Solo de voz en la Habana

Pedro Sevylla de Juana

 

 

A mi nieta Judith, inteligente, valerosa y reflexiva,
diecisiete años, en memoria de su expedición a Senegal.

 

 

Primera edición: 2023
ISBN: 9788410003842
ISBN eBook: 9788410005662

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A MODO DE PREÁMBULO

Nota bene. Los hechos recogidos en esta novela suceden a finales del siglo pasado y primeros años de este. La trama es el resultado, puro y simple, de un trabajo imaginativo. Si los personajes tuvieran relación con hechos reales, esa circunstancia sería, nada más, literaria.

Sobre el autor:
La conferencia pronunciada por Pedro Sevylla de Juana en la Casa de Palencia de Madrid, el 14-XI-2003, ante un público de coterráneos emigrados, explica su forma de ser y pensar en los tiempos de la novela:

Muy buenas tardes deseo a todos los asistentes. Quisiera agradecerles su presencia en este salón con una charla amena y sugestiva, objeto, posiblemente, fuera de mi alcance. Cuestión de capacidad, no de empeño. Por esa razón solo el empeño comprometo. A estas alturas conozco bien mis limitaciones. No es poco. La constatación de las carencias y de las posibilidades, constituye el punto de arranque del progreso. La búsqueda del ideal, o al menos de aquello que nos mejore, mueve el mundo y a sus habitantes. Todo lo que nos completa está en nuestro camino hacia la felicidad. Las personas nos movemos persiguiendo el beneficio o huyendo del daño, entre el temor y la esperanza. De ese modo, las biografías son solo una sucesión de escapadas y acercamientos.
¿Pero, quién soy yo?, ¿Cuáles son mis méritos?, ¿por dónde han ido mis exploraciones?
Mi vida es muy sencilla. Bien pudiera relatarse en dos líneas. Pero cuidado, el orgullo también se oculta en la brevedad del relato. La vanidad, en ocasiones, se sirve de lo escueto. Aseveración confirmada en la conducta de Julio César. El romano Cayo Julio César, explicó -quizá ante el senado- su decisiva participación en una batalla recién concluida, utilizando tres verbos y una conjunción. «Llegué, vi y vencí». Eso dijo. Nada más breve, nada más presuntuoso. Se le atribuye la celebérrima frase, porque esa forma de hablar encaja en el carácter pintado por los escritos. Solo un ejemplo. En sus años mozos, Julio César, navegante camino de Asia, fue capturado por unos piratas del mar. En concepto de rescate pidieron, digamos, cuatrocientos denarios. Él aseguró valer lo menos mil, siendo pagada esa cantidad. Una vez libre, se enfrentó a los secuestradores con la intención de vengarse y, vengado, recobró los mil denarios. «Llegué, vi y vencí».
Aunque, en honor de la justicia, un personaje cuyo mes de nacimiento, el mes Quintilis, tiempo después cambia de nombre llamándose mes de Julio, en honor de Julio César, él mismo; un hombre emparentado por parte de padre con la mismísima Venus, un general conquistador de tierras próximas y remotas; narrador de sus conquistas con modos tan magistrales que, los historiadores y los estrategas posteriores, han bebido en sus crónicas; en fin, un estadista como él, triunviro con Craso y Pompeyo y, por último, dictador; un hombre de talla tan excepcional, bien puede permitirse esa jactanciosa frase, por otro lado, ejemplo de concisión.
Pero yo apenas tengo nada nuevo que decir y, acaso, ni siquiera lo digo utilizando una manera nueva. Por ello me alargaré algo más en el relato de mi vida, aunque se trate solo de la parte relacionada con la escritura.
Nací en Fuentes de Valdepero, topónimo al que, despojándole de lo genérico, dejo en el Valdepero considerado completo y concluyente, único en el mundo con ese nombre. Al menos, en el enorme mundo de internet. Tal villa procede de la repoblación llevada a cabo en el siglo X por don Pero de Palencia, hijo del Conde Fernán González. Puedo estar escindiendo la parte de mayor antigüedad, lo sé. Aquella que lo identificaría ya en los iniciales asentamientos humanos de la prehistoria. Porque existen razones para suponerlo muy antiguo: a más de las huellas halladas, pertenecientes a la segunda edad del hierro, está la geografía. Páramos y montes lo cierran por el Norte y el Este, la depresión del Oeste lo empuja hacia el Sur. De ese modo, el camino recorrido a través de los tiempos, no habrá diferido en sustancia del seguido por Palencia, mucho más investigado y, en razón de ello, mejor conocido.
Como muchos de los socios de esta Casa, hijo y nieto de agricultores, transcurrió mi niñez entre los juegos propios de la infancia y el diario trajín aparejado por la vida. En esencia, unas tareas escolares poco absorbentes y las obligaciones diarias, muy válidas para estimular las facultades futuras.
Según parece, una temprana mudanza de casa, allí donde la permanencia hacía norma, debió de afectarme en lo más profundo. El recorrido no era largo, acaso dos centenares de pasos. No obstante, empecé a buscar las causas a los hechos y los motivos a las personas. ¡Ah! De ese modo perdí el miedo a los cambios. Las eras, la iglesia, el castillo, la tejera romana, la ermita y el arco de la muralla son mojones que fijan mi primera memoria.
Desde los nueve a los dieciséis años viví interno en el colegio de La Salle en Palencia. Confinamiento cincelador de un chaval inconformista y arriesgado como yo era, dándome un carácter sumiso y reconcentrado del que me costó liberarme. En esos años regresaba a mi pueblo en vacaciones, apreciando cada casa, cada calle, cada tierra de labranza, cada labor agricultora, cada costumbre y cada gesto; con la intención de hacerlos míos de nuevo.
Quizá por conocer lo que nos diferenciaba de los idealizados extranjeros, o con la idea de perfeccionar el idioma, en cuanto terminé el bachillerato superior, a los dieciséis años, quise desplazarme a Francia como peón de una cadena fabril. Deseo con el que mis padres mostraron desacuerdo, no estando yo en disposición de forzar su parecer.
La alternativa inmediata fue Madrid. En Madrid me encontré de manos a boca con la Casa de Palencia, situada en la calle Espoz y Mina. Casa verdadera de los palentinos, a la que llegué, abril o mayo de 1963, de la mano de Elías y Orencio. Mozos de mi pueblo ellos, que llevaban aquí unos años y trabajaban, el primero en una afamada relojería de la calle Postas y, el otro, en los baños públicos del barrio de Tetuán. Los domingos por la tarde me presentaban a socios nacidos en pueblos próximos al nuestro. Pertenecientes a las comarcas de El Cerrato o de Tierra de Campos. Villas y aldeas cuyos nombres, cuando menos, me sonaban. Había otros, de la Montaña, que no había oído nombrar. Eran las casas regionales el principal asidero de los emigrantes, un faro para los llegados sin brújula ni mapas, la familia de reemplazo. En ellas se intercambiaban conocimientos locales, que ampliaban poco a poco el territorio de la provincia y hasta de la región.
Llegué, pues, a Madrid a los diecisiete años y, asombrado por la complejidad de la gran urbe, tardé en salir del rincón en que me pusieron. Mas una vez abarcada la ciudad -centro urbano y barrios sin terminar de hacer- me entró la afición por los viajes. A punto de cumplir los dieciocho, independiente, autónomo, dando por hecho que lo conocido y lo ignoto compartirían hechuras y esencia, carretera adelante, haciendo autostop, llegué a Valencia y a Barcelona. Experiencia utilizada para intentar recorridos más largos, cuando ya París se había convertido en mi meta soñada. De modo que, al verano siguiente, superando graves dificultades, por el mismo procedimiento, casi de milagro, llegué a la capital francesa. Pude recorrer de arriba a abajo las calles y los barrios de mítico nombre, morando en albergues juveniles que me pusieron en contacto con la mocedad europea e hispanoamericana. Entonces comencé a percibir el Planeta, más aún el Universo, como una unidad de la que formo parte.
Como carecía de dinero, en mis aventuras viajeras no siempre llegaba a donde pretendía. La línea recta, camino más corto entre dos lugares, con frecuencia se transformó en zigzag; un caminar azaroso que restaba importancia a la meta otorgándosela al recorrido.
Han influido en mi conducta posterior, sobre todas las demás, dos circunstancias concretas. La primera es, que creo tener con mi tierra una deuda impagable. Por mediación de mis padres, de ella salieron el trigo y la cebada cuya venta pagó mis estudios. En ella se afianzan mis más arraigadas convicciones y prácticas. Si a la temprana edad de nueve años dejé parcialmente el pueblo, a los diecisiete lo hice de manera definitiva. De forma que, la agricultura de tracción animal, en los inicios de lo que sería su declive y desaparición, quedó impresa en mi mente, actuando, en adelante, a modo de la Sefarad de los judíos. Particularidad ésta, capaz de constituir el segundo caballo del par que arrastra el carruaje de mi vida.
Aficionado a la lectura, deseoso de fijar al papel mis hallazgos y decepciones, escribo desde muy temprano. Poemitas sin fuste, análisis filosóficos elementales y relatos de aventuras, acabaron hechos trizas cuando mi estética tomó nuevos rumbos. Me rendí a la poesía sin condiciones, siendo la prosa poética el resquicio por donde entraron los relatos breves. Ellos y el ordenador. Las facilidades proporcionadas por el procesador de textos, a un corrector perfeccionista como yo, me llevaron, ya asentado en la madurez, a la novela.
Después de salir de mi pueblo y de Palencia, he vivido en Valladolid, Barcelona y Madrid. En el presente, un presente que va para ocho años, paso la mayor parte del tiempo en El Escorial. Soy, pues, emigrante, como muchos de ustedes. Un emigrante que busca los conocimientos, las costumbres y los recuerdos de otros. Un emigrante interesado en poner a disposición de los demás sus recuerdos, costumbres y conocimientos. Soy un emigrante y, con ello, no hago más que incorporarme a una corriente universal comenzada en África, cuando los Australopitecos se extendieron por Eurasia y la poblaron. Una corriente seguida por los pueblos nómadas, cuando iban de un lado a otro buscando alimentos y pastos para sus ganados. Por los comerciantes, encendiendo hogueras en las costas de arribada, como medio de anunciar sus mercaderías. Una corriente, una marea humana a la que se sumaban los pueblos invasores y colonizadores, quienes, en su avance ocupaban extensiones enormes. De ahí Roma y su afán allanador, de ahí el empuje de los bárbaros y la reacción de Roma, el envite de los pueblos islámicos y la respuesta de los cristianos. Se añadieron a la corriente los trasiegos producidos por las peregrinaciones: los Santos Lugares, el Camino de Santiago. Por el descubrimiento y ocupación de continentes enteros: el nuevo y el novísimo, América y Oceanía. Por la caza y traslado de esclavos. Por las descolonizaciones, trasvasando gente de las colonias a la metrópoli. Una marea humana que, en la actualidad, alimentan las guerras, las hambrunas, las persecuciones étnicas, económicas, políticas y religiosas. También los afanes lúdicos, laborales y académicos, origen de una mudanza de millones de personas. Debo añadir los movimientos internos de los países, del centro a la periferia, de las zonas rurales a las ciudades, de las ciudades superpobladas a las zonas rurales. Quedan áreas estancas, aisladas, empobrecidas física y culturalmente, pero son cada vez menos. En su conjunto, el mundo funciona como un cedazo, donde se mezclan características étnicas, costumbres, conocimientos, técnicas, productos y sueños, configurando comunidades amplísimas.
Existe un movimiento de masas que, de la mano del tiempo libre, se ha integrado en el último siglo a la corriente humana general. Me refiero al turismo: desplazamientos temporales y voluntarios produciendo el intercambio cultural, facilitando el entendimiento mutuo de las personas hasta donde alcanzan el interés particular y la comprensión de las lenguas.
El desarrollo intelectual y el pensamiento precisan tiempo libre. Un tiempo libre que no provenga de la esclavitud o de las conquistas de tierras y riquezas de otros pueblos, como en los tiempos de Grecia y Roma. Que no proceda de las diferencias sociales, como en los países gobernados por dictaduras. Ni de los mecenas, al estilo del Renacimiento; ni de las subvenciones estatales de los países poco evolucionados. El desarrollo intelectual, el pensamiento, las artes y las letras deben, en mi opinión, bastarse a sí mismos. En la libertad proporcionada por la verdadera democracia, los ciudadanos, redimidos de cualquier alienación y adoctrinamiento, demandarán productos intelectuales que sirvan a su propio desarrollo.
El tiempo libre es una conquista del hombre auxiliado por la máquina y, hoy día, se ha convertido en necesidad elemental y derecho irrenunciable. Considerado como valor económico se transforma en ocio, que, si resta flexibilidad, otorga carta de naturaleza. Es decisión personal someterse a los carriles marcados o intentar otras posibilidades.
Ya consideremos el tiempo libre como oportunidad de ejercitar facultades, o como recipiente que debe ser llenado, los libros y los viajes nos serán de utilidad. Se editan numerosos textos dedicados al ocio. Minuciosos libros de viajes, reveladores de lo que el lector encontrará en determinados espacios; guías fieles, muy convenientes para el viajero. Pero no solo los libros específicos, muchas novelas plantean argumentos desenvueltos en escenarios bien trazados, acaso con un añadido emocional. Esos textos pueden seducir o incitar a los lectores a partir hacia esos lugares. La Mancha de don Quijote recibe personas de todo el mundo, deseosas de recorrer el suelo pisado en sus mentidas aventuras por la genial pareja. La Biblia, en gran parte de sus libros, abre ventanas a un tiempo y a un espacio mitificados que, sin duda, el lector desea conocer. La Odisea, de Homero es, además de otras muchas cosas, un poema de viajes. Narra las peripecias seguidas por Ulises, rey de Ítaca, en su regreso a casa tras la guerra de Troya. La misma Troya, lo digo como ejemplo, siguiendo las huellas halladas en el poema, fue buscada y encontrada. Los narradores bosquejan monumentos, descubren la gastronomía, se refieren a la historia, imaginan el futuro; asuntos interesantes para un lector muy diverso. Yo mismo, escribo persiguiendo en segundo lugar que los viajeros visiten mi pueblo y sus alrededores, llegando a Palencia entera y a Castilla y León, a la península. Escribo buscando, en añadido, un añadido creciente, que las gentes conozcan otros lugares, interesándose por lo cercano y lo remoto; pues creo a la humanidad única, entendiendo las divisiones como invención de una minoría interesada.
Así comienza Marco Polo su libro de viajes. «Señores emperadores, reyes, duques y marqueses, condes, hidalgos y burgueses; gentes que deseáis saber las diferentes generaciones humanas y la diversidad de las regiones del mundo, tomad este libro y mandad que os lo lean. Encontrareis en él las grandes maravillas y curiosidades de la gran Armenia y de la Persia, de los tártaros, de la India y varias otras provincias. Así os lo expondrá nuestro libro y os lo explicará clara y ordenadamente como lo cuenta Marco Polo, sabio y noble ciudadano de Venecia, tal como lo vieron sus mortales ojos.»
Y sigue: «Hay cosas, sin embargo, que no vio, más las escuchó de otros hombres sinceros y veraces. Por lo cual, referimos las cosas vistas por vistas y las oídas por oídas, para que nuestro libro resulte verídico, sin tretas ni engaños.»
Yo cuento lo oído como visto y lo visto como oído, pues no me fío más de mis ojos que de los ajenos, ni atribuyo a mis oídos menos objetividad que a mis ojos. Viajo, leo y escucho relatos de gente recién acabada de llegar de otro país, cuando la memoria está aún fresca y la fantasía sigue inflamada por las emociones. Todo ello lo vierto en mis libros con la misma seguridad y pareja desconfianza. Porque la predisposición del viajero, su bagaje cultural, la temperatura y la humedad ambientales, a más de la compañía gozada o sufrida, influyen lo suyo en la apreciación de los lugares visitados. Jamás estimulará por igual a dos personas distintas la bellísima cúpula del Domo de la Roca, en la explanada de las mezquitas de Jerusalén; o la perfecta simetría del mausoleo Taj Mahal, a orillas del río Yamuna, junto a Agra, en La India. Es cierto, el ojo capta matices que la lengua no puede transmitir. ¿Dónde termina la realidad, dónde empieza la ficción, en qué punto se encuentran? ¿No es la imaginación el ensanchamiento de los sentidos? La realidad es múltiple. Cuando nos acercamos a una faceta nos separamos de las otras. Nuestra voluntad actúa a partir de las creencias, de las convicciones, realidad y ficción mezcladas. ¿No debemos ocuparnos de ambas por igual si ambas por igual nos afectan?
En mi juventud escuché a compañeros de camino, un raudal de narraciones sobre su paso por El Tíbet, La India o Nepal, santuarios objeto de verdaderas peregrinaciones, emprendidas en busca de una razón para continuar andando. Un matrimonio de exiliados cubanos en Miami, viajeros de placer por Europa, me recogió cuando, a la salida de León, hacía yo autoestop camino de Madrid para ver a Elvira, vestido con el uniforme caqui de los reclutas obligados. Pregunté, puse mi atención en sus respuestas, guardándolas en la memoria bien dobladas. Aseguro que un viaje en coche de más de trescientos kilómetros, con frecuentes paradas para observar edificios y paisaje, da mucho de sí. Alojado en la pensión de doña Amparo, calle General Pardiñas de Madrid, compartí cuarto con el hijo mayor del, entonces, cónsul de Colombia en México. Quién, idealista renegado de una familia rica y poderosa, me denunció el dominio ejercido por su clase social sobre la mayoría pobre. Enriqueciendo mi título de publicitario con el aprendizaje del diseño gráfico y de la fotografía, formé parte de un grupo bien avenido de españoles y extranjeros. Entre estos últimos destacaba un muchacho nacido en Guinea Ecuatorial, despierto, favorecido con un corazón generoso y una paciencia infinita. A su lado se sentaba una chica ecuatoriana de carácter abierto e integrador, mestiza de inca y extremeño, difusora de la cultura indígena de su país. En la despedida prometí visitarlos allá donde tenían sus amores más sólidos: Malabo y Quito. Laurita, prima de mi mujer, es monja. Tras una larga estancia en Paraguay dedicada a ayudar a los desheredados, volvió a Madrid para abrazar a su madre, moribunda, antes de marchar a Chile donde había sido destinada. Mantuvimos largas conversaciones acerca de sus andanzas, de los países recorridos y de la realidad social vigente en ellos. En Ginebra pasé un tiempo alargado, cuando la primera guerra del golfo llevaba junto a su dinero a los magnates del petróleo. Momento y lugar apropiados para comprender la creciente intranquilidad proporcionada por el capital creciente, la extendida satisfacción que produciría bien distribuido. Sin embargo, me hubiera gustado vivir una larga temporada en los bellos pueblitos costeros del lago; Hermance, por ejemplo, vecino de Lord Byron y Shelley. Son solo pinceladas que me dejaron un poso consistente, donde y cuando mi indagación profundizó hasta apropiárselas.
Soy viajero además de emigrante. Un viajero al que las circunstancias van convirtiendo en sedentario, obligado a soñar rutas larguísimas cuajadas de estímulos y estorbos.
Un día escribí:

La tempestuosa lluvia
ha transportado al mar desde el principio
más de un palmo de altura
llegando a los dos y pico
de corteza desnuda.

La erosión como tributo
impertérrita ladrona
del mantillo fecundo
con uñas de gato nos despoja.

Empujan los arroyos de tormenta
al Carrión Campos abiertos
y gris Cerrato al Pisuerga
y se los dan al Duero
y el Duero al mar los entrega.

Pienso un día sumado al otro
que quizá estén arraigadas
las viñas de la región de Oporto
en la tierra gris y parda
y podamos en justo logro
vendimiarlas.

En Portugal me encuentro en casa: Lisboa es mi sala de estar, Oporto mi comedor, mi jardín está situado entre Estoril y Sintra, mi alcoba es Setúbal. Camõens, Castelo Branco, Eça de Queiróz, Aquilino Riveiro, Pessoa, Sá Carneiro, Saramago, Joana Ruas y algunos habitantes de mi biblioteca, son amigos con quienes cruzo largas parrafadas. Geografía e historia lo hermanan con los demás pueblos de una Iberia, siempre vista federal por mí. El largo valle del Duero, mi valle, avanza por esas tierras donde su nombre de río adquiere un matiz poético, Douro.
Sueño América y la exploro a pie, a lomos de caballo, manejando vehículos lentos, pasajero del ferrocarril. Vadeo ríos caudalosos, asciendo desoladas laderas hacia las altas cumbres, cruzo la espesura exuberante, supero trochas y desfiladeros y me adentro en ciudades pobladas de gente humilde. Personas recién expulsadas del Edén por unos desalmados que las obligan a caminar en círculo. Sueño Asia y recorro los seis mil trescientos kilómetros del río Yangtsé, desde la desembocadura en Shanghái a las fuentes, situadas en el Tíbet. Paso luego, sin cansancio alguno, a la India indescifrable. Sueño África, comenzando en Argel y terminando en Ciudad del Cabo. Paisajes diversos cabalgados por los cuatro jinetes del Apocalipsis, con personas hospitalarias de corazón generoso. Sueño Australia y voy de Sydney a Perth y de Perth a Darwin por caminos que cruzan desiertos y descubren animales que, en otras latitudes, no existen. Norte, Sur, Este y Oeste, hago mío el mundo y lo incluyo en mis libros como territorio de mis personajes.
Sueño la despensa del mar, una alacena gigante donde el plancton y el derroche de huevos facilitan la cadena alimenticia, cuyos eslabones más representativos son la anchoa, el bacalao, el esturión y los cetáceos. Me fascina el mar y me da miedo. Olas apacibles muriendo en una playa suave, disgregando rocas en el acantilado; olas gigantescas bajo un cielo negro de trágicas galernas. La belleza cuaja el mar de vida, de admirables formas y colores. Pensando, imaginando mi tierra en los tiempos remotos de la primera ocupación humana, escribí algún poema fragmentado en mi mente archivadora.
En mi opinión, el escritor ha de portar una maleta rica, ordenada por materias. Asuntos de enjundia recogidos al paso, capaces de interesar al lector. Ideas, pensamientos, vivencias, puntos de vista propios y adoptados. Todo ello dará forma a historias compuestas de una descripción precisa del teatro de operaciones, de la definición clara del problema y de una salida razonable del laberinto, mostrando a las claras, el largo hilo utilizado.
El fatigoso oficio de escritor templa el carácter de quien lo ejerce. Lo hace sobre un yunque de papel en el que los golpes no suenan. Ocho, diez y hasta doce horas diarias de un trabajo callado que, a duras penas, logra los frutos perseguidos. Suelo seguir un desarrollo creativo partiendo de algún hecho cierto, esqueleto, armazón. Lo relleno con carne de mi propia carne, experiencia sedimentada, gotas destiladas en el alambique interno, tratando de dar al conjunto una forma agradable. En la búsqueda de la calidad narrativa, fin pretendido por el escritor -la excelencia del entramado, el progreso ágil de la historia, la suavidad de la hechura- el lector que soy, coopera. De los libros leídos extraigo esencia, si no toda, al menos una buena porción: los pedazos gruesos, las sabrosas tajadas, las hebras más fragantes. Leo mientras trabajo en mis novelas y, aunque tengo buen digerir, siempre queda en el aliento el aroma de lo ingerido. En verdad y por ahora, estoy más orgulloso de mis lecturas que de mis escritos.
Sinceramente, a mí, el trabajo de escritor, me resulta doloroso. Sufro veinte para gozar uno. Ese uno es quizá el momento de terminar un párrafo con el que llevo luchando tres horas, la conclusión de la página rehecha veinte veces. Acaso la entrega de la obra a la imprenta, su salida con la tinta aún fresca, o cuando me comunican la concesión de un premio. En esas condiciones ¿por qué continúo escribiendo? Por si mis escritos pudieran aprovechar a alguien, creo; o porque al escribir cauterizo heridas y, si no escribiera, sufriría su dolor crecido.
Los premios animan a seguir escribiendo, añaden un cierto sentido al trabajo, elevan la autoestima. Ayudando, por añadidura, a pagar los gastos de papel, tinta y correo. Pero si caemos en la trampa de valorarlos más de lo justo, cuando no lleguen se producirá el efecto contrario. Hay premios que, con la mejor voluntad de los organizadores, se convierten en una trampa. Suelen ser organismos oficiales en combinación con entidades bancarias. Ellos editan el texto ganador, aunque en muchos casos no lo distribuyen o lo hacen mal. Ahí acaba la vida del libro premiado a bombo y platillo, porque, habiendo perdido la calidad de inédito, no interesa a las editoriales. Cuando, en la concesión del premio y la edición de la obra, figura una editorial de prestigio, el criterio de selección ha de ser por lógica económico. Se premia lo que se puede vender, lo que dará dinero. Por último, si el premio ofrecido por los editores consiste en una cantidad elevada, esa cantidad forma parte de los derechos de autor, es tan solo un anticipo. La verdadera utilidad de los premios está en descubrir talentos ocultos, en impulsar vocaciones que, el tiempo y la desatención agostarían. También, en indicar a los iniciados que, si se empeñan, tienen posibilidades.
El escritor necesita soledad, una soledad buscada, rica en reflexiones, sometida al método y a la rutina del trabajo. Mi refugio de El Escorial -bosque y embalse- naturaleza empeñada en sobrevivir a los desmanes del hombre, seguramente influye en la forma, en la estética de mis escritos. El azar elige el asunto sobre el que versarán las novelas, incluso la manera de desarrollar el argumento. Un azar pobre, en efecto; conformado por variables escasas que, además, se repiten. A más del albur, no tengo otros condicionantes ajenos.
Sea por ello crítico el lector, sin remordimiento alguno, cuando se disponga a valorar el resultado. Estoy a su servicio, mi meta es su entendimiento. Logrado el concierto entre escritor y lector cuaja la novela, se solidifica, se yergue como menhir en la llanura, como obelisco en la plaza. No obstante, escribo para seres en permanente evolución; no puedo tratarlos como a niños o a enfermos gástricos a quienes se tritura la carne y desmenuza el pescado. Tampoco siembro de trampas el sendero para probar su progreso en el conocimiento de las técnicas narrativas. Trato de esperar al rezagado, pero sin perjudicar el ascenso de quien sube a buen ritmo. Busco ese complejo equilibrio, marcador de la diferencia entre la obra redonda y la simple tarea bien desarrollada. Dejando un cierto margen a la interpretación personal, a la capacidad aclaratoria poseída por cada persona. De manera, que es el lector, quien cierra el proceso creativo, quien termina de concretar la novela. Un libro es un recipiente, donde se vuelcan elementos heterogéneos con la conformidad y, asimismo, con la ignorancia del propio escritor. No debe extrañarnos, pues, un lector capaz de encontrar lo que el escritor ignoraba haber expuesto.
Es posible, entonces, que una novela guste a dos lectores por motivos distintos, incluso por consideraciones contrapuestas. Porque si el autor es fiel a sí mismo, personalidad sinuosa como todas, su escrito recogerá esa forma contradictoria de ver la realidad, tomando el lector el partido que le interese, aquel que enfile mejor con su especulación.
Señores asistentes a la charla, agradeciéndoles su presencia imprescindible, les diré una cosa más. Este que habla soy yo. Pueden estar seguros de que soy, como he dicho que soy.

 

 

Acerca del personaje narrador
Virgilio dice de sí mismo:
Poseo virtudes mestizas, unas del campo, otras de la ciudad. Mestizos defectos, desconfianza y temor, fruto de los desengaños. Exterior e interior, poco a poco, se van aviniendo en mí, se concilian. Estaré satisfecho, me consideraré feliz, cuando la esencia acepte a la apariencia y la apariencia muestre a la esencia con deleite. Producto de su magín de hombre sabio, lo decía mi padre sirviéndose de otras palabras. Soy de pueblo. Nací en la España rural, la del cereal de secano, el vino robusto y las aguas duras. En mi aldea, envidia y maledicencia llevaban -llevaban digo, como si no supiera que portan aún- la intranquilidad a las familias, siguiendo un turno establecido por las circunstancias. Mi padre, era perseverante pescador de barbos y truchas en los ríos Cea y Valderaduey, cazador furtivo de liebres, conejos, palomas y perdices; respetuoso, no obstante, de las avutardas protegidas. Sumaba los ingresos irregulares de ambas ocupaciones, a los jornales ganados laborando en tierra ajena. Partía de tan poco, que la suma apenas lo era frente a las necesidades crecientes. Así y todo, hubo un enemigo oculto, una persona mala, acusándolo de disparar careciendo de permiso, de no respetar la veda.
Todo lo dejó mi padre, obligación y devoción, para emigrar a Madrid con la familia a cuestas: esposa y tres vástagos. Puede que se alineara tras la fortuna, aunque esta pareciera encarada, porque abrió al futuro de sus hijos una ventana cerrada por el campo. Guio sus pasos la suerte abriéndole camino hasta la oficina de contratación, cuando se empleó de peón en la empresa municipal de transportes; la misma suerte que caminaba a su lado en el momento de buscar vivienda. Un habitáculo halló de renta limitada, uno más de los destinados a los trabajadores del Ayuntamiento, que su buena estrella logró favoreciendo el sorteo. Mi madre, mujer valerosa y sufrida, agavillaba en el pueblo cereales a jornal, cosía ropa de otros, cocinando para los invitados de las bodas y comuniones celebradas en varias leguas a la redonda. ¡Menuda mano tiene para guisos, asados y salsas! Mi madre, trabajadora sin tasa, en cuanto llegó a la tierra prometida desde nuestra originaria Tierra de Campos, entró en un hotel modesto como empleada de la limpieza. Pronto, uno y otro, conocedores de lo poco que da de sí la inercia, de lo inútil de la rutina repetida sin ambición; entrambos, digo, luchando por abrirse senda a través de las tapias recias, llegaron a su verdadero destino: el uno conductor de autobuses y la otra, tras una temporada de ayudante, cocinera.
Poco tiempo vivimos los hijos en el pueblo, pero puede decirse que apenas salimos de él, porque nuestros padres lo reconstruyeron costumbre a costumbre, dicho a dicho, obra a obra, en el piso madrileño. Los compañeros de juego eran chavales llegados de cualquier rincón del país. También de ellos aprendimos. Si hablamos de afecto, diré que supimos separarlo de la blandenguería y de la molicie, criadoras de niños vistosos pero inconsistentes. Si de bienes materiales, añadiré que de nada carecimos sin sobrarnos nada. En sus diversas ocupaciones se iba el tiempo de nuestros padres sin sentir y, como hermano mayor, arropé a los otros, un chico y una chica nacidos al tiempo, mellizos a quienes aventajaba tan solo en un año.
Pudimos estudiar mis hermanos y yo, en un colegio público que colocó peldaños a nuestro aprendizaje, facilitando la continuidad y, en consecuencia, el progreso. No fue fortuito pues, que albergáramos una creciente necesidad de conocimientos y un firme deseo de prosperar. Desempeñando por las tardes diversas tareas de oficina en una biblioteca, asistiendo a clase durante las mañanas, con la única interrupción del servicio militar, di fin a mis estudios de Filosofía y Letras. Dicho así, tan resumido, no parece nada, se diluye el empeño. Aunque la trayectoria, rectilínea, estuvo empedrada de esfuerzos y privaciones. Baste, como muestra, el laborioso cambio de orientación, el golpe de timón dado a mi itinerario. Inclinado en los inicios hacia las ciencias, pues pensaba estudiar alguna ingeniería; pasé a encariñarme con las letras por obra de las frecuentes lecturas. Aproveché el curso preuniversitario para efectuar el corrimiento. Una academia prestigiosa, mixta en lo referente a materias, a la que asistían los llamados hijos de papá, muchachos sin carencias materiales, facilitó el aprendizaje del griego y el ahondamiento en el latín. Necesité mayor dedicación, un tiempo inexistente que robaba al sueño. También, más dinero, incremento nacido de reducir a cero los gastos de diversión y la compra de ropa. Se dieron acontecimientos, no obstante, disponiendo blanda alfombra a mis pies. De tal modo, me convertí en el joven de mayor ventura. Contaba mi hermana con la íntima amistad de una chica llamada Juana, linda y espontánea, que me atraía. Era una joven muy responsable quien, sin dejar de ser su amiga, se convirtió en mi novia.
Al inicio del siguiente verano, los mellizos se licenciaron en las materias estudiadas: derecho el muchacho y economía la chica. Medio año más tarde, los tres disfrutábamos de discretos empleos. Hecho cuasi milagroso en época de dificultades generalizadas y de paro creciente. Quizá la brillantez del expediente académico, más las dificultades vencidas para conseguirlo, sirvieran de aval a quienes nos desconocían. En lo que hace a mí, una editorial de las más activas, me contrató como corrector de pruebas. No tardando mucho, entraron nuestros padres en la etapa ansiada y temida de la jubilación. El tiempo sobrante les hizo añorar el noroeste geográfico, dirigiendo una mirada nueva en dirección al pueblo. Allí quedaban algunos parientes y dos o tres amigos. Al menos, ese era el censo configurado por las noticias, llegadas a nosotros de tarde en tarde. Unos se trasladaron a Sahagún, otros más lejos. Los de mayor edad tomaron, sin movimiento propio, el paseo de los cipreses; del que, en tales condiciones, nadie ha vuelto. Pero el campo llano, las fértiles riberas de ambos ríos, las arboledas bien pobladas y las rojizas puestas de sol, continuaban en su sitio.
Encarrilados los afanes de los hijos, los padres, beneficiarios de sendas pensiones que, sumadas, prometían buen acomodo, contaron los duros acumulados. Resultaron ser unos ahorros preciosos actuando de muralla ante las necesidades. Con tal salvaguarda, pensaron seriamente en el regreso. Los días, uno tras otro, cómplices, sirviéndose del tedio producido por el tiempo huero y de unos pocos recuerdos amables traídos al presente, acabaron por empujarlos hacia lo anterior. Por ese camino enfilaron el futuro, conociendo muchos de sus modos.
En Sahagún visitaron a los hermanos establecidos allí, hablando con unos y con otros. Por esa simple razón, cuando llegaron al pueblo, sabían a qué atenerse. Compraron una casita circundada por un huerto. Se asentaron en ella y, sirviéndose del coche traído de la ciudad, recorrieron los alrededores conocidos y los espacios a los que nunca habían llegado. Cea y Valderaduey arriba hasta sus fuentes, terrenos tan distintos a los de Tierra de Campos como los de otro país. Cea, Almanza, Puente Almuhey, Morgovejo y Prioro. Puentes, castillos, iglesias, valles de Tejerina y Mental, pantano de Riaño y Picos de Europa. Hayedos, robledales, encinares, dehesas, pinares, verdaderos bosques llenos de vida. Rapaces, corzos, venados, hurones, truchas: otro país, otro continente. Tan a mano el Paraíso y ellos sin conocerlo.
La casa, tres alcobas situadas en el piso de arriba; una estufa, la cocina y un cuarto de aseo abiertos en la planta baja; era de construcción reciente. Se la vendieron los herederos del hombre que, sin pruebas, creyeron ellos su denunciante: el bandido encargado de expulsarlos. No quedaban ya trazas del rencor antiguo, pues fue muriendo a medida que el bienestar suavizaba el efecto de la culpa. Sin pretenderlo, prestó el delator un buen servicio; pues la vivienda, por añadidura, resultaba acogedora y de conservación sencilla. En la tierra adyacente mi padre labró una huerta, plantó en ella verduras y hortalizas variadas, viéndolas sucederse unas a otras sin pausa. Mi madre proyectó un jardín localizado en la parte próxima a la puerta, ambos lados del paseo y la franja lindante con la fachada. Frágiles flores de temporada y recios arbustos de larga vida, alegraron un espacio, pleno de colorido hasta avanzado el invierno.
Apenas habían transcurrido cinco años completos, desde que el matrimonio rehízo su vida sobre los antiguos escombros, encima del hogar primitivo, a caballo de hitos profundamente hincados; cuando, tras una enfermedad muy breve, murió padre. Madre quedó a merced de la melancolía. Desorientada, vacía, sola. Mi hermana, empleada en la azucarera de Olmedo, villa perteneciente a la provincia de Valladolid, pidió que viviera con ella. Tras pensarlo unos pocos días, consultando el parecer de los demás, la buena mujer dejó la casa y la huerta al cuidado de un sobrino, primo nuestro, para irse tras la hija. No se ha casado mi hermana. Vive entregada al trabajo y a su profunda afición. Modela animales partiendo de la arcilla, consiguiendo copias muy aceptables. De esa manera la vienen bien la compañía y un poco de atención a su persona, postergada por dejadez.
Me confieso de Sahagún cuando se trata de nombrar el lugar de mi nacimiento. La razón está clara: mi pueblo solo resulta conocido en los alrededores. Tendría que dar explicaciones prolijas para terminar nombrando a la capital de la comarca como referencia. Me confieso de Sahagún, población de la que estoy orgulloso y, a continuación, me vanaglorio de Fray Bernardino, un misionero franciscano, quien mudó el paterno apellido por el nombre de su pueblo. Sí, un estudioso descubridor de las raíces de México, colocándolas con orden y método en doce libros, ejemplo para los etnólogos contemporáneos y los posteriores. Me digo de Sahagún y, en seguida, voy a los edificios singulares, a la magnífica historia. No me hago de menos nombrando a mi aldea, es que se puede decir poco de ella y, citándola, se enmarañan las explicaciones.
El modo de ser de nuestros padres, parejo después de convivir tantos años, alineó nuestro carácter. Rural lo hizo a pesar de vivir en la capital del país, ciudad abierta al mundo en sus calles céntricas. El aprecio de la vida sencilla, la sobriedad de conducta, la valoración alta del ahorro, la firme dedicación al trabajo y la seriedad frente a los compromisos, han marcado mi derrotero. La desconfianza también. Así es el acto de imaginar a la realidad fingida ocultando otra verdadera y a las apariencias bien conseguidas disimulando lo genuino. No sucede tan solo en lo referente a los hechos, con las personas me ocurre lo mismo. Ellas interpretan una obra de la que son protagonistas, actuando como si fueran el centro del cosmos. Corro sin pausa tras las escurridizas verdades ajenas para hacerlas mías y, si sucede que son espejismos, me veo huyendo de las auténticas. Tal es mi drama. Una desdicha, si no fuera porque Juana, mi mujer, mi ángel guardián, la suaviza.

Sinopsis

Épica y lírica unidas, Solo de voz en La Habana, es el libro número treinta y cuatro de los publicados por Pedro Sevylla de Juana. El autor fue galardonado con el Premio Internacional Vargas Llosa de novela. La acción transcurre a finales del siglo pasado y principios de este. El protagonista, Honorio, es parte importante del coro de cantores integrado por aficionados a la zarzuela, llegados de diversos lugares. Entre ellos, de un Kosovo inmerso en la guerra de los Balcanes, de la gran Argentina o de la Cuba nueva. Virgilio, el narrador, no pertenece al coro. Va a las representaciones debido a su amistad con Honorio, antiguo compañero en estudios de latín, griego y las literaturas clásicas. Escritor ya publicado, toma nota mental de todo, porque, en realidad, pretende escribir una novela, argumentada en las peripecias individuales y las relaciones originadas entre cantores.
Muestran su capacidad de avance el amor y la amistad, dos líneas paralelas que, al encontrarse, originan el infinito. En España, Estados Unidos y Cuba, avanza la trama, alcanzando una meta inalcanzable. Se trata de una catarata ascendente, de una montaña rusa literaria, de un caleidoscopio de acontecimientos en evolución. La resolución de las sucesivas incógnitas planteadas, junto al lenguaje sencillo y preciso, proporcionan estímulos para que, el lector, disfrutando de la página en curso, desee llegar a la siguiente.

Imagen de portada: Incursión nocturna en Kosovo, pintura acrílica sobre lienzo 40×40 cm firmada PSJ

 

 

 

Solo de voz en La Habana

 

EPISODIO INICIAL

«La Margarida, afónica. ¡Vaya contrariedad! Precisamente, hoy. A ver quién es el guapo capaz de decírselo a Rita.» Piensa en alto Honorio, respondiéndose en alto. O no se responde: ¡qué descortesía! Rita, la directora del coro, es una cubana de armas tomar. Todo un carácter. Su boca, de labios carnosos, envuelve con fuerza las palabras al dejarlas marchar. Así levanta o tumba un edificio en cuestión de segundos. Es capaz de morder cuando se enoja. Pero Honorio merece un respeto. Tenor aficionado, cuenta con un potente chorro de voz en los momentos del solo; tan potente que, a veces, se le escapa montañas arriba o valles abajo. Se lo dice Rita cuando quiere llevarle al orden del grupo. Con otros, emplea expresiones más dulces. Haciéndoselo notar su amigo Virgilio, escritor preocupado por la forma y el fondo de los trabajos literarios. «Rita te corrige buscando tu bien. Lo hace en público para que los demás te crean uno de tantos.» Dice su amigo, acaso por consolarlo del daño que puede llegar a sentir. Desaires de una mujer muy valorada.
Honorio es una personalidad en camino. Su retrato corresponde a la pintura -oleo sin duda- de un hombre sereno, hecho ya al recorrido de la vida. Aunque hay algo en el rostro: acaso el impreciso rictus de los labios, incapaz de sacar al observador de dudas. Unos frunces hacen de la frente tierra de labor recién roturada. Podrían ser obra de un ejercicio continuado de sorpresa, al hallar suficiente motivo. Llega a la edad mediana, mostrando, por ello, el gesto inconcluso de quien se aventura en una selva. Frondosidad de la que ha recibido referencias profusas y, la sabe, por ello, en pleno despliegue de todo su misterioso esplendor. La belleza de la vegetación se oculta en la penumbra íntima, salpicada de arenas movedizas y serpientes venenosas; lo ha oído decir y se ha puesto en guardia. Ahí está Rita: una hembra selvática, nacida en el municipio 10 de octubre de La Habana.
Experto mi amigo Virgilio en comunicación, recurriré a él para informar a Rita de la indisposición de la Margarida. ¿Por qué he de hacerlo yo? Siempre, Honorio. ¡No estoy obligado! O la Gloria, compañera de Margarida en la investigación literaria realizada en la universidad. No canta la brasileña Gloria desde la cirugía tiroidea, pero sabe decir, diciendo con una voz pausada, meliflua, que convierte en caricia cada sonido salido de su boca. Las malas noticias, si las comunica ella, siempre son el mal menor y debemos estar agradecidos. Se lo comunicará Gloria, no le duelen prendas y resulta ser lo más adecuado. Recurrir a Virgilio en estos momentos, no tiene el menor sentido, ¡qué ocurrencia!
Ateniéndonos a la ingenuidad de su sonrisa, Honorio está entre el adulto que lleva de la mano al niño de ayer y el infante que conduce a la persona mayor de mañana. Cumplí años yo, Virgilio, el pasado mes de marzo. En la imagen de grupo tomada ese día, se ve satisfecho al amigo tenor. Ante la duda, restemos. Porque bien pudiera venir la apariencia de un buen posar para la foto, de la cuidada puesta en escena, de estar rodeado de amigos o de la importancia atribuida a la reunión inmortalizada. Juana, mi mujer, ocupa el centro. Giro yo en su ámbito y, como si de un sistema planetario se tratara, los chicos rotan alrededor. Juana, a quien no gusta darse importancia porque sí, quien no se muestra al completo de no derivarse utilidad común, dibuja al marido como el eje de la familia. Siendo los hijos los radios de la rueda, ella es el férreo aro exterior que los solidariza al centro. Me complace el símil. En él, todos somos imprescindibles para el rodar diario y, la ausencia de uno cualquiera, convierte a la familia en otra mucho menos eficiente.
Tras esta breve presentación de continente y contenido. Quiero darme a conocer del lector como personaje narrador de la novela. Oficio, encargo o disfraz; eso ya lo iremos viendo. El nuevo retrato familiar trata de repetir la foto hecha unos años antes, destinada a ilustrar el libro de familia numerosa. El remedo fue una idea de los niños, respaldada por Juana al instante. Las posturas se acercan en lo posible, pero los dos pequeños ya no ocupan los regazos paternos, ni los padres aparecemos sentados en los sillones del comedor. Juana y yo, pegados a la pared lateral, erguidos, alcanzamos con la cabeza la horizontal del cuadro, un paisaje de campos nevados soportado por el muro. Somos de una misma altura y no es casual. Así quise a las mujeres con quienes formé pareja en bailes y paseos. Más altas las hembras, podía sufrir mi orgullo de macho apoyado en las conveniencias sociales. Más bajas, existía el peligro de juzgar otros aspectos con el rasero de la particularidad física. Los niños, medio palmo adelantados, parecen estar protegidos por nuestra actitud paternal -brazos sobre los hombros- defendiendo a su vez a los mayores de un envite frontal. Estamos todos ante el objetivo, posando, no ya para el testimonio exigido por la administración del país, sino para la propia complacencia. Advierto al lector, sobre mi duda cuando trato de fijar el tiempo a su transcurrir preciso. Vaya en compensación la exactitud de los hechos.
—¿Sabes?, algunos poemas me han emocionado. He sentido al escucharlos temblores internos semejantes a las que me produce el jazz; supongo que esos son los buenos.
Confiesa Honorio caminando a mi lado, Paseo de Recoletos abajo, en Madrid, con la intención puesta en alcanzar la estación de Atocha.
—Compañero, un buen poema evoca, sugiere, abre ventanas, penetra a través de las puertas de la mente. Incluso entra en reacción química con los pensamientos, con las intenciones, potenciándolos. Un poema bien escrito es la piedra arrojada al géiser, provocadora de la erupción inmediata. Un poema bien conseguido, de excelente factura, resulta ser una flecha acertando en el justo medio del corazón obstruido. Destapa los conductos portadores de sangre desde el cáliz repleto, e inunda de fluido estimulante el organismo. Aunque un poema soberbio, de esos que los consumados poetas dan forma una vez cada dos años, es un arma vital, una bomba de oxígeno y pétalos de camelia. Su explosión alcanza órganos de otro modo inalcanzables, situados en el lado inmaterial de las personas sensibles, resorte de la sorprendente acción desmesurada. Hay grados y matices en este asunto de los versos.
—Así debe de ser. Tú, como escritor nacido en la poesía, has de entenderlo mejor que los meros aficionados. ¿Sabes?, viene ahora a la memoria mi actividad lírica. En la primera juventud escribía versos. Iban dirigidos a una niña que no has conocido, Cristina, una vecinita larguirucha de melena rubia, convertida, sin sospecharlo siquiera, en el centro del cosmos. Yo tenía quince años. Ella era aún más joven. Convencido del escaso valor artístico de las metáforas forzadas, nunca se las mostré.
Honorio olvida que me habló de sus versos el mismo día del hallazgo. Con la caligrafía infantil de un cuaderno escolar, rayado horizontalmente en carriles, a los que el niño se amoldó cuanto pudo; junto a problemas resueltos y ejercicios de gramática rematados sin graves errores, halló unos versos de los que no tenía memoria precisa. Reposando sobre la cubierta del armario ropero, habían resistido esos escritos la acción nociva de la luz hasta hace cosa de un año. Momento en que acabaron entregándose sin condiciones a una de esas limpiezas generales, periódicos inventarios realizados a la vida buscando el punto y aparte, el borrón y cuenta nueva. Lo olvida Honorio y, por no cortar el discurso, no se lo recuerdo.
—El origen de mis poemas, compañero, no difiere mucho del que dio vida a los tuyos: el amor, la belleza, la donación. Otra chiquilla, ésta morena y de una edad similar a la mía, distinguida de sus compañeras por una sonrisa más pícara y el precioso nombre de Marina, exclusivo en el entorno. Cometí la torpeza de enviárselos a través de una amiga, ella la de denunciarme orgullosa a su maestra y la maestra la de alabarlos ante don Roque, mi maestro. En el ejercicio de la poesía, compañero, solo nos diferencia la sucesión de inconsciencias que se dieron en mi lado.
—Puedes estar en lo cierto y, el miedo a la burla o al ridículo, pudo ser la causa de privar a mis versos de divulgación. Como debilidad era considerada entonces la escritura de poemas, lo sabes bien. Eran débiles a la vista de los más, quienes se aventuraban a proclamar, aun en privado, con el testimonio de algún soneto, su afición. Puede que mi sensibilidad buscara otra desembocadura, encontrándola en la música, algo mejor acogida; porque no parece descabellado suponer, a poesía y música, compartiendo una misma naturaleza.
—Eso es, compañero. Una corriente lírica circulaba por tus venas y, si no pudo aflorar en forma de versos, surgió con hechuras de música y canciones. La melodía y el ritmo habitaban tu interior. No tuviste más que abrir el paso reclamado, para facilitar su salida a borbotones. Ahora comprendo mi ceguera y te pido disculpas.
—Me alegra que lo entiendas de ese modo. Has decidido, por fin, oírme cantar ante un auditorio numeroso. Mañana me verás crecido, alzado sobre zancos invisibles, dirigiéndome a un público, a quien, en cuanto pierda el miedo preliminar, miraré a la mirada sin temor, respetándolo.
Tan simple conversación arroja luz donde faltaba. Posee facultades. Lo constato cada año, cuando, invitado por nosotros en las fiestas navideñas, nada más cenar interpreta villancicos coreados por todos. Su pecho se colma de un fluido menos denso que el aire, acompañándolo desde los pulmones. Más sutil, cuya naturaleza sospecho. No es solo el aire lo que escapa mesurado, alargándose, estirándose, elevando los tonos hasta donde el techo permite. Hay algo más. Va ensanchándolos hasta alcanzar la oposición de las paredes, abriendo la casa entera, puertas y ventanas, para salir al exterior y tomar el parque. No, no es solo el aire lo que ahueca su pecho. Lo esponja una ilusión que proporciona fuerzas cuando se agotan, rearma sus muelles internos si la tensión los hace saltar, librando las reservas de ánimo y, lo hace, un segundo antes del abandono.
—Con todo, Honorio, compañero, tu verdadera fortuna es esa voluntad indomable poniéndote ante los obstáculos para alisarlos. Aun con los pies descalzos y los ojos vendados alcanzarías tus metas, estoy convencido. El mismo pie que deja, sin timidez alguna, su huella leve en la arena mojada de la playa y en el prado evita pisar florecillas; el mismo, pero calzado de resolución y tenacidad, desmenuza las rocas cortantes, ameseta las cuestas abruptas, estruja los pinchos de los abrojos. —Ni exagero ni disminuyo, afianza mi amigo su personalidad en el canto, punto de apoyo de la palanca destinada a mostrarle dueño de sí y de su perseverancia.
—Sí, lo reconozco. Mi dimensión arranca de la voluntad y, ésta, del interior satisfecho.
—Lo sé, compañero. Mañana te veré tal como eres. Por primera vez me llegará algo más que el reflejo de tu temperamento. Lo sumaré a las impresiones dibujantes del Honorio antiguo, lo fundiré con la imagen previa y tendré tu retrato más genuino. Actualizándolo cada poco tiempo, te lo prometo.
—Tenía yo una zozobra que me desasosegaba. No entendía tu falta de consideración. En las funciones, cuando los aplausos premiaban mi esfuerzo, notaba tu ausencia, tu silencio, el vacío de tus parabienes imaginarios, de tus calladas frases de ánimo.

 

 

 

 

DOS

¡Ingrato de mí! Ciego al menos. No he dado oídos a mi mejor amigo, casi hermano y, sin embargo, se entrega él a la lectura de mis relatos inéditos. Lo hace, imagino, para moverme a rectificación, para inyectar sensatez en mi mente. Me rinde cuentas valiéndose de su juicio crítico, lector embebecido en la obra, interesado en su análisis. Me explica las coincidencias de su voluntad de descubrimiento, con la intención puesta por mí en los párrafos. Destaca el goce de su devoción ante los aciertos, sorteados por otros sin apercibirse. Me acompaña, como hoy, a conferencias literarias. Se va aficionando a mis aficiones sin lograr estimularme en las suyas. Pone esfuerzo, en suma, para enseñarme el camino que desea verme recorrer, simétrico y en sentido inverso. Pide, al modo de quien predica con el ejemplo, una reciprocidad necesaria. Sin embargo, hasta recibir este aldabonazo, miraba yo hacia los lados haciendo oídos sordos.
—Lo siento, compañero, de haber sabido la importancia concedida por ti al canto, hubiera asistido incluso a los ensayos preliminares, puedes creerme. Pero no era consciente del alcance dado a tu participación en el coro. Tienes razón, debí indagar en tus palabras, averiguar dónde nacían las raíces y, de esa manera, hubiera descubierto lo enterradas que están. Lo creí un pasatiempo sin más, alejado de satisfacción tan profunda como ha resultado ser. Cantaste de muchacho en el coro de la iglesia. Debido a eso, creí devoción a lo de ahora. Generosidad al servicio de los ancianos, de los necesitados, quienes forman, con frecuencia, parte mayoritaria del público.
De manera tan formal charlo con mi amigo fraterno. Suma dos años menos que yo, aunque parece aún más joven porque practica deportes y se preserva mucho. Es nieto de un indiano originario de Asturias, que hizo las perras en la desmesurada Argentina y, a su regreso, reconstruyó la iglesia de la aldea natal, arruinada por los siglos. Edificó, a más, una mansión tomada por los forasteros como el ayuntamiento, casándose con una joven que había de dejarlo viudo en el primer parto. Vive el bueno de Honorio, nombre recibido del padre quien lo tomó del abuelo, de sus propias rentas. Repartiendo el tiempo disponible, entre la lectura de libros con médula y la administración de las cuantiosas inversiones formalizadas por su progenitor. Quien hizo las gestiones más provechosas, poco antes de caer fulminado bajo el rayo. Sí, rayo, aunque parezca imposible esa suerte inversa.
Abandonando la admirable encrucijada de Cibeles, entramos en el Paseo del Prado camino de mi casa y de su tren, mientras crece en apasionamiento nuestra conversación. Avanzamos envueltos en una atmósfera cálida, al amparo de un cielo estrellado tras las nubes despejadas por un vientecillo suave. A la luz de las farolas, las begonias, los pensamientos y las petunias, cobran un aspecto irreal. Los árboles próximos al Palacio de Comunicaciones y al Banco de España, ofrecen tonos mitigados del verde esmeralda junto a los esplendentes complementarios.
—Te confieso, —le oigo decir con una cierta queja, —que di muchas vueltas a tu proceder, buscando sus cimientos. Perseguí las causas de la conducta refractaria hasta hallarlas en tu poca facilidad para modular las voces, en las inexistentes facultades melódicas confesadas con orgullo inexplicable. Hasta en la envidia pensé. Reacción inconsciente, por supuesto; humana y carente de culpa, pero tan dañina como la conducta meditada y perseguidora del mal. Perdona a mi desconfianza seguir tales derroteros, encontrándote en ellos egoísta y carente de amistad verdadera.
—Puesto que, participan personas de otros países, es fácil intuir la existencia de un gran atractivo en el grupo coral. Adornada de ese mérito creí hallar la causa añadida de tu adhesión. Una tendencia cultural, una curiosidad científica pensé. Lo enriquecedor del mestizaje, lo saludable del agua bebida en nuevas fuentes, en caños distintos; el sabroso pan amasado con harina de diversos granos cereales. Tan seguro estaba de ello que no investigué más.
—Sí, eso es bien cierto. El coro parece el arca del Diluvio. Basta con observar y escuchar sin interferencias, tomando una frase aquí, otra allí, como una abeja que visita gran variedad de flores, para acabar siendo dueño de una cultura apreciable. ¿Sabes? Hay un yugoslavo que juega al ajedrez como un maestro. Hemos echado tres o cuatro partidas y ha prometido enseñarme algunos movimientos muy útiles. A cambio he de corregir los errores cometidos al hablar nuestra lengua.
—Poca cosa. Porque esa reacción nace de tu modo de ser detallista. Sí, del propio impulso enmendador de inexactitudes. Ese interés que te lleva a colocar una silla en su lugar exacto frente a la mesa del comedor o a situar un cuadro en la horizontal bien medida, alineado por debajo con el de al lado.
—¡Cómo me conoces!
Exclama Honorio con alegría y, al instante, prosigue su explicación poniéndose serio. El yugoslavo a quien me refiero, es un refugiado de la guerra iniciada en su país por el occidente rico, un guapo mozo que, en su relación con las mujeres, adquiere fama de conquistador. Cantante de ópera en Pec, su bella ciudad, hoy destruida casi por completo; se aferra a la actividad lírica del grupo con ilusión renaciente. Sus padres, ya ancianos, quedaron allí y, hasta hace unos días, no había logrado establecer comunicación telefónica con ellos.
—¿Está él solo en Madrid?
—No, trajo a la esposa y a dos hijas de corta edad. Ellas le fuerzan a quedarse y a participar en los ensayos. Si fuera por él, estaría en su tierra defendiendo a tiros lo considerado suyo. El caso es que habla un pobre castellano. Entona las romanzas aprendiendo los sonidos, conocedor de su significado porque me esfuerzo en explicárselo hasta hacérselo entender. Aunque, eso es lo más curioso, tiene tan buen oído el tunante, que le sale un acento castizo más convincente que el mío.
—Gente así es la de mayor provecho. Metería en mis relatos retazos de su vida, jirones del paisaje visto de niños. Habrá otros por el estilo, seguro.
—Sí, claro. Hay, además, un matrimonio argentino intentando distraer la ceguera progresiva de la esposa. Los verás mañana. Él es un ejemplo claro de lo que está dispuesto a hacer el amor por su anhelo. Ella es una prueba fehaciente de nuestra enorme capacidad de adaptación a las situaciones penosas, sean lo críticas que sean. Si él nos enseña a amar, ella nos enseña a salir a flote tras cualquier naufragio. Está Cosme, un cantante ya retirado, cuya voz opacó el bisturí pretendiendo extirparle los nódulos nacidos en sus cuerdas bucales. Tutelado por la directora, estimulado de manera eficaz por ella, hace este hombre lo posible para adaptar escenarios y actores a la obra representada.
—Mujeres; habrá mujeres cantoras, supongo.
Me oigo preguntar afirmando, puesta la curiosidad en las intimidades de mi amigo, cuyo detalle desconozco en la actualidad.
—Claro, es natural. Hay dos profesoras brasileñas, participando en un intercambio entre universidades. Está Verónica, una toledana que potencia su parecido con un cuadro famoso. Pienso en la contradicción conjugada por su ser. Posee un aspecto atlético, hombruno en cualquier otra, diluido en una esencia femenina desbordante. La oigo cargar de vehemencia la expresión de sus convicciones y su voz modulada alza el tono de la melodía, pareciendo que viene de otro cuerpo, de otra persona. Sus opiniones conservadoras, la actitud precavida en exceso, la moderación de sus convencimientos por así decirlo; contrastan con los hechos extremos protagonizados. Programa sus vacaciones con mucha antelación y, llegadas las fechas, sube a los picos más altos o desciende a las más profundas simas. Cubre su cuerpo de mujer forzuda una piel sedosa y sonrosada. Sus recias cejas bien provistas, enmarcan unos ojos que son todo dulzura. El pensar apacible y el hacer vertiginoso, pugnan en ella por lograr un hueco en la apreciación de la gente a la que dice no prestar atención. Hay, además, dos mujeres palentinas, madre e hija. Ellas son la buena educación y la delicadeza personificadas. Tanto poseen de ambas virtudes, que dan y dan, sin merma alguna. Va, de cuando en cuando, la señora Carmen, una dama austera y muy reservada, monja en Guinea antes de casarse. Enviudó durante una algarada nocturna de insurgentes dolidos por los abusos soportados. Formaban un inquieto racimo de mozos, empeñados en prender españoles para oficiar un sacrificio al dios de la venganza. Presa fácil, tomaron los nativos en calidad de rehén, al menos indicado y más indefenso. Era este el médico de la misión, entonces su esposo. Haciendo de él los colonizados, emblema de colonizadores. Un grupo de exaltados, con la oposición de otros, ya entre dos luces, lo convirtió en mártir a machetazos. No se da la señora Carmen a cualquiera, eso es así. Pero, a poca confianza vista en los ojos, para reflejar lo allí vivido, si viene a mano, con una naturalidad sorprendente, cuenta situaciones extremadas, extremas: pobreza y riqueza, solidaridad y egoísmo conviviendo.
—En un coro tan numeroso alguien compartirá tu manera de entender la vida, alguien de tu completo agrado, con quien puedas intimar…
Interrumpo así su recuento, insatisfecho yo de los escasos frutos logrados.
—Hay andaluces entre nosotros, murcianos, aragoneses, catalanes, vascos, extremeños y algún asturiano. Colaboramos, cada uno en la medida de nuestras posibilidades, en un proyecto común que, siendo la suma de los propósitos individuales, es el marco indispensable para satisfacer nuestra afición. Porque no cobramos ¿sabes? Muy al contrario, a veces nos cuesta dinero. Actuamos, podría decirse, por amor al arte. Una familia, un clan somos. El auxilio entre nosotros nace abierto y sin reservas: consejos, favores, hasta dinero ponemos sobre la mesa si alguien lo precisa. Te parecerá raro, pero solo uno de los treinta y cuatro componentes del grupo, ha nacido en Madrid. Sin embargo, no se puede decir que falten madrileños, pues todos, en cierto modo, lo somos.
—Compañero, se te ven las puntas claras de la levita bajo el gabán oscuro. —Digo a Honorio con sorna, entrando en la vía directa, ya que las otras no llevan a destino. —Dejas para el final a dos personas para ti muy importantes: las cubanas, madre e hija, de las que sueles hablar emocionado.
—Sí, te refieres a la directora del coro, a Rita. Es ella una verdadera belleza madura de piel morena, que preparaba en La Habana a quienes fueron más tarde renombrados artistas líricos. También a Mireya, su hija, una joven seguidora de los pasos dados por la madre, tanto en lo físico como en lo que a facultades artísticas corresponde. Poetisa y narradora de historias breves, fue dotada en la cuna de una gran sensibilidad. Toca el piano como habrían de hacerlo los seres celestiales, si estuviera entre sus actividades la de arrancar acordes a las cuerdas metálicas. Ellas merecen mención aparte, por eso las dejé para el final.
—Excepcionales han de ser ambas, a juzgar por el afecto que has puesto en ellas.
—Veo que sonríes malicioso. ¿Sabes?, en los últimos tiempos, signo a signo, me iba convenciendo de que el amor no era para mí. Me encontraba dones. Puedo decirlo sin faltar a la modestia. Tengo buena conversación, me apasiona la lectura, sé cantar, domino la guitarra y los juegos, tanto de salón como los ejecutados en espacios abiertos. Hasta el baile me resulta fácil. Mas el trato feliz con las mujeres parecía estarme negado. En mi fuero íntimo, desde hace unos años, consideraba la posibilidad de quedarme soltero. Hasta conocer a Rita mi corazón parecía seco y resistente como la cecina. Ni palpitar sabía más allá de los convenientes latidos para irrigar las células. En las actuaciones me agradaba ver entre el público mujeres cultivadas. Captaba sus miradas de aprobación, recibía ilusionado sus aplausos, pero ni me veía casado ni contemplaba tal expectativa.
—La historia se repite. Será que Briseida retorna.
—Esperaba que me lo recordases. No obstante, ni la chica es la misma ni yo soy aquel joven ingenuo. Han pasado tantos años… Ya ves, me resultaba harto difícil decirla cuanto me atraía. De no haber intervenido tú, se hubiera sentado en el pupitre contiguo sin advertir mi presencia, pues yo no destacaba en griego y encontraba la Ilíada repetitiva y monótona. Pero ahora…
—Ahora, compañero, aunque no las descubras, si no los hechos, regresan las circunstancias. No son párrafos de Homero los que repites íntegros vertidos al castellano: «Canta, oh diosa, la cólera del pelida Aquiles,» sino dúos de populares zarzuelas, arias de las óperas más conocidas.
—¿Sabes? Me aceptaba ya, como si fuera de piedra o estuviera inmunizado contra las travesuras del corazón.
—Compañero, el amor brota en el pecho como el agua en el manantial. Se precisan abundantes lluvias para alimentar el venero, una corriente subterránea y un suelo adecuado a la fluencia. De joven me enamoraba con facilidad. La primera vez no tenía más allá de catorce años. Tiempo después, la inquietud despertada en mí por Mariamparo, tras nuestro inesperado encuentro en una estación de ferrocarril, no tuvo posibilidad alguna de concretarse por falta de sustento o asidero. Luego mis sentimientos se fueron atemperando, al parecer de manera concluyente. Hasta fijarme en Juana, exterior e interior, viéndola confirmarse como la única mujer de mi vida. Ninguna otra pasión amorosa ha agitado mi ánimo desde que me aceptó, ningún desasosiego me turbó, te lo aseguro.
—¡Te creo!, a diario pruebas lo que afirmas. Se ve. El roce de la rutina diaria no desgasta afecto tan sólido, porque cuando en una reunión te diriges a Juana, cuando hablas de ella estando ella ausente, los ojos te denuncian y la voz te delata: en ti sigue anidando el amor.
—Mas sería un mentiroso, —añado sin tener en cuenta su intervención, —si afirmara que no me gustaron algunas de las mujeres que he tenido oportunidad de conocer en el transcurso de estos años. Las ha habido más jóvenes que mi esposa, más bonitas, llenas de simpatía y gracia; seductoras, en efecto. Sin embargo, sabía esa visión efímera. De profundizar en el trato, hubieran aparecido los defectos agazapados bajo la intención de agradar. Lo reposado, lo cálido, lo amable, lo acogedor, lo permanente y lo definitivo en mi vida, es Juana. Y la debo tanto… ¿Quién hubiera aceptado, como ella hizo, que abandonara yo el oficio de corrector en la editorial para dedicarme a escribir? ¿Quién me hubiera permitido cambiar los ingresos fijos, el trabajo seguro, por la incertidumbre de la nueva actividad, sujeta a unas reglas que no termino de entender?

 

 

 

 

TRES

—Tu posición es la ideal.
Esa frase, corta y contundente me dice Honorio con énfasis, cuando alcanzamos Neptuno. En ese lugar y momento se nos abren las perspectivas en ángulo de la Carrera de San Jerónimo y la calle del Prado, confluyendo ambas en el mínimo jardín situado ante Las Cortes. Se elevan a nuestro alrededor edificios suntuosos: hoteles de prestigio, magníficos museos, el propio palacio del Congreso y la iglesia de los Jerónimos, cuyo valor no apreciamos del todo, de tan familiares como la rutina los presenta un día tras otro.
—Sí, ideal.
Insiste ante el asombro pintado en mi cara.
—Te dedicas por completo a la actividad más acorde con tu deseo, sustentado por una familia que para mí quisiera. Los resultados son excelentes, por añadidura. Con todo, te confieso mi debilidad por tus hijos. Porque Juana, aunque excepcional, te llegó siendo ya admirable y poca obra tuya hay en ella, capaz de superar lo que de ella hay en ti. Sin embargo, los hijos son fruto de vuestra acción, de vuestro ejemplo. Resultan, amables y aplicados, modelo de adolescentes. Porque fueran así los míos, daría mis ahorros, mi pequeña libertad, incluso la privilegiada voz que, presuntuoso, creo poseer. Claro, los tendré, mostrarán mis rasgos inconfundibles, aunque, a mis años, ni seré su espejo ni me entregarán esa amistad tan difícil. Cuando quieran encauzar la vida, la mía estará agotándose y mis problemas irán por delante de los suyos.
—¿Te reirás si te digo, compañero que, con frecuencia, envidio tu soltería? Ocurre cuando las circunstancias me fuerzan a una acción que no busco, si mi expansión encuentra en casa un lastre o mi vocación de escritor sufre mengua por algún revés momentáneo. Aunque no lo creas, me siento obligado a protagonizar aciertos para entregárselos a los míos a cambio de su indulgencia. Tú no te debes más que a ti.
—¡Chifladura de vida! Va a resultar que nadie está donde quiere. Tú, añorando la independencia perdida y yo, ya ves, asaltado por el temor a ser un abuelo para mis cachorros, arrepentido de no haberme casado con alguna de las chicas conocidas en el tiempo feliz de griegos y latinos.
—¿Recuerdas?, compañero. Traducíamos las obras de Homero y Publio Virgilio, llenas de belleza y serenidad, penetrando, acaso de modo furtivo, en una época trágica y heroica. En ella, nos codeábamos con unos dioses puestos a la altura de los hombres y unos hombres que alcanzaban la talla misma de los dioses. A veces pienso que no me importaría haber nacido en aquel espacio, en aquel momento, cuando las pasiones humanas no eran motivo de condenación eterna. Si acaso, todo lo más, de un leve reproche expresado por quien participaba de las mismas debilidades.
—Te imagino expresándote a modo de ejemplo, ante una extrema disconformidad con la sociedad donde vivimos, alejada, por fortuna, de tu verdadero sentir. Lo dices a manera de muestra del descontento humano, que busca mudar no solo de estado, sino también de lugar, de época y hasta de creencias. Porque a ti, precisamente a ti, te resultaría dificultoso ganar en el cambio.
—¡Ja, ja! Pues menos aún se adapta la horma a tus medidas, compañero. Eres religioso, cristiano y católico. Crees en un solo Dios, en un único pilar del Universo. Tu monoteísmo está reñido, si no sumamos vírgenes y santos, con tal profusión de deidades como la asentada en el monte Olimpo. Las rígidas reglas cristianas se enfrentan a la tolerancia reinante en aquellos espacio y tiempo.
—Así es, en efecto, creo en un Dios único que, por sí mismo, cumple todas mis expectativas. A propósito de creencias, ¿cuál es tu verdadero sentir? He querido preguntártelo muchas veces, ¿sabes?; aunque quizá entonces no venía a cuento. Mas ya puestos…
Finaliza el edificio del Museo del Prado y se nos viene encima la verja del Jardín Botánico o me lo parece. Dada la contundencia de su pregunta, tardo en responder.
—Compañero, yo soy agnóstico, es decir neutral; no tomo partido. Ya sé, es una postura cómoda, pero qué quieres, no puedo adoptar otra. Sería un farsante si lo hiciera y me engañaría a mí mismo. Los sentidos de que he sido dotado profundizan muy poco y la razón no me conduce a otro lugar más definido. Tanta magnificencia nos muestra la noche sobre nuestras cabezas, que no me atrevo a pensarla espontánea. Mas de ahí no paso.
—Te ruego ir más allá, desvelándome tus ideas respecto a la existencia y el devenir. Explícame lo que tu entendimiento considera inaceptable. También, lo que tu cerebro acepta. Háblame de lo, para ti, trascendente.
—En verdad te digo, compañero, que mi conjetura es muy pobre. No va más allá de las leyes naturales, las que intervienen en el inicio de la vida. Siento su imparable discurrir mejorando o empeorando lo existente de generación en generación. Pero, si se necesita una palabra mágica que origine el primer átomo y una voz poderosa que la pronuncie, eso no lo conozco ni puedo concebirlo. Me siento incapaz de identificar al primer principio y no puedo imaginar la existencia de vida después de la muerte.
—¿Sabes? Yo he comprendido a fuerza de zarandeos y sacudidas. Dos accidentes, uno de ellos mortal y el otro casi, me han enseñado más, acerca de la existencia, que todos los libros leídos o estudiados. Si el primero supone mi verdadero bautismo, el segundo resulta ser la confirmación. La luz esperaba esos momentos para encender la oscuridad de mi alma, sin conciencia de habitar las tinieblas.
Vio mi amigo en el percance paterno, aquella descarga fulminante que le dejó huérfano, la voluntad aviesa del demonio. Cree, a la acción del Perverso, consentida por el Creador. Se sirvió de ella la divinidad, para mostrarle lo oculto en un verano de cuantiosas tormentas con mucho aparato eléctrico. Así que, cuando, años después, él mismo salió ileso, sin perceptible explicación, de un accidente de tránsito muy grave, choque frontal con un camión cargado, vio la mano de Dios dando forma al milagro. Esos dos hitos lo empujaron con ímpetu hacia las creencias actuales, coincidentes, salvo leves matices, con el pensamiento oficial de la jerarquía eclesiástica. Oigo a Honorio, sereno y locuaz, reanudar su confesión tras una pausa destinada a alentarse
—Desde entonces creo en un Dios Creador y en una Providencia nodriza, tutora de lo creado. Si a ese celo del Demiurgo por su obra tú llamas leyes naturales, de acuerdo; en mera cuestión de nombre queda la diferencia. Pero has de saber a las reglas, probadas y eficaces, el solo cauce por el que se desliza la corriente; jamás serán el agua ni el origen del agua.
—Conforme, compañero. Ignoro todo lo que respecta al motor principal. Admitido que tú hayas encontrado una explicación, válida para quien como tú la acepta; pero, de ahí a tejer la maraña litúrgica y el complejo aparato jerárquico hoy existentes, va un abismo. Por eso desapruebo con el mayor ardor posible que, en torno a una duda, se haya construido un edificio tan vasto como el de la Iglesia, hecho de intereses partidarios, atrocidades, dogmas y liturgia.
—Pues sí, yo creo en un Dios representante del bien y oponente del mal; de modo que define ambos conceptos y los identifica. Mi salto cualitativo, dirás, es valiente por arriesgado. Sin pruebas suficientes acepto, más allá de la existencia de Dios, su carácter, su manera de ser y obrar. Pero no estés tan seguro de la irracionalidad de mi inferencia. Uno, tres, cinco, siete…, en las series de números, de letras o de la entidad que imagines, es sensato plantear los escalones siguientes. Es más, nada fuera de la razón puede darnos la continuidad. En el ejemplo propuesto, el número nueve. Eso no es todo. La lógica se muestra inoperante para indicar otro número, el ocho, por ejemplo. No tendría justificación racional y la sensatez no actúa al albur, carente de un motivo explicable. Todo ello para mostrarte que, sentada la existencia de Dios, el sentido común me lleva a su esencia. Tú te paras en el siete de mi serie, mientras yo, soy razonable y salto al nueve, afirmando que el encorvado guarismo representa el temperamento de Dios.
—Prestidigitación se llama esa habilidad. Utilizas puros juegos malabares, compañero. Eres un trilero de las palabras, te creces viéndome buscar la bolita bajo las cáscaras de nuez vacías, incapaz yo de acertar cuál de las tres la oculta. Sin haber demostrado la mera existencia del Creador, desarrollas una teoría íntegra que lo arropa.
—Existencia y esencia son en Dios una misma cosa. Es, siendo de una manera determinada: eterno, infinito y omnipotente.
—Claro, eso simplifica la controversia. Existe y existe desde siempre, es y es inmutable. Eterno e inmutable, está formado por tres facetas, tres rostros, polígono de tres lados. En una de esas facetas, el hijo, es como el padre, eterno, infinito y omnipotente. En la faceta de hijo, se encarga de la redención del hombre, un ser creado a su propia imagen y semejanza. Si ese es el nueve al que llegas utilizando la lógica, tú lógica, compañero, no es la mía. Esa trinidad me recuerda a Zeus y a sus hijos héroes, nacidos de él en mujeres humanas para bien de la humanidad.
—La teoría de la Santísima Trinidad viene a ser un rompecabezas cuyas piezas encajan si pones inteligencia y empeño. La eternidad de las partes corresponde a la eternidad del todo. Las contradicciones son solo aparentes. —Expresa Honorio con una seguridad que trato de neutralizar atacando.
—Ya, el Supremo Autor, formado por tres personas, facetas o lados, siendo el origen de todo y definidor del bien y el mal, es, en añadidura, el juez máximo frente al hombre.
—Así es, sin duda.
—Juzga a un hombre hecho por él a su propia semejanza divina, lo mismo que el Hijo. Además, según tú, es misericordioso.
—Eso entiendo.
—Veamos. Honorio. Es justo y, sin embargo, es misericordioso; es misericordioso y, no obstante, es justo. Cualidades opuestas a las que, la lógica, niega su simultánea realización en un mismo objeto. Veo a tu Dios esclavo de una justicia que le impide ejercer la misericordia y de una ternura que le estorba en el ejercicio de su ecuanimidad.
—En Dios se concilian los contrarios, porque Dios es, por definición, armonía y equilibrio.
—Siendo Dios, creador y cuidador de su obra, no sé a qué ton necesita constantes pruebas de sometimiento y adoración de sus criaturas; manifestados en constantes súplicas y oraciones. Esa debilidad evidente, le presenta, a mis ojos, como humano inseguro, personalidad carente de autoestima. ¿No te parece, compañero?
—¡No! Dios es Creador y es Padre. El padre desea el agradecimiento de los hijos, su conformidad y obediencia. No por Él, que nada necesita, sino por ellos, porque el agradecimiento, la conformidad y la obediencia son, en el hombre, actitudes imprescindibles para el concierto de la humanidad.
—La existencia del mal, llamando mal a aquello que daña a diario la obra del Creador, pone en cuestión su omnipotencia, ¿no lo crees así? Lo imagino enfrentado a un demonio que se pone a su mismo nivel: criatura insumisa a la que no puede vencer ni ser por ella vencido, en una pendencia sin fin perseguidora del equilibrio inestable. Se da, de hecho, una dualidad encubierta.
—¿Sabes? El Dios en el que creo tolera el mal porque de su actuación extrae el bien, al modo en que el incendio del bosque, a la larga, sanea el suelo donde crecerán vigorosas las nuevas plantas.
—Compañero, el diablo se convierte así en herramienta de Dios, utilizándola en ausencia de otra mejor y más cercana. Dualidad de poderes, donde el avispado se aprovecha del otro. Por si lo enrevesado de los conceptos no fuera bastante, la Iglesia consecuente, organización jerarquizada de sacerdotes, auténticos y únicos intermediarios entre Dios y los hombres, se convierte en fortaleza defensiva. Incluso su actitud actual es guerrera. Si ya no difunde la fe a sangre, fuego y garrotazos, más allá del dogma y las esencias, a mandobles defiende sus prerrogativas.
—Se me hace tarde, —lamenta mi amigo en tono de disgusto. —Es una lástima, pues de la Iglesia, sociedad perfecta, podríamos hablar durante horas sin llegar a encontrar fisuras de alcance. Ahí están los siglos, veinte completos, haciendo bóveda sobre ella para abrigarla. Detractores ha tenido desde sus comienzos. Aun así, la puedes ver más fuerte, más sólida que nunca, reforzada por los ataques sufridos. Barca llevada a través de las tormentas por hombres, poseedores, tan solo, de una confianza indestructible en el Timonel. Bueno, ya sabes, mañana habréis de llegar temprano para encontrar asiento. Siendo tan pobre nuestro vestuario, la caracterización se hace con breves elementos de confección muy simple. Así que, pronto estaré dispuesto y podremos charlar un rato mientras te enseño el castillo. Prepara tu cerco a Troya, la bien murada. Dispón flechas y lanzas, que yo me haré fuerte en las almenas de Ilión, la de anchas calles. Reposa mientras tanto en las cóncavas naves y ofrece hecatombe a Ares, nefasto a los mortales.
Venimos de la Biblioteca Nacional. Allí hemos escuchado una conferencia, comparable, por lo emotiva, con la ya lejana de Octavio Paz, el Premio Nobel mexicano. En el salón de actos despedíamos al poeta Claudio Rodríguez, quienes formamos la avanzadilla de su cortejo de lectores. Rapsodas competentes leían sus versos en son de homenaje. Gente de pie se adueñaba de los pasillos, un grupo numeroso cubría sus espaldas con el muro blanco. Hemos dejado atrás Recoletos, Cibeles y el Paseo del Prado, para llegar a la glorieta de Atocha. En este momento la noche se serena y el vientecillo dominante permite reposar a las nubes, respetando sus formas durante varios minutos. Ya en la estación, recién modificada: pasillos, escaleras mecánicas, taquillas expendedoras de billetes; alcanzamos la frontera electrónica que separa a viajeros de acompañantes. Punto donde he de despedirme por obligación. No obstante, forzando el artilugio puedo pasar con Honorio. Muy considerado él, al tratar de impedirlo con un gesto simple.
Esperamos al pie de la vía la llegada del tren destinado a trasladar a mi amigo a su domicilio, una casa de pisos elevada en el populoso cinturón que, por el suroeste, cerca Madrid. Llega el convoy. Honorio se despide con esa ingeniosa parrafada cargada de doble sentido, en la que equipara a la Santa Institución con el castillo de Manzanares el Real, donde el coro al que pertenece actuará veinte horas más tarde. Su lenguaje, parodia del que Homero utiliza en la Ilíada, fuerza la afluencia de recuerdos. Con tales expresiones, cuajadas de bellas metáforas, tejimos el baldaquino a nuestra amistad. Con las puertas abiertas, el tren da una tregua.
—¿Sabes? Estará Rita. Espero de ti un alarde de agudeza al juzgarla. Con Briseida tu criterio me fue de gran ayuda, te lo aseguro.
Estas frases, dichas cuando las puertas inician el cierre, añadiendo su sonido neumático al pitido anunciador de la partida, logran inquietarme.
Honorio y yo nos conocimos, hace veintitantos años, en una academia de renombre: aulas del curso previo al ingreso en la Universidad, rama de letras. Durante la carrera, estudió él Derecho, aguijoneados por la misma afición, coincidíamos en una local del barrio de Salamanca oyendo a músicos de jazz llegados de fuera. Tin Pan Alley lo llamaron los dueños, en memoria del epicentro de la música popular americana de finales del siglo XIX y principios del XX. Estética artística nacida en torno a West Street, entre Broadway y la Sexta Avenida, distrito de Manhattan de la ciudad de Nueva York. Luego fundamos un círculo de chiflados practicantes del ajedrez, devoción asimismo compartida. Como el lunes cerraba el templo musical de la calle Maldonado, ocupábamos reservado en una cueva del Madrid de los Austrias, donde, el tablero de las sesenta y cuatro casillas, se hacía campo de batalla para nuestras pendencias. De ese modo ninguna de las inclinaciones se vio perjudicada.
Celebrábamos las contiendas junto a una tertulia literaria a la que restamos adeptos. Bien es verdad que, dos de los nuestros, una pareja, de la ciudad de Mula creo recordar, novios avanzados, nos dejaron para pasarse a un grupo de teatro formado en aquellos momentos. Pues, al parecer, colmaba las aspiraciones de la chica. Eran otros tiempos y ocurrían esas cosas.
Compañeros, Honorio y yo, en el aula de letras del afamado centro de estudios, a nuestra misma clase asistía una joven preciosa. Esbelta, habladora, simpática, consciente de su ventaja y, sin embargo, sencilla. No recuerdo su nombre. Pues, aunque lo supimos, nunca lo usamos al referirnos a ella. Para nosotros no pasó de Briseida, hija de Briseo, rey de Lirneso; arrebatada por el atrida Agamenón, pastor de hombres, a Aquiles, el de la cólera funesta. Formábamos un grupo reducido, cuatro veces menor que el de ciencias, lo que permitía una familiaridad en el otro impensable. El sacerdote profesor de griego, admirable en muchos aspectos -a fuerza de ser humano llegaba a ser divino, decíamos- era miembro de la Orden de Malta. Culto, refinado, persona abierta, sabía compaginar el rigor científico y la alegría, lo que convenía a nuestro carácter juvenil. Facilité, con algunas bromas, que la preciosidad se fijara en mi amigo, saliendo juntos durante un par de meses a lo sumo. La inexacta redondez del rostro avanzaba tímida en ella hacia el óvalo inexacto. Unos cabellos vivos, inquietos, tan finos que podían ser de oro sin que el peluquero se hiciera rico vendiendo las puntas recortadas. Unos cabellos rubios, digo, enmarcaban la perfección de los trazos. En lo alto, la anchura justa de la frente tersa y dos luminarias azules acostumbradas a pararse en la superficie de las cosas, ojos expresivos de un tamaño apropiado al conjunto. En el centro, la nariz de niña que aún juega con muñecas y, debajo, jugosos labios pensados para el beso denso y la palabra ligera, leve curva de mentón y mejillas en equilibrio rosado. También, unas pinceladas dejadas por un estratega aquí y allá, acuarela de tonos pastel y trazo imperceptible.
Esbelta y grácil, resultó la moza ser manchega. Hija de un comerciante en vinos, quien la había enviado a Madrid con el fin de alejarla de un leguleyo sin hacienda, pretendiente de su mano y, acaso, de su herencia. La inteligencia, sobrada, daba de sí lo necesario para que la chica admirara, con capacidad de niña ingeniosa, cuanto huía de su entendimiento por la vía del saber. Consideraba a su padre un patán rico, avergonzándose de las toscas maneras exhibidas por el hombre. Salió del pueblo obligada, pero pronto la satisfizo la mudanza, haciendo de los estudios un medio para conocer algún mozalbete preparado y fino. Analicé a la muchacha desde varios puntos de mira y, cuando tuve acabada mi composición de lugar, facilité a Honorio mi opinión. Debo decir que se enfrentaba a la suya, teoría elaborada sobre la marcha, sin mucho argumento. Mi amigo estaba enamorado y resultaba difícil convencerlo de lo inadecuado de su propósito. No se vio impelido a tomar ninguna decisión drástica, pues la muchacha comenzó a tontear con el profesor de historia, una eminencia según opinión generalizada y, antes de terminar el curso, estaban prometidos.
Superado el desengaño, mi amigo y yo volvimos a ser Aquiles y Patroclo, sin concretar quien representaba al hijo de Peleo y quien al de Menecio. Aunque me malicio yo que ninguno de nosotros estaba dispuesto a morir a manos de Héctor, el de tremolante casco. Para entonces, Honorio, ya era un experto en La Ilíada y un adorador de aedos y rapsodos, defensor de la obra de Homero y del mundo Helénico. De forma que hubiera acompañado a los dioses en el monte Ida, como espectador de la batalla desarrollada ante Troya, la de los buenos potros.

 

 

 

 

 

CUATRO

Permanece Honorio soltero sin razón de peso. Más de cien mujeres aceptarían el anillo del matrimonio si se lo colocara mi amigo en el dedo anular. Algún beneficio ha de hallar en su celibato, diga lo que diga, cuando lo mantiene contra viento y marea. Yo me casé. Él asistió a la boda en calidad de padrino. Seguimos cultivando una amistad que nos reúne alrededor de la mesa colmada, cinco o seis veces al año. Fiestas de Navidad y cuando cualquiera de los dos necesita ayuda o consejo. A mayores, el teléfono nos relaciona en los lapsos que se suceden entre encuentros. ¡Ah!, también nos escribimos. Tal vez resulte extraño en estos tiempos. Aunque, a veces, necesitamos dejar constancia de lo pensado, atribuyéndolo determinada trascendencia que, después, se esfuma.
Hace menos de un año, entregamos a Honorio, mi esposa y yo, el talón que saldaba el pico pagado por la intervención de nuestra pequeña. A medio millón ascendía el presupuesto del mejor cirujano y, gracias a Honorio, camina sin necesidad de calzado especial. Lo supe adherido a un coro de aficionados, donde cantaba ópera y zarzuela lo mismo en medio del grupo que aislado del resto, en solos de voz muy comprometidos. Es cierto, con sus compañeros actúa en casas regionales, residencias de personas mayores y centros de acogida de emigrantes. Interviniendo, en cualquier caso, con carácter altruista, movidos por la solidaridad. A pesar de haber sido invitado en diversas oportunidades, falté a las representaciones y carezco de disculpa. Puede que su modestia haya influido en mi dejadez, incrementándola. No obstante, queda claro: la indolencia existía. La respuesta ha de ser, a más de inmediata, concluyente. Iré adonde él vaya, seré el seguidor de mayor compromiso.
—Hemos venido todos, compañero. Juana y los chicos están en el salón conquistando butacas. Nos tienes sobre ascuas. Esperamos impacientes el momento de verte y oírte en plena actuación. No pretendemos examinarte, pero resulta ineludible. Es más, estoy convencido de que, seguro de ti, deseas conocer nuestra opinión. Descuida. Aunque no entendemos mucho, podremos ser generosos siendo equitativos.
—No os imagináis cuanto me satisface teneros aquí, formando parte del público. En cuanto acabe la obra os presentaré a Rita y a su hija. Suelo hablar con ellas de mis mejores amigos. Por ello desean conoceros. Han eludido algunos compromisos y, después de la actuación, tendremos la oportunidad de charlar sin prisas.
El castillo, tras sucesivos remodelados y restauraciones, presenta un aspecto soberbio. Se trata de una fortaleza renacentista con elementos moriscos. Lo realzan altos torreones que, acogiendo en su interior otras torres menores, se yerguen coronando los cubos de los ángulos. El patio donde nos encontramos Honorio y yo, es cuadrangular. Posee, montada una sobre otra, dos galerías de arcos apoyados en columnas octogonales de gran belleza. Pertenece la fortaleza al patrimonio de la nación y, su uso, limitado a los actos oficiales, prueba el poder de las amistades de Rita. Asistirán vecinos comarcanos a la representación, siendo un día, para ellos, de mucha fiesta.
El público va llenando los espacios disponibles. Hasta aquellos que impiden ver el escenario sin estirar el cuello. Mis hijos han tomado seis asientos: dos en la tercera fila, el resto en la cuarta. No se mueven para no perderlos. En el lugar reservado a mí, descansan las prendas sobrantes y los bolsos femeninos.
—Vamos a interpretar fragmentos de partituras muy conocidas. El segundo cuadro de Bohemios, obra representadísima del maestro Vives. Uno de los sainetes de La Gran Vía, el quinto en concreto. Escenas muy alabadas de La Verbena de la Paloma, compuesta por Tomás Bretón; a más de algunas de las arias más populares. Os gustará, estoy seguro. Rita dirige los ensayos con mano firme, consiguiendo que la representación lleve un fluir suave y constante, sin brincos reveladores de una procedencia tan variada. Labor de mérito, pues a los segmentos de las distintas zarzuelas se añaden, por si no fuera suficiente la dificultad, números de revista, como Nardos y, algún otro, perteneciente a Las Leandras. De no estar bien combinado, parecería el conjunto un muestrario inconexo y sin cuerpo.
Rezuma pasión. Pero, incluso valiendo su amada la cuarta parte de lo asegurado, ya vale bastante. Respecto a él, lo conozco tanto como para saber que no deja nada a medias y, poseyendo una voz potente, sus intervenciones serán memorables. No lo olvido. Gracias a su habilidad demostrada, la cuadrilla a la que se sumó en su pueblo, venció a todas las de Asturias y León en el juego de los bolos. Cuatro veranos duró un aprendizaje nacido de la nada y, al término del último, alcanzaba el magisterio. Ni los convecinos más provectos recordaban una progresión similar.
Solemos llegar, en nuestras charlas, al presente, partiendo de los recuerdos más vivos y, al futuro, persiguiendo una definición favorable a nuestros intereses. Historia y geografía nos proporcionan asuntos sin límite. Hablamos de los Picos de Europa, pues Honorio los recorre aún por senderos agrestes. De la lejana América, vasto continente mitificado por el deseo de descubrirlo algún día, al igual que hizo su abuelo. A veces la conversación sirve de pespunte a temas ya hilvanados, pero, las más, se enreda en los eternos interrogantes de solución imposible. No obstante, aquí, entre tanto trajín como nos envuelve, no vamos más allá de la función y de lo complementario.
A un hombre de edad superior a la nuestra, ágil, animoso, portador de objetos diversos asidos de forma inverosímil, ayuda mi amigo a dominar una lámpara que escapa a la presión del brazo. Se trata de Cosme, la víctima del irremediable error quirúrgico. En ese instante pide la directora a Honorio su presencia en el grupo, porque la sesión se inicia en breve. Veo entonces a Rita, enérgica mujer caribeña, descendiente de esclavos africanos. De estirpe real lo más seguro, porque camina con arrogancia y se muestra altiva. Ha de llevar ritmo en la sangre, me digo. Vibrantes melodías poblarán su cabeza para que su marcha siga ese compás: sensualidad y gracia a partes iguales. No me extraña que sus clases se coticen tanto, ni el hecho de estar tan bien amistada. Vale lo asegurado por Honorio, pienso; no la cuarta parte o la mitad sino el todo. Es una primera impresión y me aventuro, lo reconozco; aunque, para reducir hay tiempo. Viene a nosotros decidida, nos saludamos, llevándose a Honorio como si fuera de su propiedad. Al poco se hace el silencio atenuándose la intensidad de la luz. Parecen ser, en ese instante, sonido y luminosidad una misma cosa.
El escenario, un poco forzado, se abre tras los cortinones en papel de telón, mostrando al grupo completo en actitud expectante. Tosecillas nerviosas cortan su raíz cuando la mano de Rita se alza vigorosa. La veintena de gargantas comienza a difundir sus voces como bandada de pájaros perseguidora del buen tiempo. Observo a la guía dar leves instrucciones al coro. Un movimiento sencillo de la mano derecha, un imperceptible abrir y cerrar de los ojos, bastan para que el grupo la siga obediente y confiado, recibiendo un soplo de armonía y vigor. Pronta respuesta, fruto de un esfuerzo intangible por superar el presente, por elevarlo de categoría. Unos años mayor que mi amigo confiesa ser. Eso se nota. Acaso menos por efecto de su belleza, del equilibrio sereno de un rostro bien perfilado. En él se conjugan el empuje de las olas altas movidas por la tempestad, con la calma suave de las sencillas ondas, entretenidas en perseguirse hasta la orilla. Veo, al observarla, un semblante hechicero, conciliador de la pasión de los soldados en lucha, con el sosiego de los cenobios en plena meditación. Situada en diagonal, toca el piano como lo harán los maestros, una joven, vivo retrato de la mayor. Quizá matizado por los rasgos firmes de la exuberante juventud y una mayor claridad de la piel.
Estamos ante Los coros de niñeras y barquilleros, pertenecientes a Agua, azucarillos y aguardiente, cuya partitura es obra de Federico Chueca. Los coros colocan la alfombra sobre la que pasarán los cuadros restantes, abriendo el arco para el desfile de las otras piezas. Se desarrollan los cantos en forma de provocación femenina y réplica masculina, demostrando que las mujeres han ensayado mejor y están más conjuntadas.
Finalizada la ejecución de ambos coros, el grupo iniciador de la sesión, entrega con suavidad a Honorio al desamparo del solista. Mi amigo es un guapo mozo. Alto y fornido. El pelo se le va encaneciendo en las sienes y, esa circunstancia, lejos de hacerle mayor, le da una apariencia de galán de cine muy apreciada por las señoras. Ahora, enamoriscado, temeroso del paso del tiempo, puede teñirse. Bohemios le permite ser uno de los personajes deseados siempre por él: Roberto, músico y compositor. De su potente garganta surge una voz robusta, impetuosa. La oigo elevarse hasta la grandeza del techado para, tras el breve encuentro con la madera, abrirse, casi tangible, descendiendo en cascada por las paredes del salón. Honorio tiene voz, una voz varonil no exenta de matices áureos, argénteos, cobrizos. Una voz rural, de mozo campesino, sincera y gallarda. Falta un trabajo conveniente de precisión, de ajustado. Sin embargo, existe suficiente materia prima y, el exceso, puede ser pulido. Me fijo en la directora, quien, sumida en un arrobo casi transparente, va con sus ojos del pentagrama al cielo oculto por el artesonado; posándolos, durante un tiempo apenas perceptible, en su tutelado. Se muestra orgullosa de la feracidad de la tierra trabajada, de la pródiga semilla que ella esparce cada día. Abre el solista sus brazos al público, abarcando a todos y a cada uno de los asistentes: espectadores ocupantes de asiento o situados de pie. Llevo la mirada a la platea emocionada, apreciando el interés despertado por los cantores. Lo revelan los cuerpos tensos, los modos respetuosos. Sí, los espectadores van sucumbiendo al embeleso auditivo y visual. Todo sucede bajo las panoplias en cruz de unas espadas imitación de las antiguas, contrapunto visual de los paisajes bucólicos que, en forma de tapiz, a trechos visten la piedra. Descansa el solista, dando paso a las diversas voces del conjunto. El coro sigue el programa con una fidelidad ejemplar, yendo de lo más denso a lo más ligero, cediendo de nuevo el protagonismo a mi amigo, hasta llegar a los vivas y aplausos cierre del acto.
—Ellas son Rita Acosta Tamayo y Mireya Martínez Acosta, artistas geniales como habréis comprobado. Madre e hija, aunque parezcan hermanas. Excelentes personas y amigas en quien tengo puestas mis complacencias.
Se desprende un cariño sincero de las palabras de Honorio. Tras ellas se abre un paréntesis de mutismo. Es el tiempo empleado en reaccionar y, sobre el apretón de manos y los besos a los que nos entregamos, continúa mi amigo refiriéndose a nosotros para equilibrar la presentación.
—Juana y Virgilio forman la familia de la que os he hablado tanto. Unidos a vosotras completan el reducido grupo de mis amigos íntimos. Habitan un hogar, desde hace tiempo mi modelo. En él, libertad y responsabilidad van de la mano, equilibrándose. —Luego, nombra a nuestros hijos uno por uno, dedicándoles epítetos que pretenden ser definitorios.
Pasa la gente a nuestro lado. En ese momento me descubro próximo a un imán estimulante de las miradas, los saludos, los gestos de complacencia. Rita es la piedra magnética cuando noto su influjo en los componentes del coro. Lo comprendo, posee una capacidad de dirección poco común y un ascendiente arraigado sobre las personas. Esas dos circunstancias, juntas, permiten conseguir de ellas los mayores sacrificios. Charlamos mientras nos sirven unos refrescos, dándose pronto dos conversaciones bien diferenciadas. Rita y yo nos vamos apartando, conscientes de nuestro complementario papel de observador y observada. Viste de amarillo suave y, de su cuello -cisne de brillante oscuridad- cuelgan varios collares. Un chiste mío, compuesto al hilo de lo hablado, al que sigue una sincera risa de ella, deshace por completo el obstáculo inicial, la inercia inevitable.
Me pinta su país en pinceladas tan dulces, que suenan a vacías sin serlo. Con una palabra define a los cubanos: supersticiosos. Para corroborarlo me acota las parcelas de su tránsito, la religión y el juego. Incluso los ateos, asegura, esperan de la incredulidad la buena suerte. Hace, a continuación, recuento de las dificultades sufridas por el pueblo. Arqueo tan exhaustivo, que el dulzor anterior se torna acre, terminando por no saber, a ciencia cierta, si es o no partidaria de la Revolución. Me decido a creerla inclinada a esa vertiente, porque percibo en ella un incierto matiz de odio al corrompido tirano cuando habla de Batista. Aunque, en ese momento, ignoro de qué lado se encuentra, si junto al gobierno de Fidel o con los opositores críticos. Ha de ser una forma ambigua de lenguaje la que utiliza, nacida acaso de la necesidad de cautela.
Pasa con sencillez a entregarme aspectos de su vida, todo medido, sin expresiones sobrantes; como si hubiera ensayado lo dicho y sirviera a un plan premeditado. En su actitud percibo indicios capaces de proporcionarme asunto para la meditación, para el análisis. Su esposo, militar del más alto rango, fue sacrificado en aras de la buena imagen de un régimen al que servía con fidelidad. Traslada su interés a Mireya, a su facilidad para interpretar cualquier música, a sus relatos y poemas. Se interesa la hija por mis escritos, algunos de los cuales ha leído prestados por Honorio. Como si me recitara unas páginas bien estudiadas, leídas y releídas cien veces hasta incorporarlas a la memoria, desgrana Rita paso a paso los lances de su salida de Cuba. Su llegada a España hace una década a través de Miami, los primeros tiempos de estancia en Madrid, el hambre y el frío, las incomodidades vencidas. Intercambiamos, por último, apreciaciones casi filosóficas sobre el discurrir de la existencia. Quedo, eso sí, convencido del fuerte desarrollo habido en sus opiniones. Las veo maduradas al sol de los días, entregadas al servicio de una voluntad incólume, dispuesta a comenzar de nuevo cuantas veces sea necesario. Extraña mujer, pienso: rubí de gran valía y, sin embargo, causa de precaución por misteriosa e infrecuente.
Honorio es una persona bien relacionada. ¡Qué digo!, él odia esta expresión. En su convencimiento, muchas de las verdades con las que hoy convivimos, no son sino antiguas mentiras bien relacionadas. Acercarse a la persona más provechosa en cada oportunidad, fingir afectos, ser un chalán esclavo de las malas artes empleadas en hacer galopar al caballo de tres patas sanas, eso es, en parte, ser una persona bien relacionada. Ver los hechos desde un punto de vista codicioso, cambiar de opinión frente a lo adverso que triunfa hasta situarse a su costado, presto a la defensa de la nueva posición; eso es, en gran medida, estar bien relacionado. No, Honorio tiene amigos. Adonde quiera volver tras una primera visita lo acogen con cariño sincero, se le entregan. Honorio presta dinero, pero no es un prestamista. No pone interés, salvo el de la ayuda, a las cantidades proporcionadas. A veces no le retornan lo prestado e, ingenuo, trata de buscar las razones que el deudor, en su desgracia, no se atreve a esgrimir. Rita, sí. Rita da la impresión de cultivar las relaciones personales. Lo hace como si se trataran de plantas en una explotación agrícola, con la esperanza de obtener, en un futuro próximo, la cosecha. Existe un exministro de cuyo conocimiento presume. Hay, entre sus amistades, un farmacéutico dueño de una botica muy concurrida por estar situada en un enclave céntrico, más tres o cuatro propietarios en firme. Incita la madre a Mireya a verse con los vástagos de personajes tan preponderantes. Es adelantar un juicio temerario, lo sé, pero la creo capaz de esperar, de esas buenas relaciones, un matrimonio fructífero para la hija. Siendo veraz, diré que me cuesta conciliar ambas formas de ser, las de Rita y Honorio, en mi cerebro dispuesto a conciliarlos.
Nos hacemos grupo para deshacerlo al instante, de modo que, durante el refresco, charlo también con Mireya. Acerca de la literatura conversamos, de su propia obra, copiosa y diversa. Aun así, pesarosa de no poder avanzar más aprisa. Descubre, sin ambages, su admiración por el cubano Lisandro Otero, a quien, ignorante de mí, desconozco. Cita El general a caballo, como su mejor escrito. Entroncado en la temática de los dictadores, iniciada por Valle Inclán y desarrollada por Roa Bastos, García Márquez, Asturias o Carpentier; de donde toma elementos. Asegura que, en su obra, en las novelas La situación y En ciudad semejante, sobre todo, conoció el ambiente social del que saca sus razones el Régimen Popular, aun instaurándose. Con el protagonista de ambas, Luis Dascal, viaja a través de su propio proceso interior. Manteniendo un punto permanente de encuentro, que no se halla en lo ya hecho para mejorar la situación, sino en lo aún restante.
Este baremo, aplicado a su trabajo artístico, a su escritura, ha de producir insatisfacción constante. Se lo apunto, contestándome, que sus logros serán hijos de la necesidad o no serán. No hay divertimento en su tarea, rechaza el egoísmo. Coincidimos en la alta valoración de La otra raya del tigre, a su juicio la mejor novela de Pedro Gómez Valderrama. Huasipungo, de Jorge Icaza: libro escrito con el corazón en la frente. Me cita un párrafo del cuento Balada de plomo y yerro, de Guillermo Cabrera Infante, autor cuya obra admira, habiéndole visto en Madrid varias veces. Se quedó con las ganas de mantener una charla prolongada. Confiesa haber permanecido a un palmo de su espalda, a unos centímetros del brazo izquierdo, víctima de una comprensible timidez de escritora aficionada, temerosa de importunar al maestro. Ha leído Tres tristes tigres, que le parece una soberbia novela, vertebrada por un ritmo musical inequívocamente cubano. Siente a La Habana para un infante difunto, hija de una cubanidad indestructible, potenciada por el exilio, por los exilios: el exterior y el interior tomados de la mano.
De Alejo Carpentier me habla, de sus novelas El siglo de las luces, El reino de este mundo y Ecue-Yamba-O, leídas y releídas con placer y provecho. De Nicolás Guillén y su libro de poemas titulado Songoro cosongo. Para la poesía de José Martí tiene palabras de mucho elogio, también para el teatro, incluso a la novela pone en buen lugar. Guardando algún reproche, destinado al afán adoctrinador, puesto en evidencia, en la revista mensual La edad de oro, dedicada a los niños de América. Alejada en lo físico de su país, su corazón se adentra buscando información, de modo que conoce la narrativa actual y la poesía. La revista, Letras Cubanas, difusora de cuatro mil ejemplares de cada número, va a publicar, confiesa con orgullo y rubor, algunos poemas y un cuento suyos. Promete entregarme una muestra de sus trabajos, pidiéndome, en justa reciprocidad, alguno mío.
Atisbo en ella, tras esta leve escarbadura, la existencia de una filosofía orientada en un sentido práctico. Contempla una meta, algo borrosa, es cierto, pero inconfundible. Si la constancia persigue a la meta durante el tiempo suficiente, no tengo la menor desconfianza en que la alcanzará. A pesar de la madurez de su carácter independiente, se aprecia en Mireya la sombra de la madre. Ella lo sabe: viene de una densidad opaca, yendo, poco a poco, diluyéndose. Esta chica, me digo, está dispuesta a amar y se propone emanciparse.

 

 

 

 

CINCO

El coro es tierra de exploración. Llama a los audaces con los tintineos luminosos de su considerable atractivo. Ha de encerrar historias cuantiosas dotadas de médula y substancia. Un reto representa para el explorador: montaña virgen o desierto intransitado. Sepa o no sacar partido a tan variopinto conjunto, mi descuido no dará pie al fracaso. Pondré los cinco sentidos en ello, porque meollo existe. Espero descubrir el asunto de mi segunda novela, adentrándome en el entretejer de su sociedad de grupo, formada por personas parejas en sensibilidad artística siendo dispares en el resto. Olvidados los poemarios de difusión exigua, lejos de mi cuidado Sol de Otoño, que en las librerías se defiende bien para ser una ópera prima; quiero enfrentarme a mí mismo. Estimularé mi talento en la tentativa de construir una obra de alcance, yendo una cuarta más allá en el estudio de las complejas relaciones humanas.
Dispuesto a tomar cuanto antes lo que el conjunto ofrece al escritor, hablo con Honorio, confesándole sin rodeos mi objetivo, solicitando de él la apertura de un resquicio para entrar y abastecerme. Metidos ambos en harina, cada uno en su costal: yo indagador y mi amigo colaborador necesario, dos días más tarde convoca él al kosovar del grupo. Conozco entonces a Isa Obilic, hijo de serbio y albanesa, quien hubo de abandonar Pec, más para sacar del horror a sus mujeres, que por evitar la leva del ejército yugoslavo. Esposo y padre tomó partido por las damas de su casa, quienes, en un exilio inevitable, iban a necesitarle mucho más que la guerra. Los tres nos proponemos pasar una tarde de charla cordial e instructiva, sentados en la terraza de un café inmediato a la Plaza de Isabel II. Atacamos temas más y más complejos, partiendo de la estancia de Isa en la ciudad, de la valoración personal de nuestra forma de vida, adentrándonos en su propia trayectoria convulsa. A intervalos irregulares jugamos varias partidas de ajedrez. Rápidas, pues tanto, la oposición de Honorio, como la mía, duran bien poco. Hablamos de su tierra, de la historia tallada por los conflictos, de las esperanzas puestas de nuevo en el futuro. Por lo escuchado, entiendo a los nacionalismos balcánicos llegados de antiguo. Si bien, ciertamente, no han sido siempre visibles. Pasan años larvados. Los habitantes de distintos orígenes conviven sin hallar diferencias entre ellos, hermanados, hasta que, un visionario, prende una chispa en los ánimos y los hace enemigos.
En uno de esos plácidos períodos, sin reparar en la divergencia de cuna, se enamoraron sus padres, contrayendo matrimonio tras un noviazgo prolongado. Nació Isa de la unión, naciendo, después, sus tres hermanos: una chica y dos chicos. Poco antes de empezar la contienda, con la que el siglo quiere despedirse, los varones ingresaron en el ejército de la república. En el transcurso de la lucha, uno de ellos, el tercero, perdió la pierna izquierda. Le amputaron la extremidad en un hospital de campaña carente de medios y asepsia, estando en un tris de entregar la vida a una causa, la serbia, que no le era del todo indiferente.
Algo o mucho debió de influir el padre, sospecha Isa. Habiendo escuchando el anciano, cabe dentro de lo posible, la vieja voz de la patria antigua; situado por los acontecimientos frente a una razón muy débil, ya incapaz de acción propia, hablaría al hijo tercero. El vástago siempre escuchó el canto paterno, fuera cual fuera. Oyendo, ahora, de nuevo, su tonada. Algo hubo de añadir el progenitor profundizando la hendidura. Al menos eso supone Isa, quien, al llegar a este punto de la confidencia, tiene los ojos brillantes, inundados de unas lágrimas pobres, controladas apenas por su sentido de la hombría. La chica, cuya balanza interior se inclinó al cabo del lado albanés, inició una huida sin meta fijada. Deambuló a través de las montañas acompañando a unos tíos, hermanos de su madre y a otros vecinos también desesperados.
La población de Kosovo sufre estrecheces en el discurrir diario de la vida. Además de los alimentos escasea el combustible -los poseedores de vehículo tienen derecho a veinte litros de gasolina cada mes- y son constantes las restricciones eléctricas. Esto refiere Isa en su castellano trabado por carecer de suficiente práctica. La aflicción se ha replegado dando paso al orgullo del experto, atravesando un terreno bien conocido. En su lenguaje impreciso, con exactitud de contable, solo como curiosidad ilustrativa, explica el kosovar que las cocinas de carbón y leña, consideradas antiguallas de un pasado remoto, se han convertido en artilugios muy demandados. Alcanzan, es preciso decirlo, un alto precio en el mercado clandestino.
El presidente Milósevic pierde a raudales la popularidad, pero cuenta con partidarios muy suyos, capaces de seguirle al desastre. Isa mantiene contacto con algunas organizaciones humanitarias. Cada día se acerca a la oficina de Médicos sin Fronteras, para hacerse una composición de lugar y, al paso, ver si oye noticia de los suyos. No es de extrañar, saberle al tanto de lo ocurrido en los campos de refugiados de Albania y Macedonia, donde la superficie considerada mínima para cada persona, tres metros cuadrados y medio, no puede respetarse; resultando, por ello, insufrible la aglomeración. El agua potable, tan poco valorada en la abundancia, se limita a siete litros, o a cinco en ocasiones excepcionales, más y más repetidas. Cinco o siete deben ser suficientes para preparar la comida, ahogando la sed durante un día entero de veinticuatro horas largas. Pretendiendo hacerse una idea acertada del trastorno originado por la insuficiencia, midieron, él y su esposa, la cantidad exacta. La apartaron en recipientes -ánforas repletas de monedas de oro, cofres rebosantes de piedras preciosas- cuyo líquido contenido aumentaba de valor mientras transcurría el tiempo y descendía el nivel. Trataron de abastarse de ella un domingo. Aseguran que, a las cuatro de la tarde, a pesar del esfuerzo, hubieron de incrementar la ración. Según cuentan, la ayuda internacional no llega a la zona en la cuantía necesaria, resultando insuficientes los brazos voluntarios, incluso siendo numerosos como son.
Permanecen los efectos desastrosos de los bombardeos en el medio ambiente. Los daños causados son cuantiosos y tardarán tiempo y tiempo en desaparecer las secuelas. La destrucción de las industrias químicas, de sus recipientes llenos de peligro, alejan a los niños mediante el inoperante dibujo de una calavera. La destrucción de las refinerías de petróleo, miles de barriles vaciando una emulsión pastosa, maloliente, oscura, invade la tierra y el agua, tiznándolas, aceitándolas, corrompiéndolas. El destrozo de las centrales eléctricas o nucleares, liberador de millones de kilovatios hora y escalofriantes cantidades de roentgen, son caballos llevando sobre el lomo enfermedades temibles. La destrucción, en suma, ha perjudicado de modo notable a los ríos -el Danubio entre ellos- indefensos receptores de los vertidos tóxicos. El color verde puro, el de las hojas sanas, ha huido, sin saberse si regresará algún día.
De calibre tan grueso como las apuntadas, son las nuevas que, entregan a Isa, los compatriotas arribados de los campos de esa costa tranquila. Suministradora, no obstante, de aviones de combate y pilotos diestros en vuelos de guerra. Pero no todo ha de ser negrura. El nacionalismo serbio, representado por el presidente Milósevic -ganador de todas las elecciones desde el ochenta y siete- da muestras de debilidad. A los ojos de los observadores más perspicaces, voces y gestos, emergen algunas contradicciones en el trato diario de los gallitos del régimen.
La desazón de Isa no arranca de su suerte, pues, en lo que cabe, se considera afortunado. Esto lo acepta. Al decirlo sonríe con un rictus contagiado de leve amargura. Tiene trabajo al igual que su esposa. Hace de guarda nocturno en un almacén industrial. Es doble la ventura de conservar ese puesto, pues le permite cuidar a las niñas de día, durante las horas dedicadas por su mujer a la limpieza de algunos hogares, contratada por lapsos medidos. Aunque no son las suyas estas ocupaciones, se van arreglando. Por eso, la pesadumbre le viene de su tierra y resulta fácil de comprender.
En Pec, una ciudad fantasma, cuya visión impide creer que alguna vez alcanzó los ochenta mil habitantes censados, las ruinas ensombrecen el paisaje. Pocos edificios permanecen en pie, calles y plazas han desaparecido bajo los escombros. Una maldición bíblica parece haberse cumplido contra los hombres y sus pertenencias. Los albanos, huyendo de la brutalidad serbia, se refugiaron en los campamentos de Albania y Montenegro. Ahora, cuando regresan a su tierra, a la menor oportunidad fuerzan a los serbios a huir, quemando sus viviendas u ocupándolas contra la voluntad de sus dueños. Si alguna conciencia queda intacta para afear la conducta de los vengadores, la callan los recuerdos de las torturas sufridas, de las violaciones de mujeres y niñas, de las matanzas indiscriminadas y el intento de exterminio que antes se produjo. El barrio de Gruda, cascotes y ceniza, presenta un aspecto desolador, pues la generalidad de sus construcciones ha sido incendiada. El metropolitano ortodoxo, Filoquio, un hombre piadoso residente en el Patriarcado, denuncia las arremetidas lanzadas contra la población serbia, la quema de sus casas por miembros del Ejército de Liberación de Kosovo. Pide a las tropas italianas protección, pero los soldados no se presentan o lo hacen con tardanza, cuando los hechos violentos ya han obtenido sus frutos de barbarie.
A dos kilómetros de Pec, una aldea de cincuenta viviendas separadas entre sí por la tierra de labor, está el lugar de nacimiento de Isa. Pero él se dice de Pec, como yo de Sahagún, sin serlo. Acaso para evitar prolijas explicaciones, puede que por darse aires. Sus padres, tozudos y amantes del terruño, se quedaron en la aldea, sobreviviendo a más de setenta bombardeos. Dada su condición de matrimonio mixto, ambos bandos les reconocen la neutralidad. Consideración quebradiza porque, apoyándose en idéntico principio, si el viento viniera, de pronto, en contra, bien pudieran ser considerados enemigos por unos y otros beligerantes. En el estertor de la batalla, los francotiradores y las minas son los principales peligros. Salir de los caminos marcados resulta peligroso en extremo. No hay día sin heridos por una de esas causas.
Honorio, tan sensible o más que yo mismo, al oír las palabras afligidas de Isa contiene su rabia apretando los puños y mordiéndose los labios. Hablan de armas defensivas. Todas llevan ese calificativo, usándose todas para atacar. Los fabricantes de armas, los que las venden, los que las compran, los que mandan utilizarlas; unidos a tanta permisividad con la guerra, facilitan el negocio de una caterva inhumana. Él quiere ser empresario, pero también quiere seguir siendo honesto. No ignora que, solidaridad, compasión, sensibilidad, ternura, afecto, piedad y socorro; resultan una rémora en variadas ocupaciones empresariales. La humanidad ha tardado demasiados siglos en asumir los escrúpulos, en incorporarlos a su escala de valores, pero al llegar al competitivo mundo empresarial, con frecuencia se orillan como desventajas ciertas, como contrapeso peligroso. Sí, se dan gestas ejemplares, aunque son las menos. Siendo reconducidas con presteza hacia la senda general para evitar que cunda el ejemplo. No, no veo yo a Honorio empuñando la espada, ni agitando la cuenta de resultados a modo de látigo contra los obreros. No lo imagino trocando los beneficios en ídolo dorado hacia donde se han de orientar todos los actos, los esfuerzos íntegros del equipo formado por asalariados, algunos, mal nutridos.
Isa, Honorio y yo nos miramos en silencio. Un silencio denso y expresivo, hijo de la entraña tierna que aún nos conmueve. No hay colofón posible para la tragedia descrita, para la rabia asentada en nuestros corazones. De modo que, apuramos el café a sorbos pausados, dejamos la caja de piezas y el tablero de ajedrez junto al platillo de la cuenta pagada, despidiéndonos sin fijar la fecha de nuevo encuentro. Isa queda en la parada del autobús. Honorio y yo seguimos la acera que conduce a la boca del ferrocarril subterráneo.
Viajo con Honorio hasta la estación de Atocha, donde ha de tomar el tren que le lleve al pueblo. Aprovecho para interesarme por el progreso de su amor. Suele embelesarse ante perspectivas concretas y es entonces, cuando su razón duerme o desvaría, incapacitándose para analizar con justeza ese punto o cualquier otro conexo. Me anuncia que desea proponer matrimonio a Rita. Yendo en serio ambos, él no tiene edad de extender una situación tan incómoda. En mis adentros, me digo que, Rita, en eso de la edad, aún menos que él. Ignora si Mireya vivirá con ellos, pero dada la armonía de sus caracteres, lo acepta con agrado. Le pregunto, para despejar de mí la imagen del inquisidor monotemático, por la marcha de la bolsa, pues la sé de capa caída. Me da toda clase de razones, alguna de ellas nacida en su nariz, fruto del fino olfato. Me habla muy quedo, como si estuviera manejando información reservada, sin querer ser oído por advenedizos. Se adentra cauto en los andurriales de un reducto donde cabe por derecho propio, cuyo dominio avalan cuantiosas ganancias y algún descalabro.
En el instante mismo de quedarme solo, mi cabeza, como si esperara la oportunidad, regresa a los asuntos que la tarde me sirvió en escudilla de barro. Conocer a Isa y escuchar la ardiente exposición, logran hacerme sentir más propia su guerra, ciudadano del mundo al que nada humano es ajeno. Alguien lo dijo así, asumiéndolo yo como propio. Siento despertar en mi interior, una inquietud inusual, dados los vericuetos de su discurrir. Es la mezcla calculada de bombardeos y negociaciones. Ya no me conformo con la opinión recibida del taller elaborador del pensar general. Ahora exijo la verdad silenciada de las víctimas.
Los medios de comunicación aún destinan un espacio estratégico al conflicto de Kosovo. Muestran una visión occidentalista, es decir, el punto de mira de quien cree haber recibido el encargo de tutelar a la humanidad y, en tal ejercicio, defiende intereses que no son los de la gente de a pie. Millares de discrepantes se manifiestan en ciudades, alejadas entre sí, de Europa y América. Algunos intelectuales escriben artículos, poniendo en entredicho o condenando sin paliativos el comportamiento de la OTAN en Yugoslavia. Los descuidos, origen de los llamados daños colaterales, se incrementan. Parecen faltar a los portavoces excusas pueriles, semejantes a la esgrimida tras el ataque a la embajada china, atribuyendo errores de bulto a los mapas seguidos, por estar confeccionados unos años antes, sin tener en cuenta el natural desarrollo de las áreas en liza. Dos soldados británicos mueren en Negrovce al desactivar, en una escuela, la bomba de racimo lanzada por la OTAN, cuyo mecanismo de explosión debió conmoverse ante blanco tan inocente, decidiendo no funcionar.
El rumor de una capitulación serbia engorda, alimentado por hechos concretos. El presidente Milósevic parece aceptar un compromiso, redactado por los países del pacto a los que se ha sumado Rusia. Aunque sucedió otras veces y, la palabra del presidente yugoslavo, no es garantía. Representa el acuerdo, dado a conocer en sus líneas maestras, una victoria parcial de la OTAN. También una derrota limitada de los serbios. Allanados los obstáculos, sabida la ausencia de oposición en busca de una legalidad que lo barnice, el Pacto consulta el plan de paz para Kosovo al Consejo de Seguridad de la ONU. Lo legitima éste, con la convenida abstención de la república China. Se da un juego en las alturas, apenas intuido por mí. Un ejercicio malabar llevado por torpes aprendices errando cada día, mientras la gente común sufre un constante martirio o se desangra.
Los periodistas, en calidad de enviados especiales al núcleo del horror, muestran a los espectadores lejanos, imágenes crudas y desgarradores testimonios directos. En ocasiones dan la palabra a los participantes. Entre ellos, a unos soldados de aviación destinados, en la base italiana, a las incursiones nocturnas.
—Se habla de daños colaterales, inevitables para unos, torpeza o provocación para otros, ¿en qué consisten y porqué se producen?
—Si los planes trazados presentan lagunas, carencias de detalle o no se apoyan del todo en la realidad; si los sistemas fallan, si los aparatos responden de manera imprevista o los cálculos contienen errores; si nos distraemos en plena misión un instante o confundimos un edificio con otro, entonces se producen los daños colaterales. Hablamos así, cuando los muertos son civiles que, por convicción o de manera visceral, aborrecen la guerra. Es decir, cuando las bajas son ajenas al conflicto militar. Nosotros procuramos evitarlos, sabiendo a cualquier vida humana tan valiosa como la del comandante en jefe, hombre metódico, inflexible e incapaz de soportar una broma.
—Ahora que las incursiones concluyen, ¿se siente satisfecho de su actuación?, ¿presumirá ante los conocidos?
—La tecnología ha conseguido guerras limpias. Le diré que, en estos dos meses largos, no he visto un solo cadáver. Salimos de Aviano, volamos a Belgrado, a Pristina, a Pec, adonde quiera que esté nuestro objetivo. Jugamos a suprimir enemigos figurados, regresando a Italia sin saber lo ocurrido a ras de suelo. Utilizamos los mandos sobre el sistema óptico, como si se tratara del ratón en la pantalla del ordenador, pero nuestro impulso no abre un documento electrónico, libera una carga mortífera. Podemos ver todo a modo de un moderno juego de video, pensando virtuales los edificios y creyendo a los muñecos dueños de muchas vidas, renovadas con solo reiniciar el programa. Los desastres producidos son reales, sí; pero no bajamos al terreno para comprobarlo. Poseerán, según creo, mayor sensación de autenticidad los que llegan ahora con el encargo de pacificar la zona. Ellos oirán las quejas de las personas y palparán los estragos, producto de tanta barbarie. Esta noche presenta para nosotros importancia singular: una última batida, una misión más y todo habrá acabado. La semana próxima regresaremos a casa con los recuerdos amalgamados, favorables o dañinos. Cuando haya pasado mucho tiempo, recordaremos esta guerra como una gesta heroica, útil porque impidió el genocidio iniciado por un presidente víctima de megalomanía. La referiremos con orgullo a los nietos, ampliando las breves líneas dedicadas por la historia. Nadie se acordará de las bombas GBU 16, guiadas por láser, disparadas cuando en la cámara aparece el objetivo seleccionado. Quedarán impresos los discursos de quienes disponen de nosotros, el general Clark, Solana, o los jefes de Gobierno de los diecinueve países comandados por Clinton. En sus palabras somos héroes. Pero en lo que a mí respecta, me queda la sensación de haber colaborado, en mayor o menor medida, a agrandar el desastre.
El periodista dirige esta vez su pregunta a un profesor universitario. Se trata de uno cualquiera, ajeno al grupo de serbios huidos de la Universidad de Pristina, pues aquellos, temerosos de las represalias albanas, en número superior a la centena tomaron el camino del norte.
—¿Qué opina del comportamiento de los dirigentes en ambos bandos?
—Es indudable que la visión depende del ángulo que tome la mirada. La realidad, una, presenta cien facetas dispares, algunas de ellas muy alejadas del resto. Incluso los de fuera toman partido según la afinidad y, con ese prejuicio, emiten su opinión. El Pentágono afirma que Rusia ayudó a los serbios y, mercenarios contratados allí, participaron en la limpieza étnica ordenada por Milósevic. He leído que la prominente Duma del Estado ruso, -cámara de los diputados, para entendernos- ha pedido por unanimidad el proceso de Solana como criminal de guerra. De Milósevic los rusos tiene mejor opinión. Afirman que su responsabilidad es solo política. Mientras, al otro lado del mundo, el Departamento de Estado americano ofrece cinco millones de dólares, a quien facilite el juicio por crímenes de guerra del presidente yugoslavo. La CIA abandona la idea de arrancar la vida al cuerpo de tal personaje.
—¿Pero de qué parte está la razón?
—Puede que ambos bandos posean fragmentos. La verdad suele darse diseminada. Resulta ser uno de los escasos valores de este mundo, no atesorado por los ricos. En estos momentos se encuentran fosas comunes repletas de inocentes víctimas albanas. Prueba evidente de los horribles crímenes cometidos por los serbios. Al mismo tiempo, muy próximas, se dan crueles matanzas donde víctimas y verdugos invierten sus papeles. Los albanos, crecidos, aniquilan a los medrosos serbios, quemando sus propiedades.
Yo, el narrador Virgilio, tratando de diseñar mi novela como un consistente esqueleto cubierto de carne lozana, cuyos movimientos son impulsados por músculos acordes con la idea principal a la que obedecen, creo conveniente fijarla a la actualidad. El conflicto de Kosovo, volcán que ha entrado en erupción en este presente imperfecto, ha de participar en la urdimbre como testimonio de la incongruente actuación del hombre, lobo para el hombre como se sabe, se acepta y se promueve.

 

 

 

 

 

SEIS

Compró Honorio un ordenador, ayudé yo a elegirlo y lo utiliza muy poco. Apenas la hoja de cálculo para llevar sus cuentas. Le insto a que se conecte a Internet, de forma que podamos pasarnos mensajes extensos por un costo bajo, pero se niega. Para él, escuchar la voz, valorar lo que los matices aportan a la palabra neutra, ir más allá del significado recogido por los diccionarios, resulta esencial. Opina que una larga y completa amistad no se puede mantener por medio de internet.
—Existen programas, compañero, que permiten expresarse a la voz y a la figura, —le aseguro.
—¡Bah!, se tratará de un filtro falseador del timbre personal, proclive a la mentira.
Así replica mi amigo. Sumo ventajas a mi argumento, tan importantes para él como la posibilidad de seguir, minuto a minuto, la cotización de las acciones en las distintas bolsas, o conocer de manera inmediata lo ocurrido en la economía de otros países. Eso es así, ahora que la aldea global, en lo referente a los asuntos económicos, es ya un hecho.
—Viajar. Se puede viajar sin salir de casa. Contemplar cuadros en los museos, entrar en las bibliotecas. Conocer, comparar, sacar conclusiones, hacerse con una opinión contrastada sobre los temas más diversos.
Sumo lo dicho, para nada. Está cerrado en banda. No atiende mis razones. En el fondo, creo que le angustia enfrentarse a lo nuevo, a la información capaz de hacerle cambiar sus sólidos puntos de vista.
Desde el coche, parado en el arcén según exigen las recientes normas de circulación dadas para el caso, me habla Honorio, sirviéndose del teléfono móvil. Es cierto, ha llegado a tal adelanto en sus funciones elementales, sin obtener provecho íntegro de las ayudas. Así que, utilizando el aparato de bolsillo me da una noticia, dolorosa en extremo, que afecta a Isa de manera directa. Acaba de enterarse allí mismo por ese conducto, pues le ha llamado un amigo común, miembro del coro. Me facilita algún detalle y, mi mente herida, sin orden de la voluntad, por iniciativa propia, trata de reconstruir los hechos según su legítimo saber y entender.
Mi imaginación sitúa al aviador de regreso a Aviano, portando su mortífera carga apenas gastada. No ha descubierto objetivos intactos, los existentes muestran heridas recientes. Abajo percibe un campo de batalla donde sabe luchando a serbios contra albanos, utus contra tutsis, normandos contra sajones, republicanos contra nacionales, creyentes contra incrédulos. En ese punto la humanidad se encara a sí misma, costado izquierdo enfrentado al costado derecho del hombre. Sobrevuela Pec el bombardero. Al lado de la urbe, aliándose con la oscuridad, una aldea trata de pasar desapercibida. Se la intuye cubriéndose las habitaciones superiores de las casas con tejados, las tejas pardas con corros de musgo verdinegro, colores del entorno más próximo. En una de las casas defendidas por las sombras, dos ancianos, hombre y mujer, descansan satisfechos. Por primera vez, desde el comienzo de los ataques, duermen con los dos ojos cerrados por la confianza. Saben firmada la paz y a la OTAN en pleno repliegue. Volverá en breves fechas el hijo que se refugió en Madrid, acompañado de su mujer y las niñas. Regresará de las montañas la hija, además de los muchachos menores. También el inválido se unirá a ellos. Isa no será considerado desertor por el nuevo orden. Como ha ejercitado la voz, si abren los teatros, volverá a cantar ópera.
Vuela raudo el F18 llevando sus alforjas repletas de bombas, cargamento intocado. En el visor aparece, nítido por milagro de la técnica, lo que ampliando criterios podría considerarse un objetivo militar. Se trata de un pequeño puente cruzando un riachuelo. Probablemente, piedras labradas por un cantero artesano, situadas sobre el largo espejo cuajado de peces. Apacible paisaje de una belleza idílica, inapreciable por el aviador. Percibe el soldado en su pantalla, la última oportunidad de descargar y destruirlo. No hay tiempo para resolver la duda y la duda se extingue. En su lugar interviene la fuerza imparable de la rutina. Una práctica crecida al sumar los ensayos de un fogueo casi fuego real y la práctica con fuego de verdad cercano al fogueo. Invade el tablero de mando un fogonazo en apariencia engañoso, una explosión de cristal líquido, un chorro de electrones dibujando, incruentos, los vientres abiertos de mil pececillos y las ruinas de un puente. Sus restos se convierten en presa momentánea, del flujo inundando el cráter recién abierto. Las quebradas rocas esculpidas, vistas de cerca, muestran las heridas del buril que las talló; segmentos del arco destinados a soportar la calzada. Sin embargo, todo eso podrá verse esta vez, en la fotografía de altura disparada por el copiloto para perpetuar el fin de las incursiones.
Al mismo tiempo, aparecen, contiguas, cuatro paredes abiertas y la techumbre que las cubre, desplomada al perder su sustento. Forman parte de los escombros dos cuerpos que no se ven desde lo alto. Dos cuerpos ancianos sorprendidos en el lecho por la onda expansiva, por la metralla capaz de hacer saltar maderas y tejas, a la vez que un ajuar deslucido por el uso prolongado. La visión de su acierto ocupa al piloto el lapso mínimo de una centésima de segundo y, en ese tiempo ínfimo, no se recapacita aun estando predispuesto. Los rostros de los dos cadáveres, ¡si el aviador pudiera verlos!, presentan rota la sonrisa con la que se acostaron, un rictus afable en los labios levemente distendidos.
Honorio me lleva en su coche a visitar a Isa, para manifestarle el pesar causado por la muerte de sus padres. De modo tan lamentable conozco a la esposa y a las niñas. Poseen ellas un cutis tintado de rosa pálido, acorde con el pelo rubio y los ojos limpios, transparentes casi. Hablan muy poco y sonríen con timidez. Nos preguntan los esposos si dimos con la casa enseguida, respondiendo que tardamos un rato. Honorio, pese a haber venido otras veces, suele equivocarse, gira en una plaza sin asfaltar, tomando una calle en cuesta que, aunque se parece, no es la buscada.
Habita la familia un piso interior de tamaño reducido, necesitado noche y día de luz eléctrica, excepción hecha del dormitorio principal, donde el sol llega en la tarde oblicuo a la ventana, imperfecto mirador desde el que la vista domina un trocito de la arteria concretada con el nombre de un general entre tantos . Ceden los padres esta habitación a las hijas para el estudio, ocupando ellos la pequeña, donde apenas caben la cama de matrimonio y un armario desproporcionado, traído de no se sabe dónde por la asistente social. Las sillas, simples y escasas, obligan a la inteligencia a esforzarse para tomar asiento. Los cojines, que el ama de casa ha confeccionado, repartidos por el suelo incrementan el número de posibilidades.
En el testimonio del kosovar puse yo mis esperanzas de información sobre la guerra de su país, el maltratado Kosovo, causas y consecuencias. No es momento oportuno para las preguntas, pues allí se encuentran, con embajada similar a la nuestra, el matrimonio argentino y las mujeres, madre e hija, venidas de Cuba, quienes me saludan con un placer sincero. Completan la concurrencia un funcionario recién trasladado desde Almería a Madrid, una mujer de edad mediana, seglar acogida hasta hace un mes en un convento de Burgos y un sastre nacido en Barbastro, provincia de Huesca. Las circunstancias no favorecen confidencias por más que me empeñe. Acaban triunfando los temas de interés general: las particularidades del clima o las novedades relativas al coro. Los sigue el lamento del fatal bombardeo, causa de la pérdida, personal para todos, de la vida de los padres de Isa, octogenarios llegados, es de creer, a esa noche última del todo satisfechos, sabiendo que las preocupaciones huían.
Para formarme una opinión objetiva, debiera viajar yo al corazón del conflicto, atravesar las áreas más devastadas, conocer a la perfección el idioma además de los usos en vigor y, por encima de todo, ser aceptado sin reservas en una población acuciada por las necesidades. Ese cúmulo de coincidencias propicias no cuenta con la menor posibilidad de producirse. De modo que lo aprendido de los medios de comunicación, junto al primer relato del tenor kosovar metido a cantante de zarzuela, constituye todo el conocimiento posible. Suficiente, según creo, para dar a entender los hechos recogidos en mi novela.
Interroga el grupo al destino, a la parte oscura de la existencia no entendida, a las lagunas que el cerebro deja en su intento de aclarar misterios. Nos interrogamos unos a otros acerca de la inoportunidad de estas muertes, sobre las que disponemos un duelo improvisado junto al dolor de Isa y su familia. Las distintas explicaciones se suceden al momento, orientadas conforme a las creencias individuales. Vemos los sucesos descabalados, cada cual, siguiendo una secuencia distinta a la acostumbrada, pues unos han de dar paso a otros de forma casi simultánea. Verbi gratia, la firma de la paz y el alto el fuego, el alto el fuego y la expulsión temporal de la violencia. Contrasta el júbilo por el regreso de la vida, la confianza puesta en atender la llamada escuchada en la puerta, con la presencia inesperada de la muerte oscura en el umbral. Si hay desgracias injustas, que las hay y son mayoría, la ocurrida a los padres de Isa puede considerarse la mayor. Muestra el desprecio que la sinrazón de la guerra tiene por la lógica y el derecho. Desgraciadamente, tiempo ha, fueron incorporadas las guerras a la existencia humana. Coexistentes, ahora, en distintas partes del globo, conformando el diario emerger de nuestra vida, en trance de hacerse costumbre, empiezan a analizarse por medio de sus efectos económicos.
Salimos juntos los que llegamos separados, porque una vez dicho lo que es de obligación y lo brotado por su propia cuenta, girar sobre el dolor no ayuda. Honorio se lleva a Rita. No es el mismo traje el que viste la mujer. Los observo salir con un mínimo estudio, con un análisis somero, no es el mismo atuendo del castillo porque el de hoy es más simple, más liviano, pero dominan también los tonos amarillos. Me fijo en los collares, creyendo recordar las formas y las irisaciones desprendidas. Mireya se ofrece a trasladarnos, a los argentinos y a mí, a nuestros respectivos domicilios, situados a considerable distancia el uno del otro. Rita y ella vinieron en el coche de ocasión recién estrenado, por eso la hija ha de regresar en ese mismo vehículo. Los demás toman rutas diferentes. El rumor alzado de las palabras de despedida se disuelve en el aire.
Veo en el argentino Silvio al gaucho de los escritos. Aunque, en realidad, no sé cómo eran los osados trashumantes que en los siglos pasados recorrían a caballo, diestros jinetes, los pastos de Argentina, Uruguay y el estado de Rio Grande do Sul, en el inmenso Brasil. Nobles, valientes, generosos; así los creo y así lo imagino a él.
Solicitud paternal se observa en el hombre que nos precede, corredor adelante, con su pareja; todo un caballero de su dama. Ella, la mujer distinguida, a duras penas puede servirse por sí. La observo y noto su deseo de corresponder al amado con una devoción que, en algunos momentos, parece filial. Admirable es el cuidado del esposo con la esposa afectada de incipiente ceguera, víctima de lo que los médicos han dado en llamar síndrome de Wolfram. Una enfermedad rarísima, según he oído decir a Honorio. El mal atrofia el nervio óptico y produce, añadida, una sordera creciente. A mayores, viene tras ella el tipo más avanzado de diabetes, con sus inevitables efectos. Ternura es la palabra. Los une la ternura. Con ternura toma la mano y, con ternura, dirige sus pasos sin que apenas se note. Disimula acertado, tal como ella desea, hasta parecer que no existe ayuda. Los pasillos, el ascensor, los escalones del bajo y el banzo alto de la puerta, son obstáculos que suelen apreciarse si se acompaña a quien los sortea con dificultad. Viendo avanzar a la pareja, pasan desapercibidos.
Entramos en el coche. Silvio, el compañero, luenga barba nevada delatora de su edad, frente despejada sobre los ojos negros, ocupa el asiento delantero para señalar a Mireya el itinerario. Va indicando, antes de los cruces, la alternativa más conveniente. La esposa y yo, atrás, nos desentendemos del tráfico y entablamos una conversación independiente. Menciono la charla animada mantenida por ella con Honorio en casa del kosovar. Versaba, me explica, sobre la ciudad argentina de Mar del Plata, donde permaneció el abuelo de mi amigo durante su estancia americana. Villa construida con piedra grisácea, un basalto desprendido de los acantilados. Hablaron del incremento de la población y de la rápida extensión de los suburbios, de las fortunas allí acumuladas en otros tiempos.
Quienes forman su círculo de amigos la llaman Berta, apócope del que ignoro el nombre entero. Aunque no me parece oportuno preguntárselo. Es amable y franca, los extraños con ella dejan de serlo al instante. Cree percibir una muestra pequeña de buena intención, pasando a ser de los demás. La proporción rige la forma de su rostro, armónica faz ajena a las arrugas. Fue bendecida, sin duda desde el nacimiento, con ese tono rosa suave que, al llegar a los labios, tan finos como no se vieron otros, se torna carmesí. Retiene muchos signos de la hermosura correspondiente a la juventud. Aunque, en su modestia, confiesa estar tomado ya el camino de regreso. Por decoro no desea mostrar la ceguera creciente ni la naciente sordera. Me hace esas dos confidencias, tan próximas una de otra, multiplicando su efecto y seduciéndome. Teme la piedad despertada en las personas. Esa compasión las lleva a sufrir por ella sin ella sufrirlo y en ese momento, por ellas, sufre. Teme, más que de nadie, la piedad del esposo, por eso procura inspirarle un amor renovado. Debido a eso, va en pos de un permanente equilibrio inestable, conseguido embelleciendo el interior a medida que el exterior se amustia. Aparece la niña y ella no la oculta, nueve, diez años, pícara e ingenua. Aparece la adolescente cuando habla de ese modo. Son dulces palabras de fruta a punto de alcanzar la madurez. Pronunciadas con indudable mimo, doce, catorce años, ojos entregados a un ensueño, que es la envoltura de gala de una realidad amable, sólido cimiento donde se asienta el encanto de la mujer madura.

 

 

 

 

 

 

SIETE

—Amor ha de ser.
Me dice Berta expresando una duda que parece haber resuelto a su favor.
—Amor sincero será lo sentido por este hombre, pues recorre el mundo arrastrándome tras de sí, en la persecución implacable de un tratamiento eficaz. Vos sos muy leído y lo comprendés: es amor y del bueno, ¿no es cierto?
Por lo sabido, parece ser indiferente a los gastos cuantiosos ocasionados por la enfermedad. Consultando a los médicos de renombre en el campo de la endocrinología, dilapida su plata de estanciero rico. Deliberando, también, con quienes dan solución a los deterioros auditivos y visuales. Hoy son Madrid y Barcelona las ciudades donde persiguen un remedio al mal de Berta. Dentro de una temporada lo serán Ginebra, París, Roma o Londres. Vienen de San Francisco, de Nueva York, de Boston. Si en la sala de espera de cualquier consulta, escuchan a unos desconocidos comentar los portentos de un especialista de Tokio; si descubren en una publicación científica la existencia de esperanza en Moscú; dejándolo todo, allá van.
Entre tanto, alimenta él como una madre a su hijo, cualquier ilusión que atraviese la mente de ella. El canto es la más duradera, pero lo fue la pintura. Lo será el modelado si al modelado llega su deseo.
—Ha de ser amor, ¿no es cierto?, vos lo sabés porque sos ilustrado. Me lee libros. Algunos por segunda, por tercera vez. Los que me conmovieron cuando gozaba de vista suficiente. Rayuela y Ceremonias, de Cortázar, Narraciones, de Borges, Un campeón desparejo y La Invención de Morel, de Bioy Casares. Me entiendo mejor con los míos. Los conozco de sobra, Sé de cada capítulo, cada línea, cada giro inesperado. Pero en la voz de Silvio son nuevos. Aprecio matices antes escapados a la comprensión. Vos entendés mi inquietud: me quiere tanto que llego a sospecharlo falto de sensatez. No hay razón para mantener despierto un sentimiento tan puro, lo suyo ha de ser locura. Antes vivía intranquila. Dormía temiendo despertarme sola. Ahora me he acostumbrado, voy y vengo sin preguntar el destino. ¿Comprendés lo que quiero decir?
—De no ser amor tanta dedicación, de no ser amor tal ausencia de egoísmo, ¿qué iba a ser, Berta? Nada llega tan lejos. Lo suyo es amor, puedes estar segura. Hasta ahí alcanza la pasión humana, estoy convencido. De no perseguir los hechos esforzándose, ¡pobre amor!, qué limitada tendría su existencia. Una quimera sería, nunca albergada en corazón humano, sentimiento exclusivo de los dioses. O lo suyo es amor o el amor duerme en algún poema, en algún cuadro, en algún sueño de mentes imaginativas. Te diré más, es un amor razonable. En verdad cuerdo, pues se sustenta en la realidad de una mujer sin comparación con otras. Frágil y tenaz, un diamante, una esmeralda eres. Regalos de la naturaleza sobre los que la gente habla deslumbrada. Resulta imposible fijar un precio a su atractivo, porque muestran la firma de quien armonizó su talla. Son producto de miles de circunstancias dadas al albur y de una voluntad firme, conciliadora de esas variables de manera eficaz. Tu entusiasmo impulsa al mundo en su giro interminable. Tu permanente sonrisa vale lo que vale una salida, una puesta de sol, el rocío sobre las flores o la quietud de una noche estrellada. Eres tan cálida como un nido de pajarillos bajo las alas maternas, como el aliento de una yegua sobre el potro nacido a la intemperie invernal. Claro que, un amor tan grande, tan completo, tan constante, se da en ocasiones contadas; pero también resultas ser tú una persona de valía excepcional.
—Me hacés sonrojar. Las mejillas me queman. Callá, poeta adulador.
Lanza esas palabras sin enojo, con regocijo si acaso. Así me llega el leve reproche reprensor de lo considerado lisonja exagerada.
Se cree poca cosa porque es menuda, aunque nadie cruzaría un desierto derrochando el ánimo que ella prodiga. Ninguna de las personas conocidas por mí, resistiría un huracán con su estoicismo: estepa y tornado su enfermedad cuanto menos. Quisiera ser por siempre hermosa, me asegura. Poseer una belleza que ilumine por dentro, pero también por fuera. De forma que él sienta orgullo y no se abochorne acompañando a una desvalida. Desea ostentar un mérito propio valorado por todos, entendiendo en él la entregada actitud del marido. Me explica el lenguaje de signos utilizado por Silvio para indicarle los pasos de su andadura. Suaves dibujos trazados por el dedo pulgar sobre la palma de la mano. Ha de existir un alfabeto del tacto, pero ellos, que son autodidactas en este aprendizaje, lo han inventado por su cuenta. Sí, aunque reducido, resulta eficaz.
Por vez primera valoro en poco las circunstancias de las personas, cáscara protectora, encubridora de la intimidad. Nada impide el encaje de sus treinta y seis años en los cuarenta y siete de él. ¿Qué importa si no se casaron aún, porque los tribunales son más lentos que en otros lugares del globo, debiéndose demandar la razón correspondiente, a la lógica espoleante del propio punto de vista? Nada cambia su nacimiento en Carmen de Patagones, sobre la orilla norte del río Negro, a resguardo de las desbordantes riadas; en vez de en Buenos Aires, donde vivió luego. Hay en su manera de ser una distinción al margen de la tierra de origen. Su pensamiento se aproxima, en lo social, al justicialismo más humano de Evita. En lo religioso se considera judía. Así debe de ser. Sea por lo que sea, está de parte del desvalido, de las víctimas de la intolerancia, de aquel a quien privan de lo suyo. En cualquier caso, al margen de los credos, su actitud es conciliadora y participativa. La veo mujer frente al varón, reflejada en él como la luna en el espejo terso del lago nocturno, iluminándolo, llenándolo de vida. La veo mujer en el varón, llevando las riendas, dominando el caballo, conduciendo la carreta por territorios amigos. Tiene Berta un miedo vago a perder a Silvio, a que se distancie. Diversos temores nacidos de su ceguedad, del silencio que va poblando sus oídos, de la belleza propia en retorno. Es él quien ha de preocuparse. De hecho, lo hace para no perder la vida insuflada por ella, la leche nutricia de ese proceder ajustado; por asegurarse el aire respirado en su boca abierta, adaptado a las necesidades que él tiene, proporción exacta de oxígeno y temperatura.
No me interesan las circunstancias, vaguedades sin fuste en esta galaxia, para el caso, infinita. No me interesan los antecedentes ni los consecuentes, en este mundo preciso, delimitado, perfilado, señalado entre millones de mundos estériles y vacíos. No me importan, porque en su suelo fértil, plantados por una coincidencia de elementos a duras penas conciliables, regados con mimo por lluvias de una finura a punto de la evaporación, crecen tallos que entregan a la vida flores como ella.
Llegados los cuatro, la pareja argentina que he procurado describir, la joven Mireya y yo mismo, a una vivienda amplia por cuyas enormes ventanas entra la luz con abuso, tomamos posesión de un territorio amigo. Acomodados, una sirvienta discreta va, viene y desaparece. Nos sirve mate, infusión no probada por mí hasta ahora, a falta de oportunidad.
Es un introito preparador del ambiente. Lo dispone para mostrarnos retazos de unas vidas unidas por la naturaleza, madre y nodriza. Adaptados a la claridad desmedida, acomodados a la parvedad de los ruidos, iniciamos una búsqueda exhaustiva de coincidencias. La expresión complacida de la esposa se enseñorea del espacio. La veo moverse con una soltura prodigiosa, inconcebible en quien posee sus limitaciones. Penetra en su mundo, son sus aguas las surcadas, es su aire el vadeado, amnios fluido del claustro materno. La sonrisa, ligera, etérea, avanza embelesando a los presentes, elevada sobre todas las cosas, cielo azul y suelo mullido de hierba y florecillas. Si me dicen que toca el bandoneón como nadie, lo creo. Si aseguran haberla visto mimar los geranios, ornato de las ventanas, de la amplia terraza, lo creo. Creo que alimenta gusanos de seda a la espera paciente de las crisálidas. De ella estoy dispuesto a creer cualquier capacidad, incluso impedida por la falta parcial de algún sentido. El descubrimiento tardío de su padecer extraño, trajo una disciplina a la que era ajena, tan desordenada hasta entonces, posibilitando sus conquistas en esos terrenos.
Nos revela a Mireya y a mí, poniendo a Silvio por testigo, sus tres aspiraciones fundamentales. Una hija que, a pesar de los pesares, va dando por perdida. Una fundación que estudie su enfermedad y atienda a quienes la padecen. La armonía entre los pueblos en disputa: palestinos e israelitas iniciando la serie de manera definitiva. Unidad de pretensión, que su generosidad está dispuesta a romper por el lado más personal, más íntimo. Esa sería la cesión, generosa en extremo, teniendo como tiene para ella, la renuncia a la maternidad el demoledor efecto de un seísmo, la destructiva consecuencia de la erupción de un volcán o la catastrófica repercusión del soplo incontenible de un tifón pujante.
En cuanto toca a lo religioso, ninguno de los dos es fanático del cumplimiento de formas. Suben y bajan en ascensor los sábados pulsando los botones correspondientes, cocinan con gas, realizan faenas que, en verdad estricta, son prescindibles. Comprenden a cristianos y a musulmanes, en cuya esencia religiosa han profundizado. Inician el cotejo de aspectos fundamentales de los tres credos, hallando coincidencias suficientes, para no exaltar ninguna de las tres religiones en detrimento de las otras. Las tres fueron reveladas por una divinidad todopoderosa, las tres cuentan con libros sagrados, se enriquecen las tres con instrucciones directas añadidas por la tradición a la doctrina principal. En las tres se dan discrepantes que solo admiten el texto básico. Caraítas se llaman entre los judíos, protestantes en el lado de los cristianos católicos y jarichíes si se analiza el islam.
Es tarde y quiero liberar a Mireya de la tarea de acercarme a mi casa. Insiste, se empeña, apoyando su argumento justo en la hora.
—Ya son las tantas. Juana puede estar intranquila.
—Eso creo. Aunque ha sucedido otras veces y sabe justificada mi tardanza.
Toma el camino más directo, sí. Mas lo recorro un día y otro, sabiéndolo, en esos momentos, el más transitado. Acepto su elección sin advertirla, porque así tendré el tiempo de llevarla al terreno apropiado. Me refiero a la posición de hija de una mujer inconfundible, cuya personalidad despierta la actual propensión de Honorio a rendirse al embrujo femenino arraigado en la madre. Reflexiono un instante acerca de cuál puede ser la pregunta adecuada, de manera que, sobre el silencio abierto, toma la joven la iniciativa y me habla de Berta, la entrañable mujer acabada de dejar en su casa. Argentina tan excepcional, resulta ser viuda de un soldado a la fuerza, cazado a lazo para ser la única víctima, o casi, del episodio militar de las islas Malvinas. Una guerra de dibujos animados, librada por su país contra el trasnochado Imperio Británico. En la página coloreada para la historia, veíase al viejo león llegar a la contienda forrado de armadura y provisto de lanza. Repelía, sin resistencia alguna, el golpe de mano dado por unos generales autócratas, obligados a realizar gestos heroicos. Aprendices, ellos, de magos y prestidigitadores, se exhibían ante un pueblo mutilado por no dejarse encarrilar. No era preciso conceder la nacionalidad argentina a los dos millares de isleños pues, dando valor a lo escrito en los libros oficiales, nunca dejaron de tenerla. Jugaron con los sentimientos los militares, jugaron con la historia, tomando las islas durante el sueño del anciano félido, el de la melena rala y las fundidas uñas de bronce. Era preciso, para el león, reponer la bandera horadando los islotes de piedra, e hincar el mástil en la playa de las dos islas mayores. Tomadas ambas por la fuerza de sus garras, una hace dos siglos, otra siglo y medio. Así que, el legendario imperio se lanzó a la ofensiva, técnica residual de los corsarios antiguos. Saldándose, el burlesco ensayo de gestos para el auditorio, con varios muertos, uno de ellos el joven oficial esposo de Berta. Conque, recién casada, quedó sola. En razón de su rechazo al régimen despótico, declinó la oferta de los generales que, aceptada, la hubiera convertido en viuda nacional, receptora de prerrogativas vitalicias.
Pese a su rotunda negativa a servir de bandera, la emisora de televisión más prestigiosa difundió una extensa entrevista, donde ahondaba Berta de manera precisa en el desaire por ella inflingido. A través de ese conducto supo de la mujer Silvio Lanuza, un propietario de estancias e ingenios recién separado de su esposa. Abandonó el acaudalado la vida muelle llevada hasta entonces y, dejándolo todo al modo pedido a los seguidores de Cristo, como quien cree recibir en un signo extraordinario la divina llamada, o cumple una promesa arrancada en el lecho de muerte por un ser querido; decidió dedicar a la viuda inflexible tanto su tiempo como sus caudales. La correspondiente a la religión fue una coincidencia más, sumada a un cúmulo de encuentros en terrenos variados. Debido al malhadado síndrome, uno de los más perniciosos, aconsejan los médicos a la mujer no tener hijos, pues existe la posibilidad de heredarlo. Debido a esa circunstancia, sufre menos el hombre el lento caminar de su divorcio. En estos momentos se somete la enferma a un prolongado tratamiento que, dos médicos españoles, puestos de acuerdo, aconsejan. Canta para agrandar el ámbito de luz, para achicar las tinieblas de sus ojos invadiendo los oídos, la mente, el entorno más valorado. Los facultativos son de opinión favorable a la actividad, propiciándola Silvio. Berta interpreta zarzuela, pero puede con la ópera. Su voz se consolida, se robustece, se estratifica. Intervalos de hule y terracota se superponen en las vibraciones del aire agitando sus cuerdas, arco flexible, fulgor de hoguera. La iniciada pérdida de capacidad auditiva, pone en peligro no solo el progreso, la continuidad incluso. Canta su hombre por acompañarla, mostrando una voz que, tomada a tiempo, podía haber llegado muy alto.
La conversación con Mireya deriva hacia el coro porque así lo prefiero. Me parece la crujía que va a los pasillos laterales, a las habitaciones, a los asuntos de mayor importancia. Me dice Mireya al respecto que, aunque cueste admitirlo, el grupo formado constituye su patria, la nueva, la necesitada por los humanos. A él pertenecen, en él se refugian madre e hija y los otros extranjeros.
Apunta una hablilla simple, sin mayor trascendencia. Su madre suele hablar con Isa de asuntos de emigrados. Aunque su caso es distinto, Rita aconseja en ese terreno. Parece que ahí tenemos a Honorio enfurruñado, hasta aparecer un mimo de la mujer, colocándole en el que cree su sitio. Se comentan en el círculo los celos de mi amigo en tono de broma, con el mayor afecto. Me refiere la chica casos de colaboración entre miembros, idos más allá, en el sacrificio, de lo habitual entre parientes cercanos. Sucede en el lugar de los encuentros, un local donde no caben completos de no apretarse y compartir el metro cuadrado. Se lo prestó el Ayuntamiento al principio, cuando eran muchos menos. Sí, ocurre el prodigio en ese lugar repleto de historia, breve de fronteras, sin bandera, sin himno, dotado de una fiesta nacional definida por el día de la inauguración. Acto, aquel, embellecido por la presencia del concejal de cultura un quince de mayo. En ese mundo tan suyo, no es extraño que pase la noche algún recién llegado huido de otro sitio, o que en la cocinilla eléctrica improvise la cena una familia en apuros con lo recibido de los otros.
Subimos por la Cuesta de San Vicente, donde obreros nocturnos dan remate a unas obras aún acotadas en su extensión inicial, de modo que el tránsito es lento. La afluencia de vehículos nos obliga a detenernos a intervalos cada vez más cortos. Opto por aprovechar el tiempo internándome en su memoria más antigua.
—Háblame de ti, de vosotras. Dime de la actualidad, culminación de los sucesos origen de los recuerdos, de los recuerdos que propician lo de ahora. No sé, de cuanto quieras. Os supongo nostálgicas de Cuba.
—Mis recuerdos se confunden con lo oído a Rita. Son de la Habana, acaso. Del barrio donde vivíamos. Lindo, empavesado de buganvillas y madreselvas, perfumado de jazmines, paredes y techumbres desolladas por los días y el poco arreglo. De la vivienda, plena de reflejos luminosos, rodeada de vegetación: pimpollos floridos y frutos maduros. Veo una casa abierta a los extraños: hombres uniformados que entraban o salían y mujeres desenvueltas que serían sus esposas o amigas. Nostalgia, ¿dices? Acaso de la melodía y del ritmo invadiendo la calle, las cuatro cuadras de nuestro mundo, entorno del que los niños no debíamos salir. Nostalgia, sí. Añoranza del bullicio, hijo de la repentina excitación, en unas gentes hechas a vivir el momento como si no estuviera prevista la continuidad. Seres prendidos por una alegría desbordada, capaz de poner término a la tristeza insondable, sucesora, a su vez, del alborozo más completo. Sí, de ese modo lo entiendo, puede que añore aquel ambiente abierto y espontáneo, muestrario de emociones sin reprimir. Pero ya digo, no sabría separar lo vivido de lo escuchado decir.
Terminaron, por fin, el polémico subterráneo que atraviesa la Plaza de Oriente. Lo cruzamos en lo que dura un suspiro. Mucho ruido armaron para tan pocas nueces, pienso, si valoramos el resultado visible. Están donde estaban la magnífica plaza, el soberbio palacio y la nueva catedral antigua. Quizá hayan trazado la línea que los une, puede que hayan formado un espacio íntegro con las piezas sueltas. Mas falta pueblo que lo ocupe a diario en contra de lo sucedido en la Puerta del Sol. Los turistas son personas de paso, cada uno trae sus maneras, van y vienen hasta llevárselas integradas en otras vistas un instante. Sobre el silencio de mis palabras tras las suyas, suelto las nuevas mías:
—Dicen que la niñez es la patria. Debe de ser cierto. Así, al menos, lo he vivido en mi caso. Si voy a la niñez, voy a mi pueblo. Si voy a mi pueblo, voy a la niñez. No puedo verlos por separado.
—Tuve una niñez feliz y extraño los años pasados rodeada de primos. Jugábamos los nietos durante el día en lo de la abuela, dominio acotado junto al mar. Nos bañábamos desnudos y corríamos durante horas sobre la arena cambiante, ensopados con las minúsculas gotitas traídas por la brisa. Un día especial, cubrieron nuestros cuerpos con trusas de playa. Supe, entonces, que la infancia había terminado. Resultó cierto. El largo verano siguiente, Chimy, el primito, se lo pasó siguiéndome a todas partes, como si se tratara de un animal doméstico tras la persona que facilita su alimentación. Al término de las vacaciones, devuelto a su hogar, contaban los papás que apenas comía y se le iba desmayando la mirada poco a poco, hasta parecer ausente. Los tíos me invitaron a pasar con ellos algunos weekend, por ver si sanaba de su triste mal. Yo tenía diez años escasos y estaba muy desarrollada, pero era algo sonsa y no sabía. Él contaba ya doce o trece y tenía las ideas confusas, confundidas.

 

 

 

 

 

 

OCHO

Mientras Mireya prosigue el relato de su infancia, manejando el volante con maestría refleja; observo los laterales acristalados del Viaducto. Fueron destinados a impedir que se arrojasen a la calzada profunda, los suicidas menos convencidos, aquellos tentados a arrepentirse, de estar en su mano la marcha atrás en cuanto dieran el salto. Hubo razones de amor imposible en uno de los casos. La pasión es insensata, no acepta barreras. Más aún el ardor inicial, dispuesto a tenerse a sí mismo por objeto, sin pararse a pensar en las circunstancias de la persona elegida, ya sea la de mayor semejanza o la de menores coincidencias. Así recuerdo haberlo leído. Quizá por eso, pregunto a la muchacha cubana.
— ¿Seguiste viendo a tu primo?
—Sí, lo vi, apenas, durante dos o tres meses. —Explica con voz sacada del desván de la memoria. —Una vez fuimos juntos al cinematógrafo acompañados de una tía suya, soltera. En la oscuridad de la sala, cuando la mujer prestaba toda su atención al héroe protagonista, puso Chimy los labios en mis labios, caricia fugaz e inexperta. Luego, nada supe. Hasta que, tiempo después, comenzaron a llegar cartas desde Florida, en las que añadía él alguna frase sin significado para mí. Habían alcanzado los suyos la península a bordo de una embarcación inconsistente, cuando la discreción envolvía la realidad.
Eso enlaza, con lo que yo, narrador, sumando pedazos, conozco. Iban a encontrarse no tardando mucho, cuando, descompuesta la familia de Mireya, llegara la hora de emprender la marcha. Sucedió que, tras un gran revuelo judicial y político, encarcelaron al padre, militar influyente. La espaciosa vida llevada sufrió una merma dolorosa: inútil búsqueda de noticias, amigos de pronto indiferentes y dificultades para una sobrevivencia aceptable. Un día, imposible de olvidar por lo que se ve, el aguante dijo basta. Por eso, Rita, abrazando a la joven, explicó la realidad tal como la veía, dando inicio a un corto viaje muy largo. Empacaba la madre y Mireya, imitándola, puso en la maleta, bien a la vista, ajustadores propios, orgullosa de que el desarrollo del cuerpo hubiera llegado a ese punto. Agarró la alcancía mediada de monedas: dólares y pesos, más un muñequito de ojos saltones representando un simio de brazos flexibles, juguete emparentado con la niña, con la chiquilla renuente a la evolución. Como concesión extraordinaria, pudieron partir en avión. A través de la ventanita, forzando la postura, señalaba la madre la huella dejada unos años antes por sus tíos sobre el mar inquieto. Surco del tajamar que se confundía con otros miles: borrados del todo los más, algunos mostrando estelas recientes.
El monito de trapo, resto de la niñez pasado de matute por la cancela que ingresa al mundo de las muchachas adultas, se convirtió en confidente, receptáculo de emociones y amuleto. Disponía de brazos capaces de asirse al cuello en caricia amorosa, para permanecer en esa posición en tanto ella seguía con su actividad. De manera inexorable llegó para el muñeco la hora fatal. Sucumbiendo en la ceremonia de puesta de largo de la persona mayor que, el tiempo transcurrido, proporcionó a Mireya. En ese tumulto debió de fenecer pisoteado. No lo volvió a ver. Es posible imaginarlo en manos de otra niña necesitada de su compañía, huido de la indiferencia.
—En los Estados Unidos las cosas serían muy distintas, supongo.
—Sí, claro. Piensa que era otro mundo. Incluso para quienes llegábamos de El Vedado, damas distinguidas y sus caballeros, o de alguno de los barrios ricos. Incluso para los afortunados que, en La Habana, disfrutábamos de viviendas con baño propio y todos los lujos.
Llegadas Rita y ella a Miami, como no pensaban montar casa debido a los planes de marcha inminente, los dos primeros meses de exilio compartieron con sus tíos y primos la modesta vivienda. Chimy, crecido, afirmándose, era un jovencito de agradable estampa. Mireya comenzó a mirarlo de esa nueva manera. Si bien, otras chicas se interesaban por él. Chimy, disperso, a causa de la indiferencia o del olvido, prestó poca atención a la presencia de la bella prima. Después, tras la partida, llegadas a Madrid, espacio convertido en su presente esperanzado, la nueva realidad las absorbió por completo.
Se apasiona Mireya y, deteniendo el coche junto a la iglesia de San Francisco el Grande, habla con palabras nuevas, llenas de ritmo, calor y energía.
—Para muchos cubanos, Florida no era solo cuestión política, ni asunto de más o menos dólares, pues también contaba la creencia ingenua, en la libertad de acción y la posibilidad de progreso. Conceptos que alimentan todavía el mito de América. Porque los gringos quisieron en exclusiva el nombre del continente con el continente entero y se lo dimos.
Destapa mi pregunta acerca de su manera de ver la vida en Estados Unidos, una botella dueña de gas oprimido que se expande en segundos, liberando lo recogido en esencia.
«Poderosas compañías, empresas capaces de influir en las altas esferas, en los dirigentes a quienes antes allanaron el camino del poder; fueron estableciendo conductos suficientes para enviar, simples pajitas de tomar refrescos, el jugo de las otras naciones a su propia sede neoyorquina. Allá, donde los directivos y los accionistas solo tienen que succionar con empeño. Cuando las gentes, empobrecidas en los remotos lugares productores de materias primas, quieren seguir el camino de la riqueza en marcha, se encuentran con un muro, gruesa raya del río Grande que, si se logra pasar, da acceso a una esclavitud más llevadera. Emplea la plata omnipotente, dinero imán del dinero, a su completo servicio, verdaderos muñecos del teatro de títeres, cuyos hilos mueven personajes en la sombra, asistidos por oidores y mercenarios cargados de privilegios. Coloca la todopoderosa plata, caudal que engrasa los engranajes del poder, virreyes propios de las operetas, a modo de capataces de lo que fueron países soberanos, nacidos de una descolonización injusta y de los esforzados libertadores devenidos símbolos. La plata maligna, el dinero grande, reduce el sur de América, el centro y el norte inferior, a territorios selváticos y mares poblados de tiburones. En ese espacio, la ignorancia, el hambre y la desesperanza, se hacen auténticas fronteras de un enorme campamento de refugiados.»
Continúa Mireya, diciendo sin oír, algo de este estilo: «Por todo ello, los Estados Unidos constituyen un polo, a cuya atracción no escapan los cubanos; tierra de promisión donde arriban llenos de esperanza.» Añade, ya calmada, al tiempo que pone en marcha de nuevo el vehículo.
—Huidos, —acierto a decir, por no dejar la charla en monólogo —a quienes, en Cuba, unos envidian y otros consideran descastados y malos patriotas.
—Sin embargo, habrá siempre en la Isla, —me advierte Mireya —gente a la que ni huracanes ni dictaduras arrojen de allá; personas enamoradas de lo suyo, aun de las carencias, aceptadas como un elemento más de su forma de ser y de su particular modo de existir.
Arribados a Florida, la realidad, vista de cerca, modifica las posiciones previas, deshaciéndolas o reforzándolas según el sentir de cada uno. En aquella época, recalca la joven como si temiera no ser creída, «existía solidaridad entre los expatriados: quienes lograron salvar un patrimonio abultado, ayudaban a los que escaparon con lo puesto.»
Ellas no dispusieron del tiempo requerido para adaptarse. Salieron hacia España contra marea a finales del ochenta y nueve y, aunque conservan el acento, el habla es, no obstante, de acá. Solo afloran las viejas palabras, las que definen la provincia y la municipalidad de origen, en las conversaciones evocadoras del lejano período de la niñez.
—A mí me ocurre, que Rita llena las ausencias, los rotos de la memoria, —admite la hija entre orgullosa y apenada —y mis recuerdos van siendo los suyos. Lo mismo pasa con la nostalgia, pues la alimenta Rita. A pesar de ello, existen momentos que, transcurridos sin aparente influjo, he magnificado.
—Un fenómeno parecido nos ocurre a todos, —replico sin permitir desarrollo a la pausa —incluso a quienes disfrutamos de una aventura vital más sencilla. Los huecos dejados por las impresiones iniciales van recibiendo aportes posteriores, se amalgaman éstos con los recuerdos propios y no hay manera de diferenciarlos. Por lo dicho, deduzco que tiene imperio sobre ti tu mamá. Debe de ser una mujer extraordinaria, poseedora de una personalidad muy bien definida.
—Rita es muy compleja para ser explicada y soy hija única; razones por las que no puedo contrastar mis imágenes con afines. De haber tenido hermanos, en ellos vería el reflejo de sus particularidades, útil para formarme una opinión por contraste o similitud. La veo muy de cerca, mi ojo la mira entre parpadeos, tratando de retirar los aportes foráneos, sin alcanzar la perspectiva necesaria. Estando solas, nos ha nacido una corriente de cariño yendo de la una a la otra, para volver beneficiada, un latido que nos abarca a ambas. Pero sin salirme de esa posición propensa a suavizar los contornos, aprecio en ella dos virtudes afectándome decisivamente. Un enorme deseo de superación, fuerza irresistible que ayuda a marchar hacia adelante atravesando la manigua o el manglar, el mar embravecido, el páramo duro o el desierto extremo. Un tesón perdurable puesto en los objetivos que trata de conseguir. La otra es su pasión por lo mío: el equilibrado desarrollo de mi cuerpo, de mi mente; mi carrera musical, la inclinación a la escritura, un matrimonio ventajoso. Es decir, el futuro puesto a mis órdenes por ella, gata madre capaz de morir en defensa de su cría. Te diría ejemplos si no la perjudicaran, si tuviera la seguridad de echar mis peces a un estanque exento de fisuras, sin derrame posible. «Desprecia lo mediocre, no quiere medianías.»
—Lo sé, escuchado del amigo Honorio. Dice que suele su amada decir: «Para esta nimiedad mejor la nada. La nada es potencia, la nada es punto de arranque, solar adecuado para construir».
Yo, Virgilio, simple y complejo narrador, en mi pensamiento llego a más. Puede Rita, por todo ello, negar su origen, vaciar una parte de la vida y llenarla de nubes, de vegetación frondosa, de flores coloridas, de avecillas; quedando a la espera de una actualidad aceptable. Trasluce energía, lo he observado; contagiándola. Ante ella resulta difícil permanecer indiferente. No es extraño que a Honorio le atraiga temperamento tan poco común, no. Su enamoramiento es muy comprensible. Silenciando lo pensado, hablo y digo:
—Os dice que soy su mejor amigo, pero voy más lejos. Honorio es para mí un hermano. Si su defensa me pidiera poner en juego lo que poseo, en su resguardo iría con lo mío sin tomarme siquiera el tiempo de recapacitar. Si pensara que las nubes, ensombrecedoras del horizonte, llevan en su vientre un rayo o un pedrisco destinado a su cabeza, subiría a las nubes oscuras para desarmarlas. Es muy sensible al amor, al encanto femenino, a la sensualidad, a la belleza. Lo imagino barquito de papel en el mar de tu mamá. Me da miedo verlo sufrir un desengaño, alejándolo su reacción, de la felicidad a que tiene derecho.
—¡Ah!, si nada más es eso, despreocúpate. Serán amigos, puede que amantes; no me voy a escandalizar y, acá, a nadie nos debemos. Pero el matrimonio es un paso que Rita evitará dar por razones simples que, a mi pesar, me reservo, pues pertenecen a nuestro mundo íntimo. No es porque situemos a Honorio en lugar inferior al que tú lo pones, puesto que en él apreciamos una hidalguía poco habitual, compuesta de generosidad y nobleza. Es alegre, vivaz, culto, animoso y muy varonil. Careciendo de malicia, cuando se pone bravo resulta gracioso. Honorio merece encontrar un amor definitivo. Me temo que procurárselo no esté al alcance de la voluntad de Rita.
—Olvidas que Honorio está enamorado. Como espera todo del amor, sufrirá lo corriente y lo infrecuente si al cabo se le hurta el señuelo.
Replico como serpiente acabada de pisar por un caballo.
—No será un ejercicio inútil, mejorará su disposición con la práctica. El dolor de no alcanzar la meta estará compensado por el placer alcanzado en el recorrido.
Muestra Mireya una fría sinceridad que va más lejos de lo esperado, teniendo en cuenta que soy para ella un desconocido, una persona ajena a su ámbito. Por desgracia, cuando, desbrozado el camino, distingo los próximos trechos, llegamos a mi puerta y la indagación finaliza. Nada se ha malogrado, pues me hago convidar a un almuerzo sirviéndome de un pretexto incapaz de engañarla.
—He escuchado elogios acerca de tus virtudes culinarias. Estoy deseoso de probar algunos de los platitos cocinados por ti.
Hago mención de empujar la puerta del coche y, su gesto, detiene el mío. De la guantera toma una carpeta de color salmón, entregándomela abierta. Hay folios impresos en ordenador y una cinta de video.
—En el castillo te prometí una muestra de mis escritos. He juntado poemas y relatos de distintas épocas. Van fechados y no tendrás duda. Confío en que puedas dedicar tu conocimiento a su análisis. La opinión y recomendaciones me serán muy valiosas. En estos momentos, estoy ante una verdadera encrucijada: no sé si debo seguir escribiendo o dedicarme por completo a la música. ¡Ah!, cuando tengas tiempo echa un vistazo a esta película, te gustará.
Llamadas a ese instante me vienen a la memoria su promesa y la mía, destacando, luminoso, el acuerdo de intercambio incumplido. Al observar que el coche, parado como está, estorba el tránsito; rechazo la tentación de bajarle un ejemplar de mi novela. De todas las maneras, me digo, la puede encontrar en las librerías; sería un gesto fatuo. Es más, ni siquiera me lo ha recordado, puede que haya perdido el interés. Acaso, en el fondo, tema yo su juicio. No comprendo la razón de mi actitud. Así que, sin más dilaciones, dándole dos besos inocuos en las mejillas, me dispongo a alejarme.
—Lo haré, te lo aseguro. Escrutaré cada línea de tus escritos, anotando al margen mi impresión. Veré la película.
Oigo a mi voz, independiente de la voluntad, expresarse de manera irreflexiva a través de la ventanilla abierta.
—Eso espero. Acuérdate de entregarme, como prometiste, alguno de los cuentos que hayas terminado en los últimos meses, reclama al arrancar.
Juana me aguarda con la cena ya servida. Los chicos, que suelen picar cualquier cosa, estudian o leen en su habitación. Tomamos un combinado compuesto de verduras diversas cocinadas al vapor. Entre bocado y bocado voy refiriendo las nuevas que el coro aporta a mis escritos. No poseo por el momento una pluma brillante, siendo para los míos uno de los clásicos de mayor renombre, un consagrado con la prerrogativa inusual de seguir viviendo. Me escucha mi esposa con toda atención y, como si el relato explicara en mis labios la acción de una novela por entregas, queda pendiente del recorrido llevado por el amor de Honorio, al que, lo comprendo un momento más tarde, augura una existencia muy breve. Sorprendiéndome, a modo de adivinanza, pregunta:
—¿Qué condición resulta del todo imprescindible para encender una vela?
—Ha de estar apagada.
Respondo a modo de máquina porque los dos conocemos el acertijo. Bien, pues yo te aseguro, al hilo de las confesiones de Mireya, que Rita no se puede casar porque sigue casada. Lo comprendo al instante. Si Juana tiene razón, el embrollo en que se halla Honorio enquistado puede ser morrocotudo.
Luego, sentado yo en el sofá, invito a mi esposa a situarse al lado. Es entonces, cuando nos disponemos, tranquilos, indolentes, a ver la película en blanco y negro que Mireya me recomendó: Cautivos del mal, de Vincent Minelli. En la trama, el actor Kirk Douglas, inserto de lleno en la compleja personalidad de un productor de cine, sirviéndose de una habilidad diabólica, mueve hacia su propio fin los hilos de quienes lo rodean. Se sirve de ellos fingiendo darles la oportunidad soñada, de modo que lo siguen, aun convencidos de estar cometiendo una insensatez. Magnífica en todos los aspectos. Sin embargo, no alcanzo a ver en su plenitud el mensaje que, sospecho, quiere Mireya verme descifrar. Pudiera ser, no lo descarto, que coloque a su madre en el lugar del protagonista. Eso equivaldría a mostrarla sin máscara, a rostro descubierto. Al aparecer en la pantalla los títulos de crédito y la palabra fin, Juana muestra un leve disgusto. Es un mínimo enfado de chiquilla, debido, me figuro, a la finalización de una historia en la que se había metido por completo, remisa a romper la plácida languidez donde se hallaba sumida.
Observando la graciosa mueca de fastidio formada en sus labios, se me viene al pensamiento la deuda contraída con esta mujer, capaz de aceptar de mí las iniciativas más descabelladas. Abandoné mi puesto en la editora porque pasaba los días atado a la mesa, sintiéndome esclavo. Ni un ligero reproche, ni una objeción planteó. Es más, apoyándose en lo conseguido por mí hasta entonces en el terrero literario, cuentos y poemas escritos durante los fines de semana y en los días grises de las vacaciones. Magnificando mis logros, valorándolos incluso por encima de mi apreciación, defendía Juana la conveniencia de una entrega permanente a tal actividad. Llegó a considerar obligación irrenunciable, tanto suya como mía, el objetivo de dar a mis facultades un cauce expedito. Parecerá a los ojos extraños, que debiera yo sentirme, deudor a los ojos de mi esposa. Obligado a seguir el esfuerzo, a trancas y barrancas, hasta perfilar una obra discreta, adornada de algunos premios de poco prestigio; pero ca. Si mañana, por poner una fecha próxima, decidiera yo dejar de escribir para tomar el pincel y manchar lienzos vírgenes, esta criatura de Dios apoyaría el cambio repentino.
El mes de agosto viene echando a julio del pedestal y, aunque solo pretendamos mudar de ambiente, habremos de abandonar Madrid siquiera durante unos días. Nuestros hijos, por motivos de estudio, van a un campamento de idiomas y quedarán repasando. Por eso no contamos con sus preferencias. Pensaba yo ir a Barcelona, ciudad que nos place recorrer calle a calle, ya sea paseando por su magnífico barrio gótico, ya perdiéndonos en la ciudad antigua, El Raval o la Barceloneta. En Barcelona, Juana cuenta con parientes y, desde su domicilio de la Plaza de Las Glorias Catalanas, convertido en centro de las excursiones, podíamos llegar a la Costa Brava y al Pirineo cercano, muy rico en parajes bellos y en iglesias románicas. No obstante, propone mi esposa un lugar tranquilo del poniente peninsular, donde la vida rural se conserve inmutada y, tomando un plano de España, vamos excluyendo ciudades, pueblos de renombre, hasta salvar un reducto muy poco habitado en cuyas trochas, descansaremos.

 

 

 

 

 

 

NUEVE

Ignoro si corresponde a una vida pasada o futura, este sueño. Se ha amueblado en mi cabeza y debo desalojarlo. Era yo contable en una empresa constructora de centrales eléctricas, norteamericana a buen seguro. Área de España y Portugal, radicada en Madrid. Llevaba las relaciones con los bancos: ingresos y gastos, cuentas, nóminas. Mi compañero se apellidaba Estremera. La secretaria, Sole, estaba triste porque el novio había sido llamado a filas. Dos jefes tenían despacho con mirada a la calle y puerta en el nuestro. El cubano Gómez sabía todo de contabilidad. El vizcaíno Larrea no recuerdo a qué se dedicaba, pero ocupaba un despacho reducido similar al de Gómez, simétrico. Nuestro jefe era el director financiero, una persona muy meticulosa con quien yo despachaba. Dependíamos de una oficina más importante situada en Roma. Es una deducción, porque de vez en cuando llegaban enviados de allí, a los que mostrábamos carteles colgados en la pared de la sala de juntas, gráficos demostrativos de la actividad desarrollada desde la visita anterior. Lo pongo sin saber a ciencia cierta si tiene alguna sensatez, a la espera de dormir la noche entera de un tirón.
Han pasado dos días desde mi conversación con Mireya. Estoy en casa, en mi despacho para ser preciso. Manipulo el teclado del ordenador con la intención puesta en un párrafo dificultoso, más resistente de lo pensado al escribirlo. Avanzo a duras penas en mi nueva novela, Solo de voz en La Habana, pues me veo obligado a modificar lo escrito cuando los acontecimientos desmienten mis suposiciones. Abandono la actividad durante un momento, disponiéndome a leer. Siempre lo hago. Evito así el dolor de cabeza y el bloqueo mental. Se trata de la obra del premio Nobel americano Sinclair Lewis, llamada en la traducción española Fuego otoñal, siendo su título original en inglés, Dodsworth, apellido del protagonista. Abro el volumen por la página trescientas cuarenta y uno, donde se inicia el capítulo XXVIII, porque el separador me indica ese avance parcial, ahí llego. Comienzo la lectura y, en ese mismo instante, suena el teléfono. Está situado en el extremo derecho de la mesa, puesto al alcance de la mano para no levantarme.
—Virgilio, amigo, debes hacerme un favor. —Oigo decir a Honorio, a medio camino entre petición y orden.
—Sí, claro. —Respondo sin pensar, producto de una costumbre bien alimentada.
—Pero uno muy grande. ¿Sabes? Esta vez te necesito de veras. —En ese tono se expresa mi amigo, dando a sus palabras un dramatismo poco habitual en él, pues no suele percibir problemas intentado salpicar de sombras la vida.
—Lo sabes de sobra. Si no escapa a mis posibilidades, dalo por hecho. Pero dime, ¿te ocurre algo?
—El domingo me acompañarás a la comunión de una niña. No, no es esa. Se trata de la sobrina de Sole, una chica soltera, de mi edad más o menos, perteneciente al coro. ¡Qué va! Es de un pueblo de la provincia de Palencia. Vive con la madre, Lina, una anciana animosa que la acompaña siempre. ¡Oh! sí, muy buena gente, se mostrarán encantadas de tu presencia. Ya lo sé, no estás invitado, pero lo estoy yo; vienes conmigo y todo hecho. Uno más entre tantos no causará ninguna extorsión. Llevas un regalo y santas pascuas.
Sobre el silencio que se hace sitúo mi extrañeza y, sin disimulo, la expongo.
—Me tienes confundido, ¿eso es todo?
—¿Sabes?, no quiere casarse. Más aún, Rita pide distanciar nuestros encuentros. Hasta hace bien poco iba a verla cada pocos días, quedándome hasta la media noche. Creía tener suficientes razones para considerar aceptados y correspondidos mis sentimientos. En esa confianza apoyaba mis visitas. Tengo la impresión de estar siendo desplazado hacia una amistad que estoy muy lejos de pretender. Con ella, mi relación ha de ser íntegra y profunda o no será nada. Las medias tintas no van conmigo, ¿comprendes?
—¿Te prometió algo?, ¿hablasteis en alguna ocasión acerca de un futuro común?, ¿dijiste tú lo que pretendías?
—No a todo. Nunca. Esas cuestiones, cuando hay amor, se dan por sentadas. Los sentimientos no necesitan ayuda de la palabra para ser expresados o entendidos. Ya sabes lo que me cuesta ahondar. Me pongo colorado y digo inconveniencias no pensadas. En un par de ocasiones inicié una frase que iba por ese camino, pero algo la interrumpió obligándome a mudarla, a recomponer su apariencia con un sentido diferente.
—Antes de nada, compañero, has de tener una charla prolongada, abordando sin falsos pudores estos asuntos. Porque pudiera suceder que, amándote, no esté en su mano complacerte. Supón que el matrimonio le resulte vedado por un compromiso anterior imposible de eludir. Conocido el estorbo, si en verdad es recíproco el cariño, bien pudierais unir vuestros actos en busca de un arreglo, ¿no crees? De estar casada y no tener remedio el problema, debes saberlo cuanto antes para decidir tu conducta. ¡Qué menos!
Me oigo decir esta parrafada como quejido escapando de los labios sin autorización. Utilizo la hipótesis nacida de la intuición de Juana. Si ella no se hubiera puesto a cavilar, andaría yo subido al mismo guindo de Honorio. Soy consciente de ello: se desgarraría la rama, cayendo los dos.
—Las cosas han cambiado mucho, ¿sabes? Ahora existe el divorcio. Estar casada no representa impedimento insalvable. Pero no, es libre del todo. Su marido fue condenado a muerte y se dio cumplimiento oficial a la sentencia. Lo he leído en los periódicos de Cuba y en un libro que trata ese asunto. Por lo sabido, en el presente no tiene a nadie tan cerca; estoy convencido. Por otra parte, Mireya no ha de ser el problema. He pensado también en su oposición como causante de la de Rita, pero además de guapa es muy juiciosa y comprende. Es sincera conmigo. Congeniamos, lo habrás notado. La sé favorable a lo nuestro. Charlamos con frecuencia mientras Rita se prepara para salir, por eso conozco su pensamiento amplio y tolerante. Así que estoy desorientado. Ignoro, en realidad, si el viento llega del sur o del norte.
—Piensa a Rita engañándote sin pretenderlo, compañero. Conoces por Mireya que, con frecuencia, fabula y habita en la nube construida a su medida.
Soltadas las frases estoy por recogerlas, desdiciéndome. Pues temo herir con esa verdad a mi amigo.
—La conozco bien. Es capaz de modificar los detalles, pero respeta la esencia.
—Queda claro, en ese caso, poco puedo añadir. Respecto al favor pedido, entiendo que madre e hija están invitadas a la comunión y tú no deseas presentarte solo. Quieres mi compañía porque no tienes, ni la más remota idea, de cómo proceder cuando te encuentres con ellas ante los demás.
—Exacto. Has deshecho en palabras un nudo que no sabía desatar. Ahora vuelve el respiro a mi pecho. ¡Dime si vendrás!
—Iré, compañero. ¿Qué te parece una colección de libros de aventuras como obsequio? Salgari, Julio Verne, Stevenson, Swift.
—Se trata de una niña de nueve años…
—Por eso mismo. Quedará encantada, seguro. Además, nadie se atreverá a regalárselos. En todo caso, excluyo a Swift.
Llegado el domingo nos encontramos en mi casa Honorio y yo, ocupando la mañana en distintas actividades. Lo hacemos con parsimonia, al modo del visitante del casino por curiosidad. Empeñado en arriesgar las fichas retrasando el momento de quedarse sin nada. Puesto el tope en dos mil duros, le interesa alargarlos. Cifra el triunfo en conseguir que duren toda la velada, no aspira a otra cosa. Juana tomó hace un cuarto de hora el camino de la iglesia, con el sano propósito de dejarnos solos. Los chicos, educados en la libertad y en la duda, poco apegados a la religión, han preferido salir con sus amistades.
Tenemos un rato largo para preparar la táctica, considerando los pros y los contras de una conducta y los de la opuesta. La conveniencia de mostrarse distante ante Rita como si hubiera una magulladura punzante, o aparentar que nada hiere a quien resulta invulnerable. A la una y media es la cita y, el lugar, una iglesia de El Pardo. Allí, al lado, en unos jardines entoldados de madreselvas, nos servirán la comida. El padre de la comulgante es yerno y cuñado, respectivamente, de las mujeres palentinas. Honorio me habló de ellas. Hasta es posible que las viera en el castillo: madre e hija cortadas por el mismo patrón, un patrón fino y delicado de los que ya no se dibujan. Bien, el caso es que el hombre no halla ocupación prolongada y, tía y abuela, tienen en su casa a la niña para librar al matrimonio de la carga incorporada. Una infección intestinal, fiebres paratíficas o alguna enfermedad de similar desarrollo, mantuvo a la pequeña en cama cuando las compañeras de colegio comulgaron. Después, han ido retrasando la ceremonia hasta verla restablecida. Esta explicación última da Honorio a mi extrañeza. Justificada de sobra, pues cualquiera tiene a mayo como el mes destinado a las celebraciones del sacramento. Debió de olvidar las llaves mi mujer, pienso. Supongo a Juana llamando al timbre, cuando, por hacerse la hora de salir queda disuelta la reunión de dos, posponiendo hasta una nueva oportunidad los asuntos restantes. En efecto, se trata de ella regresando después de oír misa. Besos de cumplido, diciendo adiós y hasta luego, al salir Honorio y yo.
Se aglomera un público alegre y despreocupado a la puerta del templo. Al pronto no vemos ni a Mireya ni a Rita, descubriéndose Honorio temeroso de tales ausencias. Se dispone mi amigo, a presentarme a la abuela y a la tía de la comulgante. Mientras hablamos ambos con la madre de la niña, sorprendiéndome su juventud, ella mucho más joven que la hermana; en el acto mismo de entregar mi presente, se acercan las cubanas a saludarnos. En lo que hace a las relaciones de Honorio y Rita, todo marcha, en apariencia, lo mismo. Se habla de trivialidades, sabiendo que, en esta ocasión, cualquier asunto resulta nimio si se aparta de la médula. Mireya va a tocar el órgano y su madre dirigirá a los cantores, de modo que, requeridas por el capellán, entran ambas en la sacristía. Nos quedamos solos Honorio y yo, pues, si bien mi amigo participa en el homenaje, ensayó anoche y actuará sin indumentaria especial.
De improviso, del todo lúcido, me invade el convencimiento de transitar por la vida tomando fotos intelectuales de las personas. Voy abriendo un riguroso diafragma, capaz de permitir a las imágenes adentrarse en mi memoria a través de una lente imprecisa. Trasladándolas, luego, a mis escritos en forma de personajes principales o secundarios, meros extras acaso, de los que hacen bulto. La ocasión más reciente coincide con mi llegada al templo. Es el momento de abrirme paso. Lo hago a través de una moderada muchedumbre de invitados y curiosos. Para aprehender el conjunto la fotografía, un plano general, puede bastar, no se precisan detalles individuales. Aunque en el punto donde el grupo se despieza, yendo cada cual a lo suyo, cuando los protagonistas se me presentan uno a uno, o envueltos por allegados cuya acción influye en la marcha de los hechos, el retrato resulta necesario. Hasta un primerísimo primer plano si se dirigen a mí. Recapacito, sobre la marcha, en la utilidad complementaria de una buena radiografía. Intelectual, por supuesto, para mostrar los complejos interiores. Embutido en la piel del escritor concienzudo, que desea mejorar día a día el realismo de su invención, todos los aspectos, recipiente y contenido, apariencia y esencia, se manifiestan complementarios y, por ende, indispensables. Lo tengo en cuenta al verme a solas con Honorio, dispuesto a entregarle una opinión que le ayude.
—Me pediste un juicio, compañero. Te lo daré con la mayor prudencia de que soy capaz. Rita es una mujer extraordinaria en todos los sentidos. Vaya esta afirmación por delante marcando el camino de mi propósito. El tono canela de la piel, la armonía del rostro, territorio donde ojos, nariz y boca mantienen una concordancia exacta; sumada la esbelta elasticidad de su cuerpo, la hacen hermosa sin reservas. La personalidad bien definida, el deseo de independencia, ese toque de misterio, la presencia cuidada y la elegancia natural, hacen de ella una dama atrayente y distinguida. El conjunto es magnífico, sí. Difícilmente superable, de acuerdo. No obstante, esa mujer no te conviene en estos precisos momentos. Así de rotundo se muestra mi juicio. Te supera en edad y, si hoy exhibe un edifico bien conservado, en cuanto comience el declive, presto se desmoronará. Vive para sí y para su hija. Esa dualidad de intereses se concreta en uno solo llamado egoísmo. Siamesas en los últimos tiempos, te será difícil abrir una brecha entre ellas, separarlas y tomar a la amada sin que afecte a la vida de ambas, a su comportamiento. No te beneficia iniciar la disección por el lado de la madre, se resistirá a dejar sola a su niña. Habría Mireya de casarse o vivir por su cuenta, para que tu tentativa alcanzara el éxito. Además, el carácter de Rita es complejo. Proviene de una cultura desconocida para ti y, también en ese recinto, te quedarás a la puerta.
—Si yo tuviera la cabeza puesta en este asunto como si se tratara de una computadora, gélida, seguidora de pautas preestablecidas; es decir, si fuera una máquina, vería tus razones con claridad, te prestaría oídos y obraría en el sentido que marca tu consejo.
Eso me dice, esas son sus palabras. Añadiendo estas otras:
—Sabes, Virgilio, amigo, si tomo lo que me dictan los sentidos, combinándolo con lo que me reclaman las emociones, es decir, si miro el asunto desde mi propio punto de vista, los inconvenientes que señalas carecen de trascendencia. No son sino el reverso de la medalla que yo aprecio. Si se dieran las circunstancias ideales, si se abrieran las puertas, si se alisaran los obstáculos, mi corazón estaría en lo cierto y tus temores resultarían infundados. Solo un milagro puede hacer que las montañas se transformen en meseta, pero tu mente desapasionada da por hecho que los peligros se concretarán en su peor postura. Así que yo, Honorio Díez Quijada, cabeza y corazón unidos, tomo la decisión de seguir adelante. Más ahora, cuando la veo moverse con agilidad, despierta, vestida con sencilla elegancia. Más, en este instante, cuando su perfume impregna mi mano. Hic et nunc, creo con toda mi buena fe, realizable el hecho de cruzar de noche el frágil puente de lías a través del barranco, pues al otro lado me espera la felicidad. Dios es amor y comprenderá el mío. Él reforzará las cuerdas, Él iluminará mis pasos.
—¿Sabes lo que te digo? Pues te digo: ¡tienes razón! Adelante compañero: al Everest, a la Antártida, a la Amazonia, al Sahara, a los abisales fondos del océano inmenso. Ahora o nunca, te dice el destino. Así que yo, echándome a la espalda las palabras de hace un soplo, con toda la fuerza de mi garganta, te digo: ¡Ahora!
Si desconozco a Honorio, hombre metódico y previsor, persistente sorteador de peligros, a quien veo empeñado en alcanzar la acogedora tierra de promisión a través del mar proceloso; todavía más me desconozco yo mismo. Acabo de dar consejos envueltos en riesgo y aventura, enviando a mi amigo sobre una balsa, endebles tablas de chopo unidas con cuerdas de esparto quebradizo, a capturar el corazón hercúleo de la tempestad. Ignoro quién es ese orate que se me parece, al que imagino en lo alto del acantilado animando a Honorio a dominar la galerna.
Cuando vuelvo en mí, el cura oficiante, el público asistente y los invitados, conmovidos ante el ejemplo del coro, acompañan los tres grupos a duras penas al conjunto cantor, como un perro cansado a su dueño. La niña despierta, intuitiva, comulgante rezagada por culpa de la enfermedad; más los padres, solemnes, conmovidos; ocultan su indefensión bajo un manto de recogimiento, armiño blanco, rayos de sol, transformados en protagonistas involuntarios. Todo gira en su entorno: las lecturas de renuncia y de anhelos, la homilía y los gestos devotos. La ceremonia tradicional, la misa de siempre, se va abriendo camino a través de los cambios y de las intervenciones numerosas de los cantores, hasta alcanzar el definitivo Ite, missa est.
El almuerzo, servido en el jardín sombreado del restaurante, resulta placentero. Mi presencia inopinada fuerza la composición de una nueva mesa y la reforma de otras dos, quedando también incompletas, al no alcanzar los ocho comensales del resto. En la nuestra nos sentamos seis personas: a más de Rita, Mireya, Honorio y yo mismo, está Carmen. Se trata de la soriana a quien se refiere mi amigo como religiosa en Guinea. Un espíritu armónico asomado al exterior a través de un rostro sereno. Se añade un alcarreño de unos treinta años, quizá más, nacido en Sigüenza. Trabaja para una nueva empresa telefónica, fruto, como otras, de la reciente liberación comercial de las comunicaciones. Realiza llamadas a los domicilios con objeto de vender los servicios de su compañía.
Tengo a la izquierda a Mireya, a la derecha a Carmen, de modo que, el escritor y el hombre, se encuentran a las mil maravillas. Entramos en controversias cotidianas, eternas porque mudan de color, dependiendo su tono del cristal con que se miran. Comentamos las diferencias regionales. Norte, Sur, Este y Oeste; arriba, abajo, izquierda y derecha. En esta España, revoltijo de costumbres, que se va uniformando como sucede a lo ancho del mundo. Práctica impuesta por un dinero que, a modo de los agujeros negros del espacio, todo lo absorbe. Defendemos, magnificándolas, las escasas diferencias existentes, en un ejercicio inútil que busca la manera de resistir la uniformidad imparable. Nos asimos como a tabla de náufrago a juegos, presentando variantes en cada región, a dichos aislados, a las conmemoraciones locales: al folclore, en una palabra. Lo hacemos porque ahí se agota la diversidad. El de Guadalajara cuenta anécdotas de su incursión constante por los hogares ajenos, de sus interlocutores. Sucedidos que le llevan a conocer a la gente corriente, haciéndose del país una idea parecida a la nuestra. Vive en Collado Villalba, barrio de la estación, al pie del macizo recio del Guadarrama, con su esposa. Trabajan ambos en la capital sin darse coincidencia en el horario de una jornada extenuante. Él parte del hogar a las siete y media de la mañana, para regresar a las diez de la noche. Restando al trabajo las tres horas consumidas, ida y vuelta, por el viaje. Suma del tiempo tardado por el tren en dejarlo en Chamartín y el empleado por el autobús en acercarle a su oficina, próxima a Hortaleza. Quisieran engendrar una niña, pero en estas condiciones lo van posponiendo. Con leve reproche para la esposa ausente, se queja el marido. Sucede ya mediado el segundo plato, cuando la prevención se relaja. Lamenta no ver los programas deportivos, pues a la mujer interesan otros de mayor enjundia; diciendo enjundia con retintín evidente.
Me explica Carmen, acercando su boca a mi oído, que, siendo monja, allá en Bata, hubo de vencer obstáculos altos para casarse con el médico de la misión y seguir prestando sus brazos seglares. Barreras levantadas por su propia orden, con quien estuvo a punto de romper cualquier lazo. Formó una coral de trasparentes ángeles: niños y niñas. Con ellos adornaba las ceremonias religiosas, yendo por las aldeas desgranando un mensaje de hermandad. Su pasión por la música sacra fuerza a enseñar, a dirigir a otros, por eso está atenta a los gestos de Rita, mujer de quien admira casi todos los matices. Vive Carmen con austeridad y disciplina, considerando los dos años que estuvo casada, un paréntesis breve en una vida entregada al celibato monacal.

 

 

 

 

 

DIEZ

Saludo a unos cuantos de los convidados a la comunión. Invitados ellos, no añadidos como yo. El coro aglutina, lo entiendo así ahora. Las bromas, los deseos expresados de un futuro espléndido, se ajustan a la perfección al modo de ser de cada miembro, individualizándose. Prueba evidente de conocer los unos de los otros las circunstancias y las razones que las animan, señal de aprecio. Es cierto, forman una amplia familia. Me sirve el desahogo de un tenor de la provincia de Toledo, preocupado por la conducta vacía de sus hijos, para profundizar en la técnica del retrato interior, de la radiografía eficaz. De ese modo puedo integrar lo aprehendido en mis relatos. De esa manera percibo a sus hijos y esposa, descritos por él como enemigos de la manera antigua de ver la vida: ahorro y trabajo. Mejor aún, trajín y economía; eje y centro de su estricta filosofía paterna.
—Hablan del ocio —me dice el hombre encendido —no del descanso, que siempre entendí imprescindible. Del ocio, una forma nueva de orillar el deber gastando dinero, ténganlo o no. Hablan de ocio y disfrute. No es que los vea mano sobre mano, es que no los veo apenas y, más que pedir, exigen. Hijos de ahora: hiedras que te escalan en un abrazo ahogador. Hijos del presente: tus propias manos asiendo aquello que desprecias, tus pies llevándote adonde no quieres ir.
—Se irán. —Respondo con el fin de consolarlo. —Sus hijos elevarán el vuelo en cuanto encuentren un modo de vida que les satisfaga. Ustedes seguirán su camino añorándolos, pidiendo que vuelvan para estar con los nietos.
Sabiendo que la conversación puede girar sobre su propio eje, durante horas y horas sin ningún avance, me separo del pesaroso cuando una mujer poco común se aproxima por la izquierda.
—Verónica. Soy Verónica. —La oigo manifestar mientras alarga el brazo para darme la mano.
En un principio no la creo. Me explico: estando convencido, antes de anunciarlo ella, de que ese era el nombre, me parece imposible haber acertado.
—Ya lo sabía.
—Se lo has oído a Honorio, ¿verdad?
—Sí, pero no pensé en ello, te das un aire a la piadosa mujer que enjugó los sudores de Cristo.
—Puede ser, pero quien se parece a mí, de veras, es Mona Lisa.
Lo dice y, al instante, percibo en su rostro algún gesto destinado a recordar a la célebre Gioconda pintada por Da Vinci. Su larga cabellera propicia, de por sí, el parecido. No es solo eso: el cabello enmarca un rostro enigmático, impenetrable, cruzado por una sonrisa que no acaba de definirse. Ha de ser un trabajo de años, sin duda, el acercamiento a imagen tan renombrada, pero lo va consiguiendo. Es ancha de hombros, fornida. A la vista de su torso y extremidades, la sospecho librando una lucha sorda contra la obesidad. Me habla en un tono suave, surgiendo su voz melodiosa de una boca pequeña, bien hendida. El terciopelo, la seda de sus palabras, me acercan a la palidez de una piel tintada con leves pinceladas del rosa. Profundiza mi charla a modo de caldero, obteniendo de su pozo un caudal abundante. Ya sé, por ejemplo, que trabaja para la televisión y el cine. Rodó hace cinco meses la última película como ayudante de producción y, desde entonces, permanece en el paro. Gusta de la danza, presta a la zarzuela y a la ópera su voz, practica halterofilia y, de vez en cuando, algunos deportes tan arriesgados como volar colgada de un pequeño paracaídas, o descender por los ríos de montaña embutida en una frágil canoa. Confiesa, sin necesidad alguna, treinta y tres años y un apetito voraz. El dilatado noviazgo, mantenido desde los veinticinco con un señor de Valencia, jefe de sonido en una cadena autonómica de radiodifusión, terminará en noviembre. El día diecinueve de ese mismo mes, dejarán de ser novios. Sí, se convertirán en esposos.
Oigo la voz áspera de Cosme, descubriéndolo a mi espalda. Presta ayuda a una mujer madura, metida en carnes que, atrapada entre la silla y un travesaño del tablero tiene serias dificultades para abandonar la mesa. Reitero la petición de disculpas a las anfitrionas por mi intromisión, agradezco la vistosa ceremonia y el almuerzo. Mas ellas no están enojadas conmigo. Agradecen el regalo porque ha entusiasmado a la niña y, es más, muestran su pesar por no haber venido mi esposa. Me ofrezco a visitarlas con Juana para corregir lo incorrecto. Dicen que ha de ser más adelante. Mañana se van de vacaciones a Liérganes, un rincón precioso de Cantabria, donde todos los años alquilan una casa, pegada a un puente, llamado romano, elevado sobre el río Miera. A mi lado, Honorio felicita a la niña por los modales puestos de relieve, tan piadosos, en la ceremonia. Por el profundo sentimiento del que parecen nacer. Por unir ambos en un sacramento que, perdido el hondo sentido religioso, suele quedar en un mero acto social vacío del contenido verdadero.
Fuera, en el descampado, donde los coches permanecen a la espera de sus dueños, ascendiendo el talud que los domina, las dos mujeres y yo tratamos de concretar la fecha del almuerzo que me adeuda Mireya. Es entonces, sucede allí, ante nuestros ojos asombrados. En ese preciso momento, en el sendero por el que avanzamos, Rita resbala iniciando una caída sin llegar a su término, ya que Honorio, sirviéndose de una agilidad sorprendente, la toma en sus brazos e impide cualquier daño. Se trata de una anécdota, aunque revela la atención puesta por mi amigo en esa mujer, destacando su atenta intención protectora. Mas ocurre que Rita, sorprendida por el resbalón e ignorante del arranque de Honorio, en una exclamación con tintes de jaculatoria, pronuncia dos palabras ajenas a nuestra lengua: «Orisa oshún». Inquirimos con los ojos a Mireya, dándonos la joven una explicación alejada de aclarar gran cosa. «¡Va!, asuntos de negras. Fue santera de joven y eso perdura. Transporta lo de allá a la espalda, girando a veces lo de allá para situarse al frente. Aún me llama Cachita cuando goza de humor o quiere pedirme un imposible». Quedaría en nada este trance, unos minutos tan solo, si convertido en testimonio de un cariño franco no lo hubiera grabado yo en la memoria.
Parece ser el jueves un buen día para el convite de las mujeres y, puestos de acuerdo los tres, intento que Honorio nos acompañe. Alega mi amigo un viaje a París. Marcha concebida por el solo capricho de ver el eclipse solar en todo su esplendor oscurecido. Va ganado por la imposibilidad de las catástrofes predichas, la caída de la estación espacial Mir sobre la capital francesa, o el tan cacareado fin del mundo. No las concede ninguna probabilidad de producirse. Aprovechará, agrega, ocasión tan frívola, para vigilar la marcha de una de sus inversiones: un paquete de títulos pertenecientes a una empresa con sede allí. Metido de lleno en esos trámites agotará la semana. Lamentando su ausencia nos despedimos. Ellas regresan solas, mientras me dispongo a llevar a Honorio a casa, pues los del taller no le entregaron ayer el coche como habían prometido. Ha debido servirse del tren para ir a mi encuentro.
—Me alegra que hayas venido. La verdad, no sé lo que hubiera hecho sin ti. Me cuesta imaginarme en el supuesto de encontrarme solo. Resulta probable que ahora lamentara un comportamiento ridículo.
—No te extrañe, compañero, Cuando nos gobiernan los nervios, terminamos incurriendo en aquellos errores tratados de evitar. Ha sido un día completo. El ambiente era de lo más agradable. He visto, mejor dicho, he sentido, la acogedora relación de hermandad existente entre los integrantes del coro. Por si faltara algo, la expresión de Rita: «Orisa oshún», abre una puerta ignorada, permitiendo un mayor desarrollo al argumento de mi relato. Si, además, te he sido útil, pues miel sobre hojuelas.
—En el momento de dar el último repaso al manuscrito, disimularás los nombres y los rasgos físicos, me dijiste, ¿no es eso? Esconderás lugares concretos, hechos conocidos; modificarás las fechas. No me gustaría ser culpable de connivencia, mereciendo que me echaran en cara haber facilitado la entrada a un espía en el grupo, un detective sin conciencia de tal, quien después cuenta los entresijos. Fue santera de joven, lo dijo Mireya; ¿sabes tú qué es eso?
—Es tan solo una corazonada lo que tengo, compañero. Te advierto que, imitándote por una sola vez, estoy a punto de dar un salto hacia la conclusión desde premisas alejadas entre sí. De esa manera espero encontrar el busilis de cuestión tan preocupante para los dos.
—Bueno, bueno. Dime, entra en materia, aborda la nave. —Suma sinónimos mi amigo, tomado por una visible excitación.
—Eso pretendo. Quiero decirte antes, que, para comprender los asuntos del amor, cuando son ajenos, es posible utilizar la sensatez y predecir su trayectoria. Pues, si la víscera trasmite impulsos alejados de la lógica, sus estímulos pueden estar gobernados por la razón.
—Sí, ya sé. Déjate de filosofías. Dime de una vez el significado exacto o aproximado de ser santera. Si lo ignoras, no pasa nada.
—A eso iba, compañero. Te lo explico ahora mismito. Claro, santera. Pues ya ves, con esa palabra puede estar entregándonos la hija ciertas claves de la madre. Creo observar en las dos actrices un intercambio de papeles. En esta ocasión parece como si Mireya quisiera librarse de la presión materna, dando la madre a la joven por perdida.
—Vale, me rindo. ¡Olvida la pregunta! —Exclama Honorio empleando un tono de broma que acaso enmascara un inicio de enfado.
Por eso, haciéndome el ingenuo, prosigo.
—La santería es una religión muy popular en Cuba. Creo recordarla conciliando las creencias ancestrales de África, llevadas por los esclavos, con las católicas, aportadas por los españoles. Es muy posible que los adeptos se sirvan de las unas, bien vistas, para practicar las otras, prohibidas tiempo atrás.
—Entonces la santera será una especie de sacerdotisa, ¿no?
—Más o menos. Habré de averiguarlo con mayor definición. A lo mejor, lo aprendido nos acerca a la causa por la que casarse no depende de su voluntad. Puede que, muy pronto, dejemos de dar palos de ciego.
Me impide subir al piso de Honorio el hecho frecuente de carecer de un hueco para dejar el coche, pero no guardo en saco roto lo que preocupa a mi amigo. En cuanto llego a casa, explicando el incidente del tropiezo de Rita, pido a Juana asistencia. Ella da clases de historia en un colegio del barrio, sabe y me explica todo lo que conoce, poniéndome, además, en el camino adecuado de la investigación.
—Busca en la biblioteca del Ayuntamiento, en la Nacional si es preciso. Después, pregunta en la embajada de Cuba. En los archivos puedes encontrar adormilada la realidad antigua, un relato que, explicando los orígenes, hable de la evolución sufrida hasta llegar al presente. Te interesa, sobre todo, tocar la palpitante actualidad, por lo que necesitas dar con algún conocedor de primera mano. Supongo a la embajada depositaria de estudios recientes y, también, trabajando allí, personas al tanto de este asunto.
Se nota. He tocado un punto sensible de mi mujer, pues se desliza, sin darse cuenta, por la suave pendiente de la lección explicada al alumno. La oigo, sí, pero mezclo mis pensamientos con su decir pausado.
—Sigue. Todo eso me interesa.
—Quizá ambos contextos, viejo y nuevo, formen una misma raya, porque la evolución de los credos suele ser lenta, tanto en lo tocante a la liturgia como en lo referente al dogma. Circunstancia debida a que, los creyentes, tienden a conservar lo recibido para entregarlo intacto, puro, a los nuevos. De no haber sido como suele ocurrir en la historia de las ideas, ya sean políticas o religiosas. De tiempo en tiempo, un dirigente previsor impone una puesta al día terminada en cisma. Los ortodoxos no suelen aceptar fácilmente el punto de vista de los reformadores, enfrentándose a ellos en la más encarnizada de las luchas. Más tarde, un nuevo guía, carismático, logra la reunificación. Los extremistas, esta vez una minoría de ambos bandos, la desdeñan. Acabando por establecer, frustrados, dos reductos simétricos de nostalgia. Todo acontece de un modo cercano al descrito. No creo que la santería haya escapado a la norma generalizada.
—Empezaré mañana la búsqueda, —aseguro a Juana, —pero necesito una orientación previa como guía en el escrutinio. Comprende mi urgencia: el jueves almuerzo en casa de Rita. Considero ese el momento ideal para probar mi conjetura. Podría ocurrir que, por alguna razón, la santería impida casarse.
—Yo te expliqué mi manera de verlo.
—Sí, recuerdo tu opinión: no se puede casar porque está casada. En verdad, la comparto. Creo que las dos eventualidades pueden suceder a un tiempo. Las veo avanzando una sobre los carriles tendidos por la otra. Lo mágico viaja integrado en la costumbre, subido a lomos del discurrir. Imagina, por un momento nada más, a Rita obligada a mantenerse célibe, al permanecer en su extraña religión como sacerdotisa. Imagina que las tales, según sus creencias, no pueden contraer matrimonio con extraños a la secta o por considerarse esposas de la divinidad. En ese supuesto, tú y yo hablaríamos de lo mismo.
—No, no me refiero a eso. La entiendo casada con un hombre, con su primer marido. Él vive aún y, aunque exista separación, no se ha dado la definitiva rotura del vínculo legal. Pero bueno, tú a lo tuyo; al fin y al cabo, no son más que cálculos y especulaciones.
Es cierto lo que dice mi esposa. Solo son cálculos y especulaciones. Por eso me acerco un momento a los libros de casa. A la letra C y, en uno o dos periquetes, lo tengo.
—El diccionario enciclopédico señala que, Cachita, es como llama la gente a la Virgen de la Caridad, patrona de Cuba, con un célebre santuario situado en El Cobre. Ciudad esta, cercana a Santiago. Nombrada así, efectivamente, por una mina de cobre. Suscita un gran fervor religioso en cualquiera de sus advocaciones, a lo largo de todo el país. Según eso, pudiera ser, digo yo, que Orisha Oshún sea el nombre equivalente en la denominación paralela de los santeros.
Al hilo de esto, añade mi esposa como conclusión, quizá cansada, práctica ella, de cálculos y especulaciones:
—Los orishas son, según creo, dioses. Tiene sentido la suposición. De ese modo, Rita, en el grado que sea, ha de continuar siendo devota de la santería, si como dices invocó espontánea, al orisha en lugar de a la Virgen, al verse en peligro.

 

 

 

 

 

ONCE

En la Embajada de Cuba, llego hasta el agregado cultural, sobre quien me he informado previamente. Se trata de un joven muy leído, versado en campos diversos. De la protohistoria a la electrónica, de los idiomas prehispánicos al lenguaje cifrado, de la evolución del continente americano al remoto pasado de Europa. Amable él, servicial, me pasa a su despacho y, con franqueza, conversamos. Damos un paseo ágil a través de los tiempos y de las geografías. Se interesa por la novela en desarrollo, por mi obra anterior, por mi conocimiento acerca de la literatura actual y las vanguardias culturales. Hablamos de Cuba, de España, de lo que en común tenemos. Me intereso por la santería, se lo digo y, de eso, también hablamos. Me explica las características de la biblioteca y, en una sala bien surtida, entramos. Disponen los estantes, entre otros muchos, de una veintena de libros relativos a la materia buscada. Aún más, se ofrece, si lo creo necesario, a darme su parecer sobre algún aspecto necesitado de aclaración.
Libros de apariencias heterogéneas, examino un volumen tras otro, deteniéndome cuando algún indicio ilumina mis interrogantes. Entonces, si en verdad se trata de particularidades ilustrativas, capaces de guiarme en el comportamiento de Rita, tomo nota mental.
«En el inicio de los tiempos ya era Olofi. Olofi vagaba por el espacio sin fin rodeado de fuego en llamas y vapores ígneos. Se recreó, al depositar en las profundidades, las aguas oceánicas donde reside Olokun, orisha invisible e inimaginable. Separó las aguas superficiales, territorio del orisha Yemayá , de sus algas, de sus estrellamares, de sus peces bellísimos y de sus corales sangrientos. Posándose sobre todo ello surgió Oshumare, el orisha con la forma del arcoíris, engendrando la Luna enorme y los planetas chicos».
En las bodegas de los navíos, los esclavos Yorubas portaron desde África hasta América, desnudos y hacinados como iban, un bagaje inescrutable en el interior de sus mentes urgidas de temores, alentadas de esperanzas. Los mordiscos del hambre, la áspera lengua de la sed, la barra candente del látigo, incluso el frío garfio de la muerte, llamada Iku; se estrellaban contra el muro intangible formado por los orishas domésticos. Ellos, privativos de cada aldea, deteniéndose a centímetros del poderoso calcañar de los orishas universales. Analizo el índice de contenidos, campana anunciadora del paño guardado en el arca, para detenerme en los capítulos de sonido acompasado con mi idea preconcebida. La Regla de Palo estudian los autores. La Regla de Ocha, aproximándose más a lo intuido por mí. De los orishas y su correspondencia con los santos escriben, de los babalaos, padres o dueños del secreto y, por último, de sus prerrogativas. De los omos o médium, utilizados por el orisha para dirigirse a los humanos con toda su divina autoridad. De las réplicas correspondientes a las dudas que se le plantean, de los consejos facilitados a quien los pide. Muestran la relación completa de respuestas que, el babalao ha de grabar en su memoria antes de ejercer. Son metáforas y alegorías destinadas a ilustrar, sirviéndose de una ambigüedad oscura, las inquietudes albergadas en la generalidad de las personas, con independencia de la geografía que las acoja.
Voy sumando lo hallado en el diccionario de casa, en la modesta sala de lectura del barrio, en la Biblioteca Nacional y en los libros de la embajada, excelentes pagadores de mi búsqueda éstos últimos. Añado los sabrosos comentarios del agregado cultural, de quien me hago amigo. Con todo ello, levanto un edificio, incapaz de albergar en alguno de sus departamentos, las razones de Rita para querer apartarse, ahora precisamente, de Honorio.
Ni cuando el movimiento estaba aún en mantillas, ni a lo largo de toda su evolución posterior, a los adeptos les ha sido vedado el matrimonio con extraños. Los santeros, primer escalón sacerdotal, se casan. Los babalaos, grado superior, se casan. Tiene los babalaos protegidos, ahijados, hijos, que van adiestrando en el magisterio con las miras puestas en la sucesión. Pudiera existir una promesa individual, algún compromiso adquirido por su particular empeño, que la impidieran matrimoniar con Honorio; mas no está en mi mano conocer secretos tales de la persona concreta.
Atardece cuando Juana y yo salimos de paseo. Ha disminuido el calor exagerado del día y, en el parque El Retiro, se respira aire fresco. Caminamos despacio bajo los grandes árboles, bordeando el césped regado por unos aspersores desajustados, cuyos giros, de barrido imperfecto, lanzan sobre nosotros gotas gruesas. Ha concluido el remozado del Palacio de Cristal. Tan bello lo veo, que la mirada me lo trae como en una red a los ojos. Sobre ellos se alza la etérea construcción en la atalaya de mi mente, convirtiéndose, materializándose en la residencia siempre deseada. La imagino ceñida por la fronda: árboles y arbustos que muestran, ocultándolos, hierro y vidrio, los materiales conjugados en su fábrica. La alberca, orgullosa de su chorro altivo, baña los primeros peldaños de una escalinata cinematográfica. Se lo indico a Juana y ella, aún más imaginativa, comparte mi sueño y lo desarrolla. Hacemos ser lo que no es, representamos ser quienes no somos, para terminar, tejiendo una trenza de ilusiones en la expansión de la realidad instantánea. Ya en el declive del juego, la casa se muestra ficticia. Un decorado de película forma: escayola, cartón, hilos invisibles. Sin duda se trata, tan solo, de una fachada sostenida desde la parte trasera, apoyada en barras de una aleación liviana y firme. Apariencia nada más. Pues, al marcharse los actores después del rodaje, será transformada en otra apariencia. Miramos la evolución de los peces, los vemos avanzar agitando la cola, hasta saltar a la caza de insectos. Seguimos adelante, buscando, imaginando el espacio ideal. Para acabar convencidos de la existencia, cercana o remota, de un espacio capaz de atar nuestra vida a verdad más consistente. Al instante, los dos juntos, sin ponernos de acuerdo o puestos hace mucho tiempo, exclamamos: ¡Nuestra casa de ahora!
El paseo que bordea el estanque grande aparece muy concurrido. Echadores de cartas, malabaristas, titiriteros. Niños que se persiguen, se cruzan y entrecruzan; chocando, por último, con las personas mayores. En el agua la algarabía es, si cabe, mayor. Parejas, tríos, grupos y algún solitario, pueblan unas barcas pesadas agitándose hasta límites peligrosos, sacudidas por los movimientos bruscos de los pasajeros. Los remos se hacen armas para lanzar proyectiles de agua, salpicando a quienes pasan próximos. Una pareja se acerca a la orilla, forzada por las ondas provocadas al paso de la barcaza colectiva. Hombre y mujer, los suponemos amantes ensimismados en su amor, ajenos a tanto barullo. Así resulta ser. Él ha de mostrar, erguido, una considerable estatura. Pues, incluso sentado como va, parece alto. Su rostro, delgado, posee unas facciones viriles y armónicas. Ella luce con orgullo una melena rubia oscura tirando a rojiza, capaz de llegar a la tabla donde están sentados. Digo a Juana que me recuerdan mucho al yugoslavo Isa y a la singular Verónica, miembros del coro de quienes hemos hablado. Se dan un aire. Pueden ser ellos. Dibujan sus gestos, recortan su silueta, gastan ropas como las que les he visto puestas. Pero queda claro el error, porque Isa está casado y Verónica desposará en noviembre con un señor de Valencia. No se ven sus remos, quizá reposen en el fondo, sobre el charquito de agua acumulado por las salpicaduras. Apoya la mujer su cabeza en el pecho masculino, mimosa, entregada. Él besa la frente de ella con delicadeza. Difícilmente muestran en público ternura tan fresca, las parejas llegadas a la edad que ellos representan. Ha de ser lo suyo cosa reciente, pasión nacida al amparo de una primavera apremiante, confirmada por este ardoroso verano que estamos soportando. Un choque frontal fuerza a la barca a girar y, al deshacer el abrazo, surge un rostro. Sí, se trata de un semblante similar al de Mona Lisa. De improviso, toma él los remos y, de dos envites, se alejan.
Juana y yo estiramos con parsimonia nuestro itinerario. Dirigiéndonos hacia el paseo de coches sin premeditación, por pura costumbre. Hablamos de nuestros hijos, fuente constante de inquietudes y satisfacciones; parte cardinal de nuestra propia existencia. Estamos dispuestos, por un acuerdo tácito, a extrapolar el presente llevándolo al futuro, un futuro suyo y nuestro. Metidos de lleno en ese ejercicio lúdico, no obstante, acaso, profético, hablamos de la ampliación de estudios de Óscar, el tercero, recién licenciado en derecho, haciendo prácticas en despachos sin cobrar un duro. Nos referimos al empeño puesto por el muchacho, en redactar un currículo diciendo las cosas del modo más favorable con resultado creíble. Del ajetreo desplegado en la red electrónica, dejando historiales a derecha e izquierda en las variadas páginas abiertas con ese cometido recolector. Destacamos su confianza enorme y, por lo que se ve, intacta. Pese a las contestaciones traídas por el correo, formulando la negativa de manera impersonal y mecánica. Respuestas capaces de cortar pedazos con cuchilla invisible a su expectativa.
—Resulta indudable que, una simple carrera, ya no basta para colocarse bien —comento a mi esposa —y tenemos de ello ejemplos muy próximos. Ahí está, ahora, Borja, el hijo de la vecina del quinto. Va dando tumbos de empresa en empresa, sustituido al término del contrato por otro aspirante, a pesar de haberse esforzado lo indecible, ser dócil hasta la exageración y sacar su tarea adelante con resultados excelentes. O Chelo, la del tercero: se hizo economista y lleva un año enviando solicitudes sin efecto práctico. Aumenta el número de licenciados a la espera de trabajo, conociendo nosotros la feroz competencia. Por eso Óscar ha de seguir el mejor programa, el que prometa más probabilidades de empleo. Pues, aunque parezca caro, resultará rentable. Si Asesoría Jurídica de Empresas es la rama deseada, la más adaptable a su manera de ser, ofreciendo, además, interesantes salidas profesionales, mi opinión es que ha de especializarse en ella.
—Cuesta una verdadera fortuna, aunque las compañías contratan a los alumnos aun antes de terminar el curso. Eso, al menos, aseguran los promotores del título. —Argumenta Juana, aunque sin poner pasión pues me sabe convencido —Para pagar el montante total, los dos millones y medio, si te parece bien, pediremos un crédito; ahora los intereses han disminuido, podremos devolverlo en unos años.
—Estoy de acuerdo. En lo posible, debiéramos prescindir de los bancos. No encuentras uno solo capaz de exigir menos del nueve por ciento. Y has de sumar la comisión de apertura, que está en torno al dos. Recapacitando un poco, he encontrado una solución adecuada. El dinero recibido al dejar la editorial lo tenemos colocado al siete setenta. No está mal, pero, empleándolo ahora, sin hacer números casi, se descubre que ahorramos al pie de cien mil pesetas. De modo que resuelve tú misma.
—Sí, es verdad. Sin embargo, no quiero tocar ese dinero; será tu retiro si a mí me pasa algo.
—Ya. Si te pasa algo ¿quién paga el préstamo pedido? Estamos en las mismas.
No menciono, ni Juana lo hace, la posibilidad de recurrir de nuevo a Honorio. La idea carece de fundamento. Demasiado hemos de estar agradecidos, para añadir a nuestro debe el anticipo de un gasto a todas luces prescindible.
Hablamos de la asignatura que se resistía a Álvaro, el mayor. De la losa quitada de encima al aprobarla. Tan grande, que no hallo satisfacción semejante ni mirando a lo lejos, a no ser la curación de la pequeña. Lo sufrido por el muchacho, solo él lo sabe. Lo veíamos estudiar hasta las tantas, le sentíamos despertarse en cuanto se acostaba, aguijoneado por pesadillas pobladas de enfermedades y enfermos. En vez de volver a la cama dispuesto a perseguir el sueño, se entregaba al repaso de manera obsesiva. Dominaba la ciencia, es cierto. Mas al llegar el examen, los nervios, la mala fortuna o lo complejo del sistema de preguntas, dejaban en nada lo sabido. Ahora, ya es médico. Por mucho que tarde en sacar número adecuado en el examen Mir, vislumbra el futuro. De María hablamos, de su trabajo excesivo: once, doce horas diarias. De la agencia de publicidad que compensa su esfuerzo con una paga exigua, inamovible desde hace dos años. Del piso del concurso oficial, comprado con su novio en Aravaca, cuyas obras no avanzan cuanto ellos quisieran. Nos referimos, por último, a Leticia, la pequeña, que habrá de cambiar de escuela universitaria a comienzos de curso, al no haber obtenido nota suficiente para continuar. Se ve que la ingeniería informática es difícil y requiere mucho ahínco. Ella, debido al reposo prescrito por el doctor, no ha podido entregarse al estudio con todas sus fuerzas.
Concluido el vistazo echado al discurrir de los hechos por el territorio amigo, pienso a la parte gruesa de la dificultad viniendo de la escasez de caudales. De haber continuado yo en la editorial muy otro sería el panorama. Lo sé. Me siento culpable. No me atrevo a expresarlo en voz alta por no herir a Juana. Pues, sumida en un silencio prudente, puede estar llegando a una conclusión parecida. Las colaboraciones, los artículos, las conferencias y los derechos de autor, llegan sin orden ni concierto. Resultando escasos los dineros traídos.
Aquí termina el ejercicio profético de extrapolación del presente al futuro. Nuestros hijos no están, aún, en esa situación imaginada. Pero lo estarán si no cambian las circunstancias, o nosotros no modificamos la forma de enfrentarnos a ellas.
Bajamos las escaleras del parque hacia la calle de Menéndez Pelayo, junto a la plaza Mariano de Cavia. Observamos lo que ocurre en el entorno, sin visos de reanudar una conversación que, ni por asomo, ha agotado sus temas. Una madre, delante de nosotros, conduce a un chiquillo llorando sin posible consuelo. Todo, porque del triciclo montado se ha salido una rueda, no sabiendo acomodarla la buena mujer. Dando a mi muñeca un movimiento acertado, encajo los rodamientos en su eje con precisión de experto y, como por arte de magia, una sonrisa serena suaviza el rostro irritado del niño. La madre, viéndola, comprendiéndola, nos vamos a mi madre, a mi hermana nos vamos. A la suerte representada por el hecho de poder vivir juntas, ayudándose la una a la otra en sus necesidades, haciéndose mutua compañía.
En esto, a nuestra derecha, a solo cuatro pasos de distancia, junto a un grupo de petunias amarillas y moradas, pegado a una adelfa intensamente florecida, un gato salta sobre un ratón y lo atrapa. Lo suelta, vuelve sobre él y, de nuevo, deja un margen de maniobra sabido mínimo, insuficiente para la escapada. Está el pequeñín asustado, el miedo hiela sus movimientos y, en su deseo de huir, se equivoca entregándose. Las uñas lo sujetan por el espinazo, los cuatro colmillos se juntan en el pescuezo, en el vientre blanquecino. No da tiempo a la sangre para acudir a los huecos de las heridas, porque abriendo el gato con desmesura la boca, engulle al ratoncillo. El cazador luce una piel de color canela tirando a caramelo. Nos miramos Juana y yo durante un breve momento. Nuestros ojos, cómplices, aprovechan para intercambiar un sucinto mensaje encargado de resucitar la conversación.
—Me gustaría oír tus dudas sobre el noviazgo de Honorio y Rita. —Demanda Juana de improviso, aunque su petición no me sorprende.
—Como te dije, lo encuentro desequilibrado. Ahora, vete a saber, a lo mejor por eso mismo funciona. No soy ningún experto.
—Pero has dado tu parecer. Dijiste sin rodeos que, en tu opinión, esa mujer no le conviene. Parece arriesgado, ¿no crees? Has de estar muy convencido para aconsejar el olvido a quien no desea ni puede olvidar.
—Quizás, la amistad que me une a Honorio, me haga ver en Rita un peligro para él. Lo he pensado, te lo aseguro. Porque aislada, sola, la tengo por una mujer magnífica: bella, valiente y luchadora. Honorio la pinta ideal porque utiliza un pincel enamorado y, a mí, en cambio, me preocupan su ambición y egoísmo. Puede que los dos nos engañemos. Pero da igual. Si ella se niega a casarse, problema resuelto.
—Vaya faena, ¿no opinas que pudo decirlo antes, evitando su enamoramiento?
—¡Bah! No creo que la verdad frene a Honorio. De conocerla con pelos y señales actuaría del mismo modo. Mientras vea un resquicio por donde llegar a ella, tendrá esperanza. Si no lo ve, hará caso a lo intuido.
—Fíjate. Sospecho que Rita estaba dispuesta a unirse a él, no en matrimonio, porque no la veo libre, pero sí como amante. Algo ha debido de ocurrir en estos momentos, de suficiente importancia como para obligarla a mudar de propósito. Aunque, por ser mujer puedo tener alguna ventaja sobre ti, no termino de verlo claro.
—Quisiera adelantarme al tiempo para evitar sufrimiento a Honorio. No obstante, el paso de los días se enfila en mi contra. Sea o no sincera Rita, eso habrá de verse, porque la cuerda se romperá sin tardanza. Temo que, al quedar libre el extremo sujetado por ella, dé a mi amigo un zurriagazo en pleno rostro.
—Siendo como es, lo sufrirá en silencio. No sabremos nosotros de la misa la media.
Desde Cavanilles torcemos por Narciso Serra y, antes de llegar al cruce con Valderribas, en el quicio de una puerta hallamos a Cosme sentado en un sillón de mimbre. Está de palique con una mujer, acaso la suya. Nos ve y, como si un resorte le impulsara, se pone de pie con un vigor impropio de su edad.
—Tere, saluda a estos señores; son amigos de Honorio.
—Entonces, buena gente. —Oigo decir a Tere.
—Juana, mi señora. —Indico, presentándola. —Mi nombre es Virgilio. Resulta bien cierto, somos amigos de Honorio.
—Tanto gusto. —Responde la mujer, dándonos la mano mientras se levanta, no sin esfuerzo, obligada por la cortesía.
Corta Cosme el inicio de conversación y, tomando mi brazo, me conduce hacia el interior del portal.
—Mira, esta es mi máquina. —Informa trasparentando un orgullo inocente, al tiempo de mostrarme una bicicleta deportiva de flamantes colores. Para añadir, en un tono más íntimo: —Toma, toma, levántala. ¡Una pluma! Si me pilla la afición de joven otra cosa hubiera sido mi vida.
La alzo sin esfuerzo asiéndola de la barra, porque, en verdad, es muy ligera.
—He venido hace un momento de dar unas pedaladas por la carretera de Valencia y, al encontrarme a esta mujer al fresco, como me había bajado el sillón, he dejado la bici dentro y me he quedado de cháchara.
—Me engañaba ya con la antigua, una de cables del freno sueltos. Aquella era más fea. —Denuncia la mujer con algo de rencor envuelto en el doble sentido. —Ahora, al salir de trabajar, cuando no tiene coro, en vez de sacarme a mí se va con su novia. ¡Diantre de hombre!
—Ahí, donde la ves, mi novia como ésta dice, cuesta treinta mil duros. Han sido pagados a tocateja, porque Honorio los ha adelantado en su mayor parte.
—Esa es otra, no sé cuándo vas a devolvérselos, porque con la menudencia de tu sueldo… —Se le escapa a Tere la inconveniencia, llevada por un resentimiento que nuestra presencia no logra frenar.
—No hagáis caso. Es una buena mujer. Pero desde que nos quedamos solos me trata como si fuera su hijo. Hago de mecánico en un equipo ciclista profesional y, no siendo la paga muy allá, la redondean las dietas por desplazamiento.
—Parece que no tenemos donde echar las perras. Debemos cambiar la cocina, pues ya está en las últimas. —Añade la esposa con el ánimo irritado.
—Calla, mujer. Qué van a pensar estos señores de nosotros…
Resulta que, desde el abandono del canto y el matrimonio de la hija, vive Cosme en esta casa antigua junto a su esposa. No tienen aire acondicionado y salen a la calle porque se respira mejor, no faltando conocidos con los que pegar la hebra.
—¡Qué pequeño es el mundo! —Exclama Juana, con ánimo de conclusión.
—Más de lo que nos imaginamos. —Agrego, como si tuviera pruebas fehacientes desconocidas por los demás.
Todo es relativo, me digo en lo íntimo a modo de desarrollo teórico: Madrid nos parece un pueblo cuando encontramos a algún conocido en un lugar distante. Creyéndolo enorme cuando pasan meses sin cruzarnos con quien vive en el portal de al lado.
Adquiriendo compromiso de visita para una de las tardes próximas, proseguimos Juana y yo el paseo hasta nuestra bella manzana, vía principal donde, en un quinto piso con balcón al patio ajardinado, entorno floral alrededor de la piscina, intentamos vivir felices con nuestros hijos, a pesar de los inconvenientes acarreados por la vida, o contando con ellos, buscando remedio y compensación apropiada.

 

 

 

 

 

 

DOCE

La muerte, escultora del rostro apesadumbrado de mi madre y, acaso, raíz impulsora de mi carácter receloso, me llama a la aldea de nuevo. Voy y vengo, testigo de funerales que me tocan de cerca, con una frecuencia apartada por exceso de la normalidad. Esta vez, se trata de la prima Angelines y, la desgracia, rompe el hilo de mi indagación en el coro, introduciendo un nuevo elemento de demora. Me disgusta usar el automóvil para estos menesteres penosos, apresurados siempre: ida y vuelta en una larga marcha de dos días y una noche. Se encuentra la estación tan a mano del pueblo que, en cuanto bajo del tren, el coche de línea me hace un hueco junto a conocidos, cronistas de las habladurías últimas en trecho tan corto. Durante el viaje, ajeno al volante, puedo prestar mi atención a las páginas de un libro de mi agrado. Puedo ocuparme, si lo creo oportuno, de los compañeros de asiento. Atiendo al paisaje, tierras de labor y, a intervalos, de unos pocos árboles, llegados de improviso para escapar al momento, recorriendo en un periquete la distancia separadora de la lejanía, una mancha indefinida disminuyendo con celeridad hasta diluirse.
Retorno triste, carente de la expectativa que me trajo en volandas, deseoso de conocer los detalles del suceso, de ver una vez más a quienes, en cierto modo, considero míos. Aquejado de cierta parsimonia subo en Sahagún al furgón de cola, con tiempo de sobra. Me entrego a la lectura en cuanto nos apartamos de la villa. Lejos ya las vistas urbanas que suelen reclamar mi atención. Inicio el prólogo del libro, avanzo unos pasos por él, encontrándolo enjundioso; anticipo y reflejo de lo deseado en su interior. Al menos, eso me digo esperanzado. Mas la incursión dura un momento, porque como una visión atrayente, enmarcado en la ventanilla aparece Grajal de Campos, pueblo de cuya historia da testimonio el castillo. Me invita el conjunto a levantar la mirada, para posarla en su palacio renacentista y en la enigmática torre de la iglesia. Lo hago complacido. Tras Grajal llega Villada, patria de Tomás Salvador, escritor de vida y obra palpitantes. Después, Paredes de Nava, cuna de esclarecidos hombres: escultores, pintores, literatos. Regreso al libro y leo las estrofas que encabezan el poemario, escogidas entre todas por el autor para descubrir, cuanto antes, su buen hacer e interesar a los lectores. Las calibro, las sopeso y, cuando me dispongo a formular una opinión, el Cristo de Victorio Macho anuncia que estoy en Palencia. Crecida la imagen en lo alto del Otero, hierática, grave y misericordiosa; un alma puso el escultor, se ve en la mirada, de las almas tan recias encargadas de dar forma a esta tierra.
No ha sido uno más en la lista de entierros. Éste de mi prima Angelines resultó, si cabe, más emotivo. Último de una tanda de nueve en treinta meses y medio. Ahora, en el tren de Madrid, falto de la compañía de Juana por la suprema razón del trabajo, conocido el paisaje y vacíos los asientos próximos, sin que me distraigan los trigales ralos convertidos por la siega en rastrojos, monotonía de los tonos pajizos; con los ojos cerrados pienso en todo ello padeciendo y consolándome.
Estaba llena la iglesia de la aldea. Eso siendo grande: de cuando la población triplicaba a la actual. Cántaro rebosante parecía el templo. Tantas personas había que, un grupo numeroso, hubo de quedarse fuera, siguiendo con dificultad la ceremonia desde el atrio. Cuando hace mes y medio dimos tierra a su hermana, con ser muchos los fieles llenando la nave central y las capillas laterales, a la zaga iba la suma de asistentes. Debían valer lo suyo estas chicas, siendo apreciadas en la comarca: tanto en Sahagún, donde residían ejerciendo su profesión, la una maestra y la otra modista, como en nuestro pueblo, donde tenían casa abierta y pasaban las vacaciones.
Si no fue repetición el funeral, hubo al menos coincidencias acusadas. Un mismo cura oficiante, el párroco, compartido con otros cuatro pueblos, a mayores, la intensidad puesta y desprendida por el desarrollo litúrgico. Más aún: idéntico capellán invitado, su primo Juan, hijo de la señora Josefa. Por hisopo usaron, de igual forma, una rama de romero. No es que carezcan de aspersorio, pues existe uno antiguo de plata. Se tratará de un retorno a ritos primitivos, presumo. La homilía hizo liberar lágrimas a algunas mujeres. Yo, duro en apariencia, lo confieso, estuve a punto del llanto interior, recoveco íntimo donde a veces esbozo una sonrisa o me encuentro mohíno.
El cáncer, origen del fin de la prima, resultó hallarse muy extendido, pues de los tejidos de arranque pasó, en cuestión de meses, a órganos vitales. Primero tomó el hígado, luego, tras un corto asedio, dominó al pulmón. Iba a la conquista del cerebro en su evolución invasora, cuando, carente de carne que cubriera los huesos, exhausto el resuello, expiró la mujer sin la menor violencia. Me lo confiesa la monja que la atendió en el adiós. Lo sé, no es nada palpable su comentario final. Simple conjetura religiosa de la sor, supongo: «En ese instante concreto, el del tránsito, la tormenta que inquietaba el entendimiento de la finada se deshizo en relámpagos y el más luminoso de todos, deslumbrante, produjo el efecto de una alucinación.»
Es cierto, ese comentario espolea mi magín poniéndolo al galope. Uniendo lo acabado de oír, con lo conocido por las confidencias de mi prima, añado un desarrollo intangible. Llegando las imágenes como en un sueño difuso, aparecieron ante Angelines dos espectros. Uno apacible: sandalias, túnica y velo níveos; rosáceos el rostro y las manos. En su delirio, pudo identificarlo con Azucena, la hermana viva, ángel de presencia tranquilizadora. El otro fantasma poseía un aspecto turbador: sayal, cíngulo, sobretodo y capucha de un color gris en el tono más oscuro. Pálidos presentaba el semblante y los dedos. En su traslación, debió de atribuirlos a Lucía, la hermana muerta, angelical despojo. Una escala trenzada de ramas frutales, manzanas y peras prendidas aún, le tendía Azucena desde una posición superior a la suya. Una cadena vestida de raso asió Lucía a los tobillos, tratando, in extremis, de llevarla a lugares inferiores, ínfimas y lóbregas estancias, descanso de los idos.
La consecuencia imaginada por mí, se apoya, con desgarradora fidelidad, en el juramento pactado años antes, sabido en la concreción de tan alto grado de confianza puesto en mí. «Con las dos hermanas iría si sus destinos fueran conciliables.» Así lo entendí y lo entiendo: no deseaba romper el equilibrio ni inclinar el fiel de la balanza. Por eso caminó unos pasos sobre arenas movedizas, ignorando el sendero, hasta que un frío profundo la invadió y sus ojos entraron en la negrura total.
Hace quince meses, poco más o menos, el escenario del altar mayor las acogía: mustias flores alejadas de la intemperie. Al pie del catafalco de su madre, eran tres figuras etéreas recibiendo el pésame, proyectando planes de convivencia. Abrumadas y desvalidas, semejaban hojas a merced del viento, retablo de piedad y desventura, curvatura de espaldas arqueadas. De las manos entrelazadas, de los propósitos comunes, recibían el calor preciso, la seguridad frente a la hilera interminable de amistades. De ese modo, una al lado de las otras, aparecían en las esquelas, arropadas por mi tío Juan y mi primo Alfredo. Nada voy a contar fuera delo explicado en los sucesivos recordatorios, lenta resta de nombres de apenados, en su continuo trasvase de afligido a difunto de los miembros de la familia. En ellos está la historia escrita, arrancando cuando, a sus treinta años, a Alberto, el mayor, se le descubre un corazón grande, dando por hurgar a los cirujanos, tratando de componer válvulas sin compostura. Meros pretextos, ¿acaso no resiste Azucena, con algo de mimo, un padecer idéntico? Ese remedio vano fue el inicio de todos los males. La exigua tarjeta de invitación al recuerdo, al pie de la foto, decía: Andrés ha muerto, lo sienten sus padres y los cuatro hermanos. Ellas, las tres plumas que, separadas, zarandea el aire agitado, se leen juntas, ordenadas por edad, enlazadas con rasgos, para los demás, imperceptibles. En aquel instante, entró la desgracia en la casa y, de lo sabido, se intuye una agitación incapaz de calma. Mordía los rostros contritos, las entrañas reblandecidas.
El tren avanza siguiendo el dictado de la inercia, aprovechando la facilidad ofrecida por los carriles, sin frenarlo mi sentir apesadumbrado o mi atención distraída. Antes de llegar a Dueñas la ventanilla me entrega por el lado izquierdo, como un privilegio, la serena visión del Monasterio de la Trapa. Estampa, siempre admirada por mi complacencia, pegada a la iglesia románica, nacida esta como excrecencia de piedra a la piedra. Momentos después, por el otro costado, se ofrece a mi curiosidad el pueblo, covachas de las laderas y casas ilustres guardadas en el desván de mi memoria. Porque ahí, en la vivienda dominio de la estación, conocí a Mariamparo. Fue un amor que no llegó a cuajar, estando a punto de guiar mi conducta futura. Bajé a beber agua de un botijo en aquella ocasión, la vi, hablamos y, sin darnos cuenta, el tren se marchó con mis amigos llevándose el equipaje. Adolescente plagada de ilusiones tangibles, sus ojos activaron la felicidad dormida en mi interior. Sostuvimos una charla de, al menos, tres horas. Hasta que el viento destinado a avivar la hoguera recién prendida, cambió de orientación, llegando un nuevo tren con el cometido de separarnos. Luego me hice emigrante. Estuve ausente mil años o casi, hasta empezar a llamarme insistentes los entierros con su voz de campana. En mis idas y venidas, al descubrir la estación, renuevo la esperanza de ver a Mariamparo quieta en la edad aquella.
Inició la tanda de muertes, Alberto, según he dicho. Después, todo lo que tarda el sufrimiento en dar la puntilla a una enferma crónica, murió su madre, a quien yo quería porque era accesible y cálida como refugio en la nieve, hogar encendido día y noche para los extraños. Unos meses retrasó mi tía Marcela el irse y, otros tantos, el volver a por su esposo, desguarnecidos los flancos sin ella, desorientado. Como si el parentesco fuera una maroma a la que la gente ata su proceder, no sé si medio año después o acaso menos, feneció su hermana, viuda de Félix, hermano de mi madre.
Cuando perdí a mi abuela paterna era yo muy niño, menor de tres años acaso, pues no iba aún a la escuela. Siendo, por tanto, Félix, mi tío carnal, uno de los primeros parientes anotados en mi cuenta de difuntos. Sucedió poco antes de enfermar mi tía Niceta, de esa enfermedad suya tan poco corriente, hiriente y amarga. La una tras el otro, agonizaron en la misma habitación, esa que abre ventana al corral del vecino. Quizá en la misma cama, posiblemente en una postura idéntica, girados del lado íntimo de la pared, con turbación de enfermos pudorosos. Expiraron ambos mediando un intervalo de meses, como si la casa heredada estuviera maldita, o fuera el origen de contagios letales.
Conozco la manera de afectar al niño que yo era, la idea de la muerte, tan concreta, tan precisa. Directa y, además, de soslayo; es decir, en lo de dentro y en lo de fuera. Unas veces, jugaba yo sobre el sendero mítico, a ser un rey peregrino del Camino de Santiago, monarca viajando de incógnito hasta ser descubierto y aclamado por la gente sencilla. En el momento triste en que me fueron trasladados los avisos, soñaba despierto, debiendo descender de la nube azul y blanca. Puedo asegurarlo, mi conducta posterior superó a la del niño, cuando, dándome por enterado no estaba obligado a reacción. En otras ocasiones dibujaba mandobles en el aire con una espada de madera, enarbolando una enseña deslucida, un pañuelo de mujer atado al palo de una escoba. Lo dejaba todo para consolar a mi madre. Bebía yo sus lágrimas como en una fuente. Acariciaba sus cabellos al musitar palabras que, en sí mismas, nada eran. Sin embargo, el tono melifluo obraba en ella el milagro de silenciar el llanto, disponiendo con entereza los actos relativos al sepelio.
Sobre la misma explanada arremetía yo contra una cuadrilla de enemigos, amigos míos desde el nacimiento, o escalaba los muros de una fortaleza fingida, cuando a mi abuelo materno lo descabalgó el jumento, rompiéndole la crisma y el suspiro. El destino adverso, evidenciando una prisa inhumana, se hizo con él sin entregar el tiempo necesario para anunciar a la esposa, mi abuela, su marcha. Sin embargo, la agonía de la mujer fuerte y laboriosa que fue su compañera, dándole nueve vástagos, resultó larga en exceso. Años y años queriendo ir detrás de los dos hijos muertos, detrás del marido. Media eternidad esperando a la muerte, deseando ser llamada ella misma, para acercarse, sobre hombros familiares, a su lugar de descanso eterno, tramo final del camino de la ermita, cementerio orillado por tapias de piedra y esconces floridos.
Mi abuela atesoraba el cariño en estado puro, teniéndolo siempre disponible para los nietos. Tomaba yo a diario, por mutua devoción, una dosis suficiente a mi necesidad, incluso sobrada. Esperaba ella mi visita, siendo yo de mi visita incapaz de privarla. Aunque estuviera a su lado el mínimo tiempo que permanece un lamento en el aire, porque era esperado por la cuadrilla de amigos en la portalada, todas las tardes me presentaba donde ella cosía: estufa, patio o corrales. Sus relatos me tenían en cuenta, no eran solo desahogo de viuda privada de parte de su prole. Preguntaba por la marcha de mis cosas, escuchaba las explicaciones enredadas, hablándome de los tiempos idos. Tan vestidos estos de domingo unas veces, tan desastrados otras, que yo, nivelándolos, me hacía una idea cercana a la realidad. Cuando ya su existencia no daba más de sí, fui al pueblo grande en busca del médico. Corrí subido a una bicicleta sin frenos, despreciando el peligro inmediato, pensando solo en ganar tiempo para incrementar con él la oportunidad de cura. En cuanto el doctor hubo terminado de examinarla: pulso, frente, pecho, vientre y espalda; comunicó el sombrío dictamen a los allí reunidos. El niño que yo iba dejando de ser, mezclado con los mayores, pasó a la alcoba para entregar en silencio el testimonio de pesar, la ofrenda de las lágrimas abundantes. Supe así, gota a gota, de la muerte indestructible: desgajo, calamidad, extraña esencia enemiga. De sus consecuencias formé juicio, viendo los nubarrones que sobre la casa elegida quedaban flotando, largo tiempo flotando y flotando.
Se detiene el tren en la estación de Valladolid, junto al cuartel de Artillería, escenario de mi servicio militar. ¡Qué tiempos! Era joven, por eso, a una ilusión rota le sucedía otra intacta, sin cortar las cuerdas, sin desempaquetar aún. Ejercitaba mis nulas habilidades bélicas, fregaba el suelo de la batería, conducía un camión vencido por el uso, dormía o vigilaba el sueño de los otros. A la vez concebía planes destinados a dominar un porvenir aún indeterminado, cuyo aspecto me era difícil imaginar de una sola manera. Durante los lapsos de asueto escribía cartas a Juana, desplegando los trabajos y los sueños que nos mantendrían unidos. En ocasiones llegaba mi novia a verme. Paseábamos por las calles céntricas, Plaza Mayor y alrededores. Sentándonos, por último, en alguna cafetería de la plaza de la Fuente Dorada o de la calle de Santiago, decididos a sacar el máximo provecho a los minutos restantes, besándonos las manos y el rostro, abrazados por la ternura y la sensualidad, hasta que los camareros censuraban nuestro impulso amoroso, obligándonos a abandonar el establecimiento.
La memoria lo trae a colación, desconociendo yo el motivo. Ocurrió dos años largos después de lo referido. Era la urbe semejante a esta, considerada mía por mi propio sentido de la pertenencia. Encrucijada de mis pasos dispersos. Allí, exactamente, en ese entorno inolvidable, desde su avenida principal, frente al parque, al lado mismo del Paseo, partí con el doctor. Era él, catedrático de la Universidad, reputada eminencia vista por mí, como último recurso para salvar la vida de mi padre. Vivían mi madre y él en el pueblo desde la jubilación de ambos. Íbamos en el coche del doctor. Emocional yo, razonadamente esperanzado. Él, atento a la carretera, me hacía preguntas sobre los síntomas actuales y las enfermedades pasadas. Conducía un modelo rápido, pese a lo cual, llegamos a deshora, encontrando abiertas de par en par las puertas y ventanas de la casa. Arremolinado, invadiendo el jardín y la huerta, estaba el pueblo entero de chavales y mujeres, quienes acompasaban sus rezos al clamor de las campanas. «Se te secaban dentro los trigales, los rastrojos te ardían en el pecho, pedías agua a gritos en tu sed última, desgarrando el cielo y la noche.»: escribí entonces: «Y yo, inocente, por dañina te la negaba, sin conocer tu muerte. Si llego a saberlo, un mar te hubiera dado, un manantial inextinguible hubiera puesto, cristalino, en tu garganta desierta, en el desierto de tu garganta cauce de un río.»
En demasía se detiene el tren en la estación de Campo Grande, mientras, haciendo ostentación de calma, suben y bajan viajeros que ocupan los asientos cercanos. Los despiden familiares o amigos subidos al estribo o colocados bajo las ventanillas, alzando la voz con las últimas recomendaciones y las noticias al fin recordadas. Por esas razones indeterminadas que llevan a la gente a morirse y, a los familiares, a honrar el cadáver, una y otra vez he vuelto a mi pueblo. Estancias muy breves, insuficientes para hacer un inventario completo. Relajado el resorte que mantenía en tensión el ánimo, todo parece distinto en el regreso, más vital, más saludable. El ritmo vivo de la marcha, el rumor ágil de la conversación ligera y las sonrisas, indecisas eso sí, asentadas de nuevo en los labios, denotan un menor compromiso con el luctuoso trance.

 

 

 

 

 

TRECE

Una mejor aceptación de la muerte, puede ser la mudanza más profunda de las asumidas por la gente de mi tierra. Al menos, la de mayor consecuencia. Probablemente sea esa la prueba definitiva del paso de lo rural a lo urbano. Escucho aún los gritos desgarradores de inhumaciones antiguas, los ominosos lamentos, las frases reveladoras de intimidades ocultas, reproches o contrición elevados a ceremonia pública de la penitencia. Advierto en mi pecho estremecido, aquel aferrarse de la viuda al ataúd, retardando, entorpeciendo durante un mal rato el acto solemne de dar tierra al difunto. Vívido lo noto, como si el tiempo transcurrido no aminorara, por perdurable, la sensación. Revivo con nitidez el irreprimible deseo de la esposa, instantáneo desvarío, de ser sepultada en unidad indivisible con quien, en algún momento de su vida, alcanzó la plenitud. Intento frustrado por los hijos al borde mismo de la tumba, en cuya cabecera esperaban nuevo enterramiento calaveras y tibias de antepasados sin identificar. Concluido el sepelio, desgranando en diversidad los gestos de aflicción, transcurrían los años interminables del luto impuesto por la costumbre. En ellos se consumía la pena exigida por la misma tirana, la tradición, que todo lo vacía tratando de llenarlo todo. Años ayunos de música y alborozo, vividos al margen de la trayectoria ordinaria de los tiempos. Eran llantos a hora fija salpicados de improvisaciones. La risa, qué digo la risa, la sonrisa incluso estaba mal mirada.
De duelo hizo mi vecinita Tirsa la comunión. Negro azabache de su pelo negro, de sus negras pupilas. Zapatos nuevos de un blanco brillante, calcetines lechosos de punto acanalado, un nevado vestido que tocaba el suelo, nevándolo. La chaquetilla alba de lana vellida, diadema, velo y guantes tan blancos como la ilusión del estreno junto a las amigas. Todo unido se introdujo sin tardanza en una caldera donde hervía el ponzoñoso tinte negro. Se ennegreció el cielo aquel día, festividad de la Ascensión, cuando en la fila izquierda de los inmaculados comulgantes, las palmas unidas al filo de los labios y, contrita la mirada, caminaba despacio, negra nube saturada de aflicción y vergüenza, Tirsa. Siete años de alegría inquieta apresaba el luto de la niña en el momento de recibir la Sagrada Forma, veinte días tan solo después de morir, demasiado joven, su madre: causa y consecuencia unidas. Constituye éste un ejemplo extremo del trágico cariz que tomaba el culto a los muertos, expiación de culpas incógnitas. Todo ello, ignorando que, en los funerales budistas, el color del luto es el blanco.
Cuando falleció mi tío Román, militar al que siempre conocí en la reserva, pasivo, a la expectativa de no sé qué prodigioso suceso bélico que le volviera útil; al llegar su muerte, ya la tragedia se había suavizado. Por fortuna, hoy se trata de un sencillo tránsito hacia lo desconocido, el último acto de la existencia. Ya no hay lutos que se alarguen más allá del mes. Se consideran saludables la música y la distracción festiva, para las heridas sentimentales y, entre la muerte y la vida, se apuesta por la vida.
En mi largo regreso, al invadir el tren la estación de Medina del Campo, entre los avisos confusos de la megafonía y el son de las máquinas, metidas estas de lleno en los vaivenes de las maniobras; acerca de la general evolución medito. Pasan los tiempos llevándose consigo hábitos, al parecer arraigados en lo más profundo, descargando otros que, en principio, sufren oposición generalizada. Porque el grueso del pueblo se resiste a los cambios, luchando hoy contra aquello a lo que se aferrará mañana. De los sucesos diarios hacen ley de vida las gentes. Los hechos, sus razones y las derivadas que tuvieron en la conformación del porvenir, se refugian en los libros de historia. Prestándose a interpretaciones muy diversas, según la índole de cada lector, dependiendo de cuales sean sus objetivos personales.
El palaciego castillo mudéjar, escenario del amor desquiciado de Juana, dicha la loca; prisión, además, de Cesar Borgia, espada y cruz del Renacimiento, ejemplo tomado por Maquiavelo como uno de los arquetipos de El Príncipe; sumado el alcázar a las iglesias, a la plaza del antiguo mercado, espacio de ferias tan nombradas, a los caserones mellados y a algún que otro palacio; interrumpen el campo cereal, llanura inabarcable de la llamada Tierra de Medina.
Solamente a unas leguas en línea recta se encuentra Olmedo. Murallas, iglesias mudéjares, un nombre de la historia y la leyenda prestado a la literatura. Olmedo alberga a mi hermana, muchacha caracterizada por su manifiesta dureza, por su fragilidad oculta. Dura y frágil como un diamante valioso que solo puede tallar su propia materia. Independiente y, no obstante, atada por los antiguos lazos de la amistad y la familia; es una economista de valía defendiendo un buen empleo en la Azucarera. Sufre cefaleas de las que sale un tanto deprimida, pero allí está nuestra madre volviéndola a situar en lo alto. Madre, mujer del campo ajeno y de la casa propia, ubicua señora del rastrojo, del hogar y de los hijos, muestra un rostro campesino, aún no arrugado en demasía por los setenta y tres años vividos. Sus ojos me envuelven cuando llego de visita. En ellos veo titubear un cariño, incapaz de hallar las palabras apropiadas, para decirme lo mucho que se alegra de verme. Cuando su memoria desenreda la madeja del pasado, tirando del hilo bueno, se convierte en un pozo de anécdotas y acontecidos. Al término de mis breves visitas se torna lánguida, quedando pendiente de las necesidades de su hija, mi propia hermana. Es consciente de la imposibilidad de volver a lo de antes, a la estrechura de la gran ciudad que, a diario, promete mentidos horizontes de mejora, a la amplitud del campo en compañía del esposo satisfecho. Ella y su hija, mi hermana, han formado un hogar mínimo capaz de encender el fuego cada día; abriendo las ventanas al exterior, para permitir la entrada del aire alimento del respiro. Las dos mujeres han hecho muro a la soledad dejándola fuera.
En el tren, vuelven a quedar libres los asientos de los lados y el de enfrente. Puedo dejar a mano la cartera, envoltorio de un poco de merienda y del libro grande de pequeños poemas que vine leyendo. Se trata de Reparos del Espejo, escrito por Manuel de la Puebla, profundo de fondo y, de forma, bello. Se identifica con sor Juana Inés de la Cruz, dice el autor de sí en el prólogo. Se ve en las manifestaciones de rebeldía, pero también en los silencios heroicos. Se explica frente a las ataduras religiosas y sociales, ante la condición disminuida, humillante por injusta e injusta por humillante, de la mujer. Asegura sufrir con la religiosa las limitaciones de su época, imposibles de superar. Tales son, la servidumbre debida a los poderosos, la aceptación obligada de los arreglos impuestos por la sociedad, el aplauso sin enmienda de los gustos artísticos imperantes y las restricciones de los ambientes literarios. Es lo escrito tan explicativo del admirador y de la admirada, que sirve como muestra del ideal de ambos. Se lo prestaré a Mireya. Conocerá, así, la joven, a la monja mexicana y la identidad del poeta, decidido a caminar al costado de la religiosa, junto al zurrón de intenciones, en cualquier aventura emprendida. Le gustará su verso ajustado, la precisión de orfebre puesta en los engarces, la honestidad en el decir y la sinceridad de lo dicho.
Mi cabeza inquiere, autónoma, si como ocurre en el tren, las sucesivas mudanzas recogidas por la historia y las que, por necesidad absoluta, se han de dar en el futuro, terminarán por dejar las cosas en el sitio justo. Es decir, personas y equipajes descendiendo en la estación término, allá donde debían. Si es así, no vienen a cuento las preocupaciones que nos atormentan, haciéndonos desdichados. Si es así, poco importa el desfiladero por el que se tiendan los carriles o los apeaderos donde hagamos el trasbordo. La corrección, de ser precisa, se producirá, por último, tras superar los numerosos avatares. Si sucede así, las personas somos menos libres de lo imaginado. Si las personas resultamos ser menos libres de lo imaginado, antes y después de la muerte, debiéramos sufrir menos. La culpa, las culpas, nuestras culpas, disminuyen al máximo: purgatorio e infierno, innecesarios.
Sumergido en estos pensamientos voy dando alcance a Ávila, sin apercibir apenas su fuerte presencia, sin entregar a las murallas la atención merecida, sin valorar con suficiente justicia el conjunto magnífico abrazado. Se suceden raudos El Escorial y Villalba, su campo urbanizado a fragmentos, un bosque de encinas y jaras salpicado de terrenos vallados, casas de recreo núcleo del jardín circundante. Ya es el monte de El Pardo, ya es la gran ciudad dilatada, suburbios confusos: viviendas para acomodados junto a refugios de tablas carcomidas y hojalata. Entra el tren en Madrid por Chamartín y Atocha, algarabía, estridencia de sones, ajetreo y bullicio del ir y venir de la gente y, al quedarse quieto, desciendo al andén. Llevo la cartera en la mano. Dentro, como antes, van el bocadillo intacto y los versos dos veces leídos. Camino con cierta premura nacida del ansia de ver a los míos, dejando la tristeza en el lugar donde arraiga y florece varias veces al año.
En cuanto me baño y enmiendo mi aspecto de viajero cansado, devoro unas tajadas de un guiso sabroso de carne, mínima porción de la comida que Juana ha preparado. Tras charlar un momento largo con los niños acostados, Juana y yo nos vamos a la cama.

 

 

 

 

 

CATORCE

Se presenta el temido día once. La fecha me mueve a incertidumbre, alejándome de la concentración requerida por la escritura. Habla todo el mundo del eclipse. En el aire se agitan presagios inquietantes para el común de la gente. Ha hecho estragos la revelación, centurias y cuartetas, de las predicciones que el galeno provenzal Nostradamus dejó documentadas. Poética ambigüedad abierta a cualquier acontecimiento, conciliando los contrarios. Llamo a Berta, la cantante argentina, para saber su manera de vivir el momento. Algo percibo en las palabras de la mujer forzándome a verla. Voy solo, sin Honorio. Me invade la sensación de estar cometiendo traición contra mi amigo. Me adentro en sus dominios sin aviso previo, desprovisto de su consentimiento. Hallo una excusa escudo: soy un escritor pasional y me debo a mis impulsos tanto como a mis reflexiones. Encuentro a la mujer animada. La veo alentar a su hombre, tutor al que se ase como hiedra, irguiéndolo. Está Berta empezando a estudiar el método Braille. Una dicha sin explicación sale de su interior. A Silvio le parece claudicar, reconocer a la enfermedad cierta ventaja en la jugada. Ella replica, que, si aprende su tacto a leer en relieve, abre nuevos claros a la oscuridad y es ella quien triunfa. Hablamos del efecto del eclipse en las personas. Ambos comparten el convencimiento de no ser, en la alineación de los cuerpos celestes, donde estriba el peligro; sino en la propensión de la gente a dar crédito a los augurios más disparatados. Nos quedamos un buen rato en la idea de gente. Tratamos de efectuar una disección de laboratorio, capaz de permitirnos vislumbrar la razón de su comportamiento errátil. Gente. Buscamos la fuerza centrífuga encargada de llevar al individuo a proceder al margen de sus propias convicciones, en cuanto se siente inmerso en el conglomerado heterogéneo de la masa invertebrada. Gente. Fijamos, luego, nuestra atención en la persona solitaria. Aquella que, sin saber la razón, se enfrenta al grupo y se reconoce disidente. La seguidora de una fuerza centrípeta alejada del racimo. Obedecen ambos casos, a los movimientos telúricos y universales de sístole y diástole, asegura Berta. Su hombre y yo, asentimos. No era nada el mal momentáneo, si acaso, un poco de murria. No obstante, me alegro de haber hablado de nuevo con pareja tan peculiar.
En Madrid el eclipse decepciona a quienes esperaban ver, como por arte de magia, el nacimiento de la oscuridad a partir de la luz intensa, la luz penetrante emergiendo de la negra oscuridad. Se apaga el eco de las conversaciones sostenidas con ese motivo y, de repente, es jueves: el día fijado para asistir al convite de Mireya.
Desconozco con detalle el distrito en que vive, un suburbio residencial de construcción reciente. Mas la joven tiene cita en la embajada de su país esa misma mañana. Ha hecho planes para efectuar ciertas compras una vez terminadas las gestiones más apremiantes. Por eso me brindo a llevarla de vuelta a su casa y, a eso de las doce, nos encontramos en un centro comercial con varias plantas de sótano reservadas al estacionamiento. No va maquillada, los afeites resultarían un añadido superfluo en su rostro, dueño de una belleza de por sí atrayente. En otros encuentros se notaban, por contraste, los leves retoques de la madre. Eran estos, un carmín muy vivo y una pizca de sombra sobre los párpados, en Rita más justificados.
Hago con Mireya el itinerario selectivo y puedo observar la lógica de sus decisiones. Si necesita un objeto y el precio es adecuado, lo compra; no cede a otros fundamentos. Curioseando discos compactos, se detiene ante los que recogen en los surcos música de jazz y, tomándolos con delicadeza, lee el contenido de las cubiertas, los títulos en inglés de las composiciones grabadas. Conoce, me digo. Es el procedimiento seguido por mí en la sección de literatura. Derivo hacia el jazz el tema de la conversación, pues en esa música creo encontrar un filón de acercamiento. En vano. Ella está en la vanguardia, en lo hecho ahora mismo, desconocido del todo para mí. Permanezco yo en la prehistoria de la modernidad, fiel a Louis Armstrong, Fats Waller, Willian John Coltrane, Ella Fitzgerald, Billie Holiday, Sarah Vaughan. Un período heroico en el que Mireya no entra si no es por curiosidad. Se inició ella con Aretha Franklin y Stevie Wonder, ya en el soul; llegando luego a Donna Summer y más tarde al funk, al jazz-rock y al rap. Intento mío, fallido, necesitado de corrección.
Nos acercamos al área de los libros. Me vienen a la mente sor Juana Inés de la Cruz y Manuel de la Puebla, autor y objeto de su poemario, a los cuales prometo volver, pues dan para reflexiones y comentarios cuantiosos. El libro de mi avance actual, Bomarzo, de Mujica Laínez, me parece una recreación histórica muy bien documentada, un ejercicio complejo destinado a lograr la verosimilitud y el interés constante. En este aspecto, teniendo en cuanta lo ya leído, lo considero acercándose al trabajo de Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano; para mí, uno de los mejor escritos. Por todo ello, observando la carencia de muestras sobre los anaqueles, en el mostrador pido algunos títulos acerca de la santería cubana. Con voluntad de adquisición, sin duda. En todo caso, por sacar a colación la materia. Mi estratagema alcanza el segundo de los fines, pues al confirmar la vendedora la inexistencia de tratados con ese contenido, me pregunta Mireya qué aspectos de la práctica me interesan, por si pudiera ayudarme.
Me importan los adeptos: las formas habituales de su persuasión, si convertidos en observantes de la nueva norma despliegan una doble conducta. Si salpican de disimulo su vertiente cristiana. Porque yo los imagino en la iglesia simulando una devoción inclinada por otros paisajes, tal vez nocturnos y selváticos. Aunque, también me importan los lugares y la forma de celebrarse la llamada limpieza, previa a la ceremonia de iniciación. Además, trato de saber lo posible de los adivinos, de los liberadores del mal. Los orishas y sus símbolos me interesan, los santos católicos equivalentes, los colores del culto de cada uno en particular, sus atribuciones concretas. Me importa saber la diferencia entre Olodumare y Oloffi, el ritual de los sacrificios ofrecidos, cuándo y con qué fin se celebran, qué son el ebbo y el ashe. Por encima de todo, la jerarquía de los sacerdotes me importa. De dónde parten, la forma destinada a alcanzar tan alto grado, si se casan o permanecen célibes. Ese último entresijo deseo, más que nada, desvelar.
En pocas palabras, manifiesto englobando en mi expresión los detalles de la inquietud, me atrae el rito y las personas practicantes. Las promesas, los votos, la consagración de la vida al culto más allá del compromiso. Trato de escribir una novela, corta o larga dependiendo del azar gobernador de mi pluma. Preciso ciertos conocimientos mínimos para dar solidez a un pasaje sucedido en tu patria. Vosotras, por lo que dijiste, sabéis de ello. De forma que no podría soñar con una ilustración más ajustada a la verdad.
Ya sé adónde vas. No es ese el camino. Nada esperes de Rita. Ningún secreto va a revelarte. Certifica lo dicho con un tono que muestra escondido un pequeño enojo.
No ha de ser el tamaño del enfado muy grande, pues, a continuación, explica futilidades ya dominadas por mí y, de manera deliberada, no profundiza en el tuétano. Insisto en lo concreto, la fuerzo a invadir justo el terreno evitado, llegando a confirmar la libertad de matrimonio de los sacerdotes y los fieles devotos. Sin embargo, añade, pueden adquirir obligaciones individuales que quedan en la intimidad de quien las formula. Percibo en esta respuesta un tono enigmático, con la virtud de trasladarme al lugar donde estaba. Me refiero a la densa niebla, al anochecer oscuro; pues desconozco si Rita se ha obligado con algún ofrecimiento en ese sentido. Nos acomodamos en la cafetería dispuestos a tomar un refresco, dándola a leer la página manuscrita donde va, tal como yo imagino, el relato de una ceremonia de iniciación. Ruego su enmienda hasta llevar el rito a su ser natural. Impetración a la que, como escritora solicitante habitual del mismo favor, no puede negarse.
«¡Olofi!, gritaba un babalao vestido de blanco. ¡Olofi!, repetían los santeros vestidos de blanco. ¡Olofi!, vociferaba el común de los fieles, vestidos cada cual a su modo. ¡Oshún!, gritaba un babalao vestido de amarillo. ¡Oshún!, repetían los santeros vestidos de amarillo. ¡Oshún!, vociferaba el común de unos fieles vestido sin concierto. Una letanía de nombres de orishas era repetida tres veces siguiendo el orden sabido: babalaos, santeros y el común de los fieles. Cinco personas negras de edad indefinida, ataviadas con túnicas de hilo dorado, descargaban las manos sobre los tambores entregándoles el ritmo que, al parecer, exigían las tensas pieles encargadas de acentuar los sonidos. Otro negro, el más oscuro de todos, a su lado, golpeaba con una llave de hierro el hierro de una azada. Un clamor inquietante puso a mi espíritu al compás de los tambores, del entrechocar de hierros. Noté, con asombro, que las piernas seguían al espíritu tras el marchar ágil y monótono de los danzarines. Las manos comenzaron a agitarse una contra otra al compás de los atabales, del espíritu y de las piernas. El espíritu se hizo visible en los negros vestidos de blanco y en los negros vestidos de amarillo. El espíritu se hizo visible en los blancos vestidos de blanco y en los vestidos de amarillo. Fue visible en los mulatos ataviados con ropas de un blanco límpido y de un amarillo dorado. El espíritu se hizo visible en todos y cada uno de los fieles, sin importarle ni el color de las ropas ni el lugar de procedencia. El grupo formado por los mestizos, tintado de todos los tonos intermedios entre el puro blanco y el negro puro, ajeno a cualquier colectivo específico, era el más numeroso, contribuyendo como ningún otro, a que el conjunto alcanzara el total de noventa y nueve miembros. Los noventa y nueve elementos del conjunto se agitaban como se agitan las aguas que hierven, de abajo hacia arriba. Los noventa y nueve blancos, negros y mulatos del conjunto, a continuación, se agitaban como se agitan las ramas mecidas por el viento, de arriba hacia abajo. Unas veces los movimientos eran ásperos y rápidos, mientras otras, eran suaves y lentos. Ya corrían en círculo, ya se agitaban en línea, ya rompían la continuidad y se alzaban saltando, se agachaban saltando, se movían de atrás para adelante, de adelante hacia atrás, saltando. Una melopea monocorde iba invadiendo el espacio, siendo la libertad capturada por la quietud sometiéndola a lo estático. Un cuchillo subió a la noche alta, para bajar sus reflejos de luna sobre las plumas del ave, sobre la carne trémula, sobre el corazón angustiado. Un cuenco pasaba de mano en mano, de boca en boca. El líquido rojo que lo llenaba se iba vaciando y llenando a intervalos regulares. En un lado ardía una hoguera con chisporroteo espasmódico. Las bocas llenas del prodigioso líquido rojizo: alcohol, hierbas y sangre, soplaban gotas minúsculas esparciéndose por las llamas, creciéndolas. El ritmo se aceleraba hasta lo imposible para los humanos. Traspasaba la línea divisoria y dos, cuatro, veinte, mujeres y hombres, cayeron al suelo dándose de cabezadas contra una tierra conmovida por el frenesí de la danza. Olofi, el creador, no bajó sobre los presentes. Oshún no bajó sobre los presentes, Obatalá no bajó sobre los presentes, Ogún Arere tampoco bajó. Pero todos ellos comisionaron a Elegua y, él, sí bajó. Elegua, de rojo y negro, se hizo manifiesto, palpable. Para los varones era mujer, para las mujeres varón. Todos se abrazaban abrazando a Elegua. Unos con otros se amaban amando a Elegua. Abrazando a Ogún Arere, abrazando a Orula, abrazando a Oshosi, todos se abrazaban. Se amaban unos a otros amando a Ogún Arere, a Orula, a Oshosi. Unos a otros se abrazaban creyendo abrazar a Yemayá o a Orumbila. Unos y otros se amaban creyendo amar a Yemayá o a Orumbila. Porque en ese momento los orishas, incluidos Oshún, Oya, Changó, todos ellos en conjunto, eran los hermanos receptores de los cinco collares, encargados, en lo sucesivo, de protegerles de cualquier mal. Eran el collar de Elegua, el de Obatalá, el de Shangó, el de Yemayá y el de Oshún. En ese instante, único, irrepetible, los numerosos orishas, representados por Elegua, se encarnaban en los noventa y nueve fieles que rendían su fe. Procedían sacrificando los gallos, cuya sangre bebían mezclada con infusión de yerbas y ron añejo.
Alzaron sus manos los cinco ancianos dorados y, también, el de los férreos golpes. Las mantuvieron quietas en el aire sobre sus cabezas, alejadas de la piel que las sacudidas iban desgastando. Cesaron los tamboriles el son, los espíritus ocuparon su lugar dentro de los cuerpos caídos, los miembros agitados volvieron al reposo. Todo fue silencio y calma durante un período indefinido de tiempo, pues el tiempo, en aquella explanada rodeada de vegetación, cansado, se había sometido a la invasión de un extraño sopor.»
—Has dado cuerpo a una composición literaria de mi agrado. Alcanzas el ritmo en su evolución, sosteniéndolo. No debes inflarte demasiado si quieres pedir socorro a Rita. Mejor te vendrá ir con tino y esperar el momento oportuno. Me sorprendería el hecho de hallarla dispuesta a darte señas ciertas o a corregirte errores, que los habrá y mayúsculos, en lo que llamas ceremonia de iniciación. Ella sería la indicada si no estuviera sometida a la carga del silencio. De todas formas, arriba y abajo, puedes estar seguro de haberte acercado a la esencia. Según lo entiendo, la esencia, de algún modo, aparece recogida. Sosiéguete saber que, he oído retazos acá y allá, por eso la imagino acercándose adonde quiere llegar.
—Es más de lo esperado. Más de lo que pretendía. Con eso me basta, Solo de voz en La Habana, título definitivo de mi segunda novela, soporta un riesgo mayor de lo deseable, es mucho más diversa que la primera. Estoy convencido de cumplir, en ella, mi obligación de avance y progreso. ¡Ah, los hijos! Quiero servir de ayuda a los hijos, también de este modo, avanzando en la escritura. Quiero que, hoy, mañana o pasado, la escritura sirva de reflexión a mis vástagos, de asidero, si llega a ser de su agrado y conformidad.
Se ofrece Mireya de buena gana a pagar las naranjadas bebidas y, siendo pequeña la suma, por no contrariarla, acepto. Abre el bolso para buscar la tarjeta de crédito y, abierto, permanece los varios minutos empleados por la cajera en llevar a término la operación electrónica. Debido a esa circunstancia fortuita, en el interior alumbrado del estuche, descubro un sobre con el membrete de la embajada impreso en el ángulo izquierdo. Manuscrito aparece, además, en el centro de la misma cara principal, el nombre de Mireya acompañado, es un suponer lógico, de sus apellidos. Los leo, observando, con sorpresa, un error mudando el paterno Martínez en Rodríguez; acertando en el Acosta tomado de la madre. Yerro incomprensible viniendo de funcionarios. Suelen ser los de su oficio muy meticulosos al transcribir cualquier serie de nombres, por mucho que ésta se alargue. Cuanto más, si se refiere a los datos de identidad de compatriotas censados. Sobre todo, los entregados en propia mano, comprobados sin esfuerzo al recibirlos. Concretamente a una persona como Mireya. Ella, interesada como la sé en esa precisa gestión, verificaría, antes del contenido, el propio sobre. Una incorrección en el nombre de una persona la anula, transformándola en otra bien distinta. En todo ello quedo pensando.
Ya en el coche, un instante antes de ponerlo en marcha, cumpliendo la promesa de mostrarle alguno de mis trabajos recientes, entrego el cuento titulado Navajas. Es un relato ambientado en la Guerra de la Independencia española, cuando los franceses causaban estragos en este país. Llevaron la muerte a las personas y la ruina a los pueblos, sometiéndolos a la expoliación más completa. Parece satisfacer una curiosidad muy fuerte. Lo creo, pues, al guardarlo, la observo sonreír animada. Quizás, por ello, aunque era actividad reservada para la sobremesa, mientras nos acercamos a su barrio, explico la favorable impresión producida en mí por la lectura de sus escritos, el cuaderno completo recibido de ella.
—Lo he leído con sumo deleite, —aseguro en un tono que peca de grave y formal, —pues tienen buena traza y son bellos. He descubierto, admirado, que el objeto de tu poesía es el amor, las relaciones eróticas, los apasionados encuentros entre amantes.
—Hay algo más, te lo aseguro.
—Claro que hay más, mucho más. —Añado, con manifiesto afán de minimizar su interrupción. —Evocas un mundo hedonista hecho a medida del deseo, pero se trata de un mundo temeroso de agotarse en sí mismo, por eso quiere trascender y perpetuarse.
—Sí, eso es. Expreso un sentimiento humano que está en la base de todo intento de progreso.
—Los cuerpos entreverados, —continúo fortalecido por sus palabras, —soportan mentes que persiguen, entregándose, más allá del placer, la dominación del otro. A modo de caballo de Troya, actúa de filtro amoroso rindiendo enamorado al adversario. Tomas claro partido por las hembras, por su liberación de unas normas sociales impuestas por los machos. Reglas manifestadas, desde tiempo atrás, perjudiciales para ellas. Alzas a la mujer a la altura del hombre. En su mismo plano la sitúas, no más arriba. Toma ella la iniciativa en la búsqueda de una fusión completa con el amado, de una mezcla íntima que los convierta en unidad permanente. En algún punto se descubre a ambos huyendo de su propia insatisfacción, del abrumador aislamiento, deseando aferrarse a una realidad firme, tangible. Asiéndose a una sólida columna capaz de cumplir el cometido de vertebrar la existencia. Si en tus poemas, donde dice carne ponemos espíritu, tanto en la persecución como en la entrega, tendremos una poesía mística de hondura.
—¿Quiere eso decir que te gustan?
—¿Piensas, acaso, que puede ser de otra manera? Soy lector reflexivo: los he leído con intención y atención.
—Tú sabes cómo suceden estas cosas. —Incide, según creo, para no entrar en materia de discusión. —Los versos afloran libres tomando su fondo del que hallan dentro. Los poetas nos limitamos a procurar una forma aceptada por los demás, a quienes corresponde el análisis y la valoración. Escribo lo que siento, sintiendo todo lo que tú has dicho, tal como lo has interpretado. Cuando los lee Honorio, no es tan preciso en su estimación.
—La prosa, no obstante, —añado sin pausa, —parece intentar el camino inverso, el que viene del todo a las partes, de la sociedad a los individuos.
Sale rauda mi frase de la boca, dando por concluida la cuestión poética. Trato, con ello, de evitar un dificultoso comentario acerca de su erotismo natural, de la sensualidad desprendida por su cuerpo. Acaso, por qué no, de la soledad en busca del otro para completarse, reflejo del manantial interior, fuente nutricia de sus poemas.
—Me gustaría que concretaras algo más. Dame ejemplos si te es posible, solo así se clarificará tu parecer y podré sacar consecuencias.
—Lo extraño que nos rodea, lo propio en su escape, constituyen uno de los temas tratados reiteradamente. La disputa del individuo con su entendimiento íntegro, escrupuloso. El conflicto personal desatado por lo que nos vemos obligados a aceptar, las metas irrenunciables a las que hemos de decir adiós, ocupan un espacio pensado por mí en manos de la lucha de clases y de la vindicación obrera. Es cierto, no se trata de la épica revolucionaria, sino de la gesta del camino íntimo, del propio desarrollo. Provienen, no de las consignas, no del dogma social, sino del compromiso personal adquirido con las propias convicciones.
—Ese es mi credo. No tengo otro.
—Ni falta que hace. Tu credo es preciso, cinco, seis mandamientos universales. Relacionados, más con la preservación del medio ambiente que con la ética. En este contexto, la muerte del hombre se equipara a la matanza del tigre, al incendio del bosque o a la erosión de las tierras ya desprovistas de manto vegetal. Universalizas al ser humano, lo colocas en su lugar cósmico; eslabón, tan solo, de la cadena existencial. El pasado subyace en tu obra, es el suelo donde pisas; pero el horizonte de tu mirada es el futuro, un futuro entrevisto como tormentoso para el ser humano.
—Me alegra, también, que te gusten mis cuentos.
—Me encantan. Tus cuentos sorprenderán sin duda a las personas mayores, a los conformistas, a los timoratos. En ellos se produce la ruptura de la realidad. Cristal golpeado por la piedra, lo tangible explota en mil pedazos originando otras certidumbres fabuladas, poseyendo la facultad de ser intercambiables. La trama se apropia de la atención del lector y no la suelta. En volandas la lleva, trasladándola de quebrada en quebrada a lo largo de una cordillera cuyo principio entronca con el fin, la cola se inserta en la boca voraz. Su comportamiento es semejante al del círculo formado por rectas pequeñísimas, casi puntos, que cambian por prudencia de dirección hasta cerrarse en los orígenes.
—Algunos de ellos contienen la realidad circundante que, una niña, es capaz de captar. No sé si eso se percibe. Quizá sean pobres, aunque, a cambio, son espontáneos y limpios.
—La infancia recibe el entorno con todos los sentidos abiertos. Lo guarda en la memoria para entregárselo a la mujer madura. Las propias expresiones, las palabras mismas, son de allí, de la niñez y de La Habana. Tu crítica no se opone al pueblo llano, incapaz de rebelión; ni se sitúa frente al dirigente que ordena, ¿Batista?, ¿Fidel? Se lanza a las claras tras el mensajero que traslada, con mando autoritario, las órdenes desde la cabeza a los pies, recibiendo en pago de su imprescindible colaboración algunas migajas. Los intermediarios, débiles y mezquinos atraen tus lanzas pesadas, tus flechas ágiles. Ellos son imprescindibles. ¡Ah! la ética. Tu moral es juvenil, adolescente, pura. De alguien incapaz de hipocresía. No comprendes al malvado, no le concedes el beneficio de la duda, ni lo que se llama la presunción inicial de inocencia. No aceptas la circunstancia atenuante de haberse sentido obligado a obedecer; reo del destierro le haces, de la sociedad lo expulsas.
—Si te das cuenta, mi habla de ahora, no difiere de la tuya. Buen cuidado me hizo poner Rita en ello. «Si hablas como ellos, te tratarán como a una de ellos.» Pero en los escritos, todo es cubano, habanero. Te lo ruego, no sigas por el camino de las alabanzas. En exceso, más que ayudar perjudican. Comienza la crítica constructiva, la que poda y sanea. No temas darme el bebedizo amargo, lo tomaré hasta última gota.
—A ella voy. El entorno, las circunstancias, el marco, están muy bien trabajados, poseen detalle, son firmes. Los personajes flojean. Resisten una ráfaga de viento, un análisis somero, pero un vendaval los arrastra. En la construcción de los caracteres se desnuda tu debilidad.
—Lo acepto. Me falta práctica, debo insistir en la lectura, en la escritura, en la experiencia vital. Sé que he de profundizar en la debilidad y en la resistencia de las gentes, en las causas y en las consecuencias de sus actos. Sí eso, en el carácter forjado a partir de lo recibido de la familia y el entorno, en lo tomado de donde lo hay. Conozco lo que debe hacerse, pero llevarlo a la práctica no resulta fácil. Requiere tiempo. Yo divido el mío en actividades que restan energía. Sucede con la música, la enseñanza y las relaciones sociales. Me satisfacen también. No quiero en modo alguno dejarlas.
—A mi entender, cometerías un error si así lo hicieras. Procura desarrollar todas tus facultades, porque el equilibrio beneficia al conjunto. A cada una le viene un añadido de savia del crecimiento de las otras. A fin de cuentas, quien importa eres tú, tu capacidad de dar y recibir con igual disfrute. Esto es válido, tanto en el desarrollo de las tareas emprendidas, como en el de las amistades de que te rodees. Dicho todo esto, debes tener en cuenta el hecho de que no soy un maestro, sino un aprendiz como tú.
¡Ah!, vimos la película de Vincent Minelli. Nos la prestaste en el encuentro anterior. Se me olvidó traértela. Los niños nos vieron muy entusiasmados y, dedicados a sus cosas, nos dejaron tranquilos.
—¿Os agradó?
—Sí, muchísimo. Es una obra maestra. Apenas hicimos comentarios durante toda ella. Los dejamos para el final. Es curioso, Juana se sintió molesta cuando llegó el end.
—Era de esperar. Os la dejé porque me entusiasmo cuando la veo, al contrario de Rita.
Hace Mireya tal revelación, en un tono que refuerza mi suspicacia, acerca de la posibilidad de colocar a la madre en el lugar del intérprete. Pues la mujer se conduce con las personas cercanas de la misma manera, guía dominante.
Llegamos en ese preciso momento a nuestro destino, inmediaciones del Parque Norte. Es ahí, me indica. Paro ante una casa con tres de sus paredes, portada y laterales, dando a dos calles y una plaza. La construcción es nueva, diseñada con gusto, las seis alturas de pisos la hacen mesurada. Dejo el coche junto a la ancha acera, a la sombra de un árbol. A pedir de boca, me digo en silencio. Allí, donde el espacio existe, no resultan extrañas estas oportunidades. Nos apeamos, toma su bolso y, mirando el edificio, pregunta sin demandar respuesta, afirmando.
—Es lindo, ¿no?
—Mucho. El barrio acompaña.
Digo verdad. Se alza en un entorno bien urbanizado, salpicado de árboles y generoso en jardines. El suyo es un estudio de dos habitaciones situado en la planta quinta. Llegamos a esa altura, utilizando un ascensor forrado de terciopelo malva, excepto por la parte frontal, donde un espejo nos devuelve la imagen de una pareja menos discordante de lo imaginado. Ya en la planta, la puerta correspondiente a la letra B, al abrirse, descubre a una Rita sonriente y jovial. Nos besamos en las mejillas como el pájaro bebe al vuelo, en un abrazo, sincero por mi parte, tenso y protocolario por la suya. Está graciosa la madre con el delantal florido, tocada con un pañuelito defensor de su peinado. Se encontraba en la cocina. Lo dice justificando su aspecto, aunque lo sabe impecable.

 

 

 

 

 

QUINCE

¿Da el monje carácter de hábito a su vestimenta? ¿Sea cual sea? En este mismo instante principio a creerlo. Viendo a Rita tan aparente, con su delantalito salpicado de flores, propiamente de sainete, imitación burlesca de lo que ha de ser un delantal serio. Cubriéndose la cabeza con un pañuelo fino, tan alejado de esos gorros altos, habladores, por sí solos, de la bondad de lo allí cocinado, pienso: Lo disimula, pero esta mujer ha guisado en otros tiempos a las mil maravillas. Sus prendas, con ser festivas, no me incitan a broma; hay en ella actitud y aptitud que las dignifica.
Rita ha dispuesto lo necesario para iniciar los manejos que den por resultado un sabroso almuerzo. El fogón, en su frente, entre los fuegos de gas y el fregadero, cuenta con una tabla de buen tamaño. Grande sí, aunque incapaz, por sí sola, de acoger las materias primas y los ingredientes requeridos para el aderezo. Por todo ello, una mesa auxiliar, provista de ruedas, acepta el sobrante y lo coloca a mano. Veo unas ostras de singular calibre, arrancadas de la valva madre cuando aún su intimidad temblaba. En recipientes de barro, dan escolta, librados de su cubierta, unos dientes de ajo ya coritos, de un blanco titubeante hacia el pajizo claro. Rizos de mantequilla, espirales prometiendo fundirse en cuanto reciban la calidez de un aliento. Pimienta molida de distintas apariencias en matiz y textura, sal marina machacada en parte y, en parte, gruesa. Aguacates pelados, mostrando el verde mimoso de su carne herida. Al lado, un caldo recocido se cubre de islas de sustancia. La crema de leche, alejándose de su origen líquido, se espesa a ojos vistas. Valoro una salsa, llamada por Rita inglesa, descansando en una jícara de arcilla; junto a una piña tropical sin corteza, con la pulpa cortada en lonchas y en dados regulares. Además, colas de camarones peladas con esmero, pues no muestran ni una pizca de caparazón adherido ni les falta una pizca de carne. A mayores, trozos desiguales de cebolla, más hojas y palos delgados de un laurel muy fragante. También, aceite virgen de oliva dentro de una pequeña alcuza y, uncida al mismo yugo, una vinagrera mediada de vino oxidado.
Eso veo. Lo sé, no es todo. A mayores, salsa mahonesa reposando de un nacimiento agitado, perfectas ruedas de limón, eje, radios y llantas de amarillo verdoso. Un vasito colmado de jerez, una copita de aguardiente, polvo de jengibre, tomate frito. Hojas tiernas de lechuga, amarillas las más y verde claro el resto, troceadas en forma recordatoria de alas de gaviota extendidas. Pedazos de mero, tomates maduros, pimentón rojo mate, tomillo desmenuzado. Parece increíble, hay más todavía: aceitunas rellenas de anchoa, vino tinto dotado de un cuerpo espeso, harina candeal, condimentos criollos pulverizados, pedazos de conejo en aliño de orégano, leche de coco, grandes plátanos verdes de los de freír, miel de flores silvestres. Semeja lo que veo, un bodegón al óleo, nacido sobre madera pulida al amparo de azulejos y baldosas.
Con el fin de calmar mi sed, tanto como de acrecentar la intensidad de mi apetito, al servirse ella, me sirve Rita un refresco de hortalizas que saca del refrigerador. En su composición, explica la artífice, entran zanahoria, albahaca, apio, limón y un ápice de sal. No llego a distinguir en su individualidad los sabores, pero se lo agradezco por lo fresco y saludable. Portando los vasos pasamos al salón, un vasto espacio de dos alturas. Donde, la elevada, se llena con la mesa, asiento de platos, vasos y cubiertos dispuestos para la comida. Rita y yo nos sentamos en la parte baja, sobre el diván, en un tresillo de cuero, cuerpo y brazos en trance de abrazar una mesa de cristal y bronce. En el fogón cercano, Mireya se somete a las tareas escogidas para su examen de cocinera, intentando dar solución a los problemas planteados a sí misma, por voluntad propia.
Alabo su forma de vida, la calidad y belleza de los objetos de que se han rodeado y, ahora, la bondad de su alimentación. Debo de dar cierta sensación de sorpresa, pues se siente obligada a aclarar de dónde vienen los medios.
—Doy clases de canto bien pagadas, Mireya tiene alumnos de solfeo, ganando de sobra para ella, gozamos de una modesta pensión desde hace ocho años, cuando la pudimos conseguir. Por otra parte, somos dos mujeres carentes de necesidades más allá de las corrientes, sin caprichos caros. De no ser tan alto el alquiler de este departamento, ahorraríamos. No siempre fue así, en los primeros años carecimos de todo.
—Lo imaginaba. Llegabais a un país nuevo dispuesto a acogeros y, esa disposición, duró cuatro días.
Consciente del escaso tiempo facilitado a mi destreza, como si anduviera enzarzado en una incruenta batalla del juego de ajedrez, trato de llevar mis piezas hacia las suyas con intención de tomarlas al asalto. Hablo del escaso espectáculo representado en Madrid por el eclipse de ayer. Esta apertura me permite hablar de los lugares donde el sol se ocultó por completo y, desde tan privilegiada posición, llegar a París resulta sencillo. Concurren en París dos circunstancias favorables al menos, la ya dicha del oscurecimiento de la claridad. Más el ser la ciudad escogida por Honorio para gozar la experiencia impagable de sentir, en un lapso brevísimo, la transición del día a la noche y de la noche al día. Conociendo, interior y exterior, lo que ocurre cuando ocho o nueve horas avanzan en unos minutos.
La torre, con el concurso de la reina y el alfil, me permite poner en apuros a la orgullosa dama, pegada al rey, su señor. Ya estoy en Honorio. Desde esta atalaya puedo propiciar cualquier suceso, el más deseado por mi voluntad. Pero no, ¡qué error! No ha de suceder lo deseado, sino lo conveniente, aquello de lo que me sienta capaz. ¿Soy acaso, el abogado de Honorio? Puede molestarle que trate sus asuntos al margen del encargo y sin licencia. Por esa causa, recién aparecida, intuyo a mis piezas regresando de vacío abrumadas por la turbación. Desvío la intención a instancias de la sensatez y, ya, por otra cañada, escucho decir a mi boca alabanzas sin cuento atribuidas a Mireya.
—Escribe, domina el piano, ejerce el magisterio y posee una cultura muy extensa; tu hija, a lo que se ponga. Acumula todas las cualidades que un hombre desea encontrar en la esposa: inteligencia, belleza, sensibilidad, juventud, diligencia y una rara discreción.
—¿Ignoras su dominio del inglés? Lo habla como una nativa de los países anglófonos. Pese a ello, ya ves, sigue a mi lado sin percibir mudanza alguna en el horizonte. A su edad, en Cuba, una mujer no solo es vieja para el matrimonio, es que se dan y, yo he conocido alguna, abuelas de treinta años.
—La rondarán, supongo, pretendientes poco satisfactorios. En su caso, parece lógico ser exigente. Puede suceder que, ellos, al no verse capaces de conquista, se eliminen sin intento.
—Ha querido acompañarme en mi soledad, imagino. Menos mal que hicimos buenas amistades cuyos hijos frecuenta, porque en el coro no abundan los jóvenes. Era una jovencita, aunque ya tenía designado novio en la Habana cuando salimos. Se hubiera casado en el momento preciso tras cumplir el período de festejo. Si el destino, en su fluir, hubiera continuado por donde era de pensar, hoy estaría ligada a un capitán del ejército de lo más aburrido, siendo madre de chiquillos absorbentes. No sé si llegará a esa eventualidad tras la demora sufrida, pero si es su voluntad, la acepto. Haré lo mismo, si desea permanecer soltera.
Nos llama Mireya desde la cocina. Trata de mostrarnos con ilusión lo conseguido.
¡Qué cambio se observa! El bello bodegón desplegado se ha reducido a unas fuentes de manjares apetitosos. Hace Rita de introductora en la mesa y, cuando Mireya trae los platos desde la cocina, la madre los anuncia. «Entremés de ostiones al horno». La cocinera se sienta en la tabla oblonga frente a mí, dejando la presidencia a Rita. La conversación, cambiando de rumbo una vez más, indecisa, se centra en América. Cuando, los que ellas quieren ostiones se han ido esófago abajo, llegando la «sopa de aguacates a la crema de leche», nuestra parla aún no ha encontrado un sabroso hueso que roer. América es muy vasta y, nosotros, exploradores incansables, vamos de Alaska a la Patagonia sin hallar tierra acogedora de un dialogo abierto. Por fin nos atrae el Caribe, sus islas hermosas. Llegados la «ensalada de ananás con camarones» y el «corbullón de mero a la criolla»,venidos juntos por temor a ser devorados de presentarse cada uno a su paso, nos concentramos en Cuba. Veo en Mireya al ángel de la guarda capaz de guiar mi satisfactoria incursión.
—Se interesa por la santería. Verás, parece saber algo. De no conocerlo podría pensar que busca un asidero a la vida, pero es escéptico, no acepta en exclusiva ningún credo.
Se abre la tierra a mis pies y, al instante, veo el centro ardiendo de su corazón incandescente. Los cielos se desnudan de sus velos, percibiendo yo los misterios insondables abrazados unos a otros, unidos por similitud de materias desde el instante mismo de la gran explosión. Permanecen a la espera de ser arrancados uno a uno, crecientes en dificultad, por el mortal que no se conforma con la verdad transferida. Cielo y tierra se muestran tal cual son en su latir eterno, sístoles y diástoles prolongando la actividad del mundo, traslación y rotación dejándolo donde está. Miro los ojos de Rita, incapaces de mentir, aunque lo haga su boca, aunque engañe su nariz, aunque su frente cumpla el pacto con precisión, aunque su mentón insista en lo ensayado. Ojos, por fortuna, infieles. Sus ojos vuelven la mirada y penetran en el interior. Son listos y saben, son sinceros y dicen. En el interior de la mujer se aviva un hervidero de emociones encontradas. Mientras todo esto ocurre o yo lo pienso ocurriendo, el ambiente se va poblando con las reproducciones que, el eco incrementa. Cada vez más tenues, de las palabras pronunciadas por Mireya. «Se interesa por la santería», escuchadas una y otra vez hasta el aturdimiento, «y parece saber algo».
—Es del todo científico mi interés, os lo aseguro; una curiosidad de escritor necesitado de ambientar conductas y hallar la raíz.
Acierto a decir la frase, sin perder de vista los ojos delatores, en cuanto me repongo del susto causado por la afirmación de la joven. Voy desmenuzando el pedazo de alimento que, en la boca, pugna con dientes, lengua y paladar, entregándose al placer de ser sometido por un oponente obstinado.
Miro a través de sus pupilas, viendo en el interior de la mujer aquello que recrea su pensamiento, acción remontada a un tiempo y lugar muy distantes. Soy testigo de la ceremonia de su iniciación en el culto que aún practica, punto de partida del ascenso en el orden sacerdotal. Sus manos, hechas garfios, cuchillos, entran en las vísceras del animal sacrificado, desarraigando el arcano del que los ancianos presumen. La veo tomar el ebbo, imprescindible a los orishas. Lo recibe sin intermediarios de la madre naturaleza en un cuenco de barro cocido. Veo a sus labios sorber un elixir sanguinolento, para soplarlo con furia sobre la hoguera de la vida. En gotas diminutas se expande el brebaje y, bajo el influjo de las llamas, provoca resplandores repentinos, que no son cosa distinta de la forma adoptada por la protección de Olofi. A través de los ojos fulgurantes de Rita la veo en la disposición concebida por su mente afiebrada: ceñida por hombres y mujeres de sus mismas creencias. Van los suyos ataviados con túnicas que han de ser muy ligeras, porque al desprenderse de ellas, ya girando, saltando, bebiendo, amándose o cayendo en trance, quedan suspendidas en el aire durante un tiempo inusual. Rita parece la encargada de escrutar el porvenir. Con ese solo objeto desparrama los medallones sobre el ara, interpretando la posición adquirida. En esa búsqueda esparce sobre la superficie del ifa el polvo eyero-sun, para trazar, sirviéndose del cuerno ritual, unas líneas, unos círculos, misteriosos, mágicos, explicando punto por punto lo que va a ocurrir. Detallan los hechos propiciados por unas fuerzas capaces de animar sus actos, impulsando también los actos de Mireya, de Honorio y del coro al completo, hacia el orden, final vencedor del caos. Las ocho semillas se desparraman, hasta aquietarse en una de las doscientas cincuenta y seis posiciones posibles. Esa postura, única, es el mensaje del propio destino. Eso percibo y, además, la incertidumbre disconforme con una respuesta cualquiera, ha de ser la exacta. La veo hacer, la oigo decir, sin llegar a descifrar el contenido de lo dicho y hecho.
—¿Tratas de novelar nuestra vida? No querrás ponerla por escrito para que otros la lean…
Desconozco si mis oídos reciben la pregunta de Rita, o es el parloteo de mi imaginación lo que oyen. No en vano, la columna de exploradores a la que pertenezco, se descubre de pronto en medio de una escaramuza, rodeada de ojos que escrutan en la maleza sus movimientos, centro de confluencia de flechas y lanzas. Como salir por la ventana o desvanecerme no está a mi alcance, improviso, más que nada para cerrar el paréntesis abierto, una frase restablecedora de mi espacio.
—Toda invención necesita un soporte de realidad, una estructura que dé consistencia. Los escritores, Mireya lo sabe bien, tomamos las piedras cercanas para los cimientos; las más sólidas, las que satisfacen nuestro criterio exigente.
—Y hay, ¡déjame que lo adivine!, una pregunta que debes hacerme, cuya respuesta vendría bien a tu edificio.
—¡Exacto!
—Esa interrogante, bien respondida, debería darte una de las claves que expliquen mi comportamiento…
—Así es.
Digo dos palabras breves. Las digo, porque otras no aciertan a salir de mis labios. Me veo arrastrado por Rita hacia mi provecho y, sin embargo, la desconfianza me hace enmudecer. Me dejo llevar por la corriente crecida, mientras el torrente prosigue violento hacia el valle.
—Pues bien, la respuesta es no. Nada me ata a esa religión en estos momentos, nada me obliga a seguir su camino. Por este lado mi voluntad es libre.
No comprendo con exactitud, si esta mujer es una bruja adivinando mi pensamiento, o contesta, con sorprendente sencillez, a otra cuestión no planteada en mi cabeza. Ignoro si al hablar de su conducta se refiere a la negativa opuesta a los deseos de Honorio, o apunta sin desvíos a alguna inconveniencia no percibida por mí. Llega en estos momentos el «gazapo en jugo de coco», excusando a mis palabras de seguir un lecho cercano a profundidades oscuras. Alabo el sabor del guiso, no probado hasta ahora dado su exotismo, a pesar de ser yo un ferviente devorador de conejos dispuestos de muy distintas maneras. Me hago lenguas de la facilidad culinaria de Mireya, quien, en tan escaso tiempo empleado ha conseguido tales delicias. Añaden razón a mis palabras, los «bizcochos de banana y miel» que, esta vez en la voz de la hija, cierran el banquete de bocados tan exquisitos.
No se prolonga la sobremesa más allá de lo estimado por la cortesía, pues las dos mujeres han de seguir con sus obligaciones. En lo que a mí respecta, me sabe a poco lo dicho, o a demasiado. Me despido de ellas y, en el vestíbulo, marco de las palabras de agradecimiento, capto una mirada cómplice de Mireya, satisfecha del curso tomado por el coloquio, cuyo mero pretexto era la comida. Pregunta pensada y dicha, respuesta oída, parecen haberse ceñido a los meandros dibujados por ella.
A solas en el coche, repaso lo oído y lo dicho a las dos mujeres. Trato de cribar la sustancia de un avance, tan incierto para mi cabeza, confusa como se encuentra, decidida a rechazarlo. Descartada la influencia de la religión en la negativa de Rita a comprometerse, me quedan dos ecuaciones sin resolver: el apellido erróneo de Mireya y la pensión recibida. Del gobierno, supongo; ¡de quién si no! Con tan escasos mimbres he de confeccionar el asiento de una nueva teoría que, en él, se encuentre cómoda. Tenía previsto discutir con mi editor, acerca del número real de ejemplares vendidos al día de hoy; sin embargo, no me veo en disposición de exigir con firmeza los derechos íntegros, por eso, encerrado en mis pensamientos, inicio el camino de casa por la carretera de circunvalación señalada con el nombre en clave de M-30.
Todo lo fío a la intuición de Juana. Me echará una mano, estoy convencido, en cuanto conozca el extremo donde el enigma se encuentra tras las modificaciones sufridas.
Se encastilla mi esposa en sus trece. Se atrinchera en la posición de arranque, esperándome dispuesta a resistir una más de mis embestidas. Las sabe ensayos tan solo. Enfrentamientos mentidos de quien no está muy seguro de sus fuerzas, porque aún conserva la memoria de las derrotas anteriores. Un gatito soy para ella en este momento, un cachorro de león ensayando en la manada el uso lúdico de las zarpas, armas de las que, más adelante, habrá de servirse para subsistir. Madre, sobre todo, extiende su acción protectora, su paraguas abierto, hasta donde me ve cobijarme mezclado con sus hijos. Su lógica está por encima de la mía, en esa sola faceta me gana. Por eso mi debilidad dura un instante y, en cuanto tomo sus razones y las hago mías, vuelvo a mi ser. Sí, saco pecho, hablo con firmeza y transito sobre un suelo firme, manteniéndome erguido de la manera más eficaz. En esto, escucho a mi esposa decir:
—Rita sigue casada porque su marido vive. Formando la pensión de la que hablas una prueba a favor más que un desmentido. Muerto el esposo a manos del Estado, según ella asegura, ¿a qué ton viene una pensión concedida con dos años de retraso? La modificación de los apellidos por parte de la embajada, ¿no nos estará mostrando el camino de la verdad?
Se pregunta Juana a sí misma, sabiéndose de antemano en posesión de la respuesta, quizá facilitando argumento bastante a mi evolución. Debe de estar en lo cierto, imagino, mientras coloco los platos en el lavavajillas, cubiertos, vasos y una ensaladera de cristal, al parecer fregada, de puro limpia. Probablemente, solo ha contenido hojas de lechuga sumergidas en un baño de agua clorada. Giro el selector de programas hasta el número dos, aprieto el botón poniéndolo en marcha, para acabar de recoger la cocina. No he comido en casa, pero en el turno establecido, entre mis días de labor está el jueves, porque los domingos nos corresponde ayudar a todos.

 

 

 

 

 

 

DIECISÉIS

Desde su teléfono portátil, Honorio desmenuza en palabras el viaje emprendido en busca de la noche diurna. Espacio donde marchó confiando en que, el mundo y la Ville Lumière, iban a seguir existiendo a pesar de lo dicho y escrito por los agoreros. En clara oposición con lo aceptado por los crédulos. Género este abundante, porque el famoso modisto, liquidador de su negocio convencido de la caída de la estación orbital sobre el taller y las tiendas, es solo un ejemplo extremo. No pasa por alto mi amigo sus gestiones comerciales, satisfactorias, pues espera sacar de ellas una buena ganancia a medio plazo. En cuanto concluye, le informo de mi visita a la casa de sus amigas cubanas. Trato de ponerle al corriente de los avances y retrocesos, situado ahora donde estuve al principio, al lado de una mentira disfrazada de verdad muy escurridiza. Le hablo del apellido errado y cierto de Mireya y del origen de la pensión recibida por las mujeres. Da dos giros verbales carentes de fuste, para terminar, confesando saber algo de ello. A un extraño le hubiera soltado un injurioso ex abrupto, pero Honorio, en este ejercicio, es un niño a quien resulta inútil pedir cuentas. Presionado por mi inquisición, se asegura dueño de un saber inconexo, insuficiente para despejar la incógnita que le ocupa día y noche el pensamiento. En estas, el teléfono calla.
Vuelve a llamar Honorio y, la conversación, desarrollando el instinto de supervivencia, se aferra a otro tema de cuya trama acaba de tener conocimiento mi amigo. Asistió la pequeña a la comunión de la sobrina de Sole, una muñequita de rubios ricitos a lo Shirley Temple. Revoltosa, incapaz de sosiego, un trasto lleno de vida y afanes. Inquieta como cola de lagartija, la vi en el almuerzo. Iba de una mesa a otra porque todos buscaban su charla fresca, su decir sorprendente. Me la significó Honorio, entusiasta de los niños. Seis, siete años tendría por entonces y, ahora, uno más; pues fue la tarde misma de su cumpleaños, jugando en la plaza, cuando sucedió el percance. Perseguía ella un balón en la islita central destinada al disfrute de los peatones y, tras la pelota, abandonó el área protegida, irrumpiendo, de improviso, en la calzada. En ese fatídico instante, un vehículo circulaba por el carril lateral y, su conductor, distraído, con la cabeza puesta en otros problemas, frenó unas centésimas de segundo después de lo necesario. Estuvo la niña ocho días sin volver en sí, sometida a toda clase de pruebas, en observación permanente. La gente del coro se mantuvo a su lado reemplazando a una madre desesperada y sin fuerzas. Verónica veló una de las noches. Diez horas estuvo sin apartarse de la cabecera de la cama, secando el sudor a la pequeña con pañuelitos de celulosa, diciendo ternezas por si servía de algo. Puede salir del coma en cualquier momento: dijeron los médicos. Se turnaban los unos y los otros, familia y amistades, esperando alcanzar la fortuna de verla despertar en su presencia. Una madrugada abrió los ojos como si la amanecida llegara luminosa, deslumbrante; como si las vacaciones hubieran acabado y las amigas la esperaran en el patio del colegio, en las aulas concurridas. Allí estaba la madre perdonando al denostado destino sus yerros, agradeciendo al cielo el favor recibido. Silencia el teléfono la voz de mi amigo.
Pero suena de nuevo. Le explico que sanan a ojos vistas las magulladuras: raspones de las manos, contusión de la rodilla, cardenal del hombro. El golpe peligroso de la cabeza se ha quedado, por fortuna, en casi nada de color morado. No obstante, aquel carácter alegre y vivaracho, recibió un lastre mostrado ahora, por su actitud pensada y medida en todo momento. La imagino morosa, prudente, precavida, moderada; buscando la aceptación de la madre antes de emprender cualquier iniciativa adornada con un mínimo riesgo. Oigo la queja de Honorio, advirtiendo su sufrimiento. La imagina sosegada, con apariencia de haber cumplido una edad superior. La profesora, los padres, en general las personas mayores, harán buenas migas con ésta. Los niños la seguían antes con los ojos cerrados y, ahora, se aburrirán en su compañía. Nosotros debemos de contar entre estos, pues la preferimos huracán y diablillo. Pongo a mi amigo al tanto del coste excesivo, de las llamadas hechas desde los teléfonos móviles y, aunque a él no le importan estas menudencias, por si Juana o los chicos quieren acostarse, se despide.
Salimos de viaje. Unas vacaciones algo cortas, ajenas al destino antes concebido, Barcelona. El deseo de viajar solos parecía haberse afianzado en nosotros, haciéndose intención firme. Los dos juntos y solos. Mas, en el inicio de una noche, hablándolo, cedió terreno el lugar, ante la recién nacida necesidad de palpar las raíces. Vamos a la tierra de Juana, al solar de sus padres y abuelos. Dices cántabros y la voz suena a torrente despeñándose en vertiginosa bajada hacia el valle, en imparable marcha desde la montaña hasta el mar, sin perder un segundo en planicies que obligan al agua a labrar meandros sinuosos.
Frente al Cantábrico, en lo alto de los acantilados, soy testigo del florecimiento de Juana. Es el color, es la forma, es su interior iluminado, es el rumor de las olas acurrucado en sus oídos, es su corazón colmado de emociones inexplicables. Una paleta me tiende de tonalidades progresivas: azul y verde líquidos, ambos impuros, mestizos ambos, vigorosos, resistentes. Les sigue el albo de la espuma, el blanco sucio del agua sobre la arena, el marrón de la orilla húmeda, la arenisca, la herida de la piedra, el glauco mojado de los pastos y un celeste evolucionando por momentos hacia el gris. Dispongo para ella la acuarela capaz de albergar unas barcas amarradas sobre el entrante marino, juguetes de un vaivén que ora las agrupa, ora las dispersa. Dibujo un terreno inclinado, donde diversos paisajes concluyen su breve territorio, al costado de otro idéntico e incomparable. Pinto una ladera, cruzada de vallados o cercas de troncos, albergue de parcelas que dan su variable versión definitiva de la inflexión esmeralda. Es la Cantabria que intuyo aprehendida por Juana. Me falta, soy consciente de tan lamentable carencia, añadir el amor rezumado por ella. Aunque, hasta el amor a su tierra me va invadiendo en avance sereno.
Nació mi mujer en Madrid. Sin embargo, en su mirada ancha se entrecruza el vuelo de las gaviotas. Ya no están, pero eran pescadores los suyos. Entre Noja e Isla los situó un destino azaroso: marinos viviendo con un pie en tierra. La abuela y la madre alimentaban un cerdo. ¡La ceremonia de la matanza!, quisiera ver una, pide mi esposa. Terminó hace meses la temporada, respondo; acaso la costumbre ha cesado. Boronos, jijas, botijos, merdosos, son manjares devueltos intactos por su memoria: olor, color y apariencia. Pasaba aquí las navidades y el verano, viniéndose encima de pronto aquel tiempo. Cazuelas, sardinas asadas, jibiones, calamares, cabracho. Los juegos, las fiestas, la ayuda prestada a las mujeres en el hilado del lino, en el cardado de la lana, en la deshoja del maíz. Ha de quedar algún pariente, pero no sabe precisar, porque sus tíos murieron y los primos marcharon a Santander.
Entonces, recuerdo a las buenas mujeres de Palencia, familiares de la niña a cuya comunión asistí acompañando a Honorio. Han de estar por aquí cerca y, lo dijeron, quieren conocer a Juana. Trato de acordarme del lugar. Liérganes acude rápido a mi memoria, sonoro, diferenciado, plural. Hablaron de un puente, llamado romano, mencionando un río cuyo nombre, ni con el mayor esfuerzo de la memoria se presenta.
Sirviéndonos de las señas, tan menudas, después de preguntar en cien sitios damos con el río. Es el Miera, un caño de agua en los días veraniegos transitados. Con las palentinas damos. La casa arrendada, sita en un paraje de belleza increíble, formado por el viejo puente y el río, la montaña verde y el cielo agrisado, es rústica, carente de comodidades. Están las tres: la señora mayor y sus dos hijas, casada y soltera. Viven pendientes de la pequeña, aquella niña restablecida, hace tan poco tomando la comunión. Ella misma, hoy viste por gusto pantalones raídos, correteando junto a otros niños sin prestarnos, de su atención, ni una pizca. Su padre quedó en Madrid, esforzándose en la defensa del empleo, un puesto de venta de polos y helados, situado por el dueño, errando, en una esquina poco transitada.
¡Qué sorpresa reciben! ¡Qué contento llegado de golpe! Ni por asomo esperaban nuestra presencia. Es media mañana. Se empeñan en servirnos un piscolabis. Sobaos nos sacan, quesadas, sacristanes, delicias regionales obra de sus manos. Han ido aprendido a elaborarlas en los muchos años de veraneo en este lugar. Al no tener vehículo viajan pasando un calvario, mudando el tren por el coche de línea, arrastrando maletas y bolsas; para, una vez llegadas, apenas moverse. Acordamos, por ello, buscar juntos los rincones de mayor interés, tomando las rutas según nuestra propia inclinación nos dé a entender, encomendando al azar la fijación del rumbo. Como en la casa hay espacio suficiente para acomodarnos todos, regresaremos a ella cada noche para dormir. Se suele marear la pequeña. Esa es la razón de quedarse a su cuidado la abuela, siguiendo de cerca los juegos con otros niños, como ella infatigables.
Recorremos los alrededores en primera mirada, el precioso pueblo de Liérganes y su balneario, donde la abuela desea recibir tratamiento termal, si sirve de remedio a su achaque respiratorio. Nos alejamos luego, portando al hombro nuestra experiencia recién adquirida, en busca de similitudes y contrastes. Vemos casonas de piedra con la balconada del sur en solana, los soportales, los arcos, los escudos, frontispicios firmados por las viejas familias. Vemos iglesias: desde la rupestre de Cadalso, excavada en la roca viva, hasta las colegiatas románicas de San Martín de Elines, Cervatos y Castañeda. Nuevas perspectivas nos sorprenden: el mar en su interminable contienda, cuerpo a cuerpo, con la tierra abrupta, la montaña orgullosa y los valles rendidos. Descubrimos fauna y flora en repliegue forzado. Vestigios hallamos de una antigüedad muy arcaica. Cuevas como las de Puente Viesgo permanecen abiertas, acaso a la espera esperanzada del hombre actual, desarraigado, para mostrarle los balbuceos artísticos de la especie. Tropezamos con gente dedicada a lo suyo, haciendo un alto para disfrutar de la fiesta: traineras, el juego de los bolos, las ceremonias religiosas y los bailes. Con viajeros topamos procedentes de lugares muy distantes, espejos donde nos percibimos exploradores, avanzando con la atención dispersa. Mientras esto ocurre, la palabra rellena los huecos.
Un atardecer, acaso del penúltimo día, llovía con fuerza y regresamos pronto a la casa. Sentados en torno a una mesa, hablamos de Sole, secretaria de dirección en una compañía de seguros. Ella lo gana bien, siendo el sobrado sustento de la casa. De su jefe, un señor muy adusto que la tiene ley. De la delicada posición frente a las compañeras, incansables demandantes de secretos imposibles de desvelar. De la mano izquierda necesaria en el puesto, de su habilidad para salir de los lances sin magulladuras: visitas presentadas sin previo compromiso, reclamaciones de clientes quejosos del cumplimiento dado a sus pólizas. Hablamos de Honorio, de la manera insólita de conocerse; de su vinculación al coro a través de ese hombre.
—Cuando murió mi marido, el padre de estas pobres…
—¿Por qué pobres, madre? —Interrumpe Sole, la hermana soltera.
—Os quedasteis huérfanas. ¿acaso te parece poca desgracia?
—Sí, lo es. Pero Sole tenía casi treinta años y yo me acercaba a los veinticinco. —Agrega la hermana.
—Como os parezca. Cayó enfermo vuestro padre de una enfermedad que no dio la cara del todo. Lo llevamos a una clínica de Palencia y, día a día, veíamos como se marchaba. Consumíase por momentos y, yo me desesperaba sin poder hacer cosa útil, conteniendo el llanto en su presencia y desahogándome en el retrete.
—Justo al lado, en la habitación contigua, convalecía un matrimonio de un accidente de coche. —Interrumpe la hija.
—Por favor, Sole, deja que lo cuente madre.
—Es que se alarga.
—Estuvieron los esposos a punto de ahogarse en el canal de Castilla, cuando, el coche donde iban, empujado por otro, cayó al agua. Sucedió en el paraje llamado La Venta, al tomar la entrada del puente. Un punto sin excesivo peligro. Lo sé, porque nos llevó a verlo el hijo un mes más tarde y, emocionado, recreó la peripecia.
Así lo explica la madre, algo incómoda por el afán puesto por la hija mayor en añadir matices o en adelantarse al relato.
—El hijo, —incide Sole, —era quien conducía. Un hombre muy decidido. Salió por la ventanilla bajando el cristal en cuanto el agua llenó el interior. No solo se salvó él, además logró sacar a los padres con vida.
—Cuéntalo tú, hija. Si lo sabes tan bien.
—Lo ves, Sole, has conseguido enfadar a madre.
—No me enfado, pero me disgusta ver interrumpida mi explicación a cada paso. Aunque, en verdad, poco queda de historia, una vez sabido quien era el valiente. Lo diré, sí. Lo diré antes de decirlo vosotras. El valiente era Honorio.
En ese instante mis recuerdos se ordenan proporcionándome una imagen nítida de lo ocurrido. Me contó el percance el protagonista, sin profundizar en los detalles del salvamento. Dado que, aun hoy, lo atribuye a la intervención divina. Por evitar complicaciones graves al conductor, cuya torpeza forzó el desvió del coche hacia el lecho del canal: un mozo alocado que ni siquiera poseía permiso para conducir automóviles, se culpó a sí mismo de impericia. La estancia en el hospital hubo de alargarse, pues a más del susto y las contusiones, la madre sufrió la rotura de varias costillas, causando dolor al moverse. Al padre no le disminuían los mareos ni la pérdida de visión de los primeros instantes.
En la habitación lindera, es un vago recuerdo del relato de Honorio, un hombre agonizaba a poquitos. Su familia, esposa y dos hijas, permanecían a la cabecera de la cama. Coincidió con ellas a diario en el pasillo y, Sole, la hermana mayor, ahora lo sé, resulta ser la muchacha sencilla con quien mi amigo intimó hasta llegar a un corto noviazgo. Idilio coincidente, en su comienzo, con la muerte del padre de la chica, el entierro y el papeleo inherente a los trámites testamentarios. En esos momentos tristes y complejos, Honorio actuó resolviendo como si ya fuera miembro de la familia. Poco más tarde, sin razón aparente, el amor se fue sedimentando hasta quedar en una profunda amistad. Sucedió lo de casi siempre. Mi amigo solía espantarse cuando las ataduras ponían en peligro su independencia.
—¡Qué buen yerno hubiera sido!
—Calla, madre.
—Como si no acariciaras aún la idea de ser su mujer. Sole, conmigo no valen dobleces.
—Somos amigos de los de verdad, ¿entiendes? Y aunque no lo creas, prefiero esa posición, pues una vez alcanzada es más sólida. Lo demás, madre, es agua pasada y, como dice el refrán, ya no mueve la rueda del molino.
—Del tuyo no, desde luego. Pero acaso haga girar otras ruedas. No muy lejanas, según he podido ver con mis propios ojos. Estos dos luceros que, hasta ahora cumplen a las mil maravillas su cometido.
Ignoran las mujeres nuestra presencia, o nos consideran al tanto de los secretos de Honorio, pues hablan como si estuvieran solas. Juana y yo nos cruzamos miradas de extrañeza, al tiempo de guardar un silencio que busca no alterar la espontaneidad hallada.
—Lo hecho por Honorio es asunto suyo. A mí no me incumbe.
—Celosa… ¿lo ves?, conservas rescoldo en el lugar de la hoguera.
—¡Madre!, no insistas. Te estás poniendo pesada.
—Dejadlo las dos, —interviene la hermana con disgusto mal disimulado, —Juana y Virgilio están con nosotras, y nos debemos a ellos.
Nosotros nos miramos a la mirada, buscando la manera de romper la conversación iniciando una nueva.
—¿Cómo disteis con el coro? Inquiere Juana dirigiéndose a Sole.
La respuesta a esa pregunta tan conveniente nos hizo ver, por añadidura, a Sole facilitando el encuentro de las dos cubanas, madre e hija, de nombres Rita y Mireya, con el amigo Honorio. A raíz de una campaña publicitaria emprendida por la compañía de seguros donde trabaja Sole, un nuevo producto de capitalización se hizo popular debido a las condiciones ventajosas ofrecidas. Semejaba un plan de pensiones excepto en algunos detalles sin importancia, puestos o quitados adrede para diferenciarlo. Mucha gente joven, a quien un plan de pensiones no atrae, se interesó por él. Dos mujeres pidieron ver al jefe, entreteniendo ella su espera. Ínterin, hablaron de su interés por la música, tan vigoroso que convirtió en profesión, allá en la Habana, lo que era un sencillo ejercicio lúdico. Mostraron su deseo de colaborar en algún proyecto que llevara la melodía y, también, el canto, a un público general fuera o no entendido.
Compartía Sole la ilusión de Honorio cifrada en organizar un coro. Pues, yendo de paseo por el camino del monte de Palencia, ambos se descubrieron cantando un atardecer de otoño. Desde aquel tiempo lejano lo hablaron otras veces. De modo que, si madre e hija facilitaban las cosas o hacían posible el proyecto, Honorio debía conocerlas.
Se encontraron los cuatro, hablaron, estuvieron de acuerdo y, mediante anuncios publicados en las revistas dedicadas al sonido, dieron a conocer sus intenciones. Sirviéndose de carteles fijados en los locales dotados de música viva o grabada, se pusieron en contacto con aficionados al canto. En efecto, algunos deseaban un grupo donde poder expresarse, pero lo querían ya crecido y en plena marcha. No era el caso de Cosme, dispuesto como nadie a tirar del carro. El facilitó la incorporación de profesionales. Eran buenos en lo suyo, sin embargo, por cualquier otro motivo, no eran llamados para actuaciones públicas remuneradas. Alumnos de Mireya y de Rita completaron el núcleo inicial, al que se agregaron algunos entusiastas deseos de formar el conjunto a su manera, cimientos, muros y tejado. Honorio negociaba audiciones, recababa ayudas de toda índole y, sirviéndose de su facilidad de relación, obtuvo para el coro el derecho al uso exclusivo del recinto de ensayos.
—Claro está. No topasteis con el coro. Por lo escuchado, lo propio sería decir que el coro topó con vosotras, fundadoras y verdaderas artífices.
Es Juana quien así precisa, orientándola el claro propósito de apuntalar una conversación divergente de la pendencia suscitada entre madre e hija, a causa de la relación de Sole con Honorio. Trata mi esposa de unir a las mujeres. Entiendo sus buenos deseos y alabo, en mi interior, sus procedimientos. Además de ayudarme en mis pesquisas, pretende Juana enlazar a las mujeres a un hecho inicial; situándolas como protagonistas, alrededor de unas vivencias compartidas, de las que pueden sentirse orgullosas. Intenta establecer la armonía entre la madre y las hijas, observando con satisfacción su logro.
El día antes o uno anterior, habíamos recorrido los cuatro un espacio para el recuerdo. Acompañaba el coche en su trayectoria a un valle verde, carretera vecina del río joven en su busca del mar. Dábamos fin, acaso, a una sobremesa dilatada en un restaurante que ve morir sin descanso las olas eternas, o paseamos las calles empedradas de un pueblo cualquiera, cuando la alegría nos envolvió. No importa el lugar, simplemente ocurre el hecho de alcanzar un punto, donde lo visto o sentido suscitan emociones compartidas. Palabras saltarinas, sonrisas, miradas, acercamientos. Todo ello y más.
Un tiempo algo breve hemos pasado en esta tierra cántabra, patria adoptada por nuestras amigas, quienes no hacen, con su aceptación, sino reconocer y apreciar el curso de la historia. Pues las repoblaciones del valle del Duero, su pueblo mismo incluido, se hicieron, entre otros, con vascos, astures y familias provenientes de Cantabria. Por si no bastara aquello, el trasiego natural de los buscadores de empleo, ha traído a no pocos palentinos. Sentimos la ausencia de los hijos, porque desconocen estos lugares y, quiéranlo o no, por aquí, tanto como por la tierra leonesa, se enraízan sus vidas. Somos la suma de tantas influencias, que nos hemos de ver reflejados por fuerza en los demás.
Recién iniciado el camino de retorno, en un recodo apropiado para el descanso de los viajeros, próximos ya a Torrelavega, nos sucede una anécdota de la que se puede sacar alguna enseñanza. Hay en el descampado dos coches y una furgoneta cuando llegamos nosotros. Han sido colocados a una distancia prudencial entre vehículos. La necesaria para la intimidad de sus ocupantes, quienes, en tierra, beben refrescos o comen bocadillos, con la hora del desayuno pasada hace rato. El único espacio disponible queda junto al furgón, un antiguo modelo muy destartalado, en cuya puerta trasera, abierta de par en par, charlan tres jóvenes, dos chicos y una chica, vestidos de forma poco corriente. Nos detenemos a una veintena de pasos, pero como hablan alto oímos cuanto dicen. Dos de ellos deben de ser pareja, porque la chica, abrazada al más alto, explica al otro, al parecer recién hallado, la momentánea situación de la comunidad a la que pertenecen. De sus palabras se desprende la ocupación de un recinto de pequeños trasteros, sito en el suburbio cercano. Forman un grupo bien avenido, llegado al lugar sin intención precisa. Dado el aspecto de abandono mostrado por la nave y la inactividad observada en ella; sirviéndose de una cizalla, la llevan siempre consigo, cortaron la cadena que aferraba por el centro el enrejado de acceso al conjunto. Una vez dentro, procedieron a distribuirse los huecos con una cierta equidad. Atendiendo, antes de nada, a las necesidades personales.
Escuchamos con interés creciente, de forma interesada, terminando por silenciar nuestra comunicación, atentos a quien informaba con tanto detalle. Adecentaron el pasillo común, lo colijo yo de lo manifestado por la narradora, retirando escombros y residuos industriales cubiertos de herrumbre. Rompiendo el suelo, habilitaron un rincón apartado a modo de letrina. Adecuaron al nuevo uso los que iban a ser sus habitáculos, reforzaron las tablas de las puertas individuales, colocando, por último, candados disuasorios. El Negus: ignoramos la descripción del muchacho y la justeza del apodo, pues la relatora, por sabidas, no da cuenta de esas minucias. El Negus, pues, con independencia de su aspecto físico, de su catadura moral, de su proyecto inmediato de vida, ocupó un local de los pequeños. Nueve metros cuadrados, marcado con el número trece. Mas, al cabo de dos meses, hubo de partir el hombre hacia Asturias, donde, en la costa del Principado, le salió un trabajo de pizarrista, actividad practicada cuando se lo piden. Los viernes por la noche regresa a la comunidad habitando su mínima morada, el trastero que exhibe el número de la mala suerte en la puerta. Suele acompañarle Any, una amiga muy legal, que pasa con él los fines de semana. Se quedan ambos hasta la madrugada del domingo, momento aprovechado por el Negus, para subir a la cabina de un camión de reparto, que debe estar en Gijón a primera hora del lunes. Ella, Any, su amiga, se va a la casa de un hermano. Por conducto de la autoridad recibieron los ocupantes dos avisos del dueño, donde, en términos redactados a la manera de los abogados, exigía el abandono del edificio. Permanecieron hasta ver en que paraba la amenaza, no volviendo a molestarlos nadie. Bueno, nadie, no. Lo hizo el Javo.
Como una piedra en el estanque cayó el Javo, un disidente conocido por todos, violento e irrespetuoso de la convivencia, a quien perdieron la pista mucho antes de hallar aquel refugio. La primera noche le hizo hueco una pareja que, en razón de tener a su cuidado un pequeñín, hijo de la chica, disfruta de un espacio mayor. Debieron de ponerle al corriente de las circunstancias, porque, de buena mañana, forzó la habitación del ausente Negus, introdujo en ella las pertenencias propias y, colocando un candado nuevo, la tomó como suya. Con el fin de atajar el alcance de los hechos, hubo de reunirse en asamblea la comunidad y, tras comprobar que las posturas más abundantes iban en apoyo del anterior inquilino, el acuerdo logrado fue cumplido de forma inmediata. Descerrajaron la cancela del trece, arrojaron a la calle un macuto con ropas y utensilios diversos, restituyeron al intruso a los caminos de los que venía, colocando, por cuenta del Negus, una nueva cerradura.
La marcha del relato, escuchada por nosotros de tapadillo, desemboca en una moraleja no apreciada por la narradora. Nos deja perplejos la conducta del grupo, nacida de una rápida evolución cultural. Lo vemos capaz de recorrer, en un tiempo mínimo, el camino que va de la entronización del derecho a la vivienda, situándolo muy por encima del derecho a la propiedad; a la posición contraria, convertido el mismo grupo en resuelto defensor de lo considerado suyo, incluso no utilizado, frente a cualquier garduño que invoque la necesidad apremiante para justificar una nueva ocupación.
Rendimos visita a Burgos, donde nos detenemos el tiempo preciso para contemplar la catedral, joya arquitectónica que Juana está deseosa de mostrarme. Pone en tal empeño el ardor de la erudita, cuyo saber proviene de un profundo estudio, hijo de la admiración. En el magnífico templo, me hace ver la influencia del gótico europeo situado en las torres. El interior ya es nuestro, puntualiza con cierto orgullo. Lo español domina el espacio, se apodera de él y tuerce su sentido. Es verdad, lo veo. La infinitud de lo vertical se humaniza al ensancharse, al abrirse los ángulos curvos sin ningún recato. Ya no se trata de alcanzar el cielo, sino de construir un equilibrio nuevo acercando el cielo a la tierra.
Con un regocijo procedente, no de la maestra sino de la niña que aún conserva en su interior, voy en volandas a la capilla de Santa Ana, donde, habiendo un retablo importante, me muestra un sepulcro ciertamente fascinante. Arrastrándome, luego, tras ella, para hacerme admirar el retablo mayor de la capilla del Condestable. Entiendo que, una vez más, tiene razón: se trata de un valioso conjunto. No obstante, cuando aún no he acabado de asombrarme, tira de mi mano hacia la capilla del Corpus, con la pretensión de conmoverme ante un ‘Cristo atado a la columna’. Me explica entonces su extraño comportamiento, ininteligible para mí. Las tres obras, emparentadas, sepulcro, retablo y columna, salieron de las manos maestras de Diego de Siloé, artista sobre quien la preguntaron en un examen, obteniendo una calificación de sobresaliente. Así es mi esposa: lógica y apasionada. En ella, corazón y cabeza luchan de manera constante persiguiendo la armonía.
En la ciudad de Lerma, villa antiquísima al decir de Juana, dueña de un pasado rico en efemérides, tras admirar su patrimonio arquitectónico, herido por los soldados franceses de Napoleón, seguimos marcha. Regresamos a Madrid cargados de energía, y con una información muy estimable sobre el coro, utilísima en la prosecución de mi novela. En ella, la realidad, originada cada día con el concurso del día anterior, juega un papel importante, primordial.

 

 

 

 

 

DIECISIETE

Regresamos de vacaciones. Es cierto, breves e intensas las nuestras. Los hijos agradecen las situaciones nuevas, rompedoras de la rutina. Aseguran estar aprendiendo lo esperado en el campamento de idiomas, además de conocer a gente nueva. Llega el momento de volver a la tarea. Telefoneo al agregado cultural de la embajada de Cuba y, como se muestra amable, me atrevo a pedirle una cita. Ejerce las funciones de embajador. Lo dice sin esconder su orgullo cuando me recibe en el despacho ya conocido. No ha querido trasladarse a otro de más apariencia, explica, pese a que los altos cargos pasarán fuera casi un mes. Empapado yo de santería no persigo esa información, sino algunas precisiones sobre el juicio militar celebrado hace una década, contra unos generales acusados de contrabando y tráfico de narcóticos. La prensa, la radio y la televisión se ocuparon de esa historia. Le hablo de sus compatriotas por si las conociera. Ignora la existencia de Rita, recordando a Mireya. Debió de fijarse bien en la mujer, pues describe detalles identificadores. Estuvo la chica en la legación con el fin de aportar documentos para solicitar ciertos derechos. No los especifica, naciéndome la duda acerca de esa particularidad.
Sobre el asunto de los militares, me remite a la Editora Política de la Habana, pues dio una información minuciosa. Lo que habla del interés puesto por el Régimen en airear el proceso, al facilitar copiosa luz y suficientes ventiladores.
Sigo su indicación y, en el ejemplar de Granma correspondiente al 10 de julio de 1989, leo la sentencia del Tribunal Militar relativa a la causa más trascendente de aquel año. Me queda claro: Jorge Martínez, general hasta entonces, fue condenado a la pena capital. Hubieron de compartir con él, la penosa agonía de la espera mínima y una muerte idéntica, tres compañeros de milicia. Eran secuaces suyos en el tráfico ilícito y pernicioso, corrompidos a un tiempo por un germen que no acierto a figurarme con exactitud. Otros seis condenados debían permanecer treinta años en la cárcel. La presencia de una mujer entre ellos, capitán del Ministerio del Interior cuando cometió los delitos, añadía pruebas tangibles de la paridad del trato dado a los delincuentes, al margen de la cuestión secundaria de su sexo. A tres más, les correspondía una privación de libertad cifrada en cinco lustros. El coronel Antonio Rodríguez recibió el correctivo más suave de los dictados: apenas diez años de encierro. Según se afirma en el periódico, apelada la sentencia, la mayoría de los recurrentes resultó sin variaciones significativas.
En consecuencia, se fijó el momento de la alborada del inmediato trece, para que los condenados sufrieran la última pena, la que libra de todas las demás, imposibilitando, eso es digno de tener en cuenta, la reinserción obtenida y la reparación de los posibles errores judiciales. En instante tan crucial, los cuatro malditos, tan desparejos ellos, iban a ser tomados, entra dentro de lo posible, por un pensamiento común. Media hora después, en la madrugada antedicha, a los convictos, perdida toda esperanza de retardo, se les daría la oportunidad irrepetible de mirar de frente a los ojos de sus verdugos.
Sucedió de ese modo. Clareaba el aciago día cuando, cumpliendo el mandato emanado de instancias judiciales, parte de los presos, los reos de muerte, fueron despertados de un sueño con toda probabilidad inconciliable. Imagino a los cuatro malhechores recluidos en prevenciones distintas, enfrentados cada uno a sus obras. Al rayar el alba, momento temido y deseado a partes iguales, los creo arrepentidos de algunas acciones aisladas, hijas del egoísmo y la ambición. Ciertos, también, de querer repetir las otras, las muchas enfiladas con el bien común. Los cuatro hombres, a la crítica hora señalada en la condena, siguiendo un orden marcado aún por la graduación perdida, fueron redimidos de una vigilia lacerante, de un pensamiento girando sobre sí mismo sin avanzar ni un solo milímetro.
La escueta comitiva formada por militares marchando al paso, sacó a los cuatro de sus reflexiones. Pantalones holgados con camisas ajustadas vestían los prisioneros, también unas zapatas de algodón con suela de esparto. Ningún signo revelaba la función esencial jugada por ellos en la revolución. Incluso, el botón más alto se abrocharon, cercano a la nuez. Peinaron sus cabellos y, en orden de revista, salieron de las celdas para añadirse a la fila, prolongándola.
Se oían ásperos los pisotones de los custodios, cuyo eco vecino abarcaba, hasta oscurecerlo, el rozar insistente de las alpargatas de los custodiados sobre las baldosas. Monotonía invariable prolongada más allá del tiempo real. Alcanzando el punto exacto donde los pasos se detienen al borde del abismo, para quedar allí, flotando en forma de eternidad congelada, foto fija de significante y significado. Invadieron el patio avanzando con una premura inexplicable, habida cuenta de tratarse de un paseo sin continuidad posible, excluido de la rutina. Alcanzaron a ver el cielo sobre las tapias, por encima de los tejados. Alguna ilusión indeterminada hubo de transmitirles el azul intenso, alguna confianza extrema. Mentidas, claro está, porque unos minutos más tarde los cuatro hombres, el ex general Jorge Martínez primero, dejaron de vivir. Eso, sin que la mirada puesta con intención en los ojos de los obedientes verdugos, afeándoles la actuación homicida injustificada por el deber debido, pudiera impedirlo. Los demás condenados quedarían recluidos, hasta el total cumplimiento de la pena impuesta. Ellos, dentro de lo malo, conservaban la vida y la esperanza derivada de ella. Se encontraba en ese grupo el coronel Antonio Rodríguez. Permanecieron en los calabozos, hasta que, al día siguiente, varios furgones carcelarios los llevaron a sus penales definitivos.
No obstante, imaginado el instante de la ejecución, reducido o alargado, queda en mi mente agitándose. Una ráfaga de viento salió de las escopetas llevando en su entraña un plomo próximo a derretirse, lava ardiente penetrando en las carnes de los condenados hasta hallar el asiento de la vida, devorándola. Incluso el disparo de fogueo, dispuesto para tranquilizar las conciencias todas del piquete. Inclusive la bala inocente y neutra, mató. Mató esa incluso, porque su existencia era solo un rumor extendido a lo largo del tiempo.
En la historia hecha suya por las dos mujeres, madre e hija, ese instante concreto del amanecer del día trece modificó su estado, convirtiendo en viuda a la esposa y a la hija en huérfana. La luz se enciende en mi entendimiento. Una sospecha se adueña del espacio disponible. ¿Topa mi indagación con el momio que, guiado por el inconsciente, vine a buscar a la embajada?
Si así sucede, entre el azar y mi intuición, suum cuique tribuere, nos repartimos el mérito. Realidad primera: la existencia de dos procesados cuyos apellidos eran, uno y otro, Martínez y Rodríguez. Realidad segunda: la alteración del apellido Martínez, de Mireya, descubierta por mí en el bolso abierto, al pagar la muchacha las naranjadas en la cafetería del centro comercial. Corolario: hechos inconexos hasta ahora, se unen, se amalgaman, descubriéndome una realidad muy otra.
Considero factible que, en la mente fantasiosa de Rita, ambos militares se transmutaran intercambiando las personalidades. Más aún, si se derivaba del trastrueque alguna consecuencia beneficiosa para ella. Creo a la madre capaz de tal canje, secundada por la hija al aceptar el nuevo contexto del modo en que la madre lo compuso. Es cierto, las juzgo inclinadas a actuar según su entender interesado y, al instante, me culpo de la ligereza de juicio tan grave. Pero también, al instante inicio mi propia defensa, demostrándome con argumentos válidos, que si llega mi mente a conclusión tan extrema es porque ellas, contumaces en sus prácticas enredadoras, me facilitan el camino eliminando las barreras opuestas por una trayectoria carente de ardides.
Cuando una desgracia de tal calibre golpea el llamador de cualquier casa, los cimientos se remueven, se agrietan los muros y el techo muestra pedazos de cielo a través de agujeros crecientes. Algo han de hacer las personas al resultar afectadas de frente. La mano va hacia la herida en acto reflejo, con la precisa intención de cerrar la espita si sale a ríos la sangre. Me explico el proceder de la madre, sabiéndolo afirmado en su fondo práctico. Lo veo impulsado por la vigorosa reacción ante las circunstancias adversas, pues ese ha sido siempre su sello. Tuvo la posibilidad de elegir entre dos opciones, aceptando aquella que, a todas luces, elevaba su posición, general Martínez. No hubo razón de peso, religiosa o ética, obligando a la dama a continuar vinculada a un coronel Rodríguez encarcelado. Rémora, lastre, cubierto él de oprobio dada la gravedad de cargos bastantes para llevarlo a prisión, repudiables por la sociedad decente desde cualquier punto de mira. Prefirió la mujer mostrarse como viuda de general, víctima del régimen despótico, convirtiéndose en permanente acusación de las arbitrariedades, símbolo de la resistencia pasiva. Al instante fue considerada digna de elogio porque, sin relajar su afecto al difunto, se abría al entorno amistoso, insertándose sin interrupciones en un acotado círculo de lo más escogido. Con la contrariedad aceptada, de hacerse imposible, en adelante, el retroceso.
Prendida la llama en mi mente, los hechos se muestran incuestionables. Van inundando de luz las porciones más prietas de mis tinieblas anteriores, disolviéndolas.
Se cumplen en estos días los diez años de condena y, el coronel Antonio Rodríguez, verdadero marido, estará a punto de recobrar la libertad. Ahí entiendo la razón de Rita al pedir distancia a Honorio. Una vez más, Juana da en el centro con las flechas atinadas de sus conjeturas. Cabe la llegada del marido, cabe el regreso de ella a Cuba, cabe el encuentro en Florida. Por caber, cualquiera de la hipótesis cabe. Suceda de estas o de alguna otra manera, habrá de verse cuando ocurra. Mientras tanto, en las publicaciones de la Editora Política, puedo encontrar los argumentos de la acusación, el desarrollo del juicio y el veredicto final. Lamento de todo este embrollo una cosa sola: el papel jugado por Honorio, siendo un verdadero juguete en manos de Rita.
Si damos crédito a las declaraciones recogidas durante el proceso por el funcionario encargado de transcribirlas, resulta ser Antonio Rodríguez un jefe obediente, un coronel entregado en cuerpo y mente a sus superiores. Capaz de transgredir la norma en un solo supuesto. Cuando, con la transgresión, defienda un objetivo mayor, perseguido por la jerarquía. No se lucró estando en su mano hacerlo y, si el fiscal pedía para él quince años de cárcel, el Tribunal Militar Especial, después de oír varios testimonios y la confesión del propio acusado, rebajó la condena en un tercio. Durante catorce meses desempeñó en Angola, el cargo de ayudante ejecutivo del jefe de la misión. Abriéndose, a su vista, ciertos secretos, según afirmó en las declaraciones. Azúcar, ron, harina de trigo y pescado, productos de primera necesidad, ofrecía Llicas, capitán empleado a sus órdenes, en el mercado negro de Luanda. El dinero conseguido lo ingresaba íntegro Rodríguez, por encargo del general Ochoa, uno de los cuatro ajusticiados, en una caja situada en la propia misión, de la que no tomó nunca un peso, ni un kwanza, ni un dólar, moneda en que las otras dos se convertían antes de llegar a su destino incierto.
Desconoce, asegura el acusado, si hubo tráfico de narcóticos. No participó en el negocio ilegal del marfil, aunque confiesa haber facilitado el trasiego clandestino de lo que supo piedras diamantes. Con periodicidad variable, sus jefes se llevaban parte de las ganancias atípicas, pero él ignora la senda tomada por éstas o el fin a que se destinaron. No preguntó y nadie se lo dijo. Revela la deshonrosa conducta seguida con el secretario segundo del Partido Comunista, el compañero ministro de las Fuerzas Armadas, cuando éste le preguntó acerca del contrabando. En su testimonio tejió falsedades capaces de zanjar de momento las pesquisas, dando ocasión a su jefe para hallar una salida airosa al objetivo mayor, si lo había. Aquel encubrimiento confesó al tribunal, contrito a la vista de todos, el, ahora, padre de Mireya y marido de Rita. Por tal delito se dio a los jueces sin reservas, para que sobre él determinaran. Debía haber puesto en guardia a las más altas instancias del país y, las engañó, sin embargo, por entender que los generales situados sobre él en la línea jerárquica, desarrollaban con esos fondos una operación militar de mayor alcance. Conocida la realidad en el transcurso del juicio, le molestó haberse comportado como lo harían los enemigos de la Revolución, quienes, pasase lo que pasase, siempre lo encontrarían enfrentado a sus maniobras.
No quiero excusar de antemano al coronel, por la simple eventualidad de estar casado con Rita. No ha de nacer mi tolerancia con el militar, del hecho inmodificable de ser el progenitor de Mireya. Tendría idéntica actitud, parcialmente exculpatoria, con cualquiera de los encontrados en sus mismas circunstancias. Persigo el comportamiento del hombre por los recovecos de una mente atosigada y, en cuanto la intuición lo alcanza, analizo el espacio exacto en que, por impotencia, cedió. Busco la cota hasta la cual se mantuvo incólume, la escala de valores servida con ahínco, incluso el modelo de traición de la que resulta culpable. Lo pienso víctima de un sufrimiento enorme, enraizado en la mentira prolongada, en su actuar ilegítimo, sin tratar en ningún instante de compensar el daño con algún provecho evidente. Lo imagino torturándose en la madrugada, abandonando el lecho con su pesar a cuestas, sin poder confiar sus conflictos a nadie. Incapaz de resolverlos o de transformarlos en palabras, arrancándolos de sí en confidencias hechas a la esposa o a su mejor amigo. Lo pienso tomado, célula a célula, como desprotegido cuartel, por jaquecas, náuseas y disfunciones digestivas, hijos de los problemas sentidos mientras adquirían cuerpo en su cuerpo. El sistema militar imperante propiciaba el silencio, la obediencia ciega, la justificación de los medios por conducto del fin. El coronel Rodríguez, en el tiempo de los sucesos juzgados, era lo que muchos soldados entienden por un soldado cabal.

 

 

 

 

 

DIECIOCHO

Me encuentro animoso al haber cerrado el globo de la conjetura. Ahora parece su forma, a la simple mirada, una esfera perfecta: mostrándose sólido e impenetrable a las punciones leves. He quedado con Honorio en la sede de un círculo financiero al que está asociado. Voy dispuesto a confrontar con él mis saberes y, si solicita consejo, a recomendarle un comportamiento futuro. Pensamos almorzar juntos en el comedor de miembros, pues permiten a los señores socios llevar invitados. Llegamos cuando la campana del reloj de pared da la una de la tarde. Propongo a mi amigo una partida de billar mientras se hace la hora.
Traigo preparado un discurso, reconociendo la existencia de dos motivos capaces de inducir a Rita a modificar la realidad de su esposo. Ambos me los descubrió Mireya en su definición de la madre. El orgullo actuó el primero arrastrando al otro. Su cotización social podía elevarse de rango, hasta permitir a ambas codearse con lo más selecto de la sociedad española. Sigue la permanente persecución del bien de la hija. Situada Rita en una posición privilegiada, encumbrar a la joven estaba a su alcance. Con el taco en la mano, esto pienso decir en cuanto me de pie. Mientras, guardo un silencio expectante.
La insistencia de mi amigo en proponerle matrimonio en estos momentos, justo cuando el coronel Rodríguez, su marido legítimo, está a punto de ser excarcelado, obliga a Rita a una definición antes innecesaria. Hasta aquí llegan mis indagaciones, mi deducción se para en este hito, ante una realidad sencilla e inteligible, difícil de aceptar por los ojos suspicaces, al creer lo deducido confuso y embrollado.
Solo la concentración necesaria ante jugadas complejas, silencia mi pensamiento, insensibilizándolo. Deseo entrar en materia cuanto antes, abordando la delicada cuestión de su amor obstruido, sumando el progreso de mis indagaciones en busca de la causa. Me da no sé qué, iniciar el coloquio por un tema tan íntimo, para decirle, a mayores, así, de sopetón, lo averiguado. Por eso acepto el reto recibido, al recordar que dejamos pendiente de discusión la realidad de la Iglesia Católica. Defensor acérrimo él. De eso comenzamos a hablar. Aunque, mordido yo por la impaciencia, me va tomando delantera en los dos terrenos. Carambolas inverosímiles une en respuesta de mis golpes fallidos y, a mi improvisación, contrapone argumentos bien meditados, hijos de un análisis concienzudo. Al recoger la bola roja, que ha saltado al suelo, le oigo decir:
—La Iglesia es obra de Cristo. Por eso Cristo llega a la tierra en el momento más conveniente, durante el reinado de Augusto, cuando el imperio de Roma ha unido bajo su tutela a gran parte del mundo civilizado. Ya se da la unidad de cultura, la lengua ya es koiné, es decir común a todos los pueblos, universal. Las vías de comunicación han sido trazadas a través de las diversas geografías y, sirviéndose de ellas, la palabra de los apóstoles puede alcanzar hasta el rincón más lejano. La venida de Cristo se produjo en el instante oportuno, cuando la religión pagana, el politeísmo observado por todos los pueblos a excepción de Israel, está en franco declive. Cuando el culto al emperador alcanza la efervescencia. Cuando la exhibición de riqueza se hace obsesiva entre las familias nobles, no habiendo banquete memorable si no sobrepasa los cien platos de manjares exóticos. ¡Carambola! Dice, entonces.
Trato de concluir cuanto antes un forcejeo capaz de aplazarse sin grave quebranto. Inquieto yo, ante la demora impuesta a la realidad más preocupante, su relación contrariada con Rita, cuyo avance tortuoso había llevado mi investigación a la lógica. Viniendo mi persona decidida a relatar las razones, lancé una andanada demoledora que tuvo la virtud de sorprender a Honorio sorprendiéndome yo mismo.
—Instaba Cristo al perdón de las ofensas recibidas y, sus discípulos, durante aquel lejano tiempo, se dejaban despedazar por los leones en la arena circense sin emitir un grito de protesta. Permitían que los soldados los prendiesen sin resistirse a ello, aceptando la humillación de los paganos, ofreciéndoles, con gesto amable, la otra mejilla. Mucho ha debido de evolucionar la Iglesia, compañero, para que, partiendo del amor sin límites a todas las criaturas, en el catecismo recién publicado, se declare partidaria de la pena de muerte. ¡Carambola!, digo.
Peor resulta el remedio que la enfermedad, según decían en mi pueblo en casos como este. Alguna fibra dotada de sensibilidad extrema he tocado, porque Honorio reacciona con una vehemencia en él inusitada. Conozco al amigo como si se tratara de mí mismo. Sé si quiere decir algo para él importante. Advierto el leve temblor de los labios, el guiño de los ojos apenas perceptible, la contracción repetida de los hombros, síntomas claros de un nerviosismo incapacitado para dominarse.
—Cristo, —lanza Honorio exaltado, —llega en el momento debido. Una organización de lo más humana, la Iglesia, se encarga de desarrollar su novedoso pensamiento, el evangelio del amor. La evolución de la doctrina de Cristo se confunde con la historia de la Iglesia. Continente y contenido se hacen uno. La aceptación de la pena de muerte sin menoscabo del quinto mandamiento, que señalas como gran escándalo, no es más que una muestra de la permanente paradoja de una Institución contradictoria. Desde sus inicios engordaba el cuerpo mientras expulsaba de su seno el alma, vaciándose de Dios. Las nombradas Sagradas Escrituras, tú mismo lo has dicho, no pasan de excelentes ejercicios literarios. Nada contienen capaz de acercarnos al Creador o a explicarlo. Aunque la Iglesia, tomando la supuesta palabra de Dios en sustitución del propio Dios, idolatrándola, se ha convertido en un muro destinado a impedirnos alcanzar la verdad. Ha perdido, por tanto, el magisterio que la capacitaba para mediar entre Cristo y los hombres. Ninguna verdad, de las que se consideran reveladas, podrá sustituir al conocimiento proporcionado por la intuición. La contemplación silenciosa y relajada del Universo, nos dice más de Dios que todos los mensajes escritos o dichos, presentes o futuros. Dios carece de forma, es el vacío pleno. Para verlo, basta mirar el cielo estrellado de una noche calma, imperturbable. En las enormes distancias, en la abundancia de mundos, en su masa descomunal, podemos percibir, no solo la huella del pie divino, sino también, la esencia animadora. Conocer a Dios no está a nuestro alcance. Plantearnos su existencia resulta un ejercicio estéril.
—No te entiendo, compañero. Un cataclismo ha debido de ocurrir desde nuestra última charla, para modificar de este modo tu manera de ver los grandes problemas, para que tus convencimientos hayan sufrido tal revolución. Consiguiendo que tú, el mayor convencido, niegues a la Iglesia su función mediadora. Si, un desastre equivalente al diluvio universal o mayor que aquel.
—¿Sabes?, estaba dormido y desperté. Me encontraba a oscuras y llegó la luz a mi vida, iluminándola, mostrándome la inutilidad de mis pasos. Soy un recién nacido. Miro con ojos nuevos a mi alrededor, cuestionándome todo. Voy en busca del autodominio, rompiendo los lazos que me atan a la materia impidiéndome ser libre. Trato de afrontar bien sereno los acontecimientos, favorables o contrarios, cuantos me depare la existencia.
—Así, sin más ni más, de sopetón… Perdona, pero estás irreconocible, te expresas como lo haría un visionario.
Me dirijo a Honorio de modo tan insolente, cuando una alarma alerta al cerebro, invadiéndome la sensación de hablar con él por vez primera.
—Un navarro nacido en Cascante, sacerdote casado residente en París, con quien me encontré durante el último viaje, me regaló un libro de Anthony de Melo. Se trata del jesuita indio creyente de verdades, tan evidentes, tan indiscutibles, tan sencillas como las que predica. Ignorando la razón de no haberlas descubierto yo mismo desde el principio.
—Si era jesuita, es decir católico, ¿dónde está la razón para cambiar tú la manera de pensar?
—Sí, lo era. A pesar de ello consideraba a Jesucristo un maestro. Un caminante despierto entre gentes dormidas, hijo de Dios en la misma medida en que lo somos nosotros mismos, pero en todo caso ajeno a la naturaleza divina. Es más, da a la vida eterna un valor muy escaso. Lo que en verdad importa, según él, es el presente, el nunc ipsum.
—¿Habrá sido excomulgado, supongo?
—No. Eso me asombra. Pienso a la jerarquía temerosa de provocar un cisma, pues el número de seguidores ha de ser muy grande. Esperarán a que el transcurrir del tiempo procure el olvido, fagocitando el mensaje discorde.
Por providencia o por desdicha, al término de las palabras de Honorio se presentan Berta y su pedestal, el hombre capaz de convertirla en imagen adorada, alzándola sobre sí mismo. Nos saludan y, como traen la intención de comer, proponen que nos sentemos juntos en una misma mesa. Le aceptaron a él como socio del círculo y, eso, quieren celebrar.
—Amigo Honorio, —habla Silvio, el compañero de Berta, —no sé cómo agradeceros vuestra confianza. Sos fabuloso. No nos conocíamos de nada cuando vinimos en los inicios a este club, recibiendo de vos el apoyo preciso para ser admitido, avalándome con vuestra firma y buscando las otras dos requeridas por el reglamento.
—Los vi tan perdidos, tan desorientados, —se dirige a mí Honorio en su explicación —me parecieron tan buenas personas, tan señores, que no tuve dudas. Conocía el procedimiento de admisión por haberlo seguido conmigo otros socios, eran tan idóneos como se requiere, haciéndolo sin más. Eso es todo, no veo el mérito.
Entre bocado y bocado de unos platos exquisitos, entre trago y trago de un vino en su punto de madurez, se habla despacio. Me place el lugar y me place el propio almuerzo. Encuentro justificada la fama ganada por la cocina del Círculo. Entiendo a quien se asocia solamente para poder asistir al restaurante. Como viera hacer antes a Honorio, con una deferencia muy de agradecer, me explica Silvio la manera tomada por mi amigo para encaminarles al coro. Tras una conversación donde se mostraron tal cual son, destacando, por constituir inquietud constante la pérdida progresiva de visión de Berta, Honorio, recién leído un artículo referente a las terapias ocupacionales, les habló de la coral que estaba naciendo, invitándoles a sumarse a sus voluntariosos partícipes.
Se habla de la gran Argentina, territorio donde Honorio ha puesto un cariño especial, pues oyó del abuelo tantas historias referidas a esa tierra, que la ha de reconocer cuando vaya. Irá. Aunque solo sea por agradecimiento, debe ir a la patria de sus caudales presentes. De Carmen de Patagones se habla, donde Berta nació, situada a casi mil kilómetros de Buenos Aires, a cuya provincia pertenece. De la vecina Viedma, unida a Carmen por el puente de paso, tanto del ferrocarril como de la carretera. La experiencia de la riada vivida, movió a mudarla al otro lado, más alto y seguro. De Galicia llegaron los colonizadores, de Asturias, de la Maragatería; por eso se conoce como maragatos a los allí nacidos. Viven sus habitantes de la agricultura y de la ganadería. El mar proporciona cuantiosos recursos, dándose en su puerto un trasiego continuo de pescadores venidos de todas partes del globo. Del suelo argentino se habla, tan dispar. De las enormes llanuras cubiertas de pasto, del ganado divagando a su antojo para formar rebaños, ovejas, vacas, de incontables ejemplares. Del tango, baile practicado por Silvio desde su primera juventud, en cuya filosofía se ha ido haciendo perito. Se habla de los terremotos que, a manera de plaga, flagelan la tierra, señalando con su dedo invisible, como suelen hacer todas las catástrofes, la injusticia cometida con los desheredados, principales víctimas. Del terrorismo demente salpicando España de heridos y muertos. De los terroristas, individuos trastornados, rehenes y carceleros de sus propios camaradas. Incapaces de cualquier tarea que vaya más allá de disparar por la espalda y escapar corriendo, para celebrar unos éxitos medidos en litros de sangre indefensa. Se habla de la paz, incapacitada por los halcones para llegar creadora y activa a Israel. De las coincidencias existentes entre palestinos y judíos, las más grandes en la historia de las desavenencias; espinosa cuestión donde Silvio y Berta quisieran ser neutrales y reconocen no serlo.
Se cuentan anécdotas, se examinan lo divino y lo humano, mientras sufro por mi impericia para transmitir el recado que vine a entregar. Ha de marcharse Honorio por causa de alguno de sus negocios, pidiéndome acompañar a la pareja. Resignado con mi suerte adversa, complacido al tiempo por la compañía, olvido mis averiguaciones y me dispongo a gozar de una charla satisfactoria.
El ausente, con su marcha, propicia la conversación de quienes permanecen, tomándole por objeto. Nosotros tres, no estando hechos de pasta distinta, nos referimos a Honorio, a su recta conducta, a su proceder íntegro. Abordamos el hecho innegable de su enamoramiento, de su pasión desbordante. Damos paso al análisis de Rita y Mireya, cuestión llegada por camino obligado. Silvio asegura no saber elegir entre madre e hija. Puesto en tal posición, de estar en su mano, se quedaría con ambas: madura y joven formando una imposible unidad ideal. Explica al instante lo que corre el peligro de tomarse por una menudencia, resultando no serlo. La juventud lleva consigo valores como la espontaneidad, la frescura, el ímpetu irreductible; una cierta tendencia a expresar el sentir verdadero, señal de altruismo y afición por las novedades. De la madurez se espera reflexión, temperamento calmo, claridad en las ideas y propósitos bien definidos. En la persona, estamos habituados a verlo, la ganancia de atractivos propiciada por la experiencia; acarrea, desdichadamente, la pérdida de algunos valores. No deja de tener, pues, sentido su impracticable deseo de formar con las dos mujeres una sola. Aparece en el rostro sereno de Berta un ligero gesto de contrariedad, producto, acaso, de los celos.
—No hay motivo para ese ceño, querida. —Suelta raudo el marido envueltas en dulzura las palabras tranquilizadoras. —Tú misma, si analizas bien lo que he dicho, coincidirás conmigo. Piénsalo un poquito.
—Tenés razón. Lo que vocé dice es muy cierto. El equilibrio nos hace ganar tranquilidad y perder impulso. Aun así, todo lo existente, en su avance continuo, tiende al equilibrio.

 

 

 

 

 

 

DIECINUEVE

Finaliza agosto cuando Isa y su esposa, aceptando la posibilidad de vivir en Kosovo, se disponen a regresar. Su aldea, asolada, pero en paz, podrá acogerlos. Sin duda, todos los brazos resultarán pocos en la tarea ingente de la reconstrucción. Comenzarán por la retirada selectiva de los escombros, apartando ladrillos y piedras que puedan resultar de provecho, vigas, tablones, tejas. Cualquier material cuyo deterioro no sea íntegro. Se deben levantar viviendas y escuelas, rellenar los cráteres que, en calles y caminos, han dejado las bombas. Restablecer las comunicaciones, además de taponar los escapes en las canalizaciones de agua, gas y electricidad. Se han de reabrir las fábricas y pagar jornales, para que las tiendas ofrezcan artículos primarios: patatas, carbón, herramientas y un sencillo ajuar doméstico. Deberán limpiar de minas el campo de batalla, de modo que cada cual pueda salir de los senderos seguros sin quedar lisiado. Resucitarán las praderas consumidas por los bombardeos, las flores de los jardines, los árboles de las plazas; volverán a labrarse las tierras de labor, germinarán de nuevo las semillas. Las hijas, tras su estancia en Madrid, no saben si han de alegrarse por lo antiguo recobrado, o si lo suyo es llorar por lo nuevo dejado atrás, por eso lloran y ríen a lapsos muy breves.
Con el fin de despedirlos nos reunimos en el local del coro, espacio agradable, receptor de un goteo constante de amigos hasta irse llenando. Veo a Verónica. Luce un blusón de lino blanco que le cae muy bien, con un pantalón negro, demasiado corto, dejando al descubierto unos muslos rollizos aclimatados al sol y al viento. Habla de su próximo trabajo como ayudante de producción. Será un largometraje rodado en septiembre, permitiéndola quedar libre de ocupaciones antes de la boda. Nombra a algunos actores de los más populares, destacando sus facultades y carencias inherentes. Posee un conocimiento amplio del comportamiento común a los famosos, dando la sensación de venir tratándolos de antiguo. Siendo el tema de la charla de interés general, ha logrado atraer a un nutrido grupo interesado.
Un señor que, si lo nevado del cabello no es efecto del tinte, ya no cumplirá los cincuenta, absorbe las palabras de la mujer, trasunta de la Gioconda, como si fueran gotas de agua y él se hallara sediento. Lo supongo interesado en los entresijos de una profesión que admiró desde mozo, porque atiende las explicaciones con provecho. Formula preguntas ceñidas al tema como cincha a la albarda. Inquiere acerca del cometido concreto de Verónica en el entramado, cuando el equipo se adentra en el rodaje y va enfilando la película, plano a plano, secuencia a secuencia. Está claro. Acaba de llegar la mujer a uno de los escasos momentos de gloria, pues responde muy ufana asegurando que de ella depende todo.
El orden depende de ella, sobre todo el orden. Para llegar al orden, hay que sumar el entendimiento entre las personas, la exactitud de las indicaciones, la precisión en los detalles, el equilibrio entre lo disponible y lo necesitado. Destaca, asimismo, el silencio. De ella depende el silencio. Su conquista, dice, permite concentrarse a los actores, al director, al cámara, a los técnicos y a los especialistas. De forma que, uniendo los esfuerzos, avanzan unidos hacia el objetivo común. Ha de llegar a la unidad territorial del archipiélago partiendo de islas muy variadas, creídas, cada una de ellas, el eje del mundo en su girar diario. Optimizar es lo suyo, añade, conseguir un producto atractivo al mínimo costo rentable.
Cuando parece dar la cineasta por terminada la retahíla de responsabilidades, el señor mayor, oyente tan atento muestra su verdadera cara. Mirando, más aún, admirando sin disimulo el carnal desbordamiento del pantaloncito de Verónica, incapaz la tela de encauzar el exceso; grita con imitado acento andaluz un piropo que, por machista, tendrá, me temo, el efecto desdichado de bajar a la oradora del estrado, dejando en nada su afán. «¡Olé! la hermosura de las hembras hermosas; tienes tú mejores columnas que la mezquita de Córdoba».
Me equivoco. Agrada a Verónica la expresión admirativa del hombre, pues una carcajada sale de su boca apoyando el atrevimiento. Según parece, la moza valora lo mismo destacar por la abundancia física que por la intelectual. A raíz de lo tomado a modo de un incidente sin serlo, la observo con intención de análisis. Veo en ella un comportamiento animado, difícil de conjugar por quien está a punto de separarse de una persona querida. La constatación del hecho me convence del todo: no era ella la mujer de la barca, ni Isa el hombre. Pues de estar tan encariñados como se mostraban aquellos, les iba a resultar dificultoso separarse sin drama. Resta otra posibilidad, seguro. Esta admite a ambos superficiales, suponiéndoles capaces de tomar la relación amorosa, de haberla habido, como un pasatiempo.
Dejo a Verónica empapada en su jugo de oyentes, para ir saludando a quienes conozco. Abrazo a las mujeres palentinas, dotadas de una elegancia natural, sencilla. Muestran conmigo mayor familiaridad, si cabe, que antes de las vacaciones. El tiempo parece haberse detenido cuando nos despedimos en Liérganes. No se ha agrietado nuestra charla, ningún hueco actúa de paréntesis. Veo a Cosme acomodar las mesas de aprovisionamiento. Pone en ello una dedicación, un interés, un rigor tal, que pudiera creérsele desplegando el decorado del más importante de los recitales del coro, actividad donde se mueve a sus anchas. Saludo a Berta y a quien obra de ojos y oído de la necesitada. Conversamos durante un breve lapso, separándome de ellos, con la sensación de haber respirado el rico interior de una atmósfera repleta de optimismo saludable.
Buscando abrir a los otros su monólogo, la imitadora de la Gioconda hace historia, de las circunstancias dadas en su encuentro con la familia de Isa. De su amistad con ambos esposos y del cariño tomado a las pequeñas, unas niñas de gran sensibilidad, capaces de vivir cada día como una aventura. Revela en esta actuación sus dotes de estratega, pues establecido el diálogo, se escabulle y viene decidida hacia mí.
A solas, todo lo a solas que resulta posible formando parte de un grupo numeroso y activo. Separados ella y yo, al menos, del resto por nuestra voluntad disyuntiva, pido a Verónica explicación minuciosa de su relación con Honorio. Lo conoció en una jornada de caza, me explica, celebrada en la provincia de Ciudad Real. Se trataba de una cacería, pero bien podía ser una bucólica merienda, pues, careciendo ambos de espíritu venatorio, pasaron el tiempo hablando de cine. Lo debieron hacer de modo muy práctico, pues al término de la caminata estaban comprometidos en un ambicioso propósito. Ha pasado desde entonces lo menos un lustro y, aun así, recuerdo sin evaporación disipadora, la participación de mi amigo en un proyecto cinematográfico arriesgado. Consiguieron un resultando excelente en lo intelectual y, en lo económico, nada. Un desastre, en cierto modo, previsible para los conocedores de la distribución. De tarde en tarde lo rememora mi amigo. Lo sé guardando, a pesar de las pérdidas económicas, un grato recuerdo de la experiencia. Ahora, resultando ser Verónica la instigadora, siento viva curiosidad por saber si los detalles despliegan algún aspecto, oculto aún para mí, referente a mi amigo. Hace hincapié la mujer, mostrándose orgullosa de ello, en el hecho de ser un intento idealista de hacer cine nuevo, abierto, libre, creativo. Pusieron dinero, Honorio el grueso de lo necesario y, un esfuerzo superador, con creces, de lo considerado habitual. Actores noveles, un director muy joven y animosos técnicos dieron con un producto notorio, según dijeron ellos, por haber alcanzado una calidad encomiable.
Tal como manifiesta Verónica, a quienes intervenían solo se les expuso la idea inicial, las pinceladas vertebrales de una historia flexible. Los personajes coincidían en edad y sexo con las personas destinadas a animarlos. La andadura de actores y técnicos hasta llegar al desenlace, quedaba al albur de la visión personal de cada uno. De este modo, los ensayos primeros, moderados por el coordinador literario, figura natural al no haber guionista, consistieron en una puesta en común prolongada hasta conseguir, a entrantes y salientes, encajar a la perfección. Se dieron graves dificultades y enfrentamientos serios; incluso abandonos. Faltos de la costumbre de añadir sin reservas lo propio a lo ajeno, se hizo necesario doblegar cualquier afán de protagonismo. De ese modo la película no fue resta ni suma, sino multiplicación de capacidades. Conservó la frescura puesta por los entusiastas aficionados, alcanzando el calado profundo que solo los expertos consiguen. Finalizado el proceso, satisfechos los participantes del resultado obtenido, la mano negra, controladora del negocio, impidió exhibirla. Los circuitos cerraron sus puertas a cal y canto, siendo archivada antes de la presentación a la prensa en el estreno.
Guardamos silencio por respeto a las actuaciones. Hay cánticos, hay lecturas de textos y, al final, cuando los discursos dan paso a la emoción, Rita entrega a Isa el dinero reunido por el grupo para ayudar al desplazamiento. Comunicándole todos, el común deseo de que inicien, con ese pequeño total, su esposa y las niñas, junto a los hermanos y los vecinos retornados, una vida semejante a la buscada cuando la intolerancia, el egoísmo y la barbarie los expulsaron. Quienes se ofrecieron a organizar la despedida han dispuesto una cata de vinos de distintos lugares, dos o tres extranjeros, acompañados de algunas pequeñeces gastronómicas para ir picando. De modo que aún queda acto de agasajo.

 

 

 

 

 

 

 

VEINTE

Debo aprovechar la despedida de Isa y su familia, celebrada en el local del coro, para avanzar en la asistencia a mi amigo. En la primera de dos salitas destinadas a camerino, doy razón a Honorio de la información acopiada por mí en los últimos tiempos. Indagación coincidente, en su mayor parte, con el derrotero tomado por la novela, cuyos protagonistas logran sorprenderme a cada instante. Es cierto, van alterando lo que, en mi imaginación, era una historia definida en sus bordes y tabiques. El pasado de las dos mujeres, madre e hija, modificado por el encubrimiento y la invención, me obliga a trabajar a manera de arqueólogo. Pues de su conocimiento preciso deriva la trama, ya que ellas y mi amigo constituyen los personajes centrales.
Cuando concluyo el relato y Honorio inicia el estudio de unas partituras, entra Mireya para hablarme del cuento titulado Navajas. Es uno de los últimos escritos por mí, entregado a modo de muestra y ejemplo de mi capacidad en materia de relatos breves. Expresa elogios apenas valorados, metida como está mi cabeza en la resolución del enigma. «La narración parece, siendo histórica como es, bien documentada, creíble de principio a fin. Saboreo el estilo, muy adecuado para piezas cortas. El tempo, en su punto, ni va al galope ni se demora subiendo a las bardas.» Utiliza bardas, Mireya, palabra de mi infancia y me conmueve. Quizá sea del Quijote. Satisfecho de un juicio casi coincidente con el mío, ideo una conversación abierta donde encajen sin holgura ni aprietos, las preguntas cuyas respuestas busco. El rumbo de la conversación me da pie para interesarme por su apellido y, con una naturalidad asombrosa, se confiesa Rodríguez. Cito el Martínez usado por Honorio en las presentaciones, respondiendo sin ningún recato: «¡Bah! cosas de Rita, mamá vive en su mundo.» Cuando el discurrir de la charla llega al lugar apropiado, introduzco la cuestión de la nacionalidad. Formulada con reparos la pregunta, recibo una respuesta vibrante. «Somos americanas las dos, estadounidenses siendo más precisa.» Como si tal cosa, al instante prosigue la descripción de sus gustos en materia de música, cortada por mi inciso. Pareciendo llegar a su memoria un encargo urgente, corta la exposición al final de una frase. Entonces, elevando la voz, añade a lo ya dicho: «Aunque en cuanto me atañe, estoy en trámites de recobrar mi verdadera patria, el origen perdido y, antes de un mes, ya seré cubana.»
Rechazo cualquier duda capaz de aquietarme o inquietarme. Tanto Honorio, situado a mi lado, como Rita, a dos pasos de la puerta, han oído a la fuerza lo dicho por Mireya. En vano deseo ser testigo de la aparición de la madre en el umbral para justificarse. Abrigo, por el contrario, una creencia fundada: el silencio de Rita defiende, como resorte activo, su interpretación de la realidad oída. Si es como debe ser, no estando de acuerdo, así ha de reaccionar la madre. Tomando a Honorio del brazo, lo aparta de las partituras para llevarlo a la puerta de la otra pieza, donde consigue explicarse. Desde aquí podría oírlo yo también. Espero, pero no llegan, unas palabras dirigidas a mi amigo, con el contenido escrito a continuación: «Comprendo tu confusión, mi amor. Equivocaste el apellido de Mireya, tomando al pie de la letra mi expresión agobiada, cuando afirmé que el gobierno ajustició a mi marido. Me diste por viuda como yo me daba, pues en nuestras latitudes las condenas pueden alargarse sin fin. Los presos incómodos están expuestos a sufrir accidentes, adelantándose el término de su existencia. Pensaste que, habiendo nacido en Cuba, éramos cubanas. De esa manera discurre la normalidad, alterada por excepciones como la de nuestro caso. Razón tienes para encontrarte confuso, mi amor. Dentro de tu piel yo me sentiría pareja.»
Anhelo presenciar una escena semejante, pero ninguna acción ocurre con tal rumbo u otro paralelo. Sin duda Rita se fuerza a un silencio costoso. Pues habiendo oído las confesiones de Mireya, haciéndolas suyas, en estos momentos cruciales aguanta la figura sin descomponerla ni miaja. Se muerde el labio, reservando su energía para hablar con Honorio en otro momento más íntimo, cuando en territorio aliado las condiciones sean favorables. No entiendo el silencio de mi amigo ante las revelaciones de Mireya, pues han sido imposibles de desatender por muy abismado que se hallara en la lectura. Viendo la sonrisa posada en sus labios, no me tranquilizo. Intuyo los desastres que, sin remedio, en su interior pacífico se habrán producido. Izadas techumbres, cornisas fragmentadas sobre el duro suelo, árboles cuyos troncos, quebrados de manera irregular, servirán de pasto a las llamas torciendo su vocación de muebles, ventanas o puertas. Pasan cuatro o cinco minutos, sin asomar Rita. Lo que impide a su voz concluir la propia defensa, con una parrafada bien distinta, de contenido cercano al que ideo yo mismo: «Rodríguez se apellida Mireya y yo estoy casada. Sí, las dos afirmaciones son ciertas. A nadie dije una cosa por otra. Descubierto el error no lo aclaré, eso es verdad, me favorecía sin perjudicar a nadie. Desconozco la razón de enamorarte de mí como un chiquillo, provocando este desenlace, imposible de encaminar a la manera debida.»
Siendo el amor de Honorio sincero e irreprimible, a él dañan tus embustes: pienso responder a su inexistente expresión de disgusto, a sus excusas silentes. Deseo remediar el menoscabo infligido a mi amigo. Aunque me imagino callando mis cavilaciones, pues, en este pleito, no debo ejercer de juez ni puedo ser parte. Esa realidad me permite, no obstante, torturarme sin tasa al ver al disminuido hacerse cordero a su lado, aceptando como acepta, los despojos de atención recibidos. Sin embargo, también contemplo la posición contraria, esa acariciada realidad defendida por Juana.
Sigo escuchando en mi corazón a una Rita inexistente, dirigida la voz a la presencia tímida de Honorio. Interpreto con estas palabras, imaginadas por mí, lo no oído: «Cuando hace diez años cargaron de fierros a mi esposo, pretendimos quedarnos en La Habana. Aún nos desplazábamos con facilidad, estando en el derecho de visitarlo. Pero, sin ingresos, los ahorros tomaban el galope en su huida. De nuestra casa, viéndola desmoronarse como a otras de la Habana Vieja o el Vedado, hicimos lo que allá llaman una paladar. Fonda casera que proporcionaba sabrosos platillos preparados por mí, poniendo en uso una destreza desconocida. No bastaron los beneficios para abonar las clases particulares recibidas por Mireya, haciendo frente a los gastos diarios. Por eso nos vimos empujadas a alquilar la parte noble de la vivienda a un inglés, cobrada en dólares. Nosotras ocupamos las habitaciones del servicio y el patio posterior, en cuyo cobertizo situamos un fogón al resguardo de vientos y lluvias. Conocimos entonces la Libreta de Racionamiento, tan usada por otros. Buscamos la fortuna jugándonos los pesos en la bolita, lotería clandestina desplegada por todo el país. Pero la ambición creciente, logró acelerar el ritmo de la ruina. Debido a esa situación extrema, una empresa, instalada en la isla al arrimo de la incipiente apertura comercial, nos compró la casa. Hubimos de restar al montante, el mordisco de las deudas contraídas en los abarrotes del barrio y, con el resto, pasamos a Miami. Al poco, desde Miami, llegamos a Madrid. Puente de plata nos pusieron los dirigentes. Se libraban de una loca imaginada viuda, reclamando al estado un marido preso. De habernos quedado, un pobre bohío sería hoy nuestro hogar, yaguas y guano en un barrio pésimo.»
Ido Honorio, la realidad hace acto de presencia. Mi amigo y Mireya, sonrientes, cruzan ante la puerta de la salita donde estoy. Me llaman, pero yo, metido de lleno en el rastreo de verdades, trato de aclarar la actitud de ambos. Pasiva, de la joven frente a las figuraciones maternas, e irresponsable en él. No entra en mi arqueo de las facultades propias de Mireya el fingimiento, lo sé. Pero Rita enfila una mentira tras otra como perlas de un collar que va creciendo y creciendo, estimulada por la necesidad de una nueva pieza, justificante y protectora de las anteriores. Imagino a Mireya en continuo sobresalto. Dudando acerca de la identidad de la mentira imperante, hasta oír a su madre nombrarla, sustituta de otra a la que no ha podido tomar apego.
Suena increíble, aunque cabe la posibilidad de una Rita confesando verdad. Puede creerse las falsedades y, en esa creencia, vive. Quien desee compartir con ella el tiempo y el espacio, habrá de ir arrancando los sucesivos mantos que la definen. Bajo cada aspecto aparecido al desposeerla del anterior, intuirá otro que puede no ocultar el verdadero, desconocido y atrayente. Ella los fue superponiendo como si se tratara de las camisas de una cebolla, o introduciéndolos uno dentro de otro al modo de las muñecas rusas. Inventiva y verdad, de acuerdo con esa hipótesis, se hermanan en Rita, resultando imposible establecer la frontera entre ambas.
Honorio sabe mucho más de lo que admite saber, siendo Mireya la fuente de abastecimiento. La chica se sincera con Honorio cuando Honorio espera a que Rita se arregle para salir; él lo dijo. Se habrán visto a solas en otros lugares y mi amigo, tan diáfano, tan franco, no lo ha mencionado. Conoce mi indagación acerca de cualquier indicio, forma, fondo, color, aroma, tacto, sabor, capaces de llevarme a conocer lo desconocido. Cualquiera de las huellas, mano o pie, que me indique la dirección del paso. Lo sabe y no hace ademán de comentar tales encuentros, como si se gozara en mi incertidumbre. Quizá los considere inadecuados y, por vergüenza o pudor, los silencia. Pudieron tropezar el uno con el otro sin premeditación en la Gran Vía, cuando ambos, lectores voraces, trataban de hacer acopio de textos en La Casa del Libro. Coincidencia dispuesta por el azar con el objeto de dar pie a otras posteriores, encaminadas todas ellas a un fin que me está vedado conocer. Aprovechó la muchacha la coincidencia inicial, para explicar al hombre lo que tal vez creía inexplicable, la negativa de Rita a contraer matrimonio. Fijaron más citas. La segunda tuvo lugar en la Glorieta de Carlos V, llamada de Atocha porque en la plaza muere la calle de ese rótulo. Desde allí se dominan los museos de pintura mejor provistos de todo el país. Allí convergen la Cuesta de Moyano y el Jardín Botánico. En ese lugar, por último, abre sus fauces un dragón que fagocita y regurgita miles de viajeros procedentes o destinados a cualquier ciudad de la nueva Europa. No resulta extraño que Mireya adoptara esa encrucijada como punto de encuentro, meeting point en su decir, para dar arranque a las conversaciones con Honorio, mañana o tarde.
Veo a la joven marchar decidida, Paseo del Prado arriba y abajo, bulevar del centro hormigueado de turistas, permitiendo que Honorio le ponga el brazo sobre los hombros con afán protector. Cualquier cosa acepta la chica, me digo, con tal de exponer al acompañante un argumento, tan escurridizo, que en un solo intento no se esclarece. Dedica el empeño a explicar las cosas tal como se ven desde dentro. Mas, al advertir en toda su desnudez la fragilidad del hombre, su sufrimiento inhumano, es de comprender su deseo de consolarlo, tratando de endulzar el acíbar poniendo en el vaso un poco de su miel. Se encuentran por gusto, pues gozando ambos de una conversación agradable, la compañía del uno ha de disfrutarla el otro por fuerza. Mi amigo me oculta este continente novísimo, este sexto espacio de una enormidad y riqueza inabarcables. No sé de qué alcuza extraigo yo este aceite virgen, ignoro de que alcancía vienen tales ahorros, de que gayola sale el preso; desconozco porqué razón dibujo el cuadro de tan improbables coincidencias. Doy alas a la imaginación y, la imaginación, las aprovecha lanzándose a volar por su cuenta.
Supero las exaltaciones mentales, lógicas si se tiene en cuenta mi correr sin rumbo tras una realidad cambiante. Verdad hecha a discurrir por cien cauces distintos, sirviéndose, por añadidura, de apariencias múltiples, de mil disfraces destinados a llevarme al error. Al margen de los excesos a los que me aboca mi fantasía, estoy convencido en firme de mi presente tesis: permanece Rita casada con un coronel prisionero en un penal de Cuba, que a punto está de recobrar esposa y libertad en un mismo acto. Y sospecho que Honorio lo sabe.
Padre yo de la reflexión, al fin y al cabo; soy capaz de desbaratar cualquier duda destinada a poner en tela de juicio su congruencia incuestionable. Metido de lleno en la vigilia nocturna, suelo imaginar múltiples variaciones de la forma sin modificar, ni en lo imperceptible, la esencia. Ensayo juegos malabares de esos en que los artistas lanzan tres o más pelotas al aire. Los he observado. Mantienen dos de ellas, de forma rotatoria, en contacto con las manos durante un lapso mínimo, al tiempo que las otras cortan un círculo en el aire. En vez de pelotas lanzo yo suposiciones, que una vez estudiadas se quedan en una, detenida al vuelo por mi mano derecha. Es más: sirviéndome de la intuición como contrapeso, a punto de llegar la madrugada, funámbulo aficionado, alcanzo el equilibrio sobre el alambre que une las dos orillas del barranco.
Bien mirado, ¿qué investigador más turbado sería yo, si protegiera mi creencia como el gato defiende su sardina? A pesar de la firmeza de mi teoría, dada la inexistente reacción de Rita, la realidad me despierta del letargo fecundo transformándome en el más exigente de los críticos. Analizo el método puesto a mi servicio, dedicándome a escrutar la historia valiéndome del espejo, pulida superficie de la cual recibo mi propia mirada como si llegara de fuera. Noto de esa manera a mi hallazgo falto de solidez. Muestra un cabo suelto convirtiéndolo en dudoso: el detalle trascendental de la pensión, maná caído del cielo durante años. Constituye por sí mismo este punto un problema permanente, incapaz de encaje en ninguna de las teorías que he ido elaborando. Siendo estadounidenses Mireya y Rita, resulta inverosímil, por parte del gobierno de Cuba, consentir en pensionarlas. Por si fuera poco, Mireya adopta la nacionalidad cubana. Ahí es nada.
Me descubro solo en la salita destinada a maquillaje, comprendiendo que, mi meditación, ha sido breve, un lapso inferior a diez minutos. La fiesta celebrada para despedir a la familia kosovar en el salón de ensayos, parece alcanzar el punto más candente. La música, discos aportados por los compañeros, en particular las mujeres cubanas, crea un ámbito adecuado para la diversión. Acomodo mis interrogantes en su lugar de espera, uniéndome a quienes dan palmas haciendo corro en torno a Isa y Verónica, bailarines de una polca. En torno a Verónica y Honorio, bailando un vals. En torno a Honorio y Mireya, danzarines de una rumba, una habanera, un chachachá. En torno a Mireya y yo, que bailamos una guaracha. En torno a Rita y yo, trenzando un bolero. Por último, alrededor de Rita e Isa, bailadores de una mazurca. Al fin nos hacemos grupo al son de la conga, danza que da por terminada la fiesta de la despedida de Isa y sus tres mujeres.

 

 

 

 

 

 

 

VEINTIUNO

El amanecer ha sido llamado con el propósito de iluminar la escena. Su albor no es una luz indeterminada, por fuerza ha de corresponder a la Aurora de rosados dedos, dicha así por Homero con amor de creador o recreador. Poniendo en el acto de nombrarla, el empeño esforzado con su voz fuerte y delicada de aedo. Calcante, hijo de Néstor, ha dispuesto presagios amigos, portadores de un tiempo favorable para la representación. Circe, hija de Helios y Perseide, transformará el coro en un grupo de magníficos actores. Las Musas, hijas de Zeus, el de los negros nubarrones, diosas del canto, inspiradoras de los aedos, colaborarán con ella. Noto, viento del Sur, sopla blando trayendo aromas de naranjos y de cabilas fijadas a los oasis saharianos. Penélope, hija de Icario, esposa esperanzada de Ulises, concluye, por fin, el tejido, interminable, dado el posterior destejido, del peplo. Todo lo influyente aparece favorable.
¡El coro actúa en el Teatro de la Zarzuela! Sí, sí, sí. Es cierto. Me lo anuncia Honorio, en términos de epopeya, como una primicia. Sesión única. Mireya lo ha conseguido. Cuenta la chica con buenas relaciones en las esferas musicales, entre ellas destaca un amigo que intervino en los trámites sin esperar recompensa. Como estamos fuera de temporada, solo han de pagar el costo de poner el escenario en movimiento. Lo recaudado en taquilla será una cuantía capaz de resarcirlos con justeza del gasto, producto del valor reducido de unas entradas puestas al alcance de las personas humildes. Está mi amigo exaltado de alborozo, no cabe en la piel.
La Gran Vía, propone Honorio que interprete el coro. A lo que Rita se opone, por creerlo un intento superior a las fuerzas del grupo en estos momentos. Con ánimo de hacerle entrar en razón, va desgranando la mujer en su argumento, uno por uno, los números musicales capacitados para complicar la obra. La Polka de las Calles, el Vals del Caballero de Gracia, el Interludio, el Tango de la Menegilda, la Jota de las Ratas, la Mazurka de los Marineritos, el Chotis del elíseo madrileño y la Marcha General. Eso olvidándose de la décima edición, aún más completa. No insiste Honorio, pues comprende que los músicos, ante tan extenso repertorio, no actuarán de balde. Habrán de subir el precio a los asistentes. ¡Lástima! Domina la Introducción, la Jota, la Mazurka y el Chotis; e imaginaba ya el duelo entre intérpretes. Quisiera ver a Isa, quien acaso retrase su marcha debido a la ocasión, en el papel del Caballero de Gracia. Pero no. Se encontraría el kosovar un tanto ridículo, presumiendo de sus conquistas amorosas. Para sí, reservaba mi amigo un personaje más a su estilo, el de Paseante. ¡Lástima!
Puestos manos a la obra, los más diligentes localizan a veinticuatro de los miembros sin salir de vacaciones o ya regresados. Siguiendo las directrices dadas por Rita, ensayan hasta la madrugada la selección de números representada en el castillo. Resulta lógico, Honorio así lo entiende, caminar sobre seguro cuando el escenario es, como en este caso, una caja de resonancia, disponiendo únicamente de seis días.
Nunca agradeceré lo suficiente a Mireya su esfuerzo por sacarme de mis errores. Voy dando palos de ciego, aventurando conclusiones sin cimiento bastante, hasta que ella se compadece de mi ignorancia. Entonces, más allá del desconocimiento del que doy muestras, poca cosa en sí mismo, se apiada de mí, como colega escritora. Ella es mi hoguera prendida en lo alto del monte, el faro que muestra a mi barca los caminos seguros del mar. Son gestos, guiños de sus ojos, palabras adornadas con un eco característico, interpretado por mí a mi modo. Las más de las veces, acertando.
Ya es noche cerrada cuando, acabada la función, idos espectadores y empleados, las puertas del Teatro chirrían al ser forzadas por el encargado hasta la posición de reposo. Ya es noche ciega en el momento en que Rita, Mireya, Juana, los niños y yo, acompañados de los más afines, sin mostrar indicios del estado de ánimo, partimos de la calle Jovellanos. Tomamos la Carrera de San Jerónimo, las calles de Santa Catalina y de El Prado, acera del Ateneo, en dirección a la cervecería de la Plaza de Santa Ana. Allí hemos de encontrarnos con Rita, Honorio y parte de los otros. Los veo formar un conjunto entusiasmado por su contribución personal al éxito de la obra, enardecido por la inesperada actuación del coro, en el santuario del complejo arte de la zarzuela.
Cubre la ciudad un cielo estrellado a intervalos, a intervalos oculto entre nubes. Llegamos envueltos en una atmósfera cálida, respirando satisfechos un aire propicio a la alegría. En estas circunstancias, la revelación improvisada de Mireya, sorprendente, debía de haberse anunciado. Trompetería, tambores, avanzadilla de emisarios enviados delante. No sucede así, sorprendiéndonos una iniciativa tan desenvuelta, nada usual en ella que, es cierto, suele actuar con diplomacia y justificación. Quizá busque allanar el terreno, eliminar la maleza crecida sin orden sobre el sendero. Quizá trate de evitar que, la llegada de su madre y Honorio, se contamine con las hablillas, desde hace días tomando por entero el conjunto coral. Como la sesión puede alargarse, aburriendo el asunto a los hijos, Juana queda cerca de la puerta pendiente de los nuestros mientras juegan o charlan con los de otros compañeros. De modo que podemos escuchar, con interés creciente, a la oradora; al parecer, internándose ella en lo íntimo. Incapaz la chica de albergar el secreto bajo las alas de su natural sincero, da rienda a unas palabras fluidas, dueñas de mérito suficiente para ordenar el caos, de ser ello posible. Como ustedes, lectores, no pueden oír la voz directa, iré escribiéndolas y matizándolas.
Nació en Miami, confiesa Mireya. Es norteamericana, por tanto. Su padre, Humberto Rodríguez, es un hombretón alto y fuerte, de excelente figura. A sí lo recuerda la hija, quizá porque así lo describe su madre. Gozaba ya de una incipiente fortuna en tan alejadas fechas. Aunque, sin llegar a ser el acaudalado omnipotente en que se convirtió después. En los faustos días poseía el hombre, la propiedad plena de un albergue y algunas tiendas de elementos para practicar deportes. Era, por así decirlo, una persona facultada para negociar con ventaja. Luego, no lejos de la hospedería, levantó otra, abriendo varios establecimientos de diversión. Sucedía a menudo. Sumido en ambiente tan relajado, otras mujeres acompañaban sus francachelas. Quedando Rita relegada al puesto de consorte, en posesión de mucho tiempo libre. Yendo de acá para allá, tratando de evadirse de su vida huera, se inició ella en la santería. Ocurrió su acercamiento a lo religioso, a raíz de menguar el propio significado en el sentimiento del hombre. Poco antes de perder en Humberto al galán atractivo y educado de quien se enamoró en su juventud, período temporal de intersección incierta.
No se trata de una embajada preventiva la de Mireya. No se da la oposición esperada de Rita, no. Muy al contrario, la madre llega sola a la cervecería. Sola, pues no viene Honorio con ella. Hecho insólito para mí, carente de explicación adecuada. Estimulada la madre por una confesión invasora de su terreno, toma el relevo e inicia la suya, emergiendo, si no espontánea, que no es pensable en ella, liberadora al menos. Puede existir complicidad entre las dos mujeres, siendo el acto de sincerarse cosa pactada. Se percibe a la madre desprendiéndose, de manera alegórica, claro está, de la capa raída que cubre un precioso traje sastre, orgullo del modisto, ajustado a la firme estructura. Anuncia su deseo de hacer al escritor, junto a los miembros del coro presentes, para su buen gobierno, un relato más completo aún que el hecho a Honorio en los inicios del entusiasmo amoroso, cauce de sinceridad por donde siempre deseó ver discurriendo a sus afectos.
Hacía el padre de zapatero en La Habana. No del remendón destinado a prolongar el uso del calzado, sino del artesano de renombre que viste los pies sensibles, de quienes pueden permitirse caprichos caros. Cuando el rasero rebajó las fortunas altas, abandonó el hombre el taller y, unido a algunas familias de su clientela más selecta, salió de Cuba arrastrando a los suyos. Fue sacada Rita del espacio amigo, cuenta, haciendo perceptible el aleteo tembloroso de sus palabras, cercana a la adolescencia. Sucedió así, sin que estuviera en su mano dar consentimiento o plantear oposición. Los recuerdos más firmes poseídos de ese tiempo intangible y movedizo, son los representados por el avión que los llevó a Miami. Nunca había visto uno de cerca, ni el inusual nerviosismo de la gente empeñada en salir y la barahúnda formada en el aeropuerto. Ha echado raíz en su mente, la sensación de haber vivido una huida rompedora de la infancia feliz. Por eso alberga un reproche, nunca formulado por completo, contra quienes forzaron su salida con rudeza desacostumbrada, de un tiempo en el que se encontraba a gusto. Adolescencia y madurez hubieran sido muy otras, pero esas etapas las aceptó tal cual vinieron. Dándose, de repente, de manos a boca con un futuro no querido, en un territorio extraño y hostil. De nada servía el esfuerzo de sus padres y de sus amigos, por reproducir lo que habían dejado en la Islita. Estaba la calle haciendo las veces de frontera, sirviendo el colegio, en todos los sentidos, de país extranjero. La unión con su hermano, dos años mayor, se reforzó hasta alcanzar una solidez indeleble. Fatalidad de las fatalidades: en las clases no pudo tenerlo como compañero. De haber resultado posible tal coincidencia, ninguna monja hubiera logrado herirla. Así, la prisión en que se consideraba reclusa parte de la jornada, se habría demostrado escuela de verdad.
Miro a los asistentes. Los veo metidos entre ascuas, recibiendo las palabras de las dos mujeres cubanas sin dar crédito a ojos y oídos. Interrogante atención y silencio elocuente, sorpresa y asombro.
Prisión, sí. Dice Rita en se momento. Era un centro religioso de prestigio y alto precio. Gestionado por monjas, que obligaban a las niñas llegadas de Cuba a hablar en inglés. Castigándolas si se expresaban en la lengua española. Formó ella un círculo de odio, englobando al idioma impuesto y a quienes lo hablaban. Las niñas americanas, que debían ser sus compañeras, movidas por el ejemplo de las monjas, oscilaban entre la piedad y el desprecio. Se consideraban alumnas privilegiadas y, las recién llegadas, por simple caridad, se habían acogido a su asilo. Así lo creían sin fundamento. Atribuyendo, sin embargo, una acción admirable a las extranjeras. Escaparon del comunismo, que al decir de las profesoras constituía una plaga capaz de devorar el mundo bocado a bocado. En el mapamundi coloreado de clase, el color rojo servía de prueba. Por esa razón se mitigaba el rechazo. En ocasiones el roce parecía humanizarse. Pagaban las clases y la manutención, porque Rita y su hermano se quedaban en el colegio a medio día, en razón de la distancia que los apartaba de su domicilio. No obstante, el trato recibido parecía corresponderse con el dispensado en la beneficencia pública. Los peores lugares las correspondían en las aulas, los papeles sin importancia en los juegos. Crueles castigos seguían a incorrecciones mínimas, vacías de mala intención.
Devuelta al hogar por un bus dedicado al servicio del colegio, regresada al seno de la familia. El afecto de parientes y vecinos la ceñía protector. Se aceraba el lazo establecido con su hermano y, ambos, unidos en una sola voluntad, permanecían juntos hasta la hora de irse a dormir. El acoso pasaba en ese instante al reinado de los sueños, jirones de vida sumergidos en el charco turbio, herramienta eficaz de la cruel opresión imperante. Porque los sueños de esa época, por lo general, venían cargados de espanto. Se repetían cada noche, si no iguales, simétricos. Como reflejados en un espejo que mira al fondo de otro en ejercicio sin fin. Avanzaban cautelosos, al modo de las sombras de una cuadrilla de bandidos nocturnos, siguiendo tortuosos senderos y parándose de trecho en trecho, con el fin de aguzar los instrumentos de tortura de que estaban dotados.
Las monjas adscritas al colegio perteneciente a los sueños, se hubieran parecido a las reales y verdaderas, de ser éstas todavía más adustas. La palidez de sus rostros podía provenir en gran medida de la lúgubre iluminación. Eran rayos amarillos los que las inundaban, rayos amarillos contaminados de una brillante oscuridad. A esa luz, que no es de este mundo, podía atribuirse el tono sombrío de su tez. Eran más desabridas las monjas pobladoras de los sueños. En algo había de influir, expresa Rita en su relato, el hábito de estameña azabache que cubría la totalidad de su piel. Tan solo un óvalo unificador de ojos nariz y boca se libraba. Las enjutas manos nervudas, escapaban también a la acción protectora del paño burdo. Lo cierto es que el conjunto alcanzaba una intensidad endrina, nunca más vuelta a observar en lo visto. Sus facciones de religiosas no se correspondían con la idea generalizada, sencillez y bondad. Seguramente habían sido entregadas al demonio, por haber puesto tanto empeño en huir de él. Sus arrugas, muy pronunciadas, dibujaban trazos reveladores de un rencor inextinguible, al que ella, desconociendo el origen, imaginaba eterno, cuando menos carente de principio. En esas pesadillas, la hermana superiora obligaba a la niña Rita, refugiada del caos reinante en Cuba, a comer insectos, gusanos, lombrices y pequeños roedores. Si se portaba conforme a las normas y realizaba sus tareas con sumo cuidado, eran menos rudos los modos. Los periodos de recreo había de ocuparse en actividades extraescolares, cumpliendo encargos consistentes en recoger excrementos de animales domésticos, para luego mezclarlos con el maíz, con los fríjoles de la comida destinada a ella y a sus compañeras de origen cubano. Las arpías preguntaban en los sueños cuestiones teológicas de gran calado, enrevesadas fórmulas matemáticas, reacciones químicas producidas en los primeros tiempos del universo y leyes físicas sin plantear aún por los científicos de vanguardia. Al no conocer la respuesta con exactitud meridiana, sometían a la educanda a tormento, bien amarrada a los horribles potros de tortura, que su mente situaba en mazmorras profundas.
Aquí, el asombro de los oyentes, casi palpable, alcanza el tono mayor de la escala, si es que una escala así existe.
De día, cualquier ejercicio anodino, cualquier demanda hecha sobre los temas tratados en la clase, parecían preparados con saña, formulados sin otra razón que la de justificar el castigo. Consistía este en una tanda de golpes dados en las nalgas con una regla plana, alzada la falda gris del uniforme, ante la mirada odiosa de las burlonas. Devuelta por la luz alta de la mañana a la verdadera situación, a la realidad incuestionable, en el colegio cierto veía a las monjas ciertas como si aún se movieran en el sueño. En el comedor, esclava de una desconfianza que no empequeñecía en ningún momento, cataba apenas la ración de alimento depositada en su plato. Las porciones engullidas, suficientes para evitar la sospecha de estar practicando una huelga de hambre, eran poca cosa. Sin embargo, corría luego al retrete para vomitarlas. Le salieron por aquellos días unos granitos de acné. De noche, metida en los sueños, de esos granos salían insectos y larvas que no eran otros que los ingeridos forzada por las monjas.
Conserva recuerdos difusos, perfilados por añadidos posteriores, a propósito de la transición de lo bueno a lo pésimo. Abandonaron La Habana poco tiempo después de verse forzado a huir Batista con su fortuna a cuestas, temiendo el cariz que iban a tomar las cosas. En el tiempo previo, Rita caminaba a remolque de su hermano, temerosa de acercarse a los vecinos o de jugar con sus vástagos. Se trataba de gente poseedora del dinero grande. Propietarios de terrenos o edificios, comerciantes, rentistas. Cientos, miles de compatriotas salieron de la misma manera. Unos lo habían hecho antes, anticipándose a la insurrección, en la segunda quincena del mes de marzo, a raíz del llamamiento dirigido al pueblo por Castro, incitándole a amotinarse. Otros lo hicieron después, mediado febrero, momento en que Fidel se convirtió en primer ministro de un gobierno de izquierdas. Muchos de los exiliados se establecieron en Florida. Entre ellos había santeros, quienes abrieron enseguida sus casas de culto. Babalaos hubo asentados en el extremo peninsular, al igual que Rita y los suyos.

 

 

 

 

 

 

 

VEINTIDÓS

Prosigue la confesión iniciada por Mireya, hecha propia por la madre, ampliándola. Contiene tanta enjundia para los oyentes, que no la acaban de creer real. Despierta el interés recibido de una visión celestial, cuando menos. Juana parte su atención prioritaria en dos: nuestros hijos persiguiéndose en la plaza, junto a la asombrosa confesión oída de los propios labios de Rita. Ella, mi amada esposa, mente pensadora de la casa, mi correctora en los asuntos del coro, entresijos del amor de Rita y Honorio, se descubre dentro de un espejismo inabarcable. No es solo una apariencia de verdad sorprendente, sino también, la imagen encubierta de sus propias lucubraciones, en lo posible, acertadas.
A todo esto, ¿dónde está Honorio, coprotagonista de presencia obligada? Pero ca, de estar presente distorsionaría la actuación de Rita. Todo ha de corresponder a un acuerdo de madre e hija con él. Estoy perdido, incapaz soy de recomponer mi entorno descompuesto. No me olvido de la novela que escribo. Gana en asunto, parece indudable. Sin embargo, puede perder verosimilitud. Eso si me apena, ya que mis escritos siempre corresponden a una realidad cierta o posible. Pues, ábate, como decían en mi pueblo, tratando de comparar situaciones extremas con otras más extremadas aún. Apártate, deja el campo libre, aún hay una realidad peor. El título pensado, Solo de voz en La Habana, como explica la introducción, viene dado porque, «Honorio, dirigido por Rita, pleno de emoción, acaba cantando un solo de tenor en lo alto de la soberbia escalinata de entrada a la Universidad de la Habana. La obra representada ante el numeroso público congregado, fue María la O, una zarzuela cubana con música de Ernesto Lecuoma y libreto de Gustavo Sánchez Galarraga. El papel defendido por Honorio fue el del tenor Fernando, protagonista, conocido como el niño Fernando.» No me imagino, dadas las circunstancias actuales, que el título, finalmente, esté justificado. Sin embargo, como dependemos de protagonistas excepcionales, concedamos una mínima posibilidad de concretarse a lo imposible.
A la espera de algún arreglo viable entre los contendientes, continuó mi escritura de las palabras oídas, porque la oradora avanza en sus revelaciones:
La colonia de Miami no solo crecía, también prosperaba. Como muchos de los cubanos utilizaban para sus negocios bancos estadounidenses, pudieron repatriar los beneficios de una parte de sus bienes. Así fue instalándose el bienestar en la zona.
No es de extrañar que, con el concurso del tiempo, se fueran aclimatando los desplazados al nuevo espacio de convivencia, pues en él se levantaba una Cuba nueva, aunque cada cual la quisiera a su modo. Unos la real y verdadera, otros la ideal y deseada. No obstante, desde los cayos más adelantados observaban los movimientos de la Isla, siguiendo de cerca el acontecer de los hechos relevantes. Los hubo de gran trascendencia para su futuro regreso. Enumera Rita, en este punto, varios. La nacionalización por parte del régimen revolucionario de todas las empresas de los Estados Unidos, más el consiguiente embargo comercial dictado contra Cuba por los yanquis. La ruptura de cualquier relación diplomática con Washington, producida en enero del sesenta y uno. El desembarco en Bahía Cochinos, organizado por la corriente anticastrista, bien pertrechada de dólares. El incidente de los misiles, cuando ya la presencia de los rusos dirigía el rumbo del régimen castrista hacia el comunismo.
En su exilio dorado continuaban los ricos llevando zapatos. Seguían prefiriendo los cómodos y elegantes hechos a medida. De modo que al padre de Rita no le faltaron ni tarea ni ingresos. Ella, una vez dejado el colegio de monjas para ingresar en un liceo seglar, rodeada de familia y compatriotas, vivía una existencia ordenada. No dominaba el inglés, pero ni falta hacía: en el nuevo centro la enseñanza era bilingüe. Solía visitar la iglesia en las mañanas del domingo, incorporándose a la Acción Católica porque sentía el deseo de darse, de hacer algo por los otros. Desde jovencita, once, doce años, tuvo sentido de la propia identidad. Estaba muy crecida. Su persona gustaba tanto a chicos como a grandes. Al papá de una amiga, hubo de mirarle a los ojos con resolución y desdén, para explicarle la inconveniencia de que una persona, respetable como él, tratara de aprovecharse de la candidez de una niña.
Fue consciente del papel reservado por la vida para ella, cuando, a punto de cumplir los dieciocho, a un palmo de la mujer adulta, se descubre capaz de dirigir sus propios pasos y forjarse un destino a la medida. Por iniciativa propia ingresa en el llamado Vivero Camilo Torres, grupo activo muy heterogéneo, donde conoce a Humberto, hijo rebelde de un mandamás cubano enriquecido. Al mismo tiempo, Rita, siguiendo a su hermano, participa en la revista Nueva Generación. En este periodo concreto de su trayectoria, fija el instante del alejamiento fraterno. A partir de entonces, cada hermano llevaría un camino. Marchó él a Nueva York con los de su idea. Rita se arrimó al grupo Juventud Cubana Socialista, antiguos miembros de La Cosa, organización que, negándose un nombre, derivó en esa marca de falso anonimato.
En la sala en que están, la escuchan. Todos la escuchan, no solo el escritor que soy, todos. La escuchamos todos con el mismo interés. Cuenta Rita, a continuación, la etapa fértil de la revista Areíto. Se ve a sí misma volcada en moldear la opinión de los exiliados, más que nada estudiantes inquietos e intelectuales deseosos de enfilarse en alguna formación de futuro. Promovía discusiones acerca del porvenir de la isla entre los elementos progresistas y liberales de su propia comunidad. Estudiaba la revolución desde todas las vertientes y, activa como siempre ha sido, una ráfaga de viento refractaria a la quietud, coincidiendo en el tiempo, trabó contacto con la santería. En su interior, santería y negritud eran lo mismo. Lo mismo era ser cubana y santera.
Durante una temporada Humberto iba con Rita a todas partes. Unos años mayor que ella, la seguía como un guardaespaldas, incapaz de prescindir de la suavidad de su piel y del fuerte tirón de su carácter, protegiéndose al protegerla. Tenía otros amigos la chica, pero aquel muchacho, obediente y arriesgado, llenaba todas sus aspiraciones momentáneas.
Se casaron temprano, porque su belleza deslumbraba a quienes la veían, no estando Humberto dispuesto a perderla. Al regreso del viaje de novios, término oficial a la luna de miel, pasaron los esposos a ocupar un puesto preponderante en la sociedad cubana de Miami. Un año después, nació Mireya. La maternidad trajo lo que la vida de matrimonio no entregaba a Rita. Alicientes distintos a los de ser admirada, contemplada a modo de un cuadro colgado de la pared en el interior de un museo. No tardó Humberto en apoderarse de la niña, día y noche, mediante sirvientas por él elegidas. Para permanecer algún rato con su hija, debía sobornar a una u otra de las cuidadoras. Provista de un carácter inquieto, hecha a ir y venir con un objetivo claro, la pasividad la hastiaba. A espaldas del marido practicó la santería de forma esporádica: tres o cuatro veces al mes. Si bien, llegado el enfriamiento marital al extremo de separar a la pareja en dormitorios distintos, ella pudo participar sin peligro en las ceremonias nocturnas, avanzando en la jerarquía santera. Ahí, cree ella, en esa actividad clandestina, en ese compromiso con lo oculto, puede estar la clave de su permanencia junto al marido. De día era la señora, de noche la sacerdotisa. Las dos posiciones, complementándose, la acomodaban junto a un hombre, dueño de una esposa muy bella para el lucimiento social y mujeres ajenas para calmar su independencia. Ese arriesgado proceder de macho omnipotente, afianzaba la estampa chulesca de gallito de corral. Parece poco, pero ese mínimo vínculo los mantuvo unidos durante años. Hasta separarse del todo, cuando, tras una profunda búsqueda de sí misma, se vio anclada en medio del océano. Alejada por igual de ambas orillas continentales.
Al rebasar Rita este hito temporal, produce su voz una inflexión de respiro, a la que sigue una pausa indicadora del cambio de escenario. Lo toma mi atención como señal de relajo y, por un instante, se distiende. Acaso, debido a ese lapso mínimo de tregua, me doy cuenta de no haber disminuido ni una pizca la atención. El relato crecía en interés. Ya sonaba a verdad, una verdad sucesora de todas las mentiras, flotando sobre ellas en el aire.
Arribaron a España, madre e hija, unos meses después del ajusticiamiento de los militares cubanos acusados de narcotráfico. Cuando los ecos del juicio aún perduraban en Cuba y en la península de Florida. Mucho revoloteó esa historia en su mente, acabando por anidar en ella, dando pie a imaginar una biografía propia que la emparentaba con los hechos. Se presentó en Madrid con el apellido de su hija alterado. Coincidente, no por mera casualidad, con el del general sacrificado por un Fidel Castro, obligado a afrontar las dificultades derivadas del sistema impuesto. Con estas credenciales, España, pensaba Rita desde lo alto de la escalerilla del avión, será el punto de arranque de la Rita futura. A su lado iba la hija, una mujer en ciernes de su vivo retrato, cuyo parentesco no precisaba ser definido. La jovencita llamada Mireya había recibido, de pronto, la memoria de una niñez propia, transcurrida en la Habana, vivida en realidad por su madre.
No obstante, en Madrid no resultaron las cosas tan fáciles como las había imaginado. Gentes y geografía se iban entregando, aunque muy despacio, sin mostrar la puerta grande de los círculos donde gobierna el poder, es decir, del dinero. No ha olvidado aún los momentos duros de la madrileña Corredera Baja. Envuelta en neblina la visión, aún se vislumbra durmiendo abrazada a Mireya, para ahuyentar el frío en una habitación sin ventana. Se entrevé cocinando restos del mercado, orgullosa, altiva, a la espera de un milagro que las sacase de la posición humillante donde se encontraban. Dos años tardó la necesidad en socavar su resistencia, dos años tardó en pedir dinero a Humberto. Ese fue el acuerdo manifestado de palabra cuando se separó del marido. Nada daría él hasta que ella lo pidiera. La arrogancia se manifestó indomable durante ese período durísimo.
Fueron hallando solución los problemas. Primero los más acuciantes, a continuación, los otros, derivados del propio discurrir de la vida. Cuando estaba dispuesta a ligar su futuro a la urbe en que residen ella y su hija desde hace una década, como si se tratara de una flecha, la alcanza una carta de Humberto Rodríguez, su vigente marido.
Al no existir respuesta llega una segunda, argumentada, armada de razones, rearmada, insistente. Añagazas, engañifas de las suyas, piensa Rita, prolongando el silencio. Levanta con miedo el auricular del teléfono, cuando oye sonar el timbre en una nueva llamada. Estando la línea a nombre del dueño del piso, el número no puede conocerse. Aunque, tratándose de Humberto, para quien no existen obstáculos interpuestos entre él y sus deseos, nunca se sabe. Vinieron una tercera y una cuarta misivas, extensas y profundas, cuya inarmónica caligrafía daba cuenta del vacío sentido por el hombre sin ella. Una quinta llegó, portadora de una angustiosa llamada muy firme. Llamamiento escrito que, por el desgarro mostrado, por el grito proferido, bien hubiera podido ser hecha de viva voz, puesto de hinojos el hombre a sus pies, derramando copiosas lágrimas, dándose cabezadas contra el duro pavimento.
Ha de encontrarse muy solo este hombre para dejar a un lado el orgullo y mostrar, voluble como es, tal insistencia. Dice Rita haberlo pensado así, reblandeciéndose un tanto. Parecía sincero cuando menos. No trataba de desfigurar el egoísmo con invenciones obvias y manidas. La respuesta se perfilaba sin indagaciones sobre el Humberto actual. No supo si iba a servirse de la táctica del goteo, propio de la caliza en su intento de penetrar en las cuevas, para formar primero estalactitas, estalagmitas luego y, por fin, columnas. O la debida a la industria del herrero, consistente en ir calentando el hierro hasta ponerlo al rojo, para luego dar la forma, una forma elegida por él, favorable a sus intereses, a fuerza de martillazos.
Rita, obligada por la fatiga y el desgaste de su voluntad, aguijada por la sobrevenida conciencia de esposa, también está sola. No es extraño que dé en diseñar la defensa del verdadero marido, utilizando argumentos que van más allá de los que Humberto esgrime. La incomunicación habrá acorralado al hombre durante todos estos años y, ahora, se descubre insuficiente para resistir un asedio mayor. Despertará cada mañana invadido por la nostalgia de los faustos tiempos del galanteo, cuando lucía a la muchacha más linda de la colonia, la más activa, la de personalidad más fuerte. Sentirá en su interior un hueco imposible de colmar, tras las fallidas relaciones en que ha ido derrochando la vida. Desea por ello asumir sus funciones familiares. Pareciendo tarde para recuperarlas, cabe intentarlo. Rita, quien se casó enamorada, recuerda con cariño las horas plenas de la primera época. De modo que, tras meditar día y noche, decidió pedir opinión a Mireya. Escogiendo para ello el momento más razonable. Sí, el del triunfo del coro incompleto en la verdadera catedral de la zarzuela. Lo hablan a solas, convenciéndose ambas de la razón de la otra. Refutando los reparos nacidos de su dolorosa experiencia, aceptan, madre e hija, regresar a Florida. El coro dejan en herencia, un pasado de historia cultural y humana, más el futuro que los miembros actuales deseen. Ya no son necesarias, enseñaron todo lo sabido y, ahora, lo saben todo entre todos.
Estamos en una sala delantera de la cervecería. Plaza de Santa Ana, iluminada por la luz irreal de unas farolas que la dibujan a modo de un decorado. Es agradable la temperatura. Los vecinos, asomados a las ventanas, reciben con alivio una leve brisa de aire más fresco. Se ve gente joven sentada en círculo sobre el suelo duro, bebiendo y fumando. Algunos perros sueltos dan cortas carreras en torno a la estatua de Federico García Lorca, seguidos por sus dueños con el ramal en la mano. Mireya me regala una mirada cómplice, satisfecha de que el anzuelo de su inicial revelación, en la despedida de Isa, hubiera prendido en la verdad íntegra de su madre, sacándola de las profundidades abisales, rescatándola del desván polvoriento.
Entra Cosme. Encontró a un conocido de hace años, ha sentido alegría, charlando con él sin contar el tiempo. Se trata, explica, de un compañero de la profesión musical. Coincidieron en una gira por provincias donde representaban Doña Francisquita, -una historia llegada de lejos: de Lope de Vega y el Decamerón- en ella, el otro hacía de Cardona y él de Lorenzo.
En nuestro grupo faltan unos compañeros que venían con Honorio. Preguntamos al camarero y, por él, los sabemos llegados hace un buen rato, entretenidos en una sala de atrás, la del ajedrez. Libre de inquietudes, deshechos los nudos que me impedían seguir la hebra hasta dar con el ovillo, me encuentro preparado para el encuentro. Siendo la felicidad un rompecabezas de realización imposible por falta de un fragmento, nunca está cabal del todo. Por eso siento en mi zapato una piedra buida, no mayor de una almendra, adentrándose en la entraña sensible. Cualquier cosa esperaba menos el trato recibido de Honorio, al no hacerme partícipe de la verdad conocida por él. Según las palabras oídas al inicio de la confesión general de la hija y la madre, desde el primer momento de mi indagación estaba al tanto mi amigo, de buena parte de los secretos que, con tanto ahínco, intentaba yo penetrar para ayudarle. No hallo explicación conveniente a tan falaz proceder, aunque hasta oírle una aclaración me guardaré de juzgarlo.
Llego a su sala y lo veo allí, rodeado de gente, ajeno a mis intenciones de pedirle opinión sobre lo confesado por Rita. Su poderosa cabeza se mueve al compás de la conversación, reforzando lo dicho, aceptando o negando lo oído. Lo descubro, ya más de cerca, jugador de ajedrez en partidas simultáneas, serio, concentrado. Sus fuertes brazos llevan a cabo movimientos firmes, reveladores de una seguridad reforzada por numerosos aciertos. Va de una mesa a la otra avanzando un peón, tirando por tierra un caballo, asaltando una torre, dando jaque a la dama, es un caballero y lo avisa, o al soberano titular del trono, cuya caída marca el final irremediable del juego. Se aprovecha de que Isa no haya retrasado su viaje, me digo, descubriendo en mí un malestar creciente, porque sin haber escuchado su alegato lo condeno. Le observo terminar con los oponentes en un santiamén, mientras mi cabeza intranquila rumia una venganza.
En ausencia de Isa, el maestro, reto a Honorio a que me venza, a mí solo, en un cuarto de hora. A que arriesgue su recién ganada reputación. Uno a cada lado del tablero nos situamos. Él ligero, yo tenso. Tras él, sus incondicionales. A mi lado, Juana y los hijos. Le cedo las blancas. No puedo evitarlo, la voluntad actúa desde el interior incontrolable. No acepta. Es el retado y dicta las condiciones. Desde la apertura las blancas acometen de un modo implacable. Toman posiciones arriesgadas amenazando a las negras con reiteración. Las obscuras se defienden al compás de ataques bien meditados. Se suceden las ganancias y las pérdidas de forma pareja. A los diez minutos no existe diferencia en las bajas de uno u otro bando. La columna de torre, expedita, es siempre una seria amenaza contra el enroque corto. Esta verdad conocida por cualquier aficionado entusiasta, lleva a las negras a una difícil situación: han de entregar a su dama o aceptar el mate. A los quince minutos exactos, Honorio inclina su rey ante el mío.

 

 

 

 

 

 

VEINTITRÉS

De nuevo viajo a la aldea, aunque no por gusto. Alejado de los antiguos alaridos, este entierro me ha llamado con la voz queda de un susurro musitado a horas intempestivas, deseoso de no ocasionar más molestias de las imprescindibles. Técnico de gran prestigio en la comarca de Sahagún, dueño de un taller visitado por labradores e industriales comprometidos con el progreso tecnológico, mi tío Juan falleció en Madrid. El difunto, un hombre apacible y metódico, era el padre de mis primas Lucía, Angelines y Azucena. Trinidad fraterna que hubo de unirse, cabía esperarlo, al otro lado de la raya separadora de este mundo y lo intangible. Resultando imposible cumplir su pacto de unidad en el margen reservado a los vivos, en el otro barrio lo cumplieron, es de suponer. Empleado en una empresa radicada aquí, mi primo Alfredo trajo consigo al padre. No iba a dejarlo solo en Sahagún a tan añosa edad, carente de asistencia o a expensas de extraños, me dijo. Mas el hombre, un inventor resistente al desaliento, dominador de los efectos mecánicos y, también, de las causas; no se hacía al entorno. Se trata de un suburbio bien urbanizado y tranquilo, aunque alejado del objeto de sus investigaciones. El motor de agua por encima de todas, que estuvo en un tris de lograr, paso previo al movimiento continuo. Acicate y bálsamo de una existencia bien ordenada, el trabajo fue para él, junto con el bienestar de los suyos, el universo íntegro: planetas, satélites y cometas, más el espacio intermedio donde los cuerpos estelares prosperan sin pausa.
Ya no desempeñaba un papel conductor, ni siquiera conducido. Aunque, en Sahagún, salía las más de las tardes de buen tiempo y algunas mañanas, cuando la temperatura equilibrada insuflaba suficientes ánimos. Pasito a pasito recorría el corto trecho existente desde su casa, haciéndose presente en el espacio de sus búsquedas infructuosas y de sus felices hallazgos. Los nuevos propietarios para decidirle a vender, lo invitaron a ir cuando quisiera para echar una mano. De modo que, por ese postigo se introducía sin temor y, una vez dentro, orientaba a unos aprendices convencidos de saberlo todo. Se fue el hijo mayor, se fue, tiempo después, la esposa, acabaron marchando las hijas. Ido el trabajo, ningún asidero le quedaba. Se aferraba a la memoria como a clavo ardiendo, pero la misma memoria, llamada a deshora, cansada de responder a unas preguntas que eran siempre las mismas, optó por callarse.
Juana y yo, junto a Alfredo y una pareja de vecinos, un matrimonio que vive pared con pared, al que le une una amistad probada, velamos el cadáver durante la noche en una salita del tanatorio. Nuestros hijos nos acompañaron a lo largo de la primera etapa, la que se extiende hasta la cena. El cuerpo del difunto, acomodado cara al techo dentro del ataúd, inanimado por la fuerza de las circunstancias, presentaba un aspecto algo diferente de cuando, ya desmedrado y céreo, aún vivía. Ningún vínculo juntaba con Madrid al anciano, por eso, su hijo Alfredo, único vivo de los cinco que tuvo, no se planteó un lugar de enterramiento distinto al panteón familiar. Situado este, como es sabido, en el cementerio de la aldea originaria de toda la familia, punto de encuentro último y definitivo. Amigos de mi primo, impedidos para asistir a un entierro celebrado tan lejos y en día de labor, al igual que mi esposa, aprovecharon la visita para darle el pésame y despedirse del muerto.
He ido y he vuelto en el día, pero esta vez en coche, en calidad de pasajero. Era un vehículo del cortejo facilitado por la funeraria. Acompañaba a mi primo porque se ha quedado solo y necesita respaldo. Quiso Alfredo que, al llegar a Sahagún, después de rezar un responso, la comitiva, incrementada de manera notable, pasara por la puerta de lo que fue santuario del extinto, un taller de composturas y exploraciones. Hubo una misa de córpore insepulto en la iglesia del pueblo y, desde allí, llevamos los sobrinos a hombros los restos hasta el camposanto. El mismo coche nos trajo de vuelta. Alfredo y yo, nos sabemos responsables de una relación escasa sin motivo manifiesto. Por eso aprovechamos para charlar de todo un poco. Descubriendo con sorpresa, una concordancia, en muchos aspectos, mayor de lo sabido.
Con premura va encauzando septiembre los días, por la estrecha cañada que conduce al otoño. Recoge sus avíos veraniegos y marcha al encuentro de octubre. El entrante anuncia novedades y el saliente quiere saberlas de puro curioso. Es domingo por la mañana. Juana y yo preparamos un desayuno exquisito. Chocolate y golosinas, preparados al alimón solo en días especiales. Una pasta amaso, compuesta de harina, leche y huevo. La cual, forzada a salir de una manga cuyo extremo más fino es una chapa perforada en forma de estrella, cae en cordón sobre el aceite hirviendo. Fríe Juana picatostes y, con rebozo de azúcar y canela, los dispone encima de una fuente para reposar. El aroma del chocolate convida insistente, sentándonos a la mesa los dos solos, debido a que los hijos, botas fuertes y ropa apropiada, salieron temprano formando parte de un grupo de andadores. Llevan los nuestros la intención de alcanzar lo más alto de la sierra de Guadarrama, siguiendo una vereda nacida en el pueblo que toma su nombre. Hasta la parte erguida van en una furgoneta, propiedad del guía, un mozo fornido amigo de Álvaro, contribuyente de ese modo a la excursión.
Para nosotros, permanece la radio encendida, manteniendo bajo el volumen sin molestar a los vecinos. Un testimonio contado con voz emocionada, recuerdo de los tiempos duros de la posguerra, reclama nuestra atención. Es Libertad quien habla, una mujer, valerosa niña cuando sucedían los hechos. Nació mediada la contienda civil en la parte de España, libre aún bajo el gobierno legítimo, bando republicano de orientación progresista. Libertad la pusieron los suyos como quien formula una intención arraigada, hija de un deseo y un ansia. Callaron las interminables descargas, dejando a los vencidos muertos o encarcelados. Su padre entre estos últimos. Quedó el pueblo sumergido en una paz resentida y revanchista, desnuda de ropajes, famélica. Debido a eso, cuando la madre fue a pedir la ración de polvo lácteo, prevista para incrementar la alimentación de los infantes, quienes gestionaban la organización llamada ‘La gota de leche’, se negaron a entregarla. Advirtieron, a mayores, que no iba a haber alimento para la niña mientras llevara un nombre tan provocador. Todavía lo ostenta, de modo que es fácil imaginar las carencias sufridas. Una vez al año los familiares podían convivir con los presos -continúa Libertad abriendo su memoria a los oyentes- ella, acompañando a la familia, visitaba al padre. Ese día, preparado con mimo, se convertía en una jornada de abundancia premeditada: embutidos, tasajo, frutos secos, arroz con leche y carne de membrillo. Meses antes había comenzado el acopio, moneda a moneda, del capital necesario para tal agasajo. Al igual que los demás visitantes, en una etiqueta colgada del cuello, llevaba escrito la niña su nombre, evocador y maldito. Debajo iban los datos relacionados con galería, piso y celda, sombrías coordenadas del domicilio paterno. Sentíase Libertad, según cuenta, avergonzada a medias y a medias orgullosa de tal escapulario. Hoy día, confiesa la mujer, no puede comer arroz con leche o dulce de membrillo, sin que de sus ojos escapen unas lágrimas. Hablamos Juana y yo de la habitual convivencia, en espacios limítrofes, del rebose de sobrantes y la parvedad de recursos, los unos justificando a los otros. Carencia y abundancia, más aún, derroche, marchan juntos a través de los tiempos recorriendo el mundo sin que, por desgracia, represente escándalo.
—Con lo tomado por y ti y por mí hoy, da para el desayuno de una familia numerosa de las necesitadas. —Denuncia mi mujer, aquejada de un repentino remordimiento.
—No somos nosotros, dueños de un escueto pasar, los más indicados para sentir remordimientos si un día nos damos buen trato. —Replico.
—Hay grados en el uso y consumo de bienes, lo sé; pero si no actúa cada uno conforme a su situación, nada se hace, siguiendo las cosas tal como estaban.
Cortando la raíz de una conversación prometedora, suena el teléfono y resulta ser Sole, la chica de Palencia, quien llama. Solicita mi presencia en una reunión urgente del coro. Justifica su iniciativa atribuyéndome, a favor de la andadura del grupo, un encomiable interés que debe aprovecharse.
Convocados por Cosme, en el salón de ensayos se juntan los miembros. Como llego temprano, charlo yo con algunos mientras comienza la acción. Me preguntan detalles de la historia que escribo acerca de la coral y sus partícipes. De tal manera descubro asombrado, a mi intención secreta, perteneciendo al dominio público. Me repongo del desconcierto en un periquete y, echando mano del ingenio, logro salir ileso con dos frases hechas, de esas que parecen ad hoc si se sueltan con aplomo. Falta Honorio y me contraría su ausencia, porque esperaba poder hablarle de lo que, en la cervecería, no tuve ocasión. De su continuado engaño, impropio de un amigo. Traigo rumiada mi queja, a la espera de una disculpa razonada para pasar por alto su proceder. Ignoro el recorrido de sus pasos últimos, pues no atiende al teléfono y nadie me da razón válida.
Tras descargar sobre la mesa unos golpes de batuta, que poseen la esperada virtud de atraer la atención de los asistentes, expone el convocante la causa de la cita. No sorprende el motivo manifestado, pues nadie ignora la marcha inminente de destacados miembros del coro, cuya sustitución debe hacerse de manera inmediata. Pasado mañana, cuando octubre llegue, partirá Rita en avión hacia Miami, donde la espera su esposo. Va ilusionada, según manifiesta a los interesados por la posición de su ánimo ante el cambio de vida. Aunque eso sí, indecisa y vacilante, al modo de una joven caminando al encuentro del novio conseguido en internet. No sabe con quién se va a tropezar, pues él asegura obstinado que, ahora, es un hombre nuevo. Esta mujer me desconcierta. Tanto es capaz de guardar un silencio de tumba sobre sus propósitos íntimos, como de pregonarlos desde lo alto de un púlpito. No desaprovecha ninguna ocasión de ser protagonista, de tener a los demás pendientes de sus gestos.
Anuncia Cosme, la búsqueda de relevo para la dirección del coro. Encomienda nada simple, pues hace falta una persona dotada de mano de hierro enfundada en guante de seda. Cosme prefiere una mujer, confiesa algo tímido. Las mujeres consiguen mejores resultados: entienden a los miembros de su mismo sexo y, si son enérgicas, los varones acechan su dictado para cumplirlo como corderos. Bella, artista consumada, en posesión de una voz suave y una mirada lánguida: así la imagina Cosme. La piensa con largura cuando le sobra tiempo. Ocurre con frecuencia, acostado en la cama a la espera del sueño rebelde, sometido al abrazo del cuerpo de su mujer, cabeza, tronco y extremidades hechos a los suyos por la fuerza de la costumbre. Si al no haber otro remedio ha de ser hombre, concede algo dúctil, que su talla sea aventajada, para que todo lo abarque con la mirada desde la altura, diciendo sus instrucciones sin necesidad de tribuna o estrado. Sí, que sea fornido, para ejercer su imperio por igual entre varones y hembras.
Debemos buscar pianista, pues Mireya, ya ciudadana de Cuba, quiere conocer la tierra de sus predecesores, para entregar el esfuerzo a quienes encarrilan una revolución aún en trance. Aprenderá lo que no sabe de la Isla, observará el respirar de las gentes y, luego, una vez localizados, taponará alguno de los boquetes, por donde se marchan las fuerzas de la república. Acaso sea tarde para la muchacha, porque se van cerrando las vías rebeldes para entreabrir las sumisas, conductoras, sin rectificación, al predominio de la minoría. Desea decir lo pensado, en cuanto se refiere a la sociedad y a las personas, a quien quiera escucharla. Pretende oponerse, allá donde se den, a los distintos tipos de abuso. Lleva entre sus miras la de aumentar a su alrededor los espacios de libertad y justicia. En última instancia va tras las razones de ser como es. Siguiendo las raíces de la memoria actual, Rita y lo vivido por Rita, junto al presente comportamiento propio del que se siente orgullosa.
Nos deja Honorio. La noticia es una saeta destinada a abrir su sendero en mi pecho, buscando el nido de las emociones. Mas logro serenarme, para dibujar el gesto esperado por quienes me suponen al cabo de la calle. Se va mi amigo de España. Superado su aprendizaje inversor, quizá escoja un país de la América de habla española para desarrollarlo. Puede mi amigo ir al encuentro de su abuelo, con el objeto de medir los pasos dados por aquel indiano, quien hizo las perras contando con mucho esfuerzo y no poca suerte. Será Argentina, en ese caso su destino. Tratará de ejercer de empresario mientras posea entusiasmo y coraje. También pudiera ser Cuba el laboratorio para sus ensayos. Los analistas ven al país, metido en un proceso de modernización y, necesitado por ello, del capital necesario para ponerlo a flote. En ese sentido, bien pudiera convertirse en un espacio de oportunidades para las empresas. Con tiento, sin prisas, pues ese no parece el camino tomado por la Revolución. Quienes acabaron con la escandalosa deriva del país, forzando la escapada de Batista y lo representado por él, no van a facilitar el regreso del negocio fácil y rápido de una minoría afín.
En cualquiera de esos países tan nuestros, estoy convencido, Honorio puede continuar ejerciendo la honestidad, tenida y mantenida hasta ahora. Aplicando los conocimientos atrapados en el diario discurrir de su existencia, dará forma a una empresa, la pondrá en el camino de la prosperidad, para entregarla a los hijos en cuanto avance sin obstáculos insalvables. ¡Ya!, le falta el verdadero incentivo. Para llegar al estímulo de los herederos, habrá de matrimoniar tiempo antes. Todo se andará y, nosotros, lo sabremos.
Aún hay más: Berta y Silvio, al tiempo de los otros, de idéntica manera inesperada, abandonan Madrid. Han conocido el laburo en Israel de un renombrado especialista llegado de Valparaíso, ciudad costera de Chile, próxima a la capital. Se trata de un cirujano formado en universidades y clínicas de los Estados Unidos, capaz de maravillas en casos como el suyo de síndrome de Wólfram. En tanto se ocupa de ella el doctor, ha explicado el estanciero que la conduce y la sigue a un tiempo, buscarán en el escrutinio religioso una distracción y un consuelo para la mujer. Se interesan, más allá de los textos sagrados explicados por los rabinos en las sinagogas, por los manuscritos llamados Rollos del Mar Muerto, hallados en Qumrán. Quieren profundizar en las enseñanzas de los Esenios, secta virtuosa de vida en común, que aborrecía el comercio por considerarlo fuente de corrupción, oponiéndose a la esclavitud y a los sacrificios cruentos. Leerá él en voz alta los legajos, y ella escuchará mientras pueda, reflexionando sobre lo oído.
Diferido el rodaje de la película, tiempo antes de su boda se muda Verónica a Valencia. Quiere saber, esposa en prácticas, como ha de ser el proceder del esposo cuando estén casados. Persigue recibir un anticipo de lo que será su rutina diaria y, por ello, lleva el presente al futuro cuando aún puede hacerlo regresar si es preciso.
Ido con su familia cuando ya entendía la lengua castellana, regresado a un país nuevo resultante de un cataclismo, aunque sea cosa sabida hay que incluir a Isa entre los partícipes del coro causantes de baja, porque la suma de escapes nos dice que el coro, a más de acéfalo, queda diezmado. Se van intérpretes muy distinguidos. Percibo con nitidez las dificultades a las que ha de enfrentarse el grupo tras el éxodo coincidente. Alguien ha de llevarlo de las riendas por senda resguardada. Alguien debe liberar las notas que el piano encierra bajo su tapa. Alguien debe cantar los solos difíciles, aquellos que el kosovar y Honorio afrontaban con decisión y valentía, sin amilanarse ante el auditorio, sin desconfiar de sus fuerzas. Se necesita, por si lo dicho no fuera suficiente, un buen número de gargantas, articuladoras de voces para fundirlas en una sola, tal como las imaginó el compositor, tal como el director las entiende. No, no resultará fácil hallar relevo a quienes parten hacia otros afanes.
Regresado al hogar, traslado a mi esposa las novedades habidas en el caminar ondeante del grupo cantor. Se sorprende, por insospechada, de la marcha de Honorio, aunque parece lógica, conociendo su manera de pensar y las inquietudes sentidas. No encuentra explicación, sin embargo, para la reserva tenida con nosotros. Pero la habrá. El día menos pensado, el propio escabullido nos la hará saber, asegura Juana. Como debemos seguir adelante sorteando los escollos, mi mujer y yo pintamos al instante la reconciliación de Rita en tonos pastel. Construimos un puerto seguro a la nave de su matrimonio, donde quede a resguardo de las borrascas más arrebatadas. La vemos feliz, ilusionada con el ilusionado Humberto, habitando con holgura su patria de adopción, área de la península de Florida, alrededores extensos de Miami, punto inicial de sus viajes por la América toda. Sí claro, incluida la tierra donde transcurrió su infancia. Allá, donde la hija, ciudadana de pleno derecho, tanto en cuanto los derechos son plenos, asume la historia de una familia cruzada de indígenas, españoles, criollos y negros yoruba. Irá reorganizando Rita su existencia tras la de Humberto, alejada, sin tajar del todo los lazos sagrados unidos a babalaos y a orishas, a las danzas frenéticas y a la matanza de gallos. Dama rica, señora envidiada según su permanente deseo, mujer capacitada para reservarse un rincón íntimo hurtado al marido, así la vemos. A la espera, la sentimos, de los réditos derivados de sus desvelos incesantes, dispuesta a cobrarse de uno u otro modo las privaciones sufridas. Ida la madre, Mireya perdía aquí su suelo y su agarre. Vislumbrándose, en su forma de ser, mucho idealismo. Bien pensado, era previsible su escape. El abandono de Verónica es solo un adelanto sobre el itinerario previsto. Cabe siempre en el orden de las cosas, en el esperado girar de los astros, que Berta y Silvio sigan la indicación de una estrella aparecida de improviso en el firmamento. Si nos fijamos con atención, nada ha ocurrido en el coro, con la capacidad de sorprender a unos ojos observadores, como los del escritor Virgilio que soy, el indagador múltiples veces errado. De los errores se aprende, son ellos el mejor maestro.
—Mireya y Honorio se casan. —Suelta Juana de improviso. —Confirman públicamente una unión a la que, su diferencia de edad, a mi entender, no opone obstáculos. De esa forma, conociéndolos como los conocemos, encajan y se complementan mejor. Sí, se casan y no tardaremos en saberlo. No es una conjetura sin fuste la mía, es una deducción basada en las circunstancias.
—Siempre dan en el clavo tus predicciones, por ello, puedo aceptarlo como si fuera cosa hecha. Mireya ha escogido Cuba como país de llegada. Eso lo sabemos bien sabido. Honorio, entre la Argentina del abuelo y la Cuba de Mireya, es fácil comprender que se decidirá por Cuba.
—Así lo pienso. Sin duda, es mejor afrontar las dificultades de su nueva vida, juntos, unidos en cuerpo y proyectos. Porque, en adelante, en ese país nuevo, en trance de apuntalarse aún, deberán descifrar muchas incógnitas ahora desconocidas. Así que, no esperarán mucho tiempo para la boda. Nada más el necesario para arreglar trámites y delimitar espacios de actividad, prioritarios en el desarrollo de sus objetivos.
— Si es como decimos, quizá ocurra en agosto, un mes considerado descanso del ajetreo y, a la vez, preparación para afrontar lo nuevo. Juana, tú y yo recibiremos la invitación que nos llame a su boda, ya lo verás. Esa es mi apuesta, apoyo de tu deducción. Se casarán nombrándome padrino. Será entonces cuando encontremos la lógica a los hechos desquiciados. En la etapa empresarial que ahora inicia, la posesión de la ciudadanía cubana dará a mi amigo una inapreciable ventaja respecto a sus competidores foráneos, ya sean estadounidenses o españoles.
—No creo. Mucho carácter ha debido modificar Honorio, para servirse del matrimonio como puente hacia el progreso. Ha de ser el amor lo que le induce a unirse a Mireya. Un amor desplazado, sin mucho esfuerzo, de la madre a la hija: menos codiciosa ésta, más sincera, más cultivada y, al menos, tan hermosa.
Eso oigo decir a mi esposa, coincidiendo con ella al instante. Envalentonado por la verosimilitud de la invención, olvidados los recientes extravíos de mi lógica impaciente, aventuro una tesis complementaria.
—Mucho antes de marcharse tan lejos, en apariencia cada uno a lo suyo, demostraron quererse.
Eso es, pude verlo en los ojos de Mireya, cuando la despedida de Isa. Juana no lo advirtió, pero el amor gobernaba los gestos juveniles. Mariposas multicolores aleteaban en sus pupilas, una mueca mimosa fruncía los labios carnosos. Me vienen a la mente, sus salidas solos en ocasiones buscadas, paseo del Prado arriba y abajo, el brazo de Honorio sobre los hombros de ella con afán protector, bulevar del centro hormigueado de turistas. Lo recuerdo ahora, Mireya daba a leer sus escritos a Honorio, ella lo dijo. Esos poemas tan íntimos, tan sensuales, no se dan a conocer a cualquier conocido.
Honorio nos debe tantas explicaciones… Prefirió tomar las de Villadiego y no dar ninguna, permaneciendo a la espera del transcurrir de los días destinado a hacerlas innecesarias. Pese a que es su comportamiento el inapropiado, le intuyo molesto conmigo y no sé la razón. Es como si me arrojara la piedra y, al mismo tiempo, se vendara él la herida inexistente. Algo habré hecho, sin duda, para ofenderlo. Suposición deseada cierta, porque en la medida en que esté justificado su disgusto, en esa misma medida disminuye el tamaño de su informalidad. Me encuentro intranquilo, deseoso de hallar en mí una falta reductora de la suya. Ese hallazgo me permitirá perdonarlo. Incluso solicitar perdón si de tal extremo necesitara mi agravio. Me pidió, cuando la fiebre religiosa apretaba su firmeza, leer los mismos textos, aquellos que habían obrado en él un prodigio. Confiaba en los escritos de Anthony de Melo, el jesuita rebelde, para llevarme a su posición. Deseaba compartir conmigo un paisaje de verdades sencillas, universales y eternas, mostrado en exclusiva a los predispuestos: noble corazón e ingenuidad de niño. En esa pretensión debo hallar la auténtica talla de su amistad. Tan destacada, que no puede menguar ante una conducta ignorada por mi perspicacia egoísta, incomprendida por esa misma forma de inteligencia. Se despidió a la francesa, sin duda. Aunque evitó una dolorosa ceremonia oficiada por mí con el auxilio de Juana y nuestros hijos. Además, resulta probable que Rita diera argumento a su ausencia, defendiendo un motivo que la niebla me oculta. Resumiendo: sus razones pueden ser abundantes, el mal radica en mi ignorancia.

 

 

 

 

 

 

 

VEINTICUATRO

Iniciado como está el curso académico, parecía descabellado esperar cambio alguno afectando al trabajo docente de Juana. Pero la fortuna, una vez más imprevisible, quiere valorar sus méritos recompensándola. A partir de hoy es responsable de la dirección del colegio, en el que da clases desde hace diez años. La persona ocupante del puesto ha sido llamada a la política activa por su partido y, sustituye, como concejal de un pueblo de la periferia, a un compañero con razones personales para justificar su dimisión. Precaución o, sencillamente, miedo. Ha recibido amenazas en reiteradas ocasiones, la última, concluyente, hace quince días. Defensas u ofensas ligadas a su actitud partidista.
Los propietarios de la institución pensaron en Juana. Calibrando su valía, la han encontrado idónea para esa labor. Fue tutora y jefa de estudios, porque se entiende a las mil maravillas con los jóvenes, quienes confían a ella sus cuitas y piden consejo. A menudo hace de árbitro en las discrepancias entre profesores, aceptando los contendientes su laudo. Posee una constancia que no cede al desánimo nunca y, cuando se propone alcanzar una meta, actúa y actúa hasta conseguirlo. A modo de ejemplo tan solo, debo decir que cursó por correspondencia, en horas nocturnas debidas al sueño, una diplomatura en gestión de empresas con vistas a lo que acaba de ocurrir. En definitiva, cumple cualquiera de los requisitos pedidos por el Consejo. El sueldo, en sustancia, no varía gran cosa, me advierte. El incremento vendrá mediante una prima de desempeño, entregada al cabo de dos meses, si todo marcha como es de esperar. Luego, confirmada en el puesto, adquirida del todo la categoría, participará en los beneficios, pero también, aunque no suele suceder, en las pérdidas. En verdad, se convierte en una especie de socio menor. Como no quiere abandonar ninguna de sus clases de historia, habrá de trabajar hasta tarde. Por eso, los chicos y yo, deberemos ocuparnos más, si cabe, de las tareas domésticas. Al referirme a los chicos, me viene a la mente la prospectiva hecha entre mi esposa y yo, paseando por el parque de El Retiro, acerca de su futuro académico y profesional. Nos veíamos obligados a aumentar los ingresos económicos, para procurarles los mejores estudios, medio de conseguir empleos valorados y estables. Bien, en ese sentido apunta el ascenso de Juana. Solo falta que, la novela escrita en estos momentos por mí, sea un éxito de divulgación y ventas. De ser así, estaríamos en el buen camino.
Tomando un café en el establecimiento situado frente a su casa, me pone al tanto Cosme del avance de las diligencias emprendidas. Aún próximo a la profesión, ha dado con un maestro de orquesta caído en desgracia por mor de las modas. Un hombre activo, poseedor de ideas trasformadoras que el coro permite llevar a la práctica. Lo siento por Carmen, la monja soriana. Ya lo dije, en su interior recóndito, esperaba la oportunidad de dirigir al grupo. Una experta, cuyo nombre ignoro, se encarga de las relaciones públicas. Es cuñada de Jaime, miembro ocasional del coro. En la empresa que la prejubiló, lo hacía la mujer a las mil maravillas y, aunque no canta, en el nuevo puesto impulsará un mayor número de actuaciones sirviéndose de los medios de comunicación. Llegan otros practicantes: alumnos de escuelas públicas, de profesores privados, deseosos de ensayar, soltarse, hacer tablas, poniendo las miras en lo profesional y en el triunfo. Entre ellos, dos amigas de las consideradas íntimas, porque viven juntas y solas al decir de los murmuradores. Chismosos denigrantes de los demás para compararse con ellos y ganar en el cotejo. ¡Y qué, si así fuera! El amor es amor allá donde se dé, venga de donde venga. Las excelentes amigas ponen la voz del cielo en sus intervenciones, pues cantan como los mismísimos querubes. Se cierran los huecos, se hilvanan los desgarrones y, a principios de año, a juicio de Cosme, la antigua coral, reforzada, será una coral nueva.
Continuamos viendo Juana y yo, de tarde en tarde, a las palentinas. Las acompaña, a veces, nieta y sobrina, la pequeña de la comunión en el Pardo. Ya no parece aquella, pues viéndose mocita se da aires de adolescente avispada, a quien los gastados trucos de las personas mayores no engañan. Tropezamos en la tarde del jueves, con una minúscula sección de miembros del coro, formada por actuantes de la primera etapa. Se reúnen nostálgicos dentro del barrio, en un centro de mayores contiguo a la estación de metro de Pacífico. Pretenden resguardar la memoria común, atesorando ordenados los acontecimientos de los tiempos heroicos. Algunos lamentan la pérdida de la familiaridad y la entrega desinteresada, pues, algunos de los nuevos, piensan recibir lo mucho que les falta antes de dar lo poco poseído.
Luis se está quedando calvo, sin pasar su edad de los treinta. Vino a la capital del reino desde la Rioja, tras rescatar a una anciana de las llamas rabiosas en un incendio. Le retaba el fuego cabrioleando entre la densa humareda, por eso aceptó el desafío. Remontó la reja del comedor. La parte más alta, doblada en curva sólida, sirvió de base a sus pies. Irguiéndose sin perjuicio del equilibrio necesario, sus manos alcanzaron los hierros caldeados del balcón correspondiente a la alcoba. Pudo auparse hasta el hueco con un esfuerzo ímprobo, que solo un hombre acostumbrado al ejercicio constante está en disposición de realizar. A continuación, de un golpe seco dado con el puño envuelto en el moquero, rompió un cristal de la ventana. Revelaban sus movimientos una serenidad sorprendente hasta para sí propio, de natural intranquilo. En azogado suele convertirse Luis en cuanto se complican las cosas. Penetró en la sala, tomó en sus brazos el cuerpo escuálido de la viejecita, saliendo de una arrancada, sin que la escasez de oxígeno o el calor insoportable fueran obstáculos definitivos. Haciendo broquel de sus brazos en torno a la mujeruca asustada, saltó sobre el acervo de colchones y mantas acumulado por los vecinos en la calle. Preguntado por el periodista acerca de la razón de su acto, respondió, sin darse importancia: ¡Yo qué sé!
Quiere Luis entrar en la industria del cine, como actor si no hay más remedio, con la pretensión última de dirigir sus propias películas. Tras ese objeto hace de extra, uno más dentro del conjunto, cuando no le consigue Verónica algún papel de los de una frase. Encargos escasos que él adorna. Mientras llega el destino a su parte buena, trabaja en la limpieza del metro seis horas cada día, desde la noche ciega hasta el alba. Al tiempo de conducir la barredora eléctrica por el andén, o espolvorear el limpiacristales en las ventanas de los vagones, canta a media voz. Lo justo de alto para que lo oigan sus compañeros, sin verse el capataz obligado a llamarle al orden. Luis García se dice a sí mismo, como si el apellido fuera de los que añaden información al nombre, o explican el pasado propiciando el presente. Verónica le habló del coro al verlo actuar en un espectáculo moderno, uno de esos en los que se suelen mezclar los géneros con excelente resultado. En la escena clave aparece una cuadrilla de juerguistas nocturnos, dando una serenata a la chica más bella del barrio y, en ella, descollaba la voz de Luis de las otras. Siendo, por añadidura, un buen mozo que ha levantado pesas, nada como los propios peces y participa en carreras ciclistas, por lo que se beneficia de una estructura fibrosa, hasta su propia presencia sobresalía del grupo.
Sustituye Luis a Honorio, pero a una distancia marcada por la inexperiencia; aunque cuenta con la ayuda de Verónica y aprende deprisa. Es proverbial y notorio el despiste del tenor principiante. Soporta fama de desmemoriado. Sucede en verdad, que es corto de vista, desdeñando las gafas por arraigados prejuicios estéticos. No advierte con suficiente antelación los objetos que entran en su derrotero, tropieza con ellos y terminan, si son de los frágiles, hechos añicos. En añadido, a veces olvida el nombre de los compañeros o los lugares donde deja las cosas. Pero es simpático y no se enfada nunca. Tomando a él como ejemplo, aseguro que este coro, aunque falte mucho ensayo para ser como el otro, está muy motivado y llegará más arriba.
Recibo una llamada telefónica, avanzadilla de una carta que ya ha sido enviada. Una voz de mujer joven, me entera de la misiva y del asunto tratado en ella. A buen seguro, pretende adelantar el contento causante de la grata sorpresa. Una sociedad de mi tierra, dedicada al cultivo de los valores tradicionales, ha encontrado párrafos laudables en mi primera novela, la llamada Sol de Otoño. Son aquellos donde el padre del protagonista se expresa por medio de decires que él solito inventa, mostrando un carácter optimista ejemplo para otros ancianos. Dicen hallar, en ese lenguaje, un arcaduz que aporta a los tiempos nuevos la esencia de lo antiguo. Puede deberse a los refranes, tan pródigo él en enunciados de esa índole. Dicen hallar enjundia y saber, convertidos en cangilones rebosantes de un tuétano que, yo supongo, tomados de mis lecturas clásicas. No sé mucho de los porqués. Voy, vengo, aparto, acerco, dejo y tomo, guiado por un empeño dedicado, en cualquier caso, a transformar en útil mi vida. Supongo que la escritura es la expresión más tangible de ese intento, un afán, por lo demás, muy placentero. Claro, solo en ocasiones.
La certificación llegada por correo dos días después, en el reparto vespertino, refuerza lo dicho y añade algunas circunstancias. Se dio la unanimidad de los miembros del jurado. Una concordancia pocas veces conseguida ante otras materias calificadas. Destacan esa avenencia de gentes diversas, hallada en el análisis hecho a mi obra y a sus conclusiones. Me premian amables alabanzas, más una escultura de un artista coterráneo, a quien conoceré en la ceremonia prevista para el día veintiuno. Al acto principal, del que la entrega del premio es solo un apéndice, asistirá el subdelegado del gobierno. Por ello ha sido definido en sus menores detalles y fijado al aniversario de la llegada al puesto oficial.
Tiempo pasado, líquida corriente entregada al mar, el encomio de que es objeto un trabajo mío, incapaz de mejora dada su naturaleza pública; me lleva a ocuparme con mayor intención de la actual novela. Me refiero a la que doy curso ahora mismo con estas líneas. No avanza su historia como yo quisiera. O sí. Puede estarse amoldando al camino previsto por Juana y por mí, eso habrá de verse. De un modo u otro, Honorio, Mireya y Rita, poseen la clave causante de mantenerla abierta. Me veré impelido, si la realidad no descubre sus cartas, a configurar una conclusión amoldada a mis convicciones. Se dé una realidad o la otra, eso ha de verse en breve, regresada la madre a su feudo conyugal y confirmándose el intuido matrimonio de la hija con mi mejor amigo. Amén, así sea.

 

 

 

 

 

 

EPISODIO FINAL

La incertidumbre debiera envolverme cuando llega un envío expedido por Honorio desde La Habana. Es un paquete de libros al que acompaña un sobre de tamaño y textura inequívocos. Sin abrirlo, veo la invitación a la boda predicha por Juana y afirmada por mí no hace tanto. Sí, creo vislumbrar, a un trasluz imposible, la armónica letra de Mireya. Sin duda, ha querido añadir unas líneas finales. Me invade la dicha del oráculo, al descubrir a los hechos puestos manos a la obra, en la tarea de confirmar las previsiones. Causantes o causados, rechazo, en este mismo instante, los residuos de rencor sobrevivientes en mi pecho. No ha de estar enfadado mi amigo, como yo temía. Por el otro lado, si no supusiera bastante disculpa la realidad del envío, seguro que mi amigo dará explicación a su comportamiento irregular, restableciendo entre ambos el puente hundido. No hay indecisión, ni evidencia, ni duda. Movido por los nervios, desgarro el sobre, extraigo las cuartillas y leo en voz alta, para acortar la impaciencia de Juana:
«Como sabrás por el Coro, he salido de España. Estoy en La Habana. Me he establecido mirando al mar, el Vedado a la vista del Malecón. Habito un departamento situado a dos cuadras del que ocupa Mireya, mi verdadera y definitiva amada, a quien veo a diario. Durante sus gestiones, la embajada facilitó a la muchacha algunos contactos oficiales y, sirviéndose de ellos, trata de hacerse un hueco. Llegué a La Habana desde Florida. Allí, en su casa de Cayo Vizcaíno, visité a Rita. Puedo decirte que la encontré dichosa y, si cabe, más guapa. ¡No! Agua pasada. ¿Sabes? Con Humberto, el hombre al que siempre perteneció la mujer que, en mi embeleso de inexperto, creí amar como a nadie, he llegado a hacer buenas migas. Posiblemente, aquí, en la Isla, emprendamos negocios juntos. Ha sido él quien lo ha propuesto. Como comprenderás, yo no me hubiera atrevido. Aunque es cierto, lo confieso, le viene como anillo al dedo. Admite hallar cortapisas para actuar por cuenta propia, pues se ha significado mucho en la lucha contra Castro. Llegó a jurar, ante un grupo de ciudadanos notables, no regresar mientras el invasor mandara.
«Conociéndote, habiendo recibido múltiples muestras de tu imaginación desbordante, te habrás hecho una idea de todo lo ocurrido. Desmenuzada, rica en detalles, eso sí. No obstante, inexacta. Pretendo servirme de estas líneas para agregar luz, por si fuera luz lo necesitado. Sí, la tarjeta de boda es cierta. Me caso con Mireya, algo más joven que yo. Mireya se casa conmigo, algo mayor que ella. Nos complementamos creciendo los dos, acortando distancias. Estarás desorientado, lo intuyo. Veo la causa en mi manera de comportarme contigo en los últimos tiempos. Deseo ser entendido cuando leas mis alegaciones. No estaba en mi mano actuar de otra manera. Conoces el valor atribuido por mí a la palabra empeñada. Estás al tanto de la fuerza tomada por mi voluntad, cuando se pone a resguardar el secreto ofrecido. Debido a todo ello, he de aceptar la culpa de no abrirte los ojos en el momento oportuno.
«¿Qué podía hacer yo? ¡Dímelo! ¿Qué hubieras hecho tú? Lo mismo, estoy convencido. ¿Sabes? Prometí a Rita guardar en mi pecho, a modo de estuche acorazado, incluso el punto final de lo explicado acerca de sí misma. Líneas maestra de una vida desasosegada desde el exterior más lejano y más íntimo. Eran trazos gruesos los pintados por sus palabras flexibles, tramos incompletos de un sendero de guijarros, que yo estaba dispuesto a recorrer descalzo o de rodillas. Conocí su compromiso, haciendo de él punto de llegada y partida. Si no me podía considerar experimentado, era consciente de la capacidad del amor puesto a allanar hondonadas. Quise, pues, seguir adelante con mi amor hasta el límite de las fuerzas.
«En demanda de ayuda recurrí a ti, mi mejor amigo, cargado de esperanza. Pretendía, tal vez, un imposible. Que tu ingenio, intuyendo mis coordenadas, dibujara el mapa cierto del recorrido inmediato. Sí, necesitaba, que, adivinando la nueva realidad, discurrieses un medio de portar el bagaje dejándome las manos libres. Sí, que me facilitaras un bálsamo capaz de aminorar el sufrimiento. Claro está, por respeto al compromiso adquirido con Rita, todo ello sin facilitarte la menor explicación; dejando en su sitio barrancos, pedregales y torrentes. Para ayudarme, perseguías el desenredo de una madeja que yo, en algunos aspectos, tenía lista para el telar esponjosa y suelta. Mireya, inteligente y discreta, al tanto de todo, conmovida, dejaba huellas dirigidas a mi postura. Viendo con pena que, en los puntos cruciales, las interpretabas de modo incorrecto. No obstante, me descubriste aspectos como el de la santería, que añadieron dimensión a Rita. Te costará creerlo, pero el ejemplo de tu esfuerzo por unirme a mi amada, sirvió de mucho al mío, cuando, últimamente, decidí apartarme de ella porque ella así lo pedía.
«Confiaba yo en volver el curso del tiempo sobre sí mismo, en detener el giro de la Tierra alrededor del Sol. Sabiendo que Rita retornaría a Miami cuando su marido la llamara con voz convincente. Encariñada ella del todo con Humberto, padre de quien será mi esposa, su única hija, todos los elementos volvieron a integrar un orden nuevo. Iba encariñándome de Mireya a retazos, conociéndola a través de sus escritos, por sus actos equilibrados y nobles.
«No culpes a Rita, te lo suplico. Fue sincera hasta donde cabía esperar. De una u otra forma me mostró sus pasos. La realidad disfrazada emanaba de simples travesuras sin consecuencias, porque a ningún inocente burló. ¿Merecían su fingimiento quienes, hubieran retirado su saludo al conocerla separada de Humberto? ¿Al saber a Humberto hijo de un simple negociante cubano asentado en Miami, negociante él mismo, la presentarían a los amigos cercanos? ¿Merecían su disfraz las personas con quienes pudo relacionarse, dado el simple hecho de ser esposa de un general sacrificado por el régimen de Fidel Castro? La recibieron en sus casas y la presentaron a las amistades, desgranando en la conversación alabanzas y cumplidos que ellos mismos hinchaban para darse lustre. Al paso, hubieran apartado a sus hijos de Mireya, a causa de la escasez de caudales visibles. No condenes a Rita. Su verdad definitiva, recién proclamada, se alza sobre el pedestal de las medias verdades antiguas, legitimándolas.
«Eludí la despedida, porque mi explicación necesitaba explayarse sin interrupciones que la acortaran. ¿Podría justificarme la palabra dicha como lo hace la escrita, rotunda y concluyente? Temí que tu inmediato perdón o tu reproche anticipado, me impidieran cerrar el argumento. Además, la emoción, estimulada por los recuerdos, desbancaría a la lógica improvisando mil proyectos de continuidad. Todo ello iba a espolear un caballo sin bridas, en el que yo me sentiría incapaz de mantener el equilibrio cuando alcanzara el galope. Como en el juego del ajedrez, ordené mis piezas a la vista de la nueva posición adoptada por las otras. ¿Sabes? El trato crecido con Mireya, nos fue acercando, primero emocionalmente, después de manera racional. Se solidificaba un amor posible y deseable para la madre, para la hija y para mí. Ya ves, ahora voy a perder, voluntaria y felizmente, esa libertad que tanto envidiabas.
«Vendréis. Hemos diseñado con detalle vuestra estancia. Mireya ha hecho una amiga llamada Magaly Arrufat Pires, nieta de catalán e hija de brasileña, de una trayectoria admirable. Magali tiene un nombre prestigioso como pediatra. No se ha casado, según dice, por falta de tiempo. Atiende a los niños enfermos sin mirar donde viven ni quienes son sus padres, desconociendo si la van a pagar y sin importarla. Su belleza es interior. Menuda de cuerpo, posee un rostro agradable. Desea Magaly mostraros esta tierra cálida, en cuanto den las vacaciones en el colegio de Juana. Permaneceréis una buena temporada, pues vamos a celebrar la boda a finales de julio y, Juana, tu Juana, nuestra Juana, será la madrina. El padrino, como puedes imaginar, será el padre, Humberto.
«Se me olvidaba decírtelo. Me veréis interpretar el mejor solo de mi vida. Será en sesión única, contando con apoyos oficiales. Te sorprenderá el espacio, pues es magnífico, se trata de la soberbia escalinata que da acceso a la universidad de La Habana. La obra, bien merece la pena, María la O, nada menos. Rita la dirigirá, aprovechando el momento para anunciar su retirada de profesora de actores y directora de escena.
—Compañero, iremos a tu boda. Somos amigos, tú y yo, desde que nos encontramos en el cerco de Ilión, donde nos juntó el destino. Todos, también los niños irán. Ellos siempre te consideraron de la familia, tío Honorio te siguen llamando. —Eso afirmo de viva voz, al acabar de leer el tarjetón y la carta enviada desde Cuba por Honorio, más la frase entrañable dirigida al escritor por Mireya. Lectura hecha de viva voz para que, en ese mismo momento, la oyera mi esposa. El rostro de Juana expresa una aquiescencia inmediata y, su boca, hecha a medida de la verdad, declara su aceptación en tono solemne, dirigiéndose a mí:
—Sí, iremos con los niños. Tú, escritor entregado a la investigación exhaustiva y a los juicios serenos, conocerás a la pareja en su salsa, de modo que, en cuanto la estudies unos días, facilitarás a Honorio tu opinión acerca del grado de encaje existente entre ambos.
Sin que afecte a mi novela el rumbo seguido por el nuevo coro, la conclusión del relato, que el contenido de las letras de Honorio propicia, será cuestión de un tiempo mínimo. Aunque tan feliz circunstancia no me libra, a mi pesar, de que Juana, acaso con una gran dosis de lógica, me sitúe en la postura de víctima de la imaginación calenturienta y del vivir en las nubes.
Por eso, yo, Virgilio, personaje narrador, consciente de la carga de razón que mueve su voluntad de evitarme sufrimientos inútiles, prometo a mi esposa y a los lectores, para esos tiempos futuros ya comenzados, no ejercer de clarividente y esperar a que los acontecimientos se expliquen de suyo.