José Asunción Silva

Contenido: Introducción. Versos para un poema humano, traducción al portugués de “Al Pie de la Estatua” de Silva, Ensayos de García Márquez y Unamuno. Vida y Obra. Video

En cuanto, el 4 de agosto de 1789, la Asamblea Nacional Francesa aprobó el texto de consagración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, Antonio Amador José de Nariño y Álvarez del Casal, hijo de españoles nacido en Santa Fe de Bogotá, lo tradujo y dio a conocer. Causa o consecuencia, por ello fue perseguido y hecho prisionero –escapadas y entregas- enfermo de llagas y tuberculosis, durante 23 años de su vida. La activa biografía de este periodista, intelectual, político y militar, a favor de la emancipación de las colonias españolas, le llevó a colaborar con Simón Bolívar en 1821, quien lo escogió como Vicepresidente de Colombia. Se dice pronto, pero su esfuerzo y penalidades fueron largos. Es de destacar que la circulación de ese texto había sido prohibida en las Colonias españolas por el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, y que las dos copias imprimidas no fueron leídas por más de veinte personas.

 

Antonio Nariño y Álvarez, óleo de Ramón Torres Méndez (Jockey Club, Bogotá)

 

Poco tiempo después, en términos históricos, 1865, nació en Bogotá José Asunción Silva. La sociedad de su espacio no había cambiado mucho; pero en cuanto a lo cultural puede decirse que comenzaban a inquietarse los cimientos. En 1882, José Julián Martí publicó el poemario dedicado a su hijo José Francisco con el título de “Ismaelillo”. En 1888, el desmesurado Rubén Dario publica Azul. Modernismo, la palabra sacra. El modernismo es un movimiento arrollador, ola gigantesca, tsunami; pero irregular considerando el conjunto de países, donde la península ibérica ya no es referencia obligada. Podemos hacer unidad de lo iberoamericano, pero en Brasil el modernismo se convierte en una forma de vida cultural que, transformándose, evolucionando, no acaba. Quizá ocurra algo así en otros países. El estudio de los movimientos: mezcla de club social, liturgia de iluminados religiosos, y verdadera rebeldía de esforzados; solo se puede hacer a posteriori.

La credibilidad y consecuencia de esos estudios dependen de la personalidad científica de quienes los hagan. Manuel Bandeira es considerado precursor del modernismo en Brasil, José Asunción Silva precursor del modernismo en Colombia. Yo creo que el precursor es modernista o no lo es, y que lo es en una obra aunque no lo haya sido en otra anterior. París como meta, la ciudad obrador de intelectuales de la que vuelven amasados y cocidos como modernistas quienes allí fueron. Hubo momentos en que París: pintores, bohemios, vividores o poetas, fue iberoamericano. Incluso en mi época juvenil París era un imán. Mucho tiempo después, allí llegué con veinte años, y me pasé el tiempo buscando llaves para abrir las puertas que llevaban al futuro. Pero el futuro que buscaba era aún más amplio y más profundo: lo Universal, el Universalismo: donde cabe lo de abajo y lo de arriba, estrellas y electrones, lo enorme y lo minúsculo, pasado, presente y futuro, mezcla de géneros e idiomas. Pensé que todo iba a desembocar en el universalismo, pero hoy día se da la coexistencia social de lo medieval con la modernidad del siglo XXI, y en cada país hay un poco de vanguardia y mucha continuidad. Y las censuras, como siempre, frenando vanguardias.

 

París- Exposición Universal 1878 Palais du Champ de Mars

 

Versos para un poema humano
Pedro Sevylla de Juana

Rumor de raíces que avanzan tierra adentro,
de tallo elevándose a las nubes:
yo creo en las razones del silencio.

Lo sospecho perdido entre la niebla,
velo que en alta mar disfraza el rumbo de los barcos,
lento avance a enviones de sirena,
previsores de súbitos hallazgos.

Lo intuyo a la sombra de la sombra,
esperanzado ciprés del cementerio,
mástil y pica cargados de memoria.

Aletargado, dormido cabecea,
alargada lengua del ahorcado;
escondido en las campanas quietas,
su voz es el sueño del badajo.

Creo en el silencio del hombre,
y me atrevo a interpretarlo:
acerbo, ácido y salobre.

Sucede que el silencio humano
se aleja poco a poco del copo níveo,
indecisa pluma que desciende sobre el llano,
sobre las agujas temblorosas de los pinos,
guedeja abandonada en los sumisos pastos.

El silencio del hombre es el grito enmudecido
de quienes pretenden hacer de la justicia
un instrumento más eficaz y más preciso;
es la palabra ignorante del camino de salida,
el aire expelido y aspirado
que en el sendero de la garganta descarría;
un vagido cortado de raíz,
el llanto del niño sorprendido por la vida.

El silencio yace en la hondonada,
en el escarpado lecho de los ríos secos,
afilada roca que divide la abundancia.
Es una herida abierta por el miedo,
un dolor agudo surgiendo a borbotones
de las agrisadas cenizas del aliento.

Suple el hombre la carencia de dioses y de patrias
domesticando dragones y serpientes marinas,
y el desconocimiento del lugar de su arribada
con rotundas expresiones, acaso desmedidas,
que ocultan la aridez de la mente equivocada
en el vasto desierto de las manos vacías.

El miedo a juntar el mal desparramado:
al silencio del hombre lo engendra la cautela,
el temor a concretar lo abstracto.

El silencio es saeta que sabe mucho de objetivos,
puntiaguda garra de la fiera,
es una flecha empeñada en blancos íntegros.
Es el aullido del lobo que en la estepa
da mordiscos al cielo enmarañado,
dentelladas de rabia y de impotencia;
es el bramido del toro acorralado
que opone el corazón a la barrena.

El silencio del hombre es el llamado
de quien se muerde el labio de amargura
y sujeta sus torrentes en un lago
de ígnea lava y fría espuma.

Cesado el vendaval de las galernas,
recurro a las pupilas que lo han visto todo:
el gris y el pardo de las tierras
y el azul glorioso.

Desde el ojo que entrega la mente a la nostalgia,
encaramado a los recuerdos miro:
torrenteras sedientas de corriente impávida,
laderas de reseco pergamino;
y veo en los páramos de piedra,
vallados que gobiernan los caminos,
escudos no labrados de casas solariegas,
catedrales y castillos
dormidos aún en la cantera.

Todo lo que siento, lo que intuyo y lo que veo;
configuran mi quebradiza integridad,
una fuente perdida en el desierto.

Soy lapislázuli oculto en las entrañas de la tierra
serpiente abrazada al tronco de ébano
puerco espín, espléndida azalea
arena integrada en el hormigón de los cimientos.
Efímera flor, agua en el pozo,
avara y generosa criatura,
ejercicio mental, carácter sólido,
que libera la energía de sus dudas
modeladora del cosmos.
Campesino nómada de la papa y la mandioca,
de la vaca, el cerdo y el cordero;
ciudadano de centros industriales,
nacido de la mezcla de culturas,
mestizo de permanente mestizaje,
de la concordia huésped,
de la libertad amante.

Tan indomables el león como el cordero,
tan obligados a mantener el tipo;
gemelos ambos en el dominio de mi pecho,
quieren cruzar juntos el puente del destino,
vida y muerte en los extremos.

El porvenir depende de la fuerza
que la infatigable voluntad imprima,
a la firme decisión de caminar en un solo sentido,
superando los obstáculos acumulados un día y otro día:
inundaciones, huracanes o seísmos.

La excepción no confirma la regla:
gota de sangre sobre mar de leche
a modo de evidencia.
La niega, la impugna, la rebate;
la contradice, la invalida, la rechaza;
altera sus términos constantes,
la obliga a abrir postigos y murallas,
y a convertirse en una ley más grande,
-gama de rosas, exempli gratia,
donde quepa aquello que se da de tarde en tarde.

El bien y el mal tienen en mí su referencia,
su principio y fin previstos de antemano,
y nada son sin mi intención suprema.

Atravieso la niebla henchida de misterios;
como dardos nocturnos son mis ojos,
y van burlando cercos.

Me han hecho como soy los reproches vanos,
las oportunas palabras de aliento,
el reiterado ejercicio cotidiano,
la dificultad de entendimiento
y la persistente oposición de lo arcano
a explicar su secreto.

Lo rígido me atemoriza: parapetos y barreras;
he roto formas: vasijas y troqueles;
me ponen en guardia, me atrincheran,
lo inflexible y permanente.

Constante agitación de corrientes y mareas,
barrera de cimbreantes colinas,
despensa que se esparce y regenera
el tornadizo mar me sobrecoge y me cautiva.

Contemplo el cielo guateado de nubes de algodón,
concretas figuras modificadas a cada instante por el viento:
cúmulos en forma de monte, de pájaro o de flor;
nimbos hechos rostros, caballos, carámbanos de hielo;
estratos que exceden el margen de la imaginación.

Lo que va más allá del mediodía
y traspasado el crepúsculo no muere,
lo que acompaña al tiempo en su rutina,
apoderándose del hombre breve
lo aminora y lo domina.

La evolución, el cambio y las esperas
el salto, el retroceso, la mudanza,
y lo que modifica su esencia,
reclaman mi atenta vigilancia.
De lo permanente huyo: la arrogante vida eterna.

Encomiendo mis viajes al tímido velero
asentado en olas sucesivas,
al ala frágil del avión ligero.

Agua o arena,
lo incontable es de mi atención objeto,
los páramos de estrellas
del chispeante firmamento.
En lo fugaz tengo mi suelo,
lo huidizo me ofrece su refugio,
columna, pared y techo.
Gredas sirven de base a los cimientos,
charcos de las recientes lluvias,
todo lo inestable e incierto.
Por el momento al menos
no creo en nada fijo;
sólo en lo efímero,
en lo temporal, confío.

Reviso cien veces lo ya hecho,
de nada estoy seguro,
recelo de mis acreditados méritos,
de mi fama merecida;
hoy dudo nuevamente, desconfío de nuevo
de lo que ayer creía
y me convenzo de verdades nuevas
que mañana serán sustituidas.

Energía y materia,
pensamiento, palabra y acción,
tiempo y tierra,
torpeza y esplendor.

PSdeJ Valdepero, Palencia, Valladolid, Barcelona y Madrid

 

José Asunción Silva

 

A los diez años José Asunción Silva escribe el poema “La primera comunión”. A los diecinueve pasa un año en Europa y regresa diez años mayor: poeta consumado y varón perfecto: culto, elegante, educado, serio, trabajador, practicante de la amistad bien entendida. Lo amó el cariño, lo odió la envidia. Al igual que Luís de Camões naufraga y pierde sus trabajos en el agua. Del portugués se ha dicho y se ha dibujado -hasta un sello de correos lo muestra- que nadando con un brazo, salvó sus escritos en el otro alzado. El bogotano perdió parte de su obra, obra importante de una vida corta. Pero José Asunción Silva se define como escritor en cada uno de sus escritos, en cada una de sus traducciones, en su correspondencia; es lo que es y es mucho, por eso importa menos lo que perdió o lo que pudo haber escrito en una madurez imaginada, que él, no obstante, adelantó. La vida y la muerte iban de la mano a los ojos de Silva; y en “Gotas amargas” la muerte ya es algo propio. Alcanzar las estrellas con las manos, desde las raíces terrenas de los pies, fue su empeño imposible. Tomo para traducirlo el largo poema titulado “Al pie de la estatua”, porque en él recoge las formas y los fondos de Jorge Manrique y de Rubén Darío, para sumarlos a los suyos con una naturalidad sorprendente.

 

 

 Estatua de Simón Bolívar en Bogotá, obra de Pietro Tenerati

 

Al pie de la estatua.
A Caracas
Poema de José Asunción Silva

Con majestad de semidiós cansado
por un combate rudo,
y expresión de mortal melancolía
álzase el bronce mudo
que el embate del tiempo desafía,
sobre marmóreo pedestal que ostenta
de las libres naciones el escudo
y las batallas formidables cuenta;
y su perfil severo,
que del sol baña la naciente gloria,
parece dominar desde la altura
el horizonte inmenso de la historia.
Un mundo de nobleza se adivina
en la grave expresión de la escultura
que el triunfador acero a tierra inclina
con noble y melancólica postura,
y tiene el monumento soberano,
alzado de los hombres para ejemplo,
lo triste de una tumba -do no llega
el vocerío del tumulto humano-
y la solemne majestad de un templo.
Amplio jardín florido lo circunda
y se extiende a sus pies, donde la brisa
que entre las flores pasa
con los cálices frescos se perfuma,
y la luz matinal brilla y se irisa
de claros surtidores en la espuma;
y, do bajo lo verde
de las tupidas frondas,
sobre la grama de la tierra negra,
loca turba infantil juega y se pierde
y del lugar la soledad alegra
al agitarse en cadenciosas rondas,
forjando con las risas y los gritos
de las húmedas bocas encarnadas,
con las rizosas cabecitas blondas
y las frescas mejillas sonrosadas,
un idilio de vida sonriente
y de alegría fatua,
al pie del pedestal donde imponente
se alza sobre el cielo transparente
la epopeya de bronce de la estatua.
Nada la escena dice
al que pasa a su lado indiferente
sin que la poëtice
en su alma el patrio sentimiento…
Fija
en ella sus miradas el poeta,
con quien conversa el alma de las cosas,
en son que lo fascina,
para quien tienen una voz secreta
las leves lamas grises y verdosas
que al brotar en la estatua alabastrina
del beso de los siglos son señales,
y a quien narran leyendas misteriosas
las sombras de las viejas catedrales.
Y al ver el bronce austero
que sobre el alto pedestal evoca
al héroe invicto de la magna lucha,
una voz misteriosa que lo toca
en lo más hondo de su ser escucha
y en el amplio jardín detiene el paso.
Dice la voz de la ignorada boca
que en el fondo del alma le habla paso:
«¡Oh, mira el bronce, mira
cuál se alza, en el íntimo reposo
de la materia inerte,
y qué solemne majestad respira
la estatua del coloso
vencedora del tiempo y de la muerte!
¡Que resuene tu lira
para decir que el viento de los siglos
que al soplar al través de las edades,
va tornando en pavesas
tronos, imperios, pueblos y ciudades,
se trueca en brisa mansa
cuando su frente pensativa besa!

«En la feraz llanura
vivió feliz el indio, cuya seca
momia, por mano amiga sepultada,
duerme en el fondo de la cripta hueca,
ha siglos olvidada.
A la orilla del lago
en donde el agua, cuando el sol se oculta,
forja un paisaje tenebroso y vago,
¡ha siglos vino hispano aventurero
atravesando la maleza inculta
a abrevar el ligero
corcel, cansado del penoso viaje,
cuyas recias pisadas despertaron
los dormidos murmullos del follaje!

«¡Como sombras pasaron!
¿Quién sus nombres conserva en la memoria?
¡Cómo escapa, perdido,
de las hondas tinieblas del olvido
un pueblo al veredicto de la historia!
¡Cuántas generaciones olvidadas,
hoy en las sombras de lo ignoto duermen,
a la fecunda tierra entremezcladas,
do el humus yace y se dilata el germen,
que no dejaron al pasar más huellas,
con sus glorias, sus luchas y sus duelos,
que la que deja el pájaro que cruza
el azul transparente de los cielos!

«¡Cuántas! Y en cambio, escucha:
¡Una sola, una sola
generación se engrandeció en la lucha
que redimió a la América Española!
¡Y legó a los poetas del futuro
más nombres que cantar, más heroísmos
que narrar a las gentes venideras,
que astros guarda el espacio en sus abismos
y conchas tiene el mar en sus riberas!

«Cuenta la grande hazaña
de aquella juventud que decidida
en guerra abierta con la madre España,
ofrendó sangre, bienestar y vida;
canta las rudas épocas guerreras,
de luchas; los potentes paladines
de cuerpos de titán y almas enteras,
que de América esclava los confines
desplegadas al aire las banderas,
y al rudo galopar de sus bridones
recorrieron, llamando a las naciones
con el bélico son de sus clarines.
Y en la oda potente
que en sus estrofas sonorosas cuente
el esfuerzo tenaz, la lidia, dura,
que dieron libertad a un continente
y al hispano dominio sepultura,
¡haz surgir la figura
del Padre de la Patria, cuyas huellas
irradian del pasado
en el fondo sombrío,
como en las noches plácidas y bellas
Júpiter coronado de centellas,
hace palidecer en el vacío
la lumbre sideral de las estrellas!

«No lo evoque tu acento
cuando el designio soberano toma
de redimir la América oprimida,
en la hora sublime y taciturna
en que pronuncia el grave juramento
de la cesárea Roma
en la desierta soledad nocturna;
no, cuando en el fragor de la batalla,
en sus ojos la idea,
con eléctrico brillo centellea,
mientras que la metralla
y el bronco resonar de los cañones
y el ímpetu de rayo
de los americanos batallones,
pavor y angustia extrema
siembran en los deshechos escuadrones
de los nietos del Cid y de Pelayo;
no, cuando la Victoria,
como mujer enamorada, sigue
el paso audaz de su corcel fogoso
que va a beber del Rímac en las ondas,
y se le entrega loca y lo persigue;
no, cuando brinda opima
cosecha de placeres soberanos,
a sus sentidos la opulenta Lima,
ni cuando el gran concierto
de un continente, Padre le proclama,
y «arbitro de la paz y de la guerra»
y su nombre la Fama
esparce a los confines de la tierra.
No, no lo cantes en las horas buenas
en que, unido a los vítores triunfales,
vibró en su oído el son de las cadenas,
que rompió, de los tiempos coloniales:
cántalo en las derrotas,
en la escena de grave desaliento
en que sus huestes considera rotas
por las hispanas filas,
y perdida la causa sacrosanta,
y una lágrima viene a sus pupilas,
y la voz se le anuda en la garganta,
y recobrando brío,
y dominando el cuerpo que estremece
de la fiebre el sutil escalofrío,
grita: «Triunfar».
Y la tristeza exalta
de tenebrosa noche de septiembre
cuyos negros recuerdos nos oprimen,
en que la turba su morada asalta,
y femenil amor evita el crimen
infando… Y luego cuenta
las graves decepciones
que aniquilan su ser; las pequeñeces
de míseras pasiones,
que, por el campo en que soñó abundante
cosecha ver de sazonadas mieses,
van extendiendo míseras raíces
en torno, cual la yerba
que el vigor de los gérmenes enerva
y mata, al envolverlos en sus lazos.
Di su sueño más grande hecho pedazos.
¡Di el horror suicida
de la primera contienda fratricida,
en que, perdidos los ensueños grandes
de planes soberanos,
las colosales gradas de los Andes
moja sangre de hermanos!
¡Oh! Di cuando clarea
el misterioso panorama oscuro
que ofrece a sus miradas el futuro,
y con sus ojos de águila sondea
hasta el fin de los tiempos, y adivina
el porvenir de luchas y de horrores
que le aguarda a la América latina.
Di las melancolías
de sus últimos días
cuando a la orilla de la mar, a solas
sus tristezas profundas acompaña
el tumulto verdoso de las olas;
¡cuenta sus postrimeras agonías!
«Otros canten el néctar
que su labio libó: di tú las hieles;
tú que sabes la magia soberana
que tienen las ruïnas,
y al placer huyes, y su pompa vana,
y en la tristeza complacerte sueles,
di en tus versos, con frases peregrinas
la corona de espinas
que colocó la ingratitud humana
en su frente, ceñida de laureles.
Y haz el poema sabio
lleno de misteriosas armonías,
tal que, al decirlo, purifique el labio
como el carbón ardiente de Isaías;
hazlo un grano de incienso
que arda, en desagravio
a su grandeza, que a la tierra asombra,
y al levantarse al cielo un humo denso
trueque en sonrisa blanda
el ceño grave de su augusta sombra!

«Deja que, al conmoverse cada fibra
de tu ser, con las glorias que recuerdas,
en ella vibre un canto, como vibra
una nota melódica en las cuerdas
del teclado sonoro;
la débil voz levanta:
inmensa multitud formará el coro;
¡flota en la luz del sol, estrofa santa!
¡vibrad, liras sonoras del espíritu!
¡Álzate, inspiración, poeta, canta…!»

«¡Oh, no! Cuanto pudiera
(así en interno diálogo responde,
del poeta la voz), el bronce augusto
sugerir de emoción grave y sincera,
escrito está en la forma
que en clásico decir buscó su norma,
por quien bebió en la vena
de la robusta inspiración latina
y apartando la arena
tomó el oro más puro de la mina
y lo fundió con cariñoso esmero,
y en estrofas pulidas cual medallas
grabó el perfil del ínclito guerrero …
«¡Oh recuerdos de trágicas batallas!
¡Oh recuerdos de luchas y victorias!
¡No será nuestra enclenque
generación menguada
la que entrar ose al épico palenque
a cantar nuestras glorias!
¡Oh siglo que declinas:
te falta el sentimiento de lo grande!».
Calla el poeta; y si la estrofa escande
huye la vasta pompa
y le da blando son de bandolinas
¡Y no tañido de guerrera trompa!

«¡Oh sacrosantos manes
de los que «Patria y libertad» clamando
perecisteis en trágicas palestras:
más bien que orgullo, humillación sentimos
si vamos comparando
nuestras vidas triviales con las vuestras!
somos como enfermizo descendiente
de alguna fuerte raza,
que expuestos en histórica vitrina
mira el escudo, el yelmo, la tizona
y la férrea coraza
que para combatir de Palestina
en la distante zona,
en la Cruzada, se ciñó el abuelo;
al pensar, baja la mirada al suelo,
con vergüenza sombría,
que si el arnés pesado revistiera
de aquel cuya firmeza y bizarría
en el campo feral causaba asombros,
bajo su grave peso cedería
la escasa resistencia de sus hombros…

¡Oh padre de la Patria!
Te sobran nuestros cantos; tu memoria
cual bajel poderoso,
irá surcando el oceano oscuro
que ante su dura quilla abre la historia
y llegará a las playas del futuro.
Junto a lo perdurable de tu gloria,
es el rítmico acento
de los que te cantamos,
cual los débiles gritos de contento
que lanzan esos niños, cuando en torno
giran del monumento;
mañana, tras la vida borrascosa,
dormirán en la tumba hechos ceniza,
y aun alzará a los cielos su contorno
el bronce que tu gloria inmortaliza.
Dice el poeta, y tiende la mirada,
por el amplio jardín, donde la brisa
que entre las flores pasa,
en los cálices frescos se perfuma,
y la luz matinal brilla y se irisa
de claros surtidores en la espuma;
y, do, bajo lo verde
de las tupidas frondas,
sobre la grama de la tierra negra,
Loca turba infantil grita y se pierde
y la tristeza del lugar alegra
Al agitarse en cadenciosas rondas,
forjando con las risas y los gritos
de las húmedas bocas encarnadas,
con las rizosas cabecitas blondas
y las frescas mejillas sonrosadas,
un idilio de vida sonriente
Y de alegría fatua
Al pie del pedestal, donde imponente
se alza sobre el cielo transparente
la epopeya de bronce de la estatua.

(Poema de “Libro de Versos”. Silva leyó este poema en 1895, el día de la fiesta nacional de Venezuela, durante la recepción que el ministro de ese país ofreció en Bogotá. Está incluido en “Obra completa de José Asunción Silva”, edición crítica del Centenario. Héctor H. Orjuela, Coordinador)

 

Retrato de Simón Bolívar, Óleo de Ortega Toscano

 

Ao pé da estátua
Poema de José Asunción Silva
Tradução Pedro Sevylla de Juana

Com majestade de semideus cansado
por um combate rudo
e expressão de mortal melancolia,
alçasse o bronze mudo
que o embate do tempo desafia,
sobre marmóreo pedestal que ostenta
das livres nações o escudo
e as batalhas formidáveis conta;
e seu perfil severo,
que do sol banha a nascente glória,
parece dominar desde a altura
o horizonte imenso da história.
Um mundo de nobreza se adivinha
na grave expressão da escultura
que o triunfador aço a terra inclina
com nobre e melancólica postura;
e tem o monumento soberano,
alçado dos homens para exemplo,
o triste duma tumba -onde não chega
a vozearia do tumulto humano-
e a solene majestade dum templo.
Amplo jardim florido o circunda
e se estende a seus pés, onde a brisa
que entre as flores passa
com os cálices frescos se perfuma,
e a luz matinal brilha e se irisa
de claros chafarizes na escuma;
e, onde baixo o verde
das florestas,
sobre a grama da terra negra,
louca turba infantil joga e se perde
e do lugar a solidão alegra
ao se agitar em cadenciosas rondas,
forjando com os risos e os gritos
das húmidas bocas encarnadas,
com as cacheadas cabecinhas louras
e as frescas bochechas rosadas,
um idílio de vida sorridente
e de alegria fátua,
ao pé do pedestal onde imponente
se alça sobre o céu transparente
a epopeia de bronze da estátua.
Nada a cena diz
ao que passa a seu lado indiferente
sem que a poetize
na sua alma o pátrio sentimento…
Fixa
nela suas miradas o poeta,
com quem conversa o alma das coisas,
em som que o fascina,
para quem têm uma voz secreta
os leves mofos cinzas e verdosos
que ao brotar na estátua alabastrina
do beijo dos séculos são sinais,
e a quem narram lendas misteriosas
as sombras das velhas catedrais.
E ao ver o bronze austero
que sobre o crescido pedestal evoca
ao herói invicto da magna luta,
uma voz misteriosa que o toca
no mais fundo de seu ser escuta
e no amplo jardim detém o passo.
Diz a voz da ignorada boca
que no fundo do alma lhe fala passo:
«¡Oh, olha o bronze, olha
qual se alça, no íntimo repouso
da matéria inerte,
e daí solene majestade respira
a estátua do colosso
vencedora do tempo e da morte!
¡Que ressoe tua lira
para dizer que o vento dos séculos
que soprando a través das idades,
vai volvendo faíscas quietas
tronos, impérios, povos e cidades,
se troca em brisa mansa
quando sua testa pensativa beija!

«Na feraz planície
viveu feliz o índio, cuja seca
múmia, por mão amiga sepultada,
dorme no fundo da cripta oca,
faz séculos esquecida.
À beira do lago
onde a água, quando o sol se oculta,
forja uma paisagem tenebrosa e vadia,
¡faz séculos veio hispano aventureiro
atravessando a moita inculta
a abeberar o ligeiro
corcel, fatigado da penosa viagem,
cujas fortes pegadas acordaram
os dormidos murmulhos da folhagem!

«Como sombras passaram!
Quem seus nomes conserva na memória?
Como escapa, perdido,
das fundas trevas do olvido
um povo ao veredicto da história!
Quantas gerações esquecidas,
hoje nas sombras do ignoto dormem,
à fecunda terra entremescladas,
do o humus jaz e se dilata o germe,
que não deixaram ao passar mais pegadas,
com suas glórias, suas lutas e seus duelos,
que a deixada pelo pássaro que cruza
o azul transparente dos céus!

«Quantas! E ao contrário, escuta:
Uma única, uma sozinha
geração se engrandeceu na luta
que remiu à América Espanhola!
E legou aos poetas do futuro
mais nomes que cantar, mais heroísmos
que narrar às gentes vindouras,
que astros guarda o espaço em seus abismos
e conchas tem o mar em suas bordas!

«Conta a grande façanha
daquela juventude que decidida
em guerra aberta com a mãe Espanha,
oferendou sangue, bem-estar e vida;
canta as rudas épocas guerreiras,
de lutas; os potentes paladinos
de corpos de titã e almas inteiras,
que de América escrava os confins
despregadas ao ar as bandeiras,
e ao rudo galopar de seus bridões
percorreram, chamando às nações
com o bélico som de seus clarins.
E na ode potente
que em suas estrofas sonorosas conte
o esforço tenaz, a lide, dura,
que deram liberdade a um continente
e ao hispano domínio sepultura,
faz surgir a figura
do Pai da Pátria, cujas pegadas
irradian do passado
no fundo sombrio,
como nas noites plácidas e belas
Júpiter coroado de centelhas,
faz palidecer no vazio
a lume sideral das estrelas!

«Não o evoque o teu acento
quando o desígnio soberano toma
de redimir a América oprimida,
na hora sublime e taciturna
em que pronúncia o grave juramento
da cesárea Roma
na deserta solidão noturna;
não, quando no fragor da batalha,
no seus olhos a ideia,
com elétrico brilho centelha,
enquanto a metralha
e o áspero ressoar dos canhões
e o ímpeto de raio
dos americanos batalhões,
pavor e angústia extrema
semeiam nos desfeitos esquadrões
dos netos do Cid e de Pelayo;
não, quando a Vitória,
como mulher apaixonada, segue
o passo audaz de seu corcel fogoso
que vai beber do Rímac nas ondas,
e se lhe entrega louca e o persegue;
não, quando brinda opima
colheita de prazeres soberanos,
a seus sentidos a opulenta Lima,
nem quando o grande concerto
dum continente, Pai lhe proclama,
e «arbitro da paz e da guerra»
e seu nome a Fama
esparge aos confins da terra.
Não, não o cantes nas horas boas
em que, unido aos vivas triunfais,
vibrou no seu ouvido o som das cadeias,
que rompeu, dos tempos coloniais:
o canta nas derrotas,
na cena de grave desalento
em que suas hostes considera rotas
pelas hispanas filas,
e perdida a causa sacrossanta,
e uma lágrima vem a suas pupilas,
e a voz se lhe pega na garganta,
e recobrando brío,
e dominando o corpo que estremece
da febre o subtil escalafrío,
grita: «Triunfar».
E a tristeza exalta
de tenebrosa noite de setembro
cujas negras lembranças nos oprimem,
em que a turba sua morada assalta,
e feminil amor evita o crime
infando… E depois conta
as graves decepções
que aniquilam seu ser; as pequenezes
de míseras paixões,
que, pelo campo em que sonhou abundante
colheita ver de sazonadas messes,
vão estendendo míseras raízes
em torno, qual a erva
que o vigor dos germes enerva
e mata, ao os envolver em seus laços.
Dei seu sonho maior feito pedaços.
Dei o horror suicida
da primeira contenda fratricida,
em que, perdidos os sonhos grandes
de planos soberanos,
as colosales arquibancadas de os Andes
molha sangue de irmãos!
Ó! Dei quando clarea
o misterioso panorama escuro
que oferece a suas miradas o futuro,
e com seus olhos de águia sondea
até o fim dos tempos, e adivinha
o porvir de lutas e de horrores
que lhe aguarda à América Latina.
Dei as melancolias
dos seus últimos dias
quando à orla da mar, a sós
suas tristezas profundas acompanha
o tumulto verdoso das ondas;
conta suas postremas agonias!
«Outros cantem o néctar
que seu lábio libou: dei tu as féis;
tu que sabes a magia soberana
que têm as ruínas,
e ao prazer foges, e sua pompa vã,
e na tristeza te comprazer costumas,
dei em teus versos, com frases peregrinas
a coroa de espinhas
que colocou a ingratidão humana
na sua testa, cingida de lauréis.
E faz o poema sábio
cheio de misteriosas harmonias,
tal como, ao o dizer, purifique o lábio
como o carvão ardente de Isaías;
o faz um grão de incenso
que arda, em desagravo
a sua grandeza, que à terra assombra,
e ao se levantar para o ceu un fumo denso
troque em sorriso macio
o cenho grave da sua augusta sombra!

«Deixa que, ao se comover todas as fibras
de teu ser, com as glórias que recordas,
nela vibre um canto, como vibra
uma nota melódica nas cordas
do teclado sonoro;
a débil voz levanta:
imensa multidão formará o coro;
flutua na luz do sol, estrofe santa!
vibrem, liras sonoras do espírito!
Levanta, inspiração, poeta, canta!…»

«Oh, não! Quanto pudesse
(assim em interno diálogo responde,
do poeta a voz), o bronze augusto
sugerir de emoção grave e sincera,
escrito está na forma
que em clássico dizer buscou sua norma,
por quem bebeu na veia
da robusta inspiração latina
e apartando a areia
tomou o ouro mais puro da mina
e o fundiu com carinhoso esmero,
e em estrofes polidas qual medalhas
gravou o perfil do ínclito guerreiro …
«Oh lembranças de trágicas batalhas!
¡Oh lembranças de lutas e vitórias!
¡Não será nossa enclenque
geração minguada
a que entrar ouse ao épico palanque
a cantar nossas glórias!
Oh século que declinas:
Te falta o sentimento do grande!».
Cala o poeta; e se a estrofe escande
foge a vasta pompa
e lhe dá macio som de bandoletas
¡E não retumbo de guerreira trompa!

«Oh sacrossantos manes
dos que «Pátria e Liberdade» clamando
perecestes em trágicas palestras:
mais bem que orgulho, humilhação sentimos
se vamos comparando
nossas vidas triviais com as vossas!
somos como enfermiço descendente
de alguma forte raça,
que expostos em histórica vitrina
olha o escudo, o elmo, a tizona
e a férrea couraça
que para combater de Palestina
na distante zona,
na Cruzada, se cingiu o avô;
ao pensar, baixa a mirada ao solo,
com vergonha sombria,
que se o arnés pesado revestisse
daquele cuja firmeza e bizarría
no campo feral causava assombros,
baixo o seu grave peso cederia
a escassa resistência de seus ombros…

Oh Pai da Pátria!
te sobram nossos cantos; tua memória
qual baixel poderoso,
irá sulcando o oceano escuro
que ante sua rija quilha abre a história
e chegará às praias do futuro.
Junto ao perdurável da tua glória,
é o rítmico acento
dos que te cantamos,
qual os débeis gritos de contente
que lançam esses meninos, quando em torno
giram do monumento;
amanhã, trás da vida borrascosa,
dormirão na tumba feitos cinza,
e ainda alçará aos céus seu contorno
o bronze que tua glória imortaliza.

Diz o poeta, e tende a mirada,
pelo amplo jardim, onde a brisa
que entre as flores passa,
nos cálices frescos se perfuma,
e a luz matinal brilha e se irisa
de claros chafarizes na escuma;
e, onde, baixo o verde
das espessas frondes,
sobre a grama da terra preta,
louca turba infantil grita e se perde
e a aflição do lugar alegra
Ao se agitar em cadenciadas rodas,
forjando com os risos e os gritos
das húmidas bocas encarnadas,
com as cacheadas cabecinhas louras
e as frescas bochechas sonrosadas,
um idílio de vida sorridente
E de alegria fátua
Ao pé do pedestal, onde imponente
se alça sobre o céu transparente
a epopeia de bronze da estátua.

Traducir es penetrar en palabra y pensamiento,
es abrir lo cerrado y confirmar lo cierto.
Ahora conozco de Silva la intención,
su idea, su afán y su ilusión.
PSdeJ

 

 La mirada de Gabriel García Márquez

 

En busca del Silva perdido.
Gabriel García Márquez

Leí por primera vez «De sobremesa» —el libro tan controvertido de José Asunción Silva— con motivo de los cincuenta años de su muerte. Me lo dio como lectura inevitable don Carlos Julio Calderón, el profesor de literatura en el Liceo Nacional de Zipaquirá, donde terminaba mi bachillerato en aquel año sin gracias de 1946. No me ordenaba una tarea, sino que me aconsejaba una lectura que no podía faltar en alguien que quisiera ser escritor. Me explicó que estaba considerado como un libro raro por sí mismo, y también por otros aspectos circunstanciales: era una pieza suelta de un gran poeta, había sido reconstruido a la carrera cuando el manuscrito original se perdió con otros dos en un naufragio, se había publicado veintinueve años después de muerto el autor, y los sabios de la época lo menospreciaban como algo marginal que no le daba hasta los tobillos a la muy larga sombra larga de la gloria del poeta. Sin embargo, la discusión académica no se fundaba en si era o no un buen libro, digno de tan gran poeta, sino en si era o no una novela. A cien años de la muerte de Silva ya nadie lo discute porque sólo algunos especialistas descarriados se acuerdan del libro. Pero la duda continúa

El estudio de Silva era obligatorio sólo como poeta, con una ficha biográfica y la lectura del Nocturno —el de la larga sombra larga— dentro del programa oficial a saltos de mata de la literatura colombiana Era el único rastro que nos quedaba de él, aparte de la sospecha inducida de que se había suicidado por el amor pecaminoso de su hermana Elvira. De la novela, por supuesto, los bachilleres de aquel tiempo —como la inmensa mayoría de los colombianos— no sabíamos siquiera que existía. Sin embargo, los del Liceo Nacional sabíamos algo más de novelas, porque antes de dormir nos leían a Emilio Salgari y Alejandro Dumas —que enseñan como nadie las argucias del arte de contar— pero también La montaña mágica, el mamotreto insigne de Thomas Mann, que por una aberración inexplicable de la inocencia nos cautivó tanto como los otros.

De sobremesa la leí de una sentada, no porque me pareciera buena, sino para indagar si agregaba algo a mi sueño de ser escritor, que era la única razón por la que devoraba carretadas de libros en aquellos años. Ahora pienso muerto de la pena que me deslumbró lo que menos me gusta —su prosa suntuosa y abigarrada—, pero no caí en la cuenta de su estructura de tiempos superpuestos ni me conmovió el desgarramiento de sus personajes. Tampoco se me pasó por la cabeza que José Fernández tuviera algo que ver con la vida del autor, pero pensando en el final de José Asunción Silva tuve el atrevimiento académico de decir en clase que a un hombre tan enredado no le quedaba más remedio que pegarse un tiro.

Medio siglo después
Después de ciento dieciocho mil doscientos cincuenta días he vuelto a leer De sobremesa, con motivo de los cien años de la muerte de Silva, y no creo que deba esperar otros cincuenta para tratar de responderme lo que pienso. Mi temor esta vez —al contrario de la primera— era no ser ya tan inocente como para ser justo. He repetido mucho que los novelistas no leemos sólo por placer sino por la curiosidad malsana de saber cómo están escritas las novelas de los otros. Aun si uno no se lo propone, cada paso cedemos a la tentación de voltear la página al revés para ver cómo está escrita, y desatornillar diálogos, situaciones, caracteres, hasta desentrañar su mecánica secreta. No hay otro método para aprender a escribir novelas, pero lo malo es que uno termina por no saber leer de otro modo. Y de ese modo sanguinario, para bien o para mal, he vuelto a leer De sobremesa, no sólo con el corazón, que es como deben leerse los autores que uno quiere, sino con el destornillador en la mano.

No me he demorado mucho en preguntarme si es o no una novela. El propio Silva contribuye a las dudas con una frase de su libro: “En manos de los maestros, la novela y la crítica son medios de presentar al público los aterradores problemas de la responsabilidad humana y de discriminar psicológicamente sus complicaciones: ya el lector no pide al libro que lo divierta sino que lo haga pensar y ver el misterio oculto en cada partícula del Gran Todo”. Esta frase explica quizás una intención de su propia novela, pero ésta no la logra, por fortuna. Lope de Vega, maestro en todos los géneros de su tiempo, era más práctico: “Yo he pensado que tienen las novelas los mismos preceptos que las comedias, cuyo fin es haber dado su autor contento y gusto al pueblo, aunque se ahorque el arte” Tal vez lo dijo por las novelas de caballería, que eran el furor de su tiempo, y de las cuales tenían los artistas las mismas opiniones y reticencias intelectuales que se tienen hoy de las telenovelas. Sin embargo, muchas obras que él mismo vendió como novelas eran potajes mal cocidos de la cocina popular: historias reales o imaginarias con personajes verdaderos o fingidos, revueltos con autos sacramentales, pasajes de la Historia Sagrada, chismes de conventos, elucubraciones sobre las artes, las ciencias y las letras, amores y desgracias de pastores, poemas sacros, épicos, patrióticos: todo.

Es absurdo pensar que Silva hubiera podido escribir un libro tan espeso como De sobremesa sin su formación literaria, artística y científica, que era vasta y variada, y siempre al día, en una capital remota y triste de la provincia del mundo. La empezó en la buena biblioteca de su padre, y la continuó por el resto de su vida con una voracidad insaciable. Tenía una facilidad casi sobrenatural para los idiomas, y hablaba y escribía el francés, el inglés, el portugués y el italiano, y había empezado a estudiar el alemán desde antes de su viaje a Europa, porque siempre quiso leer en el idioma original. En español era sabio y fluido, pero un gramático subversivo, a juzgar por sus gerundios fuera de la ley, que deben haber causado la muerte a más de un académico. También sería absurdo pensar que no tuviera una idea clara de lo que era una novela. Conocía bien a los más grandes, y había desmenuzado Guerra y paz, que tiene el aliento colosal de El Quijote, y a Madame Bovary, que llevaba ya más de treinta años soportando su fama de novela perfecta. Pero Silva andaba ya por otro lado. Cuando leyó A Rebours —el libro de Joris-Karl Huysmans que fue el paradigma de una estética decadente— también él se hizo la pregunta sobre su género literario, y su respuesta fue rotunda: “Esta no es una novela” El juicio es interesante, porque A Rebours —que Mallarmé le regaló a Silva en París cuando acababa de publicarse— es sin duda el libro que más lo influyó en todo sentido para escribir. De sobremesa, aunque sólo lo mencionó de pasada Rafael Maya señaló esta reserva como la prueba de una influencia que Silva quiso minimizar por demasiado cercana y evidente.

Lo curioso es que las dudas de Silva sobre A Rebours obedecían a las mismas razones por las que se duda de De sobremesa. Ni la una ni la otra tienen una estructura clásica ni una concepción convencional, y se demoran demasiado en disquisiciones científicas, filosóficas o políticas, farragosas e inútiles, y que en el caso de Silva no tienen nada que ver con la belleza diáfana de su poesía. Por experimentales y raras podría pensarse lo mismo de El Lazarillo de Tormes —a la que Dámaso Alonso citó como precursora del monólogo interior de nuestro siglo— o de Rayuela, la obra maestra de Julio Cortázar, precursora de algo que tal vez ha de ocurrir en las bellas letras del tercer milenio. Las mayores diferencias entre todas ellas son estructurales. Es decir: técnicas. Es decir: formales. Es decir, en fin: maneras distintas de contar las mismas cosas que en todas partes y en todo tiempo le suceden a la gente. Pero a todas —como en las de Lope de Vega, y al fin y al cabo en la vida misma— lo que las hace más válidas no es lo verdadero sino lo verosímil.

Un misterio del cine antes del cine
El método narrativo de Silva, desde las primeras páginas de su libro —y a diferencia de cualquier novela anterior— hace pensar en una influencia imposible: el cine. La descripción inicial, en efecto, como en un movimiento de la cámara apenas perceptible, descubre poco a poco una sala en penumbra donde algo está a punto de ocurrir. Descubre una lámpara que ilumina tres tazas de China, un frasco de cristal tallado con un licor transparente en el que flotan partículas de oro, el piano con las bujías encendidas, dos espadas cruzadas en panoplia sobre una rodela, el retrato al óleo —copiado de Rembrandt— de un burgomaestre flamenco dentro de un marco florentino. Por fin, las brasas de dos cigarrillos y sus espirales de humo ondulante en la penumbra. Y entonces ocurre: “una mano de hombre —escribe Silva— se avanzó sobre el terciopelo de la carpeta, frotó una cerilla y encendió las seis bujías puestas en un pesado candelabro de bronce cercano a la lámpara. Con el aumento de luz fue visible el grupo que guardaba silencio”. Ahí estaban: cuatro jóvenes distinguidos, adormilados por el borgoña noble, el opio letal y la conversación capitosa de una cena espléndida. Uno de ellos dice estar al borde de la congestión, y se dispone a resucitar con un habano y una copa de aguardiente de Dantzig. Otro, derrumbado en una diván turco, se retuerce la barbilla dorada, y dice:
—Bonita sobremesa

La exclamación explica y anticipa el título del libro, justo en el instante en que habría aparecido sobreimpreso en la pantalla si hubiera sido una película El concepto del espacio, el manejo expresivo de la luz, la plasticidad del decorado de una sala de ricos en el agonizante siglo XIX en París, la estrategia en la presentación de los protagonistas, son modos propios de contar en cine. Más aún: son hallazgos que el cine mismo se demoró para utilizar. Aquí son pura clarividencia de poeta: bien sabemos que Silva murió apenas unos cuatro meses después de que los hermanos Lumière sorprendieran a París con las primeras películas de la Historia, y mucho antes de que Meliés emprendiera la gigantesca aventura humana del cine argumental. Esos procedimientos cinematográficos —y de cine en colores— volverán a encontrarse otras veces en el curso del libro, aunque menos evidentes.

Desde las primeras páginas el autor establece su método. Es una novela en dos tiempos paralelos. Un tiempo que tal vez no se prolongue más allá de esa noche en que el protagonista principal lee los originales de su diario inédito a tres amigos que lo escuchan abstraídos, y que lo comentan en interrupciones pertinentes. Y otro tiempo —el tiempo invisible del manuscrito leído— que es el relato de la vida del mismo que lo ha escrito y lo está leyendo. Este es el protagonista principal de la novela y de su propio diario. Silva lo describe de un trazo: “El fino perfil árabe realzado por la palidez mate de la tez y la negrura rizosa de los cabellos y la barba.” Cuidado: esta fisonomía es la misma del propio Silva en el muy publicado retrato de Saturnino Zapata y en los testimonios de algunos de sus contemporáneos. Además es poeta, según revela uno de sus amigos, aunque él protesta del modo universal en que los poetas niegan ser poetas: “¡Qué ridiculez, llamarme a mí con el mismo nombre con que los hombres han llamado a Esquilo, a Homero, al Dante, a Shakespeare, a Shelley!” Tiene la misma edad que Silva cuando estuvo en París, y una de sus amantes ocasionales lo describió como si fuera él: “un hombrón con músculos de jayán y nervios de artista del Renacimiento.” De modo que el personaje lo tiene casi todo del autor de la novela, pero su nombre es otro: José Fernández

Esto podría indicar que Silva —en la novela— quiso ocultar su nombre y su identidad, y este segundo Silva oculta a su vez su nombre y su identidad en el Silva del diario. Pero a la larga ninguno conseguirá ocultar lo que tienen en común, y es que los tres son hombres desgarrados. Lo cual explica tal vez que José Asunción Silva tenga el pudor de esconderse detrás del José Fernández de la novela, y esconda a éste detrás del José Fernández del diario, para estar él mismo escondido dos veces al confesar las desgracias de su ser dividido. Si esto fue lo que Silva quiso hacer con el ánimo de que fuera una novela, no hay poder dialéctico que logre quitarle ese derecho. Buena o mala, es una novela. Y algo más válido aún: una novela de grandes y largos desahogos.

¿Pero quién la escribió?
Claro que el José Fernández de la novela no es un retrato fiel de José Asunción Silva, sino el hombre que éste hubiera querido ser, aunque el mismo José Fernández —como Silva en la vida real— termine por demostrarse y demostrar en su diario que nunca pudo escapar de sí mismo. El problema es saber quién era José Asunción Silva en la vida real. Sus biógrafos han tenido que rescatarlo distorsionado y maltrecho de una maraña de leyendas ridículas y escarnios perversos, urdidos por un medio social que nunca le perdonó su originalidad. “La capital de Colombia es el ambiente más propicio a la locura”, escribió a propósito de eso Baldomero Sanín Cano. “Obliga a caer en las acechanzas de la idea fija” Con Silva lo fue de un modo encarnizado sólo porque era un hombre distinto.

De natura y de familia era corpulento y apuesto, pero de una palidez fantasmal, unos modales exquisitos, una gran sensibilidad humana y artística, una inteligencia diáfana, una labia seductora y una dignidad acorazada Tuvo una formación literaria precoz, gracias a un ambiente familiar de gran vocación creativa Don Ricardo Silva, su padre, era un comerciante respetado y un buen escritor costumbrista, y su biblioteca fue el refugio del único hijo varón Se cree que antes de los doce años José Asunción escribió versos meritorios que no están en sus libros Viajó a Europa a los diecinueve años para un viaje de estudios de once meses, y cuando regresó parecía que hubiera sido de una década. Era un poeta hecho y derecho, y el hombre mejor educado, el más culto, el mejor vestido, el más serio y puntual, trabajador tenaz y excelente amigo.

Es cierto que nunca le regatearon su gloria Fue el poeta por excelencia y el centro de la vida artística y social en la capital de un país desgarrado a su vez por los espasmos de las guerras civiles, pero se lo cobraron con sangre en su vida privada. Desde que descendió del coche de regreso lo sometieron a la terapia parroquial de adulaciones públicas y burlas furtivas, y le pusieron el mal nombre de José Presunción. Nunca entendieron que no se le conociera novia a un hombre famoso por sus memorables poemas de amor. No entendieron que hubiera rechazado a una de las solteras más codiciadas de la ciudad, hija y sobrina de presidentes, y que acompañara a sus amigos de bohemia a lugares prohibidos sin arriesgar la virginidad. Entonces lo llamaron —¡cómo no!— El casto José.

En cierto modo era así, no por su moral cristiana, sino por su concepción idealizada del amor, que se le quedaba sin remedio en sueños inalcanzables Y —a Dios gracias— en poemas sublimes. Esto podría explicar la conducta sexual de Silva que tanto intrigaba a sus vecinos, y podría ser una razón menos aventurada de su pretendido amor ilegítimo por su hermana Elvira, que aún se tiene por cierto, que además era verosímil por la naturaleza del poeta y por algunos datos de su poesía después que ella murió, pero del cual no se tuvo nunca ningún indicio serio, ni visto, ni hablado ni escrito. Salvo uno, que ha escapado a los cazadores de escándalos en una página inadvertida de De sobremesa, donde Silva se refirió a “una ternura compasiva, más suave que ninguna caricia de hermana”.

En otro ámbito, al poeta lo acusaron por la prensa de haberse jugado los cuatro mil pesos que el gobierno le adelantó de su sueldo de secretario del consulado de Guatemala. El anticipo fue cierto, pero no se lo jugó —ni jugó nunca— y lo devolvió al gobierno cuando no pudo asumir el empleo. Lo atormentaron con cargos de torpeza y deshonestidad en su manejo del negocio heredado del padre, y de haber burlado a sus acreedores en la liquidación de las deudas. La quiebra fue cierta y con gran estrépito, pero las deficiencias de Silva no fueron morales ni técnicas, ni fue el único ni el más quebrado del país por el desorden de las finanzas públicas, pero sólo él navegaba con bandera de dandy y de poeta. Su capacidad y su interés en los negocios que no parecían cosa suya se notan no sólo en De sobremesa, sino en muchas de sus cartas y en testimonios de la época. Empezaron en el almacén de su padre desde la adolescencia, y siempre encontró tiempo en Europa y en Caracas para mejorarlos. Pagó hasta el último céntimo de las obligaciones de la quiebra, y siguió viviendo y manteniendo a su madre, Vicenta Gómez, y a su hermana Julia, con lo que podían dejarle sus colaboraciones en periódicos y revistas, o dibujando y redactando anuncios de publicidad. Hasta la víspera de su muerte estuvo trabajando en su proyecto personal de una fábrica de baldosines y mármoles artificiales. Con la misma seriedad fue consecuente con su credo liberal y mantuvo siempre su buena amistad política y literaria con el general Rafael Uribe Uribe, a pesar de algunas discrepancias tardías

No padecía en silencio, por supuesto, pero siempre prefirió no referirse en público a la mezquindad y las envidias de sus compatriotas.En una carta privada que mandó a su familia desde Cartagena de Indias lo escribió con todas sus palabras: “(Aquí) lo hacen descansar a uno de los tipos artificiales y llenos de pretensiones que tanto abundan en (Santafé de Bogotá), de todos los tontos (de allá) que están creyendo que la elegancia consiste en ser de palo y se sienten todavía estropeados del porrazo que se dieron al caer de las estrellas”. También estaba a gusto con sus amigos de Caracas, donde fue secretario de la Legación de Colombia, y pasó los que fueron quizás los meses más felices de su vida. Todavía hoy —a cien años de su muerte y por encima de la agudeza y la paciencia de sus biógrafos— el hombre que Silva fue en realidad continúa enrarecido por el óxido de las leyendas malignas Todas ellas —juntas o por separado, o barajadas al derecho y al revés— han seguido enseñándose en los colegios y repitiéndose por pereza mental como explicaciones de su suicidio a los treinta y un años.

“La delicia de escribir bajo un gobierno de fuerza”
José Fernández es su desquite. Un dandy que rompía todos los diques culturales y sociales, y se dio el lujo de ser al mismo tiempo el poeta bien recibido en los salones literarios de París, el magnate que entraba sin tocar en los templos mundiales de las finanzas, el caballista de concurso, el seductor fulminante y sin amor de la aristocracia mundana, que para colmo estuvo a punto de asesinar con un puñal a una prostituta de a dos por cinco en una borrachera de alucinógenos. Sin embargo, el José Fernández de la novela se detesta como poeta en su diario, se aburre con sus éxitos financieros, y desprecia a las víctimas fáciles de sus amores de una noche. Se sabe que los protagonistas principales son hispanoamericanos, pero todo el libro transcurre en la culta y confortable Europa del fin de siglo. Se sabe que Silva frecuentaba a sus compatriotas, que vivía pendiente del correo y de las noticias de su país, y estuvo siempre bien informado. Pero no se sabe por la novela ni por el diario. En sus proyectos políticos, José Fernández menciona a Panamá —que todavía era Colombia— pero sólo como productora de oro y perlas que han de servirle para multiplicar su fortuna y emprender la redención armada de su país. Pero nunca cedió a una frivolidad del corazón para recordarlo. Nada: ni un minuto de nostalgia.

De allí lo intempestivo e insólito que resulta en De sobremesa la confesión de sus sueños políticos, concebidos en Interlaken, una estación turística de Suiza en el cantón de Berna, donde el Silva real pasó un fin de semana en su año europeo. Desde allí dominaba el horizonte del mundo como debió verlo Bolívar desde el Chimborazo. Es un delirio en las dieciséis páginas más apretadas y altisonantes del libro, en el que jura ante sí mismo que ha de duplicar su inmensa fortuna en el menor tiempo posible para tomarse la presidencia de la república por las buenas o por las malas para imponer un cambio radical en su país. Por las buenas sería una escalada sigilosa, desde el puestecito más humilde de la burocracia hasta la presidencia de la república. Pero: “Si la situación no permite esos platonismos, hay que recurrir a los resortes supremos de las armas para excitar al pueblo a la guerra” El fin era establecer una tiranía que provocara una poderosa reacción conservadora contra lo que José Fernández llama el falso liberalismo del gobierno. Este camino le parece “el más práctico puesto que es el más brutal”. Y concluye en un éxtasis lírico: “¡Oh, qué delicia la de escribir después de instalar un gobierno de fuerza!”

Hasta qué punto respondía este desahogo a los sueños secretos de Silva no lo dejó saber nunca, al menos en público, pero está escrito de su puño y letra. De todos modos era muy consciente de su exabrupto, porque en la novela se puso a salvo del estupor de sus lectores a través de José Fernández, que interrumpió la lectura del diario y preguntó a uno de sus amigos con una sonrisa amistosa:
—Yo estaba loco cuando escribí esto, ¿no Sáenz?
El amigo, que ya a esas alturas estaba más allá del bien y del mal, le contestó:
—Es la única vez que te he visto en tu sano juicio.
Silva supo salir del paso a través de otro de sus personajes, que abandonó la reunión escandalizado.
—Decididamente, no entiendo nada eso —gritó— ¡Soy una bestia!
Todos los caminos conducen a Helena.

Fue una protesta prematura, pues no tardaría el diario en hacerles ver que su verdadero hilo conductor no era la riqueza de Fernández, ni sus sueños poéticos o políticos, sino el que menos se ve en el libro: la búsqueda de Helena, una mujer ideal, sin fecha ni lugar, con la cual José Asunción Silva se decide a mostrar por fin el lado oculto de su luna. Sólo que de medio lado, en una franja muy tenue que empieza tarde —casi a la mitad del libro y después de largas digresiones— y se abre paso apenas a través de la manigua retórica y los tigres delicuescentes de una prosa que ruge pero no muerde.

Van Dyck: retrato de la Princesa María y Guillermo II de Nassau-Orange 1641

La historia es tan sencilla como enternecedora. Un 11 de agosto —de paso en Ginebra por asuntos de negocios— José Fernández cenaba solo en el comedor reservado de un hotel exclusivo, cuando entró un hombre distinguido, de unos cincuenta años pero con la cabeza y la barba blancas de canas, acompañado por una hija de no más de quince años. Fernández se impresionó desde el instante en que la vio quitarse el sombrero de viaje “que le daba un cierto parecido, por su forma extraña, con el retrato de una princesa hecho por Van Dyck, que está en el museo de La Haya”. La vio quitarse luego los guantes de Suecia, y admiró a distancia las manos largas y pálidas de dedos afilados “como las de Ana de Austria en el retrato de Rubens”. La vio echarse hacia atrás los bucles de la cabellera castaña, rizosa y sedeña, con visos de oro en la luz de la frente. Oyó su voz argentina y fresca cuando discutía con el camarero y consultaba con su padre los platos del menú. Al final escogió ella y bien: para el padre vino del Rhin y queso, y para ella, de postre, leche y fresas. Fernández la desmenuzó asombrado: el busto largo y esbelto con el vestido de seda roja, las pestañas crespas, las mejillas de una palidez sana y fresca, pero exangüe y profunda, casi sobrenatural. De repente, la bella sacudió la cabeza hacia atrás, y lo miró fijamente, con una “despreciativa y helada insistencia, hasta el fondo de mi ser, para leer en lo más íntimo de mi alma”. José Asunción Silva, el tímido, y José Fernández, el seductor irredento, confesaron la misma debilidad: “Por primera vez en mi vida bajé los ojos ante la mirada de una mujer”

Eso fue todo, pero la mirada se quedó para siempre en el alma de José Fernández. Un precioso camafeo que la bella debió perder al quitarse el abrigo, fue recogido por él cuando recobró el aliento. No pudo devolverlo de inmediato porque la dueña había salido con su padre, pero la intención le bastó para enterarse de que eran el conde Roberto de Scilly y su hija Helena de Scilly-Dancourt. Habían llegado de Niza, no habían anotado su lugar de origen ni de destino, y ocupaban en el segundo piso un departamento de dos alcobas. Al regresar esa noche al hotel —demasiado tarde para entregar el camafeo— Fernández vio desde el parque interior que todavía estaban encendidas las luces en el apartamento de los Scilly. “Una larga sombra de mujer —escribió— se destacaba confusa sobre la blancura de la cortina transparente” Era ella. Fernández arrancó unas flores de los matorrales y fijó su tarjeta en el ramo. Cuando volvió a mirar, la sombra había desaparecido de la ventana, pero de todos modos él se subió en un banco de piedra y tiró el ramo con tan buen tino que pasó por la abertura de las cortinas y cayó dentro del cuarto. Entonces la silueta de sombra reapareció en el balcón, “y con la cabeza alzada hacia el cielo levantó la mano derecha a la altura de los ojos, trazando en ella lentamente una cruz en la sombra, mientras que con la izquierda arrojaba con fuerza algo que atravesó el espacio y vino a caer a mis pies”. Era un gran ramo de bellísimas rosas de té. Fernández lo recogió y lo besó estremecido.

Aquella noche durmió a saltos, a pesar de la ayuda de dos gramos de cloral, y si no creyó que todo había sido un sueño fue porque vio el ramo de rosas de té junto a su cama, y el incesante revoloteo de una mariposa blanca sobre sus pétalos. Pero el conde y su hija habían abandonado el hotel al amanecer sin dejar ningún rastro para enviar el camafeo. Fernández no la encontró nunca más, pero la vio muchas veces en apariciones fantásticas que duraban un instante, mientras una voz silenciosa le decía desde el fondo del alma: Manibus date lilia plenis. Fue una alucinación demente que lo persiguió a todas partes, le perturbó el sueño y la salud, y lo llevó al borde de la locura. Este amor idealizado —tan evidente en la vida y la obra de Silva— lo sublimó Fernández con cinco meses de castidad voluntaria hasta que tuvo que acudir al médico. Creo que ésta es la franja del libro con la más alta validez poética. El estilo, el tono, el aliento lírico, todo se hace distinto en el temblor de las evocaciones febriles, y en la deflagración de las apariciones. La escritura se adelgaza, se vuelve inspirada y diáfana, más al modo romántico que al decadente general del libro. Uno tiene entonces la impresión de que sólo allí se encuentra con la verdad de la vida.

Sin embargo, el médico de José Fernández —Sir John Rivington, el adelantado de la psicología experimental y de la psicofïsica— era especialista en la ciencia contraria. Mediante la observación precisa de los hechos y raciocinios rígidos, estableció que José Fernández no había visto la criatura de sus sueños en Ginebra, sino en un cuadro de Fra Angélico que se exhibió muchos años antes en Londres. Por una de esas casualidades imposibles en que los buenos novelistas no incurren, el doctor Rivington había comprado el cuadro por un capricho de su mujer, y lo tenía en un salón contiguo a su consultorio. Allí estaba Helena, en efecto, tal como Fernández la veía en sus alucinaciones: “vestida con el traje fantástico y el manto blanco de mis sueños, y llevando en las manos los lirios pálidos”. También ella pisaba una orla negra sobre la frase insignia escrita en letras doradas: Manibus date lilia plenis. Sólo faltaba la mariposa blanca revoloteando sobre la rosa. El doctor Rivington, con una fe escalofriante en su ciencia, concluyó que la visión y el recuerdo de ese cuadro eran el origen de la obsesión de José Fernández, y no la Helena real del camafeo perdido en el hotel de Ginebra. Después de una serie de experimentos físicos, de picadas con alfileres, de levantar pesas sujetas a las piernas, de buscar la incógnita de una ecuación y traducir del griego un texto de Aristófanes, le hizo la pregunta concreta: —¿Usted tiene intenciones de casarse con esa hermosa joven, si la encuentra, y de fundar una familia?

“Esta pregunta —escribió Fernández en su diario— hecha con la ingenuidad de un niño que tienen los sabios cuando se trata de cuestiones del sentimiento, me desconcertó porque no supe qué contestar”. Tampoco Rivington le dio tiempo, pues su diagnóstico estaba listo. Le recetó baños calientes y pócimas de bromuro, hasta lograr que el cuerpo se pusiera en paz con el alma. “Aplíquese usted a buscar causas y no a soñar”, le dijo “Abandone esos sueños de gloria, de arte, de amores, de grandes placeres”. Le aconsejó buscar una mujer de carne y hueso para casarse y tener hijos que dentro de veinte años lo sucedieran en sus negocios. Fernández tendría entonces “la satisfacción de reconocer los extravíos de su juventud, como recuerda uno el peligro cuando ya está salvado”. Y sentenció: “Ese amor puede ser su salvación”. La escena está narrada por José Asunción Silva como una burla mortal contra el racionalismo de moda, con el mismo deleite corrosivo de sus “Gotas amargas”, que es quizás la obra poética suya más cercana a su novela. No le permitió a José Fernández, por supuesto, que le hiciera caso al médico. Al contrario, lo lanzó por un despeñadero de seducciones insaciables, que consumaba por el puro placer de demostrarse y demostrarles a sus víctimas cuánto las despreciaba.

Mientras tanto, buscaba a Helena con unas ansias frenéticas a través de las breñas y los pantanos de una escritura inflamada hasta la asfixia. Bautizó su casa de reposo con el nombre de Villa Helena, alquiló por diez años el cuarto del hotel de Ginebra por cuyo balcón le arrojó ella el ramo de rosas, y en cuya caja fuerte guardaba a buen recaudo el camafeo. “Surge, aparécete —clamaba desesperado— Eres la única creencia y la última esperanza”. Un servicio de información contratado por él buscó el mínimo rastro de los Scilly por toda Europa. Cuando por fin lo encontraron fue demasiado tarde Helena yacía bajo una lápida de mármol, con su nombre y su fecha, cubierta por las hojas podridas de un otoño abominable. De este modo, lo que empezó por parecer una apoteosis decadente tuvo el final melancólico de un romanticismo tardío —más propio quizás de la María de Jorge Isaacs—, con el novio ilusorio bañado en lágrimas ante la tumba de la amada imposible en un lúgubre cementerio de París, mientras el cochero lo esperaba para llevarlo de regreso a la vida real.

Epílogo del lector aguafiestas
La debilidad de De sobremesa, después de la lectura con el destornillador encarnizado, no es que sea o no sea una novela, sino las pocas veces en que alcanza un buen grado de credibilidad. La primera falla —creo— es el nombre de José Fernández. Un sudamericano dueño de una riqueza inmensa, de una cultura inmensa, de un éxito inmenso en los amores ocasionales, de una desgracia inmensa, con todos los vicios de las élites decadentes y de la prosa modernista —un dandy, en fin— no parece tener una credibilidad suficiente con un nombre genérico. Es un problema de puntería poética Siempre he tenido la impresión —subjetiva por completo, quizás arbitraria, y además indemostrable— de que si los novelistas no encuentran nombres creíbles para sus personajes, nadie creerá lo que éstos hacen en la novela. No recuerdo quién —creo que un inglés— tiene un principio magistral que cito de memoria, y mal, sin duda: “Tenía cara de llamarse Roberto pero se llamaba José”. Juan Rulfo era uno de los bautistas más certeros: Pedro Páramo, Fulgor Sedano, Toribio Aldrete, Anacleto Morones, Remigio Torrico, Matilde Arcángel. El parecido de los nombres con sus dueños es esencial, y lo es mucho en De sobremesa, que se sostiene a pulso sobre la propuesta primaria de que no sólo hay que creer en la ficción del autor sino también en la del protagonista. Es decir: en el recurso de los tiempos paralelos.

Contar un cuento es una partida de ajedrez con una variante esencial: el autor propone al lector sus leyes propias para mover las piezas —torres, caballos, alfiles— y el lector tiene que aceptarlas si quiere jugar. El autor puede cambiar esas leyes como quiera, pero nunca en el transcurso de la partida. Algunos autores lo hacen por descuido, por accidente o por imbecilidad, y el lector desbrujulado renuncia a seguir leyendo. A Silva le sucede en algún momento de su novela, y se enreda en sus propios hilos, titubea en el manejo de los tiempos, y lo que quiso ser un círculo mágico termina por ser más bien un mastín de lujo que al cabo de muchas vueltas no logra el sueño de morderse la cola. Tal vez todo esto fuera más humano y conmovedor en una novela lineal en primera persona, y con un protagonista que llevara el nombre inexorable que le pusieron sus padres: José Asunción Salustiano Facundo.

Esto no quiere decir que la credibilidad de una novela depende de su apego absoluto a la realidad. Todo lo contrario: su realidad propia se sustenta de mentiras puras pero verosímiles, como el caballero andante que se enfrenta con los leones en las llanuras de la Mancha, como las alfombras que vuelan y los genios que salen de las botellas en Las mil y una noches, como el Gargantúa que se orina sobre las catedrales, o la dama de Francia de Tirant lo Blanc, cuya piel es tan blanca y tersa, que cuando bebe se ve bajar el vino por su garganta. Así es: la maravilla de la ficción literaria —como su nombre lo indica— es que siempre ha de parecer más real cuanto más mentira sea. Y de si de algo no hay ninguna duda en De sobremesa, es de su índole de ficción pura. Silva sólo estuvo en Europa desde diciembre de 1884 hasta noviembre del año siguiente. Regresó a su tierra con una escala en Nueva York, donde conoció a su admirado José Martí, al que tenía como uno de los prosistas mayores de la lengua. En París vivió como estudiante con un rigor admirable. Conoció todo lo que fuera útil a su formación, y no sólo en música, pintura y literatura, sino en economía y ciencias. Se informó sobre la vacuna de la rabia el mismo año de su proclamación, y sobre las enfermedades nerviosas en las conferencias de Jean Martin Charcot, médico y maestro del doctor Juvenal Urbino.

Vio en efecto algunos de los grandes intelectuales de su tiempo —entre ellos Mallarmé—, pero no tuvo ocasión, ni tiempo ni recursos para las crisis de opio y las noches libertinas de José Fernández. Su experiencia cultural más útil fue quizás la visión panorámica de la América Hispana desde los cafetines del Barrio Latino, por donde han desfilado desde siempre en peregrinación obligatoria los escritores y artistas principiantes de todo el continente. Los viajes a Londres, Ginebra, La Haya y Nueva York fueron auténticos, y Silva los aprovechó también para algunas gestiones de tipo comercial, pero estaban muy lejos de los tamaños que tienen en la novela. José Fernández no alcanzó a escribir el final de su diario, ni su propio final. Pero Silva lo vivió por él en carne viva. Los diez años siguientes de su viaje a París fueron en realidad los de su vida, en los que escribió sus grandes poemas —incluido el terrible Nocturno de la larga sombra larga— Intentó varias novelas, entre ellas una que terminó con el título de Amor, y que luego perdió con otros manuscritos en el naufragio del Amérique cuando regresaba de Caracas.

Esta fue la única que alcanzó a reescribir de nuevo con el título De sobremesa, que permaneció traspapelada hasta que fue publicada en 1925. El 24 de mayo de 1896, después de una cena íntima en su casa de Santafé, Silva acompañó a sus invitados hasta el portón, poco antes de la media noche, y luego fue a su alcoba y se disparó un tiro de revólver en el corazón. Este debió ser también el final de la novela, que tampoco le dejó a José Fernández otra escapatoria para sobrevivir a los estragos de su ser dividido Aparte de esa comprobación melancólica, sólo me queda la nostalgia de no encontrar nada en común entre aquella lectura casi angelical de hace cincuenta años y la arbitraria y prepotente de ahora. Pero no podía ser de otro modo: la vida, al contrario de la novela, cambia a su antojo las leyes de sus alfiles, aunque sólo sea para que nunca acabemos de lamentar la pérdida de nuestra inocencia.
Cartagena de Indias, 1996 Ensayo incluido en “Obra completa de José Asunción Silva”, edición crítica del Centenario. Héctor H. Orjuela, Coordinador) ALLCA XX

 

 

Miguel de Unamuno (carboncillo sobre papel, obra de Ramón Casas Museu Nacional d’Art de Catalunya)

 

DON MIGUEL DE UNAMUNO SOBRE JOSÉ ASUNCIÓN SILVA

Cuando D. Hernando Martínez, colector de los escritos en verso y prosa de José Asunción Silva me escribió pidiéndome para ellos un prólogo, le contesté, no solo aceptándolo sino dándole las gracias por el encargo. Me parecía poder decir muchas cosas sobre el dulce poeta bogotano. Y me parecía poder decirlas porque en las lontananzas de mi memoria, entre rumor de hojas secas, susurraban retazos de sus cantos. Su letra se me había volado, pero me quedaba su música íntima, su música silenciosa, música de alas.

Mas ahora, con la blancura del papel delante, encuentro tan en blanco como él mi espíritu y apenas sé por donde empezar. ¿Cómo reducir a ideas una poesía pura, en que las palabras se adelgazan y ahílan y esfuman hasta convertirse en nube que la brisa del sentimiento arremolina y hace rodar bajo el sol, que en su colmo la blanquea y en su puesta la dora? Porque aquí hay versos blancos de mediodía y rojos de atardecer; más rojos que blancos. Comentar a Silva es algo así como ir diciendo a un auditorio de las sinfonías de Beethoven lo que va pasando según las notas resbalan a sus oídos. Cada cual vierte en ellas sus propios pensares, quereres y sentires.
Lo primero, ¿qué dice Silva? Silva no puede decirse que diga cosa alguna; Silva canta. Y ¿qué canta? He aquí una pregunta a la que no es fácil contestar desde luego. Silva canta como canta un pájaro, pero un pájaro triste, que siente el advenimiento de la muerte a la hora en que se acuesta el sol.

El verso es vaso santo; poned en él tan sólo un pensamiento puro.

Y puros, purísimos son por lo común los pensamientos que Silva puso en sus versos. Tan puros que como tales pensamientos no pocas veces se diluyen en la música interior, en el ritmo. Son un mero soporte de sentimientos. Y cuando estos pensamientos se acusan, cuando resalta de relieve el elemento conceptual de Silva, es cuando Silva me gusta menos. Su melancolía, su desesperación no son melancolía y desesperación reflexivas como eran las de Antero de Quental, que como Silva, se abrió por su mano la puerta de las tinieblas soterrañas. El portugués pensó su huída; el colombiano la sintió. Y gusto de Silva además porque fue el primero en llevar a la poesía hispano-americana y con ella a la española, ciertos tonos y ciertos aires, que después se han puesto en moda degradándose.

«Todos los hegelianos han sido tontos menos Hegel», suele decir un amigo mío, y aun cuando no esté del todo conforme con el aforismo reconozco su gran fondo de verdad.

No sé bien qué es eso de los modernistas y el Modernismo, pues llaman así a cosas tan diversas y hasta opuestas entre sí, que no hay modo de reducirlas a una común categoría. No sé lo que es el Modernismo literario, pero en muchos de los llamados modernistas, en los más de ellos, encuentro cosas que encontré antes en Silva. Sólo que en Silva me deleitan y en ellos me hastían y enfadan. Y es que uno dice una cosa y con ella ilumina o calienta a sus hermanos, la repite otro y les deja a oscuras y fríos. La idea es la misma; se le apagaron fuego y luz al pasar de uno a otro y de brasa ardiente y luciente que era se quedó en carbón frío y oscuro.

Y no es que la originalidad de Silva esté ni en sus pensamientos ni en el modo de expresarlos; no está ni en su fondo ni en su forma. ¿Dónde entonces?, se me preguntará. En algo más sutil y a la vez más íntimo que una y otro, en algo que los une y acorda, en una acierta armonía que informa el fondo y ahonda la forma, en el tono, o si queréis, en el ritmo interior. En el ritmo interior, digo, y no en el ritmo meramente acústico de sus versos; no en el sonsonete más o menos brizador en que cifran su afán tantos versificadores que aspiran a poetas. La música de Silva es música de alas, casi silenciosa, o sin casi. Y ello cuando Silva dejó qué su mano corriera sobre el papel al empuje del sentimiento, no cuando la refrenó y puesta la vista en la técnica -y en una técnica extraña y pegadiza- urdió versos como aquellos alejandrinos pareados de «Un poema».

***

¿Y este hombre, será olvidado? Me lo hace temer su delicadeza misma, su delicadeza interior. Porque también está olvidado el poeta español que más me le recuerda, el dulcísimo y delicadísimo Vicente Wenceslao Querol. Leed las Rimas de Querol y decidme luego si las «Vejeces» de Silva no es un poema queroliano. Y a Querol le han ahogado trompeterías de clarines y guitarreos de serenata morisca, amén de virtuosismos de bandolina de café-concierto.

Y este Silva, como aquel Querol, como todo poeta de raíz, tenía su infancia a flor de alma. Porque un poeta ¿qué es sino un hombre que ve el mundo con corazón de niño y cuya mirada infantil, a fuerza de pureza, penetra a las entrañas de las cosas pasaderas y de las permanentes? Leed la poesía de Silva «Infancia», leed la carta de Querol a sus hermanas, o aquella maravilla de sentimiento que llama «Ausente».

Y era acaso esta santa permanencia de la infancia en su alma lo que le hacía añorar a Silva el reposo eterno de allende la tumba. Cuanto más largos son hacia atrás nuestros recuerdos y más dulces, más largas y más dulces son hacia adelante nuestras esperanzas. Es la brisa que nos viene de más atrás de nuestro primer vagido, de más allá, hacia el ayer, de nuestro nacimiento, la que nos trae recuerdos que convertidos en esperanzas al pasar sobre nuestro corazón van, con la brisa misma, brisa de eternidad y de misterio, más adelante de nuestro último suspiro, más allá, hacia el mañana de nuestra muerte. El amor a la infancia y el amor a la muerte se abrazaron en Silva, y ¿quién lo sabe? -solo Dios- tal vez se cortó la vida por no poder seguir siendo niño en ella.

Y al dejar la prisión que las encierra,
qué encontrarán las almas?
Preguntemos más bien; ¿qué dejarán las almas?
La de Silva nos dejó estos cantos.
¿Y qué encontró allá?

¡Oh las sombras de los cuerpos que se juntan con las sombras de las almas! ¡Oh las sombras que se buscan en las noches de tristezas y de lágrimas!…

Este hombre cantó lo que ya no era o lo que aún no era, el pasado o el porvenir y en las cosas viejas, tristes, desteñidas, sin voz y sin color, que saben secretos de las épocas muertas, de las vidas que ya nadie conserva en la memoria, buscó acaso el secreto del mañana que fue a buscar con anhelo al dejar, con voluntaria resolución, esta morada de paso y de aflicciones. Y se hundió en la naturaleza.

Cuna y sepulcro eterno de las cosas.

¿Lo veis? ¿Veis cómo une una vez más la cuna con el sepulcro? ¿Veis cómo lleva su infancia como ofrenda a la muerte? ¿Encontró la llave del misterio? ¿Leyó el sino en el fondo de las pupilas inmóviles de la eterna esfinge?

¡Estrellas, luces pensativas!
¡estrellas, pupilas inciertas!
¿por qué os calláis si estáis vivas,
y por qué alumbráis si estáis muertas?

* * *

Murió José Asunción Silva en Bogotá, su pueblo natal, despojándose por libre albedrío de la vida, el 24 de mayo de 1896, a los treinta y cinco años, cinco meses y veintisiete días de edad. Días antes, pretextando consultarse sobre una enfermedad, hizo que el médico le dibujara en la ropa interior el corazón, por el que vivía y por el que iba a morir. Metió en él una bala. La noche antes leyó, como de costumbre, en la cama. Dejó el libro abierto, como para continuar la lectura. Era una mañana de domingo, su familia en tanto asistía a los oficios religiosos del culto católico, a rogar por los vivos y los muertos.

Dos o tres años antes había muerto su hermana Elvira llevando a la tumba aromas de la común infancia y dejándole soledades. No pudo José Asunción conformarse con el hado. El «Nocturno», -¿qué historia habrá dentro de él? – fue su adiós a la vida. Iba allá donde acaso las sombras de las almas se juntan en uno y hacen una sola sombra larga, muy larga, infinita, eterna, divina, una sombra tal vez radiante de luz.

¿Qué hizo en su vida? Sufrir, soñar, cantar. ¿Os parece poco? Sufrir, soñar, cantar y meditar el misterio. Porque el misterio da vida a los mejores de sus cantos, y persiguiendo el misterio se cansó del camino de la tierra. Persiguiendo el misterio y tratando de encerrar en sus estrofas las pálidas cosas que sonríen, de aprisionar en el verso los fantasmas grises según iban pasando, como nos lo dice él mismo. Fue una vida de soñador y de poeta, y de Silva cabe decir que es el poeta puro, sin mezcla ni aleación de otra cosa alguna. Y el mundo le rompió con el sueño la vida. Murió de muerte; murió de tristeza, de ansiedad, de anhelo, de desencanto; murió tal vez para conocer cuanto antes el secreto de la muerte y de la vida. Se lo preguntó muchas veces, «arrodillado y trémulo» a la Tierra, aguardando en las soledades de ella la respuesta

y la tierra, casi siempre displicente y callada
al gran poeta lírico no le contestó nada.

Y como nada le contestase la Tierra, bajó, en busca de contestación, a su seno, cuna y sepulcro de cuanto vive, adonde duerme «lo que fue y ya no existe», a dormir a sus anchas, -¿sabedor acaso ya del enigma?-.

en una angosta sepultura fría,
lejos del mundo y de la vida loca,
en un negro ataúd de cuatro planchas
con un montón de tierra entre la boca.

Y murió también de hambre. De hambre, sí; de hambre de saber sabiduría sustancial y eterna. Murió del mal del siglo, de un desaliento de la vida que en lo íntimo de él arraigó, del «mismo mal de Werther, de Rolla, de Manfredo y de Leopardi»,

un cansancio de todo, un absoluto
desprecio por lo humano… un incesante
renegar de lo vil de la existencia
digno de mi maestro Schopenhauer,
un malestar profundo que se aumenta
con todas las torturas del análisis.

Y para este terrible mal le recetaron los doctores madrugar, dormir largo, beber bien, comer bien, cuidarse, diciéndole que lo que tenía era hambre (v. «El mal del siglo»). Y hambre era en verdad, hambre de eternidad.

* * *

Tal es la nota profunda de los cantos de Silva, el que se despojó por propia mano de la carga del vivir. Todas las demás son a modo de acordes o armónicas de ella. Y entre éstas la nota erótica, o, más bien amorosa, en cuanto se trate de amor a mujer. Silva no es un poeta erótico, como no lo es, en rigor, ninguno de los más grandes poetas. Y estos grandes poetas, que no han hecho del amor a mujer ni el único ni siquiera el central sentimiento de la vida, son los que con más fuerza y originalidad y más intensidad de sentimiento han cantado el amor ese.
Se ha dicho que para aquellos que aman poco -a mujer se entiende- ese amor les llena casi toda la vida, mientras que en aquellos que aman mucho el amor es una cosa subordinada y secundaria. Y no es paradoja, sino cuestión de capacidad espiritual. Este puede amar triple que aquél y sin embargo, no ocuparle el amor sino un tercio y en el otro dos tercios. El amor en Silva, como en Werther, como en Manfredo, como en Leopardi, era un modo de dar pábulo a otros sentimientos; en el amor buscó -estoy de ello seguro- la respuesta de la esfinge.

Silva, en sus versos al menos, no se nos aparece un sensual, mucho menos un carnal. Es en ellos casto, castísimo. No hay rastro en él de esa peste de la carnalidad que no sólo mancha, sino arramplona y vulgariza las poesías de tantos de los que le han seguido. Junto al eterno misterio ¿qué es una noche de placer? A lo sumo un modo de acallar el susurro de él y Silva no trató de acallarlo sino al despojarse de la vida. Los jóvenes cuando salen de la infancia y antes de entrar en la virilidad, en esa edad indecisa y ambigua en que se dejó ya de ser niño y aun no se es hombre, se imaginan que los ojos de la novia son las estrellas mellizas en torno de las cuales gira sumiso el universo todo. Y llegan a creerse que todo arte y toda poesía se encienden no más que en la luz de esos ojos.

Y, sin embargo, no es la hermosura de Elena sino la ira de Aquiles el centro de la Ilíada, ni es, en rigor, Beatriz más que un pretexto para la Divina comedia, ni es el amor el quicio cardinal único de las tragedias de Shakespeare, ni Dulcinea es más que un fantasma en el Quijote, ni Margarita otra cosa que un episodio en el Fausto.

Cuando en la literatura de un pueblo se da en cantar ante todo y sobre todo a la mujer por sí misma, es que ese pueblo está enervándose y rebajándose, hasta en el amor. Y Silva parece como si no pasara por esa edad indecisa y ambigua en que sin serse ya niño no se es tampoco aún hombre, sino que su infancia, de la que tan dulces recuerdos cantan en sus cantos, se prolongó en su edad madura. ¿Madura? Cortó la madurez al sentir acaso que le ahogaba el verdor, al sentir como Leopardi que estamos despojando del verde a toda cosa.

Fue, en rigor, la tortura metafísica la que mató a Silva. Silva de una manera balbuciente y primitiva, con un cierto candor y sencillez infantiles, es un poeta metafísico, aunque haya estetas impenitentes que se horroricen de verme ayuntar esos dos términos. Silva me parece un niño grande que se asoma al brocal del eterno misterio, da en él una voz y se sobrecoge de sagrado terror religioso al recibir el eco de ella prolongado al infinito y perdiéndose en lontananzas ultracósmicas, en el silencio de las últimas estrellas.

* * *

Y este hombre ¿dónde se hizo? En Bogotá, en el fondo de Colombia, lejos del tumulto de las grandes avenidas de los pueblos, en un remanso, que aunque no sin sus tempestades interiores, se mantiene aparte de nuestras tormentas de más estrépito que sustancia. Esa remota Colombia, a la que conocemos sobre todo por la María de Jorge Isaacs, es para muchos de los que volvemos ojos inquisitivos a la América española un país de encanto. No ha mucho volvía yo a visitarlo en una novela de Tomás Carrasquilla y me parecía volver a la España campesina de hace unos siglos.

Bogotá -me lo han dicho los que la conocen- da la impresión de una ciudad antigua española, con su reposo cantado por el campaneo de los conventos. Para llegar a ella desde cualquier punto de la costa se necesita varios días, parte de navegación fluvial, parte de jornadas en diligencia o caballería. Y para ir de unas a otras capitales largos viajes también, por escasear los medios rápidos de traslado. Una población escasa, diseminada en un vasto territorio adonde no llegan las oleadas de emigrantes que inundan otras tierras americanas, una población que ha conservado tal vez más que ninguna otra de la América española las tradiciones y sentimientos de la apacible colonia.

Su lengua, el castellano que se habla y escribe en Colombia, es el que más dejos de casticismo tiene para nosotros; conserva ciertas voces y giros arcaicos que aquí van desapareciendo. Al leer novelas y relatos, sobre todo de la región antioqueña, en el corazón de los Andes, de Carrasquilla, de Latorre, de Rendón, me ha parecido verme trasportado a rincones de una España que se fue o está yéndose.

En estas tierras, tan favorables para el arte y la poesía, las novedades europeas llegan, pero llegan despacio y llegan, acaso, tamizadas. De nosotros conocen las obras, no los hombres, es decir, lo mejor. Cuando va a dar a sus manos el último número de la última revista o el libro reciente ya no huele a tinta fresca de imprimir. Su vida social y política interior trascurre con una cierta relativa independencia de los movimientos que a la vez que agitan encadenan las historias de nuestros respectivos pueblos y es una vida que tiene, por lo tanto, su sello propio. Un sello que a los españoles nos resulta conocido.

Cuando leí los recuerdos de la última guerra civil de allá, de Max Grillo, resurgían a mi mente los recuerdos de nuestra última guerra civil carlista. No pueden darse dos cosas más parecidas. Y allí parece presentarse el que llamamos problema religioso con los mismos caracteres con que aquí se presenta, y lo mismo que aquí creo que allí se presenta el fenómeno del paso de aquella sociedad recogida y patriarcal, pero timorata y tal vez gazmoña e hipócrita, a otra sociedad más batida y aireada a soplos de las hojas todas de la rosa de los vientos del espíritu.
Me imagino, creo que bien, lo que fuera una familia y la vida familiar en el seno de aquella sociedad en los tiempos en que Silva abría su alma al mundo, que son casi los mismos, con diferencia de sólo cuatro años, en que yo abrí la mía en un ambiente que estimo no muy distinto del suyo. Y me imagino los vagabundeos del espíritu del poeta en la quietud tranquila de la vida bogotana, en los días iguales.

Digo en los días iguales porque a los que hemos nacido y vivido en estas latitudes, de largos días de verano y largas noches de invierno, de este acortarse y alargarse las jornadas del sol, cambio que pone una cierta novedad, siempre vieja, en el curso de nuestra vida, cambio que distribuye nuestro régimen, a nosotros nos es difícil representarnos lo que esa isócrona repartición del día y de la noche, lo que ese ritmo acompasado y siempre igual de la luz y las tinieblas -como balance de un péndulo- ha de influir en el ánimo. Un poeta colombiano no puede decir como un poeta escocés que el crepúsculo de la puesta se abrazaba con el del alba en la breve ausencia del sol. La noche de San Juan ni la de Navidad pueden tener allí el sentido que aquí tienen, porque la naturaleza no sirve a la tradición que llevaron los colonos, aunque la tradición perdure.

Pero esta monotonía, este ritmo pendular de los días y las noches, trae consigo una eterna primavera, una apacibilidad constante. ¿No se brizan y aduermen en ella las eternas inquietudes? ¿Y cuando se despiertan, no lo hacen acaso con cierto sobresalto, en la apacible y monótona procesión de los días y los meses? No es difícil, repito, a los que hemos nacido, nos hemos criado y vivimos en zonas de invierno de largas noches y nieves, de verano de largos días y bochornos, que esperamos en cada estación la venidera y según sus vicisitudes arreglamos nuestras ocupaciones, nos es difícil imaginarnos la impresión que esa constancia de la naturaleza ha de imprimir en el espíritu. Algo de esta impresión puede rastrearse, creo, en el ritmo pendular de los versos de Silva, en la marcha sosegada de sus estrofas, por dentro de las cuales circula la tristeza monótona del eterno sucederse de los días iguales de una inalterable primavera. ¿Hay acaso, a la larga, nada más triste que la eterna e imperturbable sonrisa de la tierra? ¿Hay nada más enigmático, nada más esfíngico?

* * *

Después de todas estas reflexiones que he ido dejando caer de mi espíritu lleno de las dulces resonancias de los cantos de Silva y ungido con la unción de su poesía, pensé en un principio hablar de cosas técnicas, de la factura del verso, de su música para el oído carnal, de otras cosillas análogas. Pero ahora me doy cuenta de que no es de este lugar. Eso solo importa a los profesionales y no es a éstos a quienes ahora me dirijo. Ni quiero degradar la memoria de Silva tratándole como a un virtuoso de la literatura en verso.

Todas las disputas de escuelas, de conventículos y de cotarros pasarán, pasarán los que creyeron conquistar un puesto en el Parrnaso por haberse dejado llevar de la rutina de mañana, despreciando la de ayer, pasará el vocerío de los jóvenes profesionales -de esos que hacen de la juventud profesión llamándose a sí mismos con ridícula petulancia «nosotros, los jóvenes»- pasarán las caramilladas hueras, pasará el seudo-paganismo afrancesado, pasará…

y quedará Silva que clavó sus ojos en los ojos de la eterna esfinge y bañó su corazón en el lago -lago de terrible quietud y calma de sobrehaz- de las perdurables e imperecederas inquietudes. Y quedará, además, porque esas inquietudes eternas las cantó como un niño, con simplicidad, porque el tuétano de sus sentimientos no va ligado a formas de escuela filosófica alguna. Silva volvió a descubrir lo que hace siglos estaba descubierto, hizo propias y nuevas las ideas comunes y viejas. Para Silva fue nuevo bajo el sol el misterio de la vida; gustó, creo, el estupor de Adán al encontrarse arrojado del paraíso; gustó el dolor.

 Universidad histórica de Salamanca con la estatua de Fray Luis de León

Biografía de Miguel de Unamuno

(Bilbao, 1864 – Salamanca, 1936) Escritor, poeta y filósofo español, principal exponente de la Generación del 98.
Entre 1880 y 1884 estudió filosofía y letras en la universidad de Madrid, época durante la cual leyó a T. Carlyle, Herber Spencer, Friedrich Hegel y Karl Marx. Se doctoró con la tesis Crítica del problema sobre el origen y prehistoria de la raza vasca, y poco después accedió a la cátedra de lengua y literatura griega en la universidad de Salamanca, en la que desde 1901 fue rector y catedrático de historia de la lengua castellana.
Inicialmente sus preocupaciones intelectuales se centraron en las cuestiones éticas y los móviles de su fe. Desde el principio trató de articular su pensamiento sobre la base de la dialéctica hegeliana y más tarde acabó buscando en las dispares intuiciones filosóficas de Spencer, Sören Kierkegaard, W. James y H. Bergson, entre otros, vías de salida a su crisis religiosa.

Sin embargo, las contradicciones personales y las paradojas que afloraban en su pensamiento actuaron impidiendo el desarrollo de un sistema coherente, de modo que hubo de recurrir a la literatura, en tanto que expresión de la intimidad, para resolver algunos aspectos de la realidad de su yo. Esa angustia personal y su idea básica de entender al hombre como «ente de carne y hueso», y la vida como un fin en sí mismo se proyectaron en obras como En torno al casticismo (1895), Mi religión y otros ensayos (1910), Soliloquios y conversaciones (1911) o Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos (1913). El primero de los libros fue en realidad un conjunto de cinco ensayos en torno al «alma castellana», en los que opuso al tradicionalismo la «búsqueda de la tradición eterna del presente», y defendió el concepto de «intrahistoria» latente en el seno del pueblo frente al concepto oficial de historia. Según propuso entonces, la solución de muchos de los males que aquejaban a España era su «europeización». Sin embargo, estas obras no parecían abarcar, desde su punto de vista, aspectos íntimos que formaban parte de la realidad vivencial. De aquí que literaturizase su pensamiento primero a través de un importante ensayo sobre dos personajes clave de la literatura universal en la Vida de don Quijote y Sancho (1905), obra en la que, por otra parte y en flagrante contradicción con la tesis europeísta defendida en libros anteriores, proponía «españolizar Europa». Al mismo tiempo, apuntó que la relación entre ambos personajes cervantinos simbolizaba la tensión existente entre ficción y realidad, locura y razón, que constituye la unidad de la vida y la común aspiración a la inmortalidad.

El siguiente paso fue la literaturización de su experiencia personal a fin de dilucidar la oposición entre la afirmación individual y la necesidad de una ética social. El dilema planteado entre lo individual y lo colectivo, entre lo mutable y lo inmutable, el espíritu y el intelecto, fue interpretado por él como punto de partida de una regeneración moral y cívica de la sociedad española. Él mismo se tomó como referencia de sus obsesiones del hombre como individuo.

«Hablo de mí porque es el hombre que tengo más cerca.»

Su narrativa progresó desde sus novelas primerizas Paz en la guerra (1897), y Amor y pedagogía (1902) hasta la madura La tía Tula (1921). Pero entre ellas escribió Niebla (1914), Abel Sánchez (1917), y sobre todo Tres novelas ejemplares y un prólogo (1920), libro que ha sido considerado por algunos críticos como autobiográfico, si bien no tiene que ver con hechos de su vida, sino con su biografía espiritual y su visión esencial de la realidad: con la afirmación de su identidad individual y la búsqueda de los elementos vinculantes que fundamentan las relaciones humanas.En ese sentido, sus personajes son problemáticos y víctimas del conflicto surgido de las fuertes tensiones entre sus pasiones, y los hábitos y costumbres sociales que regulan sus comportamientos y marcan las distancias entre la libertad y el destino, la imaginación y la conciencia.Su producción poética comprende títulos como Poesía (1907), Rosario de sonetos líricos (1912), El Cristo de Velázquez (1920), Rimas de dentro (1923) y Romancero del destierro (1927), éste último fruto de su experiencia en la isla de Fuerteventura, adonde lo deportaron por su oposición a la dictadura de Primo de Rivera. También cultivó el teatro: Fedra (1924), Sombras de sueño (1931), El otro (1932) y Medea (1933).

Sus poemas y sus obras teatrales abordaron los mismos temas de su narrativa: los dramas íntimos, amorosos, religiosos y políticos a través de personajes conflictivos y sensibles ante las formas evidentes de la realidad. Su obra y su vida estuvieron estrechamente relacionadas, de ahí las contradicciones y paradojas de quien Antonio Machado calificó de «donquijotesco». Considerado como el escritor más culto de su generación, fue sobre todo un intelectual inconformista que hizo de la polémica una forma de búsqueda. Jubilado desde 1934, sus manifiestas antipatías por la República española llevaron dos años más tarde al gobierno rebelde de Burgos a nombrarlo nuevamente rector de la universidad de Salamanca, pero fue destituido a raíz de su pública ruptura con el fundador de la Legión. En 1962 se publicaron sus Obras completas y en 1994 se dio a conocer la novela inédita Nuevo mundo. https://www.biografiasyvidas.com/biografia/u/unamuno.htm

 

José Asunción Silva por Sergio Trujillo Manegat Fondo Gráfico Germán Arciniegas

 

Vida de José Asunción Silva

(Bogotá, 1865 – 1896) Poeta colombiano. Dotado de una gran sensibilidad humana y artística y de una notable inteligencia, tuvo una formación literaria precoz, resultado de un ambiente familiar cultivado y creativo: José Asunción Silva era hijo del escritor costumbrista y acomodado comerciante Ricardo Silva, un hombre elegante, de refinado gusto y descendiente de aristocráticos granadinos emparentados con el general Santander. Doña Vicenta Gómez, hermosa dama bogotana y madre del poeta, era hija del diputado Vicente Antonio Gómez Restrepo, quien desempeñó importantes labores en los primeros años de la República de la Nueva Granada y falleció tempranamente.

De los hijos del matrimonio Silva-Gómez sólo llegaron a edad adulta José Asunción, Elvira y Julia, falleciendo en la infancia Alfonso, Inés y Guillermo. Esta temprana relación con la muerte afectaría al poeta. Algo importante en su infancia y juventud fueron las tertulias literarias que su padre organizaba, bien en la casona del barrio de La Catedral, bien en el almacén dedicado a la venta de objetos suntuosos. A estas tertulias asistían no sólo miembros del grupo El Mosaico, escritores costumbristas como José Manuel Marroquín, José María Vergara y Vergara, Salvador Camacho Roldán, Ricardo Carrasquilla y José David Guarín, entre otros, sino que también don Ricardo cultivaba amistades dentro de la política. Radical sin fanatismo, fue amigo de José María Samper, Rufino José y Ángel Cuervo, Jorge Isaacs, Francisco Javier Zaldúa y Teodoro Valenzuela.

 José Asunción Silva en la finca de Francisco Montoya en Fusagasugá (1894), con su madre, su primo Emilio Galán Gómez y su hermana Julia

En enero de 1869 José Asunción ingresó al Liceo de la Infancia, dirigido por don Ricardo Carrasquilla. Como el niño de tres años recién cumplidos ya sabía leer y escribir, no entró al primer curso sino a dos más avanzados, al lado de compañeros que le aventajaban en edad como José Rivas Groot, Andrés de Santamaría y Juan Evangelista Manrique. Aunque los biógrafos insisten en describir a José Asunción como un niño triste, tímido e introvertido, sus poesías dedicadas a su infancia la recuerdan con nostalgia y dulzura. En febrero de 1871 José Asunción Silva ingresó en el Colegio de San José, regentado por Luis María Cuervo, hermano mayor de Ángel y Rufino José. Conoció por entonces a Alirio Díaz Guerra, a quien lo uniría una fuerte amistad. Rafael Pombo, amigo de su padre, le hizo llegar un ejemplar de «El cuervo», de Edgar Allan Poe. Fue la relación con Rafael Pombo y Jorge Isacc una de las más duraderas y fecundas, tanto para José Asunción como para Elvira Silva. A los diez años, con motivo de su primera comunión, escribió un poema sobre el tema. En 1877 Silva y otros niños ingresaron al Liceo de la Infancia, esta vez regentado por el presbítero Tomás Escobar, pariente de doña Vicenta Gómez; tres años más tarde, concluidos sus estudios, abandonó el colegio, que terminó clausurado por un ruidoso proceso en el que tomó parte activa el ya entonces virulento escritor José María Vargas Vila.

La vida apacible de esos años dio un vuelco para los Silva: la situación económica de la familia, aunque aún holgada, fue golpeada primero por las drásticas medidas del gobierno radical y, después, por la pérdida de buena parte de la herencia de don Ricardo, debida a los pleitos con sus primos Suárez Fortoul. Terminado el bachillerato, el futuro poeta hubo de atender el almacén familiar. Cuenta Enrique Santos Molano, autor de la biografía más completa que se ha escrito sobre el poeta: «José Asunción Silva armó detrás del mostrador un laboratorio imponderable de observación social y psicológica. Examinaba con penetración rigurosa las personas que entraban de compras, de mirones o de visitantes a R. Silva; espiaba sus gestos, estudiaba sus gustos, procesaba sus opiniones, acechaba sus peculiaridades, sus virtudes, sus defectos, y los anotaba en su memoria de ordenador y en un cuaderno. Detrás del mostrador acrecentó sus conocimientos, devoró cantidades de libros y procuró mantenerse informado de los movimientos literarios, artísticos y políticos de Europa».

En 1881 don Ricardo, que ya empezaba a sentir los acosos de la tiflitis que lo llevaría a la tumba, compró la finca Chantilly en Chapinero, donde tantos momentos de alegría y tristeza viviría el poeta; en esa época Silva intentó reunir de nuevo al Mosaico. Bajo el título de Intimidades se conoce el grupo de poemas escritos entre agosto de 1880 y mayo de 1884 y que, regalados por el bardo a Paquita Martín, se conservan en la Biblioteca Nacional en copia manuscrita hecha por ella. En noviembre de 1883 imprimió su libro Artículos de costumbres don Ricardo Silva y regaló el manuscrito, con bella dedicatoria, a su hijo José Asunción; un mes más tarde se protocolizó su emancipación económica y se comenzó a planear el viaje a París, donde residía desde hacía muchos años el tío abuelo del poeta, don Antonio María Silva Fortoul. Primero viajó el padre, en abril de 1884 y, tras su regreso, salió rumbo a Europa José Asunción, el 23 de octubre, llegando a París en los primeros días de diciembre.

Permaneció un año en el viejo continente, donde asistió a cursos del afamado neurólogo Charcot, que tanto le servirían para la descripción de personajes y comportamientos. En París (adonde llegó cuando su tío abuelo ya había muerto) se encontró con los hermanos Cuervo, con quienes entabló tertulias literarias. En 1885 conoció a Stephane Mallarmé. El encuentro con este poeta cuarentón y aún desconocido fue en el apartamento de Mallarmé, en la calle de Roma. Hacia agosto viajó a Londres, donde admiró la pintura de los prerrafaelistas y copió como ejercicio el cuadro de Waller: El duelo. Tras un rápido viaje por Holanda, Bélgica, Italia y Suiza, regresó a París, y en diciembre de 1885 se encontraba de nuevo en Bogotá.

Recién llegado, se enteró del cuantioso robo al Almacén R. Silva. La familia se había mudado a Chantilly. Por entonces formó parte del grupo de poetas de La Lira Nueva, presentado por José Rivas Groot. En la célebre antología (introducción para unos, antesala del modernismo para otros), Silva figura entre los 35 reseñados, junto a autores como Candelario Obeso, Fidel Cano, Ismael Enrique Arciniegas y Julio Flórez. De José Asunción Silva se publicó en esta edición el mayor número de poemas, lo que sirve en parte para demostrar la importancia que se le dio en vida, desmintiendo el tendencioso invento de su supuesto anonimato. Casi simultáneamente se publicó El Parnaso colombiano, gran antología en la cual la muestra de Silva, aunque menor en número, no es menos significativa: «Las crisálidas» y «Las golondrinas» serán los poemas publicados y supondrán su verdadero lanzamiento literario. Por esa época, en casa de Antonio José Ñito Restrepo, vecino de Chantilly en Chapinero, se conocen José Asunción Silva y Baldomero Sanín Cano, antioqueño cuatro años mayor que el primero y con quien mantendría una larguísima y fecunda amistad, una intimidad intelectual.

La guerra de 1885 y el grave deterioro de la moneda hicieron cancelar a don Ricardo Silva su segundo viaje a Europa y regresó, por Barranquilla, el 27 de agosto. A pesar de la herencia dejada por su tío y de la reputación que tenía el almacén, los negocios de la familia Silva continuaron su inexorable descenso. Invitado por Alberto Urdaneta, José Asunción Silva participó en la Primera Exposición Nacional de la Escuela de Bellas Artes de Colombia, que tuvo como sede el Colegio de San Bartolomé, con el cuadro Un duelo, en la galería de autores contemporáneos, con el número 875. Por ese entonces ya Elvira Silva era una de las mujeres más bonitas y solicitadas de Bogotá. Prueba de ello son las frecuentes reseñas que la prensa hizo de su participación en diferentes bailes y festejos. Memorable fue el baile que Leo S. Kopp ofreció y en el que destacaron Elvira, acompañada del conde italiano Gloria, y José Asunción Silva con la bella Isabel Argáez.

Don Ricardo Silva falleció la noche del 1 de junio de 1887, en la casa 93 de la calle 12. Pero no fue solamente la triste pérdida lo que ensombreció y transformó totalmente el ambiente familiar; al asumir José Asunción la dirección de los negocios paternos, descubrió que hasta entonces su familia había vivido en una falsa bonanza, basada en créditos respaldados únicamente en la confianza que los acreedores tenían en don Ricardo y que no formaba parte de la herencia. Pero el poeta no se amilanó: decidió renovar el negocio y diversificarlo, invirtiendo en tierras cafeteras, abriendo una sucursal de R. Silva e Hijo llamada Almacén de Cuelgas, y revolucionando la publicidad con poemas-anuncio o bien con enormes letreros nunca vistos en los diarios capitalinos. Leyó en este año de 1888 tres libros claves: El crepúsculo de los dioses, de Federico Nietzsche; La dama gris, de H. Sudermann, y Le bon heure, de Sully-Prudhomme, y empezó los borradores de una serie de novelas que pensaba reunir bajo el título común de Cuentos negros, que aparecieron en periódicos de la época aparecieron. Entre 1889 y 1891, Silva escribió buena parte de su más conocida poesía, como el Nocturno 2 y, también, en prosa, La protesta de la Musa.

1891 fue uno de los años más terribles en la vida del poeta: El 6 de enero de 1891 su hermana Elvira cayó enferma de neumonía, según el diagnóstico del doctor Josué Gómez, y falleció cinco días más tarde. La partida de defunción fue firmada por el cura de la catedral, Rafael María Carrasquilla. Entre los poemas que se dijeron en honor de Elvira Silva después del sepelio, sobresalió el escrito por Jorge Isaacs, amigo muy cercano de la familia. La muerte de su hermana fue, tal vez, el golpe más fuerte sufrido por José Asunción hasta entonces. Cubrió el cadáver de su adorada hermana y confidente con lirios y rosas, y lo ungió con perfumes. Durante varios días, José Asunción Silva no pudo levantarse de la cama, y cuando por fin volvió a sus negocios, llegaron a cobrarle el entierro y no tenía en caja ni los seiscientos pesos de la deuda. La situación fue tal que hasta miembros de su familia llegaron a humillarlo; doña Vicenta achacaba la ruina al afán de Silva por los versos. Se acumularon hasta 52 ejecuciones judiciales en su contra. Todos los bienes, sin exceptuar las joyas de su madre ni los muebles de su casa, acabarían en manos de los acreedores.

No obstante, el poeta no escatimó esfuerzos para revivir la antigua prosperidad: escribió cartas hasta de 103 páginas a los acreedores; cambió mercancía por las deudas contraídas e incluso escribió un cuento para promocionar los pianos Apollo con sordina que él vendía. En 1893 se vio obligado a mudarse del elegante barrio de La Catedral al más modesto de Las Aguas. En compañía de Baldomero Sanín Cano se dedica al periodismo a tiempo completo, escribiendo para El Telegrama entre otras la columna »Casos y Cosas»». Don Miguel Antonio Caro, encargado del poder, influido tal vez por doña Vicenta y su antigua amistad con don Ricardo Silva, nombró secretario de la legación colombiana en Caracas a José Asunción Silva, acto ratificado con la firma del ministro de Relaciones Exteriores Marco Fidel Suárez, el 5 de mayo de 1894. En agosto Silva, ya famoso en todo el país, fue recibido de manera apoteósica en Cartagena; en una mañana llegó a tener hasta quince visitas; la gente recitaba de memoria sus poemas y el presidente Núñez y doña Soledad Román lo acogieron en su casa del Cabrero, de visita. Llegó a Caracas el día 11 de septiembre. Allí no fue menor la acogida que tuvo, no por su cargo diplomático, sino por ser figura destacada de la intelectualidad latinoamericana.

En la capital venezolana, aparte de los abrumadores deberes diplomáticos, debido a la inoperante actitud del embajador, el general José del Carmen Villa, José Asunción Silva se dedicó a intercambiar ideas con intelectuales venezolanos, a pulir sus Cuentos negros y a escribir una nueva novela titulada Amor. Inexplicablemente, en diciembre de 1894 solicitó una licencia para «ir a pasar un mes a Bogotá». Embarcó en el vapor francés Amérique el 21 de enero del año siguiente y, una semana más tarde, el barco encalló frente a Bocas de Ceniza; tras varias horas de zozobra los viajeros fueron rescatados, mas no el equipaje, perdiéndose con ello la mayor parte de la obra literaria del poeta. De nuevo en Bogotá, la «maldita pobreza» lo seguía acorralando; pero no por ello Silva desmayó en su intento por progresar y volvió a volcar sus energías de una manera feliz en dos actividades: la reconstrucción de su obra literaria, principalmente de la novela De sobremesa, y la construcción y montaje de una fábrica de baldosines, cuya formulación química Silva había patentado. Consiguió máquinas y oficinas, buscó socios y suscriptores para conseguir el capital necesario, pero el dinero nunca apareció.

En la noche del 23 de mayo de 1896, tras una velada íntima organizada por doña Vicenta, José Asunción Silva se retiró a su habitación, y a la mañana siguiente fue hallado muerto sobre su cama. El poeta se había suicidado de un tiro en el corazón. Fue enterrado en Bogotá, en el cementerio destinado a los suicidas.

Obra de José Asunción Silva

A pesar de ser considerado como uno de los grandes de la literatura, la obra de José Asunción Silva no es muy extensa. Se ha querido encuadrar al gran poeta colombiano en el romanticismo y en el modernismo, pero en realidad, nos encontramos ante un poeta excepcional con características singulares. Más que romántico, es un posromántico poderosamente influido por Bécquer y Edgar Allan Poe; se resiste a incorporarse a la corriente modernista que acaudilla Rubén Darío, pero es por sus calidades un precursor y hasta un iniciador del modernismo.

Una primera etapa está marcada por el romanticismo; así lo demuestra su libro Intimidades, poemas escritos entre los 14 y los 18 años de edad. La obra incluye 59 composiciones (por lo menos dos de ellas en forma fragmentaria), entre las cuales, más de 33 permanecían inéditas. Este libro constituye, tal vez, la fuente más rica de la obra escrita en verso por el poeta colombiano (los poemas sólo fueron publicados en su totalidad en 1977).
En esos primeros escritos, Silva afianza su voluntad de poeta. Desde el primer poema, Las ondinas, se anuncia el tono general, una obra de gótico romanticismo, de textos lúgubres llenos de misterio; el mundo del poeta es el mundo de los muertos, de la luna, de las «húmedas neblinas…», como cita Eduardo Camacho Guizado.

Dice Silva en su prólogo de 1882 al poema Bienaventurados los que lloran de Federico Rivas Frade (1858-1922) que Bécquer y sus imitadores «encierran en poesías cortas, llenas de sugestiones profundas, un infinito de pensamientos dolorosos». Juan Gustavo Cobo Borda afirma que este prólogo debe leerse a su vez como autobiografía y poética de Silva, que «entiende la poesía como una actividad cercana a lo religioso, como plegaria o rezo, susurro o confidencia». Por lo menos cuatro composiciones de Intimidades son versiones de textos de Víctor Hugo. Silva quiere evadir la realidad santafereña y se refugia en su soledad para ir en busca del más allá, de los «paraísos imaginarios» que le sugiriera Baudelaire.

Sin embargo, es El libro de versos la obra considerada de mayor relevancia en la producción literaria del poeta. Un primer gran tema de esta compilación poética lo constituye la infancia, que frente al presente negativo y doloroso parece ser la época más feliz de la vida; pero también existen otras preocupaciones: el poeta y su pasado histórico. La evocación de su infancia personal se hace reflexión épica sobre el pasado histórico latinoamericano, sobre su futuro y su presente. Al pie de la estatua es un poema dedicado al Libertador Simón Bolívar, en el cual el prócer se dirige al poeta. Éste es el único poema que Silva escribe sobre América y que muestra su naciente preocupación histórica y política.

En «Infancia» Silva plasma sus vivencias de niño; aparecen los personajes de los cuentos infantiles: Caperucita, Barba Azul, Gulliver o el ratón Pérez. El vate colombiano describe aquí sus años de escuela, sus juegos, las historias de la abuela, los paseos al campo… Miguel de Unamuno sugiere que el poeta busca la muerte sólo por la imposibilidad de seguir siendo niño: «El mundo le rompió con el sueño la vida». Una segunda preocupación de Silva la constituye el amor, como se aprecia en el Nocturno II («Poeta, di paso…») y en el Nocturno. La pretendida ambigüedad de sus sensaciones íntimas, especialmente en relación con su hermana Elvira, expresadas a raíz de la muerte de ésta en el famoso tercer Nocturno, ha sido apasionadamente comentada por la crítica; a pesar de todo, y a pesar también de la caprichosa elaboración de los versos, el prodigioso conjunto de este Nocturno de ritmo tetrasilábico es un monumento lírico indiscutible. En una tercera instancia de este Libro de versos, Silva quiere abarcar distintos temas; aquí se recuerdan sus composiciones Un poema y Vejeces. En la última sección, Silva nos revela todo su desengaño del mundo y su pesimismo, como lo anunciara el título de su poema Ceniza o Día de difuntos.

Otro libro unitario en la obra de Silva lo constituye Gotas Amargas. En esta obra las intenciones poéticas de Silva son diferentes y de claro contenido satírico. Existen otros poemas de Silva de tono satírico no incluidos en estas trece gotas, como por ejemplo Psicopatía de El libro de versos. Al parecer, Silva dio poca importancia a estos poemas, que no consideraba dignos de su talento. La sátira abarca temas tales como la literatura de la época, a la que Silva califica de sensiblerías «semi-románticas». También son tema de mofa la afectación intelectual, los poetas «grandiosos y sibilinos», los lectores que confunden la literatura con la vida, las creencias religiosas de su sociedad y de su tiempo, así como sus convenciones sociales, morales y sexuales. Los poemas dispersos, recogidos bajo el título de Versos varios, son traducciones y versiones de poemas europeos (franceses en su gran mayoría), así como poemas juveniles y unos pocos posteriores a El libro de versos.

De sobremesa se considera la obra precursora de la novela modernista. El texto nace de una sugerencia que le hace su amigo Emilio Cuervo Márquez, quien insta a Silva a escribir una novela sobre Bogotá; el poeta responde que escribirá la novela cuando Bogotá cuente con más de medio millón de habitantes, es decir, cuando los bogotanos hayan superado su estrecha mentalidad provinciana. Sin embargo, Silva se decide, y De sobremesa pasa de ser una novela sobre Bogotá a la novela de un bogotano que reside en París. (Extraído de Biografías y vidas) https://www.biografiasyvidas.com/biografia/s/silva.htm

 

 

 

 

 

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