Francisco Quevedo
Contenido: Francisco de Quevedo inicio. Sueños de un niño malo. Epístola al Conde Duque de Olivares en Castellano y Português. Análisis de Dámaso Alonso. Sobre su vida: en portugués. Quevedo en la cárcel de León. Fragmento de texto de Ignacio Arellano. Obras de Quevedo. Video declamación poema
Conocí a Francisco de Quevedo y Villegas, en una clase de Literatura española, cuando contaba yo trece o catorce años. El efecto fue deslumbrante porque el fraile profesor bendijo previamente los versos que iba a leer: Bendice señor estos versos que vamos a leer, para que la lengua viperina del autor no nos inocule su veneno. Sorprendida la entera clase, y por ello muy atenta a los tercetos de la Epístola satírica y censoria contra las costumbres presentes de los castellanos, escrita a don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, en su valimiento, acabó diciendo hacia sí, que no era para tanto. Este terceto dio pie a más de uno, para pensar, incluso decir, que la lengua viperina había sido la del fraile, incapaz de apreciar la realidad de aquella época, y de casi todas, a más de la enorme belleza.
¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?
Retrato de Francisco de Quevedo, ilustración de “El Parnaso español”
Se hacía evidente que para ese fraile, no sé si para otros, las cosas no habían cambiado desde el siglo XVIII cuando “El Parnaso español, de Quevedo, impreso en 1648, fue expurgado, por la Santa Inquisición en el Índice de 1707, el primero publicado desde la aparición de los poemas. Aún estaba yo bajo el influjo del temor a los infiernos: en plural se referían a ellos los frailes para dar más miedo; por lo que, decidido a echar el diente a la prosa, un compañero de clase, cuyo padre era maestro de escuela, me prestó “Los Sueños”.
Me comí todos los preámbulos y fui directamente al Sueño del Juicio Final. Seguí con el alguacil endemoniado o demonio enalguacilado, luego fui al Infierno, vi el Mundo por dentro y acabé, como es natural, en La Muerte. Disfruté y aprendí. Devolví el libro a su dueño, con lo cual no pude volver a disfrutar y aprender.
Allá por los dieciocho años, quizá aún no cumplidos, estudiante yo en Madrid, volví de vacaciones a Valdepero. Mi caballo Lucero me llevaba por los campos que hay entre mis dos pueblos, Valdepero y Husillos, donde existe una pradera de pasto que un día fue comuniega. Al regresar por distinto lado, topé con unas laderas muy erosionadas, detrás de la Cuesta y al margen de cualquier camino, por donde nunca había pasado, a buen seguro, persona alguna. Tierra rojiza y pelada, profundidades y hendiduras, me llevaron a bajar del caballo, dejar la bolsa de libros sobre la manta y dedicarme a explorar tal maravilla: entrantes y salientes a modo de dorso de una mano abierta en posición inclinada.
“Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,”
Versos recordados de Quevedo, volví a aquel lugar todos los días de las vacaciones, y allí escribí, los llamados, cuando los publiqué,
Sueños de un niño malo
Escritos por Pedro Sevylla de Juana
«Ya verás como sí, como la luna asoma y se muestra entre las nubes y después desaparece por arte de magia, blanca y amarillenta, cenicienta y pálida. Ya verás como sí», me decía mi primo Santiago, a quien trataba de hermano al no yo tener ninguno. Efectivamente, una descolorida hogaza, amasada millones de años antes, en una tahona incomparablemente mayor que las de Florentín y Diocleciano, juntas; se reflejaba a intervalos en los cristales, iluminando el Arco valiente y el dado de piedra emplazado en nuestra esquina, punto de encuentro de Fidel, Fortu y los Melgos, reunidos en animada charla.
El día en que -recostado sobre el colchón y cantando de cuajado alborozo- mi padre me traía en el carro desde el colegio, Santiago salía a esperarme llegando hasta el palomar de don Manuel o el Altillo. Durante las vacaciones iba yo a su casa o se quedaba en la nuestra después de cenar y, entonces, dormía en mi habitación.
Era verano y las noches, indolentes y cálidas, nos veían en el balcón, de codos sobre la baranda, hablando y hablando hasta que pasaban las mulas camino de la era para acarrear las nías. Incansables bestias de carga y tiro llevadas del ramal por adormecidos labradores -acaso Eloy o Geñín, diligentes en su intención de echar tres viajes durante la noche- a quienes saludábamos con voz medida, cuidando de no despertar a los nuestros, cuyo sueño debíamos interrumpir a la una menos cuarto de la mañana. Cumplido el encargo nos acostábamos en camas gemelas -idéntico colchón orondo de lana, semejantes sábanas de lienzo curado, colchas azules de dibujos repetidos- y tras las palabras no dichas desaparecíamos en la niebla que poblaba nuestros ojos. Después, persistentes, sublimación de los infantiles temores, venían los sueños. Aún hoy, tantos años después, de algunos me acuerdo vivamente, lúcidamente, como de aquel que denominé
“Sueño del pez de arena”
referido al pez que se diluye cada noche en la playa extendida a lo ancho de una antigua postal, enviada por algún abuelo o tío desde una olvidada guerra o milicia, situada en la sugerente África. Tarjeta guardada entre las hojas de un libro sobre Las Cruzadas, encerrado, a su vez, en el cajón de la mesa de nogal ignorado, soporte del que mi madre se servía una vez al año, para preparar el embalsamamiento de las sabrosas tajadas del cerdo. Animal renovado y constante al que yo tomaba cariño cada temporada, quizás por alimentarlo, de ciento en viento, con una masa humeante y odorífica, mezcla caldosa de harina de cebada y salvado de trigo; o con un hervido de patatas pequeñas como ceros mayúsculos, hechos por mi mano o las de Yayo, Lalín, Arsenio, Calleja o el Bala en la escuela de El Corro, destinada a los párvulos.
Ceros titubeantes y amorfos como patatas deformes que el cochino comía deleitándose, ignorante de su trágica y cercana muerte y posterior aderezo, especiado sobre la mesa de nogal en cuyo cajón se guardaba el libro de relatos épicos y pasionales, referidos a las comprometidas aventuras de los Cruzados, que entre sus páginas amarillentas acogía la misiva, avanzadilla probablemente de un mantel bordado con motivos arábigos, desde la impenetrable África, tan a mano en el mapa. Ilustración perfilada con estilo decidido y libre, evocadora de la placidez de una playa vista en sueños, instante intemporal en que unas manos, húmedas de espuma, modelan un pez de arena diluido en las olas insistentes.
Peje escurridizo procedente de galaxias un día cercanas a nosotros, alejadas por la expansión hacia los límites del Universo, confines de la imposible infinitud en que nosotros vivimos, vecina de si, lugar de nuestras cuitas y desvelos, territorio del pez que se licua en mis manos cada vez que los dedos lo apresan por el lomo y la cola, tratando de llevarlo al desván de mi mente, con el único fin, ignorado por él, de ponerlo a salvo del gato y de los peces grandes que, como es sabido, se alimentan de congéneres de menor tamaño. Intento nutrirlo con flores flotantes, tan minúsculas, tan imperceptibles, que se confunden con el aire constituyendo un peligro cierto, pues nadie puede respirar pétalos aunque sean mínimos, ni estambres, ni pistilos, por más que procedan de florecillas microscópicas como las que yo he palpado, caídas quizá de otro sueño que tuve la ocurrencia de llamar
“Sueño de las flores del cielo”
que trata de las flores nacidas del polen trasladado por los insectos o por el Cierzo; viento de mi niñez que los beldadores: el María Moliner lo recoge; los beldadores, digo, esperaban como si se tratara de la lluvia del mes de mayo. Agosteros sentados sobre las piedras planas del vallado que, mientras llegaba el soplo idóneo, fumaban cautos un cigarro haciendo pared firme con la mano, y echaban un trago de vino recién traído de la bodega situada bajo la casa del Arrabal; aquel bodegón enorme y vacío, donde yo, juzgándome templado, tenía miedo cuando se apagaba la vela, y buscaba ansioso la mano de mi padre.
Cueva a la que descendía una escalera cubierta de la abundante paja del corral, lanzada por las gallinas en su intento de lograr los granos de trigo escondidos, escarbando, escarbando, peldaños abajo, a pesar de saber como sabían, que sentados sobre los escalones algunas tardes de primavera mi padre y yo merendábamos sardinas saladas, escogidas entre las de mayor tamaño por mi tío Saturnino –estanquero y tendero de ultramarinos- del atabal de dorados arenques dispuestos en rosa de los vientos; o comíamos jamón, curado por mi madre al humo del hogar y a las heladas nocturnas, desde la tarde inmediata a la infortunada muerte del cerdo.
Disolvíamos la sal de las sardinas y del sazonado jamón, bebiendo un vino claro y limpio, elaborado por nosotros tras la vendimia alegre de las uvas plenas, polinizadas a tiempo, henchidas, maduradas en los meses de agosto y setiembre; pisoteadas en procesión de pies descalzos dentro de la pila del lagar, prensadas aprovechando la gigantesca viga y el pilón de piedra -en mi sueño se cimbrea tembloroso, incierto, amenazador, colgado del extremo de un tronco inacabable- haciendo contrapeso destinado a estrujar los racimos, y conseguir el derrame del mosto hasta llenar el pocillo perforado al pie. Sucede la acción en un otoño íntegro; teñida ya la tarde de tonos ocres, y de lagarejos la piel oculta de las muchachas inquietas, postrado el sol a ras del suelo, cazador del horizonte en el poniente triste, tarde-noche, alfombra de pétalos y polen, aroma de flor polinizada.
Semillas diminutas suspendidas en el aire junto a finísimas gotas de agua, haciéndolas germinar aferradas al rojizo polvo del desierto africano, arena ínfima que el viento ardiente nos envía raras veces. Florecillas crecientes hasta el tamaño de una décima de milímetro, definidas, más que por su forma, apenas manifiesta, por sus colores: rojo, amarillo, azul, rosa, mezclados. En mi percepción distorsionada de la realidad las veo aumentar de tamaño sueño a sueño, flotando a la altura de un hombre de pie sobre un carro, cayendo suavemente, dignificando las piedras del páramo, las grises yeseras de Taragudo, territorio de Heraclio; realzando los pardos barbechos de la vega, las laderas del monte, las riberas fértiles del arroyo Mayor, y los majuelos generosos de las Altas; llenando el campo de color, floreciendo el pardo y el gris, creando primavera en enero. Mis manos procuran juntar brazados y hacer acopio de gavillas, pero al cerrarse sobre la floral cosecha, los cardos traidores y las gatuñas dañinas punzan los dedos, despertándome.
Regresaba, entonces, a la incompleta vigilia, y me apropiaba de la luz apretando el extremo de la pera que restablecía el circuito. Originábase al instante el brusco avivar de mi entendimiento, intranquilo hasta confirmar la presencia, entre los pliegues de la almohada embellecida de bordados y la azulina colcha, de la revuelta cabellera y los ojos cerrados de mi primo Santiago; y una vez comprobada la compañía y el acompasado respirar de quien no tiene penas ni preocupaciones porque no ve inmediato el peligro, tornaba a dormirme, y soñaba con trompetas de plomo sopladas por ángeles llegados del mismísimo Apocalipsis, posados con un dominio propio de águilas altivas sobre el
“Sueño de la expoliación de las trompetas del órgano”
que volvía de forma recurrente y alterna, noche sí noche no, hasta el preciso y esencial momento en que los ladrones se quitan el sombrero de paja y la máscara de lienzo raído; retazo de una sábana usada, gastada, rala en los bordes, rasgada en el lugar de los ojos y la boca para que los amigos de lo ajeno vean y respiren. Trozo hermano de pieza del pañuelo que enjuga el sudor de su esfuerzo, separados ambos por la violencia de las afiladas tijeras, y nuevamente unidos durante algunos instantes -los que dura el acto de secar la piel húmeda- cuando la desnudez, necesaria para el enjugado de la transpiración, hace inevitable el descubrimiento de la frente y las mejillas; situándome a punto de identificar sus rostros verdaderos y acaso sus auténticos nombres de ladrones de tubos de órgano. Mas en ese preciso momento el sueño tiene su fin, seguramente adelantado de alguna manera misteriosa por los mismos que hurtan las trompetas en la iglesia parroquial o por sus encubridores.
Las Segadoras, Nélida Cano, óleo 40×80 cm. nelidacano.blogspot.com.es
El órgano, que desde un lado del coro llega al alto techo, es bajado pieza a pieza por quienes, esmerados, lo acaban de desarmar. Descienden ocultos tras sus caretas de agosteros o atropadoras, cuidando el paso lento: pie derecho moviéndose cuando ya el izquierdo está quieto, un escalón y luego otro, de noche y a oscuras por las gastadas y crujientes tablas de la escalera, hasta alcanzar la calle donde espera en silencio un camión, o una galera de silenciosas ruedas de caucho, tirada por calladas mulas herradas con herraduras de goma; cómplices, herrador, mulas y galera, de los disfrazados que yo estoy en un tris de concretar, cuando debido a alguna acción maligna, dirigida a distancia utilizando facultades singulares, me despierto.
Deseaba iniciarlo exactamente en el corte producido dos días antes, sin conseguirlo; eternamente condenado por algún espíritu protector de los ladrones, a ignorar en su totalidad la segunda parte del sueño, esencial, repleta de claves, imágenes directas; aprendiendo, sin embargo, la primera en sus mínimos pormenores. Una y otra vez volvía a iniciarlo por el principio con distintas variaciones en los protagonistas; grupo de personas que en el sueño aparece, ofreciéndose al azar o a las matemáticas para que jueguen sus mezclas y combinaciones: un padre y tres hijos varones parecidos en el lienzo de sus carátulas; una madre con dos hijas y un hijo, dos jóvenes ayudando a sus padres. Tienen en común las permutaciones una conmovedora escena familiar, que hubiera servido de ejemplo a las generaciones actuales y futuras de ser su propósito confesable, invalidándola sin remedio el empeño puesto en llevarse lejos, a otra dimensión probablemente, las melodías elevadas hasta lo sobrenatural de la Consagración, o las no menos sobrecogedoras del Sanctus; evitando, con su malhadada actitud, que la eufonía propicie ardores espirituales de feligreses tibios.
A pesar de su argucia, los tomadores para sí de la propiedad impropia, hallan en el pecado su penitencia. Sin duda pasan las de Caín, sudorosos bajo las máscaras de lienzo y los sombreros de paja, forzados a fundir el plomo de los huecos cilindros que con el concurso del viento logran maravillas sonoras; obligados a alimentar el fuego del horno y a ofrecer los pesados lingotes resultantes a Pedro Botero -único postor- en dilatadas negociaciones oficiadas entre calderas de azufre fundido que -como bien conocen quienes utilizan torcidas para desinfectar las carrales- exhala un hedor insoportable.
Y en ese álgido momento, con el olor a alcrebite y el calor extremo, despertaba, o llegaba sin rupturas a aquel sueño horrible conocido como el
“Sueño del niño malo iniciador de la tromba”
que a más de acongojarme me ponía remordimientos en la sensitiva conciencia, porque el niño malo era yo en la época funesta que quisiera olvidar. Mi nombre de niño malo era Pedro Demonio, puesto en justicia por una mujer íntegra, la esposa del señor Agustín, el albañil, debido a que en reiteradas ocasiones obraba mal, a veces sin quererlo, como aquella vez que junto al arroyo de Valdegayán jugaba con el perro de mi abuelo y lancé una piedra que, cual equilibrada saeta, alcanzó su objetivo: el rabo inquieto y vivaracho del can, hueso exacto sobre el que la rueda pequeña de la segadora pasó el día anterior.
Lejos de mí para intentar morderme, ladra el herido a las cañas que están cerca. Y las cañas -bien porque se asustan, que menudos ladridos son, o bien por el impulso de los agudos sones- entran en movimiento y con su nervioso temblor alteran la quietud del viento cercano y circundante. De tal modo vibran que causan una ligera brisa vespertina, impulsora, como en broma, de las cañas del arroyo; que, excitadas, agitan al viento que, instigado, zarandea a las cañas. Inician éstas, con su enérgico vaivén, un vendaval que dobla a las cañas hasta un punto cercano a la ruptura. Varas que, al liberarse un instante de tan alta presión, empujan violentamente al viento, situándolo al borde mismo de la galerna, y recibiendo su brutal azote en las tiñas, en las acintadas hojas y en el erguido tallo. En lanzas, flechas y arcabuces los convierten, y como catapultas lanzan el viento huracanado contra los árboles y las paredes de las casas, de las casetas, de los palomares, de los cercados que, como los endebles naipes de las casitas infantiles, se desmoronan.
Íntegros tejados cruzan las calles, perros y gatos huyen despavoridos, hombres, mujeres y niños son alzados en volandas por el ventarrón, y dejados caer sin ningún miramiento. Relación que es tan sólo una muestra de efectos de la airada tromba, concluida, en apariencia, al detenerse las piedras más alejadas junto a la pequeña parva del arroyo. Renovada súbitamente al quedar una de ellas, y no precisamente la mas liviana, sobre el rabo dolorido del perro, cuyo aullido mueve a las cañas que habían tornado al reposo y, al moverse de nuevo, agitan al viento motor de las cañas, y así, tiempo y tiempo, hasta que de las paredes no queda piedra sobre piedra ni adobe sobre adobe, y nada hiere al dolorido rabo y todo se calma.
Sosegado el entorno abandonaba el sueño, como si el sosiego no fuera de mi interés o me escociera la conciencia, arrepentida de la época en que yo era un niño travieso y, sin querer, ofendía. Por esta razón, tratando de mejorar mi ánimo, me alejaba hacia otro sueño que llamo
“Sueño de la ermita de los desesperados”
iglesia de erguida espadaña, edificada hace cientos de años por piadosas gentes que, en añadidura, plantaron los árboles del Rabanillo, cuya fronda cortábamos los chavales -ramas verdes de hojas nuevas- transformando las de grosor adecuado en chiflitos. Dábamos valor al sobrante doblando arcos de enramada en las calles recorridas por el Santísimo -interior sagrado de la custodia de plata- el día del Corpus; y por el señor Obispo, repartidor de sopapos llegado el momento de la Confirmación.
Chopos y ermita eran testigos, la tarde de los jueves, del sorteo abastecedor de chavales a dos bandos opuestos, moros y cristianos, dirigidos por don Roque, el maestro bueno que venía de Monzón en bicicleta. La tarde gozne de la semana olvidábamos la enciclopedia y el «paramijo»: en realidad llamado “Para mi hijo”; convirtiéndonos en héroes de simuladas aventuras. Descendíamos por el interior de la chimenea negra y roja al horno de la tejera, entonces considerada romana -fuego extinto hace veinte siglos- atacándonos con toscos palos a modo de espadas y lanzas. Disputábamos luego el resumido campanario, y los valientes que allí se encaramaban sustituían el culto de los vencidos por el de los vencedores.
Santuario ceñido a las novenas encargadas por cofradías devotas de la Madre de Dios y de su hijo el Cristo Crucificado; apropiado -por razón de proximidad con el Camposanto- de las misas de difuntos, repetidas hasta conseguir la eterna salvación del encausado. Solemnidades celebradas frente al altar mayor, consagrado a la Virgen del Consuelo, refugio final de los desahuciados por el médico del pueblo y los especialistas de la capital. Rodean su efigie múltiples ofrendas de apariencia inquietante, que en mi mente nocturna, en mi sueño agitado, llenan la estancia y pueblan la cama. Cuelgan los exvotos del techo del altar, cubren las paredes, abarrotan la bóveda sobre la imagen venerada de la Virgen. Cabezas, piernas, brazos, niños enteros semejando infantiles muñecos de figura patética, que en la pesadilla invaden el dormitorio y se alzan hasta donde yo estoy, asiéndose con fuerza a mis manos, a mis pies, a mis cabellos; hasta que la Virgen del Consuelo -inspiradora de fe tan desmedida- los aparta y me arropa restableciendo la calma.
Ofrendas hijas de ese crédito inextinguible que mueve montañas, alegóricas donaciones como la muñeca de madera colgada más alta que ninguna, correspondiente al cuerpecito de la niña que en un descuido de su madre, mientras enroja la trébede de la estufa, prende sus ropas en la más violenta llamarada -cambiante, esquiva, devastadora, amarilla, rojiza- y arde como una antorcha, víctima inocente en inútil holocausto. Crepúsculo escarlata cuyo significado los médicos no saben descifrar, dadas las confusas explicaciones de la angustiada madre, que teniendo siete hijos más quiere viva a la infanta, y entra en las llamas como si fueran las aguas de la acequia. Sale al instante, forzada por el insoportable vulturno, y cuenta que el encargado de los trueques no admite el cambio de su vida por la de la hijita, inmolada sin objeto en el ara de la hornacha.
O como aquel pedazo de madera labrado a mano usando un cuchillo doméstico, representación fiel de un torso masculino, armónico y vigoroso, esculpido y donado a la ermita por una moza a la que de pronto poseyó una manía incurable, tras ser durante veinte años sensata y reflexiva. Conmovedora historia recreada por mi mente, inquieta de suyo, en el
Puente de Husillos sobre el río Carrión
Sueño de la muchacha que va con frecuencia al río
en busca del mozo que representaba el papel del novio en el teatro de la vida, quien en un momento muy apurado decidió iniciar la estirpe de pobladores de las aguas. Creyó de buena fe el joven que las profundas simas arañadas por los remolinos, guardaban la llave del equívoco y podían demostrar mejor que él su inocencia. Pensó que el líquido fluido disolvería la calumnia como si se tratara de los dulces terrones traídos de la azucarera, al reemplazarle el compañero del siguiente turno y salir corriendo, corriendo, impulsado por el deseo irrefrenable de ver a la novia.
La moza toma cada tarde el camino de Husillos y baja la cuesta con un sentimiento cambiante, movedizo entre la esperanza y el abatimiento. Arrepentida del crédito dado a las hablillas que lo dibujaron amando a otra; pesarosa de la momentánea duda que la hizo mostrarse hosca con la sangre de sus venas y el aire de sus pulmones; camina como si no existieran más galanes, como si la vida se fuera apagando en cada vela consumida ante el altar de la Virgen del Consuelo; como si creyera ajada y pálida la tersa y rosada piel y la edad se manifestara gris en sus dorados cabellos. Llega a la orilla, busca en la agitada corriente y no ve con claridad el amor que la estimula; no se muestra con total nitidez pero, en ocasiones, el torpe torbellino semeja un rostro, un cuerpo hundido en las revueltas aguas que arrastran tierra de torrenteras desnudas y estériles.
De vez en cuando se bosqueja el semblante sereno y el talle joven que, atraídos por el profundo silencio de los misterios oscuros, navegan río adentro hasta el centro de la tierra. Se evapora en el núcleo el jugo de las nubes cuando toca el fuego volcánico, y sube lentamente formando burbujas, violentos borbotones simuladores de un rostro identificado por la moza, que toma confianza en el hallazgo y regresa de nuevo a la corriente en busca del prometido, diluido en el agua con el único y exclusivo fin de ser buscado por ella mil veces y otras mil más. Plena de firmeza, arrastrando su fe y su pasión desesperadas, pregunta la moza a los barbos, y sabe por ese conducto que su amor bracea eternamente entre dos aguas, una cálida y otra fría. Corrientes opuestas que no se mezclan jamás, porque si lo hicieran, los cuerpos de hombres y mujeres, jóvenes y viejos, infantes y doncellas, ahogados desde que el mundo es mundo, saldrían a flote y los que buscan perderían la expectativa.
Angustiado por el temor de estar dando cumplimiento a un sino inevitable, abría los ojos a la realidad y me agitaba durante minutos que se me hacían horas; hasta soñar con la vieja que me causaba un desasosiego distinto a todos los sentidos en mi niñez, mezcla de temor y lástima; añosa desdichada, habitante del
“Sueño de la anciana que comía barbojas del campo”
invasor de mi mente cada vez que llenaba yo el estómago más de la cuenta. Acostado en la casa solariega del barrio del Arrabal, frente al arco, escuchaba el tictac del reloj de pared, monótono e incansable, y seguía con los ojos cerrados el vaivén del péndulo, hasta caer lentamente en un sopor que, progresando imperceptiblemente, anulaba los sentidos. Parece ser que la oscuridad envolvente y la pesada digestión intrigaban para forzarme a imaginar las zigzagueantes andanzas de la andrajosa protagonista del sueño.
Vive sola en una casuca de las afueras, y aparece nubosa su faz arrugada, manzana marchita de áspera piel, pasada la época de vegetal esplendor, cuando el abierto bocado se llena de jugo y produce placer a los dientes, a las encías, al olfato, a la mirada. Vieja renegrida lanzadora de venganzas envueltas en fórmulas mágicas que, por fortuna, no surten efecto inmediato. Sabe conjuros que abren los sedimentos prietos del misterio y, cuando habla sola, no hay tal; conversa con invisibles interlocutores. Existen testigos confesos que aseguran haberla oído en horrendos coloquios con pájaros negruzcos, que la responden profiriendo graznidos terribles o con lobos de ígneos ojos y aires esquivos que aúllan incomprensibles discursos.
No tuvo amores de joven y siendo ya mayor acumula odios y desconfianzas; amargura y recelo visibles en el brillo apagado de los ojos, dormitorio de su enigma. Esquivada por los vecinos que ella misma trata de evitar, camina por las orillas de la vida en común para alimentarse de gallinas enfermas que le tiran al paso: aves de corral de vientre vacío -sin claras ni yemas, sin prendeduras de macho que prolonguen la casta- víctimas de la difteria y la peste que los perros respetan y ella descuartiza con sus manos huesudas. Otros días devora, como inficionada alternativa, cadáveres recientes de conejos de ojos hinchados, inflamados globos glaucos, esferas viscosas a punto de estallar, que tratan de salir de las cuencas, de escapar de sus órbitas para irse a circunvalaciones lejanas donde la epidemia que los mata sea ignorada, evitando así un triste final al borde del camino de Valdespina, junto a los molederos: estercoleros: ni el María Moliner lo recoge; molederos de más allá de las bodegas. Lugar exacto en que ella, decrépita y repudiada, en defecto de la carne que las enfermedades le entregan, busca, para comerlas, barbojas que limpia de tierra e insectos con enérgicas sacudidas impropias de su edad, y rocía con aceite de lubricar charnelas, contadas gotas de bálsamo verde y amarillo. Hierba digestible como ella prueba una y otra vez, vegetal sustento, manjar de menesterosa cuando los vientos frescos y saludables alejan la peste que abate a los animales domésticos: gallinas cluecas, pollas ponedoras y lucidos conejos.
Me inquieta el sueño cuando me imagino llevando a la anciana la ración de matanza en una cesta de mimbre, y en un puchero de barro el chichurro. Para llegar a su casucha he de seguir un tenebroso sendero que cruza el monte, adentrándose en las Covalañas repletas de salteadores armados con pistolones antiguos. Quédanse los bandidos la mitad de las viandas, y la vieja agradece la otra mitad con una sonrisa mal dibujada debido a la falta de costumbre. Regreso con el regalo de la piel de un cordero devorador de barbojas que la anciana -a quien el destino mostró siempre el envés- supo desollar sirviéndose de sus manos descarnadas como garfios. Lanudo pellejo que, desde entonces, hace de alfombra tendido a los pies del lecho.
Un ruido de carros me pone en guardia, desvelándome, hasta que sumido yo en un letargo desparramado y tierno navego en círculo por la vasta noche, sorteando escollos rocosos de un mar aventado en exceso. Desde las abisales profundidades llego a interminables desiertos sembrados de diamantes gélidos y esmeraldas de un verde codiciado. En los infinitos espacios situados al otro lado de las estrellas incontables, lo Imposible y lo Inexistente se deslizan francos vistiendo sendas capas de impoluto armiño, y entablan conversación con el que Soy y el que No Soy, fundidos en una sola pieza. Del candoroso manantial de mi mente brota lo diverso en sus formas más dispersas y alejadas, líquido que mi legitimidad bebe hasta ahogar su contenida sed de figuraciones, de imaginaciones, dando rienda suelta a la nocturna pluralidad que torna al día monótono y vacío.
Temeroso del alba, aguerrido y esforzado, me abrazo a los instantes seguidores del caprichoso albur; luchando a muerte en defensa de una entelequia que, aún hoy, no acierto a abarcar. Y continuo soñando hasta que me extravío en algún sueño, confundiendo los puntos cardinales durante el resto de la noche.
Cansado de tanto trajín imaginario acababa despertándome y me levantaba a las mil, cuando entraba el sol a raudales por las rendijas de la ventana, golpeándome insistentemente en los ojos y forzándome a abrirlos. Mi primo Santiago había desayunado sopas hervidas en cazuela de barro, rebañando la sabrosa tosta que tanto le gustaba. La realidad se hacía un hueco sumándose al bando enemigo, y aprovechaba mi débil posición para obligarme a poner la vista sobre su espalda polvorienta y su caminar rectilíneo. Inmisericorde y tozuda se empeñaba en hacerme seguir los marcados surcos, ajena a otras posibilidades abiertas que yo veía y ella simulaba no percibir, con afán de alejarme definitivamente de mis deseados y temidos sueños; dando fin al verano y situándome, de pronto, en el día del regreso, con la compañía grata de Honorio, Vicente y José, al internado de los frailes del babero donde ella, la realidad invariable, era señora.
Animaba mi padre a la mula Francesa con interjecciones que sólo los dos entendían, y yo, recostado en el colchón, iba dejando con aflicción creciente el viejo casón de La Hermandad, el corral de Baldomero, la Casa Grande donde nací, la Iglesia en la que fui monaguillo con don Jesús el bueno, y el recio Castillo de mis juegos más audaces; para iniciar la borrosa vista del encuentro de San Bernardo y Colón, confluencia en que imaginaba erguidos y amenazadores la torre del Colegio y el pabellón alto del dormitorio común. Incluso cabizbajo como iba, percibía detalles cada vez más nítidos, apoyada la cabeza en las manos y los codos en las rodillas, hablando tristes palabras con mi primo Santiago que, en su despedida, me acompañaba hasta el Altillo.
Maestro y discípulo nos encontramos de nuevo en sus Sueños; y este prólogo a los suyos, que va a continuación porque considero de interés para los lectores todos, en particular los de lengua portuguesa, dueños de esas contracciones que tanto aprecio como escritor y traductor; y de esas palabras recién sacadas, al parecer del último Acuerdo ortográfico. Lean y entiendan que el tiempo camina hacia adelante y a veces hacia atrás; y que no siempre las venidas son mejores que las idas o viceversa. Aquí está el prefacio y yo lo ilumino con mi admiración:
Grabado de El alguacil endemoniado, de «Sueños y discursos»
FRANCISCO DE QUEVEDO AL ILUSTRE Y DESEOSO LECTOR. PRÓLOGO DE LOS SUEÑOS (Del libro “Los sueños” Colección clásicos Españoles, 1995, PML Ediciones
Refiérese, no sé si por modo de cuento gratioso y ficticio, que estando una vez muy enfermo un soldado muy preciado de cortés y ladino, entre muchas de sus oraciones, pregarias y protestaciones que hacía, finalmente vino a rematarlas diciendo:
—Y Dios me libre de las manos del señor Diablo—, tratándole siempre con esta cortesía todas las veces que le nombraba. Reparó en esto último uno de los circunstantes, preguntándole juntamente luego por qué llamaba señor al diablo, siendo la más vil criatura del mundo. A que respondió tan presto el enfermo diciendo:
—¿Qué pierde el hombre en ser bien criado? ¿Qué sé yo a quién habré de menester ni en qué manos he de dar?
Digo esto, señor lector, porque supuesto que nuestra lengua vulgar, a diferencia de la latina, tiene un vuesa merced y otros varios títulos, mayormente cuando no se conoce la calidad y estado de la persona con quien se habla, por no parecer a nadie descortés, y por el consiguiente, malquisto y aborrecido de todos, me ha parecido tratar a v. m. con este lenguaje y término, bien diferente de cuantos yo he podido ver en todos los prólogos de los libros al lector escritos en romance, donde tratan a v. m. con un tú redondo, que si no arguye mucha amistad y familiaridad, por fuerza ha de ser argumento de que quien habla es superior y mandón, y a quien se habla inferior y criado.
Y hanme movido a esto las mismas razones del susodicho soldado enfermo, atendiendo y considerando a que es la cortesía la llave maestra para abrir la voluntad y afición, y la que costando poco vale mucho; y que, en resolución, no puedo perder nada en ser cortés, que antes entiendo perdería mucho si no lo fuese, que quien ha de menester es muy necio si regatea cortesías; y más yo, que tanto necesito de todos para que me compren este libro que saco a luz a mi costa, y para que, comprado y leído, me le alaben, con que de camino inciten y muevan unos a otros a que hagan lo mismo, y tenga con esto este libro lo que merece su bondad, y mayor expedición y corrida y yo mayor ganancia, para que con esto queden todos aprovechados, yo vendiendo y los otros comprando y leyéndole. Verdad sea que para esto último de que alaben estas obras de ingeniosas y agudas confío dará poco trabajo y ningún cuidado a los aficionados a ellas y a su autor; pues ellas proprias se traen consigo la recomendación y alabanza y el Quevedo me fecit, porque son tales que solo tal autor podía hacer obras de tanta erudición y agudeza, y ellas por tener tanto de entrambas solo podían ser hijas de tal y tan raro ingenio, que si el autor es y debe ser conocido y celebrado por estas obras más que por cuantas ha hecho y se le han impreso hasta hoy en su nombre, ellas también quedan estimadas y calificadas por lo que son con sólo saber (como ya todos saben) que las hizo don Francisco Quevedo.
Y con él y con ellas no me da tanto cuidado como podía darme una de las razones que me movió a tratar a v. m. con esta cortesía, considerando que no sé en qué manos ni en qué lenguas ha de dar este libro que sale agora al teatro del mundo, donde nunca faltan censurantes y mal contentos, que con toda propriedad se llaman zoilos y críticos14, días peligrosos a la salud de los buenos entendimientos, de quienes se puede entender lo que dijo el doctísimo jurisconsulto don Mateo López Bravo: «Ridendi vero, Romanuli, et Graeculi nostri, qui Gramaticorum infantia superbi, et omnium rerum quantum garruli, ignari, triplici lingua, stulti, a doctis noscuntur»; porque si v. m. las lee, no de prisa ni a pedazos sino de espacio y con atención todo él, pues no es muy grande, si no quiere que se le pasen algunas de sus muchas sutilezas y agudezas por alto y por entre ringlones, soy más que cierto que no se quejará de que ellas y quien las hizo es parcial y acceptador de personas, sino que a todos habla y a todos dice la verdad clara y lisa, y lo que siente, sin rastro de lisonja; y si acaso escuece y pica, considere que no es sino solo porque cuanto se dice es verdad y desengaño, que todos le quieren y nadie por su casa, y así no hay sino paciencia y calle y callemos, que sendas nos tenemos. Y harto mejor fuera quejarse de las faltas tan grandes del mundo que movieron al autor a hablar tan claro contra ellas diciendo la verdad, que por eso dijo bien cierto alcalde que vio preso a un estudiante porque hizo una sátira en que decía las faltas del lugar, que harto mejor fuera haber preso a los que las tienen.
Y cuando nada desto baste a que deje de haber quien se queje y murmure destas obras y de su autor, quiero hacer acordar a v. m., señor lector, sea quien fuere, aquel cuentecillo de cierto clérigo viejo que tenía una higuera con sus higos ya sazonados y maduros, a la cual subiendo unos estudiantes a hacerles declinar jurisdición bucólica, pensando él, por ser corto de vista, que eran aves o algunas crueles sabandijas, puso en ella espantajos hasta conjurarlos; pero viendo que nada desto aprovechaba, considerando cuán buenas son las oraciones mezcladas en piedras, armas primeras del mundo, se resolvió de tirarlas a estos tordos racionales diciendo que también Dios había dado virtud a las piedras como a las plantas y hierbas, y hízolo con tal denuedo que dio con ellos ramas abajo y muy bien descalabrados.
Sin propósito parecerá a v. m. este cuento, y será o por no saberme yo bien explicar, o por no quererme v. m. entender, que no hay más mal sordo que el que no quiere oír; pero yo sé lo entenderá si ahonda un poco en sus sentidos varios que le puede dar, como en todo lo deste libro, y por si acaso quiere que yo lo explique, con ser así que frustra exprimitur, quod tacite subintelligitur, l. iam dubitari, dígole que si acaso no le obliga la cortesía y humildad con que le trato, mire lo que dice y cómo y de qué murmura y dice mal, si del autor del libro o de sus obras; y guárdese de alguna lluvia de piedras de las muchas verdades, duras y secas, que este libro tiene y su autor puede enviarle, que le descalabren y hagan caer de arriba abajo, quiero decir de su estado y buena opinión que tiene de sabio, y no haga le tengan por ignorante, murmurador y soberbio maldiciente y del número de unos necios que quieren parecer sabios en no haber libro que bien les parezca ni cosa de que no hagan burla y menosprecio. Y guárdense no les suceda a los tales lo que al asno de Sileno que puso Júpiter entre las estrellas, que por ser ellas tan resplandecientes y claras y él auribus magnis, como advirtió Luciano, descubrió más su disforme fealdad con grande infamia. Y adviertan que el epíteto del autor es el satírico. Y créanme y no errarán, que es más que temeridad echar piedras al tejado del vecino quien tiene el suyo de vidrio.
Y nadie se maraville de que llame a v. m. con este título, al parecer nuevo, de ilustre y deseoso letor, porque cuando no le mereciera por la dotrina común y sabida del filósofo20, que todo hombre naturalmente desea saber, cosa que se alcanza con el estudio y atenta lición y meditación de los libros buenos, dotos, agudos, ingeniosos y claros, por sólo este libro, que lo es tanto como el que más, le merecía muy en particular, pues es el que ha sido tan deseado, así de cuantos han leído algo destos Sueños y discursos, como de los que han oído referir y celebrar algunas o alguna de las innumerables agudezas que contienen, lastimándose de verlos ir manuscritos tan adulterados y falsos y muchos a pedazos y hechos un disparate sin pies ni cabeza, y tan desfigurados como el soldado desdichado que habiendo salido de su tierra para la guerra con bizarría, tallazo, galas y plumas, vuelve a ella después de muchos años más desgarrado y rompido que soldado, con un ojo menos, hecho un monóculo, medio brazo, con una pierna de palo, y todo él hecho un milagro de cera, bueno para ofrecido, con el vestido de la munición, sin color determinado, desconocido y roto, pidiendo limosna; o como la cortesana que ha corrida a Italia, Indias y la casa de Meca y del Gran Solimán. Por lo cual, cuantos han sabido que yo los tenía enteros y leídos por hombres dotos y entendidos con particular curiosidad y atención, me han solicitado con grandes instancias los hiciese comunes a todos dándolos a la impresión, asigurándome grande gusto y lo que más es, grande provecho espiritual para todos, pues en ellos hallarán desengaños y avisos de lo que pasa en este mundo y ha de pasar en el otro por todos, para estar de todo bien prevenidos, que mala praevisa minus nocent; con que me he resuelto a condecender con el gusto y deseo de tantos, confiado en que v. m., señor letor, me agradecerá este trabajo y gasto con comprarle, que con solo esto me daré por satisfecho y aun por pagado.
Y por la agudeza y sutil modo de hablar de este libro, porque no caiga en alguna equivocación, ruego a v. m. que antes de leerle corrija algunas erratas que van advertidas al principio del libro. Que también sería demasiada presumpción y mucha particularidad pretender que saliese este libro sin ellas, siendo tan inevitables y incorregibles como los mismos impresores, que como a tales es mejor dejarles aherrojados con sus yerros y mentiras de molde. Y porque entienda v. m., señor letor, que le deseo toda honra y provecho, y guardarle de todo peligro, ruego a Dios Nuestro Señor le haga como el rey de las abejas, que contiene y da de sí por la boca la dulzura de la miel, y no tiene aguijón por no quedar muerto picando con él, como acontece a todas las demás abejas que le tienen, si bien en la cola y no en la boca; y le guarde de correctores de vidas y obras ajenas y sopladores de las suyas propias, que no se venden porque ellos venden en ellas a cuantos ven y tratan. FdeQyV
Pasemos de la prosa al verso y veamos cuanto cambia la forma de escribir al pasar de la una al otro, siendo el mismo el escritor, sin pérdida ni ganancia en el viaje, pero pareciendo otro enteramente. Va primero en el original castellano y después en esa lengua portuguesa que llamé, no hace tanto, mi segunda patria.
Retrato ecuestre del Conde Duque de Olivares Por Diego Velázquez Museo del Prado
Epístola Satírica y Censoria contra las costumbres presentes de los castellanos escrita al Conde-Duque de Olivares por Francisco de Quevedo (1580–1645) (Texto de la selección de don Marcelino Menéndez y Pelayo para las Cien mejores poesías de la lengua Española)
No he de callar, por más que con el dedo,
ya tocando la boca o ya la frente,
silencio avises o amenaces miedo.
¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?
Hoy, sin miedo que, libre, escandalice,
puede hablar el ingenio, asegurado
de que mayor poder le atemorice.
En otros siglos pudo ser pecado
severo estudio y la verdad desnuda,
y romper el silencio el bien hablado.
Pues sepa quien lo niega y quien lo duda
que es lengua la verdad de Dios severo,
y la lengua de Dios nunca fue muda.
Son la verdad y Dios, Dios verdadero,
ni eternidad divina los separa
ni de los dos alguno fue primero.
Si Dios a la verdad se adelantara,
siendo verdad, implicación hubiera
en ser, y en que verdad de ser dejara.
La justicia de Dios es verdadera
y la misericordia, y todo cuanto
es Dios, todo ha de ser verdad entera.
Señor Excelentísimo, mi llanto
ya no consiente márgenes ni orillas;
inundación será la de mi canto.
Ya sumergirse miro mis mejillas,
la vista por dos urnas derramada
sobre las aras de las dos Castillas.
Yace aquella virtud desaliñada,
que fue, si rica menos, más temida,
en vanidad y en sueño sepultada,
y aquella libertad esclarecida
que en donde supo hallar honrada muerte
nunca quiso tener más larga vida.
Y pródiga de l’alma, nación fuerte,
contaba, por afrentas de los años
envejecer en brazos de la suerte.
Del tiempo el ocio torpe, y los engaños
del paso de las horas y del día,
reputaban los nuestros por extraños.
Nadie contaba cuánta edad vivía,
sino de qué manera: ni aun un’hora
lograba sin afán su valentía.
La robusta virtud era señora,
y sola dominaba al pueblo rudo,
edad, si mal hablada, vencedora.
El temor de la mano daba escudo
al corazón, que en ella confiado,
todas las armas despreció desnudo.
Multiplicó en escuadras un soldado
su honor precioso, su ánimo valiente,
de sola honesta obligación armado.
Y debajo del cielo, aquella gente,
si no a más descansado, a más honroso
sueño entregó los ojos, no la mente.
Hilaba la mujer para su esposo
la mortaja primero que el vestido;
menos le vio galán que peligroso.
Acompañaba el lado del marido
más veces en la hueste que en la cama;
sano le aventuró, vengóle herido.
Todas matronas, y ninguna dama:
que nombres del halago cortesano
no admitió lo severo de su fama.
Derramado y sonoro el Oceano
era divorcio de las rubias minas
que usurparon la paz del pecho humano.
Ni los trujo costumbres peregrinas
el áspero dinero, ni el Oriente
compró la honestidad con piedras finas.
Joya fue la virtud pura y ardiente,
gala el merecimiento y alabanza;
sólo se cudiciaba lo decente.
No de la pluma dependió la lanza,
ni el cántabro con cajas y tinteros
hizo el campo heredad, sino matanza.
Y España, con legítimos dineros,
no mendigando el crédito a Liguria,
más quiso los turbantes que los ceros.
Menos fuera la pérdida y la injuria,
si se volvieran Muzas los asientos;
que esta usura es peor que aquella furia.
Caducaban las aves en los vientos,
y expiraba decrépito el venado:
grande vejez duró en los elementos,
que el vientre entonces bien diciplinado
buscó satisfación y no hartura,
y estaba la garganta sin pecado.
Del mayor infanzón de aquella pura
república de grandes hombres, era
una vaca sustento y armadura.
No había venido al gusto lisonjera
la pimienta arrugada, ni del clavo
la adulación fragrante forastera.
Carnero y vaca fue principio y cabo,
y con rojos pimientos y ajos duros,
tan bien como el señor comió el esclavo.
Bebió la sed los arroyuelos puros;
después mostraron del carquesio a Baco
el camino los brindis mal seguros.
El rostro macilento, el cuerpo flaco
eran recuerdo del trabajo honroso,
y honra y provecho andaban en un saco.
Pudo sin miedo un español velloso
llamar a los tudescos bacanales,
y al holandés, hereje y alevoso;
pudo acusar los celos desiguales
a la Italia; pero hoy de muchos modos,
somos copias, si son originales.
Las descendencias gastan muchos godos;4
todos blasonan, nadie los imita,
y no son sucesores, sino apodos.
Vino el betún precioso que vomita
la ballena, o la espuma de las olas,
que el vicio, no el olor, nos acredita,
y quedaron las huestes españolas
bien perfumadas pero mal regidas,
y alhajas las que fueron pieles solas.
Estaban las hazañas mal vestidas
y aún no se hartaba de buriel y lana
la vanidad de fembras presumidas;
a la seda pomposa siciliana
que manchó ardiente múrice, el romano
y el oro hicieron áspera y tirana.
Nunca al duro español supo el gusano
persuadir que vistiese su mortaja,
intercediendo el Can por el verano.
Hoy desprecia el honor al que trabaja
y entonces fue el trabajo ejecutoria
y el vicio graduó la gente baja.
Pretende el alentado joven gloria
por dejar la vacada sin marido,
y de Ceres ofende la memoria.
Un animal a la labor nacido
y símbolo celoso a los mortales,
que a Jove fue disfraz y fue vestido;
que un tiempo endureció manos reales,
y detrás de él los cónsules gimieron,
y rumia luz en campos celestiales,
¿por cuál enemistad se persuadieron
a que su apocamiento fuese hazaña,
y a las mieses tan grande ofensa hicieron?
¡Qué cosa es ver un infanzón de España
abreviado en la silla a la jineta
y gastar un caballo en una caña!
Que la niñez al gallo le acometa
con semejante munición, apruebo,
mas no la edad madura y la perfeta.
Ejercite sus fuerzas el mancebo
en frentes de escuadrones, no en la frente
del útil bruto l’asta del acebo.
El trompeta le llame diligente
dando fuerza de ley el viento vano,
y al son esté el ejército obediente.
¡Con cuánta majestad llena la mano
la pica y el mosquete carga el hombro
del que se atreve a ser buen castellano!
Con asco, entre las otras gentes, nombro
al que de su persona, sin decoro,
más quiere nota dar que dar asombro.
Jineta y cañas son contagio moro;
restitúyanse justas y torneos
y hagan paces las capas con el toro.
Pasadnos vos de juegos a trofeos,
que solo grande rey y buen privado
pueden ejecutar estos deseos.
Vos, que hacéis repetir siglo pasado
con desembarazarnos las personas
y sacar a los miembros de cuidado;
vos distes libertad con las valonas
para que sean corteses las cabezas
desnudando el enfado a las coronas.
Y pues vos enmendastes las cortezas,
dad a la mejor parte medicina:
vuélvanse los tablados fortalezas.
Que la cortés estrella, que os inclina
a privar sin intento y sin venganza,
milagro que a la invidia desatina,
tiene por sola bienaventuranza
el reconocimiento temeroso,
no presumida y ciega confianza.
Y si os dio el ascendiente generoso
escudos, de armas y blasones llenos,
y por timbre el martirio glorioso,
mejores sean por vos los que eran buenos
Guzmanes, y la cumbre desdeñosa
os muestre, a su pesar, campos serenos.
Lograd, señor, edad tan venturosa,
y cuando nuestras fuerzas examina
persecución unida y belicosa,
la militar valiente disciplina
tenga más platicantes que la plaza:
descansen tela falsa y tela fina.
Suceda a la marlota la coraza,
y si el Corpus con danzas no los pide,
velillos y oropel no hagan baza.
El que en treinta lacayos los divide,
hace suerte en el toro, y con un dedo
la hace en él la vara que los mide.
Mandadlo ansí, que aseguraros puedo
que habéis de restaurar más que Pelayo
pues valdrá por ejércitos el miedo
y os verá el cielo administrar su rayo.
Ilustración «Clavando el rejón» perteneciente al libro de Luis de Tapia y Salcedo Exercicios de la gineta
Epístola Satírica y Censoria contra las costumbres presentes de los castellanos escrita al Conde-Duque de Olivares por Francisco de Quevedo
Tradução de Pedro Sevylla de Juana
Não calarei, por mais que com o dedo,
já tocando a boca ou já a frente,
silêncio avises ou ameaces medo.
¿Não existirá um espírito valente?
¿Sempre se sentirá o que se disse?
¿Nunca se dirá o que se sente?
Hoje, sem medo que, livre, escandalize,
pode falar o talento, assegurado
de que maior poder lhe atemorize.
Em outros séculos pôde ser pecado
severo estudo e a verdade nua,
e romper o silêncio o bem falado.
Pois saiba quem o nega e quem o duvida
que é língua a verdade de Deus severo,
e a língua de Deus nunca foi muda.
São a verdade e Deus, Deus verdadeiro,
nem eternidade divina vos separa
nem dos dois algum foi primeiro.
Se Deus à verdade se adiantara 1,
sendo verdade, envoltura tivera
em ser, e em que verdade de ser deixara.
A justiça de Deus é verdadeira
e a misericordia, e todo quanto
é Deus, todo deve ser verdade inteira.
Senhor Excelentísimo, meu pranto
já não consente margens nem orilhas; 2
inundação será a de meu canto.
Já mergulharse miro as bochechas minhas,
a vista por duas urnas derramada
sobre as aras de ambas Castillas.
Jaz aquela virtude emaranhada,
que foi, se rica menos, mais temida,
em vaidade e em sono sepultada,
e aquela liberdade esclarecida
que onde soube achar honrada morte
nunca quis ter mais longa a vida.
E pródiga d’alma, nação forte,
contava, por afrentas dos anos
envelhecer em braços da sorte.
Do tempo o ócio torpe, e os enganos
do passo das horas e do dia,
reputavam os nossos por estranhos.
Ninguém contava quanta vida vivia,
senão de que maneira: nem uma hora
conseguia sem afán sua valentia.
A robusta virtude era senhora,
e sozinha dominava ao povo rudo,
idade, se mau falada, vencedora.
O temor da mão dava escudo
ao coração, que nela confiado,
todas as armas desprezou desnudo.
Multiplicou em escuadras um soldado
sua preciosa honra, seu ânimo valente,
de sozinha honesta obrigação armado.
E embaixo do céu, aquela gente,
se não a mais descansado, a mais honroso
sono entregou os olhos, não a mente.
Fiava a mulher para seu esposo
a mortalha primeiro que o vestido;
menos lhe viu galã que perigoso.
Acompanhava o lado do marido
mais vezes na hoste que na cama;
são lhe aventurou, lhe vingou ferido.
Todas matronas, e nenhuma dama:
que nomes do encômio cortesano
não admitiu o severo da sua fama.
Derramado e sonoro o Oceano
era divórcio das douradas minas
que usurparam a paz do peito humano.
Nem os trouxe costumes peregrinas
o áspero dinheiro, nem o Oriente
comprou a honestidade em pedras finas.
Jóia foi a virtude mais pura e mais ardente,
louvor e merecimento a melhor gala;
só se cobiçava o decente.
Não da pluma dependeu a lança,
nem o cántabro com caixas e tinteiros
fez o campo herdade, senão matança.
E Espanha, com legítimos dinheiros,
não mendigando o crédito a Liguria,
mais quis os turbantes que os zeros.
Menos fosse a perda e a injúria,
se voltassem-se Muzas os assentos;
que esta usura é pior que aquela fúria.
Caducavam as aves nos ventos,
e expirava decrépito o veado:
grande velhice durou nos elementos,
que o ventre então bem disciplinado
procurou satisfação e não fartura,
e estava a garganta sem pecado.
Do maior fidalgo daquela pura
república de grandes homens, era
uma vaca sustento e armadura.
Não tinha vindo ao gosto lisonjeira
a pimenta enrugada, nem do cravo
a adulação fragrante forasteira.
Carneiro e vaca foi princípio e cabo,
e com vermelhos pimentos e alhos duros,
tão bem como o senhor comeu o escravo.
Bebeu a sede os arroios puros;
depois mostraram da retama a Baco
o caminho os brindis mau seguros.
O rosto macilento, o corpo magro
eram lembrança do trabalho honroso,
e honra e proveito andavam num saco.
Pôde sem medo um espanhol viloso
chamar aos tudescos bacanais,
e ao holandês, herege e aleivoso;
pôde acusar os zelos desiguais
à Itália; mas hoje de muitos modos,
somos cópias, se são originais.
As descendências gastam muitos godos;
todos blasonan, ninguém os imita,
e não são sucessores, senão apodos.
Veio o betume precioso que vomita
a baleia, ou a escuma das ondas,
que o vício, não o odor, nos acredita,
e ficaram as hostes espanholas
bem perfumadas mas mau regidas,
e joias as que sozinhas peles foram.
Estavam as façanhas mau vestidas
e ainda, de roxo e lã, não se fartava
a vaidade de fémeas presumidas;
à seda pomposa siciliana
que manchou ardente múrice, o romano
e o ouro fizeram áspera e tirana.
Nunca ao duro espanhol soube o gusano
persuadir que vestisse sua mortalha,
intercedendo o Can pelo verão.
Hoje despreza a honra ao que trabalha
e então foi o trabalho executória
e o vício graduou a gente baixa.
Pretende o alentado jovem glória
por deixar a vacada sem marido,
e de Ceres ofende a memória.
Um animal ao labor nascido
e símbolo zeloso aos mortais,
que a Jove foi disfarce e foi vestido;
que um tempo endureceu mãos reais,
e por trás dele os cônsules gemeram,
e rumia luz em campos celestiais,
por qual inimizade se convenceram
a que seu desânimo fosse façanha,
e às searas grande ofensa fizeram?
Que coisa é ver um fidalgo da Espanha
abreviado na sela à gineta
e gastar um cavalo numa cana!
Que a infãncia ao galo lhe acometa
com semelhante munição, aprovo,
mas não a idade madura e a perfeita.
Ejercite suas forças o moço
em frentes de esquadrões, não na frente
do útil bruto a pica do espinhoso.
O trombeta lhe chame diligente
dando força de lei o vento vão,
e ao som esteja o exército obediente.
¡Com quanta majestade enche a mão
a pica e o mosquete carrega o ombro
do que se atreve a ser bom castelhano!
Com asco, entre as outras gentes, menciono
ao que de sua pessoa, sem decoro,
mais quer nota dar que dar assombro.
Gineta e canas são contágio mouro;
se restituam justas e torneios
e façam pazes as capas com o touro.
Passem-nos vocês de jogo a prémio,
que só grande rei e bom privado
podem executar estes desejos.
Vos, que fazeis repetir século passado
com nos desembaraçar as pessoas
e sacar aos membros de cuidado;
vos destes liberdade com as valonas
para que sejam corteses as cabeças
despindo o enfado às coroas.
E pois vos emendaste as emendas, 3
dai à melhor parte medicina:
se voltem os tablados fortalezas.
Que a cortês estrela, que vos inclina
a privar sem tentativa e sem vingança,
milagre que à inveja desatina,
tem por sozinha bem-aventurança
o reconhecimento temeroso,
não presumida e cega confiança.
E se vos deu o ascendente generoso
escudos, de armas e blasones cheios,
e por timbre o martírio glorioso,
melhores sejam por vos os que eram menos 4
Guzmanes, e a cume desdenhosa
vos mostre, a seu pesar, campos serenos.
Logre, senhor, idade venturosa,
e quando nossas forças examina
perseguição unida e belicosa,
a militar valente disciplina
tenha mais falantes que a praça:
descansem teia falsa e teia fina.
Suceda à marlota a coraza, 5
e se o Corpus com danças não os pede,
véus e ouropel não façam vaza.
Quem em trinta lacayos os cede, 6
faz sorte no touro, e com um dedo
a faz nele a vara que os mede.
O mande assim, que vos assegurar devo
que tendes de restaurar mais que Pelayo
pois valerá por exércitos o medo
e vos verá o céu administrar seu raio.
1.- Se cambia en los tres versos la palabra final. En aras de la forma, se utiliza en vez del pretérito imperfecto de subjuntivo, el pretérito pluscuamperfecto de indicativo
2.- Se utiliza orilhas, en aras de la forma, en vez de beiras que ya estaría contenida en margens
3.- Se cambia la palabra para mantener la rima manteniendo el sentido
4.- Se cambia la palabra a favor de la rima conservando el sentido
5.- Se mantiene marlota, especie de saya morisca.
6.- Se cambia la palabra a favor de la rima sin cambiar el sentido
Polvo enamorado. Hallazgo arqueológico de Valdaro Italia
El desgarrón afectivo en la poesía de Quevedo, por Dámaso Alonso hhtp://cvc.cervantes.es/literatura/quevedo_critica/p_amorosa/alonso.htm#np18
Poeta de amor
Es necesario insistir en la existencia de este Quevedo convencional. Convencionales son muchos de los temas que el escritor atrae a su poesía: «A una dama que apagó una bujía y la volvió a encender… soplando»1 (el aliento era como un beso y, claro, la bujía se volvió a encender); «Dificulta el retratar una grande hermosura»2 (la dificultad estriba en que para retratar a la dama hay que verla, pero el que la ve —tanta es su belleza— se queda ciego); «A Aminta, que para enseñar el color de su cabello llegó una vela y se quemó un rizo»3 (la llama quiso repetir la hazaña de Eróstrato: aquél quemó el templo de Diana (la luna); la vela, al quemar el cabello, le ha quemado al sol el templo que él adora); «A una niña muy hermosa que dormía en las faldas de Lisi»4 [p. 514] (se siente envidioso de la niña y admira su inocencia, «pues duermes y no velas en tal lecho», le dice).
Tiernas nonadas, ingeniosos requiebros, juegos brillantes, ya por el concepto, ya por el colorido. Isabel, Amarili, Aminta, y la más cantada de todas, Lisi. Siempre envuelve en nuestra imaginación un halo a estas mujeres cantadas por un poeta. Nos imaginamos la frente victoriosa, los rizos rubios desordenados por el viento, la risa, el mohín, los ojos, que ahora incitan, ahora se burlan, ahora se apartan despectivos. Y se nos iluminan días lejanos, soles muertos. Y sentimos una ternura por la vida, adensada en el amor, concentrada o simbolizada por una bella mujer. ¡Qué hermosa, la vida! Y sentimos una gran ternura por aquella vida y por nuestra vida, que será, dentro de poco, día extinguido también, sol muerto: un silencio y un frío.
Ya hemos visto que las composiciones a Lisi forman una especie de Canzoniere en el rastro de Petrarca. Que la pasión por Lisi fue platónica no cabe dudarlo, pero aun en lo espiritual puede haber muchas gradaciones: ¿era una verdadera pasión de amor? ¿Era un culto en el que al sentimiento amistoso se sobreponía un imaginado y no real apasionamiento? ¿Era una muestra de galante vasallaje a una gran dama, a la que la respetuosa pasión que los versos expresaban nunca podía ofender, sí siempre halagar? No sabemos; lo último, sin embargo, parece lo más posible. Creo que hay una serie de amores cantados en literatura española en los siglos xvi y xvii que fueron de este tipo: el de Herrera por la condesa de Gelves, alguno de los de Medrano, que un manuscrito del poeta nos reveló,5 etc. Galanteos sociales que no solían inquietar a los familiares de la dama, ni aun, si era casada, a su [p. 515] esposo. ¿Pero quién aquilataría los mil matices posibles entre servidumbre social y literaria, puro amor y deseo del sentido?
El poeta ama, pero no pretende posesión:
Que vos me permitáis sólo pretendo
y saber ser cortés y ser amante;
esquivo a los deseos y constante,
sin pretensión, a sólo amar atiendo.
No le mueve lo material que vio, sino lo espiritual que entiende;
Ni con intento de gozar ofendo
las deidades del garbo y del semblante;
no fuera lo que vi causa bastante,
si no se le añadiera lo que entiendo.
Lo material ha sido una escala para ascender a lo espiritual:
Llamáronme los ojos las facciones,
prendiéronlos eternas jerarquías
de virtudes y heroicas perfecciones.
Espiritual así el amor, no perecerá con lo caduco; a eternidad aspira:
No verán de mi amor el fin los días:
la eternidad ofrece sus blasones
a la pureza de las ansias mías.6
Este soneto (que hemos fraccionado para comentar) creemos que concentra, mejor que otro alguno, el sentido total de su amor por Lisi o la representación que el poeta se pintaba de ese amor. Amor que no busca poseer; que de la admiración de la belleza [p. 516] exterior pasa a la de la espiritualidad; que se siente eterno en el espíritu.7
Así canta el poeta esencialmente a Lisi (aunque en el pormenor haya muchos sonetos que repiten la gracia de la boca, de los ojos, y parecerían implicar deseo). Por cualquier parte, en la poesía erótica de Quevedo, encontramos la misma filosofía de amor. No sólo no aspira a poseer; llegará a defender que el amor no debe buscar la posesión. Así se lo advierte a un caballero enamorado:
Quien no teme alcanzar lo que desea
da priesa a su tristeza y a su hartura;
la pretensión ilustra la hermosura
cuanto la ingrata posesión la afea.8
Podríamos imaginar que éstos eran consejos a un amigo y que otra cosa pensaría en lo propio. Pero no; tomemos ahora un soneto a otra dama. Uno de los pocos que cantan a Flora. Este soneto se va concentrando y llega a uno de esos finales nítidos, en los que la intensidad y la belleza, como si hubieran eliminado en el curso de la composición todo accidente y toda ganga, hacen que el remate sea sólo pensamiento puro, exacto e iluminado. Notemos, de paso, la curiosa expresión amartelado del espíritu eterno (que más adelante hemos de considerar):
[p. 517] Mandóme, ay Fabio, que la amase Flora
y que no la quisiese; y mi cuidado,
obediente y confuso y mancillado,
sin desearla, su belleza adora.
Lo que el humano afecto siente y llora,
goza el entendimiento, amartelado
del espíritu eterno, encarcelado
en el claustro mortal que le atesora.
Amar es conocer virtud ardiente;
querer es voluntad interesada,
grosera y descortés caducamente.
El cuerpo es tierra y lo será y fue nada;
de Dios procede a eternidad la mente:
eterno amante soy de eterna amada.9
El amor por Flora y el amor por Lisi eran, pues, en el fondo idénticos: una ascensión platónica desde la belleza particular hacia lo bello absoluto y eterno. La coloreada pasión se resuelve en un mundo elemental, nítido, diáfano.
E inmediatamente pasamos al tipo humano de Quevedo —¡Dios mío, qué brutal contraste!—: he ahí al hombre, cuán mezclado, descontento, picajoso, bullidor, justiciero, pleitista, tabernario, amigo de aristócratas y hombres de gobierno; y nos imaginamos al amante de la Ledesma, una cómica con la que tuyo varios hijos y que se los ponía (si hemos de creer al jorobado Alarcón), y recordamos la miseria de su sórdido matrimonio, ya cincuentón traspuesto; y pasamos revista a la inmensa variedad de su obra, desde los tratados religiosos y morales hasta las procacidades de mancebía. Del turbio revoltijo de aparentes contradicciones que forman [p. 518] a este ser, desde su facha exterior hasta su ambiente moral, podrían salir muchas imágenes distintas;10 la que no sale, la que no nos podemos representar, es la de un Quevedo galanteador de damiselas. Hay hombres que, por demasiado hombres, no tienen mucho éxito con las mujeres, y de este tipo me parece que era Quevedo. Les falta en su persona moral y física un plano que resbale hacia lo femenino y que sirva para la unión de esos dos hemisferios siempre en guerra que forman el mundo humano. Lope [p. 519] tenía, evidentemente, esa proyección feminoide; a Quevedo le faltaba en absoluto. Estos hombres enteros pueden pensar y sentir el amor, cargarse de la idea de esta pasión como de un fluido de una intensidad tal, que sus chispazos llegan a ser deslumbradores. Esos chispazos, en Quevedo, son sonetos. Y esto nos explica la paradoja de que no sea Lope, sino Quevedo, el más alto poeta de amor de la literatura española. Digo «el más alto» y no el más fértil, o el más vario, o el más brillantemente vital. Sí, ya sé que esto no se suele decir. Para mí, es evidente. Bastaría el famosísimo soneto del estremecedor final «polvo serán, mas polvo enamorado» para probarlo. ¿Poesía de amor y pasión directa, o filosofía de amor poetizada? ¿Dónde está él límite? ¿Dónde, en la obra? ¿Dónde, en mí? ¿Dónde, en la reacción de la obra sobre mí?
Son bastantes los sonetos de Quevedo en los que nos ha dejado nítida, como en una última copelación, su idea amorosa. A veces la expresión ha podido quedar oscurecida por la del soneto «del polvo enamorado» que reproducimos unas páginas más abajo. Con él podría compararse otro, donde un terceto dice:
Espíritu desnudo, puro amante
sobre el sol arderé y el cuerpo frío
se acordará de Amor en polvo y tierra.11
Como ejemplo de condensación, presentaré aún el final de otro soneto. El poeta, entre los daños de decir su pasión o de callarla, opta por el silencio. Porque el silencio es muy bien entendido por la amada, causa de él. Y, en silencio, las lágrimas pueden ser voz de los ojos, y la boca, en silencio, puede suspirar, y los suspiros son también como otra voz (¡pero silenciosa!) de la boca del hombre. La expresión se concentra desde el final del segundo cuarteto [p. 520] (que es desde donde cito). Léase, bien staccato, cada verso, para que se aprecie la individualidad de estos endecasílabos, lo compactos que son, su plenitud, cómo en ellos no hay ganga ni ripio, y cómo con estas cualidades, y quizá por ellas, tienen una creciente temperatura afectiva que estalla o desborda, marea amarga que rebosa el dique, en el verso último:
voz tiene en el silencio el sentimiento:
mucho dicen las lágrimas que vierte.
Bien entiende la llama quien la enciende;
y quien los causa, entiende los enojos;
y quien manda silencios, los entiende.
Suspiros, del dolor mudos despojos,
también la boca a razonar aprende,
como, con llanto y sin hablar, los ojos.12
¡Sí, silencio, secreto para los amantes! Secreto de amor, esa dulce soledad, apasionada, profunda, inviolable. Quevedo ha sentido su encanto y lo ha expresado todavía en otro soneto, que es suavemente conceptuoso, también muy de espiritual amor y de gran consuelo para muchos amores imposibles. El poeta piensa que, si los párpados fueran labios, la comunicación visual, los rayos de luz de la persona amada al ojo amante serían besos. Las delicias así serían mudas y, separados entre la gente, los amantes estarían unidos:
Si mis párpados, Lisi, labios fueran,
besos fueran los rayos visuales
de mis ojos…
De invisible comercio mantenidos
y desnudos de cuerpo los favores,
gozaran mis potencias y sentidos;
[p. 521] mudos se requebraran los ardores:
pudieran, apartados, verse unidos,
y, en público, secretos los amores.13
(Digamos, en un paréntesis, que entre estos dos últimos sonetos de Quevedo está la idea de la rima de Bécquer:
Sabe, si alguna vez tus labios rojos
quema invisible atmósfera abrasada,
que el alma que hablar puede con los ojos
también puede besar con la mirada.)
He aquí, pues, una filosofía del amor, que extrañamente —esto es lo diferencial de Quevedo—, aunque va por zonas blancas, cristalinas, de un modo inesperado se carga de sangre y de sabor amargo:
Suspiros, del dolor mudos despojos,
también la boca a razonar aprende,
como, con llanto y sin hablar, los ojos.
Cercano al tema del amor está el de la hermosura. Quevedo lo ha tratado en un soneto, mucho más frío, pero muy interesante, que lleva por epígrafe «Quiere que su hermosura consista en el movimiento» y está hecho sobre un tema de venerable tradición. Anota el editor del siglo xvii: «Inquiere Platón si la hermosura consiste en medidas, números o armonía. Y es cuestión muy contenciosa; pero la sentencia que sigue este soneto es la más cierta. Bernardino Telesio la comprobó con no pocos argumentos. Últimamente compara la hermosura al fuego que, vivo, no se quieta»:
[p. 522] No es artífice, no, la simetría
de la hermosura que en Floralba veo;
ni será de los números trofeo
fábrica que desdeña al sol y al día.
No resulta de música armonía
(perdonen sus milagros en Orfeo)
que bien la reconoce mi deseo
oculta majestad que el cielo envía.
Puédese padecer, mas no saberse;
puédese cudiciar, no averiguarse,
alma que en movimientos puede verse.
No puede en la quietud difunta hallarse
hermosura, que es fuego en el moverse,
y no puede viviendo sosegarse.14
Estilística en el siglo xvii. Modernidad de la poesía del siglo xvii
[p. 548] Esta característica del estilo de Quevedo ya fue notada en el siglo xvii. En la Musa IV imprime González de Salas un Idilio en cuartetos, y al frente de él esta interesantísima nota: «Es necesario advertir que está escrita esta poesía afectadamente con locución de voces y frases que pudieran juzgarse de menos decoro para los números poéticos; siendo así que están allí colocadas de tal arte que aquel mismo defecto parece que les comunica un [p. 549] cierto género de gravedad y decencia. Tuvo esta atención el poeta en algunos escritos, procurando con la frecuencia y repetición quitar a algunas palabras lo áspero e indecente que les había puesto el poco uso».15
La composición, colocada en boca de un amante, comienza con una invocación a los que poseen artes mágicas para que le libren de la servidumbre de su amor. Ya en esa parte hay algunas palabras que evidentemente son de las «ásperas o indecentes» de que habla González de Salas, como en estos versos:
los que apeáis la luna de su coche
para que espuma escupa en vuestras hierbas…
He aquí los cuartetos que siguen a esa invocación. En éste nótense las voces coyunda, maroma, muerdo, todas ellas extrapoéticas:
Cuando de que me vi libre me acuerdo,
cuya memoria en daño me redunda,
por romperla, sacudo la coyunda,
y la maroma por soltarme muerdo.
En los que siguen, si el primero comienza con un evidente recuerdo petrarquesco («fábula soy del mundo y de la gente»: «al popol tutto / favola fui gran tempo»),16 el segundo cuarteto es tan sencillo y humano, que parece totalmente alejado de la tradición renacentista, moderno, del siglo pasado o del actual:
Fábula soy del mundo y de la gente,
que de amor con mí ejemplo se rescata,
[p. 550] cuando con igual fuerza me maltrata
el bien pasado y el dolor presente.
Antes que te rindiera mis despojos
y antes que te mirara, gloria mía,
yo confieso de mí que no entendía
el secreto lenguaje de los ojos.
Notemos ahora en este cuarteto siguiente la sencillez de la expresión «hallar lengua a los suspiros» (hallarles sentido), tierna y candorosa;
Pasaba el tiempo en ejercicios rudos,
el oro despreciando y los zafiros:
nunca les hallé lengua a los suspiros,
porque pensé hasta agora que eran mudos.
El pensamiento del cuarteto siguiente es de gran ternura: cada pequeña lágrima de una mujer tiene la misma fuerza que un Hércules, que un Alcides:
Y antes que viera del amor las lides,
nunca pude creer que se tornaba,
en cada mujer débil que lloraba,
cada pequeña lágrima un Alcides.
En fin, todo ha cambiado por el amor, como resume (prescindimos de algunos cuartetos) en el último:
Supe de amor en el tormento y potro,
después de darte victoriosas palmas,
hallar en la afición para las almas
el pasadizo que hay de un cuerpo a otro.17
[p. 551] Notemos la voz «pasadizo», en absoluto extrapoética. ¡Pero cuán expresiva! Ella es la que da exactitud y fuerza a la expresión final, tan insospechadamente nueva, que, aunque imagino que debe de tener antecedentes remotos, no creo se le puedan encontrar en la tradición de la lírica renacentista en lenguas vulgares: la afición, el amor a las almas, como pasadizo, como vínculo comunicante de los cuerpos.
Este curioso idilio no es una composición genial, pero es extrañamente nueva. Es de una novedad que apenas me imagino yo que sea involuntaria. El amontonamiento de palabras extrapoéticas ya parece indicar algo. Pero no es sólo eso: la novedad de las imágenes, la sencillez de la dicción, la novedosa ternura, hasta la forma (desligada lo mismo del giro del soneto, que arrastraba a modos retóricos, que de la facilitona silva, grata a Quevedo), todo en esta extraña composición parece desgajarse de la lírica renacentista y tender hacia nosotros, llamarnos.
Es, digámoslo de una vez, de una extraña modernidad.
En efecto, con frecuencia nos da Quevedo esa sensación de novedad: casi de poeta contemporáneo, por lo menos moderno.18 Léase, por ejemplo, este comienzo de soneto:
[p. 552] Aguarda, riguroso pensamiento,
no pierdas el respeto a cuyo eres.
Imagen, sol o sombra, ¿qué me quieres?
Déjame sosegar en mi aposento.
¿No es una angustia de hombre moderno? Este hombre, perseguido por su pensamiento, entre las cuatro paredes de su habitación, [p. 553] ¿no es un hermano, un prójimo de nuestro desazonado vivir?
Cuando se habla del intervalo estético entre el siglo xvi y xvii, siempre se piensa en el que hay entre Renacentismo y Barroquismo, o sea, en literatura, como maneras barrocas, «gongorismo» y «conceptismo». Pero hay otra novedad en el siglo xvii que no está mentada ni aludida en esas palabras. Es… otra cosa. Es una novedad no siempre visible, movediza, y que no puedo definir. Es una nueva posición, una amplitud de los temas, una nueva mirada al ambiente, una entrada de nuevas voces… Sí, son unas emanaciones, unos filamentos que (en medio de un arte que siempre se liga al pasado) no van al pasado, sino que parece que buscan nuestra sensibilidad, no como hombres de sentido arqueológico, sino sencillamente como hombres del siglo xx. Es una sensación de novedad que sólo nos asalta espaciadamente, de vez en cuando, [p. 554] y que puede darse por debajo del gongorismo o del conceptismo, o mezclada con ellos: una sensación de hallamos fuera del mundo de la tradición renacentista, grecolatina. Es el tema, el enfoque y la relación afectiva del artista con su obra (lo que luego llamaríamos sensibilidad). (También, a veces, de pronto, pensamos que tal cuadro de Velázquez o de Rubens podría haber sido pintado en el siglo xix.)
Curiosamente, en literatura, he tenido primero esta sensación leyendo poetas extranjeros19 del siglo xvii: metafísicos ingleses, ante todo Donne, y poetas de Italia, a veces de segundo orden, como Achillini, que los italianos no leen; otros fastuosos y superficiales, como ese Marino, al que leen poco. En Marino, por ejemplo, se adivinan valores que a través de la «sensibilidad» del siglo xviii pasarán al xix.
Luego he experimentado sensaciones parecidas en Quevedo, en seguida, en Lope, y, en fin, aquí y allá, a veces, aun debajo de la suntuosidad formal de las Soledades, en Góngora.
Es una veta que (también por debajo del neoclasicismo) pasa al más sensible xviii, y empalma con el romanticismo y con nuestra vida.
[p. 555] Pero no intentaré definir lo que sólo me llega como vaga sensación. Así, en la lectura de Quevedo.
En él hay algunos rasgos adjetivos, más aprehensibles que los anteriores, en los que veo condensarse su «modernidad». Quisiera tratar de fijarlos en lo que sigue.
Una angustia como la nuestra.
[p. 574] No; el alarido de Quevedo podrá muchas veces —así lo dicen los poemas— proceder de pena de amor; a nosotros nos es imposible interpretarlo sólo como un lamento amoroso. ¿Verdad que la pena de este hombre es mucho más radical —ya muy lejos de las gracias de Lisi, de Floralba, de Aminta—, que nace de un pesimismo [p. 575] genérico, unido a la misma entraña de su existir? ¿Se puede imaginar el soneto que vamos a reproducir sólo como «soneto de amor»? Esa herida, que es fuego, por medulas y venas, que abrasa la vida, que reduce a cenizas la vida, ¿no excede el doloroso sentir del amante?
En los claustros del alma la herida
yace callada; mas consume, hambrienta,
la vida, que en mis venas aumenta
llama por las medulas extendida.
Bebe el ardor hidrópica mi vida,
que ya ceniza amante y macilenta,
cadáver del incendio hermoso, ostenta
la luz en humo y noche fallecida.
Y aun en estos cuartetos podemos imaginarnos el origen de tanta destrucción como una llamarada pasional. Los tercetos no nos dejan lugar a duda; una angustia permanente, un pesimismo total es lo que penetra esa alma ya abrasada, lo que tortura a ese hombre solitario y lleno de espanto y de confusiones, a ese hombre que emite su pena como un «negro llanto» vertido, a un «sordo mar».
La gente esquivo y me es horror el día;
dilato en largas voces negro llanto
que a sordo mar mi ardiente pena envía.
A los suspiros di la voz del canto.
La confusión inunda el alma mía.
Mi corazón es reino del espanto.20
Quevedo es un atormentado: es un héroe —es decir, un hombre— moderno. Como tú y como yo, lector: con esta misma angustia [p. 576] que nosotros sentimos. Y es en esto, en medio de su época, de una enorme, de una única originalidad. Nada semejante en Garcilaso, ni en Fray Luis, ni en San Juan de la Cruz, ni en Góngora, ni aun en el vital Lope. Garcilaso y Góngora podrán, dentro del cristal de su mundo estético, sentirse desgraciados por el amor (o hacer que se sientan desgraciados sus personajes), pero siempre será una melancolía petrarquesca, un dolor intrascendente, bien limitado en los cauces de la misma pasión.21 Fray Luis tendrá el desgarrón dolorido de su vivir en desarmonía, pero el polo armónico existe, se columbra, espera al poeta, y aun lanza sobre la inquietud unos efluvios de dulce belleza. San Juan de la Cruz es un grito cimero de triunfo, una embriaguez del agua divina (aunque para la carne sea de noche). Y Lope, vario, humano, si está mucho más cerca de nosotros, le sentimos como una existencia vitalmente arrebatada —al amor o al dolor— que recibe la vida múltiple, sin problema, sin especulación sobre el sufrimiento (lo hemos dicho hace poco), con admirable normalidad de exuberante planta.
Quevedo, no. Quevedo tiene una congoja que le estalla. Es una preocupación constante por su vivir: punto en el tiempo, con memoria y con una proyección hacia el futuro. La preocupación por su vida, esa consideración de su vida, que nunca le abandona, y la representación de este vivir como un anhelo («sombra que sucesivo anhela el viento»), como una angustia continuada, arrancan esencialmente, radicalmente, a Quevedo de todo psicologismo petrarquista, lo mismo que le arrancan de todos los formalismos posrenacentistas, y nos lo sitúan al lado del corazón, junto a nuestros [p. 577] poetas modernos preferidos, junto a un Unamuno; o digámoslo sin poetas, en términos bien anchos: nos lo colocan junto al angustiado, al agónico hombre del siglo xx: sí, angustiado y desnortado, como nosotros, como cualquiera de nosotros.
Dámaso Alonso
Dámaso Alonso y Fernández de las Redondas. (Madrid, 22 de octubre de 1898 – 25 de enero de 1990). Poeta español, profesor, lingüista y crítico literario. Pasa su infancia en La Felguera (Asturias). En Madrid termina sus estudios superiores en Derecho y en Letras. Es alumno de Ramón Menéndez Pidal en el Centro de Estudios Históricos y compañero en la Residencia de Estudiantes de los artistas que forman parte de la Generación del 27. Enseña lengua y literatura españolas en diversas universidades extranjeras, como Berlín, Cambridge, Oxford, Stanford University (California), Hunter College y Columbia University (Nueva York) y Leipzig. Dentro de España, enseña en las universidades de Valencia, Barcelona y Madrid. Es director de la Revista de filología española y de la colección Biblioteca Románica Hispánica de la Editorial Gredos. También dirige el Instituto Antonio de Nebrija del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y colabora en la Revista de Occidente y en Los Cuatro Vientos.
Simultanea obras de creación literaria, de las que es característico el “realismo léxico”, con obras de historia y crítica en el campo de la estilística, estudiando a los poetas clásicos españoles y la lírica de tipo popular. Como traductor de las obras de James Joyce utiliza el seudónimo de Alfonso Donado. Académico de número desde 1945, es director de la Real Academia Española durante los años 1968 a 1982. Es también nombrado miembro de otras academias y asociaciones, como la Real Academia de Historia, la Modern Language Association o la Asociación de Hispanistas, que además preside de 1962 a 1965.
Su principal labor como director de la Real Academia Española consiste en la organización de encuentros con las academias americanas, para trabajar en común por la lengua castellana.
La sala Dámaso Alonso de la Real Academia está dedicada íntegramente a la biblioteca del autor, recogiendo cerca de 40.000 volúmenes y diversos objetos personales. (Cervantes.es)
Este análisis de Dámaso Alonso aclara muchas dudas sobre el confluir de fuerzas en Francisco de Quevedo, a quien veo yendo de lo centrífugo a lo centrípeto y, en ocasiones, al mismo tiempo: tormento personal indomeñable. Pero aún me quedan las dudas esenciales, aquellas que solo aclararía ese conocimiento de su infancia que desconozco.
Monumento a Quevedo en Madrid
Artigos de apoio:
Sobre Francisco de Quevedo
Escritor espanhol, Francisco Gómez de Quevedo nasceu em 1580, em Madrid, e morreu em 1645. Era filho do Secretário da Princesa Maria (filha de D. Carlos V da Alemanha, Carlos I de Espanha) e da dama de corte da mesma Princesa Maria, o que fez com que Quevedo tivesse desde o início um forte contacto e vivência com o ambiente cortesão. Formou-se em Direito, seguindo-se uma formação em Línguas Clássicas e Modernas Contemporâneas, com a variante do Português. A sua forte ligação e interesse pelas Línguas fez com que dominasse, pelo menos, sete línguas. Em 1605, começou por publicar a sua primeira poesia: Poderoso Caballero es Don Dinero, onde revela um forte sentimento pessimista em relação à sociedade, contrário ao ambiente social e cultural elevado e riquíssimo a que estava habituado.
Em 1606, recebeu ordens menores, entrando assim para o Clero, donde viria a desistir pouco tempo depois. Daqui se percebe a influência cristã de Quevedo – embora seguisse uma filosofia estoica, só elegia desta filosofia aquilo que era compatível com o Cristianismo. Nesse mesmo ano, começou com grande força a sua produção literária, patrocinado pelo seu grande amigo o Duque de Lemos.
Em 1620, aparece a primeira publicação completa das suas obras construídas até então.
Quevedo era possuidor de um espírito terrível; lutador por coerência íntima, batia-se pelos seus elevados ideais, o que lhe trouxe muitas desvantagens em todos os sentidos. A meio do seu percurso de vida social e literária Quevedo foi preso por matar um homem que batia numa mulher e, a partir daqui, iniciou uma vida de clausura: passou de prisão para prisão até que foi exilado na Sicília (que pertencia então ao Reinado de Espanha), ganhando os favores e amizade do Birei da Sicília, o Duque de Ossuna. Voltou assim ao ambiente de corte, mesmo estando em exílio. Entretanto Filipe IV subiu ao poder em Espanha e o Duque de Ossuna é destituído. Quevedo foi novamente desterrado. Ficou preso vários anos e adoeceu gravemente. Quando foi libertado, resistiu por poucos mais anos, acabando por falecer em 1645.
Quevedo sempre demonstrou ter plena consciência do estado decrépito do seu país, da ruína física e moral de Espanha, o que fez dele um espírito amargo e explosivo que se vai refletir em toda a sua obra. Como consequência, a sua obra é perpassada por duros rasgos de sarcasmo e burla. Era visto pela crítica como o escritor espanhol da época com as obras mais amplas e mais fecundas. Toda a sua produção literária é extremamente hiperbolizada, com uma genialidade incrível , onde as personagens não são humanas mas sim fantoches, numa tentativa de representar personagens reais completamente desumanizadas, refletindo a imagem de caricatura grotesca que ele tinha da sua própria sociedade. Quevedo sempre mostrou uma infindável capacidade de manipular o vocabulário (vastíssimo) que possuía, jogando sempre com conceitos, jogos de palavras, duplos sentidos e duplas intencionalidades, para provocar ambiguidades nos seus leitores.
Dada a época literária em que se inseria – o Barroco (século XVII) – Quevedo manifesta o mais puro conceptismo, fruto da corrente Barroca que atravessou. Assim, toda a sua produção é puramente sentimental e não cerebral; as suas obras são um mero processo de interiorização e não um mecanismo formal.
Demonstrou grande consciência e génio naquilo que escrevia. Todas as figuras de estilo, os processos de compilação de sentidos, são utilizados unicamente para expor o seu pensamento. As influências da época literária que atravessou e a sua própria personalidade instável, turbulenta, fazem-nos criar um mundo real próprio através de elementos idealizados – o mundo real que conhece não é idêntico ao que ele criou através de elementos idealizados.
O conceito de grotesco que perpassa toda a sua obra inverte os mundos, criando o que ele próprio idealiza: utilizando dois planos antagónicos da sociedade – o nobre e o plebeu – relata-nos a degradação do nobre até à vulgaridade e a ascensão do plebeu até à nobreza, dando-nos, assim, o tal mundo ao revés que ele idealizava. A sua atitude perante a vida, marcada por um forte conhecimento das coisas e das pessoas, levou-o a uma conduta de puro Estoicismo: pessimismo e incredulidade. A mistura deste forte pensamento estoico e do radicalismo das suas ideias e posturas fizeram-no concluir que «nascer vai ser trocar o claustro materno pelo cárcere da vida». Para Quevedo, o mundo era uma prisão, a vida era apenas o caminho até à morte, a morte era o estado em que só o chamado amor poderia dar uma continuidade e o amor era, então, a redenção da morte eterna. Grande escritor do século XVII, Quevedo continua, até hoje, a ser estudado e alvo de inúmeros estudos académicos, dada a sua importância no mundo literário espanhol.
Referencia: Francisco Quevedo in Artigos de apoio Infopédia [em linha]. Porto: Porto Editora, 2003-2017. [consult. 2017-02-16 12:56:47]. Disponível na Internet: httpss://www.infopedia.pt/$francisco-quevedo
Plaza de Villanueva de los Infantes, conjunto escultórico del Quijote e Iglesia de San Andrés donde está enterrado Quevedo
FRAGMENTO DE LA TORRE Y CÁRCEL DE QUEVEDO EN SAN MARCOS DE LEÓN APUNTES HISTÓRICO DESCRIPTIVOS, POR EL EXCELENTÍSIMO SEÑOR FIDEL FITA Y COLOMER, S. J. www.cervantesvirtual.com
Don Francisco de Quevedo Villegas estuvo aquí preso desde diciembre 1639 hasta junio 1643. Describe así el lugar de su encierro: «Aunque al principio de ella tuve mi prisión en una torre de esta santa casa, tan espaciosa como clara y abrigada para la presente estación, a poco tiempo por orden superior (no diré nunca que por superior desorden) se me condujo a otra muchísimo más desacomodada, que es donde permanezco. Carta a Adán de la Parra. «Redúcese a una pieza subterránea, tan húmeda como un manantial, tan oscura que en ella siempre es de noche, y tan fría que nunca deja de parecer enero. Tiene sin comparación más traza de sepulcro que de cárcel… Tiene de latitud esta sepultura, donde enterrado vivo, veinte y cuatro pies escasos y diez y nueve de ancho. Su techumbre y paredes están por muchas partes desmoronados a fuerza de la humedad; y todo tan negro que más parece recogimiento de ladrones fugitivos que prisión de hombre honrado. Para entrar en ella, hay que pasar por dos puertas que no se diferencian en lo fuerte. Una está al piso del convento, y otra al de mi cárcel, después de veintisiete escalones, que tienen traza de despeñadero”.
“Las dos están continuamente cerradas, a excepción de los ratos que diré, en que, mas por cortesía que por confianza, dejan la una abierta, pero la otra asegurada con doble cuidado. En medio de la pieza está colocada una mesa, donde escribo, que es tan grande que admite sobre sí treinta o más libros, de que me proveen estos mis benditos hermanos. A la derecha, que mira al mediodía, tengo mi lecho, ni bien muy acomodado, ni bien sumamente indecente. Cerca de él está el de un criado que se me permite, de cuyo salario que deberá gozar aún no he formado concepto, creyendo no será ninguno suficiente para satisfacerle el mérito de una tan voluntaria como penosa prisión, que padece por el gusto de servirme… Aunque regularmente estamos lo más del tiempo los dos solos en esta triste habitación (cuyos aparatos se componen de cuatro sillas, un brasero y un velón), no falta bastante ruido, pues el que mis grillos causan excede a otros mayores, si no en e] estruendo, en lo lastimoso. No hace muchos días tenía dos pares, pero logró orden para dejarme sólo uno (pretendía se quitasen ambos) un gran religioso de esta casa. Pesarán los que hoy tengo de ocho a nueve libras; advirtiendo eran mucho mayores los que me quita”.
“Y con ser tan grande el defecto de mi pierna, y mayor corto el peso y sujeción de los grillos, ando con ellos como si no estuviera cojo. Dios ayuda al hombre perseguido como con superior atención; si da nieve también da lana, para que la una hiele, la otra abrigue… Siendo tan breve esta estancia, puede ser más dilatada su pintura. Más campo ofrece la de la vida que en ella paso, A las siete de la mañana estoy ya vestido… Una hora empleo en contemplar, conforme puedo, no lo que soy, sino lo que tengo de ser. Poco tiempo es para tanto asunto, poco espacio para tanto empeño. Bien lo conozco, pero también que un solo instante de meditación en la muerte ha hecho infinitos santos… A las ocho me da mi criado el desayuno, que es… un cáustico muy fino. Hecha esta diligencia me pongo a escribir hasta las diez en varios asuntos que tengo principiados, y quisiera antes delfín de mis días verlos concluidos. Cuando uno me molesta elijo otro; con cuyo modo, sin mudar de tarea, me parece encuentro alivio en el propio trabajo, a imitación de lo que acontece al caminante, que con mudar de un hombro a otro las alforjas le parece mudar de embarazo sin aligerar el peso”.
“Desde las diez a las once rezo algunas devociones, y desde esta hora a la de las doce leo en buenos y malos autores; porque no hay ningún libro, por despreciable que sea, que no tenga alguna cosa buena, como ni algún lunar el de la mejor nota: Cátulo tiene sus errores; Quintiliano, sus arrogancias; Cicerón, algún absurdo; Séneca, bastante confusión; y en fin Homero, sus cegueras, y el satírico Juvenal, sus desbarros; sin que le falten a Egecias algunos conceptos, a Sidonio medianas sutilezas, a Ennodio acierto en algunas comparaciones, y a Aristarco, insulsísimo. De unos y de otros procuro aprovecharme: de los malos para no seguirlos, y de los buenos para procurar imitarlos… Dadas las doce, se oye el ruido que causa el abrir la primera parte de la prisión para bajar la comida, que la conduce un criado de la casa, siguiendo a un religioso benignísimo, el cual me hace compañía en la mesa por disposición del prelado, que me dispensa este y otros mayores beneficios, hijos de su religiosidad y virtud. Advierto a vuesa merced que así este como los demás alivios que experimento y diré, son originados de la piedad del prelado desta santa casa; pero se hacen con todo cuidado, para que no los penetre el que fomenta mi prisión, porque en el mismo instante que los supiera se acabaran…» A los datos anteriores sólo puede añadirse uno, que se desprende del Memorial expedido por Quevedo en su prisión el 7 de octubre de 1641, y ofrecido a la consideración del Conde-Duque de Olivares. Dice así: «Señor: Un año y diez meses ha que se ejecutó mi prisión a 7 de diciembre, víspera de la Concepción de nuestra Señora a las diez y media de la noche. Fui traído en el rigor del invierno sin capa y sin ninguna camisa, de sesenta y un años, a este convento real de San Marcos de León, donde he estado todo este tiempo en rigurosísima prisión, enfermo con tres heridas, que con los fríos y la vecindad de un río que tengo a la cabecera, se me han cancerado, y por falta de cirujano, no sin piedad las han visto cauterizar con mis manos; tan pobre, que de limosna me han abrigado y entretenido la vida”.
“El horror de mis trabajos ha espantado a todos…” De estos datos, que otros no hay o por lo menos no están publicados, resulta: 1°.- Que el aposento de la torre donde estuvo Quevedo puede ser otro que aquel en que se halla actualmente el reloj de la torre. 2º.- Que el subterráneo coincidió probabilísimamente con la parte inferior de la torre, a que está anexa la cocina de la enfermería, y el gabinete de Física, por el cual acaso sería la entrada. En efecto, todo el edificio que corre, a partir de la portada, hacia el río, es posterior a la época de Quevedo : la puerta actual de la portería que da al claustro lo era entonces del edificio. Suponer que la torre, igualmente que el subterráneo, perteneciesen al lienzo oriental de la iglesia (edificada tal cual ahora existe desde 1544), si no es absurdo, es por lo menos inverosímil. Luego queda demostrada la primera parte de mi proposición, pues al paso que. el cuarto del reloj reúne todas las circunstancias que expresa Quevedo, no queda otro sitio en todo el lienzo occidental que ofrezca la menor vislumbre de competencia. La segunda parte de mi proposición ofrece más que cualquier otra suposición visos de verosimilitud. Las medidas del ámbito de la torre satisfacen cumplidamente en su parte inferior y subterránea a las que indicó el prisionero. Era más fácil allí que en otro punto ninguno la comunicación cotidiana que con él tuvieren los canónigos del convento. Finalmente, existen en la iglesia, pegado a aquel sitio, vestigios bastante claros de comunicación con el gabinete de Física o con el subterráneo de la torre para dar con una llave contra la pared (suena toda la extensión que abarcaría una puerta) para que se oiga retumbar de un modo extraordinario y profundo la parte interior, que sin duda está separada de la exterior, perteneciente a la iglesia, por un ligero tabique. En cuanto a la objeción que se podría sacar del Memorial dirigido al Conde-Duque, en que dice Quevedo que tiene un río a la cabecera, es fácil ver que el estilo es exagerado, pues solo habla de la vecindad del río, y no del río que tuviese a la cabecera. Circunstancia que, a encontrarse el sitio buscado, contribuiría a deslindar todavía mejor la situación de las diferentes piezas que la amueblaban. En su carta a su mayor y mejor amigo Adán de la Parra, dice Quevedo que tenía su cama a mediodía, y su cabecera estaría, sin duda, mirando a occidente o al río.
Biografía
Nació el P. Fita en Arenys del Mar, el día 31 de Diciembre de 1835, ingresando en la Compañía de Jesús a los catorce años. Se educó en España y, ejerció la docencia en España y en Francia. Realizó estudios históricos y arqueológicos, dedicándose a descubrir, interpretar y reunir importantes documentos literarios e históricos. El año 1864 Fue catedrático de Sagrada Escritura y profesor de Lenguas orientales en León, publicando en 1866 «La Epigrafía romana de la ciudad de León». En 1866 se trasladó a Francia, publicando en1870 su famosa disertación titulada «Tablettes historiques de la Haute Loire», sobre el dominio de los Caballeros del Temple en el Velay. Fue miembro de la
Academia de la Historia, llegando a dirigir la institución. Fue miembro de la Real Academia Española y de la de BellasArtes, y socio del Instituto Arqueológico del Imperio Alemán.
Retrato de Francisco de Quevedo, atribuido a Juan van der Hamen
Fragmento de “Quevedo. Vida y obra” de Ignacio Arellano https://bib.cervantesvirtual.com/bib_autor/quevedo/pcuartonivel.jsp?conten=autor Ignacio Arellano
Vida de Quevedo. Noticia breve
Nació Quevedo en Madrid el 14 de septiembre de 1580, de familia hidalga montañesa, hijo del secretario particular de la princesa María y más tarde secretario de la reina doña Ana, don Pedro Gómez de Quevedo. Se formó en el Colegio Imperial de los jesuitas y en la Universidad de Alcalá. Una estancia en Valladolid, mientras esta ciudad es sede de la corte, parece iniciar la interminable enemistad con Góngora, probablemente atizada por celos profesionales entre dos de las mentes más agudas (y atrabiliarias) de la época. En sus años de estudios mantiene correspondencia con el famoso humanista belga Justo Lipsio, y desarrolla su interés por las cuestiones filológicas y filosóficas, y su afición a Séneca y los estoicos. En diversos testimonios del tiempo se hallan referencias a su ingenio, a su defecto visual y a su cojera. Poco hay, en cambio, sobre su vida amorosa y más detalles de sus actividades al servicio del Duque de Osuna, que empiezan en 1613, y que le llevarán a desempeñar delicadas misiones diplomáticas, a menudo en la Corte española, de donde remite explícitas cartas a don Pedro Téllez Girón, como la fechada el 16 de diciembre de 1615:
“Yo recebí la letra de los treinta mil ducados […] he hecho sabidores de la dicha letra a todos los que entienden desta manera de escrebir. Andase tras mí media corte, y no hay hombre que no me haga mil ofrecimientos en el servicio de V. E.; que aquí los más hombres se han vuelto putas, que no las alcanza quien no da
Diego Velázquez, El Conde Duque de Olivares. Estas actividades numerosas y agitadas terminan bruscamente con la caída de Osuna, conseguida por sus enemigos de la Corte: Quevedo fue desterrado a la Torre de Juan Abad, y luego encarcelado en Uclés, para ser reintegrado a la Torre, en donde hacía tiempo que mantenía un pleito por sus derechos de señorío sobre la misma. Regresa después a la Corte y se relaciona con los nuevos favoritos, especialmente con Olivares, con quien establece complejas ligaduras. Durante todos estos movimientos nunca deja de amistarse o reñir con variados personajes del momento: amistades con Carrillo y Sotomayor y Lope, enemistades con Góngora, Pacheco de Narváez, Morovelli de la Puebla…; ni de escribir asiduamente en los múltiples territorios literarios en que se mueve: festivos, morales, políticos. Un matrimonio poco exitoso en 1634, probablemente debido a la presión de la Duquesa de Medinaceli, nuevos pleitos, nuevos escritos… Y la prisión en 1639, por razones todavía no aclaradas del todo, que le mantendrá en San Marcos de León hasta poco antes de su muerte. Puesto en libertad en 1643 muere el 8 de septiembre de 1645 en Villanueva de los Infantes.
Blecua es el primer quevedista que traza con rigor la trayectoria pública y literaria de Quevedo a partir de las investigaciones realizadas hasta ese momento sobre aspectos particulares de su actuación política y de su quehacer de escritor. Las contribuciones de James O. Crosby al esclarecimiento del papel que representó Quevedo desde 1613 a 1619, en los años en que fue secretario, confidente y embajador extraordinario del Duque de Osuna en Italia y en España, permitieron rectificar las noticias mal documentadas que habían transmitido las biografías anteriores. Por un lado, Crosby deshizo el mito de su participación en la conjuración de Venecia de 1616. Por el otro, iluminó numerosos aspectos de la relación que unió a Quevedo con el Duque de Osuna. Quevedo se encargó de conseguir, en la Corte, la aprobación de varias de las empresas virreinales, sobre las que informó a Osuna periódicamente en cartas escritas desde Madrid.
Los datos aportados por J. H. Elliott para determinar las causas de su prisión de 1639 a 1644 (fue detenido en Madrid el 7 de diciembre de 1639) también colaboraron a reevaluar su posición en los vaivenes políticos que caracterizaron el reinado de Felipe IV durante el valimiento del Conde Duque de Olivares. En un examen posterior de los acontecimientos que marcaron la relación de Quevedo y Olivares de 1621 a 1639, Elliott reconstruye un proceso de acercamiento al nuevo régimen, justificado en parte por una genuina comunidad ideológica entre Quevedo y el valido: las ideas neoestoicas de Quevedo se ensamblaban muy bien con las simpatías de Olivares por los escritos de Justo Lipsio. Este tal vez sincero intento de ver en Olivares la salvación de España, por lo menos al comienzo de sus gestiones, aclararía la creación de obras específicas: la comedia Cómo ha de ser el privado, o el romance «Fiesta de toros literal y alegórica» (núm. 752), de 1629, o el opúsculo del mismo año en defensa de la política monetaria de Olivares El chitón de las tarabillas.
Lo que Quevedo legó en sus obras, como lo que traducen los documentos de archivo, no es, pues, uno, sino varios Quevedos: «Empujo fe e ideas del patriota Quevedo, del político Quevedo, del «religioso» Quevedo, del «humanista» Quevedo […] Lipsio de España y Juvenal español» escribe Raimundo Lida en el prólogo de sus Prosas de Quevedo.
Biografia: Ignacio Arellano, Catedrático de la Universidad de Navarra, ha sido Titular de la de León y Catedrático de la de Extremadura, además de profesor visitante en numerosas universidades de todo el mundo (Buenos Aires, Duke University, North Carolina at Chapel Hill, Dartmouth College, University of Delhi, Pisa, Münster, Toulouse, Católica de Chile…). Miembro del Consejo de Redacción de revistas como Ínsula, Edad de Oro, Criticón…, y Director del Grupo de Investigación Siglo de Oro (GRISO) de la Universidad de Navarra, en donde dirige un amplio programa de investigación sobre el Siglo de Oro, que incluye el proyecto de edición crítica de los autos sacramentales completos y las comedias completas de Calderón, la edición crítica de las Obras completas de Tirso de Molina, la publicación de La Perinola. Revista de Investigación Quevediana, la dirección del Centro de Estudios Indianos (con su «Biblioteca Indiana») para todos los temas relacionados con la literatura virreinal, o la dirección de la colección «Biblioteca Áurea Hispánica», con la editorial Vervuert-Iberoamericana. Es autor, editor o compilador de unos ciento cincuenta libros sobre literatura española, especialmente del Siglo de Oro, y cerca de cuatrocientos artículos en revistas científicas.
Obras de Francisco de Quevedo, según recoge www.cervantesvirtual.com
Obras completas
Obras de Don Francisco de Quevedo Villegas…$b : tomo segundo / Quevedo, Francisco de. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
Obras de Don Francisco de Quevedo Villegas… : divididas en tres tomos / Quevedo, Francisco de. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
Obras de Don Francisco de Quevedo Villegas. Tomo primero / de Don Francisco de Quevedo Villegas; colección completa, corregida, ordenada e ilustrada por D. Aureliano Fernández-Guerra y Orbe. — Ed. facsímil.
Original: Madrid, M. Rivadeneyra, 1859.
Obras de Don Francisco de Quevedo Villegas… : tomo tercero… / Quevedo, Francisco de. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
Prosa
Afecto fervoroso del alma agonizante, con las siete palabras que dijo Cristo en la Cruz / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
El alguacil alguacilado / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
Carta al Rey de Francia / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
Carta de las calidades de un casamiento / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
Carta del autor en que da cuenta de lo que le sucedió caminando a Andalucía con el Rey nuestro Señor / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
Cartas del cavallero de la tenaza / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
Casa de los locos de amor / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
Cuento de cuentos / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
La culta latiniparla / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
La cuna y sepultura / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
De los remedios de cualquier fortuna / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
Discursos ascéticos y filosóficos / Francisco de Quevedo y Villegas; colección completa, corregida, ordenada e ilustrada por D. Aureliano Fernández-Guerra y Orbe. — Ed. facsímil.
Original: Madrid, M. Rivadeneyra, 1859.
Discursos crítico-literarios / Francisco de Quevedo y Villegas; colección completa, corregida, ordenada e ilustrada por D. Aureliano Fernández-Guerra y Orbe. — Ed. facsímil.
Original: Madrid, M. Rivadeneyra, 1859.
Discursos festivos / Francisco de Quevedo y Villegas; colección completa, corregida, ordenada e ilustrada por D. Aureliano Fernández-Guerra y Orbe. — Ed. facsímil.
Original: Madrid, Rivadeneyra, 1859.
Discursos políticos / Francisco de Quevedo y Villegas; colección completa, corregida, ordenada e ilustrada por D. Aureliano Fernández-Guerra y Orbe. — Ed. facsímil.
Original: Madrid, M. Rivadeneyra, 1859.
Discursos satírico-morales / Francisco de Quevedo y Villegas; colección completa, corregida, ordenada e ilustrada por D. Aureliano Fernández-Guerra y Orbe. — Ed. facsímil.
Original: Madrid, M. Rivadeneyra, 1859.
La doctrina estoica / Quevedo, Francisco de.
Doctrina para morir / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
El entremetido, la dueña y el soplón / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
Epistolario y documentos relativos a la vida del autor / Francisco de Quevedo y Villegas; colección completa, corregida, ordenada e ilustrada por D. Aureliano Fernández-Guerra y Orbe. — Ed. facsímil.
Original: Madrid, M. Rivadeneyra, 1859.
La fortuna con seso y la hora de todos, fantasía moral / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
Gracias y desgracias del ojo del culo, dirigidas a Doña Juana Mucha, Montón de Carne, Mujer gorda por arrobas / escribiolos Juan Lamas, el del camisón cagado. Concordancia
Historia de la vida del Buscón / Francisco de Quevedo. Concordancia
Historia de la vida del Buscón, llamado Don Pablos, ejemplo de vagabundos y espejo de tacaños / por Don Francisco de Quevedo Villegas. — Ed. facsímil.
Original: Madrid, Espasa-Calpe, 1979.
Historia y vida del gran tacaño / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
Historia y vida de Marco Bruto / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
Libro de todas las cosas y otras muchas más / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
Memorial por el Patronato de Santiago / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
El mundo por dedentro / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
Nombre, origen, intento, recomendación y descendencia de la doctrina estoica, defiende Epicuro de las calumnias vulgares / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
Sueños y discursos de verdades descubridoras de abusos, vicios y engaños en todos los oficios y estados del mundo / Francisco de Quevedo. Concordancia
Política de Dios y gobierno de Cristo / Francisco de Quevedo. Colección Austral.
Política de Dios y gobierno de Cristo : parte primera / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
Política de Dios y gobierno de Cristo : parte segunda / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
Premática del tiempo / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
El Rómulo / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
El sueño de las calaveras / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
Vida de Marco Bruto / Francisco de Quevedo. Colección Austral. Concordancia
Vida de San Pablo Apóstol / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
Vida y muerte de Santo Tomás de Villanueva / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
Virtud militante / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
Visita de los chistes / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
Las zahúrdas de Plutón / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
Poesía
Antología poética / Francisco de Quevedo ; edición de Roque Esteban Scarpa. Colección Austral. Concordancia
Parnaso español (Sonetos) / Francisco de Quevedo ; edición de Ramón García González. Concordancia
Poesía burlesca. Tomo II : Jácaras y Bailes / Francisco de Quevedo; edición, glosario y notas de Ignacio Arellano.
Poesía burlesca. Tomo I : Romances / Francisco de Quevedo; estudio preliminar, edición y notas de Ignacio Arellano.
Soneto en manuscritos / Francisco de Quevedo ; edición de Ramón García González. Concordancia
Sonetos de «Cancionero Antequerano» / Francisco de Quevedo ; edición de Ramón García González. Concordancia
Sonetos de Quevedo / Francisco de Quevedo ; edición de Ramón García González. Concordancia
Sonetos encontrados en diversos lugares / Francisco de Quevedo ; edición de Ramón García González. Concordancia
Tira la piedra y esconde la mano / Francisco de Quevedo. — Ed. facsímil.
Original: En Amberes, por Henrico y Cornelio Verdussen, 1699.
Las tres musas vltimas castellanas. Segunda cumbre del Parnaso español / de Don Francisco de Queuedo y Villegas… ; sacadas de la libreria de Don Pedro Aldrete Queuedo y Villegas…. — Ed. facsímil.
Original: Madrid, EDAF ; Ciudad Real, Universidad de Castilla-La Mancha, 1999.
Monumento a Quevedo en Villanueva de os Infantes
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