Entonces, buena gente; oigo decir a Tere.
Juana, mi señora; indico, presentándola. Mi nombre es Virgilio, añado. Y es cierto, somos amigos de Honorio.
Tanto gusto, responde la mujer, dándonos la mano mientras se levanta no sin esfuerzo obligada por la cortesía.
Corta Cosme el inicio de conversación y, tomando mi brazo, me conduce hacia el interior del portal.
Mira, esta es mi máquina; informa trasparentando un orgullo inocente, al tiempo de mostrarme una bicicleta deportiva de flamantes colores. Y añade en un tono más íntimo: Toma, toma, levántala. ¡Una pluma! Si me pilla la afición de joven otra cosa hubiera sido mi vida.
La alzo sin esfuerzo asiéndola de la barra, porque en verdad es muy ligera.
He venido hace un momento de dar unas pedaladas por la carretera de Valencia, y al encontrarme a esta mujer al fresco, como me había bajado el sillón, he dejado la bici dentro y me he quedado de cháchara.
Me engañaba ya con la antigua, que tenía sueltos los cables del freno y era más fea, denuncia la mujer con algo de rencor envuelto en el doble sentido; pero ahora, cuando no tiene coro, en vez de sacarme a mí se va con su novia; ¡diantre de hombre!
Ahí, donde la ves, mi novia como ésta dice, cuesta treinta mil duros, que han sido pagados a tocateja porque Honorio los ha adelantado en su mayor parte.
Esa es otra, no sé cuando vas a devolvérselos, porque con la menudencia de tu sueldo…Se le escapa a Tere la inconveniencia, llevada por un resentimiento que nuestra presencia no logra frenar.
No hagáis caso. Es una buena mujer, pero desde que nos quedamos solos me trata como si yo fuera su hijo. Hago de mecánico en un equipo profesional y aunque la paga no es muy allá, la redondean las dietas por desplazamiento.
Parece que no tenemos donde echar las perras. Hay que cambiar la cocina, que ya está en las últimas; añade la esposa con el ánimo irritado.
Calla, mujer; qué van a pensar estos señores de nosotros…
Resulta que, desde el abandono del canto y el matrimonio de la hija, vive Cosme en esta casa antigua junto a su esposa; no tienen aire acondicionado y salen a la calle porque se respira mejor y no faltan conocidos con los que pegar la hebra.
¡Qué pequeño es el mundo!, exclama Juana, con ánimo de conclusión.
Más de lo que nos imaginamos, agrego como si tuviera pruebas fehacientes desconocidas por los demás.
Todo es relativo, me digo en lo íntimo a modo de desarrollo teórico: Madrid nos parece un pueblo cuando encontramos a algún conocido en un lugar distante; y lo creemos enorme cuando pasan meses sin que nos crucemos con quien vive en el portal de al lado.
Adquiriendo compromiso de visita para una de las tardes próximas, proseguimos Juana y yo el paseo hasta la Avenida de la Ciudad de Barcelona, vía principal donde, en un quinto piso que da a un patio ajardinado, intentamos vivir felices con nuestros hijos, a pesar de los inconvenientes que acarrea la vida, o contando con ellos, buscándoles apropiada compensación.
ONCE
La muerte, que ha ido configurando el rostro apesadumbrado de mi madre, y acaso mi carácter receloso, me llama a la aldea de nuevo. Voy y vengo, testigo de funerales que me tocan de cerca, con una frecuencia que se aparta por exceso de la normalidad. Esta vez la desgracia rompe el hilo de mi indagación en el coro, e introduce un nuevo elemento de demora. Me disgusta usar el automóvil para estos menesteres penosos, apresurados siempre: ida y vuelta en una interminable jornada de dos noches. Se encuentra la estación tan a mano del pueblo, que en cuanto bajo del tren el coche de línea me hace un hueco junto a conocidos, relatores de las habladurías últimas en trecho tan corto. Ajeno al volante puedo prestar mi atención a las páginas de un libro de mi agrado, ocuparme de los compañeros de asiento o atender al paisaje, tierras de labor y los pocos árboles que se me vienen encima para escapar al momento, recorriendo en un periquete la distancia que los separa de la lejanía, una mancha indefinida que disminuye con celeridad hasta diluirse.
Retorno triste, carente de la expectativa que me trajo en volandas, deseoso de conocer los detalles del suceso, y de ver una vez más a los que en cierto modo considero míos. Aquejado de singular parsimonia subo en Sahagún al furgón de cola, con tiempo de sobra. Me entrego a la lectura en cuanto nos apartamos de la villa; lejos ya las vistas urbanas que suelen reclamar mi atención. Inicio el prólogo del libro, avanzo unos pasos por él y lo encuentro enjundioso; anticipo y reflejo de lo que será su interior, me digo esperanzado. Mas la incursión dura un momento, porque como una visión atrayente, enmarcado en la ventanilla aparece Grajal de Campos, pueblo de cuya historia da testimonio el castillo. Me invita el conjunto a levantar la mirada para que la pose en su palacio renacentista y en la enigmática torre de la iglesia, y lo hago complacido. Tras Grajal llega Villada, patria de Tomás Salvador, escritor de vida y obra palpitantes. Y después, Paredes de Nava, cuna de esclarecidos hombres: escultores, pintores, literatos. Regreso al libro y leo las estrofas que encabezan el poemario, escogidas entre todas por el autor para descubrir cuanto antes su buen hacer e interesar a los lectores. Las calibro, las sopeso, y cuando me dispongo a formular una opinión el Cristo de Victorio Macho me anuncia que estoy en Palencia. Crecida en lo alto del Otero, hierática, grave y misericordiosa; un alma le puso el escultor -se ve en la mirada- de las almas tan recias que da forma esta tierra.
No ha sido uno más en la lista de entierros; éste de mi prima Angelines resultó, si cabe, más emotivo; último de una tanda de nueve en treinta meses y medio. Ahora, en el tren de Madrid, falto de la compañía de Juana por la suprema razón del trabajo, conocido el paisaje y vacíos los asientos próximos, sin que me distraigan los trigales ralos que la siega convierte en rastrojo -monotonía de los tonos pajizos- ni los árboles aislados, con los ojos cerrados pienso en todo ello padeciendo y consolándome.
Estaba llena la iglesia de la aldea, y eso que es grande: de cuando la población triplicaba a la actual. Cántaro rebosante parecía el templo. Tantas personas había que un grupo numeroso hubo de quedarse afuera, siguiendo con dificultad la ceremonia desde el atrio. Cuando hace mes y medio dimos tierra a su hermana, con ser muchos los fieles que abarrotaban la nave central y las capillas laterales, a la zaga le iba la suma de asistentes. Se ve que valían lo suyo estas chicas y eran apreciadas en la comarca: tanto en Sahagún, donde residían ejerciendo su profesión –la una maestra y la otra modista- como en nuestro pueblo, en el que tenían casa abierta y pasaban las vacaciones.
Si no fue repetición el funeral, hubo al menos acusadas coincidencias: un mismo cura oficiante, el párroco, compartido con otros cuatro pueblos; idéntico capellán invitado, su primo Juan, hijo de la señora Josefa; y por hisopo usaron de igual forma una rama de romero; y no es que carezcan de aspersorio, que existe uno antiguo de plata maciza, se tratará de un retorno a ritos primitivos, presumo. La homilía hizo liberar lágrimas a algunas mujeres, y yo, que en apariencia soy duro, lo confieso, estuve a punto del llanto interior, recoveco íntimo donde a veces esbozo una sonrisa o me encuentro mohíno.
El cáncer que dio fin a Angelines resultó hallarse muy extendido, pues de los tejidos de origen pasó en cuestión de meses a órganos vitales. Primero tomó el hígado, luego, tras un corto asedio, dominó al pulmón; y ya iba a la conquista del cerebro en su evolución invasora, cuando, carente de carne que cubriera los huesos, exhausto el resuello, expiró sin la menor violencia. En ese instante concreto, el del tránsito, la tormenta que inquietaba su entendimiento se deshizo en relámpagos, y el más luminoso de todos, deslumbrador, le produjo el efecto de un espejismo. Vio, como en un sueño difuso, dos espectros. Uno era apacible: sandalias, túnica y velo níveos; rosáceos el rostro y las manos; y en su delirio Angelines lo identificó con Azucena, la hermana viva, ángel de tranquilizadora presencia. El otro fantasma poseía un aspecto turbador: sayal, cíngulo, sobretodo y capucha de un color gris en su tono más oscuro; pálidos presentaba el semblante y los dedos; y Angelines, en su calentura, los atribuyó a Lucía, la hermana muerta, angelical despojo. Una escala trenzada de ramas frutales –manzanas y peras prendidas aún- le tendía Azucena desde una posición superior a la suya. Una cadena vestida de raso le asió Lucía a los tobillos, tratando in extremis de llevarla a lugares inferiores, a ínfimas y lóbregas estancias. Desgarradora fidelidad a lo pactado, con las dos iría si sus destinos fueran conciliables, pues no deseaba romper el equilibrio ni inclinar el fiel de la balanza; por eso caminó unos pasos sobre arenas movedizas, ignorando el sendero, hasta que un frío profundo la invadió y sus ojos entraron en la negrura total.
Hace quince meses, poco más o menos, el escenario del altar mayor las acogía: mustias flores alejadas de la intemperie. Al pie del catafalco de su madre eran tres figuras etéreas recibiendo el pésame, hilvanando planes de convivencia. Abrumadas y desvalidas, semejaban hojas a merced del viento, retablo de piedad y desventura, curvatura de espaldas arqueadas. Las manos entrelazadas y los mismos propósitos les daban el calor preciso, la seguridad frente a la hilera interminable de amistades. De ese modo, una al lado de las otras, aparecían en las esquelas, arropadas por mi tío Juan y mi primo Alfredo. Pero qué voy a contar que los sucesivos recordatorios -con su lenta resta de nombres de apenados, en su continuo trasvase de afligido a difunto de los miembros de la familia- no digan. En ellos está toda la historia escrita, que arranca cuando a los treinta años al mayor se le descubre un corazón grande y les da por hurgar a los cirujanos, tratando de componer válvulas sin compostura. Meros pretextos, ¿acaso no resiste Azucena, con algo de mimo, un padecer idéntico? Ese remedio vano fue el inicio de todos los males; y la exigua tarjeta de invitación al recuerdo, al pie de la foto, decía: Andrés ha muerto y lo sienten sus padres y los cuatro hermanos. Y ellas, las tres plumas que separadas zarandea el aire agitado, se leen juntas, ordenadas por edad, enlazadas con rasgos que los demás no perciben. En aquel instante se conoce que entró la desgracia en la casa, y de lo sabido se intuye que no estuvo quieta; mordía los rostros contritos, las entrañas reblandecidas.
El tren avanza siguiendo el dictado de la inercia, aprovechando la facilidad ofrecida por los carriles, sin que le frenen mi sentir apesadumbrado o mi atención distraída. Antes de llegar a Dueñas la ventanilla me entrega por el lado izquierdo, como un privilegio, la serena visión del Monasterio de la Trapa; estampa que siempre me admira, pegada a la iglesia románica que le nace como excrecencia de piedra a la piedra. Momentos después, por el otro costado, se ofrece a mi curiosidad el pueblo, covachas de las laderas y casas ilustres que guardo en el desván de mi memoria, porque ahí, en la vivienda dominio de la estación, conocí a Mariamparo, un amor que no llegó a cuajar pero estuvo a punto de guiar mi conducta futura. Bajé a beber agua en aquella ocasión, la vi, y el tren se marchó con mis amigos llevándose el equipaje. Adolescente plagada de ilusiones tangibles, sus ojos activaron la felicidad que en mi interior dormía. Sostuvimos una charla que duró tres horas, hasta que el viento destinado a avivar la hoguera recién prendida, cambió de orientación y un nuevo tren llegó con el cometido de separarnos. Luego me hice emigrante y estuve ausente mil años o casi, hasta que empezaron a llamarme insistentes los entierros con su voz de campana: nueve, ya he dicho, en dos años y medio; y en mis idas y venidas, al descubrir la estación, renuevo la esperanza de ver una Amparo quieta en la edad aquella.
Inició la tanda de muertes de la que hablo, Alberto, uno de los primos de mi edad, aún joven; después -todo lo que tarda el sufrimiento en dar la puntilla a una enferma crónica- murió su madre, a quien yo quería porque era accesible y cálida como refugio en la nieve, hogar encendido día y noche para los extraños. Unos meses retrasó mi tía Marcela el irse, y otros tantos el volver a por su esposo, desguarnecidos los flancos sin ella, desorientado. Y como si el parentesco fuera una maroma a la que la gente ata su proceder, no sé si medio año después o acaso menos, feneció su hermana, viuda de Félix, hermano de mi madre.
Debido a que cuando perdí a mi abuela paterna era yo muy niño -no iba aún a la escuela- fue este tío carnal uno de los primeros parientes que anoté en mi cuenta de difuntos. Sucedió poco antes de que enfermara mi tía Niceta, de esa enfermedad suya tan poco corriente, hiriente y amarga. Agonizaron en la misma habitación -la que da al corral del vecino- quizá en la misma cama y en una postura casi idéntica -girados del lado íntimo de la pared- con turbación de enfermos sin escape posible. Expiraron ambos mediando un intervalo estrecho, como si la casa heredada estuviera maldita o fuera el origen de contagios letales.
Cuando sucedió lo de mi tía Niceta, jugaba yo sobre el sendero mítico a ser un rey peregrino del Camino de Santiago, un rey que viajaba de incógnito cuando la gente sencilla lo descubría y aclamaba. En el momento triste en que me trasladaron el aviso, soñaba y tuve que descender de la nube azul y blanca; y puedo asegurar que mi conducta posterior superó a la del niño que se da por enterado sin estar obligado a reacción. Dibujaba mandobles en el aire con una espada de madera, enarbolaba una enseña deslucida, un pañuelo de mujer atado al palo de una escoba, y lo dejé todo para consolar a mi madre. Bebí yo sus lágrimas como en una fuente, y acariciaba sus cabellos al musitar palabras que en sí mismas nada eran, pero el tono melifluo obró en ella el milagro de silenciar el llanto, y disponer con entereza los actos relativos al sepelio.
Sobre la misma explanada arremetía yo contra una cuadrilla de enemigos, amigos míos desde el nacimiento, o escalaba los muros de una fortaleza fingida, cuando a mi abuelo materno le descabalgó el jumento que lo trasladaba, rompiéndole la crisma y el suspiro. El destino adverso, evidenciando una prisa inhumana, se hizo con él sin procurarle el tiempo necesario para anunciar a la esposa, mi abuela, su marcha. Sin embargo, la agonía de la mujer fuerte y laboriosa que fue su compañera y le dio nueve vástagos, resultó larga. Años y años queriendo ir detrás de los dos hijos muertos, detrás del marido. Media eternidad esperando que la muerte se ocupara de ella misma, aproximándola a su lugar de descanso, tramo final del camino de la ermita, cementerio orillado por tapias de piedra y esconces vacíos.
Mi abuela atesoraba el cariño en estado puro, y lo tenía siempre dispuesto para los nietos; yo tomaba a diario por mutua devoción una dosis suficiente a mi necesidad, incluso sobrada. Esperaba ella mi visita y yo de mi visita era incapaz de privarla. Aunque estuviera a su lado el mínimo tiempo que permanece un lamento en el aire, porque quedaba la cuadrilla de amigos en la portalada, todas las tardes me presentaba donde ella cosía: estufa, patio o corrales. Sus relatos me tenían en cuenta, no eran sólo desahogo de viuda privada de parte de su prole. Preguntaba por la marcha de mis cosas, escuchaba las explicaciones enredadas y me hablaba de los tiempos idos, tan vestidos de domingo unas veces, tan desastrados otras, que yo, nivelándolos, me hacía una idea cercana a la realidad. Cuando ya su existencia no daba más de sí, fui a Sahagún en busca del médico. Corrí subido a una bicicleta sin frenos, despreciando el peligro inmediato, pensando sólo en ganar tiempo para incrementar con él la oportunidad de cura. En cuanto el doctor hubo terminado de examinarla –pulso, frente, pecho, vientre y espalda- comunicó el sombrío dictamen a los allí reunidos; y el niño que yo iba dejando de ser, mezclado con los mayores, pasó a la alcoba para entregarle en silencio el testimonio de pesar, la ofrenda de las abundantes lágrimas. Supe así, gota a gota, de la muerte indestructible: desgajo, calamidad, extraña esencia enemiga. De sus consecuencias formé juicio, viendo los nubarrones que sobre la casa elegida quedaban flotando.
Se detiene el tren en la estación de Valladolid junto al cuartel de Artillería, escenario de mi servicio militar. ¡Qué tiempos!; era joven, y a una ilusión rota le sucedía otra intacta, sin desempaquetar aún. Ejercitaba mis nulas habilidades bélicas, fregaba el suelo de la batería, conducía un camión vencido por el uso, dormía o vigilaba el sueño de los otros; pero a la vez concebía planes destinados a dominar un porvenir aún indeterminado, cuyo aspecto me era difícil imaginar. Durante los lapsos de asueto escribía cartas a Juana, desplegando los trabajos y los sueños que nos mantendrían unidos. En ocasiones venía mi novia a verme y paseábamos por las calles céntricas, Plaza Mayor y alrededores, sentándonos, por último, en alguna cafetería de la plaza de la Fuente Dorada o de la calle de Santiago, decididos a sacar el máximo provecho a los segundos restantes, besándonos las manos y el rostro, abrazados por la ternura y la sensualidad, hasta que los camareros censuraban nuestro impulso amoroso obligándonos a abandonar el establecimiento.
Dos años y medio después de lo que acabo de referir, desde esta urbe magnífica, encrucijada de mis pasos dispersos. Desde la Acera de Recoletos frente al Campo Grande, al lado mismo del Paseo de Zorrilla; partí con el doctor, catedrático de la Universidad, reputada eminencia vista por mí como último recurso para salvar la vida de mi padre, que vivía junto a madre en el pueblo desde la jubilación de ambos. Íbamos en el coche del doctor: yo emocional y razonadamente esperanzado, y él, atento a la carretera y haciéndome preguntas sobre los síntomas actuales y las enfermedades pasadas. Conducía un modelo rápido, pese a lo cual llegamos a deshora, encontrando abiertas de par en par las puertas y ventanas de la casa y, arremolinado, invadiendo el jardín y la huerta, al pueblo entero de chavales y mujeres, quienes acompasaban sus rezos al clamor de las campanas. Se te secaban dentro los trigales, los rastrojos te ardían en el pecho, pedías agua a gritos en tu sed última: escribí entonces: desgarrando el cielo y la noche. Y yo, inocente, por dañina te la negaba, sin conocer tu muerte. Si llego a saberlo, un mar te hubiera dado, un manantial inextinguible; un río hubiera puesto, cristalino, en tu garganta.
En demasía se detiene el tren y, haciendo ostentación de calma, suben y bajan viajeros que ocupan los asientos cercanos; los despiden familiares o amigos subidos al estribo o bajo las ventanillas, alzando la voz con las últimas recomendaciones y las noticias por fin recordadas. Por esas razones indeterminadas que llevan a la gente a morirse y a los familiares a honrar el cadáver, una y otra vez he vuelto a mi pueblo. Estancias muy breves, insuficientes para hacer inventario. Relajado el resorte que mantenía en tensión el ánimo, todo parece distinto en el regreso, más vital, más saludable. El ritmo vivo de la marcha, el rumor ágil de la conversación ligera y las sonrisas asentadas, indecisas eso sí, de nuevo en los labios, denotan un menor compromiso con el luctuoso trance.
DOCE
Puede que la mudanza más profunda de las asumidas por la gente de mi tierra, sea una mejor aceptación de la muerte; al menos la de mayor consecuencia. Es probable que esa sea la prueba definitiva del paso de lo rural a lo urbano. Escucho aún los gritos desgarradores de inhumaciones antiguas, los ominosos lamentos, las frases reveladoras de intimidades ocultas, reproches o contrición elevados a ceremonia pública de la penitencia. Advierto en mi pecho estremecido aquel aferrarse de la viuda al ataúd, retardando, entorpeciendo durante un rato el acto solemne de dar tierra al difunto; vívido lo noto, como si el tiempo transcurrido no aminorara, por perdurable, la sensación. Revivo con nitidez el irreprimible deseo de la esposa -hijo del instantáneo desvarío- de ser sepultada en unidad indivisible con quien en algún momento de su vida alcanzó la plenitud; intento frustrado por los hijos al borde mismo de la tumba, en cuya cabecera esperaban nuevo enterramiento calaveras y tibias de antepasados sin identificar. Concluido el sepelio, desgranando en diversidad los gestos de aflicción, transcurrían los interminables años del luto impuesto por la costumbre. En ellos se consumía la pena exigida por la misma tirana, la tradición que todo lo vacía; años ayunos de música y alborozo, vividos al margen de la trayectoria ordinaria de los tiempos. Eran llantos a hora fija salpicados de improvisaciones. La risa, qué digo la risa, la sonrisa incluso estaba mal mirada. De duelo hizo mi vecinita Tirsa la comunión; negro azabache de su pelo negro, de sus negras pupilas. Zapatos nuevos de un blanco brillante, calcetines lechosos de punto acanalado, un nevado vestido que tocaba el suelo, nevándolo; la chaquetilla alba de vellida lana, diadema, velo y guantes tan blancos como la ilusión del estreno junto a las amigas: todo unido se introdujo sin tardanza en una caldera donde hervía un ponzoñoso tinte negro. Se ennegreció el cielo aquel día, festividad de la Ascensión, cuando en la fila izquierda de las inmaculadas comulgantes -las palmas unidas al filo de los labios y contrita la mirada- caminaba despacio, negra nube saturada de aflicción y vergüenza, Tirsa. Siete años de alegría inquieta apresaba el luto de la niña en el momento de recibir la Sagrada Forma, veinte días tan sólo después de morir, demasiado joven, su madre. Constituye éste un ejemplo extremo del trágico cariz que tomaba el culto a los muertos, expiación de incógnitas culpas.
Cuando falleció mi tío Román, militar al que siempre conocí en la reserva, pasivo, a la expectativa de no sé qué prodigioso suceso bélico que le volviera útil; ya la tragedia se había suavizado. Por fortuna hoy se trata de un sencillo tránsito hacia lo desconocido, el último acto de la existencia. Ya no hay lutos que se alarguen más allá del mes, se consideran saludables la música y la distracción festiva, para las heridas sentimentales, y entre la muerte y la vida se apuesta por la vida.
Al invadir el tren la estación de Medina del Campo, entre los avisos de la megafonía y el son de las máquinas, metidas de lleno en los vaivenes de las maniobras, acerca de la general evolución medito. Pasan los tiempos llevándose consigo hábitos que parecían arraigados, y descargan otros que en principio sufren la oposición general, porque el grueso del pueblo se resiste a los cambios y lucha hoy contra aquello a lo que se aferrará mañana. Es ley de vida. Los hechos, sus razones y las consecuencias que tuvieron en la conformación del porvenir, se refugian en los libros de historia prestándose a interpretaciones muy diversas según la índole de cada lector, dependiendo de cuales sean sus objetivos personales. El palaciego castillo mudéjar, escenario del amor desquiciado de Juana la Loca, y prisión, además, de Cesar Borgia, espada y cruz del Renacimiento, que posó para Maquiavelo como uno de los arquetipos de El Príncipe; las iglesias y la vasta plaza del antiguo mercado, espacio de ferias tan nombradas; los caserones mellados y algún que otro palacio interrumpen el campo cereal, llanura inabarcable de la llamada Tierra de Medina.
Tan sólo a unas leguas en línea recta se encuentra Olmedo: murallas, iglesias mudéjares, un nombre de la historia y la leyenda prestado a la literatura. Olmedo alberga a mi hermana, muchacha caracterizada por su manifiesta dureza y por su fragilidad oculta, dura y frágil como un diamante valioso que sólo puede tallar su propia materia. Independiente y, no obstante, atada por los antiguos lazos de la amistad y la familia; economista de valía que defiende un buen empleo en la Azucarera. Sufre cefaleas de las que sale un tanto deprimida, pero allí está nuestra madre que la vuelve a situar en lo alto. Nuestra madre, mujer del campo ajeno y de la casa propia, ubicua señora del rastrojo, del hogar y de los hijos, muestra un rostro campesino que los setenta y tres años vividos no han arrugado en demasía. Sus ojos me envuelven cada vez que llego de visita, y en ellos veo titubear un cariño que no acierta con las palabras apropiadas para decirme lo mucho que se alegra de verme. Cuando su memoria desenreda la madeja del pasado y tira del hilo bueno, se convierte en un pozo de anécdotas y acontecidos. Al término de mis breves visitas se torna lánguida, y queda pendiente de las necesidades de su hija, a la espera de la llegada de mi hermano, consciente de la imposibilidad de volver a lo de antes, a la estrechura de la gran ciudad que a diario promete mentidos horizontes de mejora, a la amplitud del campo en compañía del esposo satisfecho. Ella y su hija han formado un hogar mínimo que enciende el fuego cada día, y abre las ventanas al exterior para permitir la entrada del aire que alimenta el respiro. Las dos mujeres han hecho muro a la soledad dejándola fuera.
Vuelven a quedar libres los asientos de los lados y el de enfrente, y puedo dejar a mano la cartera, envoltorio de un poco de merienda y del libro grande de pequeños poemas que vine leyendo: Reparos del Espejo, escrito por Manuel de la Puebla, profundo de fondo y de forma, bello. Se identifica con sor Juana Inés de la Cruz –dice el autor de sí en el prólogo- en las manifestaciones de rebeldía, pero también en los silencios heroicos; frente a las ataduras religiosas y sociales y ante la disminuida condición -humillante por injusta e injusta por humillante- de la mujer. Asegura que sufre con la religiosa las limitaciones de su época, imposibles de superar, tales como la servidumbre debida a los poderosos, la aceptación obligada de los arreglos que la sociedad impone, el aplauso sin enmienda de los gustos artísticos imperantes y las restricciones de los ambientes literarios. Es lo escrito tan explicativo del admirador y de la admirada, que sirve como muestra del ideal de ambos. Se lo prestaré a Mireya. Conocerá, así, la joven a la monja mexicana, y la identidad del poeta, decidido a caminar al costado de la Sor, llevándole el zurrón de intenciones en cualquier aventura que emprendiera. Le gustará su verso ajustado, la precisión de orfebre puesta en los engarces, la honestidad en el decir y la sinceridad de lo dicho.
Mi cabeza inquiere, autónoma, si como ocurre en el tren, las sucesivas mudanzas que la historia recoge y las que, por necesidad absoluta, se han de dar en el futuro, terminarán por dejar las cosas en el sitio justo: personas y equipajes descendiendo en la estación término, allá donde debían. Si es así, no vienen a cuento las preocupaciones que nos atormentan y nos hacen desdichados; si es así, poco importa el desfiladero por el que se tiendan los carriles o los apeaderos en que hagamos el trasbordo; la corrección, de ser precisa, se producirá por último tras superar los avatares. Si sucede así, el hombre es menos libre de lo que imagina. Si el hombre resulta ser menos libre de lo que imagina, debiera sufrir menos.
Sumergido en estos pensamientos voy dando alcance a Ávila, sin apercibir apenas su fuerte presencia, sin entregar a las murallas la atención merecida, sin valorar con suficiente justicia el conjunto magnífico que abrazan. Se suceden raudos El Escorial y Villalba, su campo urbanizado a fragmentos, un bosque de encinas y jaras salpicado de terrenos vallados, casas de recreo núcleo del jardín circundante. Ya es el monte de El Pardo, ya es la gran ciudad dilatada, suburbios confusos: viviendas para acomodados junto a refugios de tablas carcomidas y hojalata. Le entra el tren a Madrid por Chamartín y Atocha -algarabía, estridencia de sones, ajetreo y bullicio del ir y venir de la gente- y al quedarse quieto desciendo de un salto al andén. Llevo la cartera en la mano -el bocadillo intacto y los versos dos veces leídos- y camino con cierta premura nacida del ansia de ver a los míos, dejando la tristeza en el lugar donde arraiga y florece varias veces al año.
En cuanto me baño y enmiendo mi aspecto de viajero cansado, devoro unas tajadas de un sabroso guiso de carne, mínima porción de la copiosa comida que Juana ha preparado; y charlar un momento con los niños, Juana y yo nos vamos a la cama.
TRECE
Se presenta el temido día once y la fecha me mueve a incertidumbre, alejándome de la concentración que la escritura requiere. Habla todo el mundo del eclipse, y en el aire se agitan presagios que inquietan al común de la gente. Ha hecho estragos la revelación -centurias y cuartetas- de las predicciones que el galeno provenzal Nostradamus dejó documentadas, poética ambigüedad que se abre a cualquier acontecimiento y concilia los contrarios. Llamo a Berta, la cantante argentina, por saber la manera en que vive el momento. Algo percibo en las palabras de la mujer que me fuerza a verla. Voy solo, sin Honorio, y me invade la sensación de estar cometiendo traición contra mi amigo: me he adentrado en sus dominios sin aviso previo, desprovisto de su consentimiento; pero soy un escritor pasional y me debo a mis impulsos tanto como a mis reflexiones. Encuentro a la mujer animada y la veo alentar a su hombre, tutor al que se ase como hiedra, irguiéndolo. Está Berta empezando a estudiar el método Braille, y una dicha sin explicación le sale de dentro. A él le parece claudicar, reconocer a la enfermedad cierta ventaja en la jugada; y ella le replica, que si aprende su tacto a leer en relieve, abre nuevos claros a la oscuridad y es ella quien triunfa. Hablamos del efecto del eclipse en las personas, y ambos comparten el convencimiento de que no es en la alineación de los cuerpos celestes donde estriba el peligro, sino en la propensión de la gente a dar crédito a los augurios más disparatados. Nos quedamos un buen rato en la gente, tratando de efectuar una disección de laboratorio que nos permita vislumbrar la razón de su comportamiento errátil. Buscamos la fuerza centrípeta que lleva al individuo a actuar al margen de sus propias convicciones, en cuando se siente inmerso en el conglomerado heterogéneo de la masa invertebrada. Fijamos, luego, nuestra atención en la persona solitaria, en aquella que, sin saber por qué, se enfrenta al grupo y se reconoce disidente; la que sigue una fuerza centrífuga que la aleja del racimo. Obedecen ambos casos, a los movimientos telúricos y universales de sístole y diástole, asegura Berta, y su hombre y yo asentimos. No era nada el mal momentáneo, si acaso un poco de murria, pero me alegro de haber hablado de nuevo con tan peculiar pareja.
En Madrid el eclipse decepciona a quienes esperaban ver, como por arte de magia, el nacimiento de la oscuridad a partir de la luz intensa, la luz penetrante emergiendo de la negra oscuridad. Se apaga el eco de las conversaciones sostenidas con ese motivo, y de repente es jueves, el día fijado para asistir al convite de Mireya.
Desconozco con detalle el distrito en el que vive, un suburbio residencial de construcción reciente. Mas sucede que la joven tiene cita en la embajada de su país, esa misma mañana, y ha hecho planes para efectuar ciertas compras una vez terminadas las gestiones más apremiantes. De modo que me brindo a llevarla de vuelta a su casa, y a eso de las doce nos encontramos en un centro comercial que reserva varias plantas de sótano para el estacionamiento. No va maquillada, los afeites resultarían un añadido superfluo en su rostro, dueño de una belleza de por sí llamativa. En otros encuentros se notaban por contraste los leves retoques de la madre, un carmín muy vivo, una pizca de sombra en los ojos, en Rita quizá algo más justificados.
La acompaño en el itinerario selectivo y observo la lógica de sus decisiones: si necesita un objeto y el precio es adecuado, lo compra; no cede a otros fundamentos. Me vienen a la mente sor Juana Inés de la Cruz y Manuel de la Puebla, autor y poemario a los que prometo volver, pues dan para reflexiones y comentarios cuantiosos. El libro por el que avanzo ahora, Bomarzo, de Mujica Lainez, me parece una recreación histórica muy bien documentada, un ejercicio complejo que logra la verosimilitud y el constante interés; y en este aspecto, teniendo en cuanta lo que llevo leído, considero que se acerca al trabajo de Marguerite Yourcenar, “Memorias de Adriano”; para mí uno de los mejor escritos. Curioseando discos compactos se detiene Mireya ante los que recogen en sus surcos música de jazz, y tomándolos con delicadeza lee el contenido de las cubiertas, los títulos en inglés de las composiciones grabadas. Entiende, me digo; es el procedimiento seguido por mí en la sección de literatura. Derivo hacia el jazz el tema de la conversación, dado que en esa música creo encontrar un filón de acercamiento. En vano; ella está en la vanguardia, en lo que se hace ahora mismo, del todo desconocido para mí; yo permanezco en la prehistoria de la modernidad, fiel a Louis Armstrong, Fats Waller, Willian John Coltrane, Ella Fitzgerald, Billie Holiday, Sarah Vaughan, un período heroico en el que Mireya no entra si no es por curiosidad. Ella se inició con Aretha Franklin y Stevie Wonder, ya en el soul; llegando luego a Donna Summer y más tarde al funk, al jazz-rock y al rap. Intento fallido que debo corregir. De modo que observando la carencia de muestras sobre los anaqueles, en la librería pido algunos títulos que tratan de la santería cubana; con voluntad de adquisición, sin duda, pero también por sacar a colación la materia. Mi estratagema alcanza el segundo de los fines, pues al confirmar la vendedora la inexistencia de tratados con ese contenido, me pregunta Mireya qué aspectos de la práctica me interesan, por si pudiera ayudarme.
Me importan los adeptos: las formas habituales de su persuasión, si convertidos en observantes de la nueva norma despliegan una doble conducta y si salpican de disimulo su vertiente cristiana. Porque yo los imagino en la iglesia simulando una devoción que circula por otros paisajes, tal vez nocturnos y selváticos. Pero también me importan los lugares y la forma en que se celebra la «limpieza» previa a la ceremonia de iniciación. Y los adivinos, los liberadores del mal. Los orishas y sus símbolos me interesan, los santos católicos a los que equivalen, los colores del culto de cada uno en particular, sus atribuciones concretas. Me importa saber la diferencia entre Olodumare y Oloffi, el ritual de los sacrificios ofrecidos, cuándo y con qué fin se celebran, qué son el ebbo y el ashe; y por encima de todo, la jerarquía de los sacerdotes me importa: de dónde parten, de qué manera alcanzan tan alto grado, si se casan o permanecen célibes; ese último entresijo me importa, más que nada, desvelar.
En pocas palabras, manifiesto englobando en mi expresión los detalles de la inquietud, me atrae el rito y las personas que lo practican. Las promesas, los votos, la consagración de la vida al culto más allá del compromiso. Trato de escribir una novela, corta o larga dependiendo del azar que gobierne mi pluma, y preciso ciertos conocimientos mínimos para dar solidez a un pasaje que sucede en tu patria. Vosotras, por lo que dijiste, sabéis de ello; de forma que no podría soñar con una ilustración más ajustada a la verdad.
Ya sé adonde vas, y no es ese el camino. Nada esperes de Rita; ningún secreto va a revelarte; certifica en un tono que muestra escondido un pequeño enojo.
No ha de ser el tamaño del enfado muy grande, pues a continuación me explica futilidades que ya domino y, de manera deliberada, no profundiza en el tuétano. Insisto en lo concreto, le fuerzo a invadir justo el terreno que evita, y llega a confirmar la libertad de matrimonio en que se encuentran los sacerdotes y los fieles devotos. Sin embargo -añade- pueden adquirir obligaciones individuales que quedan en la intimidad de quien las formula. Percibo en esta respuesta un tono enigmático que tiene la virtud de trasladarme adonde estaba: la densa niebla, el anochecer oscuro; pues desconozco si Rita se ha obligado con algún ofrecimiento que lleve ese sentido. Nos acomodamos en la cafetería dispuestos a tomar un refresco, y le doy a leer la página manuscrita que recoge, tal como yo la imagino, el relato de una ceremonia de iniciación. Le ruego su enmienda hasta llevar el rito a su ser natural; impetración a la que, como escritora solicitante habitual del mismo favor, no puede negarse.
“¡Olofi!, gritaba un babalao vestido de blanco; ¡Olofi!, repetían los santeros vestidos de blanco; ¡Olofi!, vociferaba el común de los fieles, vestidos cada cual a su modo. ¡Oshún!, gritaba un babalao vestido de amarillo; Oshún! repetían los santeros vestidos de amarillo; ¡Oshún!, vociferaba el común de unos fieles vestido sin concierto. Y una letanía de nombres de orishas era repetida tres veces siguiendo el orden sabido: babalaos, santeros y el común de los fieles. Cinco negros de edad indefinida, ataviados con túnicas de hilo dorado, descargaban las manos sobre los tambores entregándoles el ritmo que, al parecer, exigían las tensas pieles encargadas de acentuar los sonidos. Otro negro, el más oscuro de todos, a su lado, golpeaba con una llave de hierro el hierro de una azada. Un clamor inquietante puso a mi espíritu al compás de los tambores, del entrechocar de hierros; y noté, con asombro, que las piernas seguían al espíritu tras el marchar ágil y monótono de los danzarines. Las manos comenzaron a agitarse una contra otra al compás de los atabales, del espíritu y de las piernas. Y el espíritu se hizo visible en los negros vestidos de blanco, y en los negros vestidos de amarillo; el espíritu se hizo visible en los blancos vestidos de blanco, y en los vestidos de amarillo; visible en los mulatos ataviados con ropas de un blanco límpido y de un amarillo dorado. El espíritu se hizo visible en todos y cada uno de los fieles, sin importarle ni el color de las ropas ni el lugar de procedencia. El grupo formado por los mestizos, tintado de todos los tonos intermedios entre el puro blanco y el negro puro, ajeno a cualquier colectivo específico, era el más numeroso, y contribuía como ningún otro a que el conjunto alcanzara el total de noventa y nueve miembros. Y los noventa y nueve elementos del conjunto se agitaban como se agitan las aguas que hierven, de abajo hacia arriba; y los noventa y nueve blancos, negros y mulatos del conjunto, a continuación, se agitaban como se agitan las ramas mecidas por el viento, de arriba hacia abajo. Unas veces los movimientos eran rápidos y otras eran suaves y lentos. Ya corrían en círculo, ya se agitaban en línea, ya rompían la continuidad y se alzaban saltando, se agachaban saltando, se movían de atrás para adelante, de adelante hacia atrás. Una melopea monocorde iba invadiendo el espacio, y la libertad fue capturada por la quietud que la sometió a lo estático. Un cuchillo subió a la noche alta para bajar sus reflejos de luna sobre las plumas del ave, sobre la carne trémula, sobre el corazón angustiado. Un cuenco pasaba de mano en mano, de boca en boca; el líquido rojo que lo llenaba se iba vaciando y llenando a intervalos regulares. En un lado ardía una hoguera con chisporroteo espasmódico, y las bocas llenas del prodigioso líquido rojizo -alcohol, hierbas y sangre- soplaban gotas minúsculas que se esparcían por las llamas, creciéndolas. El ritmo se aceleraba hasta lo imposible para los humanos, traspasaba la línea divisoria y dos, cuatro, veinte, mujeres y hombres, cayeron al suelo dándose de cabezadas contra una tierra conmovida por el frenesí de la danza. Olofi, el creador, no bajó sobre los presentes; Oshún no bajó sobre los presentes, Obatalá no bajó sobre los presentes, Ogún Arere tampoco bajó. Pero todos ellos comisionaron a Elegua, y él sí bajó. Elegua -rojo y negro- se hizo manifiesto, palpable. Para los varones era mujer, para las mujeres varón; y todos se abrazaban abrazando a Elegua; unos con otros se amaban amando a Elegua. Abrazando a Ogún Arere, abrazando a Orula, abrazando a Oshosi, se abrazaban; se amaban unos a otros amando a Ogún Arere, a Orula, a Oshosi. Unos a otros se abrazaban creyendo abrazar a Yemayá o a Orumbila; unos con otros se amaban creyendo amar a Yemayá o a Orumbila; porque en ese momento todos los orishas, incluidos Oshún, Oya, Changó, todos ellos eran los hermanos que recibían los cinco collares, encargados, en lo sucesivo, de protegerles de cualquier mal: el collar de Elegua, el de Obatalá, el de Shangó, el de Yemayá, y el de Oshún. En ese instante, único, irrepetible, los numerosos orishas, representados por Elegua, se encarnaban en los noventa y nueve fieles que les rendían su fe y les sacrificaban los gallos, cuya sangre bebían mezclada con infusión de yerbas y ron añejo. Alzaron sus manos los cinco ancianos dorados y el de los férreos golpes, y las mantuvieron quietas en el aire sobre sus cabezas, alejadas de la piel que las sacudidas iban desgastando. Cesaron los tamboriles el son, los espíritus ocuparon su lugar dentro de los cuerpos caídos, los miembros agitados volvieron al reposo y todo fue silencio y calma durante un período indefinido de tiempo, porque el tiempo, en aquella explanada rodeada de vegetación, cansado, se había sometido a la invasión de un extraño sopor.
No debes apurarte demasiado si quieres pedir socorro a Rita; mejor te vendrá ir con tino y esperar el momento oportuno. Me sorprendería que la hallases dispuesta a darte señas ciertas o a corregirte errores; que los habrá y mayúsculos en lo que llamas ceremonia de iniciación;. Ella sería la indicada si no estuviera sometida a la carga del silencio. Mas puedes estar seguro de que la esencia aparece recogida; sosiéguete saber que he oído retazos acá y allá y la imagino pareja.
Se ofrece Mireya de buena gana a pagar las naranjadas que hemos tomado, y siendo pequeña la suma, por no contrariarla, se lo permito. Abre el bolso para buscar la tarjeta de crédito, y abierto permanece los varios minutos que la cajera emplea en llevar a término la operación electrónica. Debido a esa fortuita circunstancia, en el interior alumbrado del estuche descubro un sobre que en el anverso, en su ángulo izquierdo, presenta impreso el membrete de la embajada. Manuscrito aparece, además, en el centro de la misma cara principal, el nombre de Mireya y los que han de ser sus apellidos. Los leo, y observo, con singular sorpresa, que un error muda el paterno Martínez en Rodríguez, acertando en el Acosta tomado de la madre. Yerro incomprensible viniendo de funcionarios, pues suelen ser los de su condición muy meticulosos al transcribir cualquier serie de nombres por mucho que ésta se alargue; cuanto más si se refiere a los datos de identidad de compatriotas censados, y a uno concreto que sin duda verificará el contenido del documento. Y es que una incorrección en el nombre de una persona la anula, transformándola en otra bien distinta.
Ya en el coche, un instante antes de ponerlo en marcha, cumpliendo la promesa de mostrarle alguno de mis trabajos recientes, le entrego el cuento titulado «Navajas», relato ambientado en la Guerra de la Independencia, cuando los franceses causaban estragos en este país, llevando la muerte a las personas y la ruina a los pueblos, sometiéndolos a la expoliación más completa. Parece que satisfago una curiosidad muy fuerte, pues, al guardarlo, sonríe animada. Lo confieso, no esperaba tan amable acogida. Quizá por ello, aunque era actividad reservada para la sobremesa, mientras nos acercamos a su barrio, le explico la favorable impresión que me produjo la lectura de sus escritos, el cuaderno completo que me entregó.
Los he leído con sumo deleite, aseguro en un tono que peca de grave y formal, pues tienen buena traza y son bellos. He descubierto, admirado, que el objeto de tu poesía es el amor, las relaciones eróticas, los apasionados encuentros entre amantes.
Hay algo más, te lo aseguro.
Claro que hay más, mucho más; añado, con manifiesto afán de minimizar su interrupción. Evocas un mundo hedonista hecho a medida del deseo, pero se trata de un mundo que teme agotarse en sí mismo y quiere trascender para perpetuarse.
Sí, eso es; expreso un sentimiento humano que está en la base de todo intento de progreso.
Los cuerpos entreverados, continúo fortalecido por sus palabras, soportan mentes que persiguen, entregándose, más allá del placer, la dominación del otro: caballo de Troya, filtro amoroso que rinde enamorado al adversario. Tomas claro partido por las hembras, por su liberación de unas normas sociales impuestas por los hombres, que se manifiestan perjudiciales para ellas. Alzas a la mujer a la altura del macho; en su mismo plano la sitúas. Toma ella la iniciativa en la búsqueda de una fusión completa con el amado, de una mezcla íntima que los convierta en unidad permanente. En algún punto se descubre que ambos huyen de su propia insatisfacción, del abrumador aislamiento, deseando aferrarse a una realidad firme, tangible, a una sólida columna que cumpla el cometido de vertebrar la existencia. Si en tus poemas, donde dice carne ponemos espíritu –lo mismo en la persecución que en la entrega- tendremos una poesía mística de hondura.
¿Quiere eso decir que te gustan?
¿Piensas, acaso, que puede ser de otra manera?
Ya sabes como suceden estas cosas, alega, según creo, para no entrar en materia de discusión; los versos afloran libres tomando su fondo del que hallan dentro; los poetas nos limitamos a procurarles una forma aceptada por los demás, a quienes corresponde el análisis y la valoración. Escribo lo que siento, y siento todo lo que tú has dicho, tal como lo has interpretado.
La prosa, sin embargo, parece intentar el camino inverso, el que viene del todo a las partes, de la sociedad a los individuos.
Sale rauda mi frase de la boca, dando por concluida la cuestión poética, porque creo evitar con ella un fastidioso comentario acerca de su erotismo natural, de la sensualidad que desprende su cuerpo, de la soledad que refleja el manantial interior, fuente nutricia de sus poemas.
Me gustaría que concretaras algo más, solicita; dame ejemplos si te es posible, sólo así se clarificará tu parecer y podré sacar consecuencias.
Lo extraño que nos rodea, digo, tomando el sendero marcado por la joven, lo propio que escapa, constituyen uno de los temas tratados con reiteración. La disputa del individuo con su fondo íntegro, escrupuloso; el conflicto personal desatado por lo que nos vemos obligados a aceptar, por las metas irrenunciables a las que hemos de decir adiós, ocupan un espacio que pensaba en manos de la lucha de clases y de la vindicación obrera. No se trata de la épica revolucionaria, sino de la gesta del camino; no de las consignas, no del dogma social, sino del compromiso personal adquirido con las propias convicciones.
Ese es mi credo, expresa, no tengo otro.
Ni falta que hace. Tu credo es preciso, cinco, seis mandamientos universales que tienen que ver más con la preservación del medio ambiente que con la ética. En este contexto la muerte del hombre se equipara a la matanza del tigre, al incendio del bosque o a la erosión de las tierras ya desprovistas de manto vegetal. Universalizas al ser humano, lo colocas en su lugar cósmico; eslabón, tan sólo, de la cadena existencial. El pasado subyace en tu obra, es el suelo donde pisas; pero el horizonte de tu mirada es el futuro, un futuro que entrevés tormentoso.
Me alegra que también te gusten mis cuentos.
Me encantan. Tus cuentos sorprenderán sin duda a las personas mayores, a los conformistas, a los timoratos; pues en ellos se produce la ruptura de la realidad. Cristal golpeado por la piedra, lo tangible explota en mil pedazos originando otras certidumbres fabuladas, que poseen la facultad de ser intercambiables. La trama se apropia de la atención del lector y no la suelta; en volandas la lleva, trasladándola de quebrada en quebrada a lo largo de una cordillera cuyo principio entronca con el fin, la cola se inserta en la boca voraz. Su comportamiento es semejante al del círculo formado por rectas pequeñísimas, casi puntos, que cambian por prudencia de dirección hasta cerrarse en los orígenes.
Algunos de ellos contienen la realidad circundante que una niña es capaz de captar; no sé si eso se percibe. Quizá sean pobres pero, a cambio, son espontáneos y limpios.
La infancia recibe el entorno con todos los sentidos abiertos, y lo guarda en la memoria para entregárselo a la mujer madura. Las propias expresiones, las palabras mismas, son de allí, de la niñez y de la Habana. Tu crítica no se opone al pueblo llano, incapaz de rebelión; ni se sitúa frente al dirigente que ordena, ¿Batista?, ¿Fidel?; se lanza a las claras tras el mensajero que traslada las órdenes desde la cabeza a los pies, y recibe en pago de su imprescindible colaboración algunas migajas. Los intermediarios mezquinos atraen tus lanzas pesadas, tus ágiles flechas. ¡Ah! la ética. Tu moral es juvenil, adolescente, pura; de alguien incapaz de hipocresía. No comprendes al malvado, no le concedes el beneficio de la duda, ni lo que se llama la presunción inicial de inocencia. No aceptas la circunstancia atenuante de haberse sentido obligado a obedecer; reo del destierro le haces, de la sociedad lo expulsas.
Si te das cuenta, mi habla de ahora, no difiere de la tuya. Buen cuidado me hizo poner Rita en ello. Si hablas como ellos te tratarán como a una de ellos. Pero en los escritos, todo es cubano, habanero. Te lo ruego, no sigas por el camino de las alabanzas; en exceso, más que ayudar perjudican. Comienza la crítica constructiva, la que poda y sanea. No temas darme el bebedizo de la purga, que yo lo tomaré hasta las heces.
A ella voy. El entorno, las circunstancias, el marco, están muy bien trabajados, poseen detalle, son firmes; mas los personajes flojean. Resisten una ráfaga de viento, un análisis somero, pero un vendaval los arrastra. En la construcción de los caracteres se desnuda tu debilidad.
Lo acepto. Me falta hacer pluma, debo insistir en la lectura, en la escritura, en la experiencia vital. Sé que he de profundizar en la virtud y en el vicio de las gentes, en las causas y en las consecuencias de sus actos; en el carácter forjado a partir de lo recibido de las madres, en lo tomado de donde lo hay, y en la consiguiente conducta seguida por los protagonistas, avanzadilla de la cohorte de tipos relacionados con ellos, influyentes en sus obras. Conozco lo que debe hacerse, pero llevarlo a la práctica no resulta fácil; requiere tiempo, y yo divido el mío en actividades que me restan energía. Sucede que la música, la enseñanza y las relaciones sociales me satisfacen también, y no quiero en modo alguno dejarlas.
Cometerías un error si así lo hicieras, intervengo arriesgándome a cortar su razonamiento, has de desarrollar todas tus facultades, porque el equilibrio beneficia al conjunto, y a cada una le viene un añadido de savia del crecimiento de las otras. A fin de cuentas, quien importa eres tú, tu capacidad de dar y recibir con igual disfrute. Y esto es válido, tanto en el desarrollo de las tareas que emprendas, como en el de las amistades de que te rodees. ¡Ah!, añado, vimos la película de Vincent Minelli que nos dejaste, pero se me olvidó traértela.
¿Os agradó?
Sí, muchísimo; es una obra maestra. Con decirte que a Juana le molestó que terminara te digo todo.
Era de esperar. Os la dejé porque a mí me entusiasma cada vez que la veo, al contrario que a Rita.
Hace Mireya tal revelación, en un tono que refuerza mi suspicacia acerca de la posibilidad de colocar a la madre en el lugar del intérprete, pues la mujer se conduce con las personas cercanas de la misma manera dominante.
Llegamos en ese preciso momento a nuestro destino, inmediaciones del Parque Norte, y me manda parar ante una casa que abre con tres de sus paredes, portada y laterales, dos calles y una plaza. La construcción es nueva y diseñada con gusto, las seis alturas de pisos la hacen mesurada. Dejo el coche junto a la ancha acera, a la sombra de un árbol. A pedir de boca, me digo en silencio; pero allí, donde el espacio existe, no resultan extrañas estas oportunidades. Nos apeamos, toma su bolso y mirando el edificio, pregunta sin demandar respuesta, afirmando.
Es lindo, ¿no?
Mucho; y el barrio acompaña.
Digo verdad; se alza en un entorno bien urbanizado, salpicado de árboles y generoso de jardines. El suyo es un estudio de dos habitaciones situado en la planta quinta, a la que llegamos utilizando un ascensor forrado de terciopelo malva, excepto por la parte frontal, donde un espejo nos devuelve la imagen de una pareja menos discordante de lo que yo imaginaba. Ya en la planta, la puerta correspondiente a la letra «B», al abrirse, descubre a una Rita sonriente y jovial. Nos besamos en las mejillas como el pájaro que bebe al vuelo, en un abrazo, sincero por mi parte, tenso y protocolario por la suya. Está graciosa la madre con el delantal florido, tocada con un pañuelito que defiende su peinado; se encontraba en la cocina y lo dice justificando su aspecto aunque lo sabe impecable.
CATORCE
¿Da el monje carácter de hábito a su vestimenta? En este mismo instante principio a creerlo. Viendo a Rita tan aparente con su delantalito salpicado de flores, propiamente de sainete, imitación burlesca de lo que ha de ser un delantal serio; y cubriéndose la cabeza con un pañuelo fino, tan alejado de esos gorros altos, que por sí solos hablan de la bondad de lo que allí se cocina, me digo: ¡Esta mujer ha guisado en otros tiempos a las mil maravillas!, sus prendas, con ser festivas, no me incitan a broma; hay en ella una aptitud que las dignifica.
Rita ha dispuesto lo necesario para iniciar los manejos que den por resultado un sabroso almuerzo. El fogón, en su frente, entre los fuegos de gas y el fregadero, cuenta con una tabla de buen tamaño, incapaz, por sí sola, de acoger las copiosas materias primas y los ingredientes requeridos para el aderezo; por lo que una mesa auxiliar, provista de ruedas, acepta el sobrante y lo coloca a mano. Veo unas ostras de singular calibre -arrancadas de su valva madre cuando aún su intimidad temblaba como en virgen abierta- sometidas a un sencillo adobo. En recipientes de barro les dan escolta, librados de su cubierta, unos dientes de ajo ya coritos, de un blanco titubeante hacia el pajizo claro; rizos de mantequilla, espirales que prometen fundirse en cuanto reciban la calidez de un aliento; pimienta molida de distinta apariencia en matiz y textura, sal marina machacada en parte y en parte gruesa, aguacates pelados, mostrando el verde mimoso de su carne herida. Al lado, un caldo recocido se cubre de islas de sustancia; y la crema de leche, alejándose de su origen líquido, se espesa a ojos vistas. Valoro una salsa, que Rita llama inglesa, descansando en una jícara de arcilla; y una piña tropical sin corteza, con la pulpa cortada en lonchas y en dados regulares. Colas de camarones que han sido peladas con esmero, pues no muestran ni una pizca de caparazón adherido ni les falta una pizca de carne; cortes de cebolla de diferentes tamaños, hojas y palos de un laurel muy fragante. Aceite virgen de oliva dentro de una pequeña alcuza, y uncida al mismo yugo, una vinagrera mediada de vino oxidado.
Eso veo; y mayonesa reposando de un nacimiento agitado, perfectas ruedas de limón, eje, radios y llantas de amarillo verdoso; un vasito colmado de jerez, una copita de aguardiente, polvo de jengibre, tomate frito. Hojas tiernas de lechuga, amarillas las más y verde claro el resto, troceadas en forma que recuerda alas de gaviota extendidas; trozos de mero, tomates maduros, pimentón rojo mate, tomillo desmenuzado. Aceitunas rellenas de anchoa, vino tinto dotado de un cuerpo espeso, harina candeal, condimentos criollos pulverizados, pedazos de conejo en aliño de orégano, leche de coco, grandes plátanos verdes de los de freír, miel de flores silvestres. Semeja lo que veo, un bodegón al óleo, nacido sobre madera pulida al amparo de azulejos y baldosas.
Con el fin de que calme mi sed tanto como de acrecentar la intensidad de mi apetito, al servirse ella me sirve Rita un refresco de hortalizas que saca del refrigerador. En su composición, explica la artífice, entran zanahoria, tomate, puerro, apio, limón, albahaca, pimienta y un ápice de sal. No llego a distinguir en su individualidad los sabores, pero se lo agradezco por lo fresco y saludable. Portando los vasos pasamos al salón, un vasto espacio de dos alturas, en el que la elevada se llena con la mesa, asiento de platos, vasos y cubiertos dispuestos para la comida. Rita y yo nos sentamos en la parte baja, sobre el diván de un tresillo de cuero que abraza una mesa de cristal y bronce. En el cercano fogón Mireya se somete a las tareas escogidas para su examen de cocinera, e intenta dar solución a los problemas que ella misma decidió plantearse.
Alabo su forma de vida, la calidad y belleza de los objetos de que se han rodeado, la calidad de la alimentación, y debo de darle cierta sensación de sorpresa, pues se siente obligada a aclararme de donde les vienen los medios.
Doy clases de canto bien pagadas, Mireya tiene alumnos de solfeo y gana de sobra para ella, gozamos de una modesta pensión que hasta hace ocho años no pudimos conseguir; y somos dos mujeres carentes de necesidades, sin caprichos caros. De no ser tan alto el alquiler de este departamento, ahorraríamos. No creas que siempre fue así, en los primeros años carecimos de todo.
Consciente del escaso tiempo puesto a mi disposición, como si anduviera enzarzado en una incruenta batalla del juego de ajedrez, trato de llevar mis piezas hacia las suyas con intención de tomarlas al asalto. Le hablo del escaso espectáculo que en Madrid representó el eclipse de ayer. Esta apertura me permite hablar de los lugares donde el sol se ocultó por completo, y desde tan privilegiada posición llegar a París resulta sencillo. Concurren en París dos circunstancias favorables al menos, la ya dicha del oscurecimiento de la claridad, y el ser la ciudad escogida por Honorio para gozar la experiencia impagable de sentir, en un lapso brevísimo, la transición del día a la noche y de la noche al día; conociendo lo que ocurre cuando ocho o nueve horas avanzan en unos minutos. La torre, con el concurso de la reina y el alfil, me permite poner en apuros a la orgullosa dama, pegada al rey su señor: ya estoy en Honorio; desde esta atalaya puedo propiciar cualquier suceso, el que mi voluntad desee. Pero no, ¡qué error!, No ha de suceder lo que yo quiera; sino lo que convenga, aquello de lo que me sienta capaz. ¿Soy acaso el abogado de Honorio? Puede molestarle que trate sus asuntos al margen del encargo y sin licencia. De modo que intuyo a mis piezas regresando de vacío abrumadas por la turbación. Desvío la intención a instancias de la sensatez, y ya por otra cañada le escucho decir a mi boca alabanzas sin cuento atribuidas a Mireya.
Escribe, domina el piano, ejerce el magisterio y posee una cultura muy extensa; tu hija, a lo que se ponga. Acumula todas las cualidades que un hombre desea encontrar en la esposa: inteligencia, belleza, sensibilidad, juventud, diligencia y una rara discreción.
Y habla el inglés como una nativa de los países anglófonos. Pese a ello, ya ves, sigue a mi lado sin que se vea mudanza en el horizonte; y a su edad, en Cuba, una mujer no sólo es vieja para el matrimonio, es que se dan, y yo he conocido alguna, abuelas de treinta años.
La rondarán, supongo, pretendientes que no la satisfacen, es lógico que sea exigente; o puede que ellos no se vean capaces de conquista y se eliminen sin intento.
Ha querido acompañarme en mi soledad, imagino. Menos mal que hicimos buenas amistades cuyos hijos frecuenta, porque en el coro no abundan los jóvenes. Era sólo una jovencita y ya tenía designado novio en la Habana cuando salimos; se hubiera casado llegado el momento preciso tras cumplir el período de festejo. Si el destino, en su fluir, hubiera continuado por donde era de pensar, hoy estaría ligada a un capitán del ejército de lo más aburrido, y sería madre de chiquillos absorbentes. No sé si llegará a esa eventualidad tras la demora sufrida, pero si es su voluntad, la acepto; lo mismo que si desea permanecer soltera.
Nos llama Mireya desde la cocina para mostrarnos con ilusión lo conseguido. Qué cambio se observa; el bello bodegón desplegado se ha reducido a unas fuentes de apetitosos manjares. Hace Rita de introductora en la mesa, y cuando Mireya trae los platos desde la cocina, la madre los anuncia. «Entremés de ostiones al horno». La cocinera se sienta en la tabla oblonga frente a mí, dejando la presidencia a Rita; y la conversación, cambiando de rumbo una vez más, indecisa, se centra en América. Y cuando los que ellas quisieran ostiones se han ido esófago abajo y llega la «sopa de aguacates a la crema de leche», nuestra parla aún no ha encontrado un sabroso hueso que roer. América es muy vasta y nosotros, exploradores incansables, vamos de Alaska a la Patagonia sin que hallemos tierra acogedora de un dialogo abierto. Por fin nos atrae el Caribe, sus islas, y llegados la «ensalada de ananás y camarones» y el «corbullón de mero a la criolla», que vienen juntos por temor a ser devorados de presentarse cada uno a su paso, nos concentramos en Cuba, y veo en Mireya al ángel de la guarda que guía mi satisfactoria incursión.
Se interesa por la santería, y parece que algo sabe. De no conocerlo podría pensar que busca un asidero a la vida, pero es escéptico, no acepta en exclusiva ningún credo.
Se abre la tierra a mis pies y veo el centro ardiente de su corazón incandescente. Los cielos se desnudan de sus velos, y percibo los misterios insondables abrazados unos a otros, unidos por similitud de materias desde el instante mismo de la creación. Permanecen a la espera de ser arrancados uno a uno, crecientes en dificultad, por el hombre que no se conforma con la verdad que le cuentan. Cielo y tierra se muestran tal cual son en su palpitar eterno, sístoles y diástoles que prolongan la actividad del mundo, traslación y rotación que lo dejan donde está. Miro los ojos de Rita, incapaces de mentir aunque lo haga su boca, aunque engañe su nariz, aunque su frente cumpla el pacto con precisión, aunque su mentón insista en lo ensayado; ojos, por fortuna, infieles. Sus ojos vuelven la mirada y penetran en el interior; son listos y saben, son sinceros y dicen. Y en el interior de la mujer se aviva un hervidero de emociones encontradas. Mientras todo esto ocurre o yo lo pienso, el ambiente se va poblando con las reproducciones que el eco incrementa, cada vez más tenues, de las palabras pronunciadas por Mireya: “Se interesa por la santería”, escuchadas una y otra vez hasta el aturdimiento, “y parece que algo sabe”.
Es del todo científico mi interés, os lo aseguro; una curiosidad de escritor que ha de ambientar conductas y hallarles raíz.
Acierto a decir la frase, sin perder de vista los ojos delatores, en cuanto me repongo del susto causado por la afirmación de la joven, y desmenuzo el pedazo de alimento que en la boca pugna con dientes, lengua y paladar, entregándose al placer de ser sometido por un oponente obstinado.
Miro a través de sus pupilas y veo en el interior de la mujer aquello que recrea su pensamiento, acción remontada a un tiempo y un lugar muy distantes. Soy testigo de la ceremonia de su iniciación en el culto que aún practica, punto de partida del ascenso en el orden sacerdotal. Sus manos, hechas garfios, cuchillos, entran en las vísceras del animal sacrificado, desarraigando el arcano del que los ancianos presumen. La veo tomar el «ebbo», imprescindible a los orishas; lo recibe sin intermediarios de la madre naturaleza en un cuenco de barro cocido. Veo a sus labios sorber un elixir sanguinolento y soplarlo con furia sobre la hoguera de la vida. En gotas diminutas se expande el brebaje, y bajo el influjo de las llamas provoca resplandores repentinos, que no son cosa distinta de la forma adoptada por la protección de Olofi. A través de los ojos fulgurantes de Rita la veo en la disposición concebida por su mente afiebrada: ceñida por hombres y mujeres de sus creencias. Van los suyos ataviados con túnicas que han de ser muy ligeras, porque al desprenderse de ellas, ya girando, saltando, bebiendo, amándose o cayendo en trance, quedan suspendidas en el aire durante un tiempo inusual. Rita parece la encargada de escrutar el porvenir; con ese solo objeto desparrama los medallones sobre el ara e interpreta la posición adquirida. En esa búsqueda esparce sobre la superficie del «ifa» el polvo «eyero-sun», y traza, sirviéndose del cuerno ritual, unas líneas, unos círculos, misteriosos, mágicos, que le explican punto por punto lo que va a ocurrir. Detallan los hechos propiciados por unas fuerzas que animan sus actos, impulsando también los actos de Mireya, de Honorio, y del coro al completo, hacia el orden, final vencedor del caos. Las ocho semillas se desparraman hasta quedar quietas en una de las doscientas cincuenta y seis posiciones posibles, y esa postura, única, es el mensaje del propio destino. Eso percibo, y una incertidumbre que no se conforma con cualquier respuesta. La veo hacer, la oigo decir, y no llego a descifrar el contenido de lo dicho y hecho.
¿Tratas de novelar nuestra vida?, no querrás ponerla por escrito para que otros la lean…
Desconozco si mis oídos reciben la pregunta de Rita, o es el parloteo de mi imaginación lo que oyen, pero la columna de exploradores a la que pertenezco, se descubre de pronto en medio de una escaramuza, rodeada de ojos que escrutan en la maleza sus movimientos, centro de confluencia de flechas y lanzas. Como salir por la ventana o desvanecerme no está a mi alcance, improviso, más que nada para cerrar el paréntesis abierto, una frase que me restablezca en mi sitio.
Toda invención necesita un soporte de realidad, una estructura que le dé consistencia. Y los escritores, Mireya lo sabe bien, tomamos las piedras cercanas para los cimientos; las más sólidas, las que satisfacen nuestro criterio exigente.
Y hay, ¡déjame que lo adivine!, una pregunta que quieres hacerme, cuya respuesta le vendría bien a tu edificio.
¡Exacto!
Y esa interrogación, bien formulada, debería darte una de las claves que expliquen mi comportamiento…
Así es, digo; y lo digo porque otras palabras no aciertan a salir de mis labios. Me veo arrastrado por Rita hacia mi provecho y, sin embargo, la desconfianza me hace enmudecer. Me dejo llevar por la corriente crecida, y el torrente prosigue violento hacia el valle.
Pues bien, la respuesta es no. Nada me ata a esa religión en estos momentos, nada me obliga a seguir su camino; por este lado mi voluntad es libre.
No comprendo con exactitud si esta mujer es una bruja que me adivina el pensamiento, o contesta, con sorprendente sencillez, a otra cuestión no planteada en mi cabeza. Ignoro si al hablar de su conducta se refiere a la negativa opuesta a los deseos de Honorio, o apunta sin desvíos a alguna inconveniencia no percibida por mí. Llega en estos momentos el «gazapo en jugo de coco», excusando a mis palabras de seguir un lecho que va alcanzando profundidades oscuras. Alabo el sabor del guiso, no probado hasta ahora dado su exotismo, a pesar de ser yo un ferviente devorador de conejos dispuestos de muy distintas maneras. Me hago lenguas de la facilidad culinaria de Mireya, que en tan escaso tiempo empleado ha conseguido tales delicias. Añaden razón a mis palabras, los «bizcochos de plátanos y miel» que cierran el banquete.
No se prolonga la sobremesa más allá de lo que la cortesía estima correcto, pues las dos mujeres han de seguir con sus obligaciones; y a mí me sabe a poco lo dicho, o a demasiado. Me despido de ellas, y en el vestíbulo que sirve de marco a las palabras de agradecimiento, capto una mirada cómplice de Mireya, complacida de que el curso del coloquio -del que la comida era mero pretexto- se haya ceñido a los meandros dibujados por ella.
A solas en el coche repaso lo hablado con las dos mujeres, tratando de cribar la sustancia de un avance, tan incierto, que mi cabeza, confusa como se encuentra, parece no admitir. Descartada la influencia de la religión en la negativa de Rita a comprometerse, me quedan dos ecuaciones que resolver: el apellido erróneo de Mireya, y la pensión recibida, que será del gobierno, supongo; ¡de quién si no! Y con tan escasos mimbres he de confeccionar el asiento de una nueva teoría que en él se encuentre cómoda. Tenía previsto discutir con mi editor acerca del número final de ejemplares impresos; pero no me veo en disposición de exigir con firmeza los derechos íntegros, de modo que, encerrado en mis pensamientos, inicio el camino de casa por la carretera de circunvalación señalada en los mapas con el nombre en clave de M-30.
Todo lo fío a la intuición de Juana. Me echará una mano, estoy convencido, en cuanto conozca el extremo en que el enigma se encuentra tras las modificaciones sufridas.
Se encastilla mi esposa en sus trece; se atrinchera en la posición primitiva, y me espera dispuesta a resistir una más de mis embestidas. Las sabe escaramuzas tan sólo; enfrentamientos mentidos de quien no está muy seguro de sus fuerzas, porque aún conserva la memoria de las derrotas anteriores. Un gatito soy para ella en este momento, un cachorro de león que ensaya en la manada el uso lúdico de las zarpas, armas de las que más adelante habrá de servirse para subsistir. Madre sobre todo, extiende su acción protectora, su paraguas abierto, hasta donde me ve cobijarme mezclado con sus hijos. Su lógica está por encima de la mía; en esa sola faceta me gana. Por eso mi debilidad dura un instante, y en cuanto tomo sus razones y las hago mías, vuelvo a mi ser: saco pecho, hablo con firmeza, y transito sobre un suelo firme que me mantiene erguido de la manera más eficaz.
Rita sigue casada porque su marido vive; formando la pensión de la que hablas una prueba a favor más que un desmentido. Muerto el esposo a manos del Estado, según ella asegura, ¿a qué ton viene una pensión concedida con dos años de retraso?
Se pregunta Juana a sí misma, sabiéndose de antemano en posesión de la respuesta, quizá facilitando argumento bastante a mi evolución. Debe de estar en lo cierto, imagino, mientras coloco los platos en el lavavajillas, los cubiertos, los vasos y una ensaladera de cristal que parece fregada de puro limpia; es probable que sólo haya contenido hojas de lechuga sumergidas en un baño de agua clorada. Giro el selector de programas hasta el número dos, aprieto el botón que lo pone en marcha y acabo de recoger la cocina; no he comido en casa, pero en el turno establecido mi día de labor es el jueves, a más de los domingos que nos corresponde a todos.
QUINCE
Desde su teléfono portátil Honorio desmenuza en palabras el viaje emprendido en busca de la noche diurna, al que marchó fiado en que el mundo y la Ville Lumière, iban a seguir existiendo a pesar de lo dicho y escrito por los agoreros y de lo aceptado por los crédulos; genero abundante, pues el famoso modisto que liquidó su negocio, convencido de la caída de la estación orbital sobre el taller y las tiendas, es sólo un ejemplo extremo. No pasa por alto mi amigo sus gestiones comerciales, satisfactorias, de las que espera sacar una buena ganancia a medio plazo. En cuanto concluye le informo de mi visita a la casa de sus amigas; le pongo al corriente de los retrocesos que me van situando donde estuve al principio, al lado de una verdad muy escurridiza. Le hablo del apellido errado de Mireya, y del origen de la pensión que reciben las mujeres; y termina él por confesarme que algo de eso sabía. A un extraño le hubiera soltado un injurioso ex abrupto, pero Honorio en este negocio es un niño a quien es inútil pedir cuentas. Presionado por mi inquisición, asegura, y lo creo, que su saber no llega más allá de conformar una incógnita que le ocupa día y noche el pensamiento. En estas, el teléfono calla.
Vuelve a llamar Honorio, y la conversación, desarrollando el instinto de supervivencia, se aferra a otro tema de cuya trama acaba de tener conocimiento mi amigo. Asistió la pequeña a la comunión de la sobrina de Sole, una muñequita de rubios ricitos a lo Shirley Temple; revoltosa, incapaz de sosiego, un trasto lleno de vida y afanes. Inquieta como lagartija la vi en el almuerzo; iba de una mesa a otra porque todos buscaban su charla fresca, su decir sorprendente; me la significó Honorio que adora a los niños. Seis, siete años tendría por entonces, y ahora uno más, pues fue la tarde misma de su cumpleaños, jugando en la plaza, cuando sucedió el percance. Perseguía ella un balón en la islita central destinada al disfrute de los peatones, y tras la pelota abandonó el área protegida, irrumpiendo, de improviso, en la calzada. En ese fatídico instante, un vehículo circulaba raudo por el carril lateral, y su conductor, distraído, con la cabeza puesta en otros problemas, frenó unas centésimas de segundo después de lo necesario. Estuvo la niña ocho días sin volver en sí, sometida a toda clase de pruebas y a observación permanente; la gente del coro se mantuvo a su lado reemplazando a una madre desesperada y sin fuerzas. Verónica veló una de las noches; diez horas estuvo sin apartarse de la cabecera de la cama, secando el sudor a la pequeña con pañuelitos de celulosa y diciéndole ternezas por si servía de algo. Puede salir del coma en cualquier momento: dijeron los médicos; y se turnaban los unos y los otros, familia y amistades, esperando alcanzar la fortuna de que despertara en su presencia. Una madrugada abrió los ojos como si la amanecida llegara luminosa, deslumbrante; como si las vacaciones hubieran acabado y las amigas la esperaran en el patio del colegio, en las concurridas aulas. Allí estaba la madre perdonando al denostado destino sus yerros; agradeciendo al cielo el favor recibido. Silencia el teléfono la voz de mi amigo.
Pero suena de nuevo y le explico que sanan a ojos vistas las magulladuras: raspones de las manos, contusión de la rodilla, cardenal del hombro. El golpe peligroso de la cabeza se ha quedado, por fortuna, en nada; pero aquel carácter tan alegre y vivaracho recibió un lastre que muestra ahora su presencia en los actos pensados y medidos. La imagino morosa, prudente, precavida, moderada; buscando la aceptación de la madre antes de emprender cualquier iniciativa adornada con un mínimo riesgo. Oigo la queja de Honorio y noto que sufre; la piensa sosegada y con apariencia de haber cumplido una edad superior. La profesora, los padres, en general las personas mayores, harán buenas migas con ésta; pero los niños, que antes la seguían con los ojos cerrados, se aburrirán ahora en su compañía. Nosotros debemos de contar entre estos, pues la preferimos huracán y diablillo. Pongo a mi amigo sobre aviso del coste excesivo de las llamadas hechas desde los teléfonos móviles, y aunque a él no le importan estas menudencias, por si Juana o los chicos quieren acostarse, se despide.
Salimos de viaje. Unas vacaciones cortas que no tienen el destino concebido quince días antes. El deseo de soledad que parecía haberse afianzado en nosotros haciéndose intención firme, en un tiempo breve -quizá el inicio de una noche en que el sueño no llegó puntual a su cita- cedió terreno ante la recién nacida necesidad de palpar las raíces. Vamos a la tierra de Juana, al solar de sus padres y abuelos. Dices cántabros y la voz suena a torrente que se despeña en vertiginosa bajada hacia el valle, en imparable marcha desde la montaña hasta el mar, sin perder un segundo en planicies que obligan al agua a labrar sinuosos meandros.
Frente al Cantábrico, en lo alto de los acantilados, soy testigo del florecimiento de Juana. Es el color, es la forma, es su interior iluminado, es el rumor de las olas acurrucado en sus oídos, es su corazón colmado de emociones inexplicables. Una paleta me tiende de tonalidades progresivas: azul y verde líquidos, ambos impuros, mestizos ambos, vigorosos, resistentes; les sigue el albo de la espuma, el blanco sucio del agua sobre la arena, el marrón de la orilla húmeda, la arenisca, la herida de la piedra, el glauco mojado de los pastos y un celeste que evoluciona por momentos hacia el gris. Dispongo para ella la acuarela capaz de albergar unas barcas amarradas sobre el entrante marino, juguetes de un vaivén que ora las agrupa, ora las dispersa. Dibujo un terreno inclinado, donde diversos paisajes concluyen su breve territorio, al costado de otro idéntico e incomparable. Pinto una ladera, cruzada de vallados o cercas de troncos, albergue de parcelas que dan su variable versión definitiva del esmeralda. Es la Cantabria que intuyo aprehendida por Juana. Me falta, soy consciente de tan lamentable carencia, añadir el amor que ella rezuma; pero hasta el amor a su tierra me va invadiendo en avance sereno.
Nació mi mujer en Madrid; sin embargo, en su mirada ancha se entrecruza el vuelo de las gaviotas. Ya no están, pero eran pescadores los suyos; entre Noja e Isla los situó un destino inhóspito: marinos que vivían con un pie en tierra. La abuela y la madre alimentaban un cerdo. ¡La ceremonia de la matanza!, quisiera ver una, me pide mi esposa; terminó hace meses la temporada, respondo, y acaso la costumbre ha cesado. Boronos, jijas, botijos, merdosos, son manjares que su memoria le devuelve intactos: olor, color y apariencia. Pasaba aquí las navidades y el verano, y se le viene encima de pronto aquel tiempo. Cazuelas, sardinas asadas, jibiones, calamares, cabracho. Los juegos, las fiestas, la ayuda prestada a las mujeres en el hilado del lino, en el cardado de la lana, en la deshoja del maíz. Ha de quedar algún pariente, pero no sabe precisar, porque sus tíos murieron y los primos marcharon a Santander. Entonces recuerdo que las buenas mujeres de Palencia -familiares de la niña a cuya comunión asistí acompañando a Honorio- han de estar por aquí cerca y quieren conocer a Juana. Trato de acordarme del lugar y Liérganes acude rápido a mi memoria, sonoro, diferenciado, plural. Hablaron de un puente, de un puente romano, y mencionaron un río cuyo nombre, por más que me esfuerzo, no se presenta.
Sirviéndonos de las señas, tan menudas que nos llevan a preguntar en cien sitios, damos con el río; es el Miera, un hilillo de agua en los días veraniegos que transitamos. Con las palentinas damos. La casa arrendada -sita en un paraje de increíble belleza, formado por el viejo puente y el río, la montaña verde y el cielo agrisado- es rústica, carente de comodidades. Están las tres: la señora mayor y sus dos hijas, casada y soltera. Viven pendientes de la pequeña, la niña modosa que hace poco tomó la eucaristía; la misma que hoy viste por gusto pantalones raídos y corretea con otros niños sin prestarnos ni una pizca de atención. Su padre se quedó en Madrid, esforzándose en la defensa del empleo en un puesto de venta de polos y helados, que el dueño situó por equivocación en una esquina poco transitada.
¡Qué sorpresa reciben! ¡Qué contento las invade! Ni por asomo esperaban nuestra presencia. Es media mañana y se empeñan en que tomemos un piscolabis; sobaos nos sacan, quesadas, sacristanes, delicias regionales que ellas han aprendido a elaborar en los muchos años que aquí han veraneado. Al no tener vehículo viajan pasando un calvario, mudando el tren por el coche de línea, arrastrando maletas y bolsas, y una vez llegadas apenas se mueven. Acordamos, por ello, buscar juntos los rincones de mayor interés, tomando las rutas según nuestra propia inclinación nos dé a entender, encomendando al azar la fijación del rumbo. Como en la casa hay espacio suficiente para acomodarnos todos, regresaremos a ella cada noche para dormir. Se suele marear la pequeña y prefiere quedarse al cuidado de una vecina, madre de otros niños, como ella infatigables.
Recorremos los alrededores en primera mirada, el precioso pueblo de Liérganes y su balneario, donde la abuela trata de recibir tratamiento termal que la defienda de su mal respiratorio. Nos alejamos luego portando al hombro nuestra experiencia recién adquirida, en busca de similitudes y contrastes. Vemos casonas de piedra con la balconada del sur en solana, los soportales, los arcos, los escudos, frontispicios firmados por las viejas familias. Vemos iglesias; desde la rupestre de Cadalso, excavada en la roca viva, hasta las colegiatas románicas de San Martín de Elines, Cervatos y Castañeda. Nuevas perspectivas nos sorprenden; el mar en su interminable contienda, cuerpo a cuerpo, con la tierra abrupta, la montaña orgullosa y los valles rendidos. Descubrimos fauna y flora en repliegue forzado. Vestigios hallamos de una antigüedad muy arcaica: cuevas como las de Puente Viesgo que permanecen abiertas, acaso a la espera esperanzada del hombre actual, desarraigado, para mostrarle los balbuceos artísticos de la especie. Tropezamos con gente dedicada a lo suyo, haciendo un alto para disfrutar de la fiesta: traineras, el juego de los bolos, las ceremonias religiosas y los bailes. Con viajeros topamos procedentes de lugares muy distantes, espejos donde nos percibimos exploradores avanzando con la atención dispersa. Y mientras esto ocurre, la palabra rellena los huecos.
Hablamos de Sole, secretaria de dirección en una compañía de seguros, que lo gana bien y sustenta la casa. De su jefe, un señor muy adusto que la tiene ley. De la delicada posición en que se halla frente a las compañeras, incansables demandantes de secretos imposibles de desvelar. De la mano izquierda necesaria en el puesto, de la habilidad para salir de los lances sin magulladuras: visitas presentadas sin previo compromiso, y reclamaciones de clientes quejosos del cumplimiento dado a sus pólizas. Hablamos de Honorio, de la manera insólita en que lo conocieron; de su vinculación al coro.
Cuando murió mi marido, el padre de estas pobres…
¿Por qué pobres, madre?, interrumpe Sole, la hermana soltera.
Os quedasteis huérfanas; ¿acaso te parece poca desgracia?
Sí, lo es; pero Sole tenía casi treinta años, y yo me acercaba a los veinte, agrega la hermana.
Como os parezca. Cayó enfermo vuestro padre de una enfermedad que no dio la cara del todo. Le llevamos a una clínica de Palencia y día a día le veíamos marcharse. Se consumía por momentos, y yo me desesperaba sin poder hacer cosa útil, conteniendo el llanto en su presencia y desahogándome en el retrete.
Justo al lado, en la habitación contigua, convalecía un matrimonio de un accidente de coche, interrumpe la hija.
Por favor, Sole, deja que lo cuente madre.
Es que se alarga.
Estuvieron los esposos a punto de ahogarse en el canal de Castilla, cuando el coche en que iban, empujado por otro, cayó al agua. Sucedió en el paraje que llaman «La Venta», al tomar la entrada del puente, un punto sin excesivo peligro. Lo sé porque nos llevó a verlo el hijo un mes más tarde y, emocionado, recreó la peripecia.
Así lo explica la madre, algo incómoda por el afán que pone la hija mayor en añadir matices o en adelantarse al relato.
El hijo, incide Sole, era quien conducía; un hombre muy decidido que salió por la ventana bajando el cristal en cuanto el agua llenó el interior. Y no sólo se salvó él, sino que además logró sacar a los padres con vida.
Cuéntalo tú, hija; ya que lo sabes tan bien.
Lo ves, Sole, has conseguido enfadar a madre.
No me enfado, pero me disgusta que interrumpáis mi explicación a cada paso. Aunque en verdad poco queda de historia, una vez sabido que el valiente no era otro que Honorio.
En ese instante mis recuerdos se ordenan proporcionándome una imagen nítida de lo ocurrido. Me contó el percance el protagonista, sin profundizar en los detalles del salvamento que, aun hoy, atribuye a la suerte o a la intervención divina. Por evitar complicaciones graves al conductor que forzó el desvió del coche hacia el lecho del canal -un mozo alocado que ni siquiera poseía permiso para conducir automóviles- se culpó a sí mismo de impericia. La estancia en el hospital hubo de alargarse, pues a más del susto y las contusiones, la madre sufrió la rotura de varias costillas que punzaron algún órgano interno, y al padre no le disminuían los mareos y la pérdida de visión de los primeros instantes. En la habitación lindera –es un vago recuerdo de lo que me dijo Honorio- un hombre agonizaba a poquitos; y su familia, esposa y dos hijas, no se separaba de la cabecera de la cama. Coincidió con ellas a diario en el pasillo, y Sole, la hermana mayor -ahora lo sé- resulta ser la muchacha sencilla con la que mi amigo intimó, hasta llegar a un corto noviazgo. Idilio coincidente, en su comienzo, con la muerte del padre de la chica, el entierro y el papeleo inherente a los trámites testamentarios. En esos momentos tristes y complejos, Honorio actuó resolviendo como si ya fuera miembro de la familia. Poco más tarde, sin razón aparente, el amor se fue sedimentando hasta quedar en una profunda amistad; y es que mi amigo suele espantarse cuando las ataduras ponen en peligro su independencia.
¡Qué buen yerno hubiera sido!
Calla, madre.
Como si no acariciaras aún la idea de ser su mujer. Sole, conmigo no valen dobleces.
Somos amigos de los de verdad, ¿entiendes?; y aunque no lo creas, prefiero esa posición, pues una vez alcanzada es más sólida. Lo demás, madre, es agua pasada y, como dice el refrán, ya no mueve molino.
El tuyo no, desde luego. Pero acaso haga girar otras ruedas, y no muy lejanas según he podido ver con mis propios ojos; estos dos luceros que se han de cerrar no tardando, pero que hoy por hoy cumplen a las mil maravillas con su cometido.
Ignoran las mujeres nuestra presencia, o nos consideran al tanto de los secretos de Honorio, pues hablan como si estuvieran solas. Juana y yo nos cruzamos miradas de extrañeza, al tiempo que guardamos un silencio que busca no alterar la espontaneidad hallada.
Lo que haga Honorio es asunto suyo y a mí no me incumbe.
Celosa… ¿lo ves?, conservas rescoldo en el lugar en que ardió la hoguera.
¡Madre!, no insistas. Te estás poniendo pesada.
Dejadlo las dos, interviene la hermana con disgusto mal disimulado, Juana y Virgilio están con nosotras, y nos debemos a ellos.
Acompaña el coche en su trayectoria a un valle verde, carretera vecina del río joven que ya busca el mar. Damos fin, acaso, a una sobremesa dilatada en un restaurante que ve morir sin descanso las olas eternas, o paseamos las calles empedradas de un pueblo cualquiera cuando la conversación se produce. No importa el lugar, nada más ocurre que alcanzamos un punto, en el que lo visto o sentido suscitan el intercambio de opiniones.
¿Cómo disteis con el coro?, inquiere Juana mirando a Sole y a su madre.
La respuesta a esa pregunta tan conveniente nos hizo saber, por añadidura, que fue Sole quien facilitó el encuentro de las dos cubanas, madre e hija, de nombres Rita y Mireya, con mi amigo Honorio. A raíz de una campaña publicitaria emprendida por la compañía de seguros para la que Sole trabaja, un nuevo producto de capitalización se hizo popular debido a las condiciones ventajosas que ofrecía. Semejaba un plan de pensiones excepto en algunos detalles sin importancia, puestos o quitados adrede para diferenciarlo; y mucha gente joven, a quien un plan de pensiones no atrae, se interesó por él. Dos mujeres pidieron hablar con el jefe, y ella entretuvo su espera. Ínterin, hablaron ellas de su interés por la música, tan vigoroso que convirtió en profesión, allá en la Habana, lo que era un ejercicio lúdico; de su deseo de colaborar en algún proyecto que llevara la melodía, y también el canto, a un público general fuera o no entendido.
Compartía Sole la ilusión de Honorio cifrada en organizar un coro. Y es que, yendo de paseo por el camino que lleva al monte de Palencia, ambos se descubrieron cantando un atardecer de otoño; y desde aquel tiempo lejano lo hablaron cien veces. De modo que, si madre e hija facilitaban las cosas o hacían posible el proyecto, Honorio debía conocerlas. Se encontraron los cuatro, hablaron, estuvieron de acuerdo, y mediante anuncios publicados en las revistas dedicadas al sonido, sirviéndose de carteles fijados en los tablones de anuncios de los locales que ofrecen música viva o grabada, se pusieron en contacto con aficionados que, en efecto, deseaban un grupo donde poder expresarse, pero lo querían ya crecido y en plena marcha. No era el caso de Cosme, dispuesto como nadie a tirar del carro, quien facilitó la incorporación de profesionales que por cualquier motivo no eran llamados a otras actuaciones. Alumnos de Mireya y de Rita completaron el núcleo inicial, al que se agregaron algunos entusiastas que deseaban formar el conjunto a su manera, cimientos, muros y tejado. Honorio negociaba audiciones, recababa ayudas de toda índole y, sirviéndose de su facilidad de relación, obtuvo para el coro el derecho al uso exclusivo del recinto de ensayos.
Claro está que no topasteis con el coro; por lo escuchado, lo propio sería decir que el coro topó con vosotras, puesto que sois fundadoras y verdaderas artífices.
Es Juana quien así precisa, y la orienta el claro propósito de apuntalar una conversación que diverge, poco a poco, de la reciente pendencia suscitada entre madre e hija, a causa de la particular relación de Sole con Honorio.
Trata mi esposa de unir a las mujeres -entiendo sus buenos deseos y alabo, en mi interior, sus procedimientos- pretende Juana enlazarlas a un hecho que las sitúa como protagonistas, alrededor de unas vivencias compartidas de las que pueden sentirse orgullosas. Intenta establecer la concordia entre la madre y las hijas, y observo con satisfacción que lo consigue.
Una semana hemos pasado en esta tierra cántabra, patria adoptada por nuestras amigas, que quizá no hagan con su aceptación otra cosa que reconocer y apreciar el curso de la historia, pues las repoblaciones del valle del Duero –su pueblo mismo- se hicieron, entre otros, con vascos, astures, y familias provenientes de Cantabria; y el trasiego natural de los que buscan empleo ha traído a no pocos palentinos. Desconocen nuestros hijos estos lugares y, quiéranlo o no, por aquí, tanto como por la tierra leonesa, se enraízan sus vidas. Somos la suma de tantas influencias que nos hemos de ver reflejados por fuerza en los demás.
Recién iniciado el camino de retorno, en un recodo apropiado para el descanso de los viajeros, próximos ya a Torrelavega, nos sucede una anécdota de la que se puede sacar alguna enseñanza. Hay en el descampado dos coches y una furgoneta cuando llegamos nosotros. Han sido colocados de forma que existe entre los vehículos una prudente distancia, necesaria para la intimidad de sus ocupantes, quienes, en tierra, beben refrescos o comen bocadillos, aunque la hora del desayuno ha pasado hace rato. El único espacio disponible queda junto al furgón, un antiguo modelo muy destartalado, en cuya puerta trasera, abierta de par en par, charlan tres jóvenes, dos chicos y una chica vestidos de forma poco corriente. Nos detenemos a una veintena de pasos, pero como hablan alto oímos cuanto dicen. Dos de ellos deben de ser pareja, porque la chica, abrazada al más alto, explica al otro, al parecer recién hallado, la situación en que se encuentra la comunidad a la que pertenecen. De sus palabras se desprende que ocupan un recinto de pequeños trasteros, sito en el suburbio cercano. Forman un grupo bien avenido, que llegó al lugar llamado por el aspecto de abandono que mostraba la nave y la inactividad en ella observada. Sirviéndose de una cizalla -la llevan siempre consigo por su utilidad en cien trances diversos- cortaron la cadena que aferraba en el centro el enrejado de acceso al conjunto, y una vez dentro procedieron a distribuirse los huecos con una cierta equidad, que atendía antes que nada a las necesidades personales.
Escuchamos con interés creciente, de forma que terminamos por silenciar nuestro irregular parlamento, atentos a quien informaba con tanto pormenor. Adecentaron el pasillo común –lo colijo yo de lo manifestado por la narradora- retirando escombros y residuos industriales cubiertos de cardenillo; habilitaron un rincón apartado a modo de letrina y muladar; adecuaron al nuevo uso los que iban a ser sus habitáculos; reforzaron las tablas de las puertas individuales, y colocaron candados. El «Negus» -ignoramos la descripción del muchacho y la justeza del apodo, ya que la relatora, es probable que, por sabidas, no da cuenta de esas minucias- el Negus, pues, con independencia de su aspecto físico, de su catadura moral, ocupó un local de los pequeños; nueve metros cuadrados, marcado con el número trece. Mas al cabo de dos meses hubo de partir el hombre hacia Asturias, ya que en la costa del Principado le salió un trabajo de pizarrista, actividad en la que es entendido. Los viernes por la noche regresa a la comunidad y habita su mínima morada, el trastero que exhibe el número de la mala suerte en la puerta. Suele acompañarle Any, una amiga muy legal que pasa con él los fines de semana. Se quedan ambos hasta la madrugada del domingo, momento en que el Negus sube a la cabina de un camión de reparto que ha de estar en Gijón a primera hora del lunes, y ella, Any, se va a la casa de un hermano. Por conducto de la autoridad recibieron los ocupantes dos avisos del dueño, en los que, en términos redactados a la manera de los abogados, exigía el abandono del edificio. Se quedaron a ver en que paraba la amenaza y nadie volvió a molestarlos.
Como una piedra en un estanque cayó el Javo, un disidente conocido por todos, violento e irrespetuoso de la convivencia, al que perdieron la pista mucho antes de hallar aquel refugio. La primera noche le hizo hueco una pareja que en razón de tener a su cuidado un pequeñín, hijo de la chica, disfruta de un espacio mayor. Debieron de ponerle al corriente de las circunstancias, porque de buena mañana forzó la habitación del ausente Negus, introdujo en ella las pertenencias propias, y colocando un nuevo candado la tomó como suya. Con el fin de atajar el alcance de los hechos, hubo de reunirse en asamblea la comunidad, y tras comprobar que las posturas más abundantes iban en apoyo del anterior inquilino, el acuerdo logrado fue cumplido de forma inmediata. Descerrajaron la cancela del trece, arrojaron a la calle un macuto con ropas y utensilios diversos, restituyeron al intruso a los caminos de los que venía, y colocaron, por cuenta del Negus, una nueva cerradura.
La marcha de la exposición, escuchada de extranjis, desemboca en una moraleja que la narradora no aprecia. Nos deja perplejos la conducta del grupo, nacida de una rápida evolución cultural, capaz de recorrer, en un tiempo mínimo, el camino que va de la entronización del derecho a la vivienda -situándolo muy por encima del derecho a la propiedad- a la posición contraria, convertido en resuelto defensor de lo que considera suyo, incluso no utilizado, frente a cualquier garduño que invoque la necesidad apremiante para justificar una nueva ocupación.
Rendimos visita a Burgos, donde nos detenemos el tiempo preciso para contemplar la catedral, joya arquitectónica que Juana desea mostrarme. Pone en tal empeño el ardor de la erudita, cuyo saber proviene de un profundo estudio, hijo de la admiración. En el magnífico templo me hace ver que la influencia del gótico europeo acaba en las torres. El interior ya es nuestro, puntualiza con cierto orgullo. Lo español domina el espacio, se apodera de él y tuerce su sentido. Es verdad, lo veo. La infinitud de lo vertical se humaniza al ensancharse, al abrirse los ángulos curvos sin ningún pudor; ya no se trata de alcanzar el cielo, sino de construir un equilibrio nuevo que acerque el cielo a la tierra.
Con un regocijo que no procede de la maestra sino de la niña que aún conserva en su interior, me lleva en volandas a la capilla de Santa Ana, donde habiendo un retablo importante me muestra un sepulcro que al parecer la fascina. Me arrastra, luego, tras ella, para que admire el retablo mayor de la capilla del Condestable; y entiendo que tiene razón, se trata de un valioso conjunto. Pero cuando aún no he acabado de asombrarme, tira de mi mano hacia la capilla del Corpus, con la pretensión de que me conmueva ante un “Cristo atado a la columna”. Me explica entonces su extraño comportamiento, ininteligible para mí: las tres obras, emparentadas -sepulcro, retablo y columna- salieron de las manos maestras de Diego de Siloé, artista sobre quien le preguntaron en un examen y obtuvo una calificación de sobresaliente. Así es mi esposa: lógica y apasionada; en ella, corazón y cabeza luchan de manera constante persiguiendo la armonía.
Tras admirar en Lerma -villa antiquísima al decir de Juana, dueña de un pasado rico en efemérides- su patrimonio arquitectónico, herido por los soldados franceses de Napoleón; regresamos a Madrid cargados de energía, y de una información preciosa sobre el Coro, que me será de utilidad en la prosecución de mi novela, donde la realidad, originada cada día con el concurso del anterior, juega un papel importante.
DIECISÉIS
Nada más regresar de las cortas vacaciones, testimoniales casi, telefoneo al agregado cultural de la embajada de Cuba, y como se muestra amable me atrevo a pedirle una cita. Ejerce las funciones de embajador, y lo dice sin esconder su orgullo cuando me recibe en el despacho que ya conozco; no ha querido trasladarse a otro de más apariencia, explica, pese a que los altos cargos pasarán fuera un mes. Empapado yo de santería no persigo esa información, sino algunas precisiones sobre el juicio militar, celebrado hace una década, contra unos generales acusados de contrabando y tráfico de narcóticos. La prensa, la radio y la televisión se ocuparon de esa historia. Le hablo de sus compatriotas por si las conociera. Ignora la existencia de Rita pero recuerda a Mireya. Debió de fijarse bien en la mujer, pues describe detalles que la identifican. Estuvo la chica en la legación con el fin de aportar documentos para solicitar el pasaporte.
+Sobre el asunto de los militares, me dice que la Editora Política de la Habana, dio una información minuciosa. Lo que habla del interés puesto por el Régimen en airear el pleito, al facilitar copiosa luz y suficientes taquígrafos.
En el ejemplar de Granma correspondiente al 10 de julio de 1989, leo la sentencia del Tribunal Militar relativa a la causa número uno de aquel año, y me queda claro: Jorge Martínez, general hasta entonces, fue condenado a la pena capital. Hubieron de compartir con él la penosa agonía de la espera interminable y una muerte idéntica, tres compañeros de milicia, secuaces suyos en el tráfico ilícito y pernicioso, corrompidos a un tiempo por un germen que no acierto a figurarme con exactitud. Otros seis condenados debían permanecer treinta años en la cárcel; y la presencia de una mujer entre ellos, capitán del Ministerio del Interior cuando cometió los delitos, añadía pruebas tangibles de la paridad del trato dado a los delincuentes, al margen de la cuestión secundaria de su sexo. A tres más les correspondía una privación de libertad cifrada en cinco lustros. El coronel Antonio Rodríguez recibió el correctivo más suave de los dictados: apenas diez años de encierro. Según se afirma en el periódico, apelada la sentencia, la mayoría de los recurrentes no obtuvo variaciones significativas.
En consecuencia, se fijó el momento de la alborada del inmediato trece, para que los condenados sufrieran la última pena, la que libra de todas las demás, imposibilitando el posterior arrepentimiento y la reparación de los frecuentes errores judiciales. En tan crucial instante, los cuatro malditos, tan desparejos ellos, iban a ser tomados, entra dentro de lo posible, por un pensamiento común. Media hora después, en la madrugada antedicha, a los convictos, perdida toda esperanza de retardo, se les daría la oportunidad irrepetible de mirar de frente a los ojos de sus verdugos.
Sucedió de ese modo. Alboreaba el aciago día, cuando, cumpliendo el mandato emanado de instancias superiores, parte de los presos, los reos de muerte, fueron despertados de un sueño con toda probabilidad inconciliable. Los cuatro malhechores, a quienes imagino recluidos en prevenciones distintas, enfrentados cada uno a sus obras; al rayar el alba, momento temido y deseado a partes iguales, arrepentidos de algunas acciones aisladas hijas del egoísmo y la ambición, pero ciertos de querer repetir las otras, las que se enfilaron con el bien común; los cuatro hombres, a la crítica hora dictada por los jueces, siguiendo un orden que la graduación perdida aún marcaba, fueron redimidos de una vigilia lacerante, de un pensamiento que giraba sobre sí mismo sin avanzar ni un solo milímetro.
La escueta comitiva formada por militares que marchaban al paso, sacó a los cuatro de sus reflexiones. Pantalones holgados y camisas ajustadas vestían los prisioneros, y unas zapatas de algodón con suela de esparto; ningún signo revelaba el destacado papel jugado por ellos en la revolución. Incluso el botón más alto se abrocharon, cercano a la nuez; peinaron sus cabellos, y en orden de revista salieron de las celdas para añadirse a la fila, prolongándola.
Se oían secos los pisotones de los custodios, cuyo eco vecino abarcaba, hasta oscurecerlo, el rozar insistente de las alpargatas de los custodiados sobre las baldosas. Monotonía invariable que se prolongaba más allá del tiempo real, alcanzando el punto exacto en que los pasos se detienen al borde del abismo, y quedan allí flotando en forma de eternidad congelada, de foto fija de significante y significado. Invadieron el patio avanzando con una premura inexplicable, habida cuenta de que se trataba de un paseo sin continuidad posible, excluido de la rutina. Alcanzaron a ver el cielo sobre las tapias, por encima de los tejados, y alguna ilusión indeterminada hubo de transmitirles el azul, alguna confianza extrema; mentidas, claro está, porque unos minutos más tarde los cuatro hombres –el ex general Jorge Martínez primero- dejaron de existir; sin que la mirada puesta con intención en los ojos de los verdugos, afeándoles su actuación homicida empujada por el deber debido, pudiera impedirlo.
Los demás condenados, los que habían de quedar recluidos hasta el total cumplimiento de la pena impuesta, aquellos que, dentro de lo malo, conservaban la vida y la esperanza con ella, entre los que se encontraba el coronel Antonio Rodríguez, continuaron un día más en los calabozos, hasta que varios furgones carcelarios los llevaron a sus penales definitivos.
Una ráfaga de viento salió de las escopetas llevando en su entraña un plomo próximo a derretirse, lava ardiente que penetró en las carnes de los condenados hasta hallar el asiento de la vida, devorándola. Incluso el disparo de fogueo, dispuesto para tranquilizar las conciencias todas del piquete, inclusive la bala inocente y neutra, mató; mató esa incluso, porque era solo una hablilla extendida a lo largo del tiempo. En la historia hecha suya por las dos mujeres, ese instante concreto del amanecer del día trece modificó su estado, convirtiendo en viuda a la esposa y a la hija en huérfana. La luz se enciende en mi entendimiento y una sospecha se adueña del espacio disponible. ¿Topa mi indagación con el momio que, guiado por el inconsciente, vine a buscar a la embajada? Si así sucede, entre el azar y mi intuición, súun cuique, nos repartimos el mérito. La existencia de dos procesados cuyos apellidos eran, uno y otro, Martínez y Rodríguez; y la mutación del apellido de Mireya, obra en apariencia del funcionario de la legación y descubierta por mí en el bolso abierto, cuando pagaba la muchacha las naranjadas en la cafetería del centro comercial; hechos inconexos hasta ahora, se unen, se amalgaman, descubriéndome una realidad muy otra.
Considero factible que en la mente fantasiosa de Rita ambas personas se transmutaran, intercambiando las personalidades, si se derivaba del trastrueque alguna consecuencia beneficiosa para ella. Creo a la madre capaz de tal canje, y a la hija de aceptar el nuevo contexto del modo en que la madre lo compuso. Es cierto, las juzgo inclinadas a actuar según su entender interesado, y al instante me culpo de la ligereza de juicio tan grave. Pero también al instante inicio mi propia defensa, demostrándome con argumentos válidos, que si llega mi mente a conclusión tan extrema es porque ellas, contumaces en sus prácticas enredadoras, me facilitan el camino eliminando las barreras que hubiera opuesto una trayectoria carente de ardides.
Cuando una desgracia de tal calibre golpea el llamador de cualquier casa, los cimientos se remueven, se agrietan los muros y el techo muestra pedazos de cielo a través de agujeros crecientes. Algo han de hacer las personas que resultan afectadas de plano. La mano va hacia la herida en acto reflejo, con la precisa intención de cerrar la espita por la que sale a ríos la sangre. Me explico el proceder de la madre sabiéndolo afirmado en su fondo práctico, impulsado por la vigorosa reacción ante las circunstancias adversas que ha sido siempre su sello. Tuvo la posibilidad de elegir entre dos opciones, y aceptó aquella que a todas luces elevaba su posición. No hubo razón de peso, ni religión o ética que obligase a la dama a permanecer vinculada a un coronel encarcelado -rémora, lastre- cubierto de oprobio dada la gravedad de los cargos que lo llevaron a prisión, repudiables por la sociedad decente desde cualquier punto de vista. Prefirió la mujer mostrarse como viuda de general, víctima del régimen despótico, y convertirse en permanente acusación de las arbitrariedades, símbolo de la resistencia pasiva. Al instante fue considerada digna de elogio, porque sin relajar su afecto al difunto se abría al entorno amistoso, insertándose sin interrupciones en un acotado círculo de lo más selecto. Y el retroceso se hizo imposible.
Prendida la llama en mi mente los hechos se muestran incuestionables, y van inundando de luz las porciones más prietas de mis anteriores tinieblas, disolviéndolas. Se cumplen en estos días los diez años de condena, y el coronel Antonio Rodríguez, verdadero marido, estará a punto de recobrar la libertad. Ahí entiendo la razón de que Rita no pueda casarse, por esa causa le pide distancia a Honorio. Una vez más Juana da en la diana con las atinadas flechas de sus conjeturas. Cabe que venga el marido, cabe que ella regrese a Cuba, cabe que se encuentren en Florida; por caber, cualquiera de la hipótesis cabe. Suceda de estas o de alguna otra manera, habrá de verse cuando ocurra; mientras tanto, en los ejemplares de Granma y en las publicaciones de la Editora Política puedo encontrar los argumentos de la acusación, el desarrollo del juicio y el veredicto final. Lamento de todo este embrollo una cosa sola: el papel jugado por Honorio; pues no ha sido más que un juguete en manos de Rita.
Si damos crédito a las declaraciones recogidas durante el proceso por el funcionario encargado de transcribirlas, resulta ser Antonio Rodríguez un jefe obediente, un coronel entregado en cuerpo y mente a sus superiores; capaz de transgredir la norma en el solo supuesto de que le sea ordenado por la jerarquía. No se lucró estando en su mano hacerlo y, si el fiscal pedía para él quince años de cárcel, el Tribunal Militar Especial, después de oír varios testimonios y la confesión del propio acusado, rebajó la condena en un tercio. Durante catorce meses desempeñó en Angola el cargo de ayudante ejecutivo del jefe de la misión, y a su vista se abrieron ciertos secretos según afirmó en las declaraciones. Azúcar, ron, harina de trigo y pescado, productos de primera necesidad, ofrecía Llicas, capitán empleado a sus órdenes, en el mercado negro de Luanda; y el dinero conseguido lo ingresaba íntegro Rodríguez, por encargo del general Ochoa -uno de los cuatro ajusticiados- en una caja situada en la propia misión, de la que no tomó nunca un peso, ni un kwanza, ni un dólar, moneda en que las otras dos se convertían antes de llegar a su incierto destino.
Desconoce –asegura el acusado- si hubo tráfico de narcóticos. No participó en el negocio ilegal del marfil, pero confiesa haber facilitado el trasiego clandestino de diamantes. Con periodicidad variable sus jefes se llevaban parte de las ganancias atípicas, pero él ignora la senda que tomaban éstas o el fin a que se destinaron; no lo preguntó y nadie de lo dijo. Revela la deshonrosa conducta seguida, tiempo ha, con el secretario segundo del Partido Comunista, el compañero Ministro de las Fuerzas Armadas, cuando éste le preguntó acerca del contrabando. En su testimonio tejió una red de falsedades capaces de zanjar de momento las pesquisas, dando ocasión a que su jefe hallara una salida airosa y terminara con los tejemanejes.
+Aquel encubrimiento confesó al tribunal, contrito a la vista de todos, el padre de Mireya y marido de Rita; y por tal delito se dio a los jueces sin reservas para que sobre él determinaran. Debía haber puesto en guardia a las más altas instancias del país, y las engañó, sin embargo, por sospechar que algunos de los generales, situados sobre él en la línea jerárquica, participaban en una intriga de mayor alcance. Más tarde, le molestó haber coincidido en ese recelo con los enemigos de la Revolución, quienes, pasase lo que pasase, siempre le encontrarían enfrentado a sus maniobras.
No quiero excusar de antemano al coronel por la simple eventualidad de estar casado con Rita, no ha de nacer mi tolerancia con el militar del hecho inmodificable de ser el progenitor de Mireya; tendría idéntica actitud exculpatoria con cualquiera que se encontrase en sus mismas circunstancias. Persigo el comportamiento del hombre por los recovecos de una mente atosigada, y en cuanto la intuición lo alcanza, analizo el espacio exacto en que por debilidad cedió, la cota hasta la cual se mantuvo incólume, la escala de valores servida con ahínco, y el modelo de traición de la que resulta culpable. Le pienso víctima de un sufrimiento enorme enraizado en la prolongada mentira, en su actuar ilegítimo, sin que tratase en ningún instante de compensar el daño con algún provecho. Le imagino torturándose en la madrugada, abandonando el lecho con su pesar a cuestas, sin poder confiar sus conflictos a nadie, incapaz de resolverlos o de transformarlos en palabras, arrancándolos de sí en confidencias hechas a la esposa o a su mejor amigo. Lo pienso tomado, célula a célula, como desprotegido cuartel, por jaquecas, náuseas y disfunciones digestivas, hijos de los problemas que adquirían cuerpo en su cuerpo. El sistema militar imperante propicia el silencio, la obediencia ciega, la justificación de los medios por conducto del fin; y el coronel Rodríguez, en el tiempo de los sucesos juzgados, era lo que muchos soldados entienden por un soldado ejemplar.
DIECISIETE
Animoso por haber cerrado el globo de la conjetura, de manera que a la simple mirada parezca una esfera perfecta, y se muestre sólido e impenetrable a la ligera punción; me cito con Honorio en la sede de un círculo financiero al que está asociado. Voy dispuesto a confrontar con él mis saberes, y a recomendarle un comportamiento futuro si es que me solicita consejo. Pensamos almorzar juntos en el comedor de miembros, pues permiten a los señores socios llevar invitados; mas el reloj de pared da la una de la tarde, y le propongo a mi amigo una partida de billar mientras se hace la hora.
Traigo preparado un discurso que reconoce la existencia de dos motivos para que Rita modificara la realidad de su esposo; ambos me los descubrió Mireya en su definición de la madre. El orgullo actuó el primero arrastrando al otro: su cotización social podía elevarse de rango hasta permitirle codearse con lo más selecto. Le sigue la permanente persecución del bien de la hija: situada Rita en una posición privilegiada, encumbrar a la joven estaba a su alcance. La insistencia de mi amigo en proponerle matrimonio en estos momentos, justo cuando el coronel Rodríguez, su marido legítimo, está a punto de ser excarcelado, obliga a Rita a una definición antes innecesaria. Hasta aquí llegan mis indagaciones, mi deducción se para en este hito, ante una realidad sencilla e inteligible, difícil de aceptar por los suspicaces ojos que la miran tergiversando razones por creerla confusa y embrollada.
Sólo la concentración necesaria ante jugadas complejas silencia nuestra conversación. Deseo entrar en materia cuanto antes, abordando la delicada cuestión de su amor obstruido, y el progreso de mis indagaciones en busca de la causa; pero me da no sé qué iniciar el coloquio por un tema tan íntimo, y decirle, a mayores, así, de sopetón, lo averiguado. De modo que acepto el reto que me lanza al recordar que dejamos pendiente de discusión la realidad de la Iglesia Católica, de la que es defensor acérrimo. Mordido por la impaciencia me va tomando delantera en los dos terrenos: carambolas inverosímiles une en respuesta de mis golpes fallidos, y a mi improvisación contrapone argumentos bien meditados, hijos del reiterado análisis.
La Iglesia es obra de Cristo y Cristo llega a la tierra en el momento más conveniente, durante el reinado de Augusto, cuando el imperio de Roma ha unido bajo su tutela a gran parte del mundo civilizado. Ya se da la unidad de cultura, la lengua ya es «koiné», es decir común a todos los pueblos, universal; las vías de comunicación han sido trazadas a través de las diversas geografías y, sirviéndose de ellas, la palabra de los apóstoles puede alcanzar hasta el rincón más lejano. La venida de Cristo se produjo en el instante oportuno, cuando la religión pagana, el politeísmo observado por todos los pueblos a excepción de Israel, está en franco declive; cuando el culto al emperador alcanza la efervescencia, cuando la exhibición de riqueza se hace obsesiva entre las familias nobles, y no hay banquete memorable si no sobrepasa los cien platos de manjares exóticos.
Tratando de concluir cuanto antes un forcejeo que podía aplazarse sin grave quebranto, inquieto yo ante la demora impuesta a la verdadera materia -su relación contrariada con Rita, cuyo avance tortuoso había llevado mi investigación a la lógica y venía mi persona a relatar- lancé una andanada demoledora que tuvo la virtud de sorprender a Honorio sorprendiéndome yo mismo.
Instaba Cristo al perdón de las ofensas recibidas, y sus discípulos, durante aquel lejano tiempo, se dejaban despedazar por los leones en la arena circense sin emitir un grito de protesta; permitían que los soldados los prendiesen sin resistirse a ello, y aceptaban la humillación de los paganos, ofreciéndoles, con gesto amable, la otra mejilla. Mucho ha debido de evolucionar la Iglesia, compañero, para que, partiendo del amor sin límites a todas las criaturas, en el catecismo recién publicado, se declare partidaria de la pena de muerte.
Peor resulta el remedio que la enfermedad. Alguna fibra dotada de sensibilidad extrema he tocado, porque Honorio reacciona con una vehemencia en él inusitada. Conozco a mi amigo como si se tratara de mi propio, y sé cuando quiere decirme algo que para él resulta importante. Advierto el leve temblor de los labios, el guiño de los ojos apenas perceptible, la contracción repetida de los hombros, síntomas claros de un nerviosismo que no puede dominar.
Cristo, lanza Honorio exaltado, llega en el momento debido, y una organización de lo más humana, la Iglesia, se encarga de desarrollar su novedoso pensamiento, el evangelio del amor. La evolución de la doctrina de Cristo se confunde con la historia de la Iglesia; continente y contenido se hacen uno. La aceptación de la pena de muerte sin menoscabo del quinto mandamiento, que señalas como gran escándalo, no es más que una muestra de la permanente paradoja de una Institución contradictoria; desde sus inicios engordaba el cuerpo mientras expulsaba de su seno el alma, vaciándose de Dios. Las llamadas Sagradas Escrituras, tú mismo lo has dicho, no pasan de excelentes ejercicios literarios, y nada contienen que nos acerque al Creador o lo expliquen; mas la Iglesia, tomando la supuesta palabra de Dios en sustitución del propio Dios, idolatrándola, se ha convertido en un muro que nos impide alcanzar la verdad. Ha perdido, por tanto, el magisterio que la capacitaba para mediar entre Cristo y los hombres. Ninguna verdad de las que se consideran reveladas podrá sustituir al conocimiento que nos da la intuición; la contemplación silenciosa y relajada del Universo nos dice más de Dios que todos los mensajes escritos o dichos, presentes o futuros. Dios carece de forma, es el vacío pleno, y para verlo basta mirar el cielo estrellado de una noche calma, imperturbable. En las enormes distancias, en la abundancia de mundos, en su masa descomunal, podemos percibir no solo la huella del pie divino, sino también la esencia que lo anima. Conocer a Dios no está a nuestro alcance, y plantearnos su existencia resulta un ejercicio estéril.
No te entiendo, compañero. Un cataclismo ha debido de ocurrir desde nuestra última charla, para que tu manera de ver los grandes problemas haya sufrido tal revolución; para que tú, el mayor convencido, niegues a la Iglesia su función mediadora.
¿Sabes?, estaba dormido y desperté; me encontraba a oscuras y llegó la luz a mi vida, iluminándola, mostrándome la inutilidad de mis pasos. Soy un recién nacido y miro con ojos nuevos a mi alrededor, cuestionándome todo. Voy en busca del autodominio, y rompo los lazos que me atan a la materia impidiéndome ser libre. Trato de afrontar bien sereno los acontecimientos favorables o contrarios que me depara la existencia.
Así, sin más ni más, de sopetón… Perdona, pero estás irreconocible, te expresas como lo haría un visionario.
Me dirijo a Honorio de modo tan insolente, cuando una alarma alerta al cerebro y me invade la sensación de hablar con él por vez primera.
Un navarro nacido en Cascante, sacerdote casado que reside en París, con quien me encontré durante el último viaje, me regaló un libro de Anthony de Melo, el jesuita hindú que exponía verdades tan evidentes que no entiendo como no las descubrí por mí mismo.
¿Si era jesuita, es decir católico, que razón hay para que cambies de manera de pensar?
Sí, lo era; y a pesar de ello consideraba a Jesucristo un maestro, alguien que caminaba despierto entre gentes que dormían, hijo de Dios en la misma medida en que lo somos nosotros mismos, pero en todo caso ajeno a la naturaleza divina. Y es más, da a la vida eterna un valor muy escaso; lo que en verdad importa, según él, es el presente, el nunc ipsum.
¿Habrá sido excomulgado, supongo?
No; y me extraña. Pienso que la jerarquía teme provocar un cisma, pues el número de seguidores ha de ser muy grande. Esperarán a que el tiempo procure el olvido y fagocite el mensaje discorde.
Por providencia o por desdicha, al término de las palabras de Honorio, se presentan Berta y su pedestal, el hombre que la convierte en adorada imagen alzándola sobre sí. Nos saludan y, como vienen con intención de comer y ya va siendo hora, proponen que nos sentemos juntos a una misma mesa, pues le aceptaron a él como socio del círculo y quieren celebrarlo.
Amigo Honorio, habla Silvio, el compañero de Berta, no sé cómo agradeceros vuestra confianza. Sos fabuloso; no nos conocíamos de nada cuando vinimos en los inicios a este club, y recibí de vos el apoyo preciso para ser admitido, avalándome con vuestra firma y buscando las otras dos requeridas por el reglamento.
Los vi tan perdidos, tan desorientados, se dirige a mí Honorio en su explicación; y por otra parte me parecieron tan buenas personas, tan señores, que no tuve dudas; supe lo que debía hacer y lo hice, sin más.
Entre bocado y bocado de unos platos exquisitos, entre trago y trago de un vino en su punto de madurez, se habla despacio. Me place el lugar y me place el propio almuerzo; encuentro justificada la fama que se ha hecho la cocina del Círculo, y entiendo que haya quien se asocia sólo para poder asistir al restaurante. Como viera hacer antes a Honorio, con una deferencia que agradezco, me explica Silvio la manera en que mi amigo les encaminó hacia el coro. Tras una conversación en que se mostraron tal cual son, destacando, por constituir inquietud constante, la progresiva pérdida de visión que daña a Berta, Honorio, que acababa de leer un artículo referente a las terapias ocupacionales, les habló de la coral que estaba naciendo y les invitó a sumarse a sus voluntariosos partícipes. Se habla de Argentina, territorio para el que Honorio reserva un cariño especial, pues oyó del abuelo tantas historias referidas a esa tierra, que la ha de reconocer cuando vaya. Irá; aunque sólo sea por agradecimiento debe ir a la patria de sus caudales presentes. De Carmen de Patagones se habla, donde Berta nació, situada a casi mil kilómetros de Buenos Aires, a cuya provincia pertenece; de la vecina Viedma, unida a Carmen por un puente que facilita el paso tanto al ferrocarril como a la carretera. Se habla de su fundación, obra de Francisco de Viedma y Narváez, integrante de la expedición de Juan de la Cosa, quien la situó sobre la orilla derecha del río en el último tercio del siglo dieciocho, reinando en España Honorio III. La experiencia de la riada vivida le movió a mudarla al otro lado, más alto y seguro. De Galicia llegaron los colonizadores, de Asturias, de la Maragatería, de ahí que se conozca como maragatos a los allí nacidos. Viven sus habitantes de la agricultura, de la ganadería; pero el mar les proporciona cuantiosos recursos, y en su puerto se da un trasiego continuo de pescadores venidos de todas partes del globo. Del suelo argentino se habla, tan dispar; de las enormes llanuras cubiertas de pasto, de un ganado que divaga a su antojo formando rebaños -ovejas, vacas- de incontables ejemplares. Del tango, baile que practica Silvio desde su primera juventud, y en cuya filosofía se ha ido haciendo perito. Se habla de los terremotos que a manera de plaga flagelan la tierra, señalando con su dedo invisible, como suelen hacer todos los cataclismos, la injusticia cometida con los desheredados, principales víctimas. Del terrorismo demente que salpica España de heridos y muertos; de los terroristas, individuos trastornados, rehenes y carceleros de sus propios camaradas, incapaces de cualquier tarea que vaya más allá de disparar por la espalda y escapar corriendo, o celebrar unos éxitos medidos en litros de sangre indefensa. Se habla de la paz que no acaba de llegar a Israel. De las coincidencias existentes entre palestinos y judíos -las más grandes en la historia de las desavenencias- espinosa cuestión en la que Silvio y Berta quisieran ser neutrales y reconocen no serlo.
Se cuentan anécdotas, se examinan lo divino y lo humano, mientras sufro por mi impericia para transmitir el recado que vine a entregar. Ha de marcharse Honorio por causa de alguno de sus negocios, y me pide que acompañe a la pareja. Resignado con mi suerte adversa y complacido al tiempo por la compañía, olvido mis averiguaciones y me dispongo a gozar de una charla que me satisface.
El ausente, con su marcha, propicia que la charla de quienes permanecen le tome por objeto. Y nosotros, no estando hechos de pasta distinta, nos referimos a Honorio, a su recta conducta, a su proceder íntegro. Abordamos el hecho innegable de su enamoramiento, de su pasión desbordante. Damos paso al análisis de Rita y Mireya, cuestión que llega por camino obligado. Silvio asegura que no sabría elegir entre madre e hija, y que puesto en tal tesitura, de estar en su mano, se quedaría con ambas: madura y joven formando una imposible unidad ideal. Explica al instante lo que corre el peligro de tomarse por una fruslería, y resulta no serlo. La juventud lleva consigo valores como la espontaneidad, la frescura, el ímpetu irreductible, una cierta tendencia a expresar el sentir verdadero, algo de altruismo y afición por las novedades. De la madurez se espera reflexión, temperamento calmo, claridad en las ideas y propósitos bien definidos. En la persona, estamos habituados a verlo, la ganancia de atractivos que propicia la experiencia, acarrea, por desgracia, la pérdida de aquellos que el desconocimiento preservaba. No deja de tener, pues, sentido su impracticable deseo de formar con las dos mujeres una sola. Y aparece en el rostro sereno de Berta un ligero gesto de contrariedad, producto, acaso, de los celos.
DIECIOCHO
Finaliza agosto cuando Isa y su esposa, pensando que ya es posible vivir en Kosovo, se disponen a regresar; su aldea, asolada pero en paz, podrá acogerlos. Sin duda, todos los brazos resultarán pocos en la tarea ingente de la reconstrucción. Comenzarán por la retirada selectiva de los escombros, apartando ladrillos y piedras que puedan resultar de provecho, vigas, tablones, tejas, cualquier material cuyo deterioro no sea íntegro. Se deben levantar viviendas y escuelas, rellenar los cráteres que en calles y caminos han dejado las bombas, restablecer las comunicaciones y taponar los escapes en las canalizaciones de agua, gas y electricidad. Se han de reabrir las fábricas y pagar jornales para que las tiendas ofrezcan artículos primarios: patatas, carbón, herramientas y un sencillo ajuar doméstico. Habrá que limpiar de minas el campo de batalla, de modo que cada cual pueda salir de los senderos seguros sin quedar lisiado. Resucitarán las praderas que los bombardeos consumieron, las flores de los jardines, los árboles de las plazas; volverán a labrarse las tierras de labor, germinarán de nuevo las semillas. Las hijas, tras su estancia en Madrid, no saben si han de alegrarse por lo antiguo que van a recobrar, o si lo suyo es llorar por lo nuevo que dejan, así que lloran y ríen a lapsos muy breves.
Con el fin de despedirlos nos reunimos en el local del coro, espacio acogedor que recibe un goteo constante de amigos hasta irse llenando. Veo a Verónica; luce un blusón de lino blanco que le cae muy bien, y un pantalón negro, demasiado corto, que deja al descubierto unos muslos rollizos aclimatados al sol y al viento. Habla de su próximo trabajo como ayudante de producción; una película que comienza en septiembre y le permite quedar libre de ocupaciones antes de la boda. Nombra a algunos actores de los más populares, y destaca las facultades y carencias que les son inherentes; se le nota un conocimiento amplio del comportamiento común a los famosos, y da la sensación de que los viene tratado de antiguo. Siendo el tema de la charla de interés general, ha logrado atraer a un nutrido grupo que escucha interesado.
Un señor, que si lo nevado del cabello no es efecto del tinte ya no cumplirá los cincuenta, absorbe las palabras de la mujer, trasunta de la Gioconda, como si fueran gotas de agua y él se hallara sediento. Le supongo interesado en los entresijos de una profesión que admiró desde mozo, porque atiende las explicaciones con provecho. Formula preguntas que se ciñen al tema como cincha a la albarda; e inquiere acerca del cometido concreto de Verónica en el entramado, cuando el equipo se adentra en el rodaje y va enfilando la película plano a plano, secuencia a secuencia. Está claro que le acaba de llegar a la mujer uno de los escasos momentos de gloria, pues responde muy ufana que de ella depende todo.
El orden depende de ella, sobre todo el orden; y para llegar al orden, el entendimiento entre las personas, la exactitud de las indicaciones, la precisión en los detalles, el equilibrio entre lo disponible y lo necesitado. Destaca, asimismo, que de ella depende el silencio; su conquista, dice, permite concentrarse a los actores, al director, al cámara, a los técnicos, a la maquilladora; de forma que uniendo los esfuerzos avanzan unidos hacia el objetivo común. Ha de llegar a la unidad territorial del archipiélago partiendo de islas muy variadas que se creen, cada una de ellas, el eje sobre el que el mundo gira. Optimizar es lo suyo, añade, conseguir un producto atractivo y rentable al mínimo costo.
Cuando parece que la cineasta da por terminada la retahíla de responsabilidades, el señor mayor, que tan atento escuchaba; mirando, más aún, admirando sin disimulo el carnal desbordamiento que el pantaloncito de Verónica no puede encauzar, grita con imitado acento andaluz un piropo que por machista tendrá, me temo, el desdichado efecto de bajar a la oradora del estrado y dejar en nada su afán: “¡Olé! la hermosura de las hembras hermosas; tienes tú mejores columnas que la mezquita de Córdoba”.
Me equivoco; agrada a Verónica la expresión admirativa del hombre, pues una carcajada sale de su boca apoyando el atrevimiento. Según parece, a la moza le da lo mismo destacar por la abundancia física que por la intelectual. A raíz de lo que yo tomo por un incidente sin serlo, la observo con intención de análisis, y noto que su comportamiento animado no es el de la mujer que está a punto de separarse de una persona querida. La constatación del hecho me asegura que no era ella la mujer de la barca, ni Isa el hombre; pues de estar tan encariñados como se mostraban aquellos, les iba a resultar dificultoso separarse sin drama. Resta otra posibilidad, seguro; la que admite a ambos superficiales y les supone aceptando la relación amorosa como un pasatiempo.
Dejo a Verónica empapada en su jugo de oyentes, y voy saludando a quienes conozco. Abrazo a las mujeres palentinas, dotadas de una elegancia natural, sencilla, y reparo en que muestran conmigo mayor familiaridad, si cabe, que antes de las vacaciones; parece que el tiempo se detuvo cuando nos despedimos en Liérganes: no se ha agrietado nuestra charla, ningún hueco actúa de paréntesis. Veo a Cosme acomodar las mesas de aprovisionamiento, y pone en ello tal dedicación, tal interés, rigor tal, que pudiera creérsele desplegando el decorado del más importante de los recitales del coro, a lo que está acostumbrado. Saludo a Berta y a quien obra de ojos y oído de la necesitada; conversamos durante un breve lapso, y me separo de ellos con la sensación de haber respirado el rico interior de una atmósfera repleta de saludable optimismo.
Buscando abrir a los otros su monólogo, la imitadora de la Gioconda hace historia de las circunstancias en que conoció a la familia de Isa, de su amistad con ambos esposos y del cariño tomado a las pequeñas, unas niñas de gran sensibilidad que viven cada día como una aventura. Revela en esta actuación sus dotes de estratega, pues establecido el diálogo, se escabulle y viene decidida hacia mí.
A solas -todo lo a solas que resulta posible formando parte de un grupo numeroso y activo- aislados ella y yo del resto por nuestra voluntad disyuntiva, pido a Verónica explicación minuciosa de su relación con Honorio. Lo conoció en una jornada de caza, me explica, celebrada en la provincia de Ciudad Real. Se trataba de una cacería pero bien podía ser una bucólica merienda, ya que, careciendo ambos de espíritu venatorio, pasaron el tiempo hablando de cine. Y lo debieron hacer de modo muy práctico, ya que al término de la caminata estaban comprometidos en un ambicioso propósito. Ha pasado desde entonces lo menos un lustro, y aun así recuerdo, sin evaporación que la disipe, la participación de mi amigo en un proyecto cinematográfico que en lo económico resultó un desastre. Y es que de tarde en tarde lo rememora, y sé que guarda, a pesar de las pérdidas económicas, un grato recuerdo de la experiencia. Ahora resulta que fue Verónica la instigadora, y siento viva curiosidad por saber si los detalles despliegan algún aspecto, oculto aún para mí, referente a mi amigo. Hace hincapié la mujer –y se muestra orgullosa de ello- en que se trató de un intento idealista de hacer un cine nuevo, abierto, libre, creativo. Pusieron dinero -Honorio el grueso de lo necesario- y un esfuerzo que superó con creces lo que se considera habitual. Actores noveles, un director muy joven y animosos técnicos dieron con un producto que gozaba, según ellos, de una calidad encomiable.
Manifiesta Verónica que a quienes intervenían sólo se les expuso la idea inicial, las vertebrales pinceladas de una historia flexible, cuyos personajes coincidían en edad y sexo con las personas que iban a animarlos; y añade que la andadura de actores y técnicos hasta llegar al desenlace, quedaba al albur de la visión personal de cada uno. De este modo los ensayos primeros, moderados por el coordinador literario -figura natural al no haber guionista- consistieron en una puesta en común que se prolongaba hasta que entrantes y salientes encajaban a la perfección. Se dieron graves dificultades y enfrentamientos serios; incluso abandonos. Faltos de la costumbre de añadir sin reservas lo propio a lo ajeno, hubo que doblegar cualquier afán de protagonismo. De ese modo la película no fue resta ni suma, sino multiplicación de capacidades. Conservó la frescura puesta por los entusiastas aficionados, alcanzando el profundo calado que sólo los expertos consiguen. Finalizado el proceso, satisfechos los participantes del resultado obtenido, la mano negra que controla el negocio impidió exhibirla; los circuitos cerraron sus puertas a cal y canto y fue archivada antes del estreno.
Guardamos silencio por respeto a las actuaciones. Hay cánticos, hay lecturas de textos, y al final, cuando los discursos dan paso a la emoción, Rita entrega a Isa el dinero reunido por el grupo y le anuncia el común deseo de que inicien él, su esposa y las niñas, junto a los hermanos y los vecinos retornados, una vida semejante a la que buscaban cuando la intolerancia, el egoísmo y la barbarie los expulsaron. Quienes se ofrecieron a organizar la despedida han dispuesto una cata de vinos de distintos lugares, dos o tres extranjeros, y algunas pequeñeces gastronómicas para ir picando.
DIECINUEVE
En la primera de dos salitas destinadas a camerino doy razón a Honorio de la información que le afecta, acopiada por mí en los últimos tiempos; y del derrotero que va tomando mi novela, cuyos protagonistas logran sorprenderme a cada instante, alterando lo que en mi imaginación era una historia definida en sus bordes y tabiques. El pasado de las dos mujeres, modificado por el encubrimiento y la invención, me obliga a trabajar a manera de arqueólogo, pues de su conocimiento preciso deriva la trama, ya que ellas y mi amigo constituyen los personajes centrales. Cuando concluyo el relato y Honorio inicia el estudio de unas partituras, entra Mireya para hablarme del cuento titulado «Navajas», uno de los últimos escritos por mí, que la dejé a modo de muestra y ejemplo de lo que sé hacer en materia de relatos breves. Expresa elogios que apenas valoro, metida como está mi cabeza en la resolución del enigma. La narración le parece, siendo histórica como es, bien documentada, creíble de principio a fin. Le gusta el estilo, muy adecuado para piezas cortas; que ni va al galope ni se demora subiendo a las bardas.
Satisfecho de un juicio que confirma el mío, ideo una conversación abierta en la que encajen sin holgura ni aprietos las preguntas cuyas respuestas busco. El rumbo de la conversación me da pie para interesarme por su apellido, y con una naturalidad asombrosa se confiesa Rodríguez. Le apunto el Martínez con que la presenta Honorio, y responde sin ningún recato: ¡Bah! cosas de Rita, mamá vive en su mundo. Y cuando el discurrir de la charla llega al lugar apropiado, introduzco la cuestión de la nacionalidad. Formulada con reparos la pregunta, recibo una respuesta vibrante: Somos americanas las dos, estadounidenses siendo más precisa; y prosigue la descripción de sus gustos en materia de música que dio pie a mi inciso. Como si a su memoria llegara un encargo urgente, corta su exposición al final de una frase y elevando la voz añade a lo ya dicho: Pero en lo que me atañe, estoy en trámites de recobrar mi verdadera patria, el origen perdido y, antes de un mes, volveré a ser cubana.
Rechazo cualquier duda que pueda aquietarme: tanto Honorio como Rita han oído por fuerza lo que Mireya ha dicho. En vano deseo ser testigo de la aparición de la madre en el umbral. Abrigo, sin efecto alguno, una esperanza fundada: defiende Rita como resorte activado su interpretación de la realidad mutable; y tomando a Honorio del brazo le aparta de las partituras para llevarlo a la puerta que separa ambas salas, donde puede explicarse sin que yo la oiga. Espero, y no llegan, unas palabras del contenido siguiente: Comprendo que estés confuso, mi amor: equivocaste el apellido de Mireya y tomaste al pie de la letra mi expresión de que el gobierno ajustició a mi marido. Me diste por viuda como yo me daba, pues en nuestras latitudes las condenas pueden alargarse sin fin y los presos incómodos están expuestos a sufrir accidentes que adelantan el término de su existencia. Pensaste que habiendo nacido en Cuba éramos cubanas, y de esa manera discurre la normalidad, alterada por excepciones como la que se da en nuestro caso. Razón tienes para encontrarte confuso, mi amor; dentro de tu piel yo me sentiría pareja.
Anhelo presenciar una escena semejante, pero ninguna acción ocurre que lleve tal rumbo u otro paralelo. Sin duda Rita se fuerza a un silencio costoso; pues habiendo oído las confesiones de Mireya, en estos momentos cruciales aguanta la figura sin descomponerla ni miaja. Se muerde el labio, reservando su energía para hablar con Honorio en otro momento más íntimo, cuando en territorio aliado las condiciones le sean favorables. El silencio de mi amigo ante las revelaciones de Mireya –imposibles de desatender por muy abismado que se halle en la lectura- y la sonrisa que reposa en sus labios, no me tranquilizan. Intuyo los desastres que, sin remedio, en su interior pacífico se habrán producido: izadas techumbres, cornisas fragmentadas sobre el duro suelo, árboles cuyos troncos, quebrados de manera irregular, servirán de pasto a las llamas torciendo su vocación de muebles, ventanas o puertas. Pasan cuatro o cinco minutos y Rita no asoma; lo que impide a su voz concluir la propia defensa con una parrafada de contenido cercano al que ideo: Rodríguez se apellida Mireya y yo estoy casada; sí, las dos afirmaciones son ciertas. A nadie dije una cosa por otra; descubierto el error no lo aclaré, eso es verdad, me favorecía sin perjudicar a nadie. No sé por qué tuviste que enamorarte de mí como un chiquillo, provocando este desenlace que ya no puede ser encaminado de la manera debida.
Siendo el amor de Honorio sincero e irreprimible, a él le dañan tus embustes: pienso que respondo a su inexistente expresión de disgusto, a sus silenciadas excusas. Deseo remediar el menoscabo infligido a mi amigo, aunque me imagino callando mis cavilaciones en vista de que en este pleito no debo ejercer de juez ni puedo ser parte. Realidad que me permite, sin embargo, torturarme sin tasa al ver al disminuido hacerse cordero a su lado, y aceptar los despojos de atención que recibe. Sigo escuchando en mi corazón a Rita, dirigida la voz a la tímida presencia de su enamorado que examina unas partituras: Cuando hace diez años cargaron de fierros a mi esposo, pretendimos quedarnos en la Habana: aún nos desplazábamos con facilidad y podíamos visitarlo. Pero, sin ingresos, los ahorros tomaban el galope en su huida. De nuestra casa -que veíamos desmoronarse como a otras de la Habana Vieja o el Vedado- hicimos lo que allá se llama una paladar, una fonda casera que proporcionaba sabrosos platillos preparados por mí, poniendo en uso una destreza desconocida. No bastaron los beneficios para abonar las clases particulares recibidas por Mireya, y hacer frente a los gastos diarios; por lo que nos vimos impelidas a alquilar la parte noble de la vivienda a un inglés que pagaba en dólares. Nosotras ocupamos las habitaciones del servicio y el patio posterior, en cuyo cobertizo situamos un fogón al resguardo de vientos y lluvias. Conocimos entonces la Libreta de Racionamiento, que para nuestra familia no había regido. Buscamos la fortuna jugándonos los pesos en la bolita, una lotería clandestina desplegada por todo el país; pero la ambición creciente logró acelerar el ritmo de la ruina. Así que una empresa, una de tantas que se instalaban en la isla al arrimo de la incipiente apertura comercial, nos compró la casa. Hubimos de restar al montante el mordisco de las deudas contraídas en los abarrotes del barrio, y con el resto pasamos primero a Miami y, desde Miami, a Madrid. Puente de plata nos pusieron los dirigentes; se libraban de una loca que se creía viuda y reclamaba al estado un marido preso. De habernos quedado, un pobre bohío sería hoy nuestro hogar -yaguas y guano- un bohío en un barrio pésimo.
Honorio y Mireya abandonan la salita donde me hallo. Me llaman, pero yo, metido de lleno en el rastreo de verdades, trato de aclarar la actitud pasiva de la joven frente a las figuraciones maternas. No entra en el arqueo de las facultades propias de Mireya el fingimiento, lo sé; pero Rita enfila una mentira tras otra como perlas de un collar que va creciendo y creciendo, estimulada por la necesidad de una nueva pieza que justifique y proteja las anteriores. Imagino a Mireya en continuo sobresalto; dudando acerca de la identidad de la mentira imperante, hasta oír a su madre nombrarla, sustituta de otra a la que no ha podido tomar apego.
También cabe la posibilidad de que Rita no mienta. Puede que se crea las falsedades y en esa creencia viva. Quien desee compartir con ella el tiempo y el espacio, habrá de ir despojándole de los sucesivos mantos que la definen; pues bajo cada aspecto aparecido al desposeerla del anterior, intuirá otro que puede no ocultar el verdadero, desconocido y atrayente. Ella los fue superponiendo como si se tratara de las camisas de una cebolla, o introduciéndolos uno dentro de otro al modo de las muñecas rusas. Mentira y verdad, de acuerdo con esa hipótesis, se hermanan en Rita, y la frontera entre ambas resulta imposible de determinar.
Honorio sabe mucho más de lo que admite saber, y la fuente de abastecimiento ha de ser Mireya. La chica se sincera con Honorio cuando Honorio espera a que Rita se arregle para salir; él lo dijo. Se habrán visto a solas en otros lugares y mi amigo -tan diáfano, tan franco- no lo ha mencionado. Conoce que indago cualquier indicio –forma, fondo, color, aroma, tacto, sabor- que me lleve a conocer lo desconocido; cualquiera de las huellas –mano o pie- que me indique la dirección del paso; lo sabe y no hace ademán de comentar tales encuentros, como si se gozara en mi incertidumbre. Quizá los considere inadecuados y, por vergüenza o pudor, los silencia. Pudieron tropezar el uno con el otro sin premeditación en la Gran Vía, cuando ambos, lectores voraces, trataban de hacer acopio de textos en La Casa del Libro. Coincidencia dispuesta por el azar con el objeto de dar pie a otras posteriores, encaminadas todos ellas a un fin que me está vedado conocer. Aprovechó la muchacha la inicial para explicarle al hombre lo que tal vez creía inexplicable, la negativa de Rita a contraer matrimonio. Fijaron más citas, y la segunda tuvo lugar en la Glorieta de Carlos V, llamada de Atocha porque en la plaza muere la calle que exhibe ese rótulo. Desde allí se dominan los museos de pintura mejor provistos de todo el país; allí convergen la Cuesta de Moyano y el Jardín Botánico, y en ese lugar, por último, abre sus fauces un dragón que fagocita y regurgita miles de viajeros procedentes o destinados a cualquier ciudad de la nueva Europa. No resulta extraño que Mireya adoptara esa encrucijada como punto de encuentro, meeting point como ella dice, para dar arranque a sus conversaciones con Honorio, mañana o tarde.
Veo a la joven marchar decidida, Paseo del Prado arriba y abajo, bulevar del centro hormigueado de turistas, permitiendo que Honorio le ponga el brazo sobre los hombros con afán protector. Cualquier cosa acepta la chica, me digo, con tal de exponer al acompañante un argumento, tan escurridizo, que en un solo intento no se esclarece. Dedica el empeño a explicarle las cosas tal como se ven desde dentro; más al advertir en toda su desnudez la fragilidad del hombre, su sufrimiento inhumano, es de comprender que quiera consolarlo, que trate de endulzar el acíbar poniendo en el vaso un poco de su miel. Se encuentran por gusto, pues gozando ambos de una conversación agradable, la compañía del uno ha de disfrutarla el otro por fuerza. Y mi amigo me oculta este continente novísimo, este sexto espacio de una enormidad y riqueza inabarcables. No sé de qué alcuza extraigo yo este aceite virgen, ignoro de que alcancía vienen tales ahorros, de que gayola sale el preso; desconozco porqué razón dibujo el cuadro de tan improbables coincidencias.
Superadas las exaltaciones mentales, lógicas si se tiene en cuenta que corro tras una realidad cambiante hecha a discurrir por cien cauces distintos, y a servirse por añadidura de apariencias múltiples, de mil disfraces destinados a llevarme al error; me sé en la verdad. Al margen de los excesos a los que me aboca mi estimulada fantasía, estoy convencido en firme de mi presente tesis: permanece Rita casada con un coronel prisionero en un penal de Cuba, que a punto está de recobrar esposa y libertad en un mismo acto; y Honorio lo sabe.
Padre yo de la reflexión al fin y al cabo, soy capaz de desbaratar cualquier duda que venga a poner en tela de juicio su congruencia incuestionable. Metido de lleno en la vigilia nocturna, suelo imaginar múltiples variaciones de la forma sin modificar ni en lo imperceptible la esencia. Ensayo juegos malabares de esos en que los artistas lanzan tres o más pelotas al aire. Los he observado; mantienen dos de ellas, de forma rotatoria, en contacto con las manos durante un lapso mínimo, al tiempo que las otras cortan un círculo en el aire. En vez de pelotas lanzo yo suposiciones, que una vez estudiadas se quedan en una, detenida al vuelo por mi mano derecha. Sirviéndome de la intuición como contrapeso, a punto de llegar la madrugada, funámbulo aficionado, alcanzo el equilibrio sobre el alambre que une las dos orillas del barranco.
Pero qué investigador más negado sería yo si protegiera mi creencia como el gato defiende su sardina. A pesar de la firmeza de mi teoría, dada la inexistente reacción de Rita, la realidad me despierta del letargo fecundo transformándome en el más exigente de los críticos. Analizo el método puesto a mi servicio y escruto la historia valiéndome del espejo, pulida superficie de la cual recibo mi propia mirada como si llegara de fuera. Noto de esa manera que a mi hallazgo le falta solidez; muestra un cabo suelto que le convierte en dudoso: el detalle trascendental de la pensión, maná caído del cielo durante años. Constituye por sí mismo este punto un problema permanente, incapaz de encaje en ninguna de las teorías que he ido elaborando. No poseyendo la nacionalidad cubana ni Mireya ni Rita, resulta inverosímil que el gobierno de Cuba consienta en pensionarlas.
Me descubro solo en la salita destinada a camerino, y comprendo que mi meditación ha sido breve, un lapso inferior a diez minutos; pues la fiesta celebrada para despedir a la familia kosovar en el salón de ensayos, parece alcanzar el punto más candente. La música -discos aportados por los compañeros, en particular las mujeres cubanas- crea un ambiente adecuado para la diversión. Acomodo mis interrogantes en su lugar de espera, y me uno a los que dan palmas haciendo corro en torno a Isa y Verónica, que bailan una polca; en torno a Verónica y Honorio, que bailan un vals; en torno a Honorio y Mireya, que bailan una rumba, una habanera, un chachachá; en torno a Mireya y yo, que bailamos una guaracha; en torno a Rita y yo, que bailamos un bolero; y por último alrededor de Rita e Isa, que bailan una mazurka. Al fin nos hacemos grupo al son de la conga, danza que da por terminada la fiesta y la despedida de Isa y sus tres mujeres.
VEINTE
El amanecer ha sido llamado con el propósito de iluminar la escena, y su albor no es una luz indeterminada, por fuerza ha de corresponder a la Aurora de rosados dedos, dicha así por Homero con amor de amante, poniendo en el acto de nombrarla el esforzado empeño y su voz fuerte y delicada de poeta. Calcante, hijo de Téstor, ha dispuesto presagios amigos portadores de un tiempo favorable para la representación. Circe, hija de Helios y Perseide, transformará el coro en un grupo de magníficos actores; las Musas, hijas de Zeus, el de los negros nubarrones, diosas del canto, inspiradoras de los aedos, colaborarán con ella. Noto, viento del Sur, sopla blando trayendo aromas de naranjos y de cabilas fijadas a los oasis saharianos. Penélope, hija de Icario, esposa esperanzada de Ulises, concluye, por fin, el interminable tejido del peplo.
El coro actúa en el Teatro de la Zarzuela: Me lo anuncia Honorio, en términos de epopeya, como una primicia. Mireya lo ha conseguido; cuenta con buenas relaciones en las esferas musicales, entre las que destaca un amigo que intervino sin esperar recompensa. Como estamos fuera de temporada, solo han de pagar el costo de poner el escenario en movimiento, recaudando en taquilla una cantidad que los resarza con justeza del gasto, producto del reducido valor de unas entradas puestas al alcance de las personas humildes. Está mi amigo exaltado de alborozo, no cabe en la piel.
“La Gran Vía” propone Honorio que interprete el coro, a lo que Rita se opone por creerlo un intento superior a sus fuerzas. Con ánimo de que entre en razón, le va desgranando la mujer en su argumento, uno por uno, los números musicales que complican la obra: la Polka de las Calles, el Vals del Caballero de Gracia, el Interludio, el Tango de la Menegilda, la Jota de las Ratas, la Mazurka de los Marineritos, el Chotis del Elíseo madrileño y la Marcha General; y eso olvidándose de la décima edición, aún más completa. No insiste Honorio, pues comprende que los músicos, ante tan extenso repertorio, no actuarán de balde y habrá que subir el precio a los asistentes. ¡Lástima! Domina la Introducción, la Jota, la Mazurka y el Chotis; e imaginaba ya el duelo entre intérpretes. Quisiera ver a Isa -quien acaso retrase su marcha debido a la ocasión- en el papel del Caballero de Gracia, un tanto ridículo, presumiendo de sus conquistas amorosas; mientras para sí reservaba un personaje más a su gusto, el de Paseante. ¡Lástima!
Puestos manos a la obra, los más diligentes localizan a veinticuatro de los miembros que no han salido de vacaciones o ya han regresado. Siguiendo las directrices dadas por Rita, ensayan hasta la madrugada la selección de números representada en el castillo, pues resulta lógico -y Honorio así lo entiende- que se camine sobre seguro cuando el escenario es, como en este caso, una caja de resonancia y tan sólo disponen de seis días.
Nunca agradeceré lo suficiente a Mireya su esfuerzo por sacarme de mis errores. Voy yo dando palos de ciego, aventurando conclusiones sin cimiento bastante, hasta que ella se compadece de mi ignorancia y, más allá del desconocimiento del que doy muestras -que por sí mismo no es nada- se apiada de mí. Ella es mi hoguera prendida en lo alto del monte, el faro que muestra a mi barca los caminos seguros del mar. Son gestos, guiños de sus ojos, palabras adornadas con un eco característico que yo interpreto a mi modo, las más de las veces, acertando. Ya es noche cerrada cuando acabada la función, idos espectadores y actuantes, las puertas del Teatro chirrían al ser forzadas por el encargado hasta la posición de reposo. Ya es noche ciega en el momento en que Rita, Mireya, Juana y yo tomamos la Carrera de San Jerónimo y las calles de Santa Catalina y de El Prado, en dirección a la cervecería de la Plaza de Santa Ana, donde hemos de encontrarnos con Honorio y parte de los otros, un grupo entusiasmado por su contribución personal al éxito de la obra, enardecido con la increíble actuación del coro en el santuario del arte zarzuelesco.
Paseamos bajo un cielo estrellado a intervalos, a intervalos cubierto, envueltos en una atmósfera cálida, respirando satisfechos un aire propicio a la alegría. En estas circunstancias la revelación de Mireya debía de haberse hecho anunciar: trompetería, tambores, avanzadilla de emisarios enviados delante. No sucede así y nos sorprende una iniciativa tan desenvuelta, nada usual en ella que, es cierto, suele actuar con disimulo; de modo que la escuchamos con ganas crecientes a medida que se interna en lo íntimo. Incapaz de albergar tanto secreto bajo el ala de su natural sincero, tan frecuente simulación amparada, da rienda floja a unas palabras fluidas que tienen el mérito de poner las cosas en su sitio, ordenando el caos si es que ello resulta posible.
Nació en Miami, confiesa; es norteamericana por tanto. Su padre, Humberto Rodríguez, un hombretón alto y fuerte -así lo recuerda, así lo describe su madre- gozaba ya de una incipiente fortuna en tan alejadas fechas, aunque sin llegar a ser todavía el acaudalado omnipotente en que se convirtió después. En los faustos días poseía el hombre, la propiedad plena de buena parte de un albergue y algunas tiendas de elementos para practicar deportes. Era, por así decirlo, una persona facultada para negociar; luego hizo suya la totalidad de la hospedería y levantó otras tres, se apropió de un casino de juego por métodos poco ortodoxos y abrió varios establecimientos de diversión. Sucedió que, sumido en ambiente tan relajado, otras mujeres le acompañaban en sus francachelas, y Rita quedó relegada al puesto de esposa con mucho tiempo libre. Yendo de acá para allá, tratando de evadirse de su vida huera, se inició ella en la santería. Ocurrió su acercamiento a lo religioso a raíz de menguar su propio significado en el sentimiento del hombre, mucho antes de que perdiera en Humberto al galán atractivo y educado de quien se enamoró en su juventud, período temporal de intersección incierta.
No se da la oposición esperada de Rita, no; muy al contrario, estimulada por una confesión que invade su terreno, la madre toma el relevo e inicia la suya que le sale, si no espontánea, que no es pensable en ella, liberadora al menos. Puede que exista complicidad entre las dos mujeres, que el sincerarse sea cosa pactada. Se percibe a la madre desprendiéndose -de manera alegórica, claro está- del sobretodo raído que cubre un precioso traje sastre, ajustado a la firme estructura, orgullo del modisto. Anuncia que desea hacer al escritor -soy yo, seguro; no hay otro- para su buen gobierno -el mío, desde luego- un relato más completo aún que el que hizo a Honorio en los iniciales titubeos del entusiasmo amoroso, cauce de sinceridad por donde siempre deseó que discurrieran sus afectos.
Hacía el padre de zapatero en La Habana, pero no del remendón que prolonga el uso del calzado, sino del artesano de renombre que viste los pies sensibles de quienes pueden permitirse caprichos caros. Abandonó el hombre el taller y, unido a algunas familias de su clientela más selecta, salió de Cuba arrastrando a los suyos. Fue sacada Rita del espacio amigo –cuenta haciendo perceptible el aleteo tembloroso de sus palabras- a los ocho años; sin que estuviera en su mano dar consentimiento o plantear oposición; y los recuerdos más firmes que posee de ese tiempo intangible y movedizo, son los representados por el avión que los llevó a Miami -nunca había visto uno de cerca- el inusual nerviosismo de la gente empeñada en salir y la barahúnda formada en el aeropuerto. Ha hecho raíz en su mente la sensación de que esa huida rompió una infancia feliz. Por eso alberga un reproche, nunca formulado por completo, contra quienes forzaron su despertar con desacostumbrada rudeza, de un sueño en el que se encontraba a gusto. Adolescencia y madurez hubieran sido muy otras, pero esas etapas las aceptó tal cual vinieron. Fue la niña quien se dio de manos a boca con un futuro no querido, en un territorio extraño y hostil. De nada servía el esfuerzo de sus padres y de sus amigos por reproducir lo que habían dejado en la Isla; estaba la calle haciendo las veces de frontera y el colegio sirviendo, en todos los sentidos, de país extranjero. La unión con su hermano, dos años mayor que ella, se reforzó hasta alcanzar una solidez indeleble. Fatalidad de las fatalidades: en las clases no pudo tenerlo como compañero. De haber resultado posible tal coincidencia, ninguna monja habría logrado herirla, y la prisión en que se consideraba reclusa buena parte de la jornada, se habría demostrado escuela de verdad.
Prisión, sí; tratábase de un centro religioso gestionado por monjas que obligaban a las niñas llegadas de Cuba a hablar en inglés, castigándolas si se expresaban en la lengua española. Rita formó un círculo de odio que englobaba al idioma impuesto y a quienes lo hablaban. Las niñas americanas que debían ser sus compañeras, movidas por el ejemplo de las monjas, oscilaban entre la piedad y el desprecio. Ellas eran las alumnas privilegiadas, y las recién llegadas se habían acogido a su asilo. Atribuían, sin embargo, una acción admirable a las extranjeras: escaparon del comunismo, que al decir de las profesoras constituía una plaga capaz de devorar el mundo bocado a bocado, y el mapa servía de prueba. Por esa razón se mitigaba el rechazo, y en ocasiones el roce parecía humanizarse. Pagaban las clases, pagaban la manutención -se quedaba Rita en el colegio a medio día en razón de la distancia que la apartaba de su domicilio- pero el trato recibido parecía corresponderse con el dispensado en la beneficencia pública: los peores lugares las correspondían en las aulas, los papeles sin importancia en los juegos; crueles castigos seguían a incorrecciones mínimas, vacías de mala intención.
Devuelta al hogar por una guagua dedicada al servicio del colegio, regresada al seno de la familia, el afecto de parientes y vecinos la ceñía protector. Acerábase el lazo establecido con su hermano, y ambos, unidos en una sola voluntad, permanecían juntos hasta la hora de irse a la cama, invulnerables. El acoso pasaba en ese instante al reinado de los sueños, jirones de vida sumergidos en el charco turbio, herramienta eficaz de la cruel opresión imperante. Porque los sueños de esa época, por lo general, venían cargados de espanto. Se repetían cada noche, si no iguales, simétricos; como reflejados en un espejo que se mira en otro en ejercicio sin fin. Avanzaban cautelosos al modo de las sombras de una cuadrilla de bandidos nocturnos, siguiendo tortuosos senderos y parándose de trecho en trecho, con el fin de aguzar los instrumentos de sevicia de que estaban dotados.
Las monjas adscritas al colegio perteneciente a los sueños, se hubieran parecido a las reales y verdaderas de ser éstas más adustas. La palidez de sus rostros podía provenir en gran medida de la lúgubre iluminación -eran rayos amarillos los que las inundaban, rayos amarillos contaminados de una brillante oscuridad- y a esa luz, que no es de este mundo, podía atribuirse el tono sombrío de su tez. Eran más desabridas las monjas pobladoras de los sueños, y en algo había de influir, expresa Rita en su relato, el hábito de estameña azabache que cubría la totalidad de su piel, ya que tan sólo un óvalo unificador de ojos nariz y boca, y las enjutas manos, escapaban a la acción protectora del paño burdo. Lo cierto es que el conjunto alcanzaba una intensidad endrina que nunca más ha vuelto a apreciar en lo visto. Sus contraídas facciones de religiosas entregadas al demonio por haber puesto tanto empeño en huir de él -el universo es circular o elíptico conforme a los últimos descubrimientos- sus pronunciadas arrugas dibujaban trazos reveladores de un rencor inextinguible, al que ella, desconociendo el origen, imaginaba eterno, cuando menos carente de principio. La hermana superiora obligaba a la niña Rita, refugiada del comunismo reinante en Cuba, a comer insectos, gusanos, lombrices y pequeños roedores. Si se portaba conforme a las normas y realizaba sus tareas con sumo cuidado, eran menos rudos los modos; mas los periodos de recreo había de ocuparse en actividades extraescolares, cumpliendo encargos consistentes en recoger excrementos de animales domésticos para luego mezclarlos con el maíz, con los fríjoles de la comida destinada a sus compañeras. Las arpías le preguntaban en los sueños cuestiones teológicas de gran calado, enrevesadas fórmulas matemáticas, reacciones químicas producidas en los primeros tiempos del universo y leyes físicas sin plantear aún por los científicos de vanguardia; y al no conocer la respuesta con exactitud meridiana, le sometían a tormento amarrada a los horribles potros de tortura que su mente situaba en oscuras mazmorras.
De día, cualquier ejercicio anodino, cualquier demanda hecha sobre los temas que se trataran en la clase, le parecían preparados con saña, formulados sin otra razón que la de justificar el castigo: unos cuantos golpes dados en las nalgas con una regla plana, alzada la falda gris del uniforme, ante la mirada odiosa de las crueles burlonas. Devuelta por la luz alta de la mañana a la verdadera situación, a la realidad incuestionable, en el colegio cierto veía a las monjas ciertas como si aún se movieran en el sueño. En el comedor, esclava de una desconfianza que no empequeñecía en ningún momento, cataba apenas la ración de alimento depositada en su plato. Las porciones engullidas, suficientes para evitar la sospecha de estar practicando una huelga de hambre, eran diminutas; sin embargo, corría luego al retrete para vomitarlas. Le salieron por aquellos días unos granitos de acné, y de noche, metida en los sueños, de esos granos salían insectos y larvas que no eran otros que los ingeridos forzada por las monjas.
Abandonaron La Habana tan sólo unos días después de caer Batista, a principios de enero del cincuenta y nueve; sin esperar a ver el cariz que tomaban las cosas. Rita caminaba a remolque de su hermano, temerosa de hablar con los vecinos o de jugar con sus hijas, gente de la clase alta, poseedora del dinero grande: propietarios de terrenos o edificios, comerciantes, rentistas. Cientos de miles de compatriotas salieron de la misma manera. Unos lo habían hecho antes, anticipándose a la insurrección, en la segunda quincena del mes de marzo, a raíz del llamamiento que Castro dirigió al pueblo incitándole a amotinarse; otros lo hicieron después, mediado febrero, momento en que Fidel se convierte en primer ministro de un gobierno de izquierdas. Muchos de los exiliados se establecieron en Florida, y entre ellos se encontraban numerosos santeros que abrieron en seguida sus casas de culto. Babalaos hubo que se asentaron en el extremo peninsular, al igual que Rita y los suyos.
La colonia de Miami no sólo crecía, también prosperaba. Resultó que muchos de los cubanos utilizaban para sus negocios bancos estadounidenses, de modo que pudieron sacar los bienes muebles y el bienestar se instaló en la zona. No es de extrañar que con el concurso del tiempo se fueran aclimatando los desplazados al nuevo espacio de convivencia, puesto que en él se levantaba una Cuba nueva, aunque cada cual la quisiera a su modo: unos la real y verdadera, otros la ideal y deseada. No obstante, desde los cayos más adelantados observaban los movimientos de la Isla, siguiendo de cerca el acontecer de los hechos relevantes. Y los hubo de gran trascendencia para su futuro regreso. Enumera Rita, en este punto, varios: la nacionalización por parte del régimen revolucionario de todas las empresas de los Estados Unidos, y el consiguiente embargo comercial dictado contra Cuba por los yanquis; la ruptura de cualquier relación diplomática con Washington producida en enero del sesenta y uno; el desembarco en Bahía Cochinos, organizado por la corriente anticastrista, bien pertrechada de dólares; y el incidente de los misiles, cuando ya la presencia de los rusos dirigía el rumbo del régimen castrista hacia el comunismo.
En su dorado exilio continuaban los ricos llevando zapatos, y seguían prefiriendo los cómodos y elegantes hechos a medida; de modo que al padre de Rita no le faltaron ni tarea ni ingresos. Ella, desde que dejó el colegio de monjas para ingresar en un liceo seglar, rodeada de familia y compatriotas vivía una existencia ordenada; no dominaba el inglés, pero ni falta hacía, en el nuevo centro la enseñanza era bilingüe. Solía visitar la iglesia en las mañanas del domingo, y se incorporó a la Acción Católica porque sentía el deseo de darse, de hacer algo por los otros. Desde jovencita, once, doce años, tuvo sentido de la propia identidad. Estaba muy crecida y su persona gustaba tanto a chicos como a grandes: al papá de una de sus amigas hubo de mirarle a los ojos con resolución y desdén, para explicarle la inconveniencia de que una persona, respetable como él, tratara de aprovecharse de la candidez de una niña.
Fue consciente del papel que la vida le reservaba, cuando, a punto de cumplir los dieciocho, a un palmo de la mujer adulta, se descubre capaz de dirigir sus propios pasos y de forjarse un destino a la medida. Por iniciativa propia ingresa en el «Vivero Camilo Torres», grupo activo muy heterogéneo, donde conoce a Humberto, hijo rebelde de un mandamás enriquecido por la dictadura; y al mismo tiempo, siguiendo a su hermano, participa en la revista «Nueva Generación». En este periodo concreto de su trayectoria fija el instante del alejamiento fraterno; a partir de entonces cada uno de los hermanos llevaría un camino: marchó él a Nueva York con los de su cuerda, y Rita se arrimó al grupo de Juventud Cubana Socialista, a los antiguos miembros de La Cosa, organización que negándose un nombre derivó en esa marca de falso anonimato.
Cuenta Rita a continuación al grupo de amigos que la escucha caminando apenas, la etapa fértil de la revista Areíto, y se ve a sí misma volcada en moldear la opinión de los exiliados, más que nada estudiantes inquietos e intelectuales deseosos de enfilarse en alguna formación de futuro. Promovía discusiones acerca del porvenir de la isla entre los elementos progresistas y liberales de su propia comunidad, estudiaba la revolución desde todas las vertientes y, activa como siempre ha sido -una ráfaga de viento refractaria a la quietud- coincidiendo en el tiempo, trabó contacto con la santería. En su interior, santería y negritud eran la misma cosa; la misma cosa eran ser cubana y santera.
Por aquel entonces Humberto iba con Rita a todas partes; seis años mayor que ella, la seguía como un guardaespaldas -incapaz de prescindir de la suavidad de su piel y del fuerte tirón de su carácter- protegiéndose al protegerla. Tenía otros amigos la chica, pero aquel muchacho, obediente y arriesgado, llenaba todas sus momentáneas aspiraciones.
Se casó temprano porque su belleza deslumbraba a quienes la veían, y Humberto no estaba dispuesto a perderla. Al regreso del viaje de novios que daba término oficial a la luna de miel, pasaron los esposos a ocupar un puesto preponderante en la sociedad cubana de Miami. Pero la vida de matrimonio no entregaba a Rita alicientes distintos a los de ser admirada, contemplada a modo de un cuadro colgado de una pared en el interior de un museo. Provista de un carácter inquieto, hecha a ir y venir con un objetivo claro, la pasividad la hastiaba. A espaldas de Humberto practicó la santería de forma esporádica: tres o cuatro veces al mes; pero llegado el enfriamiento marital al extremo de separar a la pareja en dormitorios distintos, ella pudo participar sin peligro en las ceremonias nocturnas y avanzar en la jerarquía santera. Ahí, cree ella, en esa actividad clandestina, en ese compromiso con lo oculto, le parece a la mujer que puede estar la clave de su permanencia junto al marido. De día era la señora, de noche la sacerdotisa; y las dos posiciones, complementándose, la acomodaban junto a un hombre, Humberto, que poseía una esposa muy bella para el lucimiento social, y mujeres ajenas para calmar su independencia, su arriesgado proceder de macho omnipotente, afianzando su estampa chulesca de gallito de corral. Parece poco, pero ese mínimo vínculo los mantuvo unidos durante diecinueve años, hasta separarse en octubre de mil novecientos ochenta y nueve, cuando, tras una profunda búsqueda de sí misma, se vio anclada en medio del océano, alejada por igual de ambas orillas continentales.
Al rebasar Rita este hito temporal, produce su voz una inflexión de respiro, a la que sigue una pausa indicadora del cambio de escenario. Lo toma mi atención como una señal de relajo, y por un instante se distiende. Acaso, debido a ese lapso mínimo de tregua, me doy cuenta de que en nuestro paseo habíamos ido disminuyendo el ritmo a medida que el relato de Rita crecía en interés; de modo que estábamos tardando una enormidad en llegar a la Plaza de Santa Ana. A pesar de ello, era evidente que nos inquietaba menos la impaciencia que podíamos despertar en el grupo encabezado por Honorio, que la profunda revelación recibida de los carnosos labios de Rita.
Arribó a España unos meses después del ajusticiamiento de los militares cubanos acusados de narcotráfico, ocurrido en la Habana al clarear el día trece de julio de mil novecientos ochenta y nueve, cuando los ecos del juicio aún perduraban en la isla de Cuba y en la península de Florida. Tanto revoloteó esa historia en su mente, que acabó por anidar en ella, dándole pie para urdir una biografía propia que la emparentaba con los hechos. De modo que se presentó en Madrid, a sus jóvenes treinta y ocho años, como la bella viuda de un general sacrificado a la sacJuananta razón de estado, por un Fidel Castro que huía hacia adelante de la decadencia a que se encontraba abocado su régimen. Con estas credenciales, España, pensaba Rita desde lo alto de la escalerilla del avión, será el punto de arranque de la Rita futura. Acompañaba a la señora una mujer en ciernes que era su vivo retrato, cuyo parentesco no precisaba ser definido. Jovencita llamada Mireya que había recibido de pronto la memoria de una niñez propia, transcurrida en la Habana, vivida en realidad por su madre, episodio amoroso del primo Chimy incluido.
Pero en Madrid no resultaron las cosas tan fáciles como las había imaginado. Gentes y geografía se iban entregando, pero muy despacio; y sin mostrarle la puerta grande de los círculos donde gobierna el poder del dinero. Fueron hallando solución los problemas: primero los más acuciantes, a continuación, los otros, aquellos que no son cosa distinta del mismo discurrir de la vida; y cuando estaba dispuesta a ligar su futuro a la urbe en que residen ella y su hija desde hace una década, como si se tratara de una flecha la alcanza una carta de Humberto, su vigente marido.
Al no existir respuesta llega una segunda; argumentada, armada de razones, rearmada, insistente. Añagazas, engañifas de las suyas, piensa Rita, y prolonga el silencio. Levanta con miedo el auricular del teléfono cada vez que suena el timbre en una nueva llamada, pues aunque la línea esté a nombre del dueño del piso y el número no pueda conocerse, con Humberto, para quien no existen obstáculos que se interpongan entre él y sus caprichos, nunca se sabe. Vinieron una tercera y una cuarta misivas, extensas y profundas, cuya armónica caligrafía le daba cuenta del vacío sentido por el hombre sin ella. Una quinta llegó, portadora de una angustiosa llamada escrita que, por el desgarro mostrado, por el grito proferido, bien hubiera podido ser hecha de viva voz, puesto de hinojos el hombre a sus pies, derramando copiosas lágrimas, dándose de cabezadas contra el duro pavimento.
Ha de encontrarse muy solo este hombre para que deje a un lado el orgullo y muestre –voluble como es- tal insistencia; dice Rita que pensó, reblandeciéndose un tanto. Parecía sincero cuando menos; no trataba de desfigurar el egoísmo con invenciones obvias y manidas. La respuesta dada al cabo por la asediada, privó a la mujer de acumular información sobre el actual Humberto. No supo si iba a servirse de la táctica del goteo, propio de la caliza en su intento de penetrar en las cuevas, para formar primero estalactitas, estalagmitas luego y por fin columnas; o la debida a la industria del herrero, que consiste en ir calentando el hierro hasta ponerlo al rojo, para luego darlo forma -una forma elegida por él, favorable a sus intereses- a fuerza de martillazos.
Rita, obligada por la fatiga y el desgaste de su resistente voluntad, aguijada por la sobrevenida conciencia de esposa, al lado de una hija independiente y escoltada por un postulante indeciso, también está sola. No es extraño que dé en diseñar la defensa del verdadero marido, utilizando argumentos que van más allá de los que Humberto esgrime. La incomunicación habrá acorralado al hombre durante todos estos años, y ahora se descubre insuficiente para resistir un asedio mayor. Despertará cada mañana invadido por la nostalgia de los faustos tiempos del galanteo, cuando le gustaba lucir a su lado a la muchacha más linda de la colonia, la más activa, la de personalidad más fuerte. Sentirá en su interior un hueco imposible de colmar, tras las fallidas relaciones en que ha ido derrochando la vida. Desea por ello asumir sus funciones familiares, y aunque parezca tarde para recuperarlas, cabe intentarlo. Rita, que se casó enamorada, recuerda con cariño las horas plenas de la primera época. De modo que tras meditar día y noche, después de pedir opinión a Mireya escogiendo uno de sus momentos más razonables, aunque con ciertos reparos nacidos de su doloJuana experiencia, acepta regresar a Florida.
No ha olvidado aún los momentos duros de la madrileña Corredera Baja, pues envuelta en neblina la visión, se vislumbra durmiendo abrazada a Mireya para ahuyentar el frío en una habitación sin ventana. Se entrevé cocinando restos del mercado, orgullosa, altiva, a la espera de un milagro que las sacase de la posición humillante en que se encontraban. Dos años tardó la necesidad en socavar su resistencia, dos años tardó en pedirle dinero a Humberto. Ese fue el acuerdo manifestado de palabra cuando se separó del marido: nada le daría él hasta que ella lo pidiera; y la arrogancia se manifestó indomable durante ese período durísimo.
Avanzamos en grupo de oyentes hasta llegar a la plaza de Santa Ana, iluminada por la luz irreal de unas farolas que la dibujan con las falsas líneas de un decorado. Es agradable la temperatura y los vecinos, asomados a las ventanas, reciben con alivio una leve brisa de aire más fresco. Se ve gente joven sentada en círculo sobre el suelo duro, bebiendo por turno de una sola botella, fumando el mismo cigarrillo. Algunos perros sueltos dan cortas carreras en torno a la estatua de Federico García Lorca, seguidos por sus dueños que llevan el ramal en la mano. Mireya me regala una mirada cómplice, satisfecha de que el anzuelo de su inicial revelación hubiera prendido en la verdad íntegra de su madre, sacándola de las profundidades abisales, rescatándola del desván polvoriento.
Inclinado sobre el respaldo de un banco hallamos a Cosme. Parece hablar con alguien que yace acostado. Nos ve y despidiéndose de su interlocutor se une a nosotros. Se trata, explica, de un conocido de la profesión musical; con él coincidió en una gira por provincias en la que llevaban “Doña Francisquita” -una historia que viene de lejos: de Lope de Vega y el Decamerón- donde el otro hacía de Cardona y él de Lorenzo. Añade Cosme que el hombre tuvo la desgracia de perder a su esposa, una mujer de Cambados que se fue con otro tras encontrarse sola durante seis semanas. De resultas, se dio a la bebida el cantante, y después de arruinar dos sesiones hubo de ser sustituido. El declive tomado le lleva, por lo visto, en verano a los bancos de la calle y en invierno a las estaciones de metro o a los albergues de caridad, en los que se llena el estómago de sopa caliente aunque otros más pobres le roben parte de la pobreza.
Libre de inquietudes, deshechos los nudos que me impedían seguir la hebra hasta dar con el ovillo; y porque la felicidad, como un rompecabezas de realización imposible por falta de un fragmento, nunca está cabal; descubro en mi zapato una piedra buida, no mayor que una almendra, que se va adentrando en la entraña sensible con un punzar dolorido: cualquier cosa esperaba menos que me mintiera Honorio. Desde el primer momento de mi indagación conocía mi amigo, al parecer, buena parte de los secretos que yo tanto empeño puse en penetrar por prestarle asistencia. No hallo explicación conveniente a tan falaz proceder; mas hasta oírle una aclaración me guardaré de juzgarlo.
Entramos en la cervecería y lo veo allí, rodeado de gente del grupo, ajeno a mis intenciones de pedirle un testimonio que niegue o modifique lo confesado por Rita. Su podeJuana cabeza se mueve al compás de la conversación, reforzando lo dicho, aceptando o negando lo oído. Le descubro, ya más de cerca, jugador de ajedrez en partidas simultáneas, serio, concentrado. Sus fuertes brazos llevan a cabo movimientos firmes, reveladores de una seguridad reforzada por numerosos aciertos. Va de una mesa a la otra avanzando un peón, tirando por tierra un caballo, asaltando una torre, dando jaque a la dama -es un caballero y lo avisa- o al soberano titular del trono, cuya caída marca el irremediable final del juego. Se aprovecha de que Isa no haya retrasado su viaje, me digo, descubriendo un malestar creciente que sin haber escuchado su alegato ya lo condena. Le observo terminar con todos en un santiamén, mientras mi cabeza intranquila rumia una venganza.
En ausencia de Isa, el maestro, reto a Honorio a que me venza a mí solo en un cuarto de hora, a que arriesgue su recién ganada reputación. Uno a cada lado del tablero nos situamos: él ligero, yo tenso; tras él, sus incondicionales; a mi lado, Juana. Le cedo las blancas; no puedo evitarlo, la voluntad actúa desde el interior incontrolable. No acepta; él es el retado y dicta las condiciones. Ya desde la apertura las blancas acometen de un modo implacable, toman posiciones arriesgadas desde las que amenazan a las negras con reiteración. Las obscuras se defienden al compás de ataques bien meditados. Se suceden las ganancias y las pérdidas de forma pareja, y a los diez minutos no existe diferencia en las bajas de uno u otro bando. La columna de torre, expedita, es siempre una seria amenaza contra el enroque corto. Esta verdad conocida por cualquier aficionado entusiasta, lleva a las negras a una difícil situación: han de entregar a su dama o aceptar el mate. A los quince minutos exactos, Honorio inclina su rey ante el mío.
VEINTIUNO
He vuelto a viajar a la aldea, y no por gusto. Alejado de los antiguos alaridos, el nuevo entierro me ha llamado con la voz queda de un susurro musitado a horas intempestivas, deseoso de no ocasionar más molestias de las imprescindibles. Técnico de gran prestigio en la comarca de Sahagún, dueño de un taller al que acudían labradores e industriales comprometidos con el progreso, mi tío Juan falleció en Madrid. El difunto, un hombre apacible y metódico, era el padre de mis pobres primas Lucía, Angelines y Azucena, trinidad fraterna que hubo de unirse, cabía esperarlo, al otro lado de la raya que separa este mundo de la eternidad, por resultar imposible cumplir su pacto en el margen reservado a los vivos. Empleado en una empresa radicada aquí, mi primo Alfredo trajo consigo al padre. No iba a dejarlo solo en Sahagún a tan añosa edad, carente de asistencia o a expensas de extraños, me dijo. Mas el hombre, un inventor resistente al desaliento, dominador de los efectos mecánicos, pero también de las causas, no se hacía al entorno, un barrio bien urbanizado y tranquilo, aunque alejado del objeto de sus investigaciones, el motor de agua por encima de todas, que estuvo en un tris de lograr, paso previo al movimiento continuo. Acicate y bálsamo de una existencia bien ordenada, el trabajo fue para él, junto con el bienestar de los suyos, el universo íntegro: planetas, satélites y cometas, y el espacio intermedio en que los cuerpos estelares se mueven sin pausa.
Ya no desempeñaba un papel conductor, ni siquiera conducido; pero en Sahagún, las más de las tardes de buen tiempo, a las que sumaba algunas mañanas en que la temperatura equilibrada le insuflaba suficientes ánimos, pasito a pasito recorría el corto trecho existente desde su casa, haciéndose presente en el espacio de sus infructuosas búsquedas y de sus felices hallazgos. Los nuevos propietarios para decidirle a vender, le invitaron a ir cuando quisiera a echarles una mano. De modo que por ese postigo se introducía sin temor, y una vez dentro orientaba a unos aprendices convencidos de saberlo todo. Se le fue el hijo mayor, se le fue, tiempo después, la esposa, y se le fueron las hijas; ido el trabajo, ningún asidero le quedaba. Se aferraba a la memoria como a clavo ardiendo, pero la misma memoria, llamada a deshora, cansada de responder a unas preguntas que eran siempre las mismas, optó por callarse.
Juana y yo, junto a Alfredo y una pareja de vecinos –un matrimonio que vive pared con pared, al que le une una amistad antigua- velamos el cadáver durante la noche en una salita del tanatorio. Nuestros cuatro hijos nos acompañaron a lo largo de la primera etapa, la que se extiende hasta la media noche. El cuerpo del difunto, acomodado cara al techo dentro del ataúd, inanimado por la fuerza de las circunstancias, presentaba un aspecto que difería bien poco de cuando, ya desmedrado y céreo, aún vivía. Ningún vínculo juntaba con Madrid al anciano, de modo que su hijo Alfredo, único vivo de los cinco que tuvo, no se planteó un lugar de enterramiento distinto al panteón familiar, situado en el cementerio de la aldea originaria de toda la familia, punto de encuentro último y definitivo. Amigos de mi primo, impedidos para asistir a un entierro que iba a celebrarse tan lejos y en día de labor, al igual que mi esposa, aprovecharon la visita para darle el pésame y despedirse del muerto.
He ido y he vuelto en el día como suelo hacer, pero esta vez en coche, en calidad de pasajero. Tratábase de un vehículo del cortejo facilitado por la funeraria, y acompañaba yo a mi primo porque se ha quedado solo y necesita respaldo. Quiso Alfredo que, al llegar a Sahagún, después de rezar un responso en la parroquia, la comitiva, incrementada de manera notable, pasara por la puerta de lo que fue santuario del extinto, taller de composturas y exploraciones. Hubo una misa de córpore insepulto en la iglesia del pueblo, y desde allí llevamos los sobrinos a hombros los restos hasta el camposanto. El mismo coche nos trajo de vuelta, y Alfredo y yo, que hemos tenido una relación escasa sin motivo manifiesto, aprovechamos para charlar de todo un poco, descubriendo con sorpresa que nos unen muchos más aspectos de lo que creíamos.
Con premura va encauzando septiembre los días por la estrecha cañada que conduce al otoño. Recoge sus avíos veraniegos y se marcha al encuentro de octubre, porque el entrante anuncia novedades y el saliente quiere saberlas de puro curioso. Es domingo por la mañana, y sucede que Juana y yo nos hallamos elaborando un sabroso desayuno: chocolate y golosinas que sólo en días especiales preparamos al alimón. Una pasta amaso compuesta de harina, leche y huevo y, forzada a salir de una manga cuyo extremo más fino es una chapa perforada en forma de estrella, cae en cordón sobre el aceite hirviendo que chisporrotea en una sartén honda. Fríe Juana picatostes y, con rebozo de azúcar y canela, los dispone encima de una fuente para que reposen. El aroma del chocolate convida insistente, y nos sentamos a la mesa los dos solos, ya que los hijos -botas fuertes y ropa apropiada- salieron temprano formando parte de un grupo de andadores. Llevan los nuestros la intención de alcanzar lo más alto de la sierra de Guadarrama, siguiendo una vereda nacida en el pueblo que toma su nombre del río como la montaña. Hasta allí van en una furgoneta, con la que el guía, un mozo fornido amigo de Álvaro, contribuye a la excursión.
Permanece la radio encendida manteniendo bajo el volumen para no molestar a los vecinos, pero un testimonio contado con voz emocionada, recuerdo de los tiempos duros de la posguerra, reclama nuestra atención. Es Libertad quien habla, una mujer valerosa que era niña cuando sucedían los hechos del relato. Nació mediada la contienda civil en la parte de España que aún quedaba bajo el gobierno legítimo, bando republicano de orientación progresista. Libertad le pusieron los suyos como quien formula una intención arraigada, hija de un deseo y un ansia. Callaron los interminables disparos dejando a los cuitados vencidos muertos o encarcelados; su padre entre estos últimos. Quedó el pueblo sumergido en una paz resentida y revanchista, desnuda de ropajes, famélica; y cuando la madre fue a pedir la ración de polvo lácteo prevista para incrementar la alimentación de los infantes, quienes gestionaban la organización llamada La gota de leche, le advirtieron que no iba a haber alimento para la niña mientras llevara un nombre tan provocador. Todavía lo ostenta, de modo que es fácil imaginar las carencias sufridas. Una vez cada año los familiares podían convivir con los presos –continúa Libertad abriendo su memoria a los oyentes- y ella, acompañando a la familia, visitaba a su padre. Ese día, preparado con mimo, se convertía en una jornada de premeditada abundancia: embutidos, tasajo, frutos secos, arroz con leche y carne de membrillo. Meses antes había comenzado el acopio, moneda a moneda, del capital necesario para tal banquete. Al igual que los demás visitantes, en una etiqueta colgada del cuello, llevaba escritos la niña su nombre maldito y los datos que la relacionaban con la galería, piso y celda, sombrías coordenadas del domicilio paterno. Sentíase Libertad, según cuenta, avergonzada a medias y a medias orgullosa de tal escapulario. Hoy día, confiesa la mujer, no puede comer arroz con leche o dulce de membrillo sin que de sus ojos escapen unas lágrimas. Hablamos Juana y yo de la habitual convivencia, en espacios limítrofes, del rebose de sobrantes y la parvedad de recursos. Carencia y abundancia, más aún, derroche, marchan juntos a través de los tiempos recorriendo el mundo sin que, por desgracia, represente escándalo. El número de cadáveres que el hambre, es decir la injusticia, amontona, supera con creces al de cualquier otro desencadenante de nombre temido.
Con lo que tenemos hoy, tú y yo, da para el desayuno de una familia numerosa; denuncia mi mujer, aquejada de un repentino remordimiento.
Ya; pero no somos nosotros, dueños de un escueto pasar, los más indicados para sentir remordimientos si sucede que un día nos damos buen trato; replico.
Hay grados en el uso y consumo de bienes, lo sé; pero si no actúa cada uno conforme a su situación, nada se hace y las cosas siguen tal como estaban tiempo y tiempo.
Cortando la raíz de una conversación que prometía, suena el teléfono y resulta ser Sole, la chica de Palencia, quien llama. Solicita mi presencia en una reunión urgente del coro, y justifica su iniciativa atribuyéndome, a favor de la andadura del grupo, un encomiable interés que debe aprovecharse.
Convocados por Cosme, en el salón de ensayos se juntan los miembros; y yo, que llego temprano, charlo con algunos mientras comienza la acción. Me preguntan detalles de la historia que escribo acerca de la coral y sus partícipes; descubriendo asombrado que mi secreta intención es ya de dominio público. Mas me repongo del desconcierto en un periquete, y echando mano del ingenio logro salir ileso con dos frases hechas, de esas que parecen ad hoc si se sueltan con aplomo. Falta Honorio y me contraría su ausencia, porque esperaba poder hablarle de lo que en la cervecería no tuve ocasión: de su continuado engaño, impropio de un amigo. Traigo rumiada mi queja y espero una disculpa razonada para pasar por alto su proceder. Ignoro el recorrido de sus pasos últimos, pues no atiende al teléfono y nadie de los que le conocen me da razón válida.
Tras descargar sobre la mesa unos golpes de batuta, que poseen la esperada virtud de atraer la atención de los asistentes, expone el convocante la causa de la cita. Veo que no sorprende el motivo manifestado, pues nadie ignora la marcha inminente de destacados miembros del coro, cuya sustitución debe hacerse de manera inmediata. Pasado mañana, cuando octubre llegue, partirá Rita en avión hacia Miami donde la espera su esposo. Va ilusionada -manifiesta a los interesados por la posición de su ánimo ante el cambio de vida- pero indecisa y vacilante como una joven que camina al encuentro del novio conseguido a través del correo electrónico. No sabe con quién se va a tropezar, pues él asegura con obstinación que ahora es un hombre nuevo. Esta mujer me desconcierta: tanto es capaz de guarda un silencio de tumba sobre sus íntimos propósitos, como de pregonarlos desde lo alto de un púlpito; no desaprovecha ninguna ocasión de ser protagonista, de tener a los demás pendientes de sus gestos.
Anuncia Cosme que se está buscando relevo para la dirección del coro; encomienda que no resulta simple, pues hace falta una persona dotada de mano de hierro enfundada en guante de seda. Cosme prefiere una mujer, confiesa algo tímido; pues las mujeres consiguen mejores resultados: entienden a los miembros de su mismo sexo y, si son enérgicas, los varones acechan su dictado para cumplirlo como obedientes corderos. Bella, artista consumada, y en posesión de una voz suave y una mirada lánguida: así la imagina Cosme. La piensa con largura cuando le sobra tiempo; con frecuencia acostado en la cama a la espera del sueño rebelde, sometido al abrazo del cuerpo de su mujer, cabeza, tronco y extremidades hechos a los suyos por la fuerza de la costumbre. Y si por no haber otro remedio ha de ser hombre -concede algo dúctil- que su talla sea aventajada, para que todo lo abarque con la mirada desde la altura, y diga sus instrucciones sin necesidad de tribuna o estrado; sí, que sea fornido, para que ejerza su imperio por igual entre varones y hembras.
Hay que buscar pianista, pues Mireya, que ya es ciudadana de Cuba, quiere conocer la tierra de sus predecesores y entregar su esfuerzo a quienes encarrilan una revolución ya cansada. Aprenderá lo que no sabe de la Isla, observará el respirar de las gentes, y luego, una vez localizados, taponará los boquetes por donde a la república se le marchan las fuerzas. Acaso sea tarde para la muchacha, porque se van cerrando las vías rebeldes para entreabrir las sumisas, las que conducen sin remedio al predominio de la minoría. Desea decir lo que piensa de lo social y lo humano a quien quiera escucharla, y oponerse, allá donde se den, a los distintos tipos de abuso; pues lleva entre sus miras la de aumentar a su alrededor los espacios de libertad y justicia. En última instancia va tras las razones de ser como es, de las raíces que orientaron un comportamiento del que se siente orgullosa.
Nos deja Honorio. La noticia es una saeta que abre su sendero en mi pecho buscando el nido de las emociones. Mas logro serenarme y dibujar el gesto esperado por quienes me suponen al cabo de la calle. Se va mi amigo; concluido su aprendizaje comercial ha de tomar el hombre nueva orientación, y escoge Cuba como laboratorio para sus ensayos. Eso, al menos, supongo; porque los analistas económicos consideran que el país -metido en un proceso de modernización y abierto al dinero que lo ponga a flote- será un paraíso de oportunidades para hacer fortuna. Puede que mi amigo vaya al encuentro de su abuelo con el objeto de medirle los pasos que dio hasta llegar a rico; seguro que quiere ejercer de empresario antes de que le falten decisión y coraje, ahora que cuenta con la ayuda de las probadas técnicas de crear y acumular riqueza. En ese país tan nuestro, estoy convencido, Honorio puede comenzar de cero y, aplicando los conocimientos atrapados al diario discurrir de su existencia, dar forma a una empresa, ponerla en el camino de la prosperidad y entregarla a los hijos en cuanto la vea avanzar sin obstáculos insalvables. ¡Ya!, pero le falta el verdadero incentivo, y para que llegue el esperado estímulo de los herederos habrá de matrimoniar tiempo antes.
Aún hay más: Berta y Silvio, al mismo tiempo que los otros y de idéntica manera inesperada, abandonan Madrid. Resulta que labora en Israel un renombrado especialista llegado de Valparaíso, ciudad costera de Chile, próxima a la capital. Se trata de un cirujano formado en las clínicas y en los laboratorios de los Estados Unidos, que hace maravillas en casos como el suyo de síndrome de Wólfram. En tanto se ocupa de ella el doctor, me explica el estanciero rico que la conduce y la sigue a un tiempo, buscarán en el escrutinio religioso una distracción y un consuelo para la mujer. Se interesan, más allá de los textos sagrados que los rabinos explican en las sinagogas, por los manuscritos llamados Rollos del Mar Muerto, hallados en Qumrán. Quieren profundizar en las enseñanzas de los Esenios, secta virtuosa de vida en común, que aborrecía el comercio por considerarlo fuente de corrupción, y se oponía a la esclavitud y a los sacrificios cruentos. Él leerá en voz alta los legajos, y ella escuchará mientras pueda reflexionando sobre lo oído.
Diferido el rodaje de la película, tiempo antes de su fijada boda se muda Verónica a Valencia. Quiere saber, esposa fingida, como ha de ser el proceder del esposo cuando estén casados; persigue recibir un anticipo de lo que será su rutina diaria, y por ello lleva el presente al futuro cuando aún puede hacerlo regresar si es preciso.
Ido con su familia cuando ya entendía la lengua castellana, regresado a un país nuevo resultante de un cataclismo, aunque sea cosa sabida hay que incluir a Isa entre los partícipes del coro que causan baja, porque la suma de bajas nos dice que el coro, a más de acéfalo, queda diezmado. Se van intérpretes muy distinguidos, y percibo con nitidez las dificultades a las que ha de enfrentarse el grupo tras el éxodo coincidente. Alguien ha de llevarlo de las riendas por senda resguardada. Alguien debe liberar las notas que el piano encierra bajo su tapa. Alguien tiene que cantar los solos difíciles, aquellos que el kosovar y Honorio afrontaban con decisión y valentía, sin amilanarse ante el auditorio, sin desconfiar de sus fuerzas. Y se necesita un buen número de gargantas que articulen sus voces para fundirlas en una sola, tal como las imaginó el compositor, tal como el director las entiende. No, no resultará fácil hallar relevo a los que parten hacia otros afanes.
Regresado al hogar traslado a mi esposa las novedades habidas en el ondeante caminar del grupo cantor. Le sorprende por insospechada la marcha de Honorio, aunque le parece lógica conociendo su manera de pensar y las inquietudes que lo animan. No encuentra explicación, sin embargo, para la reserva tenida con nosotros. Pero la habrá y el día menos pensado el propio escabullido nos la hará saber, asegura Juana. Como sucede que debemos seguir adelante sorteando los escollos, mi mujer y yo pintamos al instante la reconciliación de Rita en tonos pastel. Construimos un puerto seguro a la nave de su matrimonio, donde quede a resguardo de las galernas más arrebatadas. La vemos feliz, exiliada con el exiliado Humberto, habitando con holgura su patria de adopción -área de la península de Florida, alrededores extensos de Miami- punto inicial de sus frecuentes viajes por la América toda, con la doliente excepción de la tierra donde transcurrió su infancia, donde la hija -ciudadana de pleno derecho, tanto en cuanto allí los derechos son plenos- asume la historia de una familia cruzada de criollos y negros yoruba. Va reorganizando Rita su existencia tras la de Humberto, alejada -sin tajar los lazos sagrados que la unen a babalaos y a orishas- de las danzas frenéticas y la matanza de gallos. Dama rica, señora envidiada según su permanente deseo, mujer que reserva para sí un rincón íntimo hurtado al marido; la vemos a la espera de los réditos derivados de sus incesantes desvelos, dispuesta a cobrarse de uno u otro modo las privaciones sufridas. Ida la madre, Mireya perdía aquí su suelo y su amarre, y algo de idealista se vislumbraba en su forma de ser; bien pensado, estaba cantado su escape. El abandono de Verónica no es más que un adelanto sobre el itinerario previsto. Y cabe siempre en el orden de las cosas, en el previsible girar de los astros, que Berta y Silvio sigan la indicación de una estrella aparecida de improviso en el firmamento. Si nos fijamos con atención, nada ha ocurrido en el coro que deba sorprender a unos ojos observadores como los que anima el escritor Virgilio que soy, el indagador múltiples veces errado.
Mireya y Honorio se casan; fuerzan una unión que la diferencia de edad no aconseja. Se casan, ¡quién iba a decirlo!; mas ignoran que cumplen hasta en materia tan íntima las disposiciones de la madre. Así de chocante lo expreso; tanto, que colisiona con el parecer de mi esposa. Ella tiene formada otra idea. Sé lo que me digo, y lo que me digo es esto: tomado por Rita el sendero que conduce, mediante un atajo, a la pretendida bonanza; enfriadas las relaciones de Mireya con el hijo del boticario; conferenció la santera con Elegua sirviéndose de las artes adivinatorias, y el orisha señaló ese itinerario como el más propicio. Quizá ocurra en diciembre, un par de meses después de la espantada de Honorio. Juana y yo recibiremos la invitación que nos llame a su boda, y si no, tiempo al tiempo; esa es mi apuesta. Se casarán nombrándome padrino; y será entonces cuando encontremos la lógica a los hechos desquiciados. En la etapa empresarial que ahora inicia, la posesión de la ciudadanía cubana le dará a mi amigo una inapreciable ventaja respecto a sus competidores foráneos, ya sean estadounidenses o españoles.
Pero ca; mucho carácter ha debido modificar para servirse del matrimonio como puente que le lleve al progreso. Ha de ser el amor lo que le induce a unirse a Mireya; un amor desplazado sin esfuerzo de la madre a la hija: menos codiciosa ésta, más sincera, más cultivada y, al menos, tan hermosa. Envalentonado por la verosimilitud de la invención, olvidados los recientes extravíos de mi lógica impaciente, aventuro una tesis complementaria: en el momento de irse tan lejos, en apariencia cada uno a lo suyo, ya se querían. Pude verlo en los ojos de Mireya cuando vino a despedirse de nosotros el día antes de partir hacia Cuba. Juana no lo advirtió, pero el amor gobernaba los juveniles gestos: mariposas multicolores aleteaban en sus pupilas y una mueca mimosa fruncía los labios carnosos. Y me viene a la mente que salieron solos en buscadas ocasiones, paseo del Prado arriba y abajo, el brazo de Honorio sobre los hombros de ella con afán protector, bulevar del centro hormigueado de turistas.
Honorio nos debe tantas explicaciones, que prefirió tomar las de Villadiego y no dar ninguna, permaneciendo a la espera de que el transcurrir de los días las haga innecesarias. Pese a que es su comportamiento el inapropiado, le intuyo molesto conmigo y no sé a qué atenerme. Es como si me arrojara la piedra y al mismo tiempo se vendara él la inexistente herida. Algo habré hecho, sin duda, para ofenderlo. Suposición que deseo cierta, porque en la medida en que esté justificado su disgusto, en esa misma medida disminuye el tamaño de su informalidad. Me encuentro intranquilo, deseoso de hallar en mí una falta que reduzca la suya y me permita perdonarle; incluso solicitar perdón si de tal extremo necesitara mi agravio. Me pidió -cuando la fiebre religiosa le apretaba- que leyera los mismos textos, aquellos que habían obrado en él el prodigio, fiado en que los escritos de Anthony de Melo, el jesuita rebelde, me llevarían a su posición. Deseaba compartir conmigo un paisaje de verdades sencillas, universales y eternas, mostrado en exclusiva a los predispuestos: noble corazón e ingenuidad de niño. En esa pretensión debo hallar la auténtica talla de su amistad; tan destacada que no puede menguar ante una conducta que mi inteligencia, egoísta, no entiende. Se despidió a la francesa, sin duda; pero evitó una dolorosa ceremonia oficiada por mí con el auxilio de Juana y nuestros hijos. Además, resulta probable que Rita diera argumento a su ausencia, defendiendo un motivo que la niebla me oculta. Resumiendo: sus razones pueden ser abundantes, el mal radica en que yo las ignoro.
VEINTIDÓS
Iniciado como está el curso académico, parecía descabellado esperar cambio alguno que afectara al trabajo docente de Juana. Pero la fortuna, una vez más imprevisible, quiere que valoren sus méritos y la recompensen. A partir de hoy es responsable de la dirección del colegio en el que da clases desde hace diez años. La persona ocupante del puesto ha sido llamada a la política activa por su partido, y sustituye como concejal de un pueblo de la periferia, a un compañero que aduce razones personales para justificar su dimisión: ha recibido amenazas terroristas en reiteradas ocasiones; la última, concluyente, hace quince días.
Los propietarios han pensado en Juana; calibrando su valía la han encontrado idónea para esa labor. Fue tutora y jefa de estudios porque se entiende a las mil maravillas con los jóvenes, quienes le confían sus cuitas y le piden consejo. A menudo hace de árbitro en las pendencias entre profesores, aceptando los contendientes su laudo. Posee una constancia que no cede al desánimo nunca, y cuando se propone alcanzar una meta actúa y actúa hasta conseguirlo. Como ejemplo tan sólo, debo decir que cursó por correspondencia, en horas nocturnas debidas al sueño, una diplomatura en gestión de empresas con vistas a lo que acaba de ocurrir. En definitiva, cumple cualquiera de los requisitos pedidos por el Consejo. El sueldo, en sustancia no varía, me advierte; el incremento vendrá por una prima de desempeño, entregada al cabo de meses, si todo marcha como es de esperar. Luego, confirmada en el puesto, adquirida del todo la categoría, participará de los beneficios, pero también de las pérdidas. Sí, se convierte en una especie de socio menor. Ya que no quiere abandonar ninguna de sus clases de historia, habrá de trabajar hasta tarde, de modo que los chicos y yo tendremos que ocuparnos más de las tareas domésticas.
Tomando un café en el establecimiento situado frente a su casa, me pone al tanto Cosme del avance de sus diligencias. Aún próximo a la profesión, ha dado con un maestro de orquesta caído en desgracia por mor de las modas, un hombre activo, poseedor de ideas innovadoras que el coro permite llevar a la práctica. Lo siento por Carmen, la monja soriana, que en su interior recóndito esperaba la oportunidad de dirigir al grupo. Una experta se encarga de las relaciones públicas; es cuñada de Jaime, miembro ocasional del coro. En la empresa que la prejubiló lo hacía la mujer a las mil maravillas y, aunque no canta, en el puesto crecido impulsará la marcha del coro sirviéndose de los medios de comunicación. Llegan otros devotos: alumnos de escuelas públicas, de profesores privados, que pueden ensayar, soltarse, hacer tablas, poniendo las miras en lo profesional y en el triunfo. Dos amigas de las consideradas íntimas -viven juntas como mujer y marido al decir de los murmuradores, individuos que denigran a los demás para compararse con ellos y ganar en el cotejo- ¡y qué si así fuera! Las dos excelentes amigas ponen la voz del cielo en sus intervenciones, pues cantan como los propios ángeles. Se cierran los huecos, se hilvanan los desgarrones y, a principios de año, a juicio de Cosme, la antigua coral, reforzada, será una coral nueva.
Continuamos viendo Juana y yo de tarde en tarde a las palentinas: la anciana madre y la hija soltera. Las acompaña a veces, nieta y sobrina, la pequeña; que ya no parece tal, pues viéndose mocita se da aires de adolescente avispada, a quien los gastados trucos de las personas mayores no engañan. Tropezamos en la tarde del jueves con una minúscula sección de componentes del coro, aquellos que ya actuaban en la etapa primera; pues se reúnen nostálgicos dentro del barrio, en un centro de mayores contiguo a la estación de metro de Pacífico. Pretenden resguardar la memoria común, la que atesora ordenados los acontecimientos de los tiempos heroicos. Algunos lamentan que se hayan perdido la familiaridad y la entrega desinteresada, que muchos de los nuevos piensen en recibir lo mucho que les falta antes de dar lo poco que poseen.
Luis se está quedando calvo y no pasa su edad de los treinta. Vino a la capital del Reino desde la Rioja, tras rescatar a una anciana de las llamas rabiosas en un incendio. Le retaba el fuego cabrioleando entre la densa humareda, y aceptó el desafío. Remontó la reja del comedor, y la parte más alta, doblada en sólida curva, sirvió de base a sus pies. Irguiéndose sin perjuicio del necesario equilibrio, sus manos alcanzaron los caldeados hierros del balcón correspondiente a la alcoba. Pudo auparse hasta el hueco con un esfuerzo ímprobo, que sólo un hombre acostumbrado al ejercicio constante está en disposición de realizar. A continuación, de un golpe seco dado con el puño envuelto en el moquero, rompió un cristal de la ventana. Revelaban sus movimientos una serenidad sorprendente hasta para sí propio, de natural intranquilo; pues en azogado suele convertirse Luis en cuanto se complican las cosas. Penetró en la sala y tomó en sus brazos el cuerpo escuálido de la viejecita, sin que la falta de oxígeno o el insoportable calor fueran obstáculos insuperables. Haciendo broquel de sus brazos en torno a la mujeruca asustada, saltó sobre el acervo de colchones y mantas que los vecinos habían acumulado en la calle. Le preguntó el periodista acerca del porqué de su acto, y respondió, sin darse importancia: ¡Y yo qué sé!
Quiere Luis entrar en la industria del cine, como actor si no hay más remedio, con la pretensión última de dirigir sus propias películas. Tras ese objeto hace de extra -uno más dentro del conjunto- cuando no le consigue Verónica algún papel de los de una frase; encargos que adorna. Mientras llega el destino a su parte buena, trabaja en la limpieza del metro seis horas cada día, aquellas que van desde la noche ciega hasta el alba. Al tiempo que conduce la barredora eléctrica por el andén, o espolvorea el limpiacristales en las ventanas de los vagones, canta a media voz; lo justo de alto para que lo oigan sus compañeros y el capataz no se vea obligado a llamarle al orden. Luis García se dice a sí mismo, como si el apellido fuera de los que añaden información al nombre y explican el pasado propiciando el presente. Verónica le habló del coro al verle actuar en un espectáculo moderno, uno de esos en los que se suelen mezclar los géneros con excelente resultado. En la escena clave aparece una cuadrilla de juerguistas nocturnos dando una serenata a la chica más bella del barrio, y en ella descollaba la voz de Luis de las otras. Siendo, por añadidura, un buen mozo que ha levantado pesas, nada como los propios peces y participa en carreras ciclistas -por lo que se beneficia de una estructura fibrosa- hasta su propia presencia sobresalía del grupo.
Sustituye Luis a Honorio, pero a una distancia marcada por la inexperiencia, aunque le ayude Verónica y aprenda deprisa. Es proverbial y notorio el despiste del tenor principiante, y soporta fama de desmemoriado. Sucede en verdad que es corto de vista y desdeña las gafas por arraigados prejuicios estéticos. No advierte con suficiente antelación los objetos que entran en su derrotero, tropieza con ellos y terminan, si son de los frágiles, hechos añicos. A veces olvida el nombre de los compañeros o los lugares donde deja las cosas. Pero es simpático y no se enfada nunca. Tomándole a él como ejemplo, aseguro que este coro, aunque le falte mucho ensayo para ser como el otro, está muy motivado y llegará más arriba.
Recibo una llamada telefónica, avanzadilla de la carta que ella misma anuncia. Una voz de mujer joven me entera de la misiva y del asunto tratado; a buen seguro pretende adelantar el contento que causará la grata sorpresa. Una sociedad de mi tierra, dedicada al cultivo de los valores tradicionales, ha encontrado párrafos laudables en mi novela Sol de Otoño. Son aquellos en que el padre del protagonista se expresa por medio de decires que él solito inventa, mostrando un optimismo impropio de un anciano. Dicen que hay en su lenguaje un arcaduz que aporta a los tiempos nuevos la esencia de lo antiguo -puede que se deba a los refranes, tan pródigo él en enunciados de esa índole- y cangilones rebosantes de un tuétano que habré tomado de lecturas clásicas. No sé; voy, vengo, aparto, acerco, dejo y tomo, guiado por un empeño que trata en cualquier caso de hacer útil mi vida. Supongo que la escritura es la expresión más tangible de ese intento, un afán, por lo demás, muy extendido.
La certificación llegada dos días después en el reparto vespertino, refuerza lo dicho y añade algunas circunstancias. Se dio la unanimidad de los jurados -una concordancia nunca conseguida ante otras materias tratadas- avenencia de gentes diversas hallada en el análisis hecho a mi obra y a sus conclusiones. Me premian amables alabanzas, y una escultura de un artista coterráneo a quien conoceré en la ceremonia prevista para el día veintiuno de diciembre. Al acto principal, del que la entrega del premio es sólo un apéndice, asistirá el subdelegado del gobierno; por ello ha sido definido en sus menores detalles y fijado al momento exacto de la llegada del invierno, que viene portando al hombro un saco de frío, bolsa prodigiosa de la que han salido el hielo, la nieve y la escarcha de los mil siglos últimos.
Tiempo pasado, líquida corriente entregada al mar, el encomio de que es objeto un trabajo mío, incapaz de mejora dada su pública naturaleza; me lleva a ocuparme con mayor intención de la novela a la que doy curso ahora mismo con estas líneas. No avanza su historia como yo quisiera; de un modo u otro Honorio, Mireya y Rita poseen la clave que la mantiene inconclusa. Me veré impelido, si la realidad no me descubre sus cartas, a darle una forma que case con mis previsiones: el imaginado regreso de la madre a su feudo, el sospechado matrimonio de la hija con mi mejor amigo.
Tal pesadumbre me envuelve la víspera de Navidad, cuando llega un envío expedido por Honorio desde La Habana. Es un paquete de libros al que acompaña un sobre de tamaño y textura inequívocos. Aun sin abrirlo veo la invitación a la boda predicha por mí no hace tanto. Vislumbro al trasluz la armónica letra de Mireya; sin duda ha querido añadir unas líneas finales. Me invade la dicha del oráculo que descubre a los hechos puestos manos a la obra en la tarea de confirmar sus previsiones. Olvido en este instante los residuos de rencor que en mi pecho quedaban, seguro de que mi amigo dará explicación bastante a su irregular comportamiento, restableciendo entre ambos el puente hundido. Acuciado por la curiosidad, desgarro el sobre, extraigo las cuartillas y leo:
Como sabrás por el Coro, estoy en La Habana. Me he establecido mirando al mar, a la vista del Malecón. Habito un apartamento situado a dos cuadras del que ocupa Mireya, mi verdadera y definitiva amada, a quien veo a diario. La embajada facilitó a la muchacha algunos contactos, y sirviéndose de ellos trata de hacerse un hueco. Llegué a La Habana desde Florida. Allí, en su casa de Cayo Vizcaíno visité a Rita; puedo decirte que la encontré dichosa y, si cabe, más guapa. Con Humberto -el hombre al que siempre perteneció la mujer que creí amar como a nadie- he llegado a hacer buenas migas; y es posible que aquí, en la Isla, emprendamos negocios juntos. Ha sido él quien me lo ha propuesto; yo, como comprenderás, no me hubiera atrevido, pero me viene de perlas. Admite que halla cortapisas para actuar por cuenta propia, pues se ha significado mucho en la lucha contra Castro y juró ante un grupo de ciudadanos notables no regresar mientras el dictador mandara.
Conociéndote, habiendo recibido múltiples muestras de tu imaginación desbordante, sé que te habrás hecho una idea de todo lo ocurrido; desmenuzada, rica en detalles, pero tal vez errónea. Pretendo servirme de estas líneas para agregar luz por si fuera luz lo que te falta. Sí, la tarjeta de boda no miente, me caso con Mireya, algo más joven que yo. Mireya se casa conmigo, algo mayor que ella. Estarás desorientado, lo intuyo; y veo la causa en mi manera de comportarme contigo en los últimos tiempos. Deseo que entiendas, cuando leas mis alegaciones, que no estaba en mi mano actuar de otra manera. Sabes el valor que atribuyo a la palabra empeñada, conoces la fuerza que adquiere mi voluntad cuando se pone a resguardar el secreto ofrecido; por eso habrás de aceptar que no te haya abierto los ojos en el momento oportuno.
¿Qué podía hacer yo? ¿Qué hubieras hecho tú?, ¡dime! Prometí a Rita guardar en mi pecho, a modo de estuche acorazado, incluso el punto final de lo que me explicó acerca de sí misma; líneas maestras de una vida desasosegada desde el exterior más próximo. Eran trazos gruesos los pintados por sus palabras dúctiles, incompletos tramos de un sendero de guijarros que yo estaba dispuesto a recorrer descalzo o de rodillas. Conocí su compromiso y de él hice punto de partida, porque, si bien no me podía considerar experimentado, conocía la capacidad del amor para allanar hondonadas.
En demanda de ayuda recurrí a ti, mi mejor amigo, cargado de esperanza. Pretendía, tal vez, un imposible: que tu ingenio dibujara el mapa del recorrido, discurriese un medio de portar la impedimenta dejándome las manos libres y diera con un bálsamo capaz de aminorar mi sufrimiento. Pero, eso sí, por respeto al compromiso adquirido con Rita, sin facilitarte la menor explicación que pusiera en su sitio barrancos, pedregales y torrentes. Para satisfacerme perseguías el desenredo de una madeja que yo, en algunos aspectos, tenía lista para el telar esponjosa y suelta. Mireya, al tanto de todo, conmovida, dejaba huellas que llevaban a mi postura; pero tú las interpretabas de modo incorrecto. No obstante, me descubriste aspectos como el de la santería, que añadieron dimensión a Rita. Te costará creerlo, pero el ejemplo de tu esfuerzo le sirvió de mucho al mío.
Confiaba yo en volver el curso del tiempo sobre sí mismo; en detener el giro de la Tierra alrededor del Sol. Sabiendo que Rita retornaría a Miami cuando su marido la llamara con voz convincente, encariñada del todo con Humberto, padre de quien será mi esposa, su única hija, todos los elementos volvieron a integrar un orden nuevo.
No culpes a Rita, te lo suplico. Fue sincera hasta donde cabía esperar; de una u otra forma me mostró sus pasos. La disfrazada realidad de su vida emanaba de simples travesuras sin consecuencias, porque a ningún inocente burló. Merecían su fingimiento quienes le hubieran negado el saludo al conocer que estaba separada de Humberto, negociante cubano asentado en Miami. Merecían su disfraz las personas con las que pudo relacionarse, por el simple hecho de ser esposa de un general sacrificado por el régimen dictatorial de Fidel Castro. La recibieron en sus casas y la presentaron a las amistades, desgranando en la conversación alabanzas y cumplidos que ellos mismos hinchaban para darse lustre. Al paso, hubieran apartado a sus hijos de Mireya, a causa de la escasez de caudales visibles. No condenes a Rita, porque su definitiva verdad, recién proclamada, se alza sobre el pedestal de las verdades antiguas legitimándolas.
Eludí la despedida porque mi explicación necesitaba explayarse sin interrupciones que la acortaran. ¿Podría justificarme la palabra dicha como lo hace la escrita, rotunda, definitiva, concluyente? Temí que tu inmediato perdón o tu reproche anticipado me impidieran cerrar el argumento. Además, la emoción, estimulada por los recuerdos, desbancaría a la lógica improvisando mil proyectos de continuidad. Todo ello iba a espolear un caballo sin bridas, en el que yo me sentiría incapaz de mantener el equilibrio cuando alcanzara el galope. Como en el juego del ajedrez, ordené mis piezas a la vista de la nueva posición adoptada por las otras. ¿Sabes?, esta vez voy a perder por voluntad propia esa libertad que envidias.
Vendréis. Hemos diseñado con detalle vuestra estancia. Mireya tiene una amiga llamada Magaly Arrufat Pires, nieta de catalán e hija de brasileña, de una trayectoria admirable. Magali se ha hecho un nombre en Santiago como pediatra; y no se ha casado, según dice, por falta de tiempo. Te diré que atiende a los niños enfermos sin mirar donde viven ni quienes son sus padres, desconociendo si la van a pagar, y sin importarla. Su belleza es interior, aunque, menuda de cuerpo, posee un rostro agradable. Desea Magaly mostraros esta tierra cálida, de modo que vendréis en cuanto den las vacaciones en el colegio de Juana. Estaréis aquí una buena temporada, pues celebraremos la boda a finales de julio, y Juana, tu Juana, nuestra Juana, será la madrina. Se me olvidaba decirte que me veréis interpretar el mejor solo de mi vida. Será en sesión única y va a temer apoyos oficiales. Te sorprenderá el espacio, pues es espléndido, se trata de la soberbia escalinata que da acceso a la universidad de La Habana. La obra, bien merece la pena, María la O, nada menos. Rita la dirigirá, aprovechando el momento para anunciar su retirada de profesora de actores y directora de escena.
Iremos a tu boda, amigo; afirmo yo al acabar de leer el tarjetón que contiene la carta enviada desde Cuba por Honorio y la frase que añadió su joven prometida. Lectura hecha de viva voz para que la oyera mi esposa. El rostro de Juana expresa una aquiescencia inmediata, y su boca chica declara en tono de broma: Iremos, y tú, escritor entregado a la investigación exhaustiva y a los juicios serenos, conocerás a la pareja en su salsa y, en cuanto la estudies unos días, facilitarás a Honorio tu opinión acerca del grado de encaje existente entre ambos.
Sin que afecte a mi novela el rumbo seguido por el nuevo coro, la conclusión del relato, que el contenido de las letras de Honorio propicia, será cuestión de un tiempo mínimo. Pero tan feliz circunstancia no me libra, a mi pesar, de que Juana, acaso con una gran dosis de lógica, me sitúe en la postura de víctima de la imaginación calenturienta y del vivir en las nubes.
Y yo, que soy consciente de la carga de razón que mueve su voluntad de evitarme sufrimientos inútiles, prometo, para los tiempos futuros que ahora mismo comienzan, no ejercer de clarividente y esperar a que los acontecimientos se expliquen de suyo.
Comentarios recientes