Intimidades largo tiempo ocultadas
Pedro Sevylla de Juana
Foto Joseph Mallord William Turner
Óleo sobre tela 173 cm X 245 cm hacia 1810. Dominio Público
Primera edición: 2023
ISBN: 9788419774408 ISBN
eBook: 9788419776662
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A la memoria de los hijos del mar y de la tierra,
a quienes pescaban y labraban con tanto esfuerzo y satisfacción en los tiempos idos.
Sinopsis
Intimidades largo tiempo ocultadas, es el libro número treinta y dos de los publicados por Pedro Sevylla de Juana, académico correspondiente de la Academia de Letras del Estado de Espírito Santo en Brasil, premio internacional Vargas Llosa de novela. Los protagonistas de la trama pertenecen a una misma familia. La hermana mayor y el hermano pequeño se congregan durante varias semanas, intentando dar fin a medio siglo de resentimiento. El personaje narrador es el hermano, casado en relaciones complejas, de cuya intensidad solo la pareja está al tanto. Mar y tierra, la situación social se manifiesta en el entorno. Tanto en la anómala situación del país como en las vidas irregulares de la gente. Tiempo y espacio, unidos, se justifican. Pasado y presente, compartimentos estancos, se van abriendo y ordenando para perfilar un futuro satisfactorio. La madeja de las relaciones se desenreda al tirar del hilo que pone en fila los acontecimientos. Al mismo tiempo que los protagonistas, el lector irá conociendo las intimidades largo tiempo ocultadas, así como sus causas verdaderas. El lenguaje, sencillo y preciso, unido al análisis de la sorprendente actuación individual de los personajes, más la importancia de los asuntos tratados, ofrecen a quien se adentre en ellos, una lectura atractiva y, doblemente, provechosa.
El mar que nos vive y nos muere
Preámbulo de Pedro Sevylla de Juana
Mi mar: inmensa planicie, despeñadero profundo. Aliento que viene de la eclosión originaria para llegar a la consumación de los siglos. El decir del hombre compone, a su costa, misterios y leyendas crecidos al tamaño de la ignorancia, del miedo, de la admiración. Arma historias del tamaño de los abrazos gozados, de los rechazos en él sufridos. Con todo, la imaginación puesta a inventar, a veces concreta los relatos en torno a lugares y personas, pues sabido es que la naturaleza secunda a los inventores, animándolos, estimulándolos en el ejercicio de la fantasía, en la labor imprescindible de sugerir nuevos cauces a la realidad. Mi mar, calmo y agitado, colérico y apacible; es un padre severo, una madre tolerante. Considerado si te sujetas a las normas que lo rigen, inmisericorde si las ignoras.
Amura de un barco gigantesco ha de ser la costa, o aleta, según se mire; arrufo o quebranto. Orilla de los galaicos, de los astures, de los cántabros, de los vascones. Piélago de las anchoas, del bonito, de la ballena; de la traína, boliche, ardora, cerco y enmalle. Aguas de la necesidad y del esfuerzo, aventura cotidiana y despensa renovada.
Si comparamos áreas, migajas nos llegan. En determinadas partes, el Mar del Norte es una masa cambiante de pececillos, de anchoas fecundas que se manifiestan y mueren en actos muy próximos. Un número cercano al de las estrellas en las noches serenas, recorre el mar sin fijarse un destino ni preocuparse por seguir el sendero que lo alcanza. ¡Adelante!, ¡adelante!, parece decir la manjúa, y sigue contra viento y marea, a pesar de las bajas que causan otros peces y los aparejos del hombre. Millones y millones de anchoas que, si no impiden la entrada en el agua a los remos, al menos la dificultan, entorpeciendo a las quillas la tarea de abrirse camino. Sin embargo, aquí disminuyen campaña tras campaña, despojos de la infinitud que anega el mar cercano.
Yo estoy sumido en mi lecho de tristeza, barquichuelo anclado en el puerto, varado en la orilla, en astillero de composturas. Un venenoso pez araña de púas calcáreas, un anzuelo ignorado entre los hilos, un arpón, una idea fija y puntiaguda perforan mis vísceras sensibles, los órganos vitales. Permanecen mis piernas en reposo, miembros lánguidos, estático el tronco entero, quizás el alma quieta, la voluntad decidida a la inacción y al abandono. La ventana me trae la brisa, los olores volubles, la visión del mar y su temblor constante.
A primeros de junio el bocarte puesto a salvo se aleja mar adentro en dirección nordeste, con la idea fija de unirse a la manada principal, que pasta y se aparea siguiendo un mandato atávico marcado en las agallas, en las escamas brillantes. Los huevos se agitan en el vaivén de la corriente, acompañando a los progenitores, eclosionando radiantes, felices. Sumando, multiplicando el número, compensando la resta, invadiendo, alimentando, cerrando el ciclo que les da provecho y conciencia de utilidad en el conjunto del universo.
Mediado el mes de agosto, viniendo ya por el sendero de los días setiembre, la albacora, el atún blanco, llega al Cantábrico acompañado del cimarrón, y las anchoas son el cebo vivo que los ilusiona y hace prisioneros, víctimas. Otra vez los bocartes dando sentido a su vida, sirviendo al concierto estelar, haciéndose música celeste, aceite en el general engranaje. Pescadillas y bacalaos se nutren de ellos y, engordando, se transforman en digno bocado del esturión. El ciclo del alimento, ¡qué maravilla!: del plancton a la ballena pasando cien veces por el hombre. Es atrapado el atún sin esperarlo, saliéndole al paso en las Azores hacia el mes de junio, repitiendo batida ya huésped de nuestras aguas, con el señuelo suave de la anchoa.
Cuatro meses después del accidente, cuando los efectos de la conmoción se iban diluyendo, al festejo del cumpleaños que me ingresó en la mayoría de edad asistieron todos. Vinieron a felicitarme y a tomar una copita de ron de caña: tres botellas remitidas por pescadores cubanos enterados de lo mío a través de radioescuchas. Desde entonces he vivido una rutina humillante que ayer se quebró. Ayer me impusieron las autoridades la medalla al Mérito Civil que me concedió el Ministerio. Durante el acto mezclé la alegría —acaso no pueda soportarla en estado puro— con una tristeza liviana, melancolía neblinosa, saudade de tiempos más completos. Rompí una pasividad que quizá esté emparentada con el desencanto y la falta de proyectos. Mi madre, agitada, se movía sin pausa por las habitaciones, observándome, atendiendo a las visitas, sirviendo dulces. En los últimos instantes, los de mayor quietud, la noté satisfecha del esfuerzo realizado; y es de suponer que, aceptando la inexorable realidad de la desgracia, se viera, de algún modo, consolada por la condecoración.
Hasta Rosa llegó, vino tarde, cuando los demás se iban. Temí su ausencia, pero al cabo lo preferí de esa manera, porque la tuve más próxima, junto al lecho. Primero, tímida, azorada, luego sentada en las sábanas, doblando con cuidado la colcha para no arrugarla, charlando de las cosas que encarrilan la existencia. Me llegaba su aliento tibio, su vivo olor a hembra; y me hubiera gustado tenerla abarloada conmigo, aunque fuera un instante bien corto. Ella, la que pudo ser y ya no será, aparecía tierna, solícita, encantadora; como reprochándome mi timidez de entonces. Estaba yo por aquellos días, cuando el naufragio, rumiando unas palabras serias, buscando a la oportunidad un tiempo sereno, sin testigos.
Su sonrisa transparente, su mirada de seda y su voz mimosa de las preguntas y respuestas, daban confianza al arrojo frenado por el recelo menguante. Iba a intentar decirle que el tiempo se me hacía corto con ella, y que necesitaba más. Tiene novio. Lo anunció con indiferencia fingida. Viene a verla de tierras profundas, del fondo de la mina. No quiere pescadores me dijo. «Pues anda, que no hace sufrir la tierra cuando se hunden los pozos o explotan las galerías». Me salió de pronto. No le gusta el vaho de las vacas en el establo, ni el establo vacío, y de oficio más llevadero sólo encuentra guajes; los hombres hechos las buscan de ciudad. Espabilaba yo por momentos, azuzado por mis dos amores. «El mar es un mundo sorprendente»: dije, para que saliera ese sentimiento de mi interior más protegido. «Un arca», añadí, «Un baúl lleno de tesoros antiguos y modernos, atestado de futuro, expedito para los osados que levantan la cobertera invisible. Disciplinado y noble. Sí, noble —insistía yo— respeta a los valientes que arrebata y escupe sus cuerpos, los devuelve a la playa, se los entrega a las madres, a las novias o esposas; los empuja para que los lloren y bendigan, para que se unan a la tierra alta e inclinada del cementerio y mantengan los ojos abiertos a los cambios de humor de las olas». Lo escuchaba mi madre como quien no quiere la cosa, atenta a la ternura que presentía llegando a la boca desde el corazón. Ella, pariente de pescadores que ya ha cubierto la cuota de sobresalto, pendiente día y noche tanto de la agitación como de la calma. «Rosa, ya ves, no quiere enamorarse de los pescadores porque se van al peligro diario,» musitó mi madre reprimiendo las lágrimas en cuanto se fue la chica, «es inteligente», añadió concluyendo.
Guapa, razonable, mujer de su casa, honesta —gusta a mi madre para nuera, y no lo disimula— limpia, discreta. Será mi amor en lo profundo del alma, aventura mi cerebro confuso. A lo mejor me quería con amor ya hecho, crecido; y no lo supe. Ahora, inmóvil, atrapado por el desastre de la quietud extrema, presos los miembros, rota la espina; que iba a hacer conmigo, pescado enredado en la malla, muchacho inservible. La miro pasar y la sueño; podíamos tener relaciones felices de no haber ocurrido el desastre, si me hubiera atrevido a hablarle cuando la Virgen del Carmen era motivo de fiesta. Me siento vivo. Un vigor cálido sube desde los dedos por las piernas, por la médula, inundando mi pecho, mis brazos, mi cabeza.
El patrón de pesca, socio del armador, deja, al marcharse, mil duros. Ayuda lo que puede, está mal la mar, lamenta. Lo sé, los peces disminuyen a zancadas de gigante. Somos muchos, y alguno utiliza artes que, dando hoy pan, guardan el hambre para mañana. No estaba amparada mi desdicha por ninguna póliza, era muy joven e iba con mi padre como si fuera a un ensayo. No se asegura a los grumetes y lo sabíamos. Comprendo las razones de la propiedad, pero mi madre llora a escondidas, con lágrimas borradas que, a veces, descubro en dos surcos rojizos. La misma madrugada de despiece azabache perdió todo el apoyo disponible, porque a mi padre —aún no lo creo— lo arrojaron por la borda un golpe de mar y un viraje del casco. Sucedió cuando me liberaba de las bozas, la estacha, la lasca y los aparejos que, sobre mí, se habían dado cita impulsados por la violencia del agua, desgarrando tejidos, quebrando huesos. Preservó el hombre la existencia de alga que llevo y, por añadidura, pagó con su cuerpo. Un cuerpo amado que se fue alejando, buceando hasta las profundidades, agotando una sed enorme que viene de siglos, intentando sin ningún progreso beberse las aguas cuajadas de peces.
Volvió dos días más tarde inflamado y azul, siendo él y no siéndolo. Yo había salvado a dos, a tres, según confiesan ellos; no lo sé con exactitud, porque actuaba de forma mecánica, dirigido por fuerzas extrañas a mí, al dictado del instinto. Aunque eso no cambia las cosas, no disminuye el mérito ante los otros, las simpatías ganadas, el sentimiento que crece y ensancha. Resultan efectivos los homenajes, aunque al irse los promotores, el globo de emoción se vacía y te quedas más huérfano. La medalla de orgullo que trajo el delegado ministerial, ni hace compañía ni da sustento. Una silla de ruedas, rehabilitación que mueva los brazos, recuperar medio cuerpo de la cintura hacia arriba, todo eso han prometido entregarme.
El bacalao es muy fecundo, pone la tercera parte de su cuerpo, en peso, de huevas arracimadas. Allí estaba yo. Allí mi barco para impedir que el mar se saturara. Colonias, ciudades, flotas enteras se sumaron. Una técnica culinaria nació para darle salida. Así y todo, el esturión supo que era necesitado, el hombre iba a ser vencido. Cansados de esperarlo nos acercábamos a sus caladeros arrastrando redes largas —cuarenta, cincuenta metros de eslora— remolcadas por parejas puestas a rumbo, filando, soltando cable. De Barents traían piezas muy grandes, de Groenlandia, de Terranova, del Mar del Norte, del Báltico y de otros lugares de nombre extranjero y pronunciación dificultosa de repetir.
Mi padre me lo contaba siendo yo un mocoso, y el recuerdo me guio cuando buscaba la puerta de entrada al futuro, ayudando —el ánimo decidido formulaba la solicitud— a que mi padre cediera y me dejara acompañarlo. En los días de mar enfurecida, terminaba pronto la tarea de restauración. Entonces me hablaba del remo y la vela, de la bancada, de la época heroica descrita por mi abuelo. Se extendía en el diésel, en las embarcaciones, las bellas merluceras, las boniteras galanas. Las comparaba con las bacaladeras y pasaba a otro mundo, el de la pesca de altura, más industrial, menos humano. Me decía de vientos, de tormentas aterradoras, de conquistas de cotas lejanas, de pesca abundante, de regresos en lastre, a la deriva, desanimados. Y yo sorbía en sus labios el mar, los infinitos matices y el comportamiento humano del gigante incansable.
El arte de la cacea cuenta, en estas aguas, con la larga tradición de la traína y el boliche. Sin embargo, opinaba convencido mi padre, no cuajó la almadraba mediterránea al pasar los túnidos, en su peregrinaje anual, alejados de la costa. Eslora de más de quince metros, manga, de casi cuatro; motor de ciento veinte caballos que daban ocho nudos de velocidad temblorosa. Una merlucera en la que faenó en sus primeros tiempos, era descrita por mi padre y maestro de forma pareja con el cariño que perpetúa la memoria. Él y sus compañeros realizaban mareas de tres o cuatro días, faenando casi siempre con boliche y, en raras ocasiones, con pincho. La agitación constante ponía a prueba los estómagos y los reflejos, enfrentándolos a los guiños, cabeceos y balances del casco.
Paseaba, luego, su añoranza por las boniteras, de casi veintiocho metros de eslora, siete de manga y puntal de tres y medio. Remarcaba, pleno de admiración, el potente motor de trescientos briosos corceles, capaz de alcanzar una velocidad de diez nudos. Los hombres compartían espacio —en igualdad de derechos— con algas, salitre, brea, aceite, combustible, agua, hielo, conservas, salazones y viveros. Docena y media de pescadores, concentrados en unos palmos tan sólo y, a proa, donde la nave es puro movimiento, debían hacer filigranas para hilvanar una convivencia obligada a durar doce o trece días. Pesca artesanal y de bajura, entrañable. De cuando el marino y su oficio se enfrentaban a muy diversas dificultades, venciéndolas. Lo prueba el palangre destinado a los besugos, un arte nacido de la habilidad, la reiteración y la memoria. Tradición verdadera, mejorada por cada generación, hasta llegar a la línea de cuatrocientos metros y un centenar largo de anzuelos. O la pesca al pulso en las aguas gordas, el calado de cestas, el cebo vivo y el cerco; expresiones que se hacen sinónimo de aptitud, experiencia y destreza.
Mi madre va a mariscar mientras quedo al mando de la casa. Marcha a pedir al mar unas pesetas que suma al dinero de la pensión de viudedad, escaso y amargo. La envidio. Su posición es la ideal: anfibia como las sirenas. Cefalópodos, crustáceos, playas, arenales y acantilados; siento en sus piernas desnudas, en sus pies descalzos, el vaivén permanente que cubre y descubre el objeto de su búsqueda: almejas, navajas, mejillones. Me sitúo en su lugar: sus ojos son mis ojos, sus manos mis manos. Se torna flexible la bisagra de mi tronco, y empleando la intuición, la vista, el oído, el gusto, el tacto y el olfato, frágil madero frente a un mar inquieto, me apodero de un puñado de percebes gordos como dos dedos gordos.
Una tabla liviana o un tronco hueco, una brújula, un lienzo resistente; hubo marineros que llegaron lejos sirviéndose de medios tan elementales. Se hace necesario un entendido así en el astillero. Ambos se beneficiarían: el navegante y la embarcación. ¿Quién no ha deseado, en ocasiones concretas, unos metros de eslora a mayores para su barco? Cualquiera cambiaría el castaño empleado por los carpinteros, o el eucalipto, por roble de Francia o pino de Galicia. Si nos dieran a elegir preferiríamos siempre el duramen más compacto, y un buen tratamiento contra esos hongos parásitos culpables de la putrefacción cúbica que reduce a un tercio la vida de la nave.
¿Quién observa el comportamiento de la pintura frente a los organismos vivos o los elementos, mejor que el marinero? Quilla, costillares y forro; quién, de no ser el hombre de mar, puede aconsejar la forma, las mezclas de materiales, las uniones, las colas de mejor resultado práctico. Y en la sala de máquinas, corazón y alma del buque, el parecer del maquinista debería ser demandado. No es así y, desaprovechados, ni damos ni recibimos; desconocemos detalles imprescindibles para sacar provecho íntegro de las herramientas. De ahí accidentes, de ahí fracasos en el alcance de los objetivos.
La ballena llevó a los pescadores de este mar bravío a parajes lejanos. Osados, románticos, salían en busca de sustento. Argonautas intrépidos, único sostén de sus familias, columnas que, en su caída, arrastraban el hogar íntegro. Es más, hubo un tiempo en el que los cetáceos nos visitaban, poniéndose a nuestro alcance, ofreciendo su carne y su esperma, sus barbas, su piel, sus huesos: una montaña de utilidad neta. Un diestro arponero, en pie sobre la barca inestable impulsada por unos cuantos remeros, se oponía, en clara desventaja, a la fuerza descomunal, a la prontitud en las evoluciones, al aguante bajo el agua y a emersiones sorprendentes. ¡Por allá resopla! Lucha noble entre el hombre y el cetáceo que, a duras penas, lograba un doloroso equilibrio entre fecundidad y capturas. Me hubiera gustado conocer aquellos tiempos heroicos, pero ni mi padre ni mi abuelo los vivieron. Solamente conozco las historias contadas en los ratos muertos entre sorbos de caldo o de orujo, redondeadas, embellecidas por la imaginación desmesurada de los narradores.
De la ballena al bacalao. Ahí sí entro, en esa pesca aparecí. Galeones panzudos, goletas, bacaladeras evolucionando sin pausa, siglo a siglo, hasta fraguar una leyenda de riesgo nacida de cientos de marineros desaparecidos cada temporada. Embestidas del hielo deslizante, choques con montañas móviles de un azul níveo transparente, bodegas repletas de tiras de pescado cubierto de sal, destripado y sangrado a la perfección, hasta conseguir el blanco de su carne gruesa, símbolo de calidad y alto precio. Terranova, tierra de promisión, paraíso inhóspito. Proas inclinadas y reforzadas, capaces de enfrentarse a las planchas de hielo. Dobles mamparos y forrado aislante para oponerse a los fríos del Atlántico Norte. La madera da paso al acero y esa evolución trae múltiples modificaciones. El tamaño aumenta. Sesenta metros de eslora que, en el dique seco parecen inacabables, pronto se quedan pequeños. Del bou se llega a la pareja. La capacidad de almacenaje incrementa la necesidad de las capturas, y como la duración de la temporada no varía, crece la urgencia en el llenado de la bodega apareciendo las primas de producción que redondean el salario. La rentabilidad se hace tirana y depredadora.
«Hay que enfrentarse a la tormenta, debemos plantarle cara, poner proa al oleaje.» Esta teoría ha causado desgracias sin cuento. El torbellino es temible cuando la espiral interior se desplaza con dos movimientos simultáneos, rotación y traslación a un tiempo, a la manera de la Tierra. Entrar en la vorágine es dirigirse al suicidio. La nave de madera gira cayendo o elevándose, pluma a merced del viento. La calma ofrece luego un paisaje asolado. Enseres diseminados ocupan una inocente lámina líquida. Palos, tablas, velamen y jarcias flotan quebrados, desgarrados, con un leve vaivén. Hay cadáveres entre los despojos, pero los supervivientes sufren una atroz agonía.
La tempestad, castigo de alguna divinidad colérica, capricho de la naturaleza fuerte y orgullosa, se ha manifestado originada por causas definidas y es previsible. Mas cuando el deterioro de la técnica impide la información, nada parece haber cambiado. Entonces la tranquilidad pesada del aire, el calor pegajoso y la incertidumbre de lo que va a pasar, estimulan el sexto sentido que acierta cuando espera el peligro inminente. De golpe todo se tiñe de negro, el cielo y el agua. Las olas crecen oscuras por debajo, brillantes arriba, blanquecinas en la testuz y en el cogote. La agitación se inicia. El baile, la danza temible que no deja títere con cabeza, tienen allí su principio. Lo superior y lo inferior se intercambian hasta unirse en giro interminable. El cenit y la sima se encuentran en la misma vertical infinita, y el barco se desploma. El agua barre la cubierta desplazando cuerpos inertes como objetos sin alma.
Los que maniobran apurados en cubierta se sorprenden indefensos y, si no logran asirse a tiempo a los salientes o a los entrantes, se hacen mar con los peces, las algas y los torbellinos que muestran el fondo abisal. Los relámpagos queman la noche, la llevan a la ignición y la evaporan en segundos. El rayo despoja a la nave del manto oscuro y la muestra pudorosamente desnuda. Los marineros, mi padre y yo entre ellos, nos agitamos frente a la potencia desatada del universo; seres primarios oponiendo briznas de energía a la fuerza de los cataclismos. Sin pensarlo —puro acto reflejo— con una mano me aferro a un cabo huidizo y, con la otra, al cinto del compañero arrastrado. Logro mantener los miembros al borde de la desgarradura, deslizo al desvanecido hasta un remanso donde la resaca lo lame sin llevárselo y, exhausto, me deslizo apoyado en los codos, en las rodillas, en el vientre.
Repto, resbalo, lombriz o culebra, y llego a tiempo de retirar un cráneo inconsciente, segundos antes de que el cofre situado sobre él rompa sus amarras y se estrelle contra la cubierta, machacándolo. Luego es mi padre quien me socorre, retirando los objetos cuando, ahogándome, me apresan. Mientras, los gritos se mezclan desgarrados, agudos los míos, de dolor físico; graves los de él, de emoción desbordada. Descuida un instante su cautela y, una ola que viene del fondo destinada a llegar hasta la cúspide, se abate haciendo bóveda cerrada, abriéndose en claraboya, resbalando violenta por lo liso, llevando con ella al cuerpo sorprendido de mi progenitor, quien cae al laberinto nocturno. La calma llega, aparece el día, y en el recuento de bajas mi padre es uno de los desaparecidos, y yo un inválido, incapaz de movimiento.
No sé si mi madre intuía la tragedia, puede que sí. Las mujeres del mar la aguardan como un hecho inevitable. Pero tan completa, marido e hijo al mismo tiempo, así de llena y definitiva, seguro que no la sospechaba. La noticia del temporal, del naufragio, de los heridos y muertos, de los supervivientes, de los héroes en holocausto, de las vidas entregadas a la deidad marina, difundida por los medios de comunicación, con los gestos mío y de mi padre como ejemplo, dio la vuelta al mundo. Cartas, telegramas de solidaridad llegaron y aún llegan de los siete mares y de las cinco tierras. La medalla que en mi pecho las autoridades prendieron ayer, mitigará durante unos días el pesar de mi madre, sembrando la esperanza en su corazón. Quedo yo al acecho del milagro que mueva mis brazos, mi cintura. Permanezco a la espera de una silla de ruedas motrices, que me lleve de un lado hacia otro, liberando a mi madre de parte de la carga que soy para ella.
Recostado en el lecho, frente a la ventana del mar uno y múltiple, durante las horas de luz y las primeras oscuras, espero la arribada del futuro y su atraque al abrigo del puerto; inventando derrotas por caladeros lejanos en pos de huidizas manjúas muy hábiles, capturas copiosas, capitán de mi barco de acero con cien metros de eslora lo menos.
Intimidades largo tiempo ocultadas
Pedro Sevylla de Juana
De Gijón a Ávila y a las Navas del Marqués
Soy César, el narrador. Debo conocer todo. Por eso sé que estamos a siete de septiembre, es miércoles, y han pasado las dos y media de la tarde. Un calor anómalo para estas fechas, nacido del inmenso cielo azul y de un suave viento africano, envuelve todo lo existente: asfalto atormentado de coches y edificios cansados de la cotidianidad. En la estación de Ávila se da el encuentro. Con casi media hora de retraso, el Talgo procedente de Gijón deja a mi hermana Ángela en el andén. Teodora, mi esposa, quién sabe si buscando un lenitivo para las desavenencias conyugales, apoyó mi propuesta de invitarla a pasar unos días con nosotros en la casa de campo. De modo que, la única mujer viva de mi sangre, ignorándolo, llega deseosa de llevar a cabo ese propósito. Medio siglo de separación consciente, de voluntaria ignorancia mutua, van a romperse o a consolidarse.
Alta, distinguida y elegante, aparece ante mí. Viste con sobriedad prendas caras. La veo algo confusa, turbado yo al mirarla, temerosos ambos de los imprevisibles derroteros emocionales en la visita. Viene advertida por la desconfianza, avanzando asida a los agarraderos sucesivos, atenta al descenso inmediato, pendiente del equipaje, extensión valorada de su persona.
Conserva la piel tersa a los setenta y cinco años. Trato de imaginarla niña, joven y adulta, en un proceso resumido hasta al extremo de durar sólo unos segundos. La frente pasa idéntica de una a otra imagen. También los ojos. Sorprendidos ellos al descubrir una culebra o un nido de pajarillos piones, quizá un muchacho con el que cruzó unas palabras mirando al mar. Nariz y boca idénticas en cada una de las épocas. El mismo pelo. Corto, largo, trenzas: de uno u otro matiz del color caoba, desigual tratamiento de las distintas marcas del tinte. Envoltorios deformantes los días, nada más; la esencia ha de permanecer: fobias y filias, capacidad de entenderse con los otros o de desentenderse de ellos, el compromiso contraído con la palabra dada. Veo a mi padre en ella, a mis abuelos. Es ese aire de familia que nos une alineándonos. Su rostro de ahora exhibe una sonrisa que sube a la mirada.
Padece artrosis, puede que artritis, no sé. El caso es que un tratamiento médico impidió a mi hermana visitarnos en agosto, mes destinado por las empresas al descanso anual de sus empleados. Como sucede que, Teodora, hasta el mes de noviembre no se jubila, se ha visto obligada a retrasar las vacaciones.
Abandonamos la estación decididos a recorrer la ciudad. Merece la pena adentrarse en el casco antiguo de Ávila, y yo estaba deseoso de mostrárselo a su gusto y provecho. Se movió mucho en vida del marido. Contaban ellos con un buen pasar y podían permitirse los viajes. Por eso conoce de la villa lo que las empresas turísticas enseñan en sus paseos guiados. Tal circunstancia no suprime mi función ni la resta importancia. Muy al contrario, facilita las cosas: podíamos ir a tiro hecho adonde desease. Comimos, antes que nada, en un mesón ya tanteado por nosotros, Teodora y yo, en anteriores ocasiones. Tiene mi hermana tiempo de probar, casi crudo, un jugoso y tierno chuletón. Logra acabárselo, aunque, a decir verdad, hemos de conceder una prórroga.
Me maravilla la resistencia física de mi hermana. Entramos en cuanta iglesia, monasterio u oratorio encontramos, vistos antes o no, sin que mostrara sensación alguna de fatiga. Estoy atento a sus reacciones, estudiándola. La descubro culta, entendida en los diversos estilos artísticos, interesada por las novedades, abierta a los conocimientos, dotada de intuición y capacidad de síntesis. El sol arrastra su capa de nubes rojizas cuando nos alejamos de las murallas, hilachas enredadas en veletas, cúpulas y campanarios. Crepuscular belleza que ella quiere alabar como si fuera obra nuestra, hermano y cuñada.
El coche nos devuelve a Las Navas del Marqués con el día ya anochecido. Nuestra segunda vivienda forma parte de un pueblo abulense, rayando con la provincia de Segovia y la comunidad de Madrid. Serrano por los cuatro costados, resulta ideal para librarse de los calores estivales. Un castillo, una iglesia, un convento y una ermita, algunas casas antiguas, otras modernas. En añadido están la estación de ferrocarril y su barrio, una urbanización disimulada entre árboles estirados o copudos y, planeando sobre el paisaje, ambiciosos proyectos que unos vecinos apoyan y otros rechazan. Conforman ellos dos ejércitos enfrentados en una escaramuza que va a más. El crecimiento sostenible contra el incontrolado. Multitud de chalés, un campo de golf, nada que escape a la moderna pendencia nacional. Agobian al pueblo tranquilo, durante los cuatro meses de superpoblación, miles de veraneantes, por lo general arraigados familiarmente. Ellos son, quienes acaban marchándose a finales de agosto o principios de septiembre. Regresan algunos las vísperas de los días festivos, en Navidad y Semana Santa, con objeto de dar una vuelta a la casa, respirar aire puro y combatir el estrés. El resto del año quedan mustios o liberados los cuatro mil vecinos de siempre, que aún se conocen, aunque, en general, se ignoren.
Cedemos a mi hermana la mejor alcoba, la de matrimonio, orientada al Este, el lado de las mejores vistas, cuestas y cimas protegidas por una vegetación espesa, algún roquedo, las torres de dos iglesias, el castillo. El ropero es de obra. Su interior aparece forrado de cálido pino de Oregón; madera presente en todas las puertas y en el pasamanos de la escalera. La cama matrimonial, de tamaño grande, elaborada en haya resistente, se complementa con dos mesitas de noche. La de la derecha soporta el leve peso del teléfono, la izquierda un portarretratos con una foto de Teodora joven. Haciendo juego con ellas, cómoda y descalzadora, hermanadas ambas por líneas y tono del barniz. Rematan el mobiliario, un cuadro comprado a un pintor de futuro, un receptor de televisión sobre pedestal dotado de estantes para los libros y una máscara fan colgada de un clavo a la altura de la vista. Para mayor comodidad, el cuarto de baño, exclusivo, ocupa una pieza agregada: lavabo, bañadera, bidé e inodoro. Ángela es muy celosa de su intimidad. No saldría en toda la noche, incluso precisándolo, si para llegar al retrete hubiera de recorrer un pasillo.
—Emiliano, Teodora, —dice mi hermana dirigiéndose a mí con la vista— os he traído un detalle personal y algo de auténtica comida asturiana. Decidme dónde lo dejo.
—No sé, Teodora, di tú.
—Pues… ahí al lado, sobre la mesa pequeña de la cocina.
Es de comprender que, antes de subir a la alcoba, quiera descargar parte del contenido de la maleta. Entiendo su deseo al izarla a pulso durante un instante, pesa una enormidad. La bolsa exterior acoge algunos productos de la tierra y otros procedentes del mar, materia prima de una comida casera prevista para reunir pasado y presente. Dos botellas de auténtica sidra de llagar adquiridas el preciso día del espiche, ocupan parte de la bolsa donde lleva por hábito los utensilios de aseo. De esa sección extrae un libro que muestra denotando suficiencia. La señora Dalloway, de la escritora londinense Virginia Wolf. Lleva leída la mitad, según deduzco de la posición alcanzada por la cinta separadora.
Cuando parece haber olvidado los presentes considerados personales, librándolas de su protección, muestra dos bufandas tejidas a mano por ella misma. Una es de color marrón oscuro y, la otra, de un azul clarito.
—Son vuestras. El trabajo de un mes. Los ratos perdidos de agosto para ser más precisa. Aunque parezca extraño, ejercicio recomendado por el médico en mi convalecencia
—Es mucho más que un detalle. Agradecemos el esfuerzo y la intención puestos en el ejercicio. Hace juego con el abrigo de paño que compré en Asunción, la capital de mi país. No sé qué decir, Ángela.
—Gracias, muchas gracias, hermana.
Hermana dije por primera vez en mil años, y la palabra al salir me suavizó la garganta. Hubo emoción, lo aseguro.
—No es todo. Para la casa preparé estos pañitos de sobremesa, una labor corriente de encaje de bolillos. Así tenéis un muestrario completo de mis habilidades.
Cuando en apariencia el reparto de presentes había finalizado, extrajo una carpeta de cartón rígido, esquinas metálicas y cierre elástico, un simple cordón de hilo con el alma de goma.
—Son documentos de padre. Isidoro y yo, de común acuerdo, destruimos los que nos parecían más peligrosos, los comprometedores. El miedo… Ya sabes, la política intransigente. Quedan algunas cartas, papeles manuscritos, billetes de tren; no sé, cosas suyas. Echa un vistazo y, si te parece, las guardas. Yo las he tenido durante mucho tiempo.
Me da un vuelco el corazón. Tomando con presteza el cartapacio, azorado, confuso, acierto a articular unas palabras de conformidad.
Deseo creer en ella —intención, motivos, actos y consecuencias— estoy convencido. Trato así de situar en el plano positivo mi decisión de hacerla un hueco en nuestro terreno. Ángela pensaba en nosotros, había puesto resuelta voluntad en la visita. El gesto preciso de entregarme los papeles de padre lo prueba. Es más, para ocupar los momentos previos al sueño, trae una buena traducción, comentada por el editor literario, de la novela llena de interés que había visto. Está escrita por una mujer inteligente y, más que eso aún, valiente y comprometida con su tiempo y condición. Un libro de peso, de entidad, comprado sabiendo lo que hacía. Veo, pienso, intuyo. Y de los detalles observados saco una inmejorable impresión preliminar. Mi hermana ha cambiado, es otra.
Tras la breve ceremonia de entrega de regalos, y las equidistantes muestras de reconocimiento, liberada la maleta de peso y volumen, toma mi hermana posesión de la alcoba que va a ser su dormitorio durante dos o tres semanas. Entra en ella de puntillas, después de haber renunciado en serio a ocuparla, pues no estaba dispuesta a aceptar que nosotros nos sacrificáramos en su exclusivo beneficio.
—Es lo menos que podemos hacer, ¿no crees?
Y aceptó. Teodora y yo no encontramos ninguna privación en el hecho de dormir separados. Por temporadas, cuando las malas relaciones alcanzan ese punto crítico, lo hacemos así.
Mientras ella ordena sus cosas, y pone en marcha una serie de conversaciones breves desde el teléfono situado en la mesita de noche; nosotros aprovechamos el tiempo. Espadas en reposo, dagas ocultas, Teodora y yo, cumpliendo escrupulosamente el tratado de paz subscrito entre ambos, rememoramos los antecedentes de la visita de Ángela. Inquietud, deseo, posibilidad. Sin ellos no hay nada. Precedente claro fue nuestra asistencia al entierro de su marido, mi cuñado Félix, a quien siempre hemos llamado, acaso de manera despectiva, el anticuario. Óbito y exequias ocurrieron hace nueve meses, el tiempo de una concepción humana. En aquella ocasión las frases protocolarias no pasaron de la epidermis curtida. Volvimos a coincidir en la boda de un sobrino, el muchacho llamado Adrián, hijo pequeño de nuestro hermano Isidoro, y la ocasión dio para algo más. Sentados en la misma mesa durante la gala, tras una charla ligera, la curiosidad, largo tiempo reprimida, propició la indagación recíproca. Preguntó y pregunté. Y ambos anotamos las respuestas en la libreta mental reservada a los asuntos familiares de primera magnitud.
De Isidoro, con quien me hice el encontradizo en algunos de mis viajes a Oviedo, siempre estuve al tanto. Conozco a su esposa y a sus vástagos y, aunque apoyó a Ángela en el injusto reparto de la herencia paterna, ella fue la inductora. Salió Isidoro del taller de reparación de relojes radicado en Gijón, donde fue aprendiz y luego oficial, para ocupar un puesto de vendedor en una céntrica relojería de Oviedo. Más tarde, en esa tienda de lujo, llegó a encargarse de las compras con la vista puesta en las ventas: necesidades, ofertas, capacidad de los proveedores, competencia, precios, posible clientela, rotación del stock, beneficios; y de la continuidad del proceso puesto en marcha por él. Al morir, si es cierto lo que asegura mi hermana, era socio. Minoritario, eso sí, recompensa de la familia propietaria movida por el agradecimiento.
El ayer y el hoy tratando de hermanarse
En flagrante contradicción con el ejemplo recibido de nuestro padre, era religiosa Ángela durante la etapa cardinal de su juventud. Conformismo del indigente ante su situación. El poderoso entrará en el Reino de los Cielos con mayor dificultad que la opuesta por el ojo de la aguja al paso de un camello. Razones asumidas sin debate por mi hermana como cuerpo de doctrina. Invenciones, entelequias. Los acaudalados cosen a su hacienda, poco a poco o de golpe, propiedades ajenas sirviéndose de agujas de descomunal tamaño. Ojo de puente para el que un camello es un mosquito nada más. Se le ve saltando con facilidad a través del aro circense envuelto en llamas, león o tigre ingresando en el Paraíso a través de la puerta del Averno. Y todo por no dominar aún el miedo al restallante látigo del domador.
Ángela era partidaria del militar laureado, jefe supremo del estado y del gobierno, generalísimo de los ejércitos y primero de los fieles católicos. Sí, seguidora de quien fue caudillo de la cruzada emprendida contra los hijos del mal, libertarios, judíos, masones y comunistas. En clara oposición al sentir de padre y a su ejemplo, a su lucha y a su cautiverio; aceptaba mi hermana el dogma del Régimen, conjunto de axiomas sobre la organización nacional que no resisten por antisociales un análisis somero. En silenciosa discrepancia con nuestro padre, se oponía ella a la convivencia con los diferentes, a sus prácticas heterodoxas, a la simultánea conversación de las lenguas diversas, al beso de los rostros poco agraciados, al abrazo dado por las manos callosas a las finas. Cuánto sufriría aquel hombre, nuestro padre, tan consecuente que puso la vida al servicio de sus ideas. ¡Cuánto! ¿Rebeldía filial, o convencimiento como ella apunta? ¡Nada de eso! La movía el simple oportunismo: su actitud suscitaba las alabanzas de los mayores más influyentes y, ella, las buscaba. Me arriesgo a tal juicio de intenciones, siempre temerario, con frecuencia erróneo, porque tengo en mi poder cien señales que lo acreditan. No las expondré todas, pero sí una anécdota que habla de su temperamento de entonces.
Deseaba yo, niño despierto de ocho años, adquirir conocimientos y habilidades; la edad y mis aptitudes daban para ello. La bicicleta familiar apareció entre mis preferencias momentáneas. Cabalgarla, mantenerme sobre ella más de dos minutos, soportar sus envites, domarla. Conducirla adonde yo quisiera, caballo indómito que, dócil y obediente, acabaría comiendo en mi mano, lamiendo entregado los dedos en arco, ofreciendo el cuello a las caricias. Mi hermana, moza de diecisiete, se oponía. La bici era suya y sólo suya —falsa propiedad que ella daba por cierta— ni a Isidoro, el hermano de catorce, permitía usarla. Aprovechaba yo la hora tardía de la novena, cuando ella rezaba en la iglesia o cantaba en el coro, para intentar el despegue. Mis movimientos no pasaban de reiterados arranques en falso con algún acierto que me ponía en la vertical, paralelo a los muros de las casas. Zozobras y zigzagueos pasaban a ser unos metros de avance equilibrado, sin descomponer la figura. Aunque, las más de las veces, esos aciertos tenían inminente colofón en los choques contra cualquier obstáculo, debido al olvido inoportuno de los frenos o de la utilidad de su uso. Una tarde, entusiasmado con el progreso conseguido, prolongué el ejercicio más allá de lo recomendable. Llegó Ángela, descubrió mis ensayos y, en el mismo instante, arremetió contra mí. La necesidad empuja, y yo, al verla correr armada con un palo, saqué sabiduría del miedo, enfilando la calle como si dominara el enredador instrumento. Recto yo, raudo, al modo de los consumados practicantes. Con todo, logró darme alcance y, de dos amagos y un empellón, situó el suelo en mi camino más corto. En él me vi —tierra rica en polvo y bacterias, piedrecitas buidas— junto a manillar y pedales, tubo de acero del cuadro, guardabarros y zapatas desaprovechadas. Dos mujeres, madre e hija, presenciaron el desplome del ciclista inexperto y la agresión de su hermana. Fueron ellas quienes levantaron a un guiñapo con las rodillas rozadas, sangrantes. Mostraba mi persona disminuida, a mayores, la frente contusa y amoratada. El pie derecho, doblado más allá de su gusto y posibilidades, se revelaba demasiado afectado para ayudar al otro a mantenerme recto. Ellas, las mujeres que compartían ciertos rasgos del rostro, almas caritativas, lavaron mis heridas con agua y jabón. En casa explicó mi hermana los modos médicos con que limpió la sangre, sirviéndose del agua oxigenada y del algodón prestados por una amiga. Ante mi silencio pesaroso, subrayaron mis padres su gesto maternal o fraterno de mujer ya hecha. No vi prudente desenmascararla. Primero, porque mi fama, opuesta a la suya, perdía. Segundo, porque si el uso de la bicicleta era el desencadenante de su buena acción, no podía serlo, en el futuro, de otra mala. Eso es, le iba a resultar dificultoso impedir que montara de nuevo o pegarme si me sorprendía intentándolo. La conducta presente condiciona la futura, y ella lo iba a comprender en la próxima oportunidad que se presentara. Así sucedió, acabé utilizando la bici para ir a los mandados, acompañado del rencor debido a mi hermana.
Aquel rencor, agregado al producido por su conducta adversa en oportunidades de mayor responsabilidad, alargaba el efecto como fui sabiendo. Callo, por doloroso, el reparto desigual de la herencia paterna.
Director de comunicación en una empresa de ámbito europeo, eran mis interlocutores, editoras de periódicos, emisoras de radio y de televisión en las eximias personas de sus directivos. Salpicaban mi agenda citas concertadas con las autoridades civiles de las tres administraciones, clientes potenciales de grandes recursos, aunque pagadores pésimos. Viajaba, pues, a mi aire por las principales ciudades españolas, y pude encontrarme con Ángela como lo hice con Isidoro. Hui de la eventualidad. Aunque algo debilitado, aún subsistía en mi interior el resentimiento. No era para menos: en lo que alcanza mi recuerdo siempre mostró una actitud hostil. Sin embargo, en el banquete de la boda de nuestro sobrino Adrián, descubrí una persona distinta a la recogida en las remembranzas, aquella egoísta que originaba malestar y enfado. Tanto es así, que poco después, ya jubilado, a mi costa por tanto los gastos de desplazamiento, me acerqué a su casa de Gijón y comí con ella en dos o tres ocasiones. Tendía alfombras a mi paso, se esmeraba en la cocina preparando los pescados que más me gustan: salmón a la ribereña, besugo y chopa a la sidra, chicharro con manzana.
Más aún, encontraba apropiado hacerme regalos inverosímiles que fui incapaz de rechazar. Primero se trató de un cuaderno de bitácora redactado en inglés, recibido, según me dijo —a cambio de no sé qué adminículo marinero expuesto en la tienda, su tienda de antigüedades— de un marinero del Beagle, carguero homónimo del navío que trasladó a Darwin en su periplo americano. Después, fue un reloj de bolsillo que, por la fecha y el lugar gravados en la tapa, por las iniciales del destinatario y, hasta por el nombre de los donantes, bien pudo haber pertenecido a don Pío Baroja. Posible regalo de los gestores del Balneario de Cestona a su médico, con motivo de la despedida. Luego, un finísimo jarrón de porcelana china, copia de otro perteneciente a la antiquísima dinastía Ming. Al parecer, propiedad, el primero, del dirigente ruso Brezhnev. Claro está, recibido como presente de Mao Zedong o Mao Tse—Tung, el llamado por los suyos Gran Timonel, transformador, a un costo muy alto, del enorme país asiático. Imaginé a la hermana espléndida inventando el recorrido de cada objeto a medida de su deseo de agradar. De todas formas, el jarrón, objeto bello y caro, fue roto por Teodora en el fragor de una discusión conyugal a los pocos días de tenerlo en casa. Excitada mi esposa hasta el paroxismo, porque la recriminé el hecho repetido de dejar abierto el refrigerador, descargó su enfado real en imitación tan conseguida. Bien mirados, los objetos en su exacta realidad, despertaban mi interés. Pero las historias con que Ángela los envolvía al entregarlos, eran añadido que, por decirlo con pocas palabras, en el inicio de la creciente relación con mi hermana, me hicieron sentir mimado.
En la sobremesa de mi primera visita escuché de sus labios una confesión que recuerdo íntegra o casi. Es posible que ponga en su boca palabras no dichas por ella; pero, en cualquier caso, son sustitutas de otras de significado coincidente:
«No lo he dicho antes de comer por falta de tiempo: pero te encuentro bien; todavía eres joven y eso se nota. Cuando te vi en la boda de Adrián tuve que recomponer tu retrato. Rehíce el rostro que te atribuía mi cabeza apoyada en el recuerdo y en las últimas fotos, las que nos tomaron en tu boda y en la mía. Aprecié la alegría manchada con un poso triste del que me sentí culpable. Ya ves: tenía corazón y mi corazón palpitaba. Las arrugas de la frente, la manera de fruncir el ceño cuando algo te preocupa, cejas arqueadas y labios prietos; eran elementos nuevos que, sin embargo, había visto en padre. La sonrisa abierta en los momentos plácidos, cuando la compañía y el momento te satisfacen; sin ser del todo la de madre me la recordó. Las canas surgidas en mechones aislados, que hoy ocupan un espacio mayor, agrisaban sin orden el conjunto del cabello, pero se daba una cierta simetría que resultaba agradable. Tu figura me sorprendió: te creía más grande. Es que caminas un poco encorvado. Sin embargo, la tripa, habitual en los hombres maduros, no aparece en ti; y esa circunstancia, junto a la sonrisa, te proporciona un aspecto ágil y jovial. Había imaginado nuestro encuentro de otra manera. Salpicado de reproches por actos antiguos, peticiones forzadas de perdón y promesas de una conducta más acorde con el parentesco. No es así. Todo está ocurriendo por cauces tranquilos. Posees un carácter plácido y razonable que facilitará nuestras relaciones próximas. Habrá una entrevista cierta, larga, definitiva; te lo aseguro. Cando me la pidas me encargaré de facilitarla.»
Te agradezco esas palabras en lo mucho que valen. O algo así, contesté.
No eran fuegos de artificio sus palabras. Componían una descripción generosa de mí, que mejoraba y mucho la proporcionada por el espejo y los comentarios de Teodora. Quise creerla. La creí, porque, en efecto, mi hermana era otra; más amable, más familiar, más condescendiente. No advertí el mínimo deseo de adulación. Si había voluntad de lisonja en sus palabras, no estaba yo en disposición de percibirla. Mi conducta anterior, despegada y fría, ayudó a distanciarnos debido a lo que, durante años y años, consideré un engaño mayúsculo, una estafa manifiesta, la tergiversación dolosa de la testamentaría paterna. El somero arrepentimiento, pájaro que al poco de llegar elevaba el vuelo, inició su ir y venir, sus acrobáticas evoluciones. Por eso hablábamos como quien atraviesa un arroyo sobre losas resbaladizas, al modo de los soldados que transitan un campo minado: de puntillas, a pasitos, descubriendo con alegría los cambios de la realidad actual sobre los recuerdos de lo antiguo.
A falta de hijos que la asistan, y muerto Isidoro de uno cualquiera de los cien tipos de cáncer existentes, soy el único pariente a quien se le puede exigir comprensión y amparo. Sí, el único. Demasiado compromiso para romperlo de manera definitiva. Pase que, al hilo de un episodio desagradable, en un momento de ofuscación se digan palabras difíciles de torcer sin nuevas razones opuestas. Mas un convencimiento, todo lo consistente y sostenido que se quiera, debe aceptar la corrección planteada por otro nuevo, no menos macizo y bien fundado. Tenemos que sentirnos libres de ataduras para cambiar, si no de criterio sobre los hechos, al menos de actitud frente a ellos. El hierro sacado de la fragua virando al rojo blanco, en ausencia del fuego, al rato se enfría.
La muerte del anticuario, mi cuñado Félix, comunicada por una amiga de mi hermana a su ruego, puso a prueba varias de mis convicciones más profundas. El enfado con Ángela iba a durar una eternidad. Me había hecho ese propósito. Mi presencia en la misa de córpore insepulto y en el inmediato sepelio disolvía resolución tan firme, azucarillo echado en la taza de café. Nuestros hijos quedarían, en adelante, exentos de mostrar ante su tía frialdad e indiferencia, actitudes forzadas por el ejemplo paterno. Aunque, en su caso, debido a la falta de roce, el cambio de posición apenas se notara. Anduve buscando la lógica que, permitiendo el acercamiento, no rompiera mi promesa en trozos demasiado pequeños. Me hablé de tregua, de paréntesis; tras los cuales todo volvería a su ser. Pero al instante comprendí que mi presencia ya componía un gesto amistoso, y me imaginaba con la mano tendida hacia la mano de ella, mujer sola a un paso de entrar en la vejez inhóspita. Una seña, también, pero opuesta, hubiera sido la decisión de no ir al entierro ni llamarla para darle el pésame. Quizá fuera esa la única mueca que, mi promesa de odio eterno, pedía a gritos como actitud concordante, como conducta enfrentada a su opuesta conducta. No obstante, el escrúpulo enviado por mi conciencia, deseosa de conciliación, argüía: «Ángela, al informarte del fallecimiento de su marido, mostraba la bandera blanca de la buena voluntad desde lo alto de la muralla. Precisando la hora y el lugar del entierro estaba tendiendo el puente levadizo. Sí, al confiarse a la amiga y solicitar tu presencia, su interior se doblegaba». Escuché a la conciencia decirme, que ir al encuentro de mi hermana en tan dolorosas circunstancias era cuestión de cortesía, de mera educación; nada más eso. Aunque, en realidad fuera, mucho más que eso.
¡Cierto! Dejarla con el gesto amistoso suspendido en el aire, sin respuesta, sólo podía obedecer a estupidez, ignorancia o tosquedad. Gozo de inteligencia y lógica probadas. Terminé la carrera universitaria con excelentes notas, obtuve diplomas de mérito y, correcto y educado, me muevo con soltura en la exigente sociedad de los negocios.
Al fin acudimos mi esposa y yo. Los chicos no tenían vela en aquel entierro, ningún hueco cubrían de los que permanecían abiertos. Los prolegómenos causaron cierta convulsión. La correspondiente sacudida no se hizo esperar.
—Debes llevar traje oscuro. Camisa blanca y corbata lisa de color negro es lo apropiado. Gemelos también, y chaleco.
—¡Que tontería!, traje oscuro y corbata negra. Me vestiré de manera informal, como quien pasaba por allí cuando se enteró, sin mayor compromiso.
—Cualquiera de los asistentes conoce el grado de parentesco que te une a Ángela, si tu modo de presentarte es incorrecto, parecerá intencionado y provocador. Así que pensarán mal de ti y de ella. No tienes ningún derecho.
—Así es. Deseo que conozca mi estado de ánimo, mi posición frente a ella, la vitalidad de mi rencor. Claro que tengo derecho.
—No me necesitas. Si quieres me quedo en casa. Yendo solo te encontrarás más libre para demostrar tu encono, y quedará patente la poca importancia que concedes a la muerte de tu cuñado, a tu hermana y a la cortesía.
—Sosiégate. Formarás parte del acompañamiento, y en primera fila. A buenas horas ibas a perder tú una ocasión como ésta de lucir el último conjunto comprado. Y te vendría bien que yo sacara los pies del tiesto. Has desarrollado un lenguaje de signos muy eficaz, y una habilidad sorprendente para que vean en ti una víctima resignada.
—Lo soy, aunque no resignada. Sacas el santo pidiendo lluvia y luego te molesta el chaparrón. Sé consecuente.
Acudimos ambos, aunque batallando a brazo partido hasta la misma entrada del tanatorio de Cabueñes. Salió a recibirnos Ángela. Se puso en pie como por resorte, emprendiendo un corto paseíllo en cuanto nos vio desde el estratégico lugar ocupado. Los tres o cuatro conocidos que trataban de animarla, congelaron sus palabras en la propia boca. Nos presentó con cierta ceremonia y, desde ese instante, su vista siguió interesada nuestros movimientos. Félix y ella compraron un panteón en el cementerio de Ceares. Allí reposa el bueno de mi cuñado, heredero de la tienda familiar de antigüedades y, por la fuerza del destino, anticuario. Ángela estuvo amable. A mi juicio, en exceso, dadas las circunstancias. Califico de sobrada su amabilidad, porque repitió las esquelas de El Comercio y La Nueva España al día siguiente, ya que, nombrándonos como hermanos políticos a Teodora y a mí, el apellido de mi esposa, Aquino, aparecía como Aquilino. Asunto, el del trastrueque, de escasa importancia para la interesada, desconocida en Gijón; y más aún para los lectores. Pero así es mi hermana, capaz de emitir señales luminosas en sus gestos, de lanzar bengalas que sólo los destinatarios saben descifrar.
El hoy necesita al ayer para definirse
Situados Teodora y yo en el salón de nuestra casa, en Las Navas del Marqués, se mueve mi hermana en la planta de arriba. Al parecer, coloca su equipaje dentro del armario y telefonea a alguien, de su entera confianza, a tenor del tono empleado. Rememoramos nosotros los términos en que se produjo la invitación. Tiempo, lugar y aquellas palabras cruzadas demostrando su vocación de últimas, capacitadas para cerrar por el momento el análisis. Es entonces cuando desciende Ángela haciendo un inequívoco carraspeo de advertencia. Queda patente su deseo de hacerse notar, para que el silencio o el cambio de asunto estuvieran en nuestra mano. Pudiera ser que lo tratado entre esposos, debido a su naturaleza, debiera mantenerse en secreto. Detalle educado que nos causa una impresión muy grata. Cena algo de queso y unas piezas de fruta; hábito de efecto probado a la hora de conciliar el sueño, según asegura en explicación razonable.
Caja de resonancia de un espacio hueco, la noche camina plácida hacia el día nuevo. Ni un ruido se oye, salvo el ladrar de los perros a lo lejos y el paso alargado de algún tren de los que trasladan mercancías. Pero cabe la posibilidad de que Ángela estuviera cansada en exceso, o la tensión del viaje y la emoción del encuentro la hubieran impedido dormirse al instante. No había prisa que aconsejara levantarla del lecho, así que, conscientes de estar abreviando ese día lo menos en dos horas, respetamos su impulso natural de abrir los ojos a la luz solar. Pide disculpas cuando baja al salón aseada y vestida de calle. «Lo siento, he dormido como una criatura de pecho, sin estorbos que impidieran el descanso». Siguiendo el consejo del doctor que la trata, y el hábito adquirido, hace del desayuno una comida frugal, zumo de naranja y leche descremada con unos copos de avena. Padece algún tipo de enfermedad no identificada del todo, cuyas manifestaciones ciertas son la concentración de amilasa, bilirrubina y oligoelementos en el riego sanguíneo.
«No es mucho el exceso, pero sí suficiente para obligarme a respetar la dieta ordenada, realizando un moderado ejercicio que me ocupa una hora cada día.»
Eso nos dice a modo de advertencia, pauta obligatoria que, tenida en cuenta, iba a modificar nuestras reglas. Las personas mayores vamos aquilatando las costumbres, establecemos métodos cada vez más rígidos, nos aferramos a ellos y, sin ellos, nos creemos desprotegidos, a la intemperie. Creo conveniente reservarme, de manera temporal nada más, la exposición de ciertos argumentos físicos que avalaban nuestro parentesco. Mas lo hago silenciando la particularidad, sufrida durante años, de padecer esas mismas disfunciones y, de sentir, como ella, vértigo, si subido a una altura, acantilado o simple escalera, se me ocurre mirar hacia abajo, profundidades mínimas inclusive.
Yo, César, en el pretérito imperfecto, me hacía preguntas referidas a la situación de mi hermana, más que nada sobre la salud, el grado de felicidad alcanzado y la bonanza o debilidad económica. Las reflexiones nocturnas, íntimas, durante estos años quedaron sin respuesta. ¿A quién inquirir que no la informara delatándome? Quise un espejo mágico que me la mostrara en su ajetreo diario, en su existencia de esposa dedicada al negocio del marido. Realizando, acaso, actividades de rica, en países cada vez más alejados y exóticos. Consulté a las aguas quietas de un estanque, pedí ayuda al arte adivinatorio que se sirve de los posos de café, a las cambiantes formas de las nubes, a los naipes caprichosos, a la suma de los dígitos correspondientes a sus fechas esenciales: nacimiento, comunión y boda. Todo inútil: ellos no sabían, no decían; y yo no hice nada más por saber.
Eran raíces adventicias mis dudas y, erradas, exploraban el aire. No se hundían en lo profundo como parece querer su desarrollo natural: rastreadoras de agua y minerales, imprescindibles nutrientes guardados en la despensa telúrica. Influyentes, decisivas para ser lo que soy, las continuas vacilaciones sobre mi propio itinerario sumaban dificultad en los tramos de mayor interés, las trayectorias de hijo y de hermano, y no tuvieron oportunidad de auxilio que mostrara la certeza o la sospecha. Una madre quise que no enfermara siendo yo un chaval confundido, un niño intimidado; una madre que no muriera tan joven. Un padre deseé que pudiera asistirme en las dificultades. Once y dieciocho años contaba cuando fallecieron, ella antes que él. La presencia de Ángela, traída por el tren de Gijón, tan nueva en mi vida, medio siglo o casi separados, desencadena en mi interior inquisitivo una sed enorme de anécdotas y testimonios. Oasis real o producto de la reverberación era el palmeral que a mí llegaba, el manantial surgido en su centro.
Guarda mi cabeza miles de recuerdos, hilachas a veces, sucesos olvidados en parte, difusos, mezclados con fábulas oídas después; baturrillo engañoso que si sirve de algo es para equivocarme. Pasado imperfecto, como lo llamo en lo íntimo. Mi mente, materia gris sometida a presión y a elevada temperatura, buscaba sin tregua hasta asentar el dolor bajo la frente, produciendo la temida incapacidad de raciocinio. Aun así, no hallaba respuesta. Se daban las condiciones propicias para aflorar remembranzas, faltaba un hilo conductor, una clave que activase el resorte. Sin embargo, la palabra presente de Ángela no va más allá de los tópicos mil veces repetidos.
—Durante siete años te hice de madre.
Siete años, los que van de una muerte a la otra, colegial en Gijón y estudiante de periodismo en Madrid, receptor de un giro mensual para el sustento. Me enviaba el dinero acompañado de una carta excedida de recomendaciones, consejos sabidos de pe a pa, donde firmaba padre tras expresar su deseo de que aprovechara el tiempo. A veces ponía ella conferencias telefónicas salpicadas de interrupciones, y yo me perdía una de cada cuatro palabras quedándome en ayunas de lo tratado, exposición, nudo o desenlace. Rastreaba en la noticia buscando la comprensión negada, llegando a interpretaciones erróneas, tierra movediza de las ondas y los impulsos eléctricos que, en el caso de amistades o noviazgos mantenidos a distancia, originaba enfados sin motivo.
A padre, un accidente laboral se lo llevó. Eso me dijeron entonces, dejándome hilachas de incerteza. Una caída desde considerable altura, el derrumbe de unas cajas mal apiladas en cubierta, sobre las que mi padre era obligado alpinista, un asidero medio suelto al que se unía en la galerna. Cualquiera sabe. Inmolado fue, añadido a los innúmeros sacrificados en el altar de las circunstancias vitales. Las anónimas e imparciales circunstancias cotidianas, abstracción que, considerada parte del destino inexorable, oculta a los verdaderos autores. Estos son, la desidia de los obligados a prevenir, y el beneficio económico de los patronos con mayor frecuencia. No vi su último rostro, el que hubiera guardado en la memoria tiempo y tiempo. Dado lo tardío del aviso cursado por mi hermana me perdí el entierro y los funerales. Pasé unos días en Gijón. Bastantes para dejar un poder notarial sometiendo mi voluntad a la de Ángela, imprescindible, según me explicó, para completar los trámites de la testamentaría sin tener que marearme con requerimientos.
Y dice que me hizo de madre… ¡Pura mentira! O víctima o protagonista, protagonista o víctima. No requiere otro papel en el teatro de la vida.
El seis de septiembre, víspera de su llegada, elaboré un cuestionario que pretendía seguir íntegro. De ese modo me hablaría de Llastres, el pueblo originario de la familia, mi realidad más arraigada en la memoria, los pescadores que fuimos y las vicisitudes vividas. Llastres, iglesia barroca, casas blasonadas sobre el puerto pesquero, fiestas de la arribada del bonito, en agosto. Costa abrupta, pastos, ganado, madera, legumbres, pescado. Me hablaría de Gijón, la villa de acogida, segunda patria, gente de inteligencia aguda y amante de lo suyo: geografía e historia, creciente caserío. Me interesaría, siguiendo el interés arbitrario de mi deseo, por un gato mínimo, aprendiz de cazador ensayando persecuciones con ovillos de lana. Preguntaría también por un can rabón que mordía a quien me hablara alto o se acercara a mí de improviso. Respondiendo a mis cuestiones, supuse, iba a hablar de mi primer viaje en tren, episodio que llevo grabado a fuego, acaso con errores de bulto. La oiría decir su verdad, distinta de la mía, sobre mi descubrimiento de Oviedo.
Con todo y con eso, preguntas y respuestas, no localizo a Ángela en mis memorias remotas. Resulta raro, pero no la sitúo a mi lado. Está madre, padre a veces, incluso Isidoro. Ella, mi hermana, sólo aparece de refilón. Nueve años mayor, transitaba veredas de un mundo complejo. Ni siquiera en los años que duró mi ausencia, tiempo en que ella se atribuye un cuidado maternal. No sé cómo la vería Isidoro en ese tiempo, pero para mí fue una carcelera distante, agente de la policía secreta que seguía mis pasos a través del correo, de la palabra raída por el defectuoso hilo telefónico.
Luego vino el enfado, la ruptura de lazos familiares, muralla levantada entre ambos que, su boda y la mía, a modo de puente o túnel, sortearon. Amnistía momentánea, breve paréntesis, inciso: así los considero. De modo que, su conocimiento sobre mi trayectoria vital, más allá de las suposiciones, resultará escaso. Menor aún si nos acercamos a temores y anhelos. No vale la pena interrogarla sobre las vivencias acumuladas durante el periodo de internado. Sería inútil perseguir en ella sentimientos que sólo yo he tenido, el influjo del huésped llamado don Sebastián, por ejemplo. Ángela, una moza ya, pendiente del efecto causado por su persona en los muchachos, iría a lo suyo despreciando lo ajeno, padres y hermanos incluidos. Más aún lo relativo al mocoso, al benjamín, un zascandil curioso y desobediente. De modo que ni mi cabeza, poco o nada rigurosa, ni mi hermana, desencadenante involuntaria de mi interés por un pasado tan rancio, pueden satisfacerlo.
Los recursos reciben su razón de ser de las necesidades. Las esperan, días, meses, años, cuanto tiempo haga falta. Resulta que yo había aprendido a leer y sabía escribir sobre papel rayado. Gustaba a don Sebastián escuchar mi exposición de los acontecimientos, dichos con mi decir incipiente. Me instaba él a escribir lo percibido sin ningún adorno. Lo que lograra impresionarme se ganaba el derecho a perdurar. La escritura fijaría con firmeza mi percepción de las cosas, de los paisajes, de las personas, de los hechos. Algún día iba a alegrarme de haberlos descrito tal cual o narrado interpretando. Y yo, guaje holgazán para lo que precisara un esfuerzo infructuoso, le hice caso hasta el punto de encontrar gusto en el ejercicio. En algún escondrijo debía de dormir el cuaderno, receptor de aquellos escritos que dan cuenta de lo acaecido, sucesos cuya importancia el tiempo calificará de excepcionales o fútiles. Peligró el relato durante lustros, mas he sido celoso de mi intimidad salvándolo del deterioro —planas garabateadas y planas en blanco— temeroso de que cualquier mudanza o limpieza a fondo lo condenaran a la hoguera. En la carpeta azul de cintas blancas, que preserva las pólizas de seguros y las escrituras notariales, la más valiosa de la casa en términos monetarios, lo encontré tras una búsqueda exhaustiva. Ignoraba por completo ese paradero.
«Mi padre es un marinero que recorre los mares en busca de pescado», había escrito con mi grafía áspera de entonces, con palabras desencajadas que ahora voy encauzando, de forma que las frases resultantes digan lo que quise expresar sin conseguirlo por completo. «Va en su barco a parajes que no deben de estar muy alejados de Llastres, porque no pasan más de dos semanas desde la fecha de partida hasta la de regreso. Cuando viene, madre paga en la tienda todo lo que el tendero, Higinio, el manco, nos ha ido apuntando en su manoseada libreta acusadora, leve cuadrícula guiando el trazo de letras y números, cartilla preservada por pastas de hule negro. Los días que padre está en casa, insuficientes, se ausenta a menudo o recibe la visita de amigos, quizá compañeros, porque hablan del mar y de los peligros a que se exponen. Va y viene con alguna embajada que nadie se cree obligado a explicar a los niños. Ignoro de qué se trata, y ningún indicio lo esclarece. Tiene mi padre opiniones que los demás respetan, y hasta los más hoscos se refieren a él con cariño contagiado de lástima. Cuando regresa de las mareas me trata con el mimo que su palabra grave permite, pero intuyo que ha delegado en madre los asuntos concernientes a mi educación. Creo que no somos ricos, porque damos hospedaje al médico, funcionario interino que aguarda un pronto traslado a la capital. Habita la mejor habitación de la casa, soleada y con vistas al mar a través de una ventana algo chica. Es don Sebastián el huésped de quien hablo, un hombre que sabe de todo y siempre intenta instruirme. Me cuenta cosas de su tierra, habla a mis padres de mi buena cabeza. De continuar en la escuela, dice, no saldrá el rapaz del tropel; mientras que, si prosigue los estudios en un colegio de Gijón, podría llegar a ser alguien. Habrá influido la insistencia del huésped, porque a primeros del próximo octubre iré a un internado. Inquietud y contento se mezclan en mí cuando me imagino solo. Don Sebastián me tranquiliza al referirse con nostalgia a su época de estudiante. Para que sepa de qué me habla cuando se refiere al territorio de su infancia, quiere mostrarme su pueblo y me invita a las fiestas. Él se ausentó del servicio con permiso de sus jefes cuando el enredado parto de su hermana y, ahora, no podrá acompañarme como sería su gusto.»
Me gustan las expresiones y la forma dada a lo escrito. Supongo que no son las originales. Creo que, a lo largo del tiempo, fui haciendo correcciones más o menos profundas.
«Desde Llastres, villa donde mis antecesores se asentaron hace mil años o casi, la camioneta que recoge la leche de los vecinos nos lleva hasta el cruce de la carretera de Arriondas. En ese punto me despide el médico y yo trepo al coche de línea de la empresa Mento, arrastrando una embarazosa maleta de madera. En su interior guarda un pantalón nuevo, la blusa que exhibe en el bolsillo un áncora bordada, calzoncillo, camiseta sin mangas, los zapatos finos, un jersey de algodón por si las tardes refrescan y algunos presentes. Puedo sentarme en la primera fila, y la posición privilegiada me permite anticiparme a los aparentes peligros cerrando los ojos y encogiéndome: curvas, estrechamientos, puentes angostos sobre el curso rápido del Río Sella. Me advirtieron tanto acerca de varios aspectos, que no disfruto del recorrido como me hubiera gustado. Cangas de Onís primero, y al poco, Caño; y al poco Tornín y sus aguas medicinales. Cerca de Vis, el río Dobra entrega sus aguas al Sella, enriqueciéndolo buena parte del año. Superada la barra costera el paisaje empieza a serme ajeno. Plácido y suave al inicio, se va tornando fiero y abrupto a medida que avanza el vehículo. Don Sebastián me dio unos apuntes a modo de mapa. Por ellos me guío. Vienen después unas aldeas de hórreos llamadas Sames, Carbes y Mián. Molinos, capillas y senderos que se pierden en el paisaje florecido. En Vega de Cien se ve un campanario y, momentos después, las sólidas casonas de Argolibio, piedra bien labrada. Las laderas cubiertas de arbolado abundante, extrañas a mis ojos, me agradan sin reservas; pues tardo un buen rato en descubrir las inquietantes sombras que se internan en el monte hacia la espesura. Llegamos al desfiladero de los Beyos, paisaje configurado por manos artesanas, gigantescos canteros que, para arropar al Sella, alzan paredes verticales de roca y plantan en las cornisas arbolado valiente. De vez en cuando, como al azar, las coronas sueltan desde lo alto torrentes y manantiales que se despeñan gritando su quebrado rumor sedante». Leerlo es como repetir el viaje. Incluso mejor, porque puedo pararme, fijándome más en lo que más me interesa y continuar cuando quiera.
Las palabras dichas son gaviotas. Las escritas, naves ancladas
Sigo leyendo en el cuaderno, un texto que, respetando el fondo, pude haber cambiado la forma en alguna ocasión. «Caserío levantado en las crestas de la montaña: raya divisoria de las vertientes asturiana y leonesa, Sajambre, fuentes del río Sella; el lugar de nacimiento de don Sebastián, adulto llegado a Llastres para mi beneficio, no aparece en los mapas provinciales de carreteras. Niño en su primer viaje, paquete enviado de un punto a otro. Me presento en la aldea la víspera de las fiestas patronales: loor y gloria destinados a un santo cuyo apelativo sonoro los padres del médico tomaron para su hijo. Oficial del ejército romano nacido en Narbona, aparece el mártir desnudo, azotado y asaeteado por la intolerancia imperial. Cristiano era y murió sin renunciar a su fe, haciendo gala de ella, proclamándose orgulloso creyente de los dogmas y cumplidor de los preceptos. Escolar yo, a quien todo sorprende, invitado por el médico arribo a su aldea el preciso día de los preparativos, cuando la ilusión, viniendo del monte, recorre a raudales las callejas, entra en los hogares y envuelve a las personas. Alcanzo aquella cota, espacio y tiempo, al modo de quien sube al estrado para recoger un premio».
Tras una leve pausa, utilizada para dominar el contento y serenarme, prosigo: «El pueblito invade un claro del monte en ligera pendiente, y la casa, rústica, es una de las más sólidas. Me esperaban impacientes. Creo ayudar a la tarea general estorbando lo menos posible y, tras tomar una parte exigua de la generosa cena puesta a mi disposición, me acuesto sospechando que el mundo debe de presentar aspectos muy variados a tenor de lo visto en la primera salida. Ocupo una cama de las dos armadas en la alcoba que asoma por el balcón a la plaza. La otra es de un guaje de mi edad, travieso y, cuando se atreve, inquisidor. Por todo me pregunta hasta que el sueño lo rinde».
Era yo un aprendiz generalista de nueve años cumplidos, y el verano avanzaba de prisa hacia el inquietante octubre; mes en cuyo introito dejaría la escuela de Llastres para estudiar interno en un colegio de Gijón. Así que, mientras el funesto día me daba caza, aceptaba cualquier momento prometedor que se presentase. Tal disposición, lúdica y evasiva, parece desprenderse de lo escrito en el cuaderno en aquellas fechas o de lo mejorado en otras posteriores.
«Música y cohetes dan la bienvenida a la luminosa alborada despertando a los dormilones. Asisto modoso a la misa solemne, alargada con un sermón sin mesura, tanto en la duración como en el tono, acusador y bronco. Llega la procesión estirada hasta la espadaña en ruinas de la antigua ermita. La imagen del santo, cuerpo lacerado asido con sogas a una columna, muestra diez fuentes de sangre en los lugares precisos donde se hincan diez saetas. Cien verdugones morados surcan la espalda con desuello animal. No obstante, a hombros de cuatro mozos atraviesa praderas y sortea vallados como si tal cosa, impulsado por las oraciones y cánticos de una alborozada feligresía. Hay música de gaita ante el casón del ayuntamiento, y algunos rapaces —mi compañero de habitación entre ellos— se atreven a bailar medio en broma. Se come a las tantas y el hambre me puede. La mesa ofrece manjares consistentes en alimentos ordinarios cocinados al dictado de alguna receta nueva. Aparece el puré de patatas asadas mezclado con sedosos garbanzos y churruscos fritos en aceite de oliva. Vienen detrás exquisiteces que denotan un gran esfuerzo culinario. Hablo de trucha en escabeche rellena de jamón y lomo, salmón en salsa de cebolla y pimiento algo picante, guisado de ternera con habas tiernas y zanahoria, torta de chicharrones cocida en el horno junto a las hogazas. El entusiasmado chiquillo que soy, prueba uno a uno todos los platillos y los postres dulzones, de modo que, con el estómago lleno, presencia en la tarde los vistosos juegos de bolos. Media esfera lanzan, sólo media, un disco liso y orondo. Es un deporte autóctono destinado a exhibir la fuerza y habilidad de los mozos, vestidos ellos de gala para admiración de unas mozas sujetas a sigilo sobre sus preferencias. El crepúsculo rojizo marca el comienzo de una danza ingenua, desarrollada en la pradera bajo las directrices de la gaita y el gaitero puestos de acuerdo, una vez más, con el tamborilero y el tamboril. Hay forasteros como yo que, sin embargo, saben a qué atenerse; hijos de los pueblos comarcanos. Sombras y contraluces protegen los amores recién concertados, y hacen públicos aquellos deseosos de manifestarse. La jornada resulta un calco perfecto de la precedente, si bien la algazara y el gozo parecen un tanto atemperados por la fatiga.»
Debido al buen tiempo y a la presencia de los mozos nacidos en la aldea, emigrados luego a otras latitudes de economía más sólida, el verano propiciaba el éxito de la celebración. Hormigueaban personas de todas las edades por calles y collados, a las puertas de las casas, en el atrio de la iglesia, asomados a las ventanas y en la tienda que hacía de bar. Eran descendientes de aquellos indianos, un siglo antes regresados en triunfo para sembrar de duros el itinerario de su andar decidido. También obreros de cadena en algunas fábricas de Alemania o Francia, peones de brega en los altos hornos de Bilbao o en los astilleros. Y con ellos sus invitados. Quizá, por razones tan válidas, lo comprendo ahora, cuando la lectura de los escritos estimula mi imaginación: acaso, para no ser cuatro gatos helados de frío, celebraban los vecinos la fiesta del santo tan alejada de su fecha oficial, el día veinte del intempestivo mes de enero.
Prosiguen mis ojos su tarea lectora, dando cuenta de ello al cerebro expectante. «La jornada de labor, odiosa sepulturera de los momentos festivos, llega vistiendo ropa limpia de faena. Invitado yo en retirada, subo al coche de línea con el trajecito arrugado. Acomodo la maleta que ha cambiado unos regalos por otros y, con la nariz pegada a la ventanilla del coche, desde el estrado móvil observo actividades agrícolas, ganaderas y forestales distintas a las practicadas en mi pueblo costero. Luego, miro, interesado, a lo alto. Tan arriba como me permite la ventana frontal, porque entre las nubes blanquecinas una osada ave rapaz alcanza el cenit. Antes de ocultarse por encima del techo puedo apreciar su planeo acrobático, impecable ejecución que proporciona una belleza indescriptible a las sucesivas evoluciones. La observo caer de improviso, ya por el lado izquierdo, convertida en flecha vertiginosa, alcanzando la pesadez confiada de una paloma. La veo con malestar, pues se rompe en cien pedazos: las plumas esparcidas y el tronco herido. Debieron de ser segundos de un trágico esplendor, destinados a asentarse, sin yo saberlo, en mi mente abierta. Allí los fijé a la emulsión sensible de la memoria como fotografía instantánea.»
Aún hay más y, expectante, lleno de interés por mis arranques vitales, sigo leyendo. «Se suaviza la furia del río, atenúa el discurrir alocado y baja el tono de su rumor. En paralelo, afloja el ritmo de la marcha el vehículo que me lleva al primer destino del viaje de regreso, deteniéndose, al poco, en las afueras de un pueblo grande. Cangas de Onís. Según explicaba el libro que, sobre Asturias, tomé de la biblioteca en el internado, se trata de una antiquísima villa cargada de historia. Fue corte de don Pelayo, iniciador de la Reconquista. Vencedor, al frente de los astures, de las huestes musulmanas que capitaneaba Munuza en la batalla de Covadonga. Circunstancia añadida en el texto de lectura escolar. Ese rey, primero de su estirpe, en Cangas murió. Posee la villa vestigios celtas, un puente medieval alzado sobre otro anterior romano, palacetes y palacios. Reemprendida la marcha, no tarda en surgir ante el coche el ramal que conduce a mi pueblo. El conductor, advertido a la ida, me entrega a don Sebastián. Allí está el médico. El amigo imposible por adulto, en ausencia de familiares, me esperaba para completar su tarea de anfitrión ausente. Pregunta cosas de su pueblo, de su familia, de los asistentes a la fiesta y de los actos lúdicos. Interesándose, más que nada, por la impresión que he sacado del viaje. Abrazado a su cintura, enmudecido por el miedo a las curvas y a los cambios de marcha, en la moto que duerme en nuestro portal llegamos a Llastres y a casa.
«A partir de esa corta excursión girada a su territorio, comprendo mejor a don Sebastián. Taciturno, tenaz, transigente, turbado ante los desconocidos; imagino con acierto la época de su adolescencia. Lo concibo estudioso hasta la extenuación, próximo al límite de lo saludable. Si alzaba la vista de los libros era, a buen seguro, para recoger la hierba que el padre segaba, dalle agitado, en las parcelitas recibidas de los abuelos. Se haría médico uniendo esfuerzos y privaciones. De ahí surgirían el carácter sacrificado y el afán solidario. Entendido el mérito, estimo más la inclinación que por mí sentía aquel huésped. Persona indulgente con mis constantes travesuras, divulgadora de las facultades apuntadas en el rapaz despierto, muy valoradas por él a lo largo de esos días de vecindad en la alcoba. Se acostaba tarde y, además, madrugaba. Por esa razón, no coincidíamos. Queda poco para llegar a un punto y aparte de enorme importancia en mi vida. Prosigo mi avance comprendiendo mejor lo vivido que el provecho procurado por aquello vivido. Llega el mes de octubre indiferente a los profundos cambios que origina, y el internado me engulle, fauces húmedas y resbaladizas, tenebrosa cueva de dimensiones grandiosas. Los otros y yo, yo y los otros, favorables y contrarios; patio, aulas y dormitorio, un mundo nuevo de tiras y aflojas constantes. Voy descubriendo la esencia de materias muy distintas, leo libros, descubro la poesía. Las paredes se acercan o se separan dependiendo de mi estado de ánimo.»
El alejamiento dulcifica la sensación percibida entonces, y comprendo que la realidad debió de ser muy áspera. Se sucedían las noches de llanto mudo, y los días cargados de nostalgia. Las escasas salidas —paseos en fila de a dos o acompañado por los familiares— eran la libertad vigilada o la suelta momentánea del preso, devolviéndole, durante algunos momentos, el exterior perdido. Tardé apenas dos meses en incorporar a mi mundo el dormitorio, el patio, las aulas y, en ellos, a los compañeros. Inquieto yo, curioso y rebelde: no había espacio vedado a los juegos, que impidiera mi presencia bulliciosa rodeado de amigos. Los castigos se sucedían a diario creciendo en rigor, por ver los frailes si así me doblegaban. Durante las vacaciones me aproximaba a don Sebastián en parrafadas cada vez más largas, charlas reveladoras del avance escolar logrado por el niño, por el muchacho, por el hombre incipiente. Valorados pasos de gigante que excedían la longitud de mis piernas.
En razón de la edad y, más aún, a causa de la apertura de mente que yo iba desarrollado con ayuda de algunos profesores, sembradores ellos en los barbechos arados por el médico amigo, mi mundo se ampliaba día a día. A enviones irregulares crecía sobre lo anterior, engordaba; y el cuaderno, ya sin la influencia del huésped, seguía recogiendo mis experiencias. Eran naderías, acaso, para una persona mayor; si bien, es cierto, que hicieron mella en mí, contribuyendo a formar la esencia de lo que sería en el futuro mi manera de ser. Apuntes cruciales, por tanto, para posteriores lecturas encaminadas a conocerme y valorar a la familia.
Unas páginas después de lo escrito acerca de las reuniones de padre, revelación que abría graves sospechas sobre su comportamiento, el propio cuaderno vino a resolverlas, dándolas mayor alcance. Unos días o unas semanas más tarde, anoté: «He sabido que mi padre está afiliado a un sindicato. Según creo, se trata de la unión de los trabajadores para arreglar los problemas que tienen en los trabajos. Lo que esclarece la razón de sus idas y venidas, tanto como la presencia de otros marineros en casa. Madre confirma la prevención mantenida conmigo y el silencio reiterado, justificándolos por mi corta edad. Soy un niño, y los niños no guardan cautela sobre lo que conviene enmudecer. Es cosa rara, porque los demás niegan lo que veo y, si pregunto sobre ello, nada me aclaran más allá de lo evidente, quienes se juntan y durante cuánto tiempo hablan. De lo oído escuchando detrás de la puerta, deduzco que el sindicato al que pertenecen debe de estar mal visto. Al parecer, se apuntó nuestro padre siendo aún muy joven. Lee y reparte un periódico con noticias inconvenientes para los aprovechados del esfuerzo de otros, y no sé si estoy en lo cierto, pero puede ir a la cárcel por eso.»
Somos abismo, elevación y cambiante superficie
Los pobres levantan su casa con la facilidad del caracol. Sienten la necesidad o el deseo y ya está, sendero adelante con lo puesto. Leo: «Llega la familia a Gijón tras el solo objeto de reducir los gastos de mis estudios. Alumno, desde ahora externo, que recupera parte de la preciada libertad, devorando los guisos que tanto echaba de menos. Primer curso de bachillerato, diez años camino de los once. El espacio conocido, crecido el imaginado, se agiganta. Una casa modesta nos acoge en el vecindario obrero de La Calzada, junto a los pocos muebles que traemos en una furgoneta, enseres tan usados que ya forman parte de nosotros mismos, utensilios y ropa. Las calles del barrio me reciben sin reservas, pobladas de guajes como yo, que conjugan a trancas y barrancas la vida mal ordenada por los incomprensibles adultos. La convivencia de chavales con chavales, fácil, lógica, resulta previsible. Los rapaces van a la escuela con resignación, ayudando en casa porque no tienen más remedio».
Así lo escribí, así debí sentirlo. «Primero fue el edificio desconchado donde se incrustaba la nueva vivienda, formado por habitáculos mínimos —dos o tres alcobas— unos al lado de otros, debajo o arriba de otros, compartiendo el cuarto de aseo situado en cada planta al fondo del pasillo distribuidor. Luego alcancé el espacio inmediato, una plaza mínima, parte de una calle dotada de estrechas aceras. Enseguida el barrio entero. Mi descubierta avanzaba a sacudidas por la villa inacabable, conquistando manzana a manzana la ciudad más vieja —cerro de Santa Catalina, barrio de Cimadevilla— recodos y recovecos habitados por pescadores que hablaban el mismo lenguaje que mi padre en Llastres, cuando era marinero y madre me llevaba a esperarlo al puerto. Llegué a la playa de San Lorenzo, media luna de arena fina prisionera de las casas próximas, cuando paseaban descalzos algunos andarines y, las madres, vigilaban a los pequeños arquitectos de edificios endebles, extremo este, desembocadura del río Piles».
Entré en la iglesia parroquial, supongo, de la mano de mi hermana. Se hizo ella, por aquel entonces, miembro de Acción Católica. Don Celso, el párroco, me hablaría con voz amable y generosa, y yo vería en él al sustituto de don Sebastián, un trasunto de padre. Así que, inducido sin duda por Ángela, quise hacerme monaguillo. Iba reduciendo lo incógnito escapada a escapada. Mis nuevos amigos, aventureros como yo, conquistadores, me entregaban el espacio en cuanto lo hacían suyo. En un momento, ahora indeterminado por carecer de data lo escrito al respecto en el cuaderno, fui con mi madre a la capital, la ciudad de Oviedo, armoniosa, bella, seria, educada, fina, resistente.
Algún grado de azoramiento debió de invadirme al entrar en la estación, avejentada y sucia por el efecto continuado del tiempo y la carbonilla. Una imagen irreal recibirían mis ojos, espectral acaso, de los andenes difuminados por el humo blanquecino y el vapor denso, a punto de la licuación. A la espera de los trámites, sin duda, mientras el factor cumplimentaba los documentos, reposaría una reata de vagones de carbón, consignados a las fábricas de las inmediaciones, a los almacenes locales y al puerto del Musel. Así se lo dije al cuaderno con mi letra cada vez más armónica: «Contemplo alineadas las colinas de piedras de color negro brillante, aceitosas. Es hulla grasa empleada en metalurgia, prima hermana de la hulla magra, cuyos trozos más pequeños mantienen encendida la cocina de casa desde la hora temprana del desayuno hasta la tardía de la cena. Llaman, asimismo, mi atención, los perfectos cubos de cartón ondulado, continentes de variadas piezas de vidrio. A más, las pilas de ladrillos libres de desconchados y las tejas de bordes filosos aún intactos, que permanecen en el muelle recién venidos o dispuestos para la partida. Me interesa el origen inmediato de toda esa hulla, de ese vidrio, de la cerámica, y pregunto a mi madre, paciente pedagoga de recursos limitados.»
Dijo, según costa escrito y es una bendición encontrarlo, que, «en alguna parte, en el pozo de la Camocha con toda probabilidad, unos hombres arrancan a la tierra el mineral combustible con peligro de su salud. Una mula ya ciega, en cada uno de los infinitos viajes, arrastra sobre raíles estrechos, desde el yacimiento hasta el elevador, varias carretillas encopetadas de hulla. Depositado el carbón en el entorno de la bocamina, energía fósil, se distribuye a empresas y particulares de todo el país; la que ves allí proporciona el coque a los altos hornos. Vidas humanas cuesta arrancar la hulla a la tierra madre, los pulmones de muchos obreros. Y es justo, que, conociéndolo, la valoremos alto», dijo, añadiendo, ya sin resistencia, como hacia abajo, pasos largos de quien va por gusto: «La cerámica, sin embargo, parte de la arcilla, una tierra que cuando está bien mojada se moldea con facilidad y, si oreada, recibe calor suficiente, al comprimirse se endurece de modo que resiste al rayado y hasta a los golpes. Así que, hecha ladrillos y tejas, se opone con éxito a los embates del clima en suelos, paredes o techos.» Reveló satisfecha de trasmitirme sus conocimientos, tierra fértil yo, y así lo recoge mi escrito.
Sobre el vidrio, sus conocimientos eran sin duda escasos y nada explicó la mujer. No alcanzaba yo, aún, a imaginar las técnicas de soplado que vería mucho tiempo después, en un taller del Pueblo Español de Barcelona. Magia artesanal cuya práctica me maravilló. El respiro, aire recogido en los alvéolos pulmonares, impulsado por los carrillos y los labios, insuflaba formas que las manos diestras, sirviéndose de pinzas y tenazas, guiaban. Puros ejercicios malabares, obra de prestidigitadores hechos a aparentar lo que no es.
«Impresionable en grado sumo, el entendimiento del niño César, yo mismo, recibe un estímulo tras otro, y los atesora para referirlos a la menor oportunidad, incansable lengua la mía, servidora de una imaginación ferviente. En la vía más alejada, que rematan dos topes afirmados con piedra y cemento, inactivos y desvencijados yacen aún varios coches de viajeros. El orín engorda en los elementos de hierro hasta recubrirlos de un polvo esponjado. En el piso y las paredes se abren los huecos de las numerosas tablas arrancadas. Me entristece fin tan inmerecido para unos vagones que, en sus días de agitación, atestados de personas deseosas de encontrar a otras gentes en otros paisajes, recorrían cien veces los férreos caminos de todo el país. Finalizada su actividad, en palabras de mi madre, han dado en bandeja de leña y chatarra para los necesitados más resueltos.»
Respecto al viaje en tren a la capital, quizá el primero de los muchos que vendrían luego, escribí: «Forma la cabeza de la locomotora a la que subimos, una máquina movida por la fuerza ciclópea del agua evaporada, complejo artilugio de estampa soberbia. Parece agonizar en las paradas, acaso también en el inicio; pero a toda marcha la vitalidad desborda la caldera yendo a través de las bielas impacientes hasta las ruedas presurosas. Encuentro correspondencia entre la energía que deja escapar en los resoplidos continuos, y las ardientes vaharadas de los gigantescos dragones que habitan algunos de los libros leídos en la biblioteca del colegio. Lector asiduo yo, apasionado rastreador de hechos extraordinarios que añaden sazón a los días iguales de la vida insulsa o los explican, imprescindibles escalones ellos, se hacen culminación de los anteriores y basa de los venideros. Al llegar a las curvas y a los cruces, el monstruo mecánico, liberando un vapor deseoso de abandonar su encierro, hace sonar el silbato estridente; medio efectivo de anunciar, altanero, su presencia imparable.
Ya en Oviedo, no lejos de la estación, entre las calles de Campoamor y de Uría, damos con la casona habitada por una desplazada de Llastres. Punto de cita de los antiguos paisanos, el patio de la vivienda se convierte a diario en depósito de bultos diversos. De allí parten los planos dibujados a lápiz sobre papel de estraza, auxilio incontestable de los que no dominan el laberinto de la ciudad. Es, pues, referencia obligada en la búsqueda de tiendas de ropa, de los almacenes de aperos y aparejos, tierra y mar, o de los talleres de oficios auxiliares: guarnicionero, vaciador, carpintero. Se despoja mi madre del mantón negro, y aparece un abrigo elegante que suele vestir en raras oportunidades. En lo que a mí respecta, puedo, por fin, deshacerme de la toquilla que, aun dándome un calor estimulante, por ser propia de niñas, me llena de vergüenza. Ambas prendas quedan sobre el banco de roble de un portalón solado con ladrillos desparejos.»
En algún momento alejado del estricto horario seguido por el coche de línea, cuyo punto de partida no distaba gran cosa de nuestro domicilio —esto no figura escrito en el cuaderno de registros— murió la hermana menor de mi abuelo paterno, una buena mujer según opinión extendida, a quien, debido a su delicada salud, vi dos o tres veces en visitas muy breves. Junto a la catedral, rodeada de templos como vivió, en su piso de la plaza Alfonso II, falleció del último desarreglo cardíaco la tía Eulalia. Por lo que madre e hijo nos servimos del tren para asistir al entierro. Ángela e Isidoro se quedaron en casa, les enfermaban los asuntos de muertos y nunca asistían a los velatorios. Se encontraba mi padre junto a sus primos, al pie del lecho donde agonizaba la anciana al ocurrir la desgracia, y permanecía en la alcoba cuando llegamos. Dentro del comedor, adornando la cómoda usada por los habitantes de la casa para guardar documentos —dos o tres veces sacaron papeles sellados con pólizas— descubrí el recipiente de cristal grabado que encerraba el enigma. Mi madre me había hablado en el tren acerca del hongo milagroso, cultivado en solución de suero, cuyo producto líquido bebían en la ciudad para prolongar la vida hasta más allá de los cien años. Pócima que, por lo visto, no obró en la difunta. Ignoraba yo el porqué del intento, esa manía propia de adultos y ancianos, consistente en perseguir la prolongación de la existencia a toda costa, cuando resulta larga de por sí, sobrada de ajetreos, disgustos y sinsabores. Total, para desarrollar sin relieve una función de escasa importancia o varias sucesivas del mismo estilo.
De la personalidad del párroco escribí, del buen trato que me dispensaba, de aquel don Celso tan humano que nunca tuvo enemigos, ni siquiera esos individuos conocidos como anticlericales, silenciosos o silenciados dadas las vigentes condiciones políticas. «Acompañando a mi hermana, dominada por una profunda religiosidad, en trance de añadirse o ya añadida a la Acción Católica, llego a la sacristía al tiempo de ver revestir a don Celso, toda una imagen de estampa. Ornamentos bellísimos del día de la Inmaculada. Azules como el azul me gusta, blancos de toda blancura. Casulla, alba, amito, cíngulo y estola, extendidos sobre un arcón de nogal adornado de herrajes, me llaman con su voz de responso.» Desde aquel instante le asistí en las ceremonias como monaguillo. A más del abandono del internado, el traslado de la familia a Gijón me proporcionó de bueno el contacto del sacerdote, la influencia de su conducta, continuidad superadora de la recibida de don Sebastián. Tenía don Celso un hermano llamado Nicolás, guapo mozo que, ahora —el tiempo pasa y pasa, transcurre y transcurre— es ya médico retirado. Lo que son las cosas, dispone de casa en Las Navas del Marqués, barrio de la estación, donde mi hermana lo verá durante esta estancia con nosotros. Es de creer que, Nicolás y su esposa, vendrán, como de costumbre, alguno de estos días.
«Don Celso, una bella persona, modelo de sacerdotes, padece desde hace años un tumor nómada o creciente. Ha sido operado varias veces y, en cada una de ellas, le seccionan un fragmento de tripa, un pedazo de glándula, los tejidos que presentan aspecto de afectados. Mientras, cuantos conocen su penar esperan un milagro que el Cielo no tiene a bien conceder. Don Celso, amparo de los dejados de la mano de Dios y del destino, para aminorar la necesidad ajena se sirve del mísero sueldo, de la herencia familiar —parte de un patrimonio discreto incrementado generación tras generación por sus antepasados— del ajuar de la casa y de sus provisiones. Los desdichados, haciéndose fuertes en la noche, ahogando el orgullo, acuden a la casa cural siempre abierta —pastores, obreros, pequeños ganaderos en años de sequía o peste animal, pescadores cargados de mala suerte— y presentan las manos vacías para que el buen párroco se las colme de lo más necesario.
«Una cortina sutil de rayos solares parte la iglesia en dos. La música del órgano domina el ambiente. Me encargo yo, acólito en ejercicio de mis atribuciones, del incensario. Agito los brazos dotándolo, bamboleante, de un ritmo sostenido. Rutina rota a intervalos para cubrir los carbones rojizos con granos aromáticos, flor combustible del espliego. Se celebra el Corpus, y la ceremonia es de mucho compromiso. Abajo, donde los escalones del altar terminan, en dos bancos, se alinean las autoridades. Puede que reflexione yo, guaje, al fin y al cabo, acerca del inconcebible misterio de la Santísima Trinidad, profundizando en los hechos piadosos de los santos o conciba el juego arriesgado de sumergirme en el mar hasta los cimientos rocosos. Sueño, tal vez, con ser mayor y no deberme a nadie, porque, descuidado, acerco el brazo a uno de los cirios. Marcha avanzada la misa y, don Celso, ministro del Señor, sin dar respiro a los prejuicios religiosos que se oponen, sin detenerse ante los escrúpulos de conciencia aflorados, arroja el contenido del cáliz, celebrada ya la transubstanciación, sangre de Jesucristo, por tanto, sobre la ardiente llama que florece amarilla y rojiza en la manga de mi roquete.»
Importante hallazgo el recuerdo, excelente comportamiento y decisión valiente de toda valentía. Don Celso, único, irrepetible. Capacidad de elección ante una disyuntiva desequilibrada que el resolvió. Tea ardiente el tejido a la altura del codo, pretendía extender su labor destructora a la carne indefensa y a los manteos, cuyos largos faldones acortaba un cinto de piel ajustado a la cintura. Lo que fue vino mezclado con agua, pero ya era Sangre derramada en pro de la salvación ecuménica, lanzó don Celso sin titubear, logrando el declive inmediato del fuego imperturbable.
Esto agrega mi letra de entonces, tan añorada y querida como el hallazgo de fotos antiguas, acaso su sustituto más completo. «Ocurre un naufragio, uno de los muchos que a más de enlutar a una familia consternan a todo el pueblo. Una galerna desatada juguetea con los barcos que, esperándola y todo, salieron a faenar compelidos por la necesidad de dineros. Un marido ahogado y un hijo inactivo traen a la esposa y madre, mujer ya enlutada que hubiera pactado con la muerte el trueque de los dos cuerpos por una muerte doble ocurrida en ella. Doble dolor físico, doble tortura, dos veces muerta por los siglos de los siglos. Tendrá que cuidar de por vida al vegetal que, rota la médula y paralizadas las piernas, necesitará su asistencia permanente. Para colmo, sin los ingresos irregulares que aportaba el marido. Y ese inválido me toca de cerca porque es mi primo, mi amigo, un hermano hecho a mi medida, de mi edad y aficiones con el que he jugado en el barrio de la ciudad vieja. Don Celso le entrega su radio, para que el muchacho se entretenga, para que sueñe despierto con otras singladuras. Don Celso le acompaña largos ratos ocultando el dolor insufrible que sufre, oponiendo buena cara al mal tiempo. Le explica que todo es relativo, el penar incluso; que unas cosas dependen de otras y su importancia varía si el entorno cambia. La persona tiene la facultad, mil veces demostrada, de mejorar mejorando sus alrededores, tanto reales como imaginados. Cualquier mal goza de un aspecto positivo, cuña de la misma madera; y si se encuentra, cabe desarrollarlo en detrimento de lo negativo».
Leídos y releídos los papeles de padre que mi hermana me ha entregado al llegar a Las Navas en una carpeta, ahora sé que mi padre, en su juventud, dieciocho o diecinueve años, tenía una visión particular del mundo. Sabía que los de abajo y los de arriba, dos mitades verdaderamente disímiles —mil a uno, millón a uno en casos extremos— movidos por pensamientos opuestos, nunca iban a entenderse. La herencia, más que nada la económica, consolidará las diferencias; agrandándolas, fortaleciéndolas, perpetuándolas. Se hace necesario que, quienes creemos en la igualdad, quienes perseguimos la libertad, actuemos y vivamos conforme a los convencimientos para convencer. Con el fin de trasladar esas ideas inició padre sus colaboraciones en un periódico que, ateniéndome a lo leído en los papeles hallados en el cartapacio de Ángela y lo investigado por mí, no era otro que Solidaridad Obrera, órgano de expresión del sindicato CNT, semanal en sus comienzos y diario varios años después. En un artículo recortado de la propia publicación, carente de fecha, que valiente y orgulloso firma con nombre y dos apellidos, Emiliano Albares Núñez, aboga por la definitiva orientación ácrata del sindicato, alejándose de cualquier violencia ejercida sobre personas y fábricas. Al poco de tomar el poder el directorio presidido por Primo de Rivera, lo encarcelaron. El general prohibió organizaciones obreras y democráticas, entre ellas el sindicato en que militaba mi padre. Se sabe que el Comité Nacional de CNT se estableció en Gijón, y que mi padre, recién salido de prisión, durante el secretariado de Avelino González Malla, tuvo un protagonismo destacado. Por ello deduzco que el internamiento carcelario duró dos años, de los veinte a los veintidós. Basándome en la correspondencia leída, hallada también en los papeles recibidos de mi hermana, interpreto que llegó a tener trato con Ángel Pestaña, director, entonces, de Solidaridad. Sería, según creo, la relación existente entre un cachorro y su protector.
La memoria de la realidad y la realidad de la memoria
El cuaderno que recoge las impresiones recibidas de mi niñez y adolescencia, iniciado a instancias de don Sebastián, dirigido por él, dice de aquel entonces: «Una dictadura metió a padre en la cárcel, y ahora nos gobierna otra más rígida. Su sindicato se mueve a escondidas. Así que, si la policía descubre las reuniones o le encuentran algún folleto de los repartidos, podrían encarcelarlo de nuevo. Me lo ha dicho padre cuando he preguntado en qué se ocupa al salir de la fábrica, porque para en casa muy poco. Es claro que me considera mayor, capaz de guardar silencio. Le parece de justicia decirme lo que Isidoro y Ángela conocen desde hace tiempo.»
Está escrito. Reconozco mi letra temblorosa de entonces. La primera, encogida, ha ido irguiéndose, haciéndose fluida y bella. Veo como han disminuido las correcciones haciéndose más precisas. Lo aprendido en las clases, lo leído en la biblioteca, las relaciones establecidas con los compañeros, no tardando, me hicieron un niño adulto. Poetizaba lo escrito, utilizando palabras nuevas, ajustadas a su estricto significado, reordenando el pensamiento. Lo tomo tal cual. Argumento habría, me digo, para reseñar tales sentimientos, sensaciones tales. «Muere madre de una muerte horrible, noviembre lluvioso y fresco. Padre, obrero siderúrgico y sindicalista encubierto, bastante tiene con ocuparse de sus cosas, con mejorar las condiciones de trabajo, con cuidarse de los patronos, sus encargados y matones. La casa es posesión de Ángela. Y Ángela, arrogante, insiste en hacerme de menos. Empequeñece mis actos dejándolos en nada.» Concluí los estudios de bachillerato obteniendo excelentes notas. Aprobado, el examen de estado, con la calificación de notable. Ángela aceptó, entonces, ella sabrá sus razones, que el hermano pequeño, a los diecisiete años, levantara el vuelo abandonando la casa familiar, el barrio de La Calzada y el cerro de Santa Catalina, la querida ciudad de Gijón. Me alejé de Llastres y de Oviedo, de los territorios de amistad y cariño donde me sentía protegido, para asentarme en Madrid, ciudad plagada de peligros inciertos. Apoyado por mi padre, que ve en la formación la única herencia debida a los hijos, proseguí los estudios iniciando los que me harían periodista. Total, un paseo llevando los libros bajo el brazo y unas vacaciones pagadas.
Quitaba yo valor al esfuerzo continuo, al doloroso arranque de aquellos momentos, muchacho animoso y responsable. Envidia, sí. La envidia pudo impulsar el trato frío de mi hermana, su tolerancia resignada. Porque iba a ser yo quien llevara el apellido familiar a las cotas más altas, a pesar de ser ella la hermana mayor. Envidia malsana según deduzco y acepto. Y en ese apartado clasifico la distante frialdad de entonces. Envidia y, también, orgullo. Sí, orgullo de mujer conocedora de su belleza, situada a la espera del príncipe que la llevara a la corte para sentarla en el trono, reina consorte amada por los súbditos: plebeyos y nobles. Insolencia percibida en sus ojos, cuando los míos la miraban buscando la raíz de su comportamiento.
Luego vinieron el reparto de la herencia, los trámites legales, el papeleo, y la celada tendida por Ángela en uso abusivo de mi poder notarial. Poco tiempo después ocurrieron la galerna terrible y el golpe de mar consecuente. Las fuerzas todas de la naturaleza se pusieron en mi contra, y la mejor parcela, el valor íntegro o casi de mi hijuela, volvió a su ser inicial, a su forma primera, la tomada el tercer día de la Creación según revela el Génesis, cuando el demiurgo separó las abundantes aguas de la tierra abundante, soporte firme, cuenco irregular de proporciones gigantescas. Nada quiso oír de lo que yo decía, no se atuvo a razones. De ahí, de esa burla vino la ruptura de los lazos familiares. Cumplidos los diecinueve años, primer escalón de autonomía, corté las amarras que me sujetaban al puerto. Para pagarme la pensión y los libros estaba dispuesto a trabajar. Llevé las cuentas de una tienda de regalos, fui redactor de folletos publicitarios en un almacén de frutas, escribiente al servicio de una notaría. Por fin entré en un periódico como correveiescribe, correcalles de sucesos. Un sueño, porque estudiaba segundo curso de periodismo. Fueron tiempos duros, pero ella, ahora mi invitada, lo ignora. Y si se lo dijera… Y acabo diciéndoselo. «Pobre César, cuánto siento lo ocurrido.» Tal lamento aflora de su boca contraída en mueca horrible, gesto de dolor que arranca, del corazón contrariado, una lágrima, varias lágrimas.
Por ahora, según lo deseado, hablamos de todo. Lo considero un buen síntoma. Tengo un claro ejemplo que deseo destacar.
A propósito de las penalidades de los humanos para conseguir sus deseos, Angela dice.
—Solo cabe resignación. Debemos tener presente que nos estamos ganando la vida eterna.
—Sí, es una verdadera lástima que, la vida, no pueda prolongar tanto una existencia dotada, en todos los casos, de punto final. —Añado.
—¡Qué sandez! Eres un salvaje. —Tercia Teodora, mi esposa. Sorprendiéndome el empleo de esa palabra tan nuestra. Sandez, suena rara en su boca.
Para Ángela, en añadido y como consecuencia, queda patente la divergencia mostrada por el matrimonio que, yo, César, su hermano, había ido formando en estos años. Queda claro: vivimos momentos intensos, abierta la intimidad en carne viva.
Mostrar a Ángela el entorno de nuestra casa de campo nos parece imprescindible, aspecto debido más allá de la mera cortesía. Algo así como presentarla a los amigos de mayor trato. Iniciamos la marcha en la llamada Ciudad Ducal, situada en los terrenos ocupados por lo que fue finca de recreo de los Duques de Medinaceli. Siendo hoy una urbanización privada, habitada por vecinos que van y vienen en coche, ha de dañar por fuerza al equilibrio ecológico existente. Árboles centenarios, arbustos autóctonos y una fauna en retroceso. En la zona de piscinas vemos el mirador construido por Eiffel. Semeja un zigurat cónico, una torre circular hecha de hierro fundido y madera, acordonada en espiral por una escalera doble. Esa es la virtud principal de la invención, pues quienes suben y los que bajan no se cruzan. Desde su altura la vista domina, en giro de 360º, una extensión enorme: arbolado, valles brumosos y cerros soleados. Sobre esas colinas destacan los modernos molinos de viento, unos gigantes llamados aerogeneradores. Castaños de indias, álamos, acebos, serbales, plátanos, lilos y cedros se mezclan en el enclave con abundantes pinos y robles.
Ángela, temerosa, precavida hasta el momento, sumida en una serena quietud siente que el periplo recién iniciado va a merecer la pena.
Ignoro lo que fue la obra de los Duques de Medinaceli. Conozco, sin embargo, algún aspecto positivo de la actividad de la Unión Resinera, compradora de tan vasto patrimonio. La vista de la zona deja un sabor agridulce, es cierto. En positivo, suscita admiración el paisaje abrupto de la serranía, las quebradas cubiertas de un tapiz vegetal que, el granito, rompe intercalando sus esculturas pétreas. Todo ello, teniendo en cuenta, el hecho de que tan espectacular geografía pertenece a Castilla, a la meseta norte. Un mohín ufano, rictus abierto de quien se alegra de estar donde está, se forma en el rostro de mi hermana al llegar al lago. Lo forman aguas recogidas del arroyo Retuerta, rico caudal procedente de manantiales y regatos. Semeja un espejo hecho de equilibrio y armonía, destinado al gozo de los ánimos que se desean abiertos y estabilizados. Siendo un reflejo bellísimo de árboles esbeltos, mezclan sus enramadas caducas y perennes, cien tonos distintos de cuatro colores en la paleta del pintor que lo copia a diario. El lago, pese a que, sus reducidas dimensiones llevan a considerarlo, todo lo más, como estanque ornamental de un parque urbano, es un rincón sosegado donde paso muchos ratos de lectura y meditación. Junto a mi visión complacida quiero situar la de Ángela. Deseo comprobar si, coincidentes las miradas, podemos alcanzar un enfoque equivalente, iniciador de una misma manera de ver, de sentir. Ese sería el origen de un acercamiento real, cierto. Consecuencia, en vez de hipotética causa.
Las Navas del Marqués y algunas visitas
El castillo Magalia, desde la ventana de la alcoba cedida a mi hermana, se revela impreciso, difuminado, orlado de misterio. Lo acrecienta el cimiento granítico de los muros, de las torres en los ángulos, del torreón circular. Maquinaciones, celos, duelos a muerte cabe imaginar; venenos sacados con sigilo de anillos huecos, polvos letales vertidos en copas de vino, en vasos de leche. Escalas móviles bajo las ventanas, complicidad de la hiedra ya desaparecida, macizos arbustivos apropiados para la ocultación. Todo ello infundado, porque Pedro Dávila, primer marqués de las Navas, caballero enamorado de la marquesa, su señora, erigió el palacio fortaleza para albergar unos amores impetuosos, a modo de Tag Mahal destinado a la pasión doméstica, escapando de las intrigas de la Corte. Triunfó el amor sobre todas las asechanzas. Rara cosa en este mundo descabalado donde el mal acaba imponiéndose. Cultivado humanista el marqués, la huella dejada en la población por el iniciador de la dinastía, protagonista de la obra de Lope de Vega El Marqués de las Navas, es honda. A más de ennoblecer el nombre de la villa y levantar el castillo, fundó el Convento de Santo Domingo y San Pablo. De estilo herreriano, el cenobio, ahora sometido a una profunda restauración, alberga la cripta donde yacen sepultados los marqueses y su hijo Juan.
La iglesia parroquial de San Juan Bautista exhibe, sobre un altar lateral, el Cristo de la Salud, obra de Aniceto Marinas; un segoviano de familia humilde que, con su esfuerzo y capacidad artística, llegó a ser uno de los escultores más grandes de la Europa de su tiempo. Ángela y Teodora, tomadas del brazo como si fueran amigas de antiguo, se detienen a intervalos cambiantes para mirar los detalles que realzan el todo. Ya se acoplan, y acababan de encontrarse. Me gusta constatarlo. Temía yo lo contrario a la vista de los antecedentes: la espantada de Ángela el día de mi casamiento, debida al origen mestizo de la novia, estoy convencido, al color bronceado de un rostro exótico bien armonizado.
Penetramos en el interior tibio de las dependencias del Ayuntamiento, con el único objeto de solicitar la información histórica disponible. Cuando nos la entregan formando parte de un folleto destinado a los turistas, vemos, inserto en el tablón de edictos, un requerimiento del Ayuntamiento de Gijón —el mundo cabe en un puño— dirigido a un ciudadano de Las Navas del Marqués ante el impago de una multa de tráfico, sanción impuesta en la villa asturiana el día veintitrés de julio por un importe de noventa y un euros.
En la ermita del Cristo de Gracia, salvo la fachada, todo tiene aspecto de nuevo. Restauraciones y ampliaciones recientes, aunque respetuosas con lo conservado, producen ese efecto. La tradición —existe y muy rancia— recoge que, la cofradía de los ganaderos mandó erigir el templo a finales del siglo XV. Legados y capellanías la fueron modificando de manera sustancial, planta y estilos. La devoción popular acabó convirtiendo en patrón de la villa al Cristo de Gracia, cuya imagen donó al pueblo el propio escultor, Aniceto Marinas.
Hasta la mitad cumplida del siglo XIX, se explotaron en el término varias minas que proporcionaban turba y alguna sal de plata. Aunque, la verdadera prosperidad llegó a Las Navas con el ferrocarril, unos años después. Los duques de Medinaceli facilitaron los terrenos para la estación, y las vías alcanzaban la cercana resinera promovida por ellos. El tren propició la explotación del bosque, resina y madera; y lo mismo sucedió con la ganadería: una carne tierna y sabrosa y la célebre Leche de Las Navas. Toma el ambiente un penetrante olor a esencia de pino que no disgusta a mi hermana. Quien, con todo ello, al final del recorrido ya sabe que el pueblo de acogida es una villa singular de larga historia. Próspera en los días corrientes, de población dividida, como suele suceder, por las maneras antagónicas de entender el futuro.
Constato que Ángela y yo hemos cambiado. Hecho que no debiera producirme sorpresa, pues entra dentro de la normalidad. La gente parte de niñez, aprende, evoluciona, va a más, alcanza un punto elevado, y luego decae, cuerpo y mente cortados por un mismo patrón. Curva en forma de campana, de enorme aplicación en múltiples terrenos que, el alemán Carl Friedrich Gauss, llamado, príncipe de los matemáticos, definió a caballo de los siglos XVIII y XIX. La versátil voluntad queda subordinada a los estímulos mudables. Son raras las personas que se mantienen en lo alto tiempo y tiempo: algunos intelectuales de corazón noble y obra silenciosa, ciertos trabajadores manuales que ocuparon la cabeza en averiguar los porqués de los sucesos; y pocos más. Como cada hijo de vecino, mi hermana y yo hemos dejado de obedecer al modelo dibujado en nuestras mentes desde hace demasiado tiempo, fotografía incapaz de actualizarse por sí misma. He perdido parte de mis virtudes, ella ha incrementado las suyas. Lo sospeché al final del segundo encuentro, en la sobremesa correspondiente a la boda de nuestro sobrino Adrián, hijo de Isidoro. Habla ella a favor de los pobres y, a buen seguro, obra, concreta, entrega. Da ropas en la parroquia, dinero a las organizaciones de caridad, alimentos a los niños vestidos de harapos vistos por la calle. No lo dice así de claro, pero lo intuyo en el relato que muestra. Me basta imaginarla opuesta en todo a la de antes. Tras los postres del banquete, después de los brindis, cuando los recién casados iniciaban el baile desplegando un vals, expresó mi hermana su deseo de coincidir con nosotros más a menudo, incluso llegando a convivir durante varios días. De ahí a una invitación seria, destinada a conocernos, solo había un paso. Lo dio Teodora forzando mi rendición tras una temporada de encuentros buscados, Gijón y Oviedo, un restaurante en Llastres, nuestro pueblo, adonde la llevé a comer las sabrosas fabes con almejas, tierra y mar hermanados, invención allí nacida y consolidada. Comprobé el comportamiento apreciado en esas breves horas de convivencia. Las charlas reveladoras, preludio de las que vendrían luego, interesadas en el fondo oculto, me confirmaron la ganancia obtenida por mi hermana, el enriquecimiento de su personalidad en los años ignorados por mí.
En la lista minuciosa de visitas convenientes o deseadas, elaborada en varios intentos por mí antes de venir Ángela, pero sirviéndome de su información —tachaduras y líneas nuevas— la correspondiente a la prima Felipa figura con el calificativo de prioritaria. La residencia de ancianos que acoge a la pariente, hija de una tía segunda, se encuentra próxima a la ciudad de Madrid, algo alejada, por tanto, de Las Navas del Marqués donde pasamos las vacaciones retrasadas. Por si fuera poco, separada de los centros neurálgicos, de los caminos que mejor conozco. La dispersión es característica común de los pueblos asentados en las estribaciones de la Sierra de Guadarrama. Los forma un núcleo antiguo y multitud de urbanizaciones recientes, separadas entre sí por distancias variables que llegan a alcanzar algunos kilómetros. En una de esas barriadas se alza la Fundación Social que gobierna el albergue y el albergue mismo, una hospedería de personas mayores dividida en dos departamentos, uno de pago y otro subvencionado por la administración autonómica. Felipa se encuentra en el primero a la espera de ingresar en el otro en cuanto se produzca una baja. Cuenta con una protectora en la hija del antiguo patrón, dueño de la plaza de toros gijonesa, una mujer influyente que, por medio de sus contactos, trata de acelerar el ingreso en la menos cara. En tanto ocurre la incorporación, la benefactora paga la demasía.
Nuestra prima, interior abierto
Felipa es una lágrima discontinua que florece en cuanto alguna emoción se introduce en su alma. El postigo está abierto a las turbaciones de manera permanente. Ya no hay llave si un día la hubo, el orín recubre la cerradura férrea, la tierra acumulada en el arco barrido por la puerta impide a la hoja moverse. Representa los años que confiesa, algo más de setenta y cinco. Habrá sido bella, porque conserva tersuras en el rostro que, en las coetáneas, resultan infrecuentes. Armonía de partes que conforman un todo armónico, psique y soma. Rodeado el edificio por un campo de pinos y encinas, la buena mujer comparte dormitorio con una señora algo más joven que ella, habladora y presumida. Esconde la compañera un orgullo de casta y de individuo. Se la ve poseedora de dinero, y de una cultura musical que debe al interés y al esfuerzo. Pero muestra la vanidad, somera por otra parte, en cuanto aprecia con ojos complacientes que la ocasión es propicia. Hablamos de zarzuela, pues mi hermana desea asistir a una representación, y en estos días permanece en cartel una antología de las piezas más populares. Me orienta la presumida experta en el mismo sentido de las páginas de crítica consultadas en Internet, y me considero orientado. Hablamos de toros, comprobando que la memoria de Felipa en lo relativo a Gijón permanece intacta. La que fue su casa, el coso de El Bibio, de estilo mudéjar, se inauguró el doce de agosto de 1888, en plenas fiestas grandes de Nuestra Señora de Begoña. La primera corrida fue un mano a mano entre Luis Mazzantini, hijo de padre italiano, y el cordobés Guerrita. Ambos estuvieron bien, pero Guerrita, batallador, no acertó a la hora de la verdad, tardando una eternidad en desnucar un toro difícil. Habla Ángela con Felipa de los tiempos remotos, de una niñez que no alcanzo a recordar aun esforzándome mucho. Se refieren a personas de quienes sólo conozco el nombre, y la curiosidad, innata en mí, parcialmente dormida, despierta.
La hija de Filo, la pequeña de aquella mujer fuerte vestida de oscuro que gobernaba la Plaza de Toros entre corrida y corrida; la llamada Felipa, ayudaba en casa desde bien pequeña y quedó soltera sin ninguna razón aparente. No hubo la menor premeditación, no hubo deseo. La inercia quizá, acaso un ligero temor a los cambios. Perdió a su padre siendo niña y, desde entonces, en casa solo hubo mujeres de negro; consejeras nefastas y antídoto probado contra la rebeldía y la emancipación. No creo que se hiciera una idea equivocada del mundo, pero hasta eso pudo suceder. Una idea que concediera categoría de inmutable a la situación, de firmeza granítica a la actualidad, repetición del ayer y del antes de ayer, anticipo del mañana. Ha convertido la tristeza en una ocupación satisfactoria, y a ella se emplea, incluso ahora, cuando quizá la razón deja de asistirla por fin, situando el tren en vía muerta debido a la ausencia de carriles, topes finales anclados en un muro de piedra y cemento. La tristeza es su guía y, además, la aguarda tras las desviaciones mínimas. Felipa ha hecho de la vida una sala de espera permanente. Donde al principio había ilusión, partida propia o llegada de algún ser querido, ha puesto conformismo. Fue olvidando el propósito verdadero y, ahora, la expectativa es en sí misma un fin. Los compañeros de tarea se suceden, y ella ve pasar una parte minúscula del mundo ante sus ojos, sin moverse un milímetro. De lo que sucede fuera recibe referencias contradictorias. Cada día pasado la roba un puñado de interés por el exterior.
Divagaciones hueras estas, acaso. Lo cierto es que, Felipa, a su edad, sufre las desgracias que deshacen día a día la familia agrietada: tres sobrinos muertos a intervalos muy cortos. Dos chicas enfermas del corazón y un muchacho en accidente de coche, se suman a los cuatro hermanos. La sobrina nieta es su solo asidero familiar. Estudiante y, además, trabajadora, la muchacha de veintidós años, que apenas la visita por falta de tiempo, está enamorada de un compañero de clase y la persigue un chico del trabajo. Cuenta a su tía abuela, única allegada sobre la faz de la Tierra, el aprieto que la atosiga y, tras dar vueltas y vueltas al asunto, acuerdan ambas que procurarse un porvenir es prioritario y el tiempo perdido en amores lo retrasaría. Felipa opone sus oídos sordos a las recomendaciones de optimismo y sosiego, desgranadas por Ángela y Teodora al despedirnos. Como si oye llover, la prima lejana queda modelando pucheros, labios y ojos cada vez más mustios, a la espera de algo o de alguien, suceso o persona que no acaba de llegar.
En las horas nocturnas, cuando mi esposa se acuesta rendida de tanto ajetreo, Ángela y yo permanecemos hablado. Intercambiamos una información que necesito más que ella. Pues, al largo paréntesis de la desconexión, carente de noticias trascendentes, sumo el vacío inicial que la diferencia de edad acrecentó. Niño yo, a quien no se daban explicaciones, o se contaban historias verosímiles recién inventadas, esperando que dejara de importunar. La prevención crecida en las aurículas cardíacas, en los alvéolos pulmonares, en las cavidades del riñón, en el hígado, es decir, visceral; juega en mi contra durante las conversaciones. Busco yo el doble sentido a cada palabra escuchada, vigilante de la punta del puñal o de la saeta en cada gesto de Ángela, avizor de la intención oculta en el traspatio de la voluntad. En mi hermana, sin embargo, la inflexión de la voz desciende y se elevaba consiguiendo el tono debido a cada coyuntura, alegría y tristeza de lo rememorado, de lo que se desea con ansia o se teme con temor inconcreto, indicios inequívocos de espontaneidad.
Ángela continúa siendo muy religiosa y, sequías o desbordamientos, confía en un Dios todopoderoso que acabará numerando las piezas del caos y colocándolas en orden creciente.
—Dios es creador, Dios es arquitecto, Dios es padre: trinidad de ocupaciones que benefician al hombre.
—Pero, Dios, —digo—, es padre a la antigua, amo y señor del hombre, de quien también es pastor. Borrego el hombre en ese símil, integrado en un rebaño innúmero sin otra voluntad que la de seguir adelante, conducido por los perros que enseñan sus dientes y los usan si alguno se desmanda.
—Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza. Libre y poderoso es. Por ello, dotado de inteligencia para distinguir el bien del mal, y de capacidad de elección entre el uno y el otro. Muy alejado queda del hombre cordero que tú pintas.
—El hombre es un microbio en el conjunto del Universo. Está sometido a unas leyes que le zarandean sin pausa, dominado por necesidades imperiosas que ha de cubrir y, para colmo, ha de andarse con ojo si quiere salir con bien de las constantes embestidas de la Naturaleza. En esas condiciones, la búsqueda del bien y la huida del mal, tanto como la capacidad de elección, a los que te refieres, pasan a ser plumón de lagarto, ni siquiera de ave.
—Debemos confiar —asegura— en la Providencia. Dios es primero que nada Creador, y cuida de sus criaturas arreglando el mundo porque es arquitecto. Si confiamos, si tenemos fe, de Él nos vendrá, lirios del campo nosotros, todo lo necesario en este mundo, en esta existencia ínfima. Teniendo, por añadidura, la vida eterna, nuestra verdadera conquista.
Emplea a conciencia el vocablo confiar, verbo de amplio espectro que suma dos virtudes teologales, la fe y la esperanza, cuyo efecto nos lleva a la tercera, la caridad, consecuencia lógica y actitud obligada. Sabe bien lo que dice mi hermana, y conoce el modo adecuado de decirlo.
Ángela y nosotros, nosotros y ella
Aprovecho su momentánea apertura al diálogo. Piedras someras cruzando el cauce lleno del arroyo, en mi sentir inseguro de ahora mismo. Me dispongo, por ello, a lanzar preguntas destinadas a inducir alguna revelación que aporte conocimientos al escritorio vacío —algunas hojas en blanco y un lápiz de punta afilada— donde archivo los capítulos inacabados de la historia familiar.
Tendría Ángela quince o dieciséis años cuando entró a trabajar en casa de la viuda de un marchante. Estaba encargada de llevar y traer recados, documentos procedentes del negocio, cachivaches de poco bulto y valor. Fue ganando la confianza de la mujer, que era de índole buena. Se llamaba Angustias y, su carácter, alegre y positivo en la juventud, se iba adaptando al nombre poco a poco desde la muerte de quien fue su marido. Mandadera que ascendía en la escala laboral y en la consideración del ama, Ángela pasó a muchacha de compañía, prestando las facultades precisas, retentiva, actividad y esmero, a una mujer que perdía a calderadas las suyas. Si se organiza bien, una persona puede realizar en paralelo dos o tres actividades compatibles. De modo que mi hermana, estimulada por la belleza recogida en la tienda, se inclinó hacia el arte, dedicando a ese conocimiento las horas previas al sueño.
A tan alto grado de dependencia de la muchacha llegó doña Angustias, que solicitaba su compañía cuando Félix, su hijo soltero, viajaba por motivos profesionales. En esas ocasiones, cada vez más abundantes, las materias estudiadas y los propios textos se hacían asunto de la conversación. Lo era la evolución de los muebles debido al paso dado por la artesanía al acomodarse a la industria. Lo eran el gusto de las distintas épocas dentro de las artes decorativas, la belleza de la taracea bien conjuntada, marfil y ébano. Lo eran el valor artístico de las maderas preciosas, de los materiales nobles. Alcanzaban tanto entendimiento —difícil no siendo madre e hija— que coincidencias y discrepancias las unían de igual modo. Despreocupada de los títulos, los conocimientos adquiridos debían procurar una utilidad práctica inmediata, y hacia eso iba. Por la galería pasaban, en trasiego constante, esculturas, cuadros y muebles de estilo, que la señora y su hijo Félix, fallecido el experto, tenían dificultades para catalogar. Los otros dos vástagos, chica y chico, casados y con obligaciones propias, tanto se ocupaban del negocio como de la madre, extraños ambos asuntos en el conjunto de sus preocupaciones. Había una empleada de la limpieza, cocinera excelente que, a media tarde, dejaba la casa ajena para trabajar en la propia. Con ella mi hermana consiguió entenderse a las mil maravillas, colaborando en la preparación de los guisos. De modo que, a esa edad joven, Ángela encontró en los espacios contiguos de la cocina y la tienda, el lugar idóneo para realizar las prácticas correspondientes a sus aficiones.
Mi hijo Elías… Empiezo así la frase y, al darme cuenta del error, freno. Me detengo al instante porque, de haber nacido, así se hubiera llamado nuestro hijo. Llevaría el nombre pensado de Elías, y tendría, ahora, treinta y siete años. Teodora lo expelió con gran dolor en el quinto mes de embarazo. Daño que la sigue donde vaya, día tras día. Quizá el lapsus descubra en mí un defecto oculto, una falla que actúa callada rompiendo en ocasiones la armonía conyugal. No obstante, me complace hablar de él sintiéndolo vivo. Nuestro hijo, más de ella porque la mujer da más de sí a los hijos. Elías, cercano a la cuarentena según he dicho, permanece soltero. Le gusta viajar, y en su recorrido entrecortado ha visitado cuatro continentes, porque no se le ha presentado la oportunidad de acercarse a Australia. Lo que tiene de particular su vivir viajero, es esa reacción reiterada, se enamora hasta el tuétano de los países visitados, de las ciudades recorridas, de sus ciudadanos y de la forma de hacer y decir observada. Debido a eso viviría en cualquiera de ellos, si de vivir en un único país se tratara. Cuando cursaba la carrera residió en Nueva York durante un curso escolar completo. Ampliaba estudios, poniéndose al tanto de una realidad que vendría aquí luego, destinada a iniciar nuestro futuro inmediato. En la ciudad más moderna del globo, resumen y compendio del mundo en gentes, lenguas y costumbres; escaparate de un muestrario amplísimo, Elías trabó una incipiente amistad con la profesora de medios audiovisuales, americana de origen armenio, acaso diez años mayor que él. Se escriben desde entonces de manera electrónica, y por el mismo cauce hablan y se ven; milagros de la técnica que, pasito a pasito, voy entendiendo. Tomó ella la decisión de venir a Europa y, durante los días pasados en Madrid, quisimos que estuviera en nuestra casa. Se da simultaneidad entre su presencia en España y la estancia de mi hermana en Las Navas, mas no se hubieran conocido de no mediar una llamada de Elías desde Segovia reclamando ayuda. Llegados nuestro hijo y la muchacha a la estación de tren con ánimo de regresar a Madrid —serían, aseguran, algo menos de las diez de la noche— la encontraron cerrada. Ni llegadas ni salidas de trenes, porque hasta la mañana siguiente no se reanudaba el servicio. Para ahorrarles el precio del hotel fui a recogerlos por la nueva autovía, y a eso de las doce de la noche estábamos en la casa de campo. Consumimos una buena porción de queso brie, de ese cremoso que se unta en el pan, y algo de fruta, jugosos melocotones de Calanda, rotundos como golpes de tambor. Ya sin agobios, intentamos una charla dificultosa. Ángela no entiende el inglés, por lo que Elías comienza haciendo de intérprete, vertiendo preguntas y respuestas al castellano y viceversa. El proceso, entorpecido por Teodora o por mí con correcciones y añadidos, resulta laborioso además de lento y, pronto, se pierde el encanto. El francés y el italiano, lenguas conocidas por la estadounidense, de las que mi hermana posee un vocabulario mínimo, fruto de las vacaciones disfrutadas en la Toscana, Roma, París y la Provenza, solucionan mal que bien el problema de entendimiento. Su relato explica la existencia difícil de los emigrantes armenios y sus familiares, que los americanos, sin hacer distingos, consideran rusos, es decir comunistas, enemigos de la humanidad. Habla de la tierra de nadie ocupada por los muchachos que, como ella, nacieron en América dentro de esas familias. El tono de confesión usado para desgranar las circunstancias en que recibió la herida, aún abierta, de la muerte del novio en una de las guerras emprendidas por su país, añadido a los otros temas de conversación, de por sí conmovedores, me muestran a una Ángela sufriendo con la chica cuando la chica desvela su amargura.
— ¿Tú crees que sólo son amigos?
—Mira, Teodora, eso dice Elías. Yo lo creo.
—Les he sorprendido en la habitación de ella dándose un beso; estaba la puerta entreabierta y al oírme carraspear se sobresaltaron separándose con brusquedad.
—Un beso no dice nada. Ahora es así.
—Era un beso profundo y él la acariciaba bajo la blusa.
—Bueno…, y qué si se quieren; son mayores ¿no?
—Sobre todo ella; le saca casi once años. No te das cuenta… Eso no puede salir bien. Tienes que hablar con nuestro hijo y prohibírselo si no se aviene a la lógica.
—Ni lo pienses, Teodora. Es su vida y puede hacer de ella lo que estime conveniente.
—Está bien, le hablaré yo. Abrirle los ojos es cosa de la madre, velar por su felicidad, presente y futura, es cosa de la madre. Impedir que le pase lo que a mí me pasó por aceptar un matrimonio desparejo, es cosa de la madre. Y sucede que, entonces, yo no la tenía. Cosa del padre es esperar a que los acontecimientos lleguen al desenlace, ver, observar, permanecer pasivos. ¿Es eso? Pues así lo entiendo.
—Mujer, no es eso. Simple y llanamente, quiero respetar sus decisiones.
—Sé que estoy sola. Puede que obrara con razón Ángela cuando se ausentó de la boda nada más salir de la iglesia, sin participar en el banquete. Era yo muy distinta a vosotros. Tú y yo no teníamos nada en común.
—Pues todavía estamos a tiempo de arreglarlo. Nos divorciamos, y todo listo.
—Lo pensaré, estate seguro.
—Sí, va a ser cosa de pensarlo en serio.
La naturaleza herida en los inmigrantes
Sí, del dicho al hecho siempre hay un trecho. Lo he pensado muchas veces. Sé que, separado, pagaría facturas más ajustadas a la necesidad. Sus conversaciones telefónicas de horas se acabarían. El recibo de la luz, sin que nadie dejara abierto el frigorífico o encendida la cocina eléctrica; como los del agua y el gas, sin sus despilfarros, apenas superarían el mínimo. Soy austero, frugal, necesito poco para vivir.
Sucede la escena en el piso de arriba mientras Ángela pasea por el jardín. Nada oye, o eso creemos. La paz firmada días antes con Teodora —tregua, armisticio— proporciona sus frutos. En ningún momento mi hermana da muestras de percibir lo mal que nos llevamos. Mi esposa dice no es posible, y yo digo se puede, te lo demostraré. Yo, rojo, y ella, azul; la semana que viene y ahora, me pongo a ello; está arriba, acabo de verlo, dice ella, y yo, está aquí abajo, míralo, es este. Con lo aproximado tiene suficiente, yo persigo la exactitud. Sí claro, ella daría la vuelta a lo expuesto de esta manera.
Existen tonos que dan a las palabras significado distinto, hasta opuesto. En relaciones tan críticas como la vivida por nosotros, el tono no se disimula porque nace en lo profundo del alma. O somos maestros fingidores que, dedicados al teatro triunfaríamos, o ella simula ser boba; y es esto segundo lo que rechazo de plano. Es tan inteligente como yo, o más. No obstante, tregua de conveniencia de corto alcance, simple arreglo momentáneo, la paz tiene un efecto sedante en mis nervios, siempre a flor de piel, dolidos de continuo. Lo bueno que ha de ser vivir siempre como en los comienzos, cuando se busca la presencia, la palabra y la piel. Lo bonito que sería tomarse de la mano, y de la mano ir al sitio acordado. La utilidad diaria que proporcionaría colaborar, pensar y decir casi lo mismo, coincidir o disentir sin miedo, sin recibir puñaladas traperas, golpes bajos, bofetadas, pisotones. Deseo pasar los días sin que el alma se retuerza de contino escocida, sucia, a la espera impaciente del desquite.
A primera hora del domingo, la amiga americana de Elías parte hacia Italia, con la intención de acercarse desde allí a la Armenia crecida a medias en su corazón y en su cabeza. Luego, vía Londres, regresará a Nueva York. Ignoro si Teodora ha hablado con nuestro hijo, y si la charla influye en su decisión, pero la temida relación, por ahora, no va a concretarse.
Transcurren los días desiguales, los de ajetreo seguidos de los pausados, y en ellos, en los quietos, Ángela unas veces y otras Teodora o yo, iniciamos unas pláticas substitutas de las que jamás tuve con mi hermana. Armonía encuentro al paso, haciéndome a ella con deleite. Alguna meta soñada está poniéndose a mi alcance. Sólo pido, a quien sea el causante de la bonanza, continuidad, un viento suave empujando las velas a favor del rumbo elegido. Tratamos cuestiones cotidianas, quizá por soslayar la exploración del pasado que nos separó y, sin ese ejercicio, no vale la pena hacer planes que afecten al futuro. Son tema apropiado los desastres que se suceden con visos de normalidad, mostrados por la televisión con realismo idéntico al de los fingidos.
Los huracanes nacidos en el Golfo de México resultan de un efecto devastador, rodillo de rasero que, campo y ciudad, todo lo nivela a la baja. Llámense Katrina, Rita o Stan, bellos nombres puestos a los que asolan Luisiana, Florida y Guatemala en los días trágicos, o lleven otros impronunciables como aquel Mitch tan dañino, son fuerzas imparables que año tras año arrasan las áreas más agobiadas. En ellas, el dinero público, y no poco, se va en naderías o se lo llevan quienes promueven las leyes, entre otras, las que permiten llevárselo sin el correspondiente castigo.
Esta vez se produce la excepción a la regla universal: suceda lo que suceda, el suceso siempre perjudica a los necesitados. Nueva Orleáns, ciudad perteneciente a los Estados Unidos, el país más poderoso de la Tierra, el de mayores recursos, queda sumida en el agua y el lodo, en el caos y la confusión. Se da un sorprendente resultado de muerte y destrozos. Principal puerto del río Mississippi, Nueva Orleáns se defiende del lago Pontchartrain oponiendo costosas barreras, que a la hora de la verdad resultan endebles cortapisas, quitamiedos inútiles. Vientos velocísimos levantan olas enormes, suficientes para romper los diques de protección, inundándola. Diques más altos, más sólidos, hubieran hecho falta para resguardar una ciudad destino de innumerables visitantes cada temporada turística. Los infortunados son los principales contribuyentes en cualquier desgracia, acaso en cualquier ventura que acreciente a los ricos. Esta es la opinión extendida basada en las experiencias. Acaso en Nueva Orleáns, aparente excepción, suceda también: las gentes de allí pueden ser los pobres de país tan rico.
Hacemos un paréntesis para recordar al cuñado bohemio, artista habitante de los sótanos del jazz, un hermano de Teodora, que siempre pongo de ejemplo por su manera libre de vivir la vida. Ya se ha hecho un nombre: decir Adalberto Aquino, dabolei o doble A, es decir mucho. Podría formar parte de cualquier banda de las que graban discos y ganan dinero en actuaciones a lo largo y ancho del mundo. Sin embargo, por voluntad propia, sigue entregando su música a los asiduos que llenan el local cada noche. Parece estar tranquila mi esposa, pues a su hermano, según dice, no hay huracán que lo tumbe. Lo conocí en Asunción en nuestro viaje de recién casados, y coincido con Teodora en ese punto de la indestructibilidad de Adalberto, macho templado en los avatares de la vida.
Hablamos de la actualidad más trágica. Guatemala ha quedado herida en la actual acumulación de desgracias, en la concentración de tragedias. Los gritos desgarradores, los rostros desfigurados por el estupor precedieron al insufrible olor a cadáver descompuesto. Los pueblos enterrados en lodo, los millares de víctimas y sus familiares, los incalculables damnificados, van a compartir la ayuda internacional con los afectados por el terremoto de Cachemira. Este desastre mayúsculo afecta a tres países: Pakistán, Afganistán e India. Los cálculos más fiables, los que tienen en cuenta parámetros como la densidad de población y el tipo de vivienda ocupada, alcanzan en sus predicciones un número de muertos próximo a los setenta y cuatro mil, cuarenta mil de ellos sólo en Pakistán. Fin del mundo anticipado para una parte del Planeta, cuyos gobernantes emplean cantidades ingentes de dinero público, en la fabricación de armas más y más destructivas. Arsenales opuestos a los arsenales que se oponen a ellos, ambos bandos intentando ganar en potencia destructiva, al contrario
Las catástrofes naturales son naturales sólo en apariencia, opino con determinación. Cabe sospechar que, detrás de todo lo ocurrido, están los ensayos atómicos, llevados a cabo en la atmósfera o en el interior de la tierra; los incendios de vastas extensiones de selva en la Amazonía, la emisión industrial de gases contaminantes, los recursos restados a la paz en favor de las guerras, los brazos que no toman las palas porque están disparando cañones o escapando de ellos. Si las instituciones no respetan a la naturaleza, si los particulares la atacan para apropiarse de sus bienes, la Naturaleza herida se resiente, y las personas salen perjudicadas. Esto sucede, por desgracia, en orden inverso al grado de culpa de cada uno.
Las sórdidas e interesadas maniobras del dinero grande, el que va al mercado y lo compra haciéndolo suyo, el que tuerce la ley para resultar favorecido, el que pone y quita dictadores en países secundarios y presidentes en países principales, el dueño de la tierra y el agua; ese dinero que varía el precio de las cosas y de los salarios a su conveniencia, produce el fenómeno sociológico de la inmigración.
Hablamos, nosotros tres, de los inmigrantes, desplazados puestos de dolorosa actualidad en estos días. Constante hormigueo de personas que llegan al valladar del Estrecho o a las alambradas de Ceuta y Melilla, frontera entre la Europa nutrida y la desnutrida África, muro de contención de una de las mayores desigualdades que se dan en el Planeta. Los telediarios muestran los intentos reiterados de saltar las vallas levantadas alrededor de las ciudades españolas del continente africano, resistentes muros opuestos por los gobernantes a quienes huyen de los jinetes del Apocalipsis. Son cuatro metros de alambre con púas afiladas, que las autoridades tratan de elevar a seis. Quinientos, mil y hasta mil quinientos mocetones de piel morena escalan a la vez los peldaños hechos de ramas cortadas en el bosque contiguo. Aumenta a diario el número de los defensores —policías, guardias civiles, soldados— y tienen orden de interrumpir el asalto o al menos de entorpecerlo. Se da allí, pantalla mínima del televisor, el enfrentamiento de los dos mundos existentes: el de los oprimidos y el de los, de una u otra forma, opresores. Campo de batalla universal: integrados y marginales.
Son desgarrones causados por el alambre de espino, descalabros derivados de las caídas, pisotones sufridos en las avalanchas, golpes recibidos en el forcejeo con los uniformados y disparos llegados por la espalda, aportación de los armados obedientes a la sinrazón. Son todo eso, constituyendo el penúltimo plazo de un portazgo que algunos comenzaron a pagar años antes, cuando salieron caminando de su aldea para atravesar tierras áridas, amigas y enemigas, apretando en la mano el salvoconducto del escaso dinero familiar, ariete mínimo opuesto a las murallas sucesivas. Los hay que sobreviven al penoso trayecto, pero en tan mal estado que con frecuencia envidian a los muertos su muerte anónima.
Es preciso sobrepasar el postrer grado en la escala de la desesperación para atreverse a intentar brinco tan comprometido. Hay que ser excelente atleta cuando se trata de encaramarse a lo alto, a los hilos de alambre erizados de púas hirientes. Tan sólo quienes oponen la mayor resistencia al dolor saltan desde arriba quedando en cuclillas. Únicamente los mejor entrenados son capaces de repetir los gestos en la segunda alambrada. Nada más que los tenaces y los afortunados logran pasar —carne desgarrada por las espinas, corazón rebosante de gozo— al otro lado, paraíso mentido, espejismo. Sólo los más recios lo consiguen, los más ágiles, los más rápidos, los más escurridizos, los más obstinados; quienes idean mejores estratagemas. Extrema y cruel selección de personal: quienes superan la ardua prueba del salto de la cerca, ofrecen la mayor garantía a los empresarios: diligencia productiva, capacidad para subsistir con casi nada, resistencia de horas y horas desempeñando oficios tediosos y agotadores, sometidos a una férrea disciplina un día tras otro.
El tono empleado por quien habla en cada ocasión, mi hermana, Teodora o yo, fluctúa dentro de los tonos grises hasta tocar el negro. Y es en esos instantes, cuando el negro se hace imán.
Desigualdades crecidas a diario
Intranquilos, dolidos, mi hermana, mi esposa y yo, abrimos camino a la conversación por los asuntos más penosos de la actualidad. Hay un dolor inconcreto en nuestro interior y, llamado por las palabras, aflora, se asienta durante un instante en los labios y, de ellos, sale, rodeándonos. Así que, a intervalos medidos, vamos analizando la realidad.
Sucede más allá del tiempo transcurrido, reloj y calendario quietos. Sea la fortuna esquiva o compañera. Ocurre a diario en el inframundo que pudo ser el Edén porque reunía condiciones, interior desvalijado del continente africano. En el punto de partida del emigrante, esperan los suyos asidos a una expectativa inconcreta que los libre de la incertidumbre. Las noticias del hijo valiente, del hermano mayor arriesgado, del novio que busca el dinero preciso para empezar a vivir, tardan en llegar o no llegan, perdidas en los vericuetos que gobierna el azar. Un recado dicho por teléfono a cualquier conocido, la carta fechada en una ciudad excluida de la ruta prevista, una llamada de socorro pidiendo ayuda para regresar en lastre o el envío del primer sueldo, animan a seguir esperando o resuelven la espera.
Nuestro diario batallar, habitantes originarios de este insensible mundo primero —perspectiva que se aclara y estatura creciente— ese salir adelante sin avanzar ni un palmo que nos hace desdichados, esa lucha despiadada que mantenemos por la hora y el metro inmediatos, sería, para los que llegan, un suave paseo a través de una arboleda. Es cierto, fuimos como ellos no hace tanto. Hemos pasado de convivir con bestias domésticas, a utilizar herramientas electrónicas, a comunicarnos con el resto del orbe en décimas de segundo y a depender de las máquinas. Sucedió la revolución tecnológica, fue avanzando en oleadas y nosotros estábamos aquí. Sin embargo, nos sentimos utilizados y tenemos motivos bastantes para quejarnos, para defender nuestro derecho a un trabajo remunerado con equidad, a un tiempo para la convivencia y el ocio. Y no estaría de más que, utilizando ese mismo criterio como vara de medir, viésemos a quienes vienen de fuera.
Las horribles matanzas que, desde el término de la contienda, se suceden a diario en Irak, ocupan un tramo de nuestra charla, tema introducido por mí con el solo objeto de conocer el pensamiento de mi hermana en calamidad tan controvertida, tan estudiada desde distintos puntos de vista. La primera guerra y la segunda. La segunda guerra y la posguerra actual. La actitud de los invasores y de sus aliados. La humillante captura del dictador, puesto y sostenido por quienes lo derribaron. Su inmediato juicio, bumerán que dará en las narices a los invasores, culpables, cuando menos, de hechos tan condenables como los del reo.
—La guerra me pareció un mal menor, —expresa Ángela—, pero ahora sé que no lo fue, que nunca es un mal menor la barbarie. Fiada del dibujo que hacían sus valedores, me quedó muy claro. Lo que no llegaba a explicarme era la postura de los que se manifestaban en contra. Puros adoctrinados, pensé.
Ahí estoy yo.
—Te entiendo. Sucede que los cerros tienen al menos dos vertientes por las que resbala el agua de lluvia. Nosotros solo vemos una, justo aquella donde nos encontramos. En el propio patio de manzana, en la plaza más próxima, en las calles cercanas a nuestro domicilio, se oye el runrún imparable. Es un avanzar de tortuga tozuda. Unas veces lo llamamos violencia doméstica, cuyas víctimas suelen ser mujeres. O inseguridad ciudadana: atracos, robos con fuerza, asaltos a los domicilios. Ahora florecen bandas callejeras, formadas por muchachos sin raíces ni lazos familiares, que tratan de encontrarlos en las pandillas, a tercias cofradías de símiles, partidas militares y sectas religiosas. Son falsas hermandades poseedoras de reglas propias, parafernalia privativa, liturgia intransigente y vestimentas integradoras del grupo, bandera excluyente y retadora. Matan o mueren los pandilleros con la misma indiferencia, con el mismo disfrute; porque sólo el peligro permanente los mantiene vivos. Abordar la vejez que han visto en los suyos, parece que no entra en sus cálculos.
—Visto así, este mundo es un asco. Pero Dios, omnisciente como es, además de omnipotente, estará a punto de intervenir; acaso ya haya empezado. —Expresa Teodora poco convencida, con la intención de halagar a mi hermana.
—Eso me temo, que esté a punto de tomar partido y se incline por los ricos como ha ocurrido otras veces. —Respondí al modo de quien lanza un exabrupto.
Noté que mis palabras provocaban en Ángela conmiseración. Estaba oyendo una blasfemia y la blasfemia salía de mis labios.
Sólo por torcer la orientación de la charla, peligrosa a su juicio, mi hermana introdujo el asunto de las victorias alcanzadas por un deportista coterráneo. Nacido en Oviedo, el más rápido de los que compiten en el arriesgado deporte del automóvil, posee coraje, pundonor y un objetivo primando sobre los otros. Se trata de un muchacho muy joven, agasajado hasta el paroxismo, que resistirá con dificultad el peso de los laureles.
Picoteando como pájaros en un campo de insectos, nos referimos a la avanzada preñez de la princesa de Asturias, de quien nacerá el heredero del príncipe, a su vez delfín del rey, jefe del estado en nuestro país, un país moderno que ha de corregir sus leyes para que pueda reinar una niña. Una pequeñuela que, en cuanto nazca, será, en contraste con los hijos de los emigrantes, engendrados y paridos al tiempo, alteza real con grandeza de España. Según parece, los asturianos sobresalimos en ámbitos muy variados.
Comentamos el eclipse anular de Sol previsto desde tiempo inmemorial con una exactitud admirable: las once menos dos minutos del día tres de octubre. Parece que todo se mueve allá arriba siguiendo un patrón conocido en sus pormenores, mientras que a ras de suelo nadie sabe a qué atenerse cuando se trata de imaginar el futuro inmediato. Cosa de risa: el orgulloso Astro oscurecido por su modesto satélite, la inusitada rebelión y el momentáneo triunfo de los alfeñiques, hábiles lanzando piedras por medio de una honda a la sien del gigantón engreído.
Lo dicho hasta esa hora nocturna y tardía, circunloquio desmesurado, teniendo interés por sí mismo, para mí no es más que un preámbulo, un calentamiento de conversador profesional que desea abordar temas personales definitivos. Lo es la vida poco o nada conocida de Ángela, cara oculta de la Luna referida a ella, las verdaderas razones de su conducta antigua. Pero descubierta mi intención, olfateado el intento, mi hermana da un airoso giro a su deslizar e, iniciando un bostezo educado, señal inequívoca de la llegada del sueño, disculpándose con la delicadeza que requiere el trance, se despide hasta el día siguiente. Luego inicia la subida a su alcoba, tierra de nadie o burladero.
—¿Vienes ya? —pregunta Teodora desde el lecho a modo de reto cuando, despertándola, entro en el dormitorio que ocupamos al ceder el nuestro.
—¡Ya voy! —contesto sin pensar, subido mi deseo a su demanda apremiante.
—Me agobias. No seas pesado, necesito un área de intimidad, un espacio mío para respirar y desarrollarme.
—De acuerdo, me voy a la habitación de Elías, ahora que está libre.
—Me tienes abandonada. Yo creo que he dejado de gustarte. Me parece que empiezas a avergonzarte de mí.
—¿Por qué dices eso?
—No seas cínico. Tú bien lo sabes. Si te pusiera un detective descubriría que me engañas con otra.
—¿Con quién? Si conocemos a las mismas personas…
—Con Mercedes.
—Pero si Mercedes es tu mejor amiga…
—Ya ves lo malvado, lo indecente y lo farsante que puedes llegar a ser.
—No seas niña…
—Sí, soy una niña, por eso te aprovechas de mí.
—Definitivamente, dormiré en la habitación de Elías.
Mi esposa y yo
Mi esposa, la paraguaya Teodora Aquino, avanza hacia el oscuro negativo desde el positivo nítido que fue. El tiempo y las circunstancias dañinas, entre las que incluyo mis actos hostiles, han acabado con la distinción que la realzaba. Soy testigo involuntario. Va perdiendo aquella apariencia noble de hija del cacique guaraní que la caracterizaba. Porque si no tenía vasallos su padre, obraba con el mismo imperio cuando favoreció mi apuesta frente a otras locales a la hora de pedir su mano. Era vanidoso y altivo el hombre que me aceptó por encima de cien pretendientes. Se lo agradecí en el fondo de mi corazón. Aún se lo agradezco. Mis actos hostiles, respuesta abundante, exagerada, o propia iniciativa sin otro arranque que la mala voluntad, habrán desarrollado en ella su efecto maligno, pues resulta ser muy sentida y sufre en exceso. Una a una las células todas de su cuerpo, muchacha exótica que amé con pasión, han modificado su esencia, agrietándose, perdiendo fulgor y humedad. Sin duda a mí me ha pasado lo mismo, pero incapaz de mirada interna no he podido apreciarlo. Además, el espejo frente al que me afeito siempre me sonríe al llegar al hoyuelo de la barbilla. Con ella mi rencor no resiste una hora. Recibo sus palabras punzantes o ásperas, y la herida cicatriza al instante, prodigio aún inexplicado. Guardo un sedimento emocional, una esencia intacta que procede de la adolescencia y alimenta los mejores recuerdos. Pues bien, ni ellos vencen a los que la muchacha cosió en mí al inicio de nuestra relación, cuerpo de suaves firmezas y agradable manera de ser. Primero sus manos, luego su boca y, por fin, su pudor de muchacha intacta o casi: así se me dio. Teodora es un año más joven, pero representa cinco. Le gusta arreglarse y salir arreglada. Le gusta gustar. Es elegante y lo consigue. Siempre ha ocurrido así.
Aún figura como empleada de tesorería en la empresa armadora que la contrató. Jefa de ese departamento en la Dirección Financiera, es cierto. Aunque muy por debajo de la Gerencia a que ella aspiraba hasta no hace tanto, fiada del respaldo representado por los títulos académicos obtenidos en Asunción y Buenos Aires, los conocimientos recibidos de los libros especializados, la experiencia acumulada en las labores directivas, su excelente memoria y la bien probada capacidad de concentración. La meta insatisfecha roe su interior. La ocurre en lo que se refiere a la acumulación de propiedades. Desea desde hace tiempo una villa junto al mar, amplia vivienda y parcela ajardinada. No hemos podido comprarla y, lo que ella considera un fracaso, la acoquina sin que en ningún momento se arriesgue a exteriorizar la razón. Me culpa de sus carencias relativas. De uno u otro modo, paga conmigo su frustración. La marcha profesional de los hijos, su relevancia social, no son más que prolongación de las nuestras. Sumando la dificultad de las trayectorias filiales, avance lento e inseguro, sufre. Mi propia persona se quedó en los peldaños intermedios de la escala social, cresta en la que me veía ascender y ascender. Valoraba, y mucho, mi dominio del idioma, de los varios idiomas, la escritura convincente, adecuada al lector. Añadiendo, la formación clásica unida a la moderna, los estudios complementarios relativos a la dirección de comunicación y el prestigio que lleva a los subordinados a actuar sin la imposición del mando. En todo ello basaba Teodora las aspiraciones de mis logros personales y empresariales. Sus deseos truncados han ido corrigiendo a la baja la importancia concedida a mis méritos.
En tiempos pensé, que mi hermana y Teodora se parecían como dos gotas de agua de distintos chaparrones. Ambas poseían orgullo y ambición. Facetas del carácter que, en su justa medida, favorecen el comportamiento y la imagen recibida por los demás. Luego recapacité. La ambición va, desea, espera, lucha; el orgullo ha llegado, acepta, es, se conforma. Teodora no se completará nunca. Está destinada a sufrir y, lo que me afecta de lleno, a hacer sufrir. La verdad, la terrible verdad es que ya no padezco con ella, no peno a su ritmo ni con su intensidad. Una pared he levantado, compartimentos estancos construí, un panal de abejas donde cada uno habita su cálida celda dotada de miel suficiente.
Miente con una desfachatez absoluta, y lo hace ante las cuidadas barbas del rey o las hirsutas del profeta. Se cree sus propias mentiras, defendiéndolas como si se tratara de versículos de los santos evangelios.
—Está muy bueno este bollo; esponjoso, suave…, y ese aroma, finísimo. ¿Lo has hecho tú Teodora?
—Sí, es muy sencillo; puedo darte la receta para que lo hagas en Gijón cuando llegues. Lleva harina, levadura, huevo, limón, miel y aceite de oliva.
Oigo esta conversación momentos después de ver en la bolsa de los desperdicios el envase que lo contenía. Va escrita la exacta relación de ingredientes que acaba de recitar a mi hermana. En el juicio final confesará, no me cabe duda, cien verdades nuevas, nacidas en el momento. Presentándose como inocente de las acusaciones divinas, se situará en la fila de los destinados a entrar en la Gloria del Padre. Y no será en los lugares últimos. Ocurre a menudo: niega haber dicho lo dicho hace un instante, y jura y perjura convencida de la rectitud de su testimonio. Olvida con facilidad, hierra, se confunde, anda desorientada, lo que se quiera decir. Y en esas circunstancias, carente de intención, estimo que no miente. El Señor de las Alturas y yo lo sabemos y la perdonamos. Nombro al Señor de las Alturas, eufemismo de Dios, porqué ahí le creo, en las Alturas, curioseando y divirtiéndose con nuestras dudas y nuestros enredos.
Compra mi esposa con fruición en las tiendas de ropa prendas que sólo se pone una vez, adquiere adornos para la casa en los bazares y bagatelas en los mercadillos por el sólo hecho de ver a su alrededor cosas nuevas. Teodora es el viento que sopla desde uno u otro sitio, es la nube que va adonde empuja el viento, es la veleta que señala su origen tornadizo. El cambio, la gobierna el cambio, la mudanza. Se aburre enseguida de la realidad deseándola otra, o la misma vestida de distinta manera. Su humor fluctúa a cada hora. Está alegre como unas castañuelas sin motivo aparente, o sin causa conocida sometida a la tristeza. Los jarrones se trasladan con facilidad de un lado a otro de la vivienda, los ornamentos componen cuadros variables; los muebles incluso, y los cortinones. Por el cambio se rige, lo mismo que el filósofo griego, ese Heráclito llamado por su concisión el Oscuro: todo cambia, todo fluye, todo es devenir.
—Pero si ayer dijiste.
—Ayer era ayer, y hoy es un día más tarde. Las cosas son como los ojos las pintan cuando las pintan. Ahora digo lo que digo y no hay más que hablar.
—Sí, claro; hasta nueva orden.
—Pues la tendrás nueva.
—¿Sabes lo que pienso de ti? Pues pienso que aún no ha nacido humano capaz de entenderte. Y también que, acaso no nazca en los siglos que le quedan al mundo.
—¡Bah!; pues no soy tan complicada.
Desprecia la lógica, el dos más dos tirano, de los calculadores. Y en ese mundo de las cuentas se mueve su oficio. No puedo explicármelo. La única razón imperante en sus actos es el propio deseo, el momentáneo capricho. La mueve la pretensión cambiante, el fluctuante interés por las cosas o las personas. Con todo, para conocer a Teodora, y yo me precio de intentar cada día ese conocimiento, es preciso saber que su verdadera vocación es la de actriz. No me refiero a una de esas actrices que repiten las tomas ante las cámaras de cine. Ni de las de teatro, que acumulan funciones dirigiendo sus pies tras la mejora de la dicción, tratando de resultar naturales, de expresar y trasmitir emociones, sobrepasando lo que se propuso el autor, corrigiéndolo, mejorándolo. No, Teodora llega más allá, es actriz permanente y sin pretenderlo, de manera inconsciente. Es tan actriz como persona, como hembra, como mestiza de mil mixturas intemporales. Está en su esencia el querer gustar como en cada uno de los seres humanos, pero ella sitúa esa preocupación por encima de todo. Aparecer ante los demás siendo quien desea ser, no como quien es en realidad, resulta una actitud que, según tengo entendido, le viene desde chica, desde el colegio de monjas, donde la quisieron igualar a las otras, postergándola respecto a las herederas de grandes fortunas entre las que no contaba. Teodora es Cleopatra y Helena, es Madame Curie y Agustina de Aragón, es la mejor de las mujeres, la más apreciada, la más temida, la más, simplemente. Y lo es sin esfuerzo, sin pretensión teatral, con naturalidad, porque sí. Yo lo sé y me desvivo aún, sin ningún resultado, por explicárselo.
—La lógica, ¡qué tontería! Solo sirve ara complicar las cosas, y dificultar el entendimiento entre las personas.
—Ya, pero mueve el mundo.
—Sí… Eso es lo que crees. Sucede justo al revés. El mundo pide razones que expliquen su continuo volteo. Y alguno las busca. Tú, entre ellos.
—Puedes tener razón.
—La tengo. Siempre la tengo.
Las raíces de mi esposa
En los primeros tiempos quise conocer el complejo e inasible espacio de su procedencia. Un territorio, dos regiones: oriental y occidental. Una nación, dos culturas. El español y el guaraní lenguas oficiales. Incipiente democracia tras consecutivos regímenes autoritarios, economía basada en la producción agrícola, cinco millones y medio de habitantes, la tercera parte bajo el umbral de la pobreza. Población muy joven, cuatro hijos de media por mujer, esperanza de vida aceptable. Engordé esa simplificación de manual con la pintura de la realidad que me hacían los naturales a los que me acercaba, gente de la legación paraguaya en Madrid. Pretendí afianzar los horizontes notorios y los imprecisos, descubriendo las costumbres ancestrales, propias de allá, más las desarrolladas a partir de las mezclas de la población. Aportes de los conquistadores, soldados y clérigos, gente corriente y moliente que huía del hambre reinante en nuestra patria o deseaba prosperar por encima de los convecinos. Hallé el rastro de emisarios del Cielo que buscaban almas para poblar los inmensos espacios desocupados, al tiempo que apuntalaban su propia salvación, la Gloria eterna. Quise conocer todo lo que afectara a Teodora, geografía por encima de la historia, una historia que yo ligaba a la nuestra sin tener en cuenta siglos y siglos de caminar guaraní, libre de injerencias foráneas. Procuré conocer cualquier estímulo que la llevara conmigo o la quitara de mi lado: la lengua indígena, la religión anterior a nuestra llegada, las armas, simples herramientas de caza con las que el indígena se enfrentaba a los mortíferos ingenios de guerra empleados por los invasores. Representantes, estos, de una civilización convencida de haber sido colocados por el Creador sobre quienes, en su opinión, quizá no fueron dotados de alma, ese soplo divino privativo de los de aquí. Ansié averiguar lo que arrastraba a la muchacha, lo que tiraba de su voluntad para alinearla con otras voluntades, sin olvidar ni un instante que su pasta había sido amasada y bregada con parte de la mía, y que la porción española hacía de contrapeso y jugaba a mi favor o en mi contra. Dos países representamos, dos civilizaciones que están destinadas a originar una nueva, hijos más mestizos aún, enriquecidos en todos los aspectos. ¿Debo tratarla como España trata a Paraguay en sus relaciones exteriores, a medias obligación histórica y oportunidad de beneficio? O al modo de los hermanos, como solemos decir cuando hablamos con la boca pequeña y los carrillos henchidos, partícipes a regañadientes de la exaltada y denostada hispanidad, una comunidad de pueblos que comparten bastantes fundamentos como para entenderse y caminar en una misma dirección tras el progreso común. Común, ahí está la dificultad. Contrarrestar los individualismos, ya sea entre personas, pueblos o países, ha resultado ser problema irresoluble. Ignoro si lo es y lo será. Es nuestra obligación intentarlo cada día, dos personas, tres, veinte; y seguir sumando convencidos. En un aspecto parcial, en dos, en tres, en veinte; y seguir ampliando los aspectos parciales del acuerdo. Recurrí a la literatura y, en la obra densa del mestizo Augusto Roa Bastos, hallé maneras de los personajes que si no eran las de mi esposa de ella las creí. Maneras del intelectual, del profesor, del corresponsal, del soldado, del proscrito; que el escritor puso sin querer o queriendo en su obra.
Visité Paraguay, más que nada por ella, tratando de añadir factores de juicio que me la descubrieran como es. El país no posee costa marítima, pero los ríos Paraguay y Paraná, navegables, le comunican con el océano Atlántico. Los vi desde el aire: argénteas cintas guiadas por el verdor intenso, doblándose en curvas, pugnando por enderezarse, por ahondar en el terreno; ensanchándose hasta alcanzar kilómetros y kilómetros. Maravilla que, sin quererlo, me conduce a la odiosa comparación. Pobre Manzanares, qué hilillo se hace en el cotejo impensado… Una vasta llanura vi, que al llegar a Brasil se eleva cuatrocientos metros de Norte a Sur, toma el nombre de cordillera de Amambay y acepta el encargo de marcar el límite a ambos países. No para ahí la ductilidad de tal prominencia, pues en el extremo inferior tuerce hacia el Este en ángulo recto de noventa grados, haciéndose raya de nuevo, admitiendo que la llamen cordillera de Mbaracayú. Espontáneo surge de nuevo el parangón, porque en cuestión de altura y resistencia vence el macizo de Guadarrama, que no es ningún gigante. Acostumbrado a los eriales y a la vegetación rala de mi país, me sorprendió el grito vital de las plantaciones de mandioca. Savia, advertí, y pujanza, en lo que eran cítricos, algodón, caña dulce, tabaco. También, frutas y pastizales, hierba mate, bosques de petereby, de guatambú, cedros. Vastos esteros de aguas infectas y tierras movedizas, potreros espaciosos. La región oriental supera con mucho a la occidental en medios de vida, y Asunción es una ciudad hospitalaria donde puede vivirse con poco.
Los familiares de Teodora se desvivieron por mí. A cuerpo de rey me trataron. Mientras tomábamos una infusión de excelente hierba mate, pregunté a mi suegro, el señor Simplicio, rostro serio con la misma nariz corva de mi hijo Elías, si, como aseguraba Teodora, luchó en la llamada guerra del Chaco, librada contra Bolivia a raíz de hallarse petróleo en la región boreal de esa enorme geografía. Su respuesta más eficaz resultó ser una carcajada.
—Quise, como cualquier paraguayo de bien, pero no admitían voluntarios de doce años en aquella leva.
Se tornó triste su semblante y prosiguió contrito:
—Si hubiera ido, qué cambiaría. Ganaron los nuestros la pendencia y un muerto o un herido más no hubiera servido a los políticos, torpes en la mesa de negociación, para conservar lo recuperado.
Trabé amistad con personas sugestivas, y encontré algún personaje en verdad pintoresco. El propio hermano del señor Simplicio mostraba una extravagancia en su irreprochable conducta, rareza u originalidad causante del mayor perjuicio a su bolsa, y no mucho, apenas el dispendio empleado en comprar uniformes. Una mañana vestía de chófer de familia rica y, al atardecer, de ordenanza de un ministerio. Otro día cualquiera, sin previo aviso, se disfrazaba de portero de hotel de lujo, con entorchados y gorra cuasi militar. Sabía deslindar la audacia de la temeridad, así que nunca fue general en activo ni obispo en su diócesis.
Conocí a Adalberto, el hermano músico de Teodora; una personalidad brillante que eclipsaba a quien se situase en su cercanía. Envoltorio y contenido me cautivaron en él. Todos los de la casa daban por hecho que nuestro paradero final de pareja recién casada iba a estar junto a ellos. Hablaban de una vivienda de la misma barriada, dos cuadras más allá, a la que ya habían echado el ojo. Era Teodora, quien, sin desengañarlos, hablaba admitiendo esa posibilidad. Descubrí impresionado que mi esposa gozaba de infinidad de amigos, entre los que se movían unos cuantos pretendientes antiguos que reconocieron con extraña generosidad su derrota.
Regresaba Teodora a lo suyo con suma facilidad en los primeros tiempos. Alguna vez la acompañé sometido a su deseo exigente. Se hizo a la idea de mi traslado voluntario, de mi marcha definitiva en pos de sus pasos. Y al no resultar la realidad como la había imaginado, trajo aquí, a nuestra casa, todo lo que en Paraguay forma el día a día. Mucho de lo popular, la música más que nada, canciones guaraníes como Campesinita Rubia o Flor de Guavirá. Leyendas del corte de Jasy Jatere, un genio travieso habitante de los troncos de árbol, atrayendo a los niños al soplar su silbato o tocándolos con el bastón. Buena parte de lo cotidiano, despreciado por ella hasta entonces por considerarlo propio de las clases bajas, comidas incluso, platillos que ella nunca se atrevió a probar: estofado de chancho, humita de choclo. Se hizo la encontradiza con emigrantes recién llegados, fue a su lugar de reunión, alzó la bandera patria y poquito a poco la fiebre remitió. Sin embargo, la idea del retorno anidó en su voluntad contrariada y, de un modo u otro, enfrentada o dócil, se fue cobrando mi negativa a complacerla.
Dos monólogos entrecruzados nuestras conversaciones de diario, las más frecuentes.
Mi esposa sí, y yo no; o viceversa. Aquí y allá. Vamos, no voy. Nada y mil.
Ella:
—Sucedió así.
Yo:
—Ni por asomo; sucedió asá.
—Has dejado prendida la luz del cuarto de baño.
—No he sido yo. Hace más de una hora que no entro.
—Habrás rozado el pulsador al pasar.
—O tú. Cuando llevabas el carro de la compra a la cocina.
—Yo camino erguida por el centro del pasillo. Tú vas de un lado a otro.
—Ayer fue la vitrocerámica y hoy el baño. Pero sucede que el sábado no echaste el cerrojo a la puerta de la calle. Y eso sí que es grave: el jardín estuvo abierto toda la noche.
—No entró ningún bicho. Además, a ti los bichos no te dan miedo.
—No, los bichos no me dan miedo, tus olvidos sí.
—Todo lo hago mal, según tú. Lo que pasa es que tengo la culpa de todo lo malo que ocurre en el planeta. Lo mismo da que haga una cosa o la contraria, nunca coincido con tu punto de vista.
—No es cierto, tienes virtudes, aunque destacan menos.
—Esa es virtud tuya por completo. Siempre encuentras defectos a lo que digo y a lo que hago. Rastreas y encuentras huellas sutiles que al instante denuncias con sorna.
—En el fondo lo que te molesta es mi presencia. Incluso he llegado a pensar que mi sola existencia te irrita.
—Me has quitado las palabras de la boca. Iba a decir eso mismo.
—Si no nos separamos se debe a que tenemos miedo a enfrentarnos a la familia, a los amigos, a la opinión de quienes nos conocen como un matrimonio modelo. Somos rehenes de nuestra propia imagen. Pero todo se andará, las gotas, una a una, acabarán por colmar el vaso.
—Es la inercia. Estamos juntos por inercia.
—¿Sí? Pues sabes lo que te digo… Acabaré dando un puntapié en la espinilla a la inercia.
Mi reflexión frente a sus emociones
Como verá el lector, no importa quién diga qué. Algunas de las conversaciones entre Teodora y yo no difieren gran cosa de la aquí reflejada. Una y otra vez volvemos a la misma pendencia. Nuestro matrimonio no tiene salida posible. Hemos llegado a ser antagónicos, ahora creo que nos repelemos. Así es. Pero en cuanto se aproximan visitas el disimulo suaviza el trato. Si duran lo suficiente empezamos a creer que las cosas pueden reorganizarse de nuevo. Aparecer mi hermana en la puerta abierta del vagón de clase turista, y hacerse la paz sobre las palabras broncas, sobre las contestaciones ásperas, fue todo uno. Se vislumbraba una tregua, y el pacto floreció listo para la firma, una firma tácita que a veces se borra por la noche, en el instante mismo en que Ángela se acuesta y nosotros ordenamos el salón y la cocina.
Nunca hay violencia que vaya más allá de la verbal, palabras duras y silencios hostiles. Los silencios se interrumpen en cuanto uno de los dos tiene algo que decir al otro. Los oídos siempre están atentos. Las palabras duras apenas hieren porque son habituales, sabidas de antemano. Creo que cuidamos lo dicho para evitar mayor trascendencia. Nuestras diferencias no llegan a tanto. Hay ratos armónicos, no lo duden. Incluso así, debimos desviarnos hace mucho tiempo. Cuando se empeñó en regresar a Paraguay, sabiendo que había de hacerlo sola, fue una ocasión excelente de ir cada uno por su lado. Es cierto, se opusieron demasiados estorbos. La educación recibida, el ejemplo visto en la familia cercana o escuchado sobre el proceder heredado de bisabuelos y tatarabuelos; la propia rutina, el miedo a la soledad y el respeto a los derechos de los hijos. Todas esas razones, una a una y en junto, nos trajeron al lugar actual, a la sostenida situación insostenible de ahora. Imagino que, en el interior, en el fondo, nos queda la confianza en un arreglo posible. Confianza nacida en las reconciliaciones constantes.
Pude vivir allá una temporada sin renuncias de importancia. Suponiendo que la vida diaria resultara aceptable. En esos lugares, como aquí, si se cuenta con sobrante, los obstáculos generalizados se aplanan. Hubiera pasado allí un año o dos, pero mis convicciones… Puedo culpar a mis certidumbres.
—¿Qué hay de los pobres? —me atreví a preguntar en la sobremesa de un día cualquiera.
—Los pobres pueblan todos los países, ya estaban cuando nací, quedarán aquí después de mi muerte. Son producto de la competencia, de la inexorable marcha de las cosas, ley de vida. Las personas somos muy distintas unas de otras. Los ricos y los pobres no se parecen ni en el aspecto físico. Produce este mundo individuos vagos junto a trabajadores, borrachines al lado de los abstemios. Conozco arrastrados, capaces de cualquier bajeza para subsistir, y personas que no se doblegan ante nadie. Hay ahorradores y manirrotos en la misma comunidad de vecinos, en el mismo rellano de la escalera, en la misma familia. Unos han nacido para ser soldados de infantería, y otros, generales a caballo. Unos, obreros de cadena, y otros, eficaces directores fabriles. Quien para gestionar la riqueza y quien para ayudar a crearla. ¡Así de simple!
—Esa realidad, apartada de las razones que la originan a diario y, a diario, la perpetúan, sirve para liberarte de los remordimientos naturales. No hay directivos añadidos a los numerosos obreros muertos en el tajo. Los de arriba obligan a los de abajo a estar abajo, se elevan poniendo sus pies sobre los caídos impidiéndoles levantarse. La sacralización de la propiedad y de la herencia son determinantes.
El influjo de la madre difunta, atiborrado de sucedidos externos, de añadidos inseparables, se revela en Teodora aún activo. Descendiente de familia poderosa, de pronto achicada, la buena señora aleccionó así a los hijos hasta su muerte. Así que añado:
—Es curioso, suele suceder que los hijos y los nietos de los pobres, son pobres; y ricos los hijos y los nietos de los ricos.
—Cuestión de las leyes naturales. ¡Qué se va a hacer!
—Hay pobres muy trabajadores y ricos que no han dado un palo al agua en toda su vida. El despilfarro de algunos ricos bastaría para sacar de su estado a cien, a mil pobres. —Concluyo en verdad dolido.
He tratado de comprenderla durante años, de encontrar una explicación a su comportamiento. Una y otra vez intento mirar por sus ojos colocando los pies donde ella los sitúa. Estuve dispuesto a congeniar, a compartir, a ceder, a iniciar de nuevo el camino; tomándola del brazo, de la mano, para conducirla o seguirla. Todo inútil. Pasa de un pensamiento a otro en un instante. Por eso no he obtenido ningún resultado. El caso es que, en determinadas ocasiones, creo caminar a la par, quizás ella un pasito antes o después. Al instante cambia de dirección y vuelvo a quedar desubicado, desorientado, perdido.
Guardaba una cierta reserva Teodora con relación a la visita de mi hermana.
—En Madrid, de ninguna manera. La recibiremos en Las Navas o no vendrá. Ya sabes que deseo estar con ella. Ella contigo y tú con ella. Los tres juntos. Yo de observadora. De contrapeso, si lo necesitáis.
La casa de Madrid, magnífica, esta falta de armarios y sobrada de ropa, por lo que su natural desorden presenta salón y habitaciones manga por hombro. Intento yo con buenos resultados, aunque de duración muy breve, llevarla al equilibrio entre espacio y objetos. El proceso se repite paso por paso: el cura de la parroquia recibe atados de prendas sobrantes y, animada por el desahogo nacido, inicia una reposición inmediata. El invierno pone en juego el ajuar más pesado, el más denso, las prendas más voluminosas, liberando sitio en los armarios. El verano arrincona lo que el invierno precisa, y los armarios, abarrotados, quedan impresentables. El galán de noche fue su regalo de cumpleaños en uno de los primeros de matrimonio. Vino, según ella, para que colocara a mano el traje del día siguiente. Pues bien, el galán de noche, ese mismo galán de noche, soporta en su armadura cuatro faldas, seis blusas y un abrigo. Bajo las camas hay maletas con ropa. Este sueño lo cuenta Teodora, apesadumbrada, como si la realidad estuviera en el origen de la anécdota. La propia Reina sujetó colchas, sábanas y mantas, caídas en cascada al abrir mi esposa el armario de nuestra alcoba, en la búsqueda incierta de un mantel digno de la Soberana.
Utiliza aún, tras los largos años de permanencia en España, palabras de allá, modismos propios de la América hispana o de su Paraguay querido. Dice pulpería o pulpero para referirse a la tienda y al tendero de abastos, comercio que siempre hemos dicho de ultramarinos.
—No pretenderás que yo, ultramarina como soy para ti, también lo diga; me estaría refiriendo a lo de acá, ¿entiendes? De todos modos, los que me conocen me han oído cien veces esas palabras y saben a qué me refiero.
—Ya, eso sí. Pero a veces…
Emplea pucha a modo de interjección, educada en colegio de monjas; y no sólo en casos extremos. Antepone pinche, calificando a cualquier sustantivo común, tangible o intangible tanto da, en su acepción de ruin y despreciable. Apúntate un poroto, me dice, cuando me expreso con una frase ingeniosa. Apúntate un tanto la digo por decir. Llama chacra a los caseríos castellanos rodeados de tierra de labor, a los cortijos andaluces, a las masías propias de Cataluña; y lo hace ante extraños que no la comprenden. En cambio, la oigo decir antier por antes de ayer o anteayer, y me alegra. Nacido en familia de pescadores, era yo un niño, aún vecino de Llastres, cuando escuché esa palabra evolucionada en labios de gente mayor. Tomo prestadas, sin ambages, algunas de ella, y digo alcancía en vez de hucha, o gayola con su significado de jaula o prisión. Doy y recibo. Si la enmiendo es sólo para que conozca cual es aquí el modo equivalente de decir las cosas.
—Llamo tu atención sin pretender corregirte, pues tan del común idioma son mis palabras como las tuyas, las de este lado del océano como las del otro
—No es cierto —discrepa— hablamos idiomas distintos. Nuestras hablas tienen en común un tronco esencial. Además de vivir en Paraguay, he viajado, pasando temporadas en otros países del sur. Me expreso en una lengua que es un fundido de lenguas. El resultado de mezclar los distintos léxicos llevados por los conquistadores. Andaluces ellos, castellanos, extremeños, aragoneses, asturianos, gallegos y los naturales de las demás regiones. Sumo las enmiendas y añadidos de las lenguas indígenas, de las africanas, de algunas europeas. Influyen en mi modo de decir la geografía y el clima. Ambos propician, en todas latitudes, la diversidad. Tú hablas una lengua encauzada, embridada, unificada por miedo a la disgregación regional. La Real Academia y sus correspondientes nacionales de América, partiendo de una gramática compartida, se limitan a incluir todas las palabras usadas por las gentes, en un diccionario que les da carta de naturaleza y señas de identidad. Pero seremos los emigrantes, en aumento evidente, quienes mezclemos igualando, porque se abre brecha, no te quepa duda. El idioma hablado acá, será cada día más nuestro.
Yo qué puedo añadir, si no me es dado mejorar lo dicho. Cuando se lo propone me deja boquiabierto. Sabe y sabe decir. Asegura que conoce palabras sueltas en guaraní, pero, modestia aparte, puede llevar adelante conversaciones simples. Tuvo aya nativa de la que aprendió, aunque muestra un pudor incomprensible a la hora de emplear ese idioma.
Antiguos conocidos reencontrados
Puestos por mí en antecedentes, Rosalía y Julio César nos visitan aprovechando la presencia de mi hermana, con clara intención de conocerla. Curiosidad propiciada por el silencio tejido con ellos en torno a la familia. Excepción fue, la confidencia surgida durante una velada navideña, celebrada en el club de prensa. Con todo, detalles, a todas luces insuficientes. Julio César es un colega, periodista como yo, que llegó a dirigir, o casi, la agencia de noticias estatal. Está casado, en segundas nupcias, con una asturiana divorciada de un hombre colérico. Subsecretario cesado por sus arranques de ira, en uno de ellos vapuleó al ministro que lo había nombrado. Cinco hijos juntan, es un decir, pues los muchachos ya son mayores y apenas se tratan entre ellos.
A mi ruego, cuenta Rosalía una anécdota que deja al azar en un consumado guasón. A Julio César y a mí nos unía una cierta amistad, mesas contiguas en la redacción de un periódico de los sindicatos estatales, cuando conoció a mi paisana. Me la presentó días después de aceptar ella la propuesta de matrimonio hecha en firme, es decir cuando la mujer se había convertido en su prometida. La veo agraciada, simpática, inteligente, de conversación fácil y cultivada sin grandes lagunas. Diez años más joven, Rosalía me gusta para él. Teodora los agasajó con una cena simple y apetitosa y, en la sobremesa, dentro ya de una charla distendida, al conocer la novia que yo era asturiano —su familia es de Mieres, aunque ella estudió en Oviedo y Gijón— quiso ahondar en la coincidencia, liberando el intento la memoria. Tuvo un pretendiente que llevaba Doro como nombre, y un apellido que, siendo el mío, no lo parecía, ya que ella, producto de un fallo de la memoria, le modificaba unas letras. Decía Álvarez, en vez de Albares. Nuestro hermano Isidoro, Doro en su juventud, era un oficial de relojería de estampa recia y rostro dulcificado por una sonrisa cautivadora. Discordancia que enamoraba a las chicas. Rosalía fue una de ellas. En Gijón, dos jóvenes de sobresaliente belleza y simpáticos a más no poder, estaban destinados a conocerse. Se conocieron, y hasta salieron juntos durante los tres meses de una primavera pasada por agua. El verano llevó a mi hermano a Oviedo, donde acababa de aceptar un puesto de porvenir. Era el de encargado comercial en una relojería céntrica, aledaños del parque de San Francisco, de la que se surtían las gentes principales de la ciudad. La agobiante responsabilidad de los primeros meses, es de suponer, añadida a lo escaso del tiempo disponible —descansaba los domingos y no todos— actuaron a modo de sedante, en una pasión que aún no había arraigado lo suficiente para resistir la falta de roce. No obstante, Rosalía arropa aquel recuerdo con una mantita de color azul, niño recién nacido incapaz de crecer como la concordancia prometía.
Tan chocante sucedido logra emocionar a Ángela, pues, de alguna manera, nos emparentaba con la agradable coterránea. Emocionada, lleva mi hermana la conversación por senderos que yo apenas había transitado, cuyas circunstancias se me fueron pintando a brochazos toscos. Ángela dixit:
—La familia es algo grande. En ella incluyo a los amigos de unos y otros, pues extienden su afecto a los demás miembros. Si por cualquier razón física o climática se hicieran patentes los lazos que nos unen, con su grosor real y la capacidad de resistencia bien visibles, además de la generosidad que transportan, descubriríamos una maraña de hilos, de cabos, cordeles y maromas que nos llenaría de orgullo y de seguridad.
Deslizó mi hermana este pensamiento con una delicadeza inusual, como quien deja la ropa acabada de planchar, sábanas libres de la menor arruga, lencería plegada por donde conviene al uso, tejidos delicados, en los cajones de la cómoda que los acoge sin dificultad. Y todo ello mirándome sin reserva, como si se dirigiera a mí por alguna razón que resultaba fácil intuir. La familia, dice, como si supiera de lo que habla. Más de una noche cerró la puerta de casa a Isidoro, joven juerguista llegado de madrugada, viéndose mi hermano obligado a deambular por las calles desiertas hasta bien entrado el día. Dejé yo el hogar paterno a los diecisiete años, y ella, persona mayor, no supo reaccionar de manera ajustada. Debió haber puesto remedio a la ruptura hace tiempo, si pensaba como dice pensar. Existiendo el afecto fraternal desde antiguo, la reacción se produciría de pronto. Puede que, habiendo padecido año tras año la separación, prometiéndose abordar el problema sin reunir arrestos suficientes, un contratiempo imprevisto, la muerte del esposo y su repentina soledad, como ejemplo tan solo, haya colmado su espacio de aguante. Puede que ocurriera de ese modo, latigazo interior, pero no lo creo. Entiendo, más bien, su disertación sobre la familia, como loa configurada en el mismo instante de pronunciarla. Con todo, me admira el valor literario, esa figura descrita con magisterio, sobre la momentánea visibilidad de los hilos de unión entre unos y otros, cerca y lejos, entramado capaz de mostrarnos, a cada uno de los habitantes del globo, en nuestra verdadera realidad social. Admirable, me digo. Ciertamente, admirable.
Hablando de conocidos reencontrados, di por cierto que Nicolás y su esposa se habían ausentado del pueblo, ya que no respondían a mis llamadas. Disponen de una vivienda de recreo en Las Navas del Marqués, barrio de la estación y, jubilados como están, pasan en ella largas temporadas. Ya no conducen. Van y vienen a Madrid en tren: hora y media lo menos, lento avance sobre traviesas de cemento que sustituyeron a las de madera sin que el efecto se notara en la velocidad. Al centro del pueblo los lleva un autobús chiquito, puesto por el Ayuntamiento para el servicio de los viajeros que parten o llegan. Recorrían Italia cuando quise hablarlos, país donde vive su hija mayor; una muchacha que disfrutaba en Milán de beca comunitaria, casándose allí con un químico sueco. La otra, la pequeña —tuvieron esas dos nada más— reside en Bruselas con su marido, un funcionario de la Unión Europea originario de Grecia. Coincidió Teodora con ellos la pasada Navidad a la salida de misa, porque, aunque cuentan con una iglesia moderna en el barrio, los servicios de la parroquia les parecen más completos y vistosos. Hablaron del cura y del horario de los oficios y, al mencionar mi esposa que, nacido yo en Llastres viví luego en Gijón, quisieron conocerme y la acompañaron. No piso la iglesia más que en bodas y entierros. Soy una especie de ateo que cree en el hombre y desea la armonía universal, puesta en peligro constante por la diversidad de creencias divinas. Con esos mimbres, y otros más cortos, he desarrollado una teoría sencilla de la que me valgo a diario sin mayores apuros. Llegaron a casa los tres y, tomando un piscolabis, nos fuimos concretando, restando tiempo a nuestra biografía, capas sucesivas acumuladas por los años hasta hallar coincidencia y punto de arranque. Nos hemos encontrado algún que otro fin de semana y, cuando supimos las fechas ciertas en que venía Ángela, nos pareció obligado procurar que se vieran. No estaban. Por ello terminamos dejando un mensaje grabado en la cinta magnética del contestador telefónico: cualquier tontería mal dicha como suele suceder. Me pongo nervioso si hablo a un aparato que no da muestras de entenderme, ni siquiera de oírme; que no pregunta para precisar los términos expresados o aclarar las dudas. Nada más regresar se pusieron en contacto con nosotros y, el viernes por la tarde, en el territorio aliado de nuestra casa, Nicolás conoce o reconoce a mi hermana. De joven vivió unos meses en La Calzada, nuestro barrio gijonés, aprovechando la estancia, al frente de la parroquia, de su hermano Celso, aquel sacerdote santo al que asistí en funciones de monaguillo, cuyo influjo resultó trascendental en mi vida. Mi descreimiento no es total, estoy convencido, debido a su influencia. Oía con interés inusual sus sermones, creyendo a pies juntillas sus tesis.
Salieron en plan de amigos Nicolás y Ángela en varias ocasiones y, si no llegaron a hacerse novios, hallaron no pocas coincidencias que lo hubieran permitido. Luego, el tiempo que todo lo tergiversa ordenándolo todo, los puso a recorrer espacios distintos, pero debieron de pensar el uno en el otro a menudo. Aseveración no hecha al buen tuntún, sino derivada de las palabras oídas de sus labios, en el encuentro que nos sienta en nuestra casa a comer unos dulces y charlar largo y tendido. Se lo cuenta como curiosidad a la esposa, quien, tras observar a ambos, dos ancianos que no están para muchos trotes, considera pasado el peligro y se ríe con ganas. Nicolás es médico especializado en deficiencias pulmonares. Se hizo cierto nombre cuando Franco agonizaba en el hospital de La Paz, donde él ejercía. Ahora considera aquella coincidencia como la acción más llamativa en que ha estado a punto de intervenir. Al contarla, pone un cierto misterio en la voz, como quien desvela un secreto que ha de seguir siéndolo por el bien de la concordia patria. Reprendió al yerno, aquel marqués arrogante con pinta de perdonavidas jaranero, quien, vox populi, aprendió a operar del corazón operando. Decenas de fracasos llevó a sus espaldas si es cierto lo que cuentan. Reconvino Nicolás al oportunista, cuando le creyó autor, ya cadáver, de varias fotos al dictador, un despojo cuya imagen entubada de animal descarnado hasta un tirano tiene derecho a ocultar. Razón había para la reprimenda, porque esas instantáneas, vendidas a alguna publicación, dieron la vuelta al mundo. Posee Nicolás convicciones humanitarias muy arraigadas, esforzándose hasta lo imposible por ayudar a las personas que, careciendo de dinero, precisan atención médica y boticas. A poco que se parezca al hermano sacerdote, un hombre sin tacha de los que por desgracia nacen muy pocos —generosidad a espuertas, donación íntegra, entrega personal, implicación de los sentimientos en los actos— sus obras de caridad no sorprenden.
De la época de Llastres al hoy en Las Navas del Marqués
La visita de Nicolás me trae el recuerdo imborrable de dos personas, buenas porque sí, a las que debo mucho de lo que ahora soy. Una de ellas se corresponde con su hermano, el sacerdote amigo a quien conocí en Gijón. La otra es el huésped ocupante de la mejor habitación de nuestra casa en Llastres. Don Celso, el párroco, falleció muy joven, tras sufrir los peores tormentos del infierno en vida. Ni una mueca de disgusto enturbió su cara, ni una mala expresión abandonó su boca. Palabras, las suyas, de ánimo y estímulo, me movieron en el sentido de sus pasos, línea recta hacia los desheredados. Don Sebastián, médico interino y mozo viejo, iba a casarse con una gallega que murió de fiebres de Malta cuando preparaba ilusionada el ajuar. Hecho luctuoso ignorado a conciencia por el novio, que la siguió escribiendo a diario sin obtener contestación. Realidad sometida a la lógica por partida doble, ya que, ignorante de la nueva dirección, nunca puso en el correo las misivas amorosas. Marinero embarcado, nuestro padre, en un arrastrero mediano, quien completó en mi persona la formación, el pupilo don Sebastián, entre ejemplo y consejos me facilitó una vara, sui géneris, de medir a los demás. Tal baremo poseía la facultad prodigiosa de medirme al medirlos. Cuanto mayor tamaño les reconocía, tanto más grande aparecía yo.
Aún hoy, medio siglo largo después, en mis adentros conservo la más grata memoria de aquel modelo de persona. Incapaz de desarrollar otra extravagancia, que la mencionada de las cartas sin expedición a una dirección desconocida. Paradigma para los cercanos y excelente médico rural, de los que sanan el cuerpo haciendo intervenir a la mente en el tratamiento. Contribuyó, a mayores, con un préstamo al pago de mi internado, el dinero equivalente a un año íntegro de hospedaje. Generoso adelanto, pues se encontraba a la expectativa de nuevo destino. Y no fue todo: si observaba algún vacío en la despensa, aportaba lo necesario para salir adelante.
Dijo, y me dijeron que don Sebastián dijo, en ocasiones similares:
«Total, soy el beneficiario, porque puedo dar al dinero la única utilidad razonable que tiene, la de remediar necesidades.»
Marchó al país vasco al tiempo de trasladarnos a Gijón, mantuvimos largo tiempo la amistad y, si ha muerto, nadie me lo ha dicho. Para él fue una cantidad notable de la devoción, que mis personalidades infantil y adolescente fijaron en los adultos: confianza ciega, concierto tácito y lealtad. Otra porción idéntica reservé para el desahuciado sacerdote, quien, conociendo su estado crítico, cedía los calmantes que le recetaba el médico a otros, mucho menos doloridos que él, mi madre entre ellos, aguantando a pecho firme los sufrimientos propios.
Es de comprender que, si descubriera de pronto a don Sebastián fingiendo su conducta, haciendo de la vida un constante disimulo, y la verdad tejida en torno a él resultara una gran mentira; la fortaleza que me sustenta, la autoestima, la confianza puesta en los demás, mis profundos convencimientos sobre la bondad de la existencia y su objeto, se desmoronarían. Si de manera casual hallara yo pruebas de un pasado embeleco, el saqueo realizado por el médico culto sobre el patrimonio de un inválido, analfabeto para más inri, en el momento de la sanación —incapaz mi admirado amigo, como aparece en la imagen de él conservada, de pedir al propio esfuerzo un provecho que fuera más allá de lo imprescindible para subsistir— se comprimiría mi emotivo corazón hasta alcanzar el tamaño de una cabeza de alfiler. Los nobles sentimientos, aun los más arraigados, iniciarían un repliegue haciendo de mí otra persona muy distinta, falta de fe en la humanidad prolongada a través de los tiempos todos.
Discurrirían los hechos por el mismo sendero de peñas puntiagudas, salpicadas de cardos y zarzas, si en vez de nacer mi decepción del comportamiento perverso atribuido a don Sebastián —tan improbable como el correr del río hacia la fuente mínima desde el mar inmenso— me viniera el desengaño de la conducta indigna de don Celso, santo paradigma de santos, del que fui monaguillo con satisfacción y aprendizaje.
Si alguien, de mucho peso, sirviéndose de testimonios fiables en su totalidad, me demostrara, sin resquicio alguno de duda, mi error. Si alguna autoridad sabida infalible certificara que don Celso no fue como creo, que el sacerdote admirado y querido por todo el barrio —gente con un buen pasar y obreros que no enlazaban los salarios a no ser de fiado— se entregaba a pasiones incoercibles e inconfesables… Si llegara a saber que el buen párroco —generoso abastecedor de ropa y calzado a los niños pobres, a quienes facilitaba cuadernos en blanco y los trocaba por cromos y chocolate cuando se los devolvían llenos de dictados y cuentas, cumplidos de trabajo y progreso— si él, digo, a ocultas penetraba en antros de pecado… Si de hombre tan santo me llegara, surgida de un denunciante ecuánime hasta la médula, una tardía acusación de usura, y lo viera prestamista de los desesperados a interés abusivo, empleando los réditos en el pago de deudas de juego… Si tan raras circunstancias exigidas por mí se dieran, el irresistible choque de la nueva realidad quebraría, confiado yo y desprevenido, la dura roca de mis creencias tan bien asentadas. Brutal topetazo equivalente al asestado por la locomotora del tren que me llevó por vez primera a Oviedo, si poniendo en juego toda su potencia y la estridencia del silbato acumuladas, chocara de frente con mi frente.
Pues bien, lo increíble, lo irrealizable sucedió. No en sus hechos, claro está, descritos tan sólo a título de ejemplos extremos; aunque sí en sus efectos, en sus desastrosas consecuencias. Fue el día diecisiete de enero, festividad de San Antón, a mediados de siglo, cuando el golpe de mar se llevó lo más florido de mi hijuela en la herencia paterna, y acudí a mi hermana solicitando una revisión compensadora. Fallecido don Celso porque su cuerpo se negó a absorber más dolor y rogó al principio vital que lo abandonara. Trasladado don Sebastián a un hospital de Bilbao por puros conocimientos médicos. A mis diecinueve años, estudiante de periodismo, sentí un impacto tan sorprendente, tan perjudicial para mi plenitud, tan disgregador de mi persona como el que sentiría si don Celso y don Sebastián, puestos de acuerdo, de manera simultánea, me defraudaran. Ángela se cerró a cal y canto a cualquier modificación que alterara el reparto consentido de la herencia, dejando mi legítima en nada, propina de infante, limosna al necesitado.
Ha llovido mucho desde entonces, incluso donde apenas llueve. Ha nevado en exceso, incluso donde nunca nieva sin error del clima. Sin embargo, ahí están los cárcavos labrados por la erosión. A nadie he contado jamás este dolor íntimo. Ni a Teodora, ni a los hijos. Lo he llevado en el interior sombrío como plomo ardiente y, a veces, acunándolo a modo de evocación íntima, junto a la memoria debida a nuestro padre y a su denodado ejemplo.
Regreso a un presente destinado a ser conciliador
El tiempo es una medicina tomada sin pausa hasta terminar el frasco. Allana montañas y restaña heridas. También oculta caminos y convierte en polvo rojizo, herrumbre creciente, las rejas del hierro más sólido. El tiempo sedimenta las aguas revueltas y procura el olvido. Efecto de su paso remolón, es la cicatriz aparecida sobre las heridas viejas en estos días compartidos con Ángela, huésped de honor en Las Navas. Hay voluntad de agradar y, al manifestarse ella conocedora de los lugares ligados al Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, modifico el programa de visitas minuciosamente establecido.
«Recorrí,» dice, «todo lo interesante en una de las excursiones realizadas en compañía de Félix.» Se refiere al anticuario solterón, a quien siempre sospechamos casándose con ella para obtener gratis lo que su madre, doña Angustias, conseguía pagando. Hablo del esmerado trabajo de mi hermana en la casa y en la galería, las ideas acertadas que enfilaban el negocio por el camino rentable, su presencia confortante y protectora. Confiesa Ángela haber subido al pie de la enorme cruz en El Valle de los Caídos, llegando, además, a lo alto del Puerto de la Cruz Verde.
—Ves lo cerquita que estuvimos… —Se la escapa sin intención y, percibida la voluntariedad de mi silencio, recuerda cauta el mirador de la Cruz Verde, desde donde descendieron para contemplar el Monasterio a sus anchas por todos los lados.
Puede decirse, en consecuencia, que la conduzco a los dominios de El Escorial con el solo objeto de asistir a la representación de La flauta mágica, ópera de W. A. Mozart, que supongo aún en cartel en el Coliseo Carlos III, situado en San Lorenzo. Dada su ignorancia de lo relativo a ambos lugares, municipios de arriba y abajo, explico a Ángela lo dicho otras veces a mi esposa. Del primitivo pueblo, en cuyo término se hallaba la Herrería —finca comprada por Felipe II para levantar el famoso palacio, templo y mausoleo— se desgajó el poblado que daba cobijo a los trabajadores de la obra interminable. De modo que una, antigua, el Escorial, y otra, nueva, San Lorenzo de El Escorial; hoy existen dos villas contiguas que podrían ser una sola si los vecinos quisieran. Llegados al Coliseo Carlos III descubrimos con desagrado que, clausurada la temporada veraniega, han cerrado sus puertas. Por lo que mi hermana, a quien se lo había descrito como una pequeña maravilla cercana a las grandes, a más de la obra se vio privada del marco. Es un precioso edificio que posee los valores añadidos del origen y la antigüedad. Obra de Jacques Marquet, arquitecto francés, sigue el estilo de los teatros franceses y napolitanos, siendo inaugurado en 1771. Meritorias circunstancias agregadas al interés ya sentido por ella, de modo que la frustración fue doble.
Cumplido el viaje y sobrados de tiempo, la llevamos mi esposa y yo, refunfuñando por lo bajo, sin ponernos de acuerdo, a la silla de Felipe II. No más que una piedra labrada a martillazos toscos junto a rocas intactas, nacidas al principio de la solidificación del Planeta lo menos. Teodora es partidaria de mostrársela, y yo califico de solemne tontería la propuesta.
—Ya ves que prodigio de la cantería: la silla de Felipe II. Tras nombre tan pomposo se esconde un montón de pedruscos apartado del pueblo, en un lugar que, a mí, conocedor de la zona caminando, me resulta laborioso encontrar.
—Preguntaremos. Cualquiera nos dará indicaciones. Merece la pena, desde allí se domina un bello paisaje serrano, descubriéndose el Monasterio desde el lado suroeste, muy distinto a los otros.
Sin dificultad, llegamos a la base en el coche y, tras andar unos metros, nos encaramamos a la pétrea cresta. Ángela mira y mira, girando sobre sí. Es cierto, se ve lo que Teodora dijo que se vería.
—Tenía yo razón, la silla es una piedra a la que unos canteros dieron tres o cuatro golpes, destinados a mostrarla, por anticipado, a quién iba a soportar. Un hombre melancólico y pesaroso, sumador de su peso al peso de la responsabilidad ante Dios y la historia. Para mayor contrariedad, paciente de gota, doloroso tormento por demás intolerante. Incluso al roce de la tela, pues se le hacía insufrible.
—La razón me corresponde a mí. La vista es magnífica: una enorme masa forestal y el ángulo abierto del Monasterio, perspectiva imposible desde otro espacio. No debía ser mi idea tan necia como aseguras, cuando tu hermana observa con entusiasmo el panorama desde aquí dominado. —Dice Teodora con la boca achicada por la mano que la tapa a medias disimulando.
—Se hace la complacida, no creas; solo para ser complaciente.
De vuelta a casa, mientras ayudamos a Teodora en la disposición de lo necesario para la colación previa al descanso, entramos los tres en una charla que arranca, parece natural, del retazo de tiempo dejado a orear por la Historia en las laderas del macizo granítico, hechos memorables y sus protagonistas. Ellos fueron Felipe II y Francisco Franco, dos mandatarios dispares que, sin embargo, reposan muy cerca el uno del otro. Damos un repaso somero a esas páginas viejas, cuajadas de sombras, parcialmente esclarecidas por las luces de la investigación. Así se podrán analizar con mayor rigor y transparencia. De allí llegamos al hoy ambiguo, democracia imperfecta que ilusiona y desencanta, decepciona y encandila. Dos mitades variables de la población contrapuestas.
—Así y todo, ni punto de comparación con mi país, incluso fijándonos en toda la gran extensión iberoamericana. —Dijo Teodora, quizá para conformarnos.
—Militares que van y vienen a temporadas, y en los intervalos, virtuosos ilusionistas que hacen desaparecer la riqueza nacional sin dejar rastro.
—Y la Iglesia Católica ¿cómo reacciona?
—La Iglesia, calla; qué puede hacer…
—Calla y asiente cuando no colabora con los malandrines. Posee una habilidad asombrosa para descubrir en las contiendas el bando vencedor. Utiliza, a mi entender, un sentido intermedio que combina el olfato con el tacto.
—Teodora, no hagas caso; mi hermano bromea.
—Sí, bromeo. Aunque la broma me sale del alma.
—Del alma hablas, y no crees en ella.
—Es cierto. Mente o psique llamo a lo que tú dices espíritu, lo habrás observado estos días.
—No hagas caso, Teodora. Aparenta ser un descreído, pero fue monaguillo de pequeño y estudió en un colegio de frailes.
—Lo sé. Los que mandan lo saben. Lo emocional domina al pensamiento a la hora de actuar. Ladra, pero no muerde.
—El espíritu es cuerpo, no hay otra cosa. Son reacciones químicas las que producen las pasiones de los enamorados, lo que llamáis amor. Reacciones químicas desencadenan la piedad y el heroísmo. Descargas eléctricas trasmiten las órdenes del cerebro a los órganos encargados de la acción. Sin embargo, todo ese combinado físico—químico necesita una chispa que lo ponga en marcha. Tienes razón, la buena educación recibida en la niñez, nos deja a disposición de los hipnotizadores. Basta con que pronuncien la palabra clave para que actuemos según su dictado.
Sin dejarme terminar la perorata, las dos gatas sacan sus uñas, saltando sobre mí con la piadosa intención de arrancarme los ojos. ¡No resulta divertido!
Acontecimientos que han ido imprimiendo mi manera de ser
Someto yo, tras arduo esfuerzo, unas ganas irresistibles de conversar con mi hermana. Acecho el momento oportuno de satisfacer mi curiosidad, libación a libación, hasta llegar al fondo, hasta la raíz oculta de lo ignorado. Así que, retirados el frutero y la jarra del agua —me corresponde levantar la mesa en el reparto de tareas domésticas— recogidos los platos, vasos y cubiertos usados en la cena, colocados en el lavavajillas para el bañado inmediato y, reintegrados mantel y servilletas al sitio habitual del armario, es Teodora quien decide acostarse. Ocasión que me viene al pelo para pedir a Ángela su memoria anterior a la mía. Lo conocido en razón de su edad o por ser la mayor de los hijos, muchacha facultada para entender las insinuaciones, para interpretar las medias palabras, aquellas que una vez oídas nunca se atrevió a repetir delante de nadie, quizá por considerarlas secretos de familia. Complaciente o resignada, no sabría decirlo, inicia la exposición en los padres: Emiliano y Begoña, tan disímiles, cortados por un mismo patrón y confeccionados con distintos tejidos, estameña y paño de vestir.
—Madre, una mujer de hierro que se cimbreaba al paso del viento inclemente, un espíritu acerado que la Naturaleza dotó de cuerpo débil. Una piedra preciosa con apariencia de cristal, que padre tuvo la suerte de distinguir. En la casa de los abuelos ordeñaba a las vacas recién ordeñadas, sacando más leche que el propio vaquero. Se pasó la vida abrillantando nuestra existencia de niños pobres para que pareciéramos ricos, suave gamuza de sus manos e insistencia incansable. —Son las exactas palabras que oigo decir emocionado, y ya dentro de su pausa, digo:
—Poco sé de ella, tenía yo once años cuando murió; pero recuerdo su lenta agonía, dolorosa, inacabable. Me basta un pequeño esfuerzo para sentirla disolverse en gritos desgarradores, que aún retumban en mi cabeza arrancándome el corazón.
—Es cierto. Y eso que don Celso, el hermano cura de Nicolás, no sé si lo sabes, se privaba de los calmantes prescritos por los médicos para mitigar los de ella. Por eso, madre no sufrió tanto.
—Lo sé y, sin embargo, ignoro el conducto por donde me vino la noticia de esa generosidad. Me falla la memoria. No recuerdo el nombre del mal que la llevó a la tumba.
—No te apenes, incluso los médicos lo ignoraban, según creo. Recetaban paliativos hasta ver, y no vieron. Era el vientre. El vientre se la despedazaba como con garfios, garras de animal carnicero. Así lo expresaba.
Los recuerdos aflorados hasta alcanzar el brocal del pozo y, los aún no rescatados por la rebañadera, se rinden con la esperanza de llegar a la boca de mi hermana. Van saliendo al aire en forma de palabras tumultuosas, avasalladoras, avasalladas. Mis oídos ingresan en la mente lo escuchado —ahorros de muchacho en la hucha, abierta hace tanto tiempo y, hasta ahora, casi vacía— impresiones que acaban ocupando con alboroto su sitio justo, el reservado bajo el cartel de su nombre, Begoña primero y, después, Emiliano. Padre, una persona instruida por la vida, por las conversaciones y las lecturas. Trabajador incansable de sus cosas, de sus convicciones; la persona menos práctica que haya existido. Perseguidor de la libertad y de la nobleza de conducta como aspiraciones únicas, acaso cebos o señuelos de otros situados en lo alto, según dice Ángela con mayor y mejor perspectiva. Independencia y honestidad, golosinas prendidas en el anzuelo, utilizadas por el poder para separar a los cómodos de los incómodos. Mirada alta y límpida en una cabeza hormigueante de ideas y proyectos, utópicos acaso, pero, en su propósito firme, alcanzables y hacederos.
Amaba la mar como nadie, de la pesca sabía una enormidad. Todo ello oí de sus labios y lo mantengo fresco. Emigrante joven junto al abuelo, circunstancia ignorada por mí, trabajó en Barcelona. Allí se nutrió de doctrinas nuevas, teorías aprendidas en cenáculos oscuros cuyo ejercicio presenciaba en el tajo. El sindicato ácrata, luz y ruido inseparables, que, a él, deslumbrado por la luz, sordo a los ruidos y opuesto a ellos, lo llevó, simple teorizante, sin apenas darse cuenta, a la insalubre celda carcelaria. Privado de la libertad que era su dios, ni la bazofia que le alimentaba ni los roedores con los que la compartía, añadían sufrimiento al sufrimiento. Las ideas inconformistas prendían con fuerza entre los obreros asturianos, gijoneses, de las áreas pescadoras y mineras, en suma. Muchos eran los deseosos de emplearse a fondo en ponerlas en práctica y en difundirlas. A mi padre le angustiaba la inactividad forzosa de la celda. El mundo sindical rebullía, mientras él permanecía en el dique seco del astillero, bou arrastrero varado, marinero en la recóndita sentina.
Ángela y yo, prodigio del azar sorprendido, aceptamos ahora los papeles de confesor y confesado. Sus labios y mis orejas persiguiéndose, alcanzándose sugerentes, seductores, atraídos. Vamos empujando y tirando de las confidencias, oxígeno de reserva para los años venideros. Las explicaciones, piedras arrojadas al fondo de la ciénaga que me engulle para acortar su hondura, palabras encadenadas que se escoltan unas a otras. Por fin me encuentro en el escenario tantas veces idealizado.
—Padre y madre tan unidos, tan hechos el uno al otro, tan abarloados. Nosotros, sus tres hijos, somos el resultado de aquel encuentro, de su convivencia. De ellos sacamos el pensamiento y la acción. Yo, más parecida a madre; tú, como padre. Isidoro una mezcla mal bregada, contemporizador, proclive a los sesgos de conducta. Sí, en el centro de los tres, él, una buena persona desviviéndose por gustar, por ser aceptado. Un seductor deseando ser seducido, un amante que pretendía ser amado. Tú y yo, extremos que, por fin, se encuentran.
«Ninguno tan pobre que necesite venderse, nadie tan rico que pueda comprarlo.» Llevo ese lema grabado en el alma, frase enigmática que hasta ahora no he sabido interpretar. Era su máxima, pero también su mínima.
«De cada uno lo que pueda dar, a cada uno lo que necesite.» En estos dos pensamientos se cerraba su ideario social, su manera de entender la existencia en común. Propiedad sí, pero compartida. Orden sí, pero voluntario. Lo dejó escrito en hechos. «El camino es espacio y a la vez es tiempo, es aprendizaje y es enseñanza, magisterio que los propios alumnos alimentan.» Nos lo dejó dicho.
Ahora lo sé: Mi padre escuchaba antes de hablar, pensaba antes de hablar. Así era su costumbre, su manera de ser. Caminó —tierra y mar— por pasajes abiertos sobre sendas borradas. Aprendía de sus propios errores, trazando al paso los mapas que habrían de servir a otros. El caminante tiene esa ventaja sobre el sedentario. El que va, ve y, si piensa, puede animar a moverse a quienes sólo esperan una seña para acompañarlo. Hay camino para todos. Hay caminos en cualquier dirección.
Como gozando de la posición ventajosa en que la coloqué, Angela desgrana su revelación al ritmo que la viene en gana, a salto de mata, sin orden ni concierto aparentes, siguiendo una cadencia irregular buscada para zarandearme haciéndome cavilar. Padre estuvo en la cárcel desde los veinte a los veintidós años, por culpa de un vecino que le acusó en falso de guardar armas en casa. No fueron a por él a cosa hecha, no era tan importante como los cientos de detenidos por entonces, personas relevantes muy significadas. Se conoció lo ocurrido tiempo después de morir el acusado inocente, cuando el acusador, un intolerante religioso, lo dijo. Agonizaba el delator, Ángela fue a preguntar por su salud y, arrepentido o no, con el objeto de arrancar de la conciencia tan dolorosas espinas, de limpiar de borrones el salvoconducto del alma, confesó el falsario su mala acción. Avanzaba a buen paso la dictadura de Primo de Rivera en la supresión de derechos ciudadanos y, deslegalizado el sindicato libertario, aunque no encontraron las armas buscadas, descubrieron que el denunciado escribía en el periódico de la CNT, delito suficiente para confinarlo en un presidio.
Murió padre sin conocer el asunto aquel de la denuncia ni la identidad del denunciante. Quizás fuera así mejor. A modo de anécdota lo hubiera contado el protagonista si venía al hilo de lo hablado, si del relato se desprendía utilidad para otros. Los otros, punto de apoyo de la palanca elevadora del ánimo de sus hijos, de la propia estima, orgulloso él de sus actos y hasta de sus esperas. Aunque los hijos mayores lo hubieran oído como lluvia inverniza, lo recibían con alborozo mis oídos de agua salobre y tierra reseca, considerando meritorias y valientes sus prácticas, dignas de estudio las proposiciones en que las basaba. El día trece de septiembre —arranque de la dictadura tras el golpe de estado acordado con Alfonso XIII, rey de amplias tragaderas— contaba para él como una fecha nefasta. Más aún que el día del ingreso en la cárcel. Pues, en su opinión, la lucha obrera —debido al colaboracionismo del sindicato UGT y del Partido Socialista, ambos bendecidos por el Directorio Militar— quedó mal herida. Iba a costar volverla a los tiempos heroicos.
Lo que quise ser, comienzo de lo que fui.
Quiero ahondar, bajar al pozo hasta llegar a la cara limpia del agua, hasta su cuerpo líquido, para comérmela a mordiscos que sacien mi sed de manera definitiva. Iré licuando mi interior más rígido, cartílagos, huesos, enseñanzas estrictas del internado. Mas Ángela, arguyendo un cansancio que no aprecio en sus ojos abiertos, en sus mejillas frescas, trata de retrasar una transferencia a la que yo, heredero, al fin y al cabo, creo tener derecho. Necesito conocer las circunstancias precisas de la muerte de padre, el porqué de mi hijuela esfumada. Lo que sí dice —acaso por complacerme, para callar mi insistencia; pero que yo recibo como revelación divina— es que el hombre justo me prefirió a ellos dos. Eran gestos simples que iban más allá del trato condescendiente con el pequeño, que trascendían los mimos debidos al infante. De modo que no es de extrañar en mí una admiración agradecida. De ahí que, mis expresiones corporales, mi forma de hablar, mis andares, sean calcados a los de padre. Por lo que me va conociendo, la oigo decir, hasta la manera de ser tiene un parecido acusado. Hija atormentada por los peligros que perseguían a la familia, lo entendía ella de pronto, en aquel preciso momento, tras vivir años y años en la mayor ignorancia.
Con sumo cuidado, para no despertarla de su sueño avanzado, penetro en la cama tendiéndome junto a Teodora y, orgulloso y comprometido a un tiempo, dando vueltas a lo oído a mi hermana, tardo en dormirme un buen rato.
Por propia conformidad, voluntario, sólo me someto a los dictados de la lógica, de la razón. Es verdad. Heredé de mi padre cierto espíritu ácrata: esa resistencia a obedecer, carentes de razonamiento, las órdenes de quienes ocupan los puestos de mando. Si no saqué de él mi nombre, ahora puedo decir que tengo su carácter. Es más, de la manera de ser recibida, me viene el deseo permanente de independencia. En la elección de estudios tuvo mucho que ver el gusto por la autonomía. La profesión de comunicador elegida, si bien me sometía en términos amplios a los dictados empresariales, tanto en el último empleo como cuando era redactor de noticias, me permitió trabajar siguiendo la propia iniciativa, sin que un jefe me marcase la agenda y los horarios.
Andaba yo cerca de los catorce años cuando leí por primera vez El hombre que fue jueves, acaso el mejor libro del londinense Chesterton; convertido luego en lectura recurrente. Por aquel entonces, muchacho en busca de raíces y orientación, conocí la historia anarquizante de mi padre. Concluí uniendo cabos e imaginé a los libertarios como personas ingenuas, niños grandes deseosos de adecentar un inmutable e impasible mundo injusto. Supe de un consejo anarquista formado por policías infiltrados, que ignoran la verdadera identidad de los compañeros. Excéntrico y extravagante, Gilbert K, el propio autor, encarnación del enorme Domingo, con su exuberante humanidad reducida, fue para mí el prototipo de anarquista flemático y pacífico, más dado a teorizar—elucubración y parloteo— que a actuar. Lo veía así a poco que forzara la imaginación cerrando los ojos. Trataba el orador de renovar su auditorio por el sencillo método de cambiar de taberna o de parque, alejándose tan sólo unas manzanas de Fleet Street subido a un coche de alquiler que luego olvidaría, dispuesto a relatar aventuras fingidas y logros imposibles.
Me tuvo distraído algún tiempo esa idea recién conformada del anarquista, desprendida de tales lecturas y, hasta bien avanzada la juventud, no conocí el quid de la cuestión. Estudiante de periodismo en Madrid, tiempo aún de mi autocrítica prolongada, empleado a tiempo parcial en labores de despacho o desgastasuelas en los barrios lóbregos en busca de sucesos noticiables, fui consciente de lo que pasaba en las calles y en las alcantarillas. Me llegaron algunos textos clandestinos, menos románticos que los de Chesterton por ser reflejo nítido de la realidad adversa, copias nocturnas redactadas en silencio e impresas a ciclostil. Me fue revelado el leitmotiv de la obra que unos pocos esforzados subrayaban. Por mediación de un tipógrafo comprometido con la lucha obrera desde el punto de mira anarquista, quien estableció conmigo una relación de simpatía derivada de la profesional, conseguí hacerme con libros de Proudhom: ¿Qué es la propiedad? y Filosofía de la miseria. De Bakunin: El catecismo revolucionario, El estado y la anarquía, Dios y el Estado. De Kropotkin: La conquista del pan, Memorias de un revolucionario. Esos títulos, lo veo ahora, constituían en sí mismos una provocación para la dictadura imperante y, bastaba su tenencia, para ser condenado a prisión durante años.
Ne quid nimis: Nada en exceso. Seguí un orden creciente en el aprendizaje, avanzando sin prisa, volviendo de cuando en cuando sobre lo ya andado. Mediante ese método comprendí que el motivo central de tales libros era el hombre, que el hombre era el verdadero busilis de la cuestión. El hombre, un ser arrogante que cualquier virus filtrable puede transformar en mero polvo. Igualitarismo libertario, colectivismo, solidaridad, justicia social, distribución equitativa de la riqueza, manumisión obrera: estuve de acuerdo en casi todas las propuestas teóricas. También, debo señalarlo, en flagrante discrepancia con algunos procedimientos puestos en práctica para sacarlas adelante. En concreto, los que buscaban la destrucción del edificio existente, dado por inservible, antes de edificar otro válido utilizando como cimientos sólidos los escombros prensados. Oponiéndome al ejercicio de la violencia sobre cosas, personas e instituciones. Entendía, lo sé ahora, que la violencia es agua embalsada y, rotos los diques, nadie puede encauzarla de nuevo. De modo que, si la violencia ha de ser ingrediente del cóctel, habrá que oponer a la injusticia otros arietes que la imaginación descubra o tendremos injusticia para largo.
En esa época ajetreada de estudiante y periodista de a pie, convencido por el testimonio favorable de dos lectores que salían, me registré en la biblioteca del barrio. En las horas libres hurgaba en su rico catálogo, rastreando la trayectoria del hombre sobre la faz de la Tierra. Ahora no comprendo de donde sacaba el tiempo preciso, pero lo tuve para poner en marcha, además, una publicación de pensamiento hecha a mano. Cosía yo los dobles folios por el centro, ilustraba la portada, incluía escritos propios, resúmenes de libros aborrecidos por los censores porque trataban lo público desde el punto de mira de la libertad y la justicia. Tratados clásicos de autores aún considerados revolucionarios, añadiendo algunas ilustraciones, dibujos o fotografías, pegadas.
Veintitantas páginas en blanco y cinco o seis manuscritas, entregaba yo a quien venía el segundo en la lista de interesados. Eran estos, vecinos de pupitre en la sala de lectura, unos pocos amigos, algunos compañeros de clase en la escuela de periodistas o de mesa de redacción en el trabajo, lectores a más de escritores. Mi mejor amigo de entonces, Leo, apócope de Leopoldo, leía, añadía lo que estimaba conveniente, entregando la suma al tercero, nuestro común amigo Jose, quien leía lo escrito y añadía algún texto según su entender. Recibían la suma de nosotros tres, un cuarto y un quinto; cada vez con más provecho, cada vez con más contenido. El décimo quinto o el vigésimo primero conocían lo redactado por los anteriores, dejaban escrita su manera de ver las cosas y proseguían su difusión añadiendo conocidos fiables hasta que las páginas en blanco se agotaban. Había previsto que, en esa fase última, la recibiría yo de nuevo, para, después de leerla por completo, entregarla al número dos con la portada y el esqueleto del siguiente número. Contenido de lo más variopinto, unificado por la intención crítica, iba de mano en mano siguiendo un sendero que se alargaba zigzagueante. Reconducido a lo que entendíamos por normalidad, el desbarajuste del principio cedió su inercia. Alcanzamos, con creciente despreocupación por la legalidad, el número catorce, cuando participaban algunos profesores y el redactor jefe. Digo bien, de esa cota elevada no pasamos. Un vigilante escrupuloso, modelo de los que ponderaba el régimen, interceptó la revista entre el vigésimo cuarto y el vigésimo quinto de los partícipes. La entregó a sus superiores, quienes, tras amenazarme con la denuncia oficial —la letra de las páginas iniciales, forma y color rojo, me delataba— ordenaron su término y la destrucción de lo realizado hasta ese momento.
Después de esa experiencia establecí una escala gradual de vocablos y significados, que no era sino el progreso en la iniciación religiosa de ateos. Los ácratas eran personas sin ninguna obediencia —ni Dios ni amo— que iban y venían a su gusto carentes de problemas contiguos. Los libertarios, según yo lo entendía, hacían causa común con la humanidad íntegra —tu libertad forma parte de la mía— y por ella combatían con su palabra hecha espada, aquí, allá y acullá. Venían, por último, los anarquistas. Eran, individuos solitarios, torvos, crípticos, reunidos en grupo mínimo de pares, dispuestos a todo cuando de conseguir sus objetivos se trataba. Concedía yo a ese calificativo un alcance más rotundo que a los otros dos, carente de ambigüedad, sin vuelta de hoja, concluyente. De estos últimos, a buen seguro, se nutriría la Federación Anarquista Ibérica, la temida FAI.
Considerándome ácrata convencido me afilié al sindicato CNT, asistiendo a las reuniones que los afiliados celebraban en la calle de la Libertad.
Se empieza por el nombre de la calle, y se avanza teniéndolo como referencia. O bien, o mal, se considera el nombre como una conquista, y ahí queda la cosa estancada. Depende de los afiliados, ellos hacen de la organización un lugar de desahogo y lamento, o una palanca capaz de potenciar el alcance de las reivindicaciones. La federación local de prensa y propaganda, colectivo en el que me integré, estaba formada por algunos individuos de mí mismo pelaje y determinación, que se limitaban a denunciar el malestar existente en sus empresas, quedando a la espera de la acción inmediata de los demás. Había otros, no obstante, dispuestos a jugársela por los compañeros. Así pude seguir de cerca conflictos de largo desarrollo y un final feliz. Escuché palabras que al principio me inundaban de fervor revolucionario, lucha, huelga, resistencia, boicot; y expresiones rebeldes que poco a poco fueron impregnando mi vocabulario coloquial.
La formación universitaria, y las ganas de trabajar exhibidas, me llevaron a ser uno de los periodistas que podían firmar sus artículos. El favor de los lectores y las buenas relaciones personales desarrolladas, me situaron en un despacho cercano al del director general del grupo de empresas al que pertenecía la publicación. Pensé en su ambigua posición, gerifalte que gobernaba todas las áreas, y asalariado que podía ser despedido si el Consejo de Administración lo decidía. La categoría laboral alcanzada me hacía sentir culpable de los abusos del capital. En esas circunstancias, seguir asistiendo a las reuniones clandestinas del sindicato me parecía un engaño a más de una insolencia temeraria. Con todo, el encargado de la limpieza, situado en el penúltimo peldaño de la escalera laboral, cobraba una paga de beneficios ligada a la cuenta de resultados. Llegué a preguntarme, si seguirían asistiendo los obreros como él a las asambleas de sus sindicatos, donde se votaba contra el amo de diez a quince veces por sesión, o quedarían agazapados a la espera del ascenso prometido. Era un hecho, el empresariado estaba consiguiendo romper el movimiento obrero
Por aquel entonces nos conocimos Teodora y yo, deslumbrándonos de manera simultánea: el brillo del otro apuntaba justito al centro de nuestras pupilas abiertas. De modo que tras una ceremonia íntima nos convertimos en un matrimonio lleno de posibilidades. Compramos el piso de Madrid, y en una de las privatizaciones de empresas públicas, ya con la democracia aparente sentada sobre los muros del Estado anterior, adquirimos unas cuantas acciones alcanzando el estatus de copropietarios de una empresa con miles de obreros, muchos de ellos exprimidos al máximo cada día para que nosotros obtuviéramos beneficios. Empleados a los que se despedía cuando era preciso salvar la cuenta de resultados, porque la coyuntura no era del todo favorable y peligraba la cabeza del Gerente. Esa era la situación que conocí de primera mano. Ese era yo impregnándome de una realidad partida en dos, confundido por las bifurcaciones, sin saber que ramal tomar.
Mis convencimientos más íntimos se hacen sedante para Ángela
Son las dos de la mañana, cuando, cansado de dar vueltas en el lecho sin pegar ojo, por no despertar a Teodora, me levanto. Sentado a la mesa de la cocina tomo un vaso de leche caliente. Envuelto en silencio, pienso. Por eso oigo descender a mi hermana, peldaño a peldaño, con sigilo.
—Te oí y, como estaba despierta, he bajado. ¿Te ocurre algo?
—No, nada. Duermo poco. Con cinco horas me basta. Y esta noche, aún menos.
—Ya. Mi presencia ha trastocado vuestra rutina, ¿no es así?
—Cualquier momento es bueno para dar un repaso a la vida. Conviene mirar hacia atrás para saber si avanzamos.
—¿Y, avanzas?
—Eso es lo malo. Creo que no.
A veces no me comprendo, pienso. Tengo a mi hermana a tiro para que me hable de ella y, sin embargo, acepto de buen grado su indagación en mi interior.
Comienzo a hablar para ella y, también para mí. Tú, la hermana mayor, estabas al tanto de todo. No obstante, yo, hasta la muerte de padre, no empecé a comprender las razones de su lucha y quise continuarla. En ese momento descubrí que la realidad actual era muy otra. Movido por mis tendencias sindicales insatisfechas, quise buscar el hilo al ovillo, el origen de la presente situación, trasladándome al primitivo lugar de los hechos. Hablo de la tan mentada prehistoria, cuna de todo lo existente, hervidero en permanente ebullición. Llegó el hombre a un territorio hostil, y fue para el entorno como piedra en ojo de boticario. Se puso de pie para dominar más campo, ignorando los problemas físicos y síquicos que el hecho simple del engreimiento iba a ocasionar. Macho y hembra se atrajeron con fuerzas inexplicables. Distintos, pero complementarios, formaron una célula imperfecta que aún perdura. Había que descubrirlo todo, había que inventarlo todo, y cuanto antes se pusieran manos a la obra mucho mejor para ellos. La Naturaleza campaba a capricho, sus leyes gobernaban desde la hierba a las estrellas, poniendo al hombre en continuo aprieto. No se daba un día entero sin su correspondiente sobresalto. El estudio de los sucesos, lo que después se llamaría análisis, iba a proporcionar las pautas de actuación. La dualidad de elementos podía apreciarse a cada paso: luz y sombra, montaña y valle, arriba y abajo. Opuestos solo en apariencia. Lo destructivo y lo constructivo formaban un solo cuerpo. Había que separarlos. El fuego, fagocitando todo, poseía la facultad de proporcionar calor, iluminación y unos churrascos de lo más apetecibles: color, sabor y aroma. La piedra redonda, desprendida de la cresta en el altozano, con su fácil giro cuesta abajo; y los troncos imparables a media ladera, llevaron al hombre a idear la rueda que tanto juego sigue dando.
Descubierta la funcionalidad del dinero, intuidas sus enormes posibilidades de almacenamiento, aceptado por los más como elemento unitario de trueque, contrapartida universal; los ambiciosos, y quienes desconfiaban del futuro, pudieron atesorar los bienes sobrantes. Ya no era necesario entregar los alimentos perecederos, de origen animal o vegetal, a los congéneres faltos o a las bestias menos cerriles entre las cercanas. El exceso dejaba de constituir un problema, el principal freno del crecimiento quedaba eliminado. La penuria y la inactividad estacionales, hasta entonces generalizadas, perdieron su carácter y el territorio de búsqueda creció. La voluntad y el esfuerzo podían comprometerse, y se comprometieron pronto. Mientras, al vocabulario le nacían nuevas palabras: superávit, déficit, previsión, crédito, compromiso, expansión, trabajo, obrero, patrono, préstamo, rédito, deuda, patrimonio, rico, pobre. Si estas no, otras de significado equivalente.
Ideada la máquina, el obrero hubo de hacer frente a un competidor incansable, capaz de seguir al pie de la letra las instrucciones recibidas, permaneciendo, por añadidura, al pie del cañón indefinidamente. Mano de obra respetada por la enfermedad, compuesta de elementos mecánicos sustituibles y, por añadidura, nada decidida a sindicarse para demandar mejoras en las condiciones laborales. El consecuente exceso de brazos dispuestos, transformó a los compañeros de trabajo y de sindicato en auténticos adversarios.
Con la regulación de la venta a plazos llegó el futuro pisoteando al presente. Ya no hubo descanso, una nueva forma de esclavitud tomó carta de pago, de guía, de naturaleza. Las hipotecas se hicieron cadenas que ataban a unos y otros al puesto de trabajo sin más exigencia. La propiedad compartida mediante títulos de valor infinitesimal, multiplicó por mil el número de propietarios de migajas empresariales, por diez mil, por un millón. Momento triste en que, extinguida, de facto, la condición obrera, la solidaridad, ya resquebrajada, sucumbió por completo.
Abandonaron los sindicatos su papel reivindicativo, arrogándose sin fundamento la representación de una clase social troceada, falta de conciencia de tal, individualista, a la que, de otro modo, resultaba imposible comunicar las decisiones de la patronal y las directrices gubernamentales. El aparato productivo, libre de coacciones e impulsado por el consumo creciente y la competencia pactada, alcanzó cotas de crecimiento impensables tan sólo unas décadas atrás. Trabajo y consumo establecían una curiosa relación de equilibrio inestable, talón de Aquiles del propio sistema.
Mi hermana, bata de seda sobre el camisón, parecía escuchar mi perorata con suma atención, sin osar interrumpirme. Por eso proseguí el monólogo salido de mi interior como de un pozo.
Teodora y yo disfrutábamos de nuestro estatus de directivos en compañías transnacionales, participando en las variadas privatizaciones que la democracia hizo de las empresas públicas. Dinero de todos acumulado durante generaciones, gestionado y enajenado por unos pocos para favorecer a unos pocos. El común del pueblo, distraído con las dificultades del día a día, ocupado en roer el hueso que de vez en cuando arrojan quienes lo quieren quieto y activo, estaba siendo traicionado sin querella. Adquiríamos eufóricos, quienes nos creíamos avispados, veinte, treinta, cuarenta acciones; una miseria que crecía y crecía hasta esfumarse en cuatro jornadas de cotización a la baja, papel mojado. En mi cabeza las ideas pasaron de ácratas a libertarias, y la revolución pendiente avanzó algunos puestos en la lista de mis prioridades. Matrimonio en régimen de gananciales, éramos propietarios, a más del piso de Madrid, de la casa de recreo comprada en Las Navas del Marqués, a tanto mensual la letra y a tanto el compromiso hipotecario semestral. Diez años de sofoco para devolver, reintegrar decían, el principal más los intereses. Sumaban una fortuna que nos atornillaba con firmeza al jefe —atornillado él al suyo, como pude comprobar, con similares tirafondos— hasta hacer nuestros sus objetivos personales, forzados servidores fidelísimos.
Cedía y cedía mi corazón ilusionado, agobiado. Y la cabeza, lúcida en las horas nocturnas, las debidas al sueño, avergonzada de las continuas cesiones, llenaba de improperios al órgano sometido. Cabeza y corazón intercambiaban reproches, a mí me dolía el cuerpo entero y penaba. Teodora, lejos aún de la prosperidad ambicionada, sufría. Su sufrimiento y el mío se enzarzaban en interminables peleas, y así un día tras otro. Rodeados de amigos y vecinos en similares o peores circunstancias, dando ellos y pidiendo, estimulando y frenando, en una danza que era nuestra trágica danza, la danza de la alegría, la danza de la pena. ¿Olvidábamos la búsqueda prioritaria de la felicidad? ¡Quia!, tal objetivo seguía en nuestro punto de mira. Era la elección de camino, tramo a tramo, lo que nos enfrentaba, las urgencias convertidas en prioridades.
Tú lo sabes, Angélica: nuestro padre, en su tiempo, consecuente con las ideas, sirviéndose de las fuerzas proporcionadas por el grupo al que pertenecía, luchó contra los patronos constituidos en casta dominante, opresores de los obreros unidos en sindicatos de defensa. Feliz él, pues pudo hacerlo. La situación es ahora muy distinta. Aquella riña carece de razón de ser y, por tanto, de eficacia. No es sólo que yo esté sujeto a varias hipotecas, aceptadas de manera consciente, empujado por Teodora me digo; es que se han agotado las antiguas vías de acción y no se descubren nuevas tácticas.
He pensado en ello llegando a conclusiones que no carecen de interés. La mejora de los resultados, así lo ve mi entendimiento, pasa por cambiar de objetivo. Perdida la pelea desarrollada en la vertiente trabajadora del individuo, el intento cabe por el lado del consumo. El beneficio empresarial aumenta de manera considerable con el dinero que escamotean a los empleados en el sueldo. Al que se añade el montante cobrado de más a los consumidores. Las fábricas y las tiendas son vasos comunicantes. Si nada podemos contra las empresas en las fábricas y en sus oficinas, luchemos en las tiendas. Y no sólo contra las malas prácticas comerciales, forcemos también la puesta en práctica de políticas laborales dignas. Hagámonos fuertes ante el mostrador, delante de la caja registradora.
Porque, dígase lo que se diga, ricos y pobres son las dos únicas clases sociales existentes: integrados y marginales. Ricos y pobres son las dos únicas razas: integrados y marginales. En general no hay racismo, lo que se da es un rechazo frontal a la pobreza, a la marginalidad. El color de la piel ha pasado a ser el color del dinero. O se está dentro del sistema o no se existe. Fuera del sistema no hay vida. El precio de las cosas, bienes y servicios, pone a cada uno en su verdadero espacio, ricos y pobres, blancos, negros y mestizos. Área residencial ajardinada, o poblados de tablas entre arroyos de aguas residuales. Alimentos cultivados de manera ecológica, garantizados, sanísimos, o desechos de almacén. Hospitales dotados de los últimos adelantos científicos, o muerte por inanición. Acaso simple y prolongada diarrea producida en un entorno insalubre.
Para avanzar por la vida se precisa un pase, un documento de identificación, la huella digital, el dibujo del iris. El precio de las cosas, bienes y servicios, mantiene a cada uno en su lugar; resultando ser la más sólida de las fronteras, la más eficaz de las policías. Sin embargo, la policía existe, y el ejército; ellos defienden las fronteras levantadas a miles entre los ricos y los pobres cuando, por sí mismas, no bastan. La lucha sindical se ha perdido: los parados pugnan por entrar y los trabajadores quieren, antes que nada, conservar su puesto. La pelea del consumo puede perderse cuando apenas se ha iniciado. En realidad, nació perdida. O se consume y se es, o no se consume y no se es. ¿Cuánto tiempo permanecerán en su gueto los marginados? La lucha del barrio, las barricadas levantadas en la ciudad, la toma de posiciones clave, resultarían terribles: marginales contra integrados en desigual batalla. Por eso no la habrá, no es posible. Libertad, Justicia, Felicidad, Democracia, no dejan de ser palabras escritas con letras enormes colgadas de lo alto. ¿Qué fue de la justicia distributiva, del reparto equitativo de la riqueza por medio del Estado, de la función equilibradora de los impuestos? Se hicieron puerta abierta en el sistema para la marginalidad, países, ciudades, barrios o familias.
Descubro, metido de lleno en esas lucubraciones, un venero que, conquistado, aportaría un número considerable de soluciones. Para aminorar las diferencias sociales existentes, avanzando por el camino de la igualdad de oportunidades, se revelaría eficaz limitar al sencillo ajuar doméstico el patrimonio de la herencia, pasando el resto de los bienes al dominio público. Esta sería la herramienta destinada a garantizar los derechos esenciales de los ciudadanos todos, los referidos al alimento, educación, salud y vivienda más que nada. Siendo los bienes existentes limitados, creciendo la población de manera divergente, hay que distribuir con equidad, sin carencias ni sobrantes, y perseguir tanto el despilfarro de dinero como el desperdicio en el uso de los objetos. Entelequia simple y llana. Quienes han atesorado suficiente capital para que sus hijos, nietos, biznietos, tataranietos nazcan ricos y puedan aumentar, por simple inercia, su riqueza, no estarán de acuerdo. Son ellos quienes influyen en los gobernantes, en los legisladores.
El día clarea fuera. La persiana mal cerrada filtra rayas paralelas de una luz tenue. Mi hermana se esfuerza por aparentar atención, pero un bostezo escapa a su control, denunciando el cansancio dominante. Perdido el mínimo auditorio dirijo a mis oídos lo dicho por mi boca, lo pensado por mi pensamiento. Respondo internamente contestando a un examen de mucho compromiso: este trascendente discurso que porta las conclusiones de mi análisis vital. Me dirijo a mí mismo, sí; pero confiéselo o no, estoy convencido de que el presidente del tribunal escolar que me juzga es mi padre, vivo aún en mí.
«Hay que cortar amarras con el mundo viejo si no existen fuerzas capaces de renovarlo, de humanizarlo, de hacerlo habitable», dejó escrito mi padre. Y sé que, ahora, no existen tales fuerzas.
—Perdona, me he quedado traspuesta.
—Eres tú quien ha de perdonarme el desahogo.
—Espero que te haya servido para tranquilizar la conciencia. No te debes a nadie. Sólo a tu voluntad.
Mi hermana y yo, volvemos a nuestras habitaciones y, ya en el lecho, recordando que en la mañana debíamos ver a Esperanza Andérez, me quedo dormido.
Esperanza Andérez
El nombre de Esperanza, fue tomado en el entorno familiar. Proviene de una tía abuela, madrina en el bautismo. Mundano, por tanto, indecoroso cabe en lo posible, cercano a los asuntos sin trascendencia que distraen del verdadero empeño. Por eso, para facilitar la vida nueva, hubo de ser sustituido. Esperanza Andérez escogió su nombre de religiosa, Sor Catalina de Jesús, movida por el ejemplo de Santa Catalina de Siena. Penúltima hija de una familia numerosa, al igual que la santa, Esperanza es austera y, como ella, se hizo anacoreta en el desván de la casa paterna, cubículo inhabitable que no abandonó hasta obtener el permiso necesario para ingresar en la Orden. La hoy hermana Catalina de Jesús, monja salesiana, es una misionera que no posee nada y, sin embargo, da. Distribuye cuanto recibe de la caridad incógnita entre los anónimos que precisan ayuda. «Canjilón y arcaduz al servicio del Señor, en beneficio de las personas. Eso pretendo ser al esforzarme cada día por mejorar su existencia, para eso he sido llamada».
Ejerce el apostolado en tierras paraguayas y, sin embargo, no se entiende mejor por ello con Teodora que con los demás. No es cuestión de idioma. Quizá las clases sociales que frecuentan ambas allá tengan muy poco en común. Sor Catalina y Teodora poseen una visión discrepante del mundo, y yo, a medio camino, intento hacer de nexo de unión con muy poco éxito. No obstante, la hermana Catalina de Jesús, que se abre a todos, se abre también a mi esposa. En compensación, mi esposa le muestra su corazón herido, su espíritu atormentado, picadura de abeja inflamada en este inhóspito valle de lágrimas, resfrío y catarro de verano. La misión engloba, muy cerca de la ciudad de Asunción, una escuela de infantes, un dispensario médico y un asilo de ancianos.
Cada tres años viene a España de visita. En esta ocasión, vamos los tres, Ángela, mi esposa y yo, a ver a Esperanza, hija de un primo segundo de nuestra madre, para que mi hermana tenga la oportunidad de abrazarla. Se aloja en la casa cuna que la orden administra en El Escorial. Teodora y yo nos escribimos con ella a través del correo electrónico, por eso conocemos una mínima parte del calvario pasado en los comienzos, la difícil adaptación de su cuerpo a un clima y a una geografía muy distintos de los de aquí, al esfuerzo continuado durante dieciséis horas diarias, a las noches agobiantes, a la pequeñez de su estancia, cuatro metros cuadrados, donde no se puede rebullir sin daño. Fueron meses duros y muchos. Más de dos y más de tres años duros hasta aprender lo más elemental del idioma guaraní, la coherencia de las costumbres observadas, la simple y desconcertante forma de pensar de la gente. Hacerse a la tierra que la rodeaba, al suelo pisado, a la exuberancia de la vegetación, a las picaduras de los insectos, a la carencia de lo que aquí, primer mundo, se despilfarra; le costó tiempo y tiempo.
Aún hoy, ocurren hechos que la sorprenden. Sigue sin entender que los infantes mueran por falta de medicinas: unas pastillas que en los hogares españoles forman parte del botiquín familiar y, faltas de uso, acaban en la basura. Saca las fuerzas que no tiene de las sonrisas de los niños, de la amabilidad de las personas mayores. Con el propósito segundo de ver a la familia, llega Esperanza renovada, y su estancia presente concluye en unos días. Renovado su ánimo, se irá el lunes, curada de unas fiebres que no sanaban allá. Murieron el padre y la madre, se casó una hermana, nacieron tres sobrinos; y no pudo venir. Esperanza se sabe criatura privilegiada, porque tiene a la Orden, soporte de su fragilidad, que la trae y la lleva de un lugar a otro sin gasto, gota ella de agua en el océano inacabable de la necesidad. Se sabe privilegiada Esperanza, porque sin importar la distancia ni las diferencias existentes en los usos horarios, a través de Internet participa de la vida familiar, larga lista de parientes y amigos con quienes comparte lo que cada día trae, pequeñas tristezas y enormes satisfacciones. Y lo cuenta así, sin darse la menor importancia.
Narciso Andérez es hermano de Esperanza. Profesó en una orden de frailes predicadores y, como habla verdades bonitas y las asienta bien dichas, apoyándolas con el ejemplo, es seguido por una audiencia numerosa y entregada como la que iba detrás del propio Mesías. Confiesa a los penitentes al modo en que aprendían los peripatéticos, paseando por el patio silencioso de la abadía. Ha asumido los papeles de confidente, de amigo tolerante y de sicólogo eficaz; muy alejado cualquiera de ellos del juez que interroga, califica los pecados y, después de echar un rapapolvo e imponer la debida penitencia, perdona. Narciso consuela, estimula y orienta, cargándose los pecados del penitente a sus espaldas. De ese modo el confesado se va de vacío, ligero y contento como quien, tras un día de duro trabajo en el mar, el campo o el pozo minero, se introduce en la tina colmada de agua tibia.
Narciso y Esperanza han convivido en esta ocasión más que nunca, porque el hermano está enfermo de una enfermedad incurable. Lo sabemos todos: los numerosos parientes y la multitud de amigos. Su mal —si es que lo tiene, que a mí me cuesta creerlo— lo va respetando. Se le ve tan animoso como siempre. Posee un color saludable. Saca fuerzas de flaqueza, desviviéndose por mejorar la vida de quienes le rodean, gente de la parroquia donde predica y de fuera, justos y pecadores. Apartado por voluntad propia de las tareas directivas, ayuda a volver al carril a una chica a quien las beatas consideran descarriada. La anima en su empeño de dejar profesión tan antigua, porque esclaviza y, al estar mal considerada, causa pesar. Trata, sin desechar ningún medio a su alcance, de proporcionarle un empleo más llevadero: dependienta en la mercería de una feligresa que acepta el envite en nombre de Dios. Esperanza está convencida de la marcha callada de su hermano. Lo ve escapar de puntillas, sin armar alboroto para evitar sufrimiento a quienes lo apreciamos. No va a ver más esa mirada tranquila, y lo sabe. Cuando dentro de tres años vuelva, Narciso será polvo y recuerdo, un santo más en la memoria de quienes siguen su palabra a través de la página de Internet que los une en comunidad de intereses, lugar etéreo donde se tienen los unos a los otros.
Más interesada por la monja que por mi pariente, siendo ambas una, pregunta Teodora a sor Catalina sobre la situación social de la tierra donde nació y creció. Su deseo de saber, sin duda obedece a las lagunas encontradas en lo escuchado, descubriéndose ignorante de la mayor parte de lo ocurrido allá. Pues estuvo de continuo bajo la tutela protectora de los suyos. Le importa, así lo creo, la parte más numerosa de la población. Esa gente envuelta en una vida tan agitada como se desprende de lo oído decir. En aquellos años vivió mi esposa, lo descubre ahora, dentro de lo que podría considerarse una burbuja, sin oportunidad de conocer la realidad de unos barrios situados unas cuadras más allá.
Ángela ha estado todo el rato pendiente de las palabras y su significado, con una atención tan concentrada en lo percibido, que para mí quisiera cuando me dirijo a ella. Asume, con intención propia, en primera persona, los detalles de la peripecia protagonizada por la prima, deduciendo el servicio que presta a aquella comunidad desasistida, dejada de la mano de Dios y de los hombres. Al final, mi hermana, hace un aparte con la religiosa, extiende un inexistente biombo, espacio de intimidad conveniente, para entregar a sor Catalina una limosna considerable. Momentos después, nos vamos los tres por donde vinimos, cargados con la leve, pesada carga, del ejemplo ejemplar.
Alcalá de Henares y nuestro hogar de cada día
Hay en Alcalá de Henares un pintor hecho por su propia voluntad a fuerza de repetir los gestos, los trazos, las pinceladas. Tenemos la suerte de topar con él. Vamos, Ángela, Teodora y yo, por una calle estrecha, fila india sobre la acera mínima, de regreso a la plaza de Cervantes tras realizar las oportunas visitas a los lugares históricos. Queremos llegar al sótano donde dejamos el coche estacionado, cuando, en un portal largo y angosto, acaso un local comercial inapropiado, hallamos la exposición de cuadros más llamativa que se haya visto nunca en las galerías de arte. Colores y trazos pertenecientes a uno o a varios iluminados, a un esquizofrénico múltiple, seis personalidades distintas al menos. A primera vista el pintor aparenta ser una persona ida, de esas que tienen la cabeza llena de pájaros y grillos sin pensar a derechas. Sí, un artista lector de algunos libros de divulgación científica, beneficiario de ideas mal planteadas, contradictorias entre sí, aunque coincidentes en sus objetivos: la vida más allá de la muerte, alma o cuerpo, por separado o juntos. Mas de mil años de existencia terrenal confiesa, dos mil o tres mil, la eternidad esférica, repetición del camino, ida y vuelta sin fin, giros sin término. Pinta animales mitológicos, hindúes, chinos, mesopotámicos. Los traslada a territorios futuros, de ciencia ficción mal documentada, carente de análisis científico. Compone una vegetación exuberante de colores primarios, desgarradores, flamígeros. Ríos de sangre, mares de azufre y ácido sulfúrico, paisajes propios de Venus, de Marte, de Poseidón, sin haberlos visto ni en fotos. Atmósferas irrespirables, temperaturas ardientes, dos, tres soles iluminando una noche de permanente verbena, enormes montañas rusas ocupando vastos territorios inhóspitos. Floraciones espinosas difíciles de concebir. Infrutescencias, sin lugar a dudas, venenosas y pestíferas que, de existir, ocasionarían el fin de la vida sobre la tierra, día a día, poquito a poquito, aquí y allá.
Rodeada de pesadillas imposibles de explicar de otro modo, de sueños de la razón quebrada que no admiten calificativo, Ángela observa durante algunos minutos una pintura allí extraña. Se trata de un retrato simple, acogedor de las figuras realistas de dos ancianos. Son varón y mujer sentados a la mesa en lo que parece una cena: sendas escudillas de sopa y dos peces sobre una fuente de barro, medio pan, un jarro, dos cucharas de madera. La lobreguez del ambiente se sugiere por medio de la penumbra, el mobiliario rústico y unos personajes ajustados: cabezas proporcionadas con los troncos, rostros cruzados de arrugas. Cien euros la tela y, otros cincuenta, el marco. A todas luces fuera de los precios existentes en el mercado artístico nacional para los desconocidos. Es obra de una hija del iluminado, persona inmune, en parte, al influjo paterno. Mi hermana nos lo regala como muestra de agradecimiento por el empeño puesto en hacer agradable su estancia. En sus palabras, proceder, el nuestro, de naturaleza impagable.
En el inmódico importe, en esos ciento cincuenta euros, entra a mayores la charla inconexa del profeta recién encontrado. Nos cuenta el artista lo que va siendo su efímero tránsito sobre los planetas del sistema solar, bebé de ocho días entre los inmortales. Así debe de ser, pues cuenta tan solo mil setecientos treinta años en su haber, un abrir y cerrar de ojos del Dios a quien adora y explica, elegido receptor del mensaje divino para proceder a su difusión. «Amaos los unos a los otros y amad a la Naturaleza integra, arañas tejedoras y serpientes venenosas, en esta parte del Universo y en las otras.» Llega su presencia holográfica encaminada por el aire puro del Himalaya, gélido cuando azota las cumbres, los famosos ocho mil de los trepadores. Es un copo de nieve desprendido de las nieves perpetuas, arrastrado por el fluido de las corrientes a través de todas las geografías y edades, y estará entre nosotros una menudencia, tres mil años más antes de mudar de planeta o transustanciarse. Se aparea con la mujer elegida por la obligación aceptada de dejar descendencia, de aumentar el número de los que no morirán temprano. Ellos, los miles de veces mortales en su probable inmortalidad, apuntan en un libro pasado de unos a otros todo lo aprendido. Son experiencias de humanos y, junto a la revelación divina, forman el texto sagrado de una religión nueva, que cuenta, sin embargo, con numerosos adeptos en múltiples planetas de diversas galaxias.
—Pues a mí me parece que la conjetura está bien traída, no tiene un pelo de bobo el pintor.
Expresa Teodora y, tomando el cuadro envuelto en papel resistente, nos vamos los tres. Nada dice mi hermana por no saber que decir. Camino del sótano, donde dejamos el coche, me sorprendo a mí mismo, coincidiendo con las dos.
Al regreso de Alcalá nos quedamos en Madrid para hacer noche. Debemos asistir a la representación teatral del día siguiente, cuyas entradas habíamos reservado, previsores como somos, con antelación. Llegados a nuestro piso, una vez aseados, Teodora, con una temeridad que no acierto a explicarme, lleva a mi hermana de habitación en habitación. Muestra cocina y despensa, el salón comedor y los dormitorios, cuartos de baño y aseo. Orgullosa del jardín y de la piscina, pertenecientes a la comunidad, de la belleza destacada por la iluminación artificial, madreselvas y rosales cubriendo una pérgola que enmarca el espacio esmeralda del césped y el vaivén azulado del agua, se los hace ver desde el balcón. Observo en Ángela los gestos de aprobación o reserva, conociendo así, que le gustan los muebles. Tanto da el espléndido mural y los sillones, como la mesa extensible y las sillas fuertes, las camas y la cómoda haciendo juego. Asomada al patio queda, por un momento, sorprendida por el atractivo de los claroscuros. La habitación de Begoña, nuestra hija, se mantiene en el orden establecido por la muchacha cuando aún estaba soltera, proyectando, ilusionada y conmovida, su nuevo hogar. La madera cálida y las suaves telas de la alcoba, los tonos equilibrados y su disposición ordenada, la oportunidad de los adornos y lo que representan, hablan de un interior armónico conseguido por el amor a la belleza. Teodora no puede entrar aún en ese territorio íntimo sin entristecerse y liberar unas lágrimas. La emoción que yo siento al penetrar en el espacio inmutable no llega a punto tan rotundo, aunque se queda en las proximidades.
Domina mi esposa las tácticas del disimulo y la ocultación, consiguiendo que, mi hermana, no vea el interior abarrotado de los armarios, sin mirar bajo las camas, cuevas de Alibabá repletas de tesoros poco o nada valiosos.
Salimos para cenar. Lo hacemos en uno de esos restaurantes de los que se comenta la oportunidad de los elementos ornamentales, la simpatía del dueño en oficio de anfitrión, la presentación impecable de los platos, incluso la calidad de las materias primas y el resultado último. Sin embargo, en la cocina, trabajando a conciencia, se demoran una eternidad. Esa sola deficiencia, que muchos no consideran tal, nos pone en casa a las tantas, muertos de sueño. Dos camas individuales, acoge la habitación cedida a mi hermana. Gemelas, simétricas respecto a una litografía de motivo bíblico: la presencia de Cristo acusado ante Poncio Pilatos, personaje indeciso que, en una palangana, se lava las manos limpias. El lecho vacío sirve para extender a voluntad falda y blusa. La noche se nos hace corta tras una conversación destinada a perfilar las visitas programadas para el día siguiente. Nos levantamos tarde, acompañados de las prisas derivadas de la intención, sobrevenida, de explorar el centro ciudadano antes del mediodía. Siendo nuestra intención la de comer fuera, para regresar a Las Navas después de la función de teatro, el abandono precipitado del piso resulta, a más de útil para los intereses de Teodora, definitivo. Ni cuenta se dio Ángela del abultado desbarajuste existente en lo oculto.
De Madrid a Las Navas
Nos acercamos en primer lugar a la estación de Atocha, donde se puede ver la huella casi borrada de los atentados del once de marzo. Ha pasado año y medio, y la corrección de los primeros impulsos se hace ya sobre razones prácticas. Antes que nada, el ahorro de espacio: unas cuantas velas encendidas bajo el mural de los testimonios reducido al mínimo. El rincón de la palabra permanece vacío hasta que algún viajero sensible, con tiempo de sobra para tomar el tren, escribe y almacena una expresión de dolor renovado. Caminando por la rampa exterior llegamos a uno de los lugares donde se produjo la matanza, el espacio situado frente a la calle Téllez. Allí observa mi hermana los restos desgarrados de algunos vagones. Aunque no puede hacerse una idea precisa de lo ocurrido, porque la normalidad suele imponerse ayudada por la inercia, momentáneamente frenada. Explosiones, chisporroteos, alaridos, desgarros, idas y venidas de pies desorientados, cadáveres mutilados y cuerpos malheridos. A los que se añade el ulular de las sirenas mientras sucede la acción heroica de los voluntarios, llevando los afectados de menor gravedad su socorro a quienes precisan una atención médica urgente. Así dibujo el desconcierto del primer instante, a sabiendas de que, sólo en aquel preciso momento, se pudo percibir enmarcado en sus términos hiperbólicos. El recuerdo, lo imaginado después, desnuda o arropa a su gusto el suceso, quedando la verdad en simple punto de partida.
Una crema fría de nata y puerro, receta de origen francés, toma mi hermana. Añade una lubina abierta por el centro cocinada a la plancha, sazonada con ajo y perejil picados. Cuajada a modo de postre y un poleo como llave de cierre. Para ese condumio no se va a un restaurante vasco de renombre. ¡Ah!, y bebe agua mineral recomendada para enfermos renales. Nosotros no nos andamos con chiquitas y, como el dinero del presupuesto está ya apartado, actuando al estilo de los gestores públicos, sin dolernos prendas vamos directos a los platos más contundentes: zortzico de alcachofas, marmitako de bonito, kokotxas de merluza y besugo a la espalda y, por supuesto, los postres más apetitosos. Nos abstenemos de vino y licores. Por convicción, sencillamente.
Hay poca cosa de interés en la cartelera teatral de Madrid, tiempo incierto de la transición entre vacaciones y trabajo. Temporada agonizante, cuando las compañías están aún de gira siguiendo el calendario de fiestas en las capitales de provincia o preparan el inicio de la temporada próxima, ensayando la obra nueva, primera quincena de septiembre. En estas circunstancias desfavorables, toparse con La cantante calva supone una suerte, que la compra anticipada redondeaba. Porque los veraneantes, recién regresados de la playa, buscan con ahínco reintegrarse a la actividad cultural.
Rumano nacido en los balbuceos del siglo pasado, tres años arriba o abajo, los que él se quitaba por coquetería, quien luego sería el mordaz Ionesco, aún infante, llegó con su familia a París. Muchacho enfermo al que la ciudad no probaba, el campo le proporcionó la mejor temporada de su existencia, veinticuatro meses vividos y disfrutados día a día junto a su hermana, la amada Marilina. El regreso a París marcó el origen de su disposición escritora, conservada e incrementada en Bucarest, adonde llegó reclamado por el padre. Era su progenitor poco más que eso, y Eugène, en cuanto descubrió en él al vividor que buscaba sacar provecho del hijo, le mostró sin disimulos su rechazo. Estudiaba el joven y escribía: ajustando y hermoseando versos de desigual valor literario, mientras acumulaba vivencias, al parecer, poco satisfactorias. En su obra utilizó un lenguaje pesimista y carente de sentido, válido para expresar la oposición a una sociedad tan absurda como sus diálogos escénicos, en los que la dificultad de comunicación planteaba situaciones de una gran comicidad. Formulo este juicio uniendo lo leído en el folleto que nos entregó el acomodador al recibir la propina, con las cuartillas sacadas de algunas páginas de Internet. Durante días, en tono de broma, en algún momento elegido por la oportunidad, mañana o tarde, damos a nuestra charla ese aspecto cómico. Es que Ángela posee un desarrollado sentido del humor que yo ignoraba. Parecido al de padre y al mío, que protejo y crezco.
La noche no es más que una dama elegante bien plantada. Hermosa y apacible, viste a la moda de los tiempos considerados clásicos. Quiere esa hora mostrarnos el frío chisporroteo de sus brillantes: diadema, collar y pendientes conformando la Vía Láctea, bien alejada de la recién nacida pintada por Rubens. En su apariencia de cortesana romántica va al encuentro de un amor furtivo. La descubrimos nosotros haciéndonos al instante cómplices, contagiados de la sutil poesía del texto agridulce de Ionesco, el autor rumano.
Cenamos en un mesón de La Cava Baja, adonde llegamos dando un paseo de lo más agradable. A los tres nos gusta caminar, y disfrutamos calle tras calle, zigzagueando. Es breve el recorrido. Así que lo alargamos hasta desencadenar la temida reacción de mi espolón calcáneo. Al menos el crecido en el pie derecho, porque el otro aguanta y aguanta sin queja. Lástima de mis limitaciones, ya que hubiera mostrado a mi hermana el Madrid dicho de los Austrias, que ella no conoce más que de oídas. Se nos hace tarde para volver a Las Navas, pero Teodora insiste y yo, sabiendo el motivo, para embromarla quiero oponerme, provocando su ira, forzosamente callada. Errado el objeto de mi discrepancia fingida, recojo velas y regresamos a la casa del campo.
La víspera del día fijado para la comida hogareña, viernes, a media mañana sacamos del congelador, arcón preparado para mantener temperaturas de veintiún grados bajo cero, los mariscos traídos por mi hermana desde Gijón en su maleta mundo. Integra la denominación de mariscos un variado conjunto de crustáceos, moluscos y cefalópodos, que comparten una característica muy apreciada por los buenos gastrónomos, el incomparable sabor. Existe una manera particular, muy experimentada, de preparar cada uno de ellos. Son más gustosos, más suculentos, según el decir popular, en los meses que se escriben con erre; pero los verdaderos conocedores prefieren los capturados de noviembre a marzo.
Descongelarlos se ha convertido en una ciencia que excluye la improvisación, característica atribuible a los legos, de los que Ángela se aparta incrementando de manera paulatina la temperatura, sin brusquedades. «Hay que manipularlos con movimientos delicados», advierte, «en estas circunstancias, los ojos, antenas y patas son muy quebradizos y, mutilados, pierden prestancia en la mesa». La nevera de Ángela —será cara, supongo— cuenta con un compartimiento estanco destinado a ese efecto, nos lo dice sin jactancia, sólo para informarnos. En la nuestra, ha de hacerse el progreso de manera manual, bajando de bandeja en bandeja a lapsos regulados hasta llegar al espacio destinado a la fruta, girándolos un poco cada vez.
No obstante, ahora están a su gusto. De modo que, antes de acostarnos, puede llevar a cabo mi hermana el delicado proceso de cocción, práctica que, en sus palabras, «ha de ser esmerada: tiempo y gestos medidos». El hervido en agua llevada a la ebullición, requiere el conocimiento de teorías físicas y de una práctica reiterada, porque variaciones en la duración del hervor y de la cantidad de sal cambian el gusto, y pueden estropear un marisco en su punto de sazón. El agua de mar es la más adecuada. Ángela se lamenta de no tenerla a mano. Añadir laurel al agua o abstenerse de hacerlo, no es cuestión baladí; mi hermana lo echa y está contenta del resultado. El marisco vivo requiere agua fría, el muerto agua hirviendo: es la regla que la cocinera invitada sigue con algunas excepciones.
Tiempo y sal: las llámpares precisan sesenta gramos por cada litro de agua, y veinte minutos desde las primeras burbujas. El centollo mediano, con la misma cantidad, cinco minutos menos. Las andaricas, idéntica sal y la mitad de tiempo que el centollo. «Realizar la compra una misma resulta recomendable cuando no obligado, porque la vista y el tacto escogen las piezas a gusto de cada persona», añade. Los ejemplares han de ser consistentes, pesados, íntegros, dueños de toda su morfología. Es bueno que brillen la piel y el caparazón. Quienes saben de ello recomiendan lavarlos de manera minuciosa y, si por su naturaleza, viven enterrados, se dejan en agua salada durante horas, hasta que salga limpio el chorro empleado en el enjuague.
Protege el mantel de la mesa un hule pulcro decorado con motivos culinarios y, sobre él, extiende mi hermana las alubias, para que Teodora y yo, viéndolas, apreciemos las populares fabes, llamadas de la granja. «Por si no lo recuerdas, éstas son las auténticas», me explica, «difíciles de encontrar fuera de Asturias». Pone los cinco sentidos en lo que hace y en la explicación. «Se trata, como veis, de una variedad alargada, recta; no es la arriñonada que cree la gente. El color ha de ser albo, ya que la blancura garantiza la perfecta sazón; el paso del tiempo las va volviendo amarillas y pierden esa ternura tan apreciada en el plato». Deja a remojo las fabes genuinas de nuestra tierra, acreditada en todo el país al producir las mejores. Un peso exacto, cantidad necesaria para elaborar el cocido de mañana, la fabada tradicional. Me sorprende que, en el mismo recipiente, bien colmado de agua tibia, haga sitio a los trozos de panceta y lacón, particularidad del proceso que yo, asturiano como ella, ignoraba. Claro que salí joven de la tierra, pero ni así se explica ese desconocimiento mío. Parecen nimiedades tales trabajos previos, pero ya despunta en mi hermana el carácter de sacerdotisa, papel que iba a verla representar, metida en él por completo, al día siguiente. Dispone en una bandeja, apartados, los ingredientes que necesitará llegado el momento de la verdad: azafrán, cebolla, sal, ajo y perejil. El resto del condumio, esos productos que no necesitan preparación previa, pasan a ocupar un espacio secundario al lado de los utensilios en momentáneo reposo.
Deseaba Ángela reunirnos alrededor de una mesa, Teodora y yo junto a ella, para sentir las emociones de que nos ha privado la enemistad prolongada. Encontré encomiable el deseo y acepté gustoso tras pedir su parecer a mi esposa, a quien le pareció de perlas la posibilidad de probar tales manjares. El aporte de los alimentos, viajeros como mi hermana en el Talgo procedente de Gijón, bolsa superior de la maleta, obedecía, según explicó, a su antojo de que quienes vivíamos fuera del terruño recordáramos nuestra procedencia. En el caso concreto de Teodora, debido a su condición de extranjera, serviría, en añadido, para explicarse de manera más acertada la forma de ser de su marido. Pues los hábitos alimenticios resultan cardinales cuando se procura observar la razón de los comportamientos, en cierto modo fuente y consecuencia de ellos.
«Nuestros hijos: Elías, que lleva el nombre de mi padre, su abuelo materno y la nariz guaraní del anciano.» Oigo decir a Teodora. A lo que yo, por orgullo, para no quedar atrás, añado. «Y Begoña, llamada así en memoria de mi madre y de la patrona de Gijón, que muestra mi boca chica y los ojos grandes de su madre en una cara preciosa.» Son muchachos entreverados de español y paraguaya, nuestro mayor activo, los verdaderos bienes gananciales. Más de Teodora, pienso sin decir, pues debido a su carácter absorbente y a su afán de protagonismo, intenta llevarlos de la mano y, aunque a regañadientes, se dejan. El muchacho, influido desde niño por el carácter de su madre, práctico, por tanto, licenciado en letras, es dueño de una imprenta mínima, especializada en primores editoriales: libritos ilustrados, láminas de paisajes y bodegones para enmarcar como adornos domésticos. La chica, de treinta y tres años, especializada en asuntos empresariales, que matrimonió a los veintinueve con un ingeniero aeronáutico de la factoría de Cuatro Vientos, está embarazada. Los esposos esperan un hijo, una niña quizá, para quien ya tiene nombre: Judith, según decisión apoyada en la fuerza de su primer deseo: niña y bien niña será, aseguran ambos. Nos dieron la noticia en presencia de Ángela, testigo privilegiado de comunicación tan emotiva. Hubo lágrimas de alegría y gritos de júbilo; abrazos medidos para no poner a la fertilizada en peligro. Mi hermana colaboró al dulce llanto de la madre con algunos pujos sin duda sentidos; desahogos añadidos a los de la futura abuela. En la descripción de los hijos, manera de ser y estudios realizados, presente y futuro, como en cualquier ficción, no siempre coincidimos los padres. Aunque, al darnos cuenta, corregimos las disparidades y, al instante, las alineamos. En ese asunto cardinal, al menos, armonizamos. Llamo la atención al lector sobre este desahogo consentido y ampliado, pues ya expliqué el origen de la falsa creencia aceptada: hijos que no son hijos, padres que no somos padres.
Lección gastronómica, teoría y práctica
«Las andariques, que aquí llamáis nécoras según creo, cocidas el día anterior como el resto de los mariscos, sabrosas, son el entrante ideal en cualquier fiesta culinaria que quiera ser recordada». Así comienza mi hermana su lección magistral, subida al estrado de la suficiencia. Pone intención en lo que habla, y al tiempo cuida la actividad de sus manos, ciencia artesana de la gastronomía. El mar me embelesó desde que los recuerdos se escribieron en mi memoria intacta. Me cautivaba tanto de niño que el miedo a su daño se iba. Me atraían el forcejeo constante de bestia encadenada, sus enfados terribles, su color cambiante, su hospitalidad, su rechazo. La mujer y el mar tienen muchas similitudes. A no ser que, sin tenerlas, yo se las conceda de continuo. Desconozco lo exacto una vez más. Cuando encontré a mi esposa, un jueves santo pasado por agua, vi en ella el Cantábrico. Mar y mujer de los que puedo hablar con una cierta hondura, razones y emociones que no admiten discusión o la reclaman. Teodora, nacida en un país rodeado de tierras, es marina. Su repertorio de cambios está gobernado por una rutina variable, si ello es posible, que puede no serlo. Es lunática, las fases de la luna influyen en ella. Marina y lunática, ahí están las mareas que hacen al mar como es. Puede darse una trilogía, Luna, mar y Teodora; no digo que no. Ni que sí. Qué el lector decida.
Los bígaros, cuyo nombre científico, Littorina litorea, me encanta por su agradable sonoridad, son caracoles marinos de carne muy apreciada y, debido a la laboriosa extracción de su espiral carnosa, alargan el tiempo destinado por Ángela a los entrantes. Los miembros todos de la familia nos sentamos en la terraza sobre sillas pesadas, madera de color rojizo, dando forma a un rectángulo alrededor de la mesa de teca. También hubo oricius, los peculiares erizos de mar, muy poco atractivos a la vista y, sin embargo, de gran valor culinario por su característico gusto a espuma marina, sabor genuino de nuestro mar. He probado sus aguas salobres y mi paladar sabría distinguirlo entre mil. Explica mi hermana que se toman crudos o cocidos, y hasta en paté, revueltos o en tortilla. Aportan yodo y previenen contra los catarros húmedos. Hay, asimismo, llámpares, dichas lapas en castellano, criadas en pedreros de la costa y asidas de manera tan fuerte a la roca que han llegado a ser paradigma de adherencia, vida estática a poca distancia de la mineral. A mi hermana se las vende Tina, una mujer bragada de Quintueles, parroquia de Villaviciosa, pegada a Gijón. «Antes nadie las comía y, ahora, por una cazuelina de llámpares se paga un buen precio y, en esa aldea, organizan cada año un festival dedicado al molusco.» Lo dice Ángela mientras trajina. Y dice más. Dice entre vedijas de pena, hilachas de voz un poco triste, que no pudo ser en esta ocasión, pero las llámpares, como la mayor parte de los mariscos, han de pasar de la mar a la mesa. Cuando vayamos a sus dominios lo comprobaremos. Iremos. ¡Vaya si iremos! Tal como veo reaccionar a Teodora puedo afirmarlo.
Hay santiaguinos, deliciosos crustáceos por desgracia escasísimos y, en consecuencia, caros; de los cuales ignoro el nombre recibido en otras latitudes; pero imagino que no será muy distinto, pues exhiben una inconfundible cruz de Santiago dibujada en el caparazón. Los trajo mi hermana convencida del fino sabor de la carne que encierran. Pone adecuado colofón a esta parte de la comida, que se prevé larga, el centollu; muy apreciado en Asturias, donde se toma cocido o preparado dentro de su crústula con huevos duros y alguna salsa. De esta manera lo presenta mi hermana, procurándole un moje de sidra, que ayuda a conseguir una buena imitación del que hacía nuestra madre. Las dos botellas sin etiqueta compradas por Ángela en el mismo llagar, jugo de manzana fermentado, fueron suficientes para completar el aderezo del centollo, y para tomar como bebida acompañante de los mariscos, al estilo de nuestra tierra. Si alguna vez dejé de sentirme asturiano, que no creo, Madrid no lo exige; me siento asturiano de nuevo. Serán los mariscos traídos de allí, será el nombre por el que los llamamos, será la liturgia que emplea la sacerdotisa, será la nostalgia, será lo que sea, pero yo me siento de Llastres, de Gijón y de Oviedo, de Luarca, de Colunga, de las Polas y las Cangas, de La Felguera y de Infiesto. En suma, del Principado, inicio de la España reconquistada.
«Si de verdad os gusta el pescado tanto como aseguráis» —habíamos respondido a su pregunta de manera positiva cada cual nombrando sus preferencias—«cuando estemos en mi casa os prepararé el pixín al modo aprendido de madre. Ella modificó las enseñanzas de la abuela y me enseñó la alteración superadora. Os cocinaré la pequeña faragaña, y la robayiza, su hermana mayor; el xargu de la costa verde oriental y la chopa del occidente marino. El tiñosu o el golondru, la popular parrocha, el exquisito panchín y hasta el congriu, que lo hago en una salsa verde de mi invención y está para chuparse los dedos. Todos ellos tienen aquí su nombre correspondiente, seguro. Quiero que conozcáis el nuestro y os suene, porque os hablo de un pescado tan sabroso, que merece distinguirse de los procedentes de otras costas, como la francesa, ni punto de comparación. Existen personas sin paladar o con paladar de corcho, como yo digo; quienes en cuestión de texturas no alcanzan a distinguir un pescado jugoso, consistente, denso y apretado de otro blando, suelto, pasado de cocción. En cuanto a las salsas, son incapaces de diferenciar las que contienen un queso azul manso, de las portadoras de un cabrales rotundo; para esas yo no me esfuerzo. El arte es global, y lo es a lo ancho y a lo alto, enhiesto y cruzado. Tanto da que cuelgue enmarcado en la pared de un museo para ser visto, se oiga en un salón dotado de excelente acústica o se ofrezca al apetito y a tres o cuatro de los cinco sentidos dispuesto en un plato. Sea duradero o efímero, el arte siempre roza lo sublime y exige conocimientos y predisposición para ser apreciado.»
No sé si la tradición admite enmiendas como las introducidas por Ángela o mi madre en las recetas heredadas, pero si es así, si lo de siempre es capaz de adaptarse a los tiempos nuevos, aunque sólo sea un poquito, mi valoración de lo tradicional sube varios puntos. Sobre las últimas palabras pronunciadas por mi hermana con la vista puesta en cada uno de nosotros, como dirigidas de forma particular a unos alumnos embebecidos en la lección o a feligreses metidos de lleno en el culto, comienza la experimentada cocinera, la cultivada gastrónoma, a elogiar la fabada que en ese instante se dispone a servir. Estómago lleno que, por curiosidad manifiesta, aún admite.
«La fabada es el cocido que mejor representa a nuestra querida Asturias. Antes de nada, debo deciros que ofrece muy pocas variaciones en su preparación y cocinado». Ahora lo entiendo. Mensaje recibido en sus explicaciones. Llegada la hora de la verdad, la tradición, destilado de siglos, no admite florituras. Los ensayos y las prisas quedan descartados. En el restaurante, pegado a nuestro piso de Madrid, llamado el Alcázar, ofrecen un guiso de alubiones o judiones de la Granja, provincia de Segovia, al que suelen dotar de embutidos, chorizo y morcilla, de cualquier procedencia. Legumbre de piezas grandes, enormes por así decirlo. Se trata de un guiso de alto predicamento entre los vecinos y sus amistades, con los que he coincidido y comentado, al que, teniendo en cuenta lo oído a mi hermana, me veo obligado a mudar el nombre: no es fabada. Ni mucho menos. Mientras me recupero de la desilusión, decido decírselo a Mariano, el cocinero, cuando salga a preguntar si nos ha gustado. En ese en tanto, Ángela prosigue: «En una cazuela se ponen las fabes, chorizos, morcillas, panceta y lacón, la cebolla cortada en cuatro trozos, un ajo y el perejil atado, tres o cuatro ramitas. ¡Ah!, y dos hojas frescas de laurel. Se cubre todo con agua fría y se coloca al fuego, espumándolo de tanto en tanto. Al primer hervor disminuimos el calor hasta llegar al mínimo, colocando la tapadera de forma que permita salir algo de vapor. El contenido, cubierto de agua, debe cocer durante tres horas, minuto arriba o abajo. Ha de añadirse agua fría a poquitos cuando la pérdida lo reclame. El azafrán alcanza a la cocción por la mitad de su recorrido, sobre la hora y media del comienzo de la ebullición. Terminada la cocción, se sala dejándola media hora en reposo. Se apartan laurel, cebolla y perejil, para servir el resto en dos fuentes. En una van las fabes y en la otra el compangu. Para rebajar la grasa puede hervirse el chorizo antes, pero no lo recomiendo, la fabada es un plato categórico, definitivo. Dado que no se suele comer todos los días, bien puede asimilarlo un organismo sano».
Nadie la interrumpe. Comemos despacio para no llenar del todo el hueco, mirándola a intervalos, escuchándola como a un profesor invitado por el director, con curiosidad, calibrando el futuro en el presente. No tanto por lo dicho como por la forma de decirlo, contagiando sosiego, con entusiasmo apenas contenido. Comprueba que la audiencia sigue siendo tal y, siéndolo, decide proseguir. «Dos dedos de tocino procurarán algo de suavidad al conjunto si así lo deseáis. Intentadlo, cocinad una fabada por vuestra cuenta. Yo os aseguro que, si los productos proceden de Asturias, respetáis la debida proporción y vuestra paciencia lleva la batuta durante el concierto, el resultado será aceptable, bueno inclusive, casi como el que estáis paladeando. De niña ayudaba a nuestra madre en la preparación de adobos y salmueras destinados a conservar la matanza. Tú, César, llegaste cuando ya no matábamos. Bien revuelta la sangre, para que no cuaje al salir a chorros del corazón del gochu. El chorizo se hace picando juntos carne de cerdo y tocino a los que se añade sal, pimentón dulce y picante, orégano y ajo. Aún guardo una cuartilla, escrita por padre, letras y números descuidados, como hechos al dictado con prisa, donde se fijan los ingredientes y la proporción de cada uno en la mezcla. El picadillo, homogéneo, reposa durante unos días en el interior de la artesa; al cabo de los cuales se embute en tripa más o menos gruesa del propio cerdo. Luego, oreado a la intemperie, se ahúma. La morcilla del año, ésta que aquí aparece negra como tizón, lleva un componente esencial, la cebolla. Se hace con sangre fresca, tocino, pimentón, ajo y sal».
Pasa el tiempo sin sentir. Llevamos en esta clase particular al pie de dos horas. Estuve presente, con las dos mujeres, en el trance comprometido del cocinado. Me quedaron dudas y, como quiero empaparme de su sabiduría, de su entusiasmo, presto una atención desacostumbrada, fijando dichos y movimientos en la memoria. Para las personas que nos sentamos a la mesa —han traído Elías y Begoña a unos amigos de los considerados íntimos— mi hermana destinó una buena porción de fabes de granja, chorizo asturiano, morcilla de la tierra, panceta y lacón. Escurrido el líquido del remojo, puso el conjunto al fuego en una olla con agua abundante. Al romper a hervir bajó el fuego, y estuvo vigilando a intervalos la marcha del suave borboteo, el caldo existente, los jugos soltados. Cuando consideró necesario añadir agua, la añadió caliente, sirviéndose de un cacillo. No coincide con lo dicho por ella al explicarlo. «Ha de añadirse agua fría a poquitos cuando la pérdida lo reclame.» Trata de preservar su superioridad o dicta por error alguna receta profana, leída a mayores, para reforzar su conocimiento. Descubierto ese renuncio, generalizo, abarcando la charla. No es justo, lo sé, por eso abandono la duda recién nacida, en mantillas aún. Ella es como es, conocedora de lo que conoce.
La sopera utilizada para servir, es la que compramos, Teodora y yo, en una población cercana a Lisboa, al poco de casarnos, pareja de hecho y derecho. Los dos lo notamos, nos miramos cómplices y sonreímos. Congelaría esa sonrisa mutua, plasmándola en una emulsión fotográfica, para, ampliada, exponerla en el salón como recordatorio. Sobra fabada, es cierto. El estómago no da más de sí. Como queda un resto respetable, aconseja Ángela, con deje de ama de casa orgullosa de sus economías, hacer un pote para mañana, pues basta añadir berza a las sobras.
Ni un hueco queda en nuestros estómagos donde pueda acomodarse con estrecheces un grano de arroz. Sin embargo, el olor, los colores mezclados, las palabras de Ángela alabando las virtudes de los postres previstos, su excepcionalidad, nos impiden rechazarlos. Hablamos de hacer un paréntesis. Descanso aprovechado para echar una cabezadita o movernos un poco. Cada quien a su gusto o necesidad. Es cuestión de tiempo, pues a la hora de la merienda, estaremos preparados para dar cuenta de esas exquisiteces.
No se considera Ángela repostera de suficiente respaldo, por eso renunció a preparar el arroz con leche ella misma. Considerando dificultoso traerlo, en una panadería de su barrio, donde suele abastecerse, compró dulces típicos hechos al hilo de recetas clásicas. Son ellos, casadielles, una especie de empanadillas dulces, rellenas de nuez, azúcar y anís. Los culiestros, que se hacen con leche de las vacas recién paridas, a la que se suman azúcar o miel y un poco de harina tostada, bien de trigo candeal, de escanda o de maíz. La venera es una golosina de almendra, huevo y azúcar, componentes a partes iguales de la masa, que se presenta decorada al gusto de quien la hornea. Si probáramos los tres, no sabríamos señalar al vencedor, todos lo serían, cada cual por una razón excluyente. Mi hermana nos dice del pan de escanda, del que trajo una muestra servida en la cena de bienvenida, que, durante mucho tiempo, fue el alimento más consumido de Asturias. Se elabora con un cereal de tierras frías y pobres, de tallo corto y resistente, cuyo grano ofrece aguante cierto al descascarillado. El trigo candeal, de mejor fama y mayor calidad en el aprecio de los panaderos, ha venido sufriendo un progresivo arrumbe; aunque hoy se siembra a propósito para reforzar el carácter autóctono de la comida.
Ha preparado infusiones y un licor de manzana muy fuerte. Vasitos mínimos de cristal traslúcido por efecto del frío, ya que los tiene en el congelador un buen rato. Ejerce de anfitriona mi hermana, siendo Teodora su sollastre. Me explica el porqué de enfriarlos, si bien no pongo atención cuando lo dice. A veces ocurre, sitúo en posición de descanso la mente cuando me habla mi esposa, perdiendo pormenores, con frecuencia, importantes. Habla Ángela de los quesos durante la merienda, prolongación pactada de la comida. Del Cabrales habla, el más conocido de todos, leches mezcladas de oveja, vaca y cabra; pasta dura, cocida, sazonada y prensada que se cura a baja temperatura en cuevas orientadas al norte. Del Gamonéu, de composición parecida al Cabrales y elaboración distinta, dando un queso más suave, ligeramente azul, seco y ahumado. Ambos tienen en el principio del otoño el mejor momento de consumo, cuando sus devotos, que los tienen y acérrimos, los sitúan, uno por encima del otro, entre los mejores del mundo. Del Beyos habla, del Vidiago, del Pría y del Peñamellera, deleitoso manjar. En junto una veintena; el Taramundi y el Afuega’l pitu entre ellos. Explica, a continuación, con referencias de entendida, la elaboración de la sidra y a propósito cita palabras usadas en ese menester, ligadas entre sí, que yo en su mayoría oigo por primera vez.
Es así. Llama magaya a la pulpa de manzana dispuesta para ser mayada y prensada. Duerno al recipiente de madera que recibe el mosto cuando se llaga la magaya en el llagar. La espuma blanca que sale por la zapa al fermentar el mosto en la pipa, recibe el nombre de maldá. Al decir palo se refiere a las cualidades que dan un aire de familia a la sidra de una misma pipa o a las distintas de un mismo llagar. Espalmar, si lo entiendo bien, ha de ser la progresiva aparición de burbujas al escanciar y su paulatina desaparición. Escanciar equivale a servir desde lo alto la sidra sobre la pared del vaso. Proceso que libera el dióxido de carbono y permite apreciar las mejores cualidades de la sidra. Restalla el chorro al chocar contra el vidrio cuando se escancia un culín. Se sabe que posee alma la sidra con grados si espalma de forma armónica.
Sucede, y es generalizado, el agobio gastronómico. Hora pasada de la merienda, reposados o paseados, podemos escuchar si no estamos obligados a comer. De común acuerdo, llamamos a la residencia de personas mayores situada junto a la estación de ferrocarril, invitando a llevar la parte intacta de los alimentos no consumidos en esta fiesta de la gula.
Es de destacar que, nuestra hija, debido a su estado, apenas probó una pizca de esto y otra de lo otro, eliminando la grasa, poco recomendable para las mujeres encinta. No obstante, es todo uno, enfatizar los quesos mi hermana y levantarse Begoña a toda prisa para dirigirse al cuarto de baño. Vomitando allí, con sonoras arcadas, acompañada de Ángela, adelantada a la madre, quien, con la mano puesta en la frente, estuvo dando ánimos durante el doloroso proceso de vaciar el estómago. El incidente, natural pero carente de estética, no perjudicó en medida alguna la excepcionalidad de la jornada, ni privó de protagonismo al ceremonial desplegado por Ángela pues, desde ese momento la conversación giró en torno a la maternidad y los nueve meses de gestación. A pesar de ello, mi hermana pasó de un asunto al otro sin apenas daño, adaptándose a un tema que debía de ser hiriente para nosotros, Teodora y yo, padres frustrados con hijos imaginarios.
Amigos, sencillamente, amigos
Hiedra tapizando el muro por el interior del patio, dos plantas sin sótano. Cocina, comedor y una salita abajo, cuatro dormitorios y dos baños arriba, tejas romanas sobre la inclinación del techo. Nicolás y su esposa nos estimulan a visitar la casa que ocupan durante los casi cuatro meses de buen tiempo. Buena parte del año, a la que se debe añadir la escapada de la Navidad, aquí abundante de nieve, genuina, blanca y fría. Se acercan, a decir verdad, en cualquier momento; cuando uno de los dos lo quiere, porque el otro, invariablemente, acepta. Observo la reacción de mi hermana al saberse convidada por el antiguo amigo, y la noto aceptar el encuentro con indiferencia fingida. Incapaz, no obstante, de ocultar el temblor de las palabras y el rubor de las mejillas, colegiala inexperta ante la primera cita. Teodora y yo —cosa extraña— coincidimos al señalar la causa de las emociones que la mueven. Como obraríamos cualquiera de nosotros, Ángela desciende a los tiempos idos. Sin duda considera agradable la plática reposada de Nicolás, deseando conocer, de su propia voz, la trayectoria dibujada en el mapa por los pies del muchacho hecho adulto. Pues, sin transición conocida, ha entrado de lleno en la ancianidad. Parece anhelante la interesada de ponerse al corriente sobre los pormenores de lo que pudo ser un paseo común que, de cualquier modo, los separó en la primera bifurcación.
Los muebles fueron escogidos con gusto para situarlos en la pieza adecuada. Al parecer, obedecen a una estética masculina. Eso al menos aseguran mi esposa y mi hermana. Yo aprecio la belleza de la conjunción, el equilibrio entre volúmenes y formas, y se lo atribuyo al sentido artístico, a la sensibilidad, sin distinguir si es macho o hembra quien ha elegido y colocado los elementos. La misma virtud orienta el jardín, flores vistosas y arbustos dedicados a resaltarlas. Habrá otras formas de cultivo, otras especies idóneas; pero difícilmente se dará mayor eficacia, aprovechamiento mayor del escaso terreno, del pequeño desnivel existente.
Parecen desear agasajarnos sobre otros propósitos. Es como si fuera ese el objeto del encuentro, o dependieran de él la conversación y lo en ella hablado. Con preámbulos ligeros, sin trascendencia alguna, van directos a satisfacer los sentidos. Dispone el matrimonio una merienda de ahumados diversos, capturas que los propios pescadores, en los lugares de origen, preservaban de la alteración con el humo de sus fogatas. Ahumado, cuyo sabor peculiar, ahora se consigue de manera fabril. De cualquier modo, va el obsequio algo más allá de un simple refrigerio fino. Lomos grasos de pescado diverso cortados en lonchas, aderezados con vegetales sumergidos en vinagre durante el tiempo justo para que permanezca el sabor en los paladares sensibles sin herirlos. Huevos cocidos partidos en cuadraditos amarillos y blancos, endivias en salsa roquefort. Tal primor gastronómico parece el pretexto usado, para que un vino verde portugués se haga notar por contraste. Ya tenemos, la fluidez verbal necesaria para contar, sin inhibiciones, anécdotas referidas al lugar entrañable donde coincidimos de jóvenes. Utilizando la palabra como vehículo del recuerdo, tratábamos de ir, o así lo suponíamos al menos, de los sencillos hechos ocurridos entonces, a las complejas peripecias que más tarde nos complicaron la vida. Teodora, ausente en fechas tan alejadas, parece perder de vista su condición de mera espectadora, e interviene, sobradas veces, solicitando algún añadido cuando pierde el sentido de lo expresado o no comprende las circunstancias que lo modifican. Casi hora y media tarda la charla en agotar el caudal surgido. De él, sin paso intermedio, de improviso, llegamos a un juego pícaro que podía distraernos y hasta divertirnos.
Ángela, quién lo hubiera pensado, tan juiciosa, tan comedida y, por qué no decirlo, tan melindrosa; lo propone y, al instante, improvisa una invención repleta de ingenio. Asturias de nuevo, lugares de nacimiento y traslado. Partiendo de una fórmula obligada, repetida miles de veces al inicio de un juego de perseguidores y perseguidos, de buenos y malos, destinado a dividir la cuadrilla de jugadores en dos bandos opuestos, se llega al meollo. Todo ese recurso a la memoria antigua, hila una historia de amor adúltero. Está protagonizada por una reina carente de identidad, que lleva en boca de los adolescentes el tiempo consumido por dieciocho o veinte generaciones sucesivas. Hemos de explicar el doble sentido de dichos, sentencias o expresiones populares, descubriendo las trampas urdidas para que la censura las considerara inocentes. Trasladándose de hecho a su época de moza, adquiriendo de pronto la insolencia juvenil, expone mi hermana su hallazgo con una picardía inesperada. Hasta la mueca de los labios y el brillo de los ojos contribuyen a la apariencia de muchacha traviesa que, a los demás, encanta. Así y esto, dice:
Una, dola, tela, catola;
quila, quilete.
Estaba la reina en su gabinete,
llegó Gil
apagó el candil,
candil, candilón,
justicia y ladrón.
El deslizar de los números expresados en un idioma extraño o figurado, pero comprensible, refleja sin duda el paso del tiempo, un tiempo nocturno sugerido por lo que se añade a continuación. Nadie, entre los demás, entra en la broma. Probablemente, por falta de imaginación. Lo indeseado por la proponente ocurre. Obligándola a cerrar el círculo con la solución:
«Es de noche o anochece. La reina está acostada o acostándose. La luz del día se ha ido escabullendo. El lecho, enorme para ella sola, la induce a desear compañía. Resulta fácil imaginarla agitada, incapaz de reposo. El desasosiego amoroso se calma con la llegada del amante, un tal Gil. El furtivo apaga el candil como primera precaución. Si alguien los viera, el deshonor caería sobre la soberana. Más aún: él perdería la libertad y, a lo peor, hasta la misma vida. El amanecer llega a grandes trancos por el horizonte cercano. La prisa espolea a Gil. Por eso entra en el lecho sin ropas, abraza a la hembra y, de dos envites, candil candilón, la deja encinta de dos gemelos. Quienes, andando el tiempo, tendrán un destino encontrado. Ligado a la justicia el uno, juez o fiscal. Ladrón el otro, salteador de caminos sin escrúpulos.»
Si se trata de leer entre líneas, Ángela lee entre palabras y hasta entre letras. Debían aparecer otros decires populares, otros cantos. La falta de colaboración obliga a mi hermana a poner punto final en lo que iba ser punto y seguido. Es una pena, ya que ella muestra especial agudeza en la interpretación. Incluso suponiéndola espoleada por unas circunstancias irrepetibles, en Ángela encuentro imaginación y desparpajo. Me pasma, porque la creí siempre en ayunas de ambas. Sorpresa tan grata me ayuda a dibujar para ella una personalidad atractiva, adornada de leves toques mundanos. A todo esto, la esposa de Nicolás, parece estar inmersa en su papel de anfitriona consorte. Lo digo, porque, sentados a distancia de los demás, hablan los antiguos amigos evidenciando satisfacción. De reojo al principio, mirada casi cenital, un poco sesgada, moviéndome con cierto disimulo. Al fin, a las claras, de frente. La curiosidad guía mis ojos en el periplo averiguador. Una curiosidad justificada, pues persigue mejorar el conocimiento de una mujer con quien comparto antepasados. Desde el momento en que Nicolás pronunció el nombre de mi hermana lo supe. En su entonación lo escuché, en su mirada lo vi, pude apreciarlo en la metamorfosis sufrida o gozada, propia de quienes reciben sobrecogedoras apariciones de santos. Desde el preciso instante en que el antiguo galanteador habla de ella en términos cariñosos, nostálgicos acaso, cubiertos de presente sin lugar a dudas, intuyo que guarda rescoldo donde hubo algo más que amistad.
Me es dado apreciar que Ángela no se queda a la zaga, no es sujeto pasivo, simple receptora de gentilezas de rocío y alas de mariposa con halago. La imagino aguardando reacciones complementarias. Sí, su mirada sale al encuentro sincera, recibe con amabilidad propia del ama de casa, conduce al aparecido, tanto tiempo esperado, hasta el vestíbulo destinado a las visitas de compromiso. Cede al galán el sillón que perteneció al padre muerto, con un refresco calma su sed. Le conduce, luego, a la parte alta en el salón de dos alturas, sancta sanctorun, ara sacra de la vivienda, solicitándole que se quede allí para siempre, donde pueda adorarlo cuando desee, donde ella sea objeto de adoración. Quedo tranquilo, nada físico aparece mezclado en la reacción de mi hermana, nada que pueda inquietar a la esposa legítima, celosa o comprensiva; nada indigno. Se trata tan sólo de un afecto renacido en la representación holográfica de una oportunidad perdida, de la simulación por medios actuales de lo que pudo ser y se quedó a un paso de la concreción. Prudencia o límite natural del afecto, los pies indecisos de mi hermana no traspasan el umbral. Su cabeza, aturdida, no supera el dintel. Los goznes apenas desafinan al permitir que la puerta se abra impulsada por sus manos dubitativas.
Búsquedas, de una u otra forma, truncadas
Los muestra con indiferencia la pantalla de la televisión. Europa o América, tanto da. Pasan sus imágenes entre anuncios que incitan a consumir lo que sea. Antes o después de la promoción de películas bélicas, entrevistas a caraduras que viven del cuento, junto a la noticia de las desavenencias surgidas entre esposos notorios o simples amigos. Ellos son reales, personas como nosotros, sin embargo, sus guías los tratan al modo de quien pastorea animales salvajes, capaces de temibles zarpazos o dentelladas cortantes. Pertenecen al pasaje de un vehículo. Son deportados como quienes iban a los campos de aniquilación, al modo de las ovejas empujadas al matadero. Parten esposados dos a dos, matrimonio forzado de víctimas, de condenados a padecer situaciones más dolorosas que la muerte, liberadora ella. Podría tratarse de algunos de los mocetones procedentes de Mali, de Senegal o Nigeria, devueltos por nuestro país al vecino de abajo, momentos después de haber saltado la valla, doble muro de alambre de espino, de intransigencia y barbarie. Algunos, lo hemos leído reiteradamente, son conducidos a las fronteras y al desierto. Allí quedan abandonados a su imposible suerte, vastedad de arena reseca que dificulta la supervivencia. Donde la esperanza perece deshidratada por la insolación mucho antes que los cuerpos. Allí, inmensidad hostil, el cruel objetivo de quienes deciden su suerte, a veces se trunca por la fuerza de la naturaleza y la voluntad indómita, pero los milagros no se prodigan.
Puede verse el vehículo cargado con varones de piel oscura, en una pausa logística destinada a reponer carburante. Cargan comida y bebida destinadas al conductor y los vigilantes armados. Dos jóvenes unidos por férreas esposas, acuerdan con la mirada intentar la huida. Uno de ellos desciende por la ventana abierta, mientras el otro busca arriba la posición adecuada para seguirlo. Descubren los custodios la maniobra y la truncan. No vemos arrancar al coche, no vemos arrastrar al evadido, ignoramos lo que sucedió después. No obstante, nuestra imaginación, hecha a salvajadas tales por lo oído una y otra vez, cree que pudo ocurrir lo peor.
Mi hermana, mi esposa y yo mismo, descubrimos atónitos el drama humano que, miembros de las oenegés, refieren a los periodistas. Relatos desmentidos al momento por los voceros de los gobernantes. Pueden ser estos, personas de buenas intenciones en su vida familiar, tratando con amigos y conocidos. Frecuentemente, lo son. Aunque, en el desempeño de la función pública, defienden la mentira de quienes los contratan y ordenan su manera de obrar.
Inician el viaje hacia el paraíso soñado, por lo general, los primogénitos de sus familias, aventureros forzosos. Les espera un éxodo de años culebreando por rutas de todo punto inseguras. Sometidos a calamidades simultáneas y sucesivas, resisten en su nombre y en el de sus representados, familia o comunidad. Viajan de noche en camiones o vehículos todo terreno, a merced de los bandidos que prometen llevarlos sin riesgo a donde quieren ir y, cobardes de toda cobardía, los abandonan al menor contratiempo. Huyen los bandidos de cualquier autoridad que pueda ponerlos en aprieto. Carecen de papeles de identificación, de licencias y permisos de tránsito. Ya solos, retroceden los mozos llevados en volandas por la desesperación, cuando soldados o policías les cierran el paso. Aceptan trabajos duros o sucios para ganar unas pocas monedas, billetes pequeños entregados a cambio de sustento. Avanzan o creen avanzar de nuevo, con el doloroso recuerdo de la madre herida por la marcha del hijo mayor, su sostén, su esperanza. Algunos regresan, puede más la nostalgia, se rinden. Otros mueren intentándolo. Muy pocos lo consiguen. La madre queda en la tierra de origen, agostada raíz sin riego, esperando, esperando y esperando.
Nos viene a la mente, incisivo, el recuerdo del muchacho hallado en el mercadillo el viernes por la mañana. Fue dotado de una belleza acentuada por el color oscuro de la piel, dueño de una fortaleza trasmitida en los movimientos más simples, ojos inocentes y mirada en permanente búsqueda de horizontes azules y planicies cubiertas de pasto. Ofrece artesanía hecha con sus manos diestras, asistidas por una navaja de punta y corte bien afilados. Madera rojiza forzada a representar gacelas en todas las posturas posibles y, algunas, imposibles. Gacelas de todos los tamaños dispuestas en formación de danza, tres patas en el suelo y una en el aire. Círculo amplio sobre un mantel de plástico de color verde, bolsa abierta después de su uso en tienda de precios baratos o en puesto abierto en un mercado de barrio.
Hablamos con él. Ángela antes que ninguno de nosotros. Luego Teodora y yo. Tratamos de entendernos. Al principio palabras sueltas y gestos, poniendo cuidado en no repetir lo ya entendido. Respondía utilizando sonidos suaves, de quien busca el acercamiento antes de la oportunidad de negocio. Expresiones y tonos distintos a aquellos de los que se sirven en los regateos, los de prolongar la negociación hasta hallar el momento favorable del cierre.
Llegó desde su tierra, un pedacito lo más, y varias cabras. Entregó a una compradora dos piezas, recibiendo unas cuantas monedas. Vino hace un año, nos dijo. Huyendo de una infancia triste: recogedor forzado de granos maduros de café. Con clara intención de contarlo, con la voluntad moderada de una confesión religiosa, nos lo explicaba, trataba de explicarlo, a quienes nos esforzábamos por entenderlo. Niños y niñas, infantes en una proporción de uno a tres con los adultos, se ocupan en su país del cultivo de arbustos cafeteros. Espolvorean pesticidas, añaden fertilizantes y ayudan en cada una de las tareas de mantenimiento que precisa la plantación. Recolectan los granos maduros.
Ha oído decir que, hoy día, sin ir más lejos, en países próximos al suyo, existen niños sometidos a permanente esclavitud, robados, secuestrados, comprados y vendidos. De ese tráfico, de esa dominación inhumana, humana por desgracia, se benefician empresas anunciantes de las bondades de sus productos en los medios de comunicación del primer mundo. Nosotros mismos los compramos a diario, ignorantes o advertidos, colaborando en la obtención de beneficios, cifrados en millones de dólares que, accionistas de todos los pelajes, se reparten. Pero escapó. Llegado a los quince años, perseguido por capataces armados y perros rabiosos, atravesó los campos atestados de peligros y, en pésimas condiciones físicas, llegó a la civilización. Licencia verbal y eufemismo utilizados para designar las áreas urbanas sometidas al imperio de la ley, una ley de doble vertiente, para personas y personajes. Si son civilizados los países que permiten diferencias sociales tan amplias como las que aquí se dan, donde unos ganan en un día, en una sola operación financiera, lo que la mayoría no llegará a conseguir ni en cien años de trabajo duro; entonces sí, llegó a la civilización.
Desde aquel momento no ha parado más de un mes en cada sitio, meta parcial, tramo intermedio hacia lo incógnito, caminando con la mirada puesta en Europa. Es despierto, habla swahili y kikuyo, se entiende un poco en inglés, conoce centenares de palabras francesas y, pese a todo, no sabe leer. Ve los letreros como si fueran dibujos, se alimenta de subproductos, desbasta la madera de sus figuras, duerme en chamizos y, así, va tirando. Posee una biografía ultrajada en cuantiosas páginas, historial escrito por otros con trazo indeleble sobre su piel, ignorante de la personalidad de su verdadero enemigo.
La ignora, porque ni los guardianes, personas armadas, pueden dejar el cafetal enorme, interminable, hasta saldar una deuda creciente, moneda tras moneda de curso legal, un mes y otro, alojamiento, alimentación y vestido. Unos a otros se miran y se guardan. Los fugados, una vez sometidos, pierden una oreja o algún dedo superfluo, corte limpio de machete sobre el meñique, borbotones de sangre y alaridos, ante la peonada entera que toma nota mental del ejemplo. Posee una biografía de mutilaciones diversas, y no se siente el más infeliz. Hay niños que luchan en guerras crueles o sirven al placer de criminales degenerados. Mi hermana no supo ocultar una gota salada que iba desde el lagrimal hasta la comisura de los labios, una lágrima seguida de otras que su pañuelo quiso enjugar algo tarde. Del monedero sacó los billetes más grandes sin contar cuantos eran, sin conocer el valor de la suma, para ponerlos en la mano pobre remisa a aceptarlos, así, de pronto, sin contrapartida.
Nosotros, espectadores a quienes pocas noticias impresionan, consternados e inmóviles, los descubrimos en la pantalla del televisor. Los que vienen contra viento y marea suelen ser jóvenes. De dieciocho, de veinte, de veintidós años, de veinticuatro, de dieciséis, de doce. Machos y hembras, algunas de ellas preñadas. Color oscuro o claro, llevan la mirada prendida de lejanos horizontes, tierras de promisión como la nuestra, supremo espejismo, gran mentira. Los medimos cada vez con menos precisión. Ya nos basta una simple mirada para despreciarlos.
En esos días sabemos, a grandes rasgos, de un terremoto ocurrido en la India, Afganistán y Pakistán. Acaba de originar millares y millares de muertos, lo sabemos. Los afectados por los huracanes en Guatemala pasaban de los tres mil. «Los humanos, la ambición humana, las personas transformadas en instrumento del dinero, acosan a la naturaleza. La naturaleza, revuelta, les ayuda en su empeño de dominar, de poseer, de destruir. Todo ello para ser más de lo que ya creen ser. Llegando, enfermos mentales, a tratar de ser más que los acumuladores iguales a él, imágenes de un espejo distorsionador.» Todo eso oigo decir a mi boca insubordinada, mientras busco en mi hermana un gesto de concordancia que, en lo profundo, está deseando salir.
Va quedando el cielo oscuro como pechuga de cuervo, parece que va a llover a mares, que caerán un pantano tras otro, lagos y lagunas. ¡No! Haciendo falta una lluvia de esa reciedumbre para frenar la sequía invasora del íntegro territorio peninsular, fuentes, plantas y animales, no cae una gota. Mas el miedo a un diluvio nos retiene en casa durante las perezosas horas de la tarde, sumidos en una penumbra cálida, rota en ambas cabeceras del diván por el haz luminoso de las lámparas usadas para leer. A mí me cautiva un libro de Miguel Ángel Asturias titulado Hombres de maíz y, Ángela avanza a trechos por el interior denso de La señora Dalloway, tierra de nadie, frontera entre la escritora en ciernes y la ya hecha, que era Virginia Wolf cuando escribió la novela. Joyce, Eliot y Proust asoman en sus páginas la nariz y, a veces, la oreja. Autores que ella fagocita e incorpora a su modo de hacer. Ese modo de entender leo en los frunces de su frente, mirándome como maestra al alumno, cuando pregunto a mi hermana acerca de lo ya leído. Conocedora ella, a estas alturas, del proceso intelectual seguido por la escritora y de la obra consecuente.
Llegando al recóndito interior de mi hermana
Imagino a Félix, como macho forzado por su condición, carente de una vocación avasalladora, ola movida por otras de un mar en agitación constante, transeúnte impulsado por el empuje o arrastre de la aglomeración de nómadas. Félix, el marido muerto de mi hermana, dedicó dos años de su vida insulsa a poner en marcha sucesivos planes destinados a conquistarla, plaza fuerte amurallada de orgullo y suspicacia. La rudimentaria barriga, nacida y cebada con frecuentes excesos dietéticos, pudiera ser un obstáculo. Sustentado en el escaso ejercicio, aquel abdomen creciente, añadido a las entradas abiertas en la frente sobre el pelo ralo, decían de él más de lo que él quisiera. Apeló a la fuerza y a la destreza, perseverante cazador monte arriba, monte abajo, valles alargados y tortuosas veredas, para atraer al venado hacia el disparadero y lucirlo luego sobre el hombro contrario al de la escopeta, Caupolicán asturiano. Apeló al dinero, regalos que harían derretir a cualquier moza, ropa y perfumes de París, lujosas tiendas de los Campos Elíseos. Hasta la envoltura pregonaba lujo y despilfarro. Apeló a la inteligencia, conversación brillante largo tiempo ensayada; temas diversos que sabía interesantes para la mujer. El asedio proseguido hasta rendirla por hambre y sed, entraba en sus cálculos, aunque solo como táctica extrema. Mientras tanto, al ocurrir que Isidoro, eslabón situado entre Ángela y yo, más que nada debido a la edad, no le diera el juego esperado en su petición de ayuda, vino a mí. Era yo un muchacho que aún guardaba mucho del crío empeñado en abandonar esa etapa, superándola. Llegó a Madrid, a mi pensión de la calle Torrijos; entonces lo conocí. Supe su arrancada y su amura, me explicó la incierta derrota seguida hasta entonces. Le aconsejé mantenerse al pairo, vigía atalayando la reacción de mi hermana para actuar entonces con conocimiento de causa, acercamiento o huida, tajamar obtuso en los cabeceos. La verdad sea dicha: el adulto excedido, y quien deseaba llegar a la madurez, hicimos buenas migas. Muertos mis padres con siete años de intervalo, rotas las amarras familiares, me venía que ni pintado un cuñado así. Se casaron al poco, y el afortunado pretendiente dio por concluidas sus representaciones. En adelante limitaría la conducta a ser como era: un bonachón alejado de la complejidad y de las cóleras bíblicas, esas que rompen en pedazos el mundo diez veces al mes. Carácter endemoniado visto en doña Angustias, la madre. De modo que mi hermana aceptó el gobierno de la carreta, puso las vacas a su paso, tomó la vara y decidió la carga y el destino. Luego, sucedió lo nuestro. Ángela no le permitió asistir a mi boda. Fui invitado a la suya y concurrí gozoso. El enfado que me opuso a ella, alcanzó a él de lleno. Ahí se terminó la camaradería y, al cabo, la muerte hizo imposible un arreglo como el alcanzado con mi hermana. Él, tan inocente de toda acusación como era, segundo en una hilera de dos, último de la fila; y yo, sabiéndolo, a conciencia, le convertí en culpable circunstancial por su calidad de consorte.
Mirando el ayer desde la elevación temporal que representa el hoy, deduzco que Félix advirtió en Ángela la personalidad vista ahora por mí. Entiendo que, quien fue mi cuñado, más perspicaz, se me adelantó en el hallazgo. Puede, no obstante, que fuera intuición, pues las potencias buscadas, con menor desarrollo, podían estar ya en ella y, penetrando él en su intimidad por la vía del amor, las vislumbrara. Seis años mayor que la novia, cabía en él madurez suficiente para sopesarla, para descubrir en los actos femeninos señales positivas de la futura manera de ser. Pero cabe, también, el engaño que el disimulo propicia. Enamorado el mozo viejo, falto de la costumbre de tratar con mujeres a las que no le uniera algún parentesco, sin entendimiento de las maneras amorosas imperantes, su mente escucharía día y noche los cantos del corazón saltarín.
Me lo temía. Mi hermana resulta más hábil que yo, y escapará indemne. Ángela va a emprender el viaje de regreso igual que llegó: eludiendo la confesión, el juicio y la penitencia. No dar observancia a esas tres fases del proceso, constituye un fracaso tanto suyo como mío. La fraternidad no va a recuperarse de persistir esa laguna, ese lapso sin explicación del comportamiento dudoso. Así que, cuando falta un solo día para la marcha de mi hermana, sin encomendarme ni a Dios ni al simétrico diablo, más sagaz éste, más ladino, maldades contrapuestas a las virtudes del otro, arremeto. Jugándome nuestra incipiente reconciliación a una sola carta, abordo el problema pendiente, persuadido de que, como en picadura de abeja, es preciso extraer el aguijón irritante.
El escamoteo de mi herencia puso al descubierto la naturaleza egoísta de Ángela. La negativa a corregir el efecto devastador con nuevo reparto, representó un añadido esencial a la causa de su comportamiento. Sin embargo, sumados ambos hechos, dañinos para mi persona, no supusieron motivo bastante para que yo la diera de lado el día de sus esponsales, cuando Isidoro hacía de padrino, sonrisa en la cara y chaqué alquilado, lo mismo que el novio. No obstante, Ángela, ignorando mi actitud tolerante, no se quedó al convite de mi boda con la sobrina de un diplomático paraguayo, hija de un cacique moderno. Era Teodora, una paraguaya hallada en la ciudad de Madrid, donde yo residía y la chica pasaba una semana, primer paso del recorrido por la vieja Europa tras terminar sus estudios en Asunción y Buenos Aires. Alegó mi hermana un compromiso ineludible, tan bien trabado, que proporcionaba un valor muy alto el detalle de asistir a la ceremonia religiosa. Teodora, ingenua, así lo creyó. No hice yo nada por desengañarla. La procedencia de la chica algo tuvo que ver. Se trataba de una extranjera, medio india o india del todo. Sin lugar a dudas los conflictos vendrían con ella. Su familia, que contaba ya poco en la sociedad del país, acabaría llevándonos a su terreno. El influjo fraterno no obraría ningún efecto conmigo. Ángela no hubiera aprobado esa boda de haber sido consultada, y desconoció mi intención hasta que el tiempo fue insuficiente para oponerse. Cabeza de familia con responsabilidades de padre antiguo, se sintió dolida en su dignidad.
Entrando sin llamar
Mi hermana estaba orgullosa de lo alcanzado con esfuerzo y habilidad. Recelaba de lo extraño y lo desconocido: personas, ciudades y países. Defendía las costumbres familiares y los derechos inalienables entre los que figuraban, al parecer, los conferidos por la primogenitura en otros tiempos. La buena de Ángela, desde que alcanzó el uso de razón se consideraba católica romana. Y eso, antes que asturiana y española. Así son las pinceladas de un retrato, óleo sobre lienzo de algodón, donde predominan los matices oscuros, correspondiente a la imagen antigua pugnando en mi mente con la nueva. Acuarela esta vez, sobre resistente papel de barba, trazos suaves y tonos claros del rosa y violeta. Incapaz Ángela de compartir con detrimento propio, rígida en lo que hace a lo religioso, el cuidado de las formas primaba en ella sobre el respeto al fondo. Desde el abrazo simulado de la despedida, dado en la puerta de la iglesia tras la misa de esponsales, no volvimos a hablar hasta el entierro de Félix; una eternidad sin trato que, su estancia en Las Navas, rompe. Estudiado desde la lejanía que proporciona el presente, el comportamiento de aquella persona no parece corresponder con la conducta actual de mi hermana, con la forma de ser desplegada ahora. Al menos, la que yo traduzco o interpreto. Se muestra comprensiva para los distintos, conciliadora con quienes exhiben convencimientos alejados de los suyos y, aún más allá, generosa. En esa palabra, generosa, mi sorpresa incorpora varios signos de exclamación.
Bastan tres semanas de convivencia, para que cada uno sepa del otro lo que ignoraba. Estableciéndose entre nosotros, una relación fraternal tan duradera, estoy convencido, tan firme, como armonicemos los dos. Así es. llegado el momento de la despedida, soslayamos el grave asunto que nos enfrentó separándonos. Hablo de su comportamiento egoísta con el joven inexperto que acababa de perder al padre, progenitor de ambos, cuando ella, nueve años mayor, estuvo más atenta a su provecho que al del hermano soltero. Isidoro, recién casado, en trance de formar una familia propia, no hubiera transigido con la resolución viciada del testamento de haber salido perjudicado. Aunque, al no suceder así, considerándome aún un niño, de sus labios no salió ningún reparo audible que mejorara lo consumado.
He pensado mucho, todavía lo hago, en los rudimentos del hecho, los que posibilitaron el maltrato patrimonial, la ofensa rubricada por el notario, decorada de timbres y sellos en seco. Voy al objeto de la disputa, imaginando a mi ascendiente, nuestro tesonero tatarabuelo o bisabuelo, acarreando tierra y piedra para ganar al mar una explanada cubierta de aguas someras y saladas. La obra de titanes, empezada como en broma según tengo entendido, acabó obsesionándole. Ahora me viene, en este momento preciso, la ilustración tanto tiempo esperada, tanto, tanto, tanto tiempo. Por fin, Ángela.
Hay detalles sabidos, beneficiándose del meollo ignorado. Domingos y festivos trasladando a la espalda espuertas repletas de escombros, de tierra sin dueño, de rocas disgregadas por el mar, de arena de la costa. Luego compraría un asno al que debía contagiar su empeño cada día, su locura. Los dos juntos, en horas de asueto, después de ganar el jornal suficiente para sacar adelante a la familia, alforjas, serones sobre el lomo, azuzándose el uno al otro, viaje tras viaje, irían cubriendo las aguas en la marea baja, luego en la marea alta. Tras convencer a algún convecino de la inteligencia de la iniciativa, para que alguien más participara en la locura, debió de usar la adhesión como prueba del nueve de su sensatez ante la esposa y los hijos. Dos o tres, miembros de su misma cuadrilla, mostraron de palabra la conformidad. Cada año de esfuerzo elevaba un palmo su cantero. Así era. Subir un palmo la altura precedente le costaba un año de vida añadido. De ese modo, lengua callada, vuelto del revés, con la mente convertida en hervidero de proyectos, solos asno y dueño, serones vacíos y serones llenos, a lo largo de una vida larga, asno sustituido por otro de mayor alzada, fuerzas decrecientes, mente engañada por la intención desbordante, sucumbió. Lo acepto porque esta verdad, me viene del manantial abierto en mi hermana, tan buscado. Murió el hombre sin haber construido el murallón que pensaba definitivo en el istmo de la península invertida, negativo brazo de mar, ensenada, golfo. Y todo ello destinado a obtener pasto para cuatro vacas, levantar una casuca en la ladera y plantar coles. Todo ello, para que un diluvio o la mar arbolada, anegaran el terreno sin previo aviso un invierno sí y otro también.
En una de esas inundaciones debió de sentirse derrotado, tomando la decisión de abandonar. La desesperación, en las personas de convencimientos fuertes, actúa a poquitos. Acumula granos en la panera, gotas de agua en el vaso, piedrecitas en los zapatos anchos. Un día cualquiera, un grano, una gota, una piedrecita, menor en tamaño, una semilla, una lágrima o una china más, colman la panera, hacen rebosar el vaso, alcanzan el calificativo de insoportable para el dolor del pie. Algo de eso, o mucho, debió de haber, porque el hombre aquel, bisabuelo o tatarabuelo, quien se había demostrado capaz de enfrentarse al mundo sin refuerzos, decidió cambiar su posición frente al Universo. Como no podía quitar del medio a las fuerzas todas de la Naturaleza, se eliminó a sí mismo. Muerte dolorosísima, más terrible aún que el cáncer de nuestra madre. El veneno usado contra los roedores, el eficaz matarratas, en pequeñas dosis debilita, provoca hemorragias. En cantidades grandes aniquila entre convulsiones y vómitos, entre retortijones y sacudidas de azogado. Así murió, última entrega al proyecto, definitiva. Así asumió su derrota y su rendición. De este modo lo ilustra mi hermana. Añade detalles, pone letra explicativa, adorna con dibujos hechos a plumilla la noticia escueta, que bien pudiera ser leída en la prensa local si la hemeroteca la hubiera alcanzado. Pese a que mi hermana no esclarezca la fuente, cabe deducirla de una o varias confidencias de padre, nuestro padre. Era yo demasiado sensible para cargar con tal peso mi aprendizaje vital, mi conciencia familiar.
La suerte, por fin, quiso coaligarse con él antepasado insistente, y procuró situarse a su lado. Lo sé ahora, al oírlo de labios hermanos. Ocurrió fuera de tiempo, cuando la noticia era incapaz de alegrarle. Los muertos no sufren ni padecen, pero tampoco se regocijan. Aconteció que el ministerio dedicado por entonces a las obras públicas, redactó un proyecto destinado a ocuparse del istmo, ensanchándolo lo suficiente, elevándolo lo bastante, para tender parte de una carretera, crestón levantado por máquinas, dando carta de naturaleza a su obra. De no haber anticipado su muerte, la mente, tan laboriosa, hubiera hallado sosiego, soñador que se procuró un despertar de lo más trágico. He prometido anunciarle el triunfo póstumo, si en el valle de Josafat nos pusieran juntos o llamándolo a voces se diera a conocer: vigésima fila, lado izquierdo del Juez, espacio decimotercero o una localización por el estilo, coordenadas espaciales definidas en metros respecto a la mesa judicial. Le diré que pudo la familia registrar los terrenos ganados al mar como propios. Su hijo mayor acaso, bisabuelo mío posiblemente, porque nadie de entre los vecinos se opuso, creyendo estar ante una cuestión de justicia.
Pasando a los herederos, llegó a nuestro padre. En la testamentaría promovida por mi hermana a su muerte, se nombraban beneficiarios a tres huérfanos de lo más conformes. Puestos de acuerdo Ángela e Isidoro, sin mi oposición, joven yo falto de malicia, otorgué plenos poderes a la hermana mayor. Convencido de las posibilidades turísticas de la parcela según ellos decían, me convertí en el último dueño. El último, sí; porque, tan sólo año y medio después, llegó un huracán desaforado. Agitando los vientos a más de ciento cincuenta y cinco kilómetros por hora, levantó olas nunca vistas, hasta lo más alto de la costa abrupta. Esa fuerza descomunal deshizo el muro y la carretera. Llevando, de regreso al mar, la tierra y las rocas dejadas con tanto trabajo por mi ascendiente y sus asnos.
De la noche a la mañana pasé a ser propietario de un brazo de mar que, la ley de costas, convertía en público. Hecha la gente al paso ceñido al agua, útil para los lugareños y para quienes, llegados de fuera, buscaban paisajes bravos, espléndidas fotografías dignas de ser enmarcadas, la carretera tuvo un trazado nuevo bordeando la antigua parcela sobre el talud escarpado. El airoso giro, el arco elevado, dejaban el paisaje como estuvo desde que, en los primeros balbuceos del mundo, la naturaleza trazó la línea costera y las sucesivas modificaciones. Yo acudí a mis hermanos, reclamando como quien reclama al maestro armero. La legalidad amparaba el reparto y la desgracia era mía, como mía hubiera sido la fortuna de haber tenido el terreno verdadero aprovechamiento turístico.
La acuarela marina, el óleo de la lujosa urbanización, la infografía del imaginado hotel de cincuenta alcobas dotado con los servicios más demandados por la clientela; tan hipotéticos como inaceptables para la realidad cierta, para el juicio ecuánime de alguien que tuviera dos dedos de frente, cualquier constructor un poco experimentado; la maqueta del ambicioso proyecto turístico explicado cien veces para satisfacer mis oídos, no era más que una añagaza. Lo confiesa mi hermana en la rendición de cuentas perseguida por mí a lo largo de su entera estancia en Las Navas, concedida tras el requerimiento expresado con énfasis durante el desayuno. Tan hondo penetra mi exigencia en su corazón, que decide retrasar unas horas la partida y dedicarlas a hablar. En consecuencia, no toma en la estación de Ávila el tren que, a media mañana, iba a devolverla a Gijón. Dando por perdido el costo del cambio de billete, decide partir al anochecer.
Sí, la invención fue una vulgar artimaña, una martingala de su propia industria, inventada por ella y admitida por Isidoro, para lograr mi aquiescencia y así hacer justicia. Justicia, lo llama justicia y, acaso, tenga toda razón. Porque mis gastos de estudiante sin ingresos, y sus ingresos de trabajadores sin apenas gastos, precisaban una corrección antes de cotejarse. «Inescrutables son los caminos que elige el Señor, para dar a conocer su concluyente manera de entender las cosas». Expresa mi hermana, erigiéndose en divinidad equitativa que, entonces, no tuvo a bien mostrarme su punto de vista y buscar mi aquiescencia. Y eso que yo, conocidas las razones, la hubiera dado gustoso y convencido.
Una vida comprometida y agitada
«Nuestro padre, pescador experimentado en Llastres, primero de los variados trabajos llegados después, carecía de aguante a las injusticias.» Con esta frase, retrato esencial, comienza mi hermana a rellenar el hueco de conocimiento que yo deseo tanto llenar.
«Se unía a otros de la misma forma de ser, enfrentándose a los amos o a sus capataces. De manera que el desempleo, a intervalos más o menos largos, formaba parte del compromiso laboral. Las reuniones clandestinas y la acción consecuente, llenaban su tiempo, cuando no lo hacía el sigilo.» A grandes rasgos, sabía yo, el hijo pequeño, su biografía, perfilada, eso sí, en cuatro trazos épicos. De ahí la sorpresa producida por lo oído. Jamás esperé un relato de la vida de nuestro padre tan esquematizado, tan desnudo, tan en carne viva, tan carente de romanticismo, tan vacío de grandeza y buenas intenciones, como el que desgrana Ángela desde sus labios carnosos. Hacía falta un cirujano desprendido como ella, carente de amor a los suyo, que tajara por lo sano la hinchazón, decidido a mostrarme el interior palpitante de la andadura paterna, un capricho de vago zascandil, actitud nómada y bohemia, interpretada por mí como heroísmo. Conducta digna de hombres curtidos y bragados, claro ejemplo de vida para los hijos. Mi afinidad ácrata y libertaria rechaza el dibujo de Ángela para delinearlo de nuevo, cargando las tintas en el ejemplo que aún me guía. De modo que mi hermana suelta amarras, despliega todas sus velas y se dispone a zarpar con viento fresco. Con viento o sin él, se marcha. Incógnita sin despejar, cuyo valor es un número irreal.
Regresa una hora después, decidida a llevar a cabo la muda de lo dicho o la puntualización; aún lo ignoro. Los antecedentes, tiempo y geografía, se produjeron lejos, según expone.
«Era padre un muchacho en edad de tener empleo, cuando, el abuelo Francisco, decidió emigrar en busca de mejoras para los suyos. Le costó una enormidad arrancar a la esposa el permiso necesario para llevarse al hijo mayor de los cinco, acompañándole en la aventura. Ellos enviarían dinero suficiente para todos. Quedaban con la mujer cuatro bocas: una mujercita, dos guajes y la mocosa. La chica mayor ya lo ganaba. Los otros sabían cuidar de sí. Total, todos criados. Promoverse la familia al completo hubiera sido una equivocación. Padre e hijo, sueltos, podían regresar si les fueran mal dadas.
«Llegaron a Cataluña, a Barcelona en concreto y, afinando más, a un pueblo limítrofe llamado l´Hospitalet. En el barrio de la Torrassa se acomodaron. Poblaban la pensión andaluces y murcianos, más que nada gente de Almería y huertanos hechos a la intemperie. Algunos trajinaban en el puerto y, con ellos, hicieron amistad. Quienes se decían obreros portuarios para darse pote, los llevaron ante los encargados con la idea de conseguirles cualquier ocupación. Estibadores eran el abuelo y nuestro padre, Francisco y Emiliano para los demás, cuando llegó el día de la paga. Se produjo tras un mes de dura faena a catorce horas diarias, situando en los barcos la carga, apilando y sujetando artículos de comercio, heterogéneos, para que no se movieran en la travesía. Cobraron un sueldo mísero, agujereado de descuentos. De la suma y las restas, el mandamás se llevó la parte del león, dejándoles la del ratón. Estibadores eran todavía, cuando conocieron la existencia de un sindicato que defendía a los trabajados, de quienes, sin razón alguna, sustraían del sobre un pellizco gordo. El cobro era semanal y, ellos, cobraron al mes. Ese hecho incrementaba la sisa. Su queja fue oída por compañeros pertenecientes a la CNT, legal por entonces, que sucedía a una asociación llamada Solidaridad Obrera, según creo. Se sinceraron con ellos, y el joven Emiliano recibió algunos números de un diario cuya cabecera era el nombre del sindicato raíz. Esas lecturas le dieron a conocer las penosas condiciones de vida de los trabajadores, la necesidad de unirse y actuar hombro con hombro. Sopesaron pros y contras y, en la pretensión de hacer frente a los abusos de patronos y capataces, apoyados por algún guardia, padre e hijo se afiliaron».
—No sé si encajan las fechas, pero si es así, algo de eso conozco, —digo yo, al hilo de lo oído a Ángela— lo he leído. «Después de este Congreso ya no serán mendrugos lo que pidamos». —Había expresado Ángel Pestaña en el congreso de la CNT de Cataluña, celebrado en el Ateneo Racionalista de la calle Vallespir, barrio barcelonés de Sants. Añadiendo algo de este estilo: Pediremos justicia, reclamaremos equidad y, al mismo tiempo, exigiremos mejoras de las condiciones de trabajo. Pero no lo olvidéis, lo que tenemos en el punto de mira, se tarde lo que se tarde, es la regulación de los medios de producción y de distribución.
Estas palabras debió de conocer Emiliano, el muchacho que luego fue nuestro padre, facilitándolas un hueco en su corazón. Principios de una religión nueva, ocupada, más que de la salvación del espíritu, de la preservación del cuerpo y de la dignidad del hombre. Objetivo, el segundo, cada vez más importante para él, idealista y soñador.
Prosigue mi hermana su confidencia, tanto tiempo deseada por mí. «El hijo era quien incitaba al padre a comprometerse en huelgas y algaradas. El adulto, de sangre caliente, nuestro abuelo Francisco, pensando en la familia dejada en el pueblo costero, movido por la obligación contraída de girar suficientes recursos para que comieran tres veces al día vistiendo de manera decente, reclamaba lo suyo y se oponía a las mermas. El capataz, y es sólo una muestra, exigía una cantidad cifrada en el seis por ciento para conservarles el empleo; una especie de seguro laboral, abusivo y fuera de toda ley. Se manifestaron por las calles, repartieron propaganda, ayudaron a compañeros de otras empresas.
En un mitin celebrado el día de San José en la plaza de toros de las Arenas, había hablado Salvador Seguí, el Noi del Sucre, de natural conciliador, con quien, al conocer lo dicho, el padre se identificó al momento. El muchacho se consideraba más en la línea del leonés Pestaña, aquel niño huérfano que, desde la más tierna infancia, se vio obligado a ganarse la vida. En ningún momento oyeron o se mostraron partidarios de utilizar la violencia en apoyo de sus reivindicaciones. Lo que no obsta, para que, como resultado de su proceder sindical, visitaran los calabozos policiales, quedando la filiación escrita en el fichero de activistas. Los compañeros hablaban de los tiempos difíciles del jefe de policía Bravo Portillo, y de la huelga de la Canadiense, cuando el general Martínez Anido fue nombrado gobernador civil de Barcelona. De resultas, la represión obrera tomó carta de naturaleza.
Desvela mi hermana más de lo que mi memoria conoce, oído a nuestro padre o leído en sus papeles, momio expurgado del cartapacio que, al inicio de su estancia en Las Navas, Ángela me entregó. Acepto la complementariedad sin dar mayor importancia a las fechas y a las circunstancias referidas, posibles traidoras de la realidad. De común acuerdo Isidoro y ella —siempre apela a la complicidad de nuestro hermano, aceptación o tolerancia sin aclarar— temiendo de mí una reacción desviada de los estudios, y de una vida ordenada según ellos la entendían, para que no siguiera los pasos de padre y abuelo, ocultaron lo que en estas líneas recojo.
Finalizaba el mes de noviembre del año veinte, cuando Martínez Anido, gobernador de Barcelona, ordenó el traslado a Mahón de treinta y seis sindicalistas recluidos en la cárcel Modelo. Entre ellos figuraba Salvador Seguí Rubiñals, a quien mi abuelo escuchaba. Se manifestaron los obreros en su favor ante el edificio del Gobierno y, unos pistoleros del Sindicato Libre, procedentes de la guerra carlista y armados por ciertos patronos, dispararon con intención de matar y mataron. Quien estaba destinado a ser el abuelo Francisco, recibió tres balazos en el costado del corazón, agonizando sobre la acera en los brazos de su hijo, un joven paralizado, a quien auxiliaron algunos compañeros cenetistas.
Emiliano, cuya forma de ser recibí, había madurado una enormidad en el transcurso de la emigración. Pudo, por ello, vivir aquella tragedia sin el consuelo de la familia. Me resulta imposible saber, qué sentimientos condujeron la voluntad de aquel muchacho. Ocultó la muerte a los suyos todo el tiempo que pudo, trabajando sin descanso para enviar el dinero acostumbrado. El sindicato era su casa y los compañeros hicieron de hermanos. El largo silencio del padre despertó sospechas en los suyos, suposiciones que en ningún caso ganaban en gravedad a lo ocurrido. Habló, al fin, de un accidente mortal, de la caída de la estiba sobre el cuerpo frágil, de un aplastamiento que lo destrozó por dentro. Todo, según creo, para no regresar a Llastres derrotado. Para no reconocer que la empresa propuesta por el padre era descabellada, que el momento o el lugar no fueron los idóneos.
Poseía Emiliano una mente despierta, reforzada por la voluntad de hierro. A su joven edad, ya era un militante convencido que hablaba a los demás, ganándolos para su causa. El cadáver que había enterrado —nadie lo ignoraba— le dotaba de peso y credibilidad. Tomó lecciones de quien sabía más, aprendió historia y geografía, conoció que, el mundo, cinco continentes y millares de islas rodeados de agua, estaba poblado por gente como él, que vivía angustiada por la acción de un entorno más o menos cercano, más o menos lejano, cuyos hilos movían unos pocos. Supo que la humanidad era una procesión creciente, iniciada en la antigüedad más arcaica y, dando rodeos, avanzando y retrocediendo, se dirigía al futuro espléndido pasando por el hoy hostil. Con ese bagaje y una sinceridad a prueba de torturas, tenaz como él solo; quienes lo escuchaban se ponían de su lado o se apartaban. Comenzó a escribir en el periódico del Sindicato, trabó conocimiento con Ángel Pestaña, y al poco tiempo estaba en la lista de los agitadores buscados por la policía.
Fue, Dionisia, su madre, nuestra abuela luego, quien le hizo regresar a Llastres. El peligro a que estaba sometido en Barcelona, y el consejo de los amigos, no bastaban. En el pueblo, más que los envíos dinerarios, necesitaban su presencia, su aliento, su buen juicio, su dirección como sustituto del padre. Hombre hecho y derecho de diecinueve años, cruzó Emiliano el umbral de la casa como un profeta, barbado y hablador. Explicó y escucharon. Por delante iba la verdad de la muerte paterna sin ahorrar detalle, seguida de la actividad sindical. La hermana mayor andaba ocupaba en los preparativos de su matrimonio. La pequeña era aún una mocita que ayudaba en casa, comenzando a valorar el efecto de los trapos sobre su figura. Los dos guajes, a quienes dejó jugando al escondite con otros rapaces, terminada la escuela ya aportaban jornal. De modo que ordenó él lo poco que necesitaba orden, porque la madre, Dionisia, dulce y enérgica, se bastaba para imponerlo. Pudo así acudir al puerto en busca de trabajo. El mar y sus labores tiraban de la voluntad férrea con una fuerza ancestral.
Emiliano —de él me viene el amor al mar y a sus cosas—se enroló en un pesquero y siguió militando en el sindicato al tiempo que colaboraba con sus escritos en el periódico Solidaridad Obrera. Muy pronto se hizo notar, y algunos compañeros se unieron a él en la exigencia de mejoras, pues las condiciones de trabajo en los arrastreros eran muy duras cuando, como en ese caso, faenaban en pareja para desarrollar más fuerza y lograr mayores redadas. A eso iba mientras el poder tomaba en el país la forma de dictadura, una dictadura sui géneris, pues el general Primo de Rivera, puesto de acuerdo con el rey Alfonso XIII, dio un golpe de estado y asumió el mando del gobierno tras suspender el régimen constitucional. De modo que, cuando un vecino lo denunció, cumplidos ya los veinte años, su encarcelamiento, tanto en mar como en tierra, se daba por hecho. Liberado de la prisión veintiséis meses después, no fue aceptado por el armador del arrastrero que antes lo empleó.
«Trabajas bien, te organizas, dispones; incluso serías un buen patrón de pesca si aceptaras, pero eres un enredador y por enredador has estado en la cárcel. Compréndelo».
La voz se había corrido, y hubo de sumarse a la tripulación de un carguero británico que iba y venía entre la cornisa cántabra, el sur de Inglaterra y la costa noroeste francesa.
Se hacen pausas, tomamos descansos entre parrafada y parrafada. Yo sirvo zumos de manzana y naranja que Teodora, consciente de que está en juego la fraternidad con Ángela y mi estabilidad emocional, prepara en la licuadora, regalo de los hijos en la última Navidad.
«Contrajo Emiliano, nuestro padre, matrimonio con una mujer fuerte que, sabedora de la inestabilidad laboral que le acompañaba allá donde fuera, apreciaba la sinceridad de su donación a los demás. Begoña, nuestra madre, llegó a entender los motivos que animaban al hombre, la razón interna que lo impulsaba a seguir, y aunque le recriminaba los peligros arrostrados decidió prestarle su apoyo incondicional. Tres hijos les nacieron contándote a ti, que recibiste el nombre de César, llevado antes por algún pariente, supongo. Trasladados a Gijón, nuestro padre incrementó su actividad sindical hasta límites peligrosos, y los despidos, las idas y venidas pregonando su ideario, le convirtieron en una persona señalada, admirada y denostada a partes iguales.»
—En resumidas cuentas —aquilata Ángela— su aportación al patrimonio familiar fue mínima. Incluso puede que el saldo resultase deudor, porque se le dieron dineros para viajes, ropa y comida. Madre, hija de aldeanos con tierras y ganados, gozó de buenas maestras y, en añadido, tenía mano y cabeza para cortar y coser. Así que, cuando la penuria asomaba la oreja, aceptaba encargos de una mercería especializada en ropa infantil. Los ingresos de madre y de los otros hijos —empleada yo en casa de doña Angustias, Isidoro aprendiz en un taller de relojería— facilitaron que tú, el pequeño, gozaras de la posibilidad de estudiar. Y los estudios, ya se sabe, ocupan un tiempo alargado, años y años de resta constante en la menguada hacienda familiar.
Es cierto, yo, César, vestía de domingo a diario y paseaba los libros camino del colegio y de la universidad. Mi hermano, acaso tan dispuesto, pero menos constante, aprendía un oficio y entregaba a madre su paga exigua. Mi hermana, intuitiva y hábil, servía de manos, ojos y oídos a doña Angustias, una señora viuda que, teniendo tres hijos, se hallaba muy sola. Día y noche a su lado para llevar a casa lo que podía considerarse un salario decente, porque lo aprendido de la señora, relacionado con las antigüedades, tardó en dar algún fruto.
Estrecho a Ángela en mis brazos, porque tras esa confesión queda la mujer, en lo que a mi respecta, exonerada de culpa. Ni ella ni Isidoro hicieron otra cosa que cumplir los dictados íntimos. Obraron en conciencia, y su decisión se ajustaba a la lógica. Eso sí, podían habérmelo explicado tal como lo entendían. Yo hubiera aceptado de buen grado su comportamiento. Con todo, la duda mayor, una laguna extensa de aguas azules repleta de peces persiguiéndose, alimenta aún mi ignorancia: el asunto importante de la muerte de padre. Nadie, en ningún momento, me ha dado una explicación satisfactoria de cómo murió.
Punto final
Guarda mi hermana el suceso nefasto encerrado en su más profunda intimidad para protegerme, y tarda un buen rato en encontrar el modo natural de liberarlo. De nuevo el temor maternal, el deseo de preservar la inocencia supuesta al hermano pequeño, poseedor de un futuro brillante que, la reacción dolorosa, podía torcer. Yo admiraba a mi padre por encima de cualquier otra persona que no fueran don Sebastián, el huésped, o el sacerdote don Celso: trinidad de iguales, santos los tres de mi cielo terrenal. Así que no andaba muy descaminada. Las embarazosas circunstancias de su muerte, dura prueba para mi ideario, hubieran podido arrastrarme a la acción comprometida.
Como si no bastara al sindicalista Emiliano Albares Núñez, con encauzar cuanto conflicto estallaba en la metalurgia de Gijón, representante oficioso de una parte creciente de los trabajadores, apoyaba las acciones del sindicato en otros ámbitos laborales. Por entonces, la minería vivía en constante alteración. Las condiciones de trabajo en los pozos hulleros no habían mejorado ni un ápice en el último siglo, y los derrumbes seguían produciendo un rosario de víctimas. La silicosis acortaba la vida esforzada de los picadores enterrados en vida, y nuestro padre se mezclaba con ellos en cuanto lograba esquivar a las fuerzas del orden que lo vigilaban sin tregua. Un funcionario, adicto a la causa libertaria, ayudaba al sindicato con recados cuando la cosa se ponía fea. Así fue como pudo huir Emiliano, momentos antes de que lo descubrieran imprimiendo panfletos para extender la huelga iniciada en la mina de carbón. Se anticipó tan poco el aviso que los uniformados persiguieron al escapado hasta llegar al puerto, donde a nado intentó alcanzar un barco de pabellón extranjero que allí fondeaba. Dispararon sobre él pistolas y fusiles, guiados por la luz de la luna, reverberando inestable en la agitación líquida. Fueron tantos los tiros, acribillaron tanto espacio, que los fusileros y los pistoleros dieron por concluido el cerco, seguros de haberlo ajusticiado en el lugar exacto en que aparecía una mancha roja sobre el agua grasienta.
No obstante, la búsqueda del cuerpo por submarinistas de la guardia costera, resultó infructuosa. Sin duda los correligionarios hurtaron el cadáver para causar desconcierto. Y es que, en el minucioso registro de las embarcaciones próximas, tampoco apareció rastro alguno que delatara su presencia. Por el contrario, para la familia, la falta de pruebas alimentaba su esperanza: delirios del corazón que, en vez de debilitarse, se fortalecían.
Pasaba del medio siglo mi padre cuando ocurrieron los hechos relatados por Ángela, quien, en cuanto destapó el continente, se liberó con alivio del contenido. Cincuenta y cuatro años acababa de cumplir el luchador impertérrito. Edad referida a la fecha aceptada por las autoridades como la de su muerte incierta. Falleció, si así fue, víctima de múltiples heridas de bala, tres semanas y dos días antes de que se celebraran los funerales insólitos. Misa de cuerpo ausente, tañer de campanas extendiendo tristeza y murmullo de responsos, ceremonia incompleta privada de entierro.
De tal estado de cosas cabía esperar que, moribundo, mi padre hubiera sido izado por algún marinero que lo ocultara en los recovecos del buque, procurando su cura. Improbable, pero verosímil, tal eventualidad entraba dentro de lo considerado sensato. Habría sido necesaria la complicidad del médico, un profesional de los que se sienten obligados por el juramento hipocrático, capaces de arriesgar su propia vida en defensa de la ajena. Con todo, el capitán tendría la última palabra, la que define la conducta correcta. Cavilaría un buen rato, sopesando las consecuencias de avisar a las autoridades portuarias, cuya forma de actuar era predecible. Informarían a la guardia costera favoreciendo la detención del perseguido. Atendido en un hospital penitenciario bajo vigilancia armada, a su curación, el preso, tras un juicio celebrado en condiciones poco ecuánimes, sin defensa acaso o mal defendido, recibiría una sentencia condenatoria días antes de ser ajusticiado a garrote vil o de quedar enclaustrado en un penal hasta el fin de sus días.
En un hombre justo, ciudadano de un país cuyos gobernantes, respetuosos de las libertades, son elegidos por el pueblo; en un elector perteneciente a un estado dotado de leyes, que una cámara de representantes promulga, y jueces independientes e imparciales interpretan y aplican; en un capitán de barco procedente de una patria así, la duda sobre la conducta que debía poner en práctica se hubiera resuelto en cualquiera de los dos sentidos: entrega denunciante o sigilo protector. De modo y manera que, la esperanza albergada por Ángela, y puede que, por Isidoro, no se salía de lo razonable. Si obedecía a un deseo, ese deseo no hallaba suficiente oposición en la realidad cruda.
Desaparecido padre en las turbias aguas del puerto, tres semanas después llegó la declaración oficial de fallecido a efectos legales. Al parecer prosperó la teoría del robo del cadáver por parte de sus correligionarios, quienes aumentaban su cuenta de fechorías con una tan grave. Fuera como fuera, el caso es que pudo cumplirse entonces el deseo expresado en el testamento: dos cláusulas abiertas al reparto de las propiedades de común acuerdo entre los tres hijos. Actitud muy suya que lo pintaba en dos trazos. Había unos terrenos que madre aportó al matrimonio y una casa adquirida por los esposos para su sociedad de gananciales. Todo ello en el término de Llastres, porque la vivienda de Gijón se alquiló al trasladarnos. Por ese conducto me convertí en propietario de un fluctuante pedazo de mar. Isidoro, casado y residente en Oviedo, gozaba de buena posición y, a mayores, de un empleo de confianza en la mejor joyería de la capital, la más prestigiosa, la de mayor negocio. Así que Ángela, libre al fin de obligaciones familiares, aceptó el beneficioso casamiento que Félix proponía desde tiempo atrás. La boda, celebrada sin alharacas, cerró el ciclo de alteración de las cosas, estableciendo un nuevo equilibrio inestable. Vivieron marido y mujer con doña Angustias, la mujer de carácter que tanto apreciaba las maneras mostradas por mi hermana, destinadas a disponer el hogar y la galería de antigüedades.
Basada en testimonios opuestos, de personas que creían haberlo visto en uno u otro lugar: las islas Canarias, la ciudad de la Habana, el puerto de Génova; mi hermana confió siempre en un sorprendente regreso de padre que, al cabo, no se produjo. Tendría ahora el buen hombre algo más de cien años. Demasiados para seguir esperando su aparición. Llegada la confidencia a esta parte, Ángela teme de mí una reacción violenta. Expresado su temor, subida a mi manifiesta pasividad, prosigue con tiento. La engañaron mi silencio enmudecido y el opaco fulgor de la mirada perdida. La culpaba y me sentía culpable, neutralizándose las culpas y volviendo contra mí el castigo. El rencor albergado contra ella, me impidió conocer la comprometida actividad paterna, la arriesgada y valerosa conducta de quien estaba siendo el espejo donde me miraba. El rencor contra mí mismo, me impidió, quizás, seguir a mi padre en su empeño de alcanzar la utopía social, el paraíso en la tierra. Posible si se impusiera la voluntad sometida de los más, de los obligados a seguir avanzando con la cabeza gacha, mirando el espacio incierto donde ponen los pies.
Las últimas horas de Ángela en Las Navas trascurren entre vaivenes del ánimo, arriba y abajo en la escala que recoge las fluctuaciones. Desarrollamos ella y yo la conversación manteniéndonos fuera del momento, alejados del lugar, recorriendo espacios emocionales dominantes del razonamiento achicado. Teodora, se lo agradeceré siempre, se situó al margen, atenta a satisfacer nuestras necesidades. Siete horas dan para mucho o son sólo el preámbulo, según se desee. En ocasiones presenta la charla visos de agotarse, carente de novedades a las que pegar la hebra. De pronto, surgen la chispa y el combustible que reinician la inflamación. Mediada la tarde regresará a Gijón en el Talgo, y la prisa por aclarar lo oscuro se va imponiendo. Ninguna sombra de sospecha debe quedar entre nosotros, si de veras pretendemos fraternizar como nunca lo hicimos; el conocido por reiterado, borrón y cuenta nueva.
Tras la marcha de mi hermana, Teodora y yo quedaremos de nuevo frente a frente, puñales en el cinto, dispuestos. Me pregunto una vez más por qué no nos entendemos. Llega a mi cabeza como fogonazo, una razón apenas contemplada que todo lo explica: ella es en esencia impulsiva, siendo yo racional en esencia. ¿Y si, en nuestro trato diario, la razón y la emoción actuaran al modo de los idiomas distintos? Lógica y pasión, sirviendo de vehículos a nuestros mensajes, nos dejaban en ayudas de los deseos y necesidades del otro. ¿Y si la falta de entendimiento radicara en que Teodora no habla la misma lengua racional que yo, y yo no hablo su lengua emocional? Lo pienso así y me dan ganas de estudiar, de practicar con ella su parla emocional hasta entenderla; de practicar con ella mi parla racional hasta hacerme entender. No es solo eso. Hay más. Durante años fui elaborando un lema. Una vez conseguido, cerrado, redondeado; hice de él, mi objetivo esencial y general. Lucha hasta el equilibrio. Nada menos que ese concepto integrado e integrador. El universo entero va hacia él. Desequilibrio y equilibrio luchando una y otra vez, al igual que todos los opuestos, suma de ellos, acaso. Blanco y negro, arriba y abajo, bueno y malo, día y noche. Sin ir más lejos, o llegando hasta al límite: la materia y la antimateria universales, equilibrando sus efectos. Desde ese punto de vista, fundamental en mi filosofía, nosotros, Teodora y yo, somos una pareja bien equilibrada. Opuestos, contrarios, alcanzamos el equilibrio cada día y, no nos hemos divorciado, seguimos juntos, luchando por el equilibrio matrimonial, consiguiéndolo, por ahora, a diario. Hablan de la otra mitad, complemento personal de cada persona inconclusa, y todas las personas lo somos. Mi esposa y yo, puede que hayamos encontrado en nosotros mismos, el uno en el otro, el otro en el uno, la mitad complementaria, la destinada a complementarnos, a equilibrarnos.
Remolcando la maleta de ruedas retráctiles, aligerada respecto a la venida, sube Ángela al tren en la estación de Ávila. Teodora y yo quedamos en el andén observándola buscar su asiento. Sin acomodarse aún, en vista de que por los altavoces se anuncia la salida, situada ante la ventanilla hermética nos dice adiós agitando la mano. En acto reflejo, el movimiento iniciado la hace asirse a uno de los agarraderos. Superado el trance, cuando ya se distancia de nosotros, la vemos aproximar a los ojos el albo pañuelito bordado con sus iniciales que siempre lleva consigo.
—La cuesta despedirse; ¿lo ves?, tu hermana se va llorando.
—Sí, se va sin desearlo del todo. No hemos escatimado esfuerzo para que se encontrara a gusto, conociendo lugares y personas de interés. Cualquiera en su lugar se iría satisfecho, un tanto apenado. Así se va, probando que ella no es distinta.
—Testigo mudo, por las confidencias mutuas he descubierto lo mucho que tenéis en común. Ella y tú, hermanos crecidos de espaldas. No sé si comprendes cuánto. Iremos a su casa. Allí, en Gijón, rodeada de amistades y vecinos, donde no caben disimulos, mostrará la dimensión completa que buscas.
—Puede que tengas razón. Pero hay algo más inaplazable. Cuando te jubiles, antes de nada, iremos a Paraguay. Es un viaje que pretendo hacer sin prisas; tomándonos el tiempo que necesitemos para recorrer lo tuyo: cuatro o cinco meses como poco.
—¿No te parece un poco tarde? La familia se dispersó nada más morir el padre. Será difícil dar con algunos hermanos y sobrinos. Sé que en Buenos Aires se asentaron los más jóvenes. No piensas en mí. Actúas por mero egoísmo. Bastaba que deseara volver para que lo retrasaras con fútiles excusas año tras año. Ahora, ya soy de aquí. Estoy por decirte que vayas tú solo.
—Mide bien tus palabras, porque puedo ir sin ti. No me faltarán guías que muestren lo que aún no he visto.
—Está bien, déjame en Madrid si es lo que quieres. A lo peor, cuando vengas, ya no me encuentras. Daré con alguien dispuesto a hacerme compañía, no te quepa la menor duda. Alguien capaz de respetar lo que llamas mis rarezas, atendiendo lo que, según tú, son caprichos.
Post scríptum del narrador
Guardamos silencio sobre una cuestión notable, que puede haber resultado primordial en nuestra convivencia. El lector debe estar al tanto de este punto. Deseándolos, no hemos tenido hijos. Ni embarazo ni aborto sucedieron. Aunque sospechemos la dificultad el uno en el otro, en ningún momento hemos querido saber la verdad médica. Teodora, a veces, siente nostalgia de la convivencia con los hermanos en su época de niños. Niñerías de infantes haciéndose, creciéndose. No lo dice, pero lo trasluce. Yo, mal que bien, he ido acomodándome a la idea de no tener quien siga mis pasos, contando a los suyos lo nuestro.
Personajes destacados
César, narrador, 66 años
Teodora, esposa, 65
Ángela, hermana del narrador, 75
Isidoro, hermano del narrador, 72 años
Adrián, hijo de Isidoro
Emiliano, padre de Ángela, Isidoro y César
Begoña, madre de Ángela, Isidoro y César
Francisco, padre de Emiliano y abuelo de César y sus hermanos
Dionisia, madre de Emiliano y abuela de César y sus hermanos
Don Sebastián, médico y pupilo entrañable
Elías y Begoña, hijos imaginarios de César y Teodora
Índice
De Gijón a Ávila y a las Navas del Marqués
El ayer y el hoy tratando de hermanarse
El hoy necesita al ayer para definirse
Las palabras escritas son gaviotas. Las escritas, naves ancladas
Somos abismo, elevación y cambiante superficie
La memoria de la realidad y la realidad de la memoria
Las Navas del Marqués y algunas visitas
Nuestra prima, interior abierto
Ángela y nosotros, nosotros y ella
Sobre la naturaleza herida en los inmigrantes
Desigualdades crecidas a diario
Mi esposa y yo
Las raíces de mi esposa
Mi reflexión frente a sus emociones
Antiguos conocidos reencontrados
De la época de Llastres al hoy en Las Navas del Marqués
Regreso a un presente destinado a ser conciliador
Acontecimientos que han ido imprimiendo mi manera de ser
Lo que quise ser, comienzo de lo que fui.
Mis convencimientos más íntimos se hacen sedante para Ángela
Esperanza Andérez
Alcalá de Henares y nuestro hogar de cada día
De Madrid a Las Navas
Lección gastronómica, teoría y práctica
Amigos, sencillamente, amigos
Búsquedas, de una u otra forma, truncadas
Llegando al recóndito interior de mi hermana
Entrando sin llamar
Una vida comprometida y agitada
Punto final
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