Del elevado vuelo del halcón
Pedro Sevylla de Juana
ISBN: 978-84-8198-767-6
A los hijos de mis hijos, esperanza renovada
DEL ELEVADO VUELO DEL HALCÓN Libertad y osadía literaria
Blanca Vázquez
Publicado en El gusanillo de los libros y La República Cultural
«En mi opinión, somos hijos de un pretérito que es el de la humanidad entera y el del Universo al completo, producto de unas normas naturales en las que el azar juega un papel primordial….» dice el poeta, novelista y ensayista Pedro Sevylla de Juana en «Ad memoriam», ensayo previo a la novela que me ocupa, Del elevado vuelo del halcón, (2008). Y esa persistencia en indagar sobre el hombre (término que engloba por igual a la mujer), su procedencia, sus metas, sus equivocaciones, sus dudas existenciales, sus caídas y sus altos vuelos, y sobre todo su caverna familiar, su entorno próximo, es la piedra angular de su escritura, no importa el género literario en el que se sumerja.
Poeta hasta la médula: «La poesía adopta a la realidad, la amamanta, la acuna, la desnuda, y la hace suya, recreándola. La poesía es cangilón, es vasija, es vaso; y el poeta es arcaduz que entrega su mirada, su sospecha, sus sueños y quimeras, su saber y entender, su sentir, su deseo de amar…» Sevylla de Juana hace de su prosa novelada, poesía. Puesto que es en clave de lingüística poética como se cuelan en nuestra mirada lectora palabras dotadas de elevada densidad, fabricadas al fuego tranquilo que va deshaciendo en cenizas las miradas interiores y exteriores en torno al páter caído de una familia de hoy, en una gran ciudad tal que Madrid.
Vengo de estar con un libro difícil, tornasolado con intensidad de pensamiento, llagado de realidad y vida, con los altibajos y alegrías, con las historias cotidianas de una familia medioburguesa que se orilla en la cuerda floja. Decía que no es un libro fácil porque no tiene reglas. Porque es una cascada de prosa derramada, (me ha recordado a la densidad metafórica de la Nobel Elfriede Jelinek), aunque déjenme aclarar que nos encontramos ante un caos primorosamente ordenado. Si les gusta romper los mandamientos del lector estándar, súbanse a esta montaña rusa. Y nadie a quien le gusten romper las reglas como a mí, en literatura y en lo que se tercie.
Del elevado vuelo del halcón fluctúa entre múltiples tonalidades, las que da Pedro Sevylla de Juana a través de sus personajes a los numerosos capítulos, aunque todos comparten el mismo color base, el gris marengo que arrastra Juan Frías Blanco, desde aquel fatídico diciembre en que es despedido de su puesto directivo a los cincuenta años. En este Madrid amable que la competitividad hace inhóspito se moverá Juan como pez en el desierto, entre entrevistas y pruebas de selección, entre promesas hipócritas de un «le llamaremos». Mientras su familia, su mujer, e hijos, (incluso los muertos), se asoman ante el lector, contando sus cuitas, formando la historia, la de Juan, la de ellos, y la nuestra casi. Entre todos el abuelo anda de aquí para allí, como niño travieso, como ficha de parchís, donde le toca. Pero regala, este simpático mayor, a los destinos de los personajes un poco de historia con sus dichos y refranes que hacen del abuelo Miguel un apoyo en la tierra, en la lengua de nuestros antepasados y cruza puertas de ciencia ficción con su descubrimiento, mientras curioseaba en unas obras del Ayuntamiento, de unos escritos enterrado sobre un refugio atómico de nuestro dictador. El abuelo Miguel, soñador marinero que quiere «zarpar hacia tierras ignotas en inciertas singladuras».
Capítulo a capítulo, la prosa baila entre dejes preciosistas, de grandes alardes, una pizca resabida y sentenciosa por momentos, lo que perdonamos porque nos gusta saber, conocer, descubrir, redescubrir el vocabulario y los bosques y valles de metáforas. El Juan halcón no es solo un trabajador despedido que desciende la escalera de la fortuna y la autoestima entre trabajos menores, es también un descubridor de la vida después de tanta dedicación al trabajo-deber, y por tanto un novato descubridor del arte, el de la pintura, por ejemplo, o el arte de la reflexión y la comunicación con su manada, su familia. Opina Milan Kundera que, en una época de excesiva división del trabajo, de especialización desenfrenada, la novela es una de las últimas posiciones desde la cual el hombre puede aún mantener relaciones con la vida en su conjunto. Es lo que hace este escritor palentino de Valdepero, estudiar al hombre y su sociedad en un zigzagueante traspaso de personajes y situaciones, como una montaña rusa apuntalada en el azar. Sucede que el día a día cuenta con muy pocas escapatorias, y nadando en elemento tradicional se adscribe una novela moderna en su arquitectura. ¿No es acaso el novelista un explorador de la existencia?…» Quise aproximarme al hombre arañando su impenetrable coraza, y para abrir las mentes cerradas a la mínima emoción hube de punzar corazones que destilaban fluidos purulentos», confiesa el autor sobre su obra poética.
Blanca Vázquez, Excelente Crítica Independiente. El gusanillo de los libros y La República Cultural
Capítulo I
Huye Juan Frías de sí y considera amigo al tiempo huero, a los días incapacitados para producir noticias, relojes sin números ni rayas de las horas, manecillas iguales en anchura y longitud; busca la oscuridad diurna, el silencio estático y la soledad. Con abulia de alienado gira el afligido en torno al ojo del huracán, zigzagueante fuerza, espiras y más espiras, viento que no encuentra la puerta de escape. Madrid bulle a sus pies, los alrededores hasta donde alcanza la vista; cuerpo y espíritu fundidos, amalgamados en miscelánea confusa, mano y convencimiento infundado, brazo y esperanza carente de objeto. Voltea sin miramientos su intimidad replegada, encogida, metamorfoseada; y la terraza del alto edificio se hace atalaya de vigilante o plataforma de suicida, punto de arranque de la transmigración. Se llama Juan y en este instante rechaza los apellidos que concretan y explican su vida anterior; una vida llena, satisfactoria: espejismo quizá, ilusión sensorial que la acerca al modelo perseguido. Ha subido al terrado sin intención precisa, y desea estar solo porque cree que su daño viene de fuera. Allí, junto al símbolo de la empresa moldeado en plástico rígido y acero inoxidable, su deseo de huida alcanza un vasto territorio que comienza en las difuminadas laderas de la madrileña Sierra Norte y tiene su término en lugares y personas de nombres mitificados por él, en plantas y piedras, en objetos: Nínive, Praxíteles, Tenochtitlán, ornitorrinco, Krakatoa, hoja lanceolada, rosa del desierto, el Santo Grial, Marco Aurelio, piedralipes, Olimpo, Isla de Negros, Sakuntala, Fusiellos.
Una hora después, ganada o perdida con apática indiferencia, regresa Juan al despacho que debe abandonar, terreno propio cedido sin lucha; y el ventanal le muestra un cielo azul impasible ante los problemas humanos, preocupado más que nada por las intenciones aviesas de una nube fusca que inicia su andadura allá en poniente. Ni las vías de la estación de Chamartín, ni las torres inacabadas de la plaza de Castilla o los elevados edificios de Azca han modificado su aspecto; no se han entristecido un ápice al conocer la desgracia, y exhiben una displicencia rota por la constatación de inmundicias desparramadas sobre el suelo próximo. En este Madrid amable que la competitividad hace inhóspito, a más del tirón de su vela como sucede en la extensión marina, debe aguantar cada palo el embate de las proas perseguidoras de las mismas entelequias. Viste Juan un traje de pura lana virgen comprado entre Sol y Callao en una tienda de tres plantas; un terno gris marengo de confección, terminado a medida por un sastre de origen cantonés que llegó a España hace una eternidad. Lo estrenó en la convención sectorial de septiembre y lo lleva con soltura; rasgo personal despreciado por la estadística que suma su despido a los cientos producidos el mismo día, biografías dispares y dispersas coincidentes en los listados de la administración. Su infortunio no es único; lo sabe el interesado y saberlo no endereza el ánimo amorfo, áfono, descolorido.
Sufre su amor propio el cataclismo desencadenado por el Director de Personal -compañero de promoción que porta a las espaldas una trayectoria paralela a la de Frías- cuando, dos viernes antes, el concreto día ocho de diciembre, por nota interna le comunicó como si se tratara de otro, que el Comité Ejecutivo, en reunión extraordinaria, había acordado el cese de Juan Frías Blanco, Director Administrativo a la sazón, quien causaba baja en el puesto y en la empresa debido a necesidades organizativas. Como si se tratara de otro, como si le hiciera una confidencia de amigo se lo dio a conocer. ¡Cobarde! El colega ingrato leyó a Juan una misiva distante, hecha oficial por su propia rúbrica, sustituta de la comunicación oral -palabras propias o ajenas, tanto da- que el apocado rehúye.
Reemplaza a Frías un pipiolo llamado Francisco González, que dada la corta edad -treinta y cinco años- y los abundantes títulos obtenidos, no puede haber acumulado mucha experiencia. Pero qué importa, de los errores aprenderá. Se han dado prisa en tapar el hueco: a rey muerto, rey puesto. O al contrario, porque la premeditación es un hecho indiscutible: seleccionado a hurtadillas el heredero en el exterior, pudieron destronar al reinante. Va Juan tras su cese y no encuentra las razones que lo apuntalan; según se desprende de los hechos, tanto la lógica como él faltaron a la reunión del Comité Ejecutivo. Sus compañeros evitaron ambas presencias incómodas. De modo que es inútil buscar las razones; no hay. Eso sí, existen motivos suficientes que el perjudicado conoce. Su constante resistencia a los manejos del Consejero Delegado, neto espíritu de la ambición, deseoso de ocupar el sillón de Presidencia. El desacuerdo con las bajas forzadas del personal de más de cincuenta años o incómodo para sus jefes. La reiterada negativa a firmar actas, informes y balances contrarios a derecho. El rechazo a las prácticas de engaño contable, escamoteo de expedientes, encubrimiento de hechos sujetos a informe y la más próxima, evasión de impuestos. Faltas, incluso delitos, de clara consecuencia penal; que no ha secundado por puros principios éticos, antepuestos al progreso en la carrera profesional o al agradecimiento.
Es terreno de la sicología, pero puede que la voluntad indomable de Juan compense el defecto anatómico innato: mano izquierda raquítica, tres dedos mínimos en lugar de los cinco bien desarrollados -activos, prensiles, pulgar opuesto- que de suyo tienen las personas; tres esbozos dactilares que rompen la simetría corporal y establecen una individualidad reconocible. Y ahora se hace vitriolo en su herida la insinuación velada que sitúa la razón del despido en la edad -dos años mayor que la del comunicante- y en la carencia física, realidad inocua desestimada durante veinticuatro años de ejercicio elogiado. Esa maliciosa alusión a dos circunstancias que reconoce propias con orgullo, se convierte en el cuchillo que más profundo penetra en su corazón. La malformación congénita y la experiencia adquirida, señas de identidad que apadrina dándoles su nombre, destacándolas ante los demás, son puestas a modo de pantalla, acusadas de proporcionar causa bastante al despido. Resultan incapaces los autores de expresar el porqué verdadero; y ese encogimiento, ese sonrojo, utilizando una ambigüedad que impide el amparo, garfea en las entrañas de Juan y tira de las vísceras con la codicia de un carnívoro hambriento.
Una vez superada la insidiosa etapa de la niñez, la circunstancia adicional de la mano disminuida jamás fue usada en su contra. Por lo común, las personas, compadecidas, asumen una actitud de colaboración tácita. Esperando su paso ante las puertas imaginan prestarle un servicio obligado, al compartir con él la carga de objetos creen realizar una obra de caridad; auxilios que acepta por no desairar a los que se conmueven, consciente de sobrarle tales ventajas en la marcha normal de los días.
El dolor derivado de la destitución –tiempo y espacio recién condensados- se añade al producido por las muertes cercanas. La de su madre en primer lugar, saya amplia y moño en el cogote, la buena señora Octavia. Sangre infectada, células que fenecen exterminando a las cercanas por contagio, agonía ávida del agua que Juan dosificaba ignorante de la gravedad del mal. Llegó tarde el nombrado especialista, catedrático de la universidad vallisoletana, eminencia que hubiera puesto en claro las cosas corrigiendo a la Naturaleza. De nada sirvieron los estudios cuantiosos, interminables; ni las decenas de volúmenes escritos por él, cuajados de hallazgos; porque la presencia de vecinos cariacontecidos -arremolinados ante la puerta abierta de par en par- le anunció de manera evidente que la desgracia se había adueñado de la casa. O la temprana partida del hijo mayor, inesperada, horas antes de su boda. Accidente de coche derivado de la excesiva potencia del motor y el pésimo estado de la carretera; tramo de curvas peligrosas que el mejor amigo embestía diestro hasta cometer el primer error. Factores hechos confluir al azar con otras circunstancias tan dañosas como el uso de ruedas lisas, carentes de agarre, y la realización de un adelantamiento pasando por encima de la resbalosa línea continua pintada en el suelo. Ingredientes, todos ellos, combinados en presencia de un catalizador: la euforia que la despedida de soltero propiciaba.
Irreparables como son, ambas desgracias ahondan en Juan la herida abierta, para que penetre el dolor del despido y sume. Se ayudan de otras menos evidentes o más morosas; como la que afecta al padre, el señor Miguel, suavizada por el temperamento afable y el optimismo. Tras dejar el pueblo recorre el anciano a su pesar días iguales, quietos, esperando el viento que hinche las velas de su barca; perdiendo jirones de ilusión desde el infausto momento en que enviudó, ya con la daga en la espalda de la pérdida de su nieto querido, muchacho de conducta ejemplar en quien había depositado sus ilusiones. Se niega a ingresar en una residencia de viejos-niños, como él dice, y va dando tumbos de la casa de Juan a la del hermano, donde las nueras, animosas y cordiales, buscan en el calendario un equilibrio para él doloroso. Forzado el abuelo a cambiar de barrio y familia y, en clara consecuencia, de costumbres y normas -como si de distintos estados federales se tratara- escinde en dos la memoria de los actos y la rutina de su comportamiento. Así es: sal derramada sobre la carne viva, al dolor de las imborrables ausencias y las presencias difíciles, se añade en Juan Frías el daño íntegro de su injusto cese.
Sin pretenderlo, es Juan uno de los últimos en abandonar el edificio. Quiere dejar los asuntos en orden y dar fin a lo empezado; hilvanando en la medida de lo posible el cierre provisional de gastos e ingresos, las cifras aproximadas del balance: parca rendición de cuentas y ayuda mínima al sucesor. Por ello da ocasión de cortesía a quien quiere tenerla. Tratando de no coincidir, van llegando unos y otros a intervalos medidos, para decirle sin las palabras precisas o con ellas ensayadas lo mucho que lamentan la iniquidad. No, ellos no, ni uno siquiera de los de arriba; los imagina Juan aislados en la ciudadela de marfil como de costumbre, al remanso de alguna coartada hecha a base de retazos de ordinariez y cortedad de miras. Dan vergüenza y pena: piensa.
Retirar de la mesa de trabajo y de las estanterías las pertenencias, produce un efecto desproporcionado, muy por encima de lo que cabría pensar; y bien mirado se entiende, pues constituye el primer acto en el que la idea abstracta de la despedida toma cuerpo. El directivo jovial, envejecido de la noche a la mañana a los cincuenta y dos años, dispone en una caja de cartón, a medias ornato e instrumento, el conjunto de pluma, bolígrafo, cartuchos de tinta y regla milimetrada, juego de escritorio de plata o plateado que ordena una bandeja de caoba con los equivalentes huecos. Convirtió en símbolo de la posición alcanzada ese regalo suntuoso, al ser el más caro de los recibidos y guardar grata memoria del munificente. Añade libros profesionales, alguna novela o reunión de relatos con dedicatorias manuscritas y fechas indicadoras de épocas de agradable normalidad. Autores descubiertos con gozo: José María Requena, Panait Istrati, Bruno Schulz, Pedro Gómez Valderrama, Antonio Muñoz Molina; de quienes sospecha una coincidencia que excede la lectura sucesiva de sus textos, próxima a la comunión de inquietudes por el paso de la gente a través de la geografía hostil y de la sociedad adversa. Al lado deja una bolsa de aseo, continente del cepillo destinado al cuidado dental, de la complementaria crema, de una pastilla de jabón alojada en funda de carey, que a pesar del largo encierro exhala un fresco aroma; y de un frasco de colonia cuya publicidad -desmentida por la propia experiencia- promete convertir al consumidor en irresistible imán para las mujeres.
Acomoda en una esquina de la caja, ya más que mediada, un estuche forrado de tela que exhibe orgulloso las iniciales J y F bordadas a mano; arquilla donde guarda la máquina de afeitar eléctrica destinada a procurarle un nuevo apurado al atardecer, la escobilla de cerdas que elimina del depósito los restos de barba, y un tubo de crema balsámica recomendada por nueve de cada diez dermatólogos para templar la piel enrojecida. Al lado agrega un pulverizador de líquido quitamanchas, el cepillo que desprende el polvo seco de los tejidos tratados, y un sobrecito de costura recogido en un hotel de cuatro estrellas en Palma de Mallorca. Envuelto para su salvaguarda en las páginas publicitarias de periódicos atrasados, deposita con delicadeza un estilizado pez de cristal, procedente de Murano, que alguien le trajo tras pasar unos días en Venecia. En otra caja de mayor tamaño, entre burbujas de material plástico sitúa la cafetera, el cable arcaduz de la energía y las tazas de porcelana china separadas de los correspondientes platillos; elementos esenciales en el ejercicio de la hospitalidad debida a las visitas. Introduce una talla de madera policromada, cuyo argumento es un encorvado anciano oriental, vivarachos ojos rasgados, extraño gorro, que abraza con profundo sentimiento de propiedad dos patos o aves semejantes, al que por ello Juan apellidó, pensando en la célebre novela, “el hombrecillo de los gansos”. Van a continuación dos cuadros de superficie mínima, pintados por su propia mano cargada de entusiasmo, de los que nunca quiso desprenderse. Recogen la fachada de la casa del pueblo donde nació, Husillos, próximo a Palencia; y el corral de las gallinas desde el portón trasero. Ambos copiados de la imprecisa memoria. Añade papeles cuajados de ideas, ejes de algún proyecto de realización acariciada, anclado desde hace tiempo en el fondo de los archivos a la espera de la oportunidad que lo pusiera en práctica.
Cubriendo sus efectos personales extiende la chaquetilla de punto y la bufanda inglesa, banda de lana que envolvía su cuello cuando, terminado el horario general, trabajaba solo y la calefacción, ya apagada, no podía evitar el estremecimiento y la desazón. La dejaba con frecuencia en el perchero aparentando olvido, pues quería exhibirla sobre la chaqueta de punto tejida por Amelia, obligándola a entrar en una competencia favorable a la habilidad de la esposa. Prendas cálidas, tapabocas y chaquetilla, encargadas de suavizar las prolongadas esperas, la estancia indefinida al pie del cañón por si lo llamaba el Presidente; pensando nuevas maneras de actuar, haciendo números, resolviendo problemas aún no planteados, arrojando tiempo al abismo, horas y horas sacrificadas al insaciable ídolo de barro recubierto de oropel al que se había consagrado.
Llega, mediante tan ordenado acopio, a la conciencia de haber estado respirando una atmósfera propicia, favorecida por objetos entrañables que daban al despacho su carácter personal, la sensación de propiedad consolidada, castillo inexpugnable al fin asaltado. Así que no puede evitar sentirse como un asediado rendido a la felonía, un socio cedido a precio de saldo al adversario por los propios asociados; un simple participante en el juego de los naipes, perdedor de la última mano, la que completa la ruina, descubriendo en ese trance las cartas marcadas del oponente. Y en meros términos zoológicos y selváticos, se siente una ingenua gacela criada en cautividad, privada de la capacidad de adaptación al medio, carente de visión anticipada de las asechanzas, sobre la que salta un león o dispara un cazador ventajista.
La secretaria, a quien se ha ido haciendo con el paso inadvertido de los años, entra a despedirse. Su hija pequeña padece una rara enfermedad del corazón, y el marido viaja sin descanso representando a una fábrica especializada en accesorios del automóvil; por tanto, mujer de bien demostrada fortaleza y alejada de la sensiblería. Aún así, se demuestra incapaz de evitar el sollozo contenido. Sucede en el último minuto, al término de la recogida de los objetos propios, cuando baja con Juan hasta el coche llevando el postrer paquete, un sobre grande repleto de tarjetas postales y recortes de prensa relativos a lo que fue una actualidad escalonada y, en apariencia, progresiva. El abrazo, que humedece con lágrimas las mejillas de ambos, reconoce y define la humanidad del trato recibido. Entendiendo las necesidades disculpó Juan retrasos y ausencias, y aceptó un horario supeditado a las hijas, a la doble función de oficinista y ama de casa, forzada a un quehacer sin término. El jefe tolerante recibe las muestras de aprecio con un franco estremecimiento interior, repetido al cruzar la verja que bordea la Avenida de Burgos. No se haga reproches, es sólo el precio de la dignidad: musita la mujer entre dientes cuando el conductor baja el cristal de la ventanilla para desearle un futuro hecho a la medida de sus deseos.
Barrio de Pacífico, distrito municipal de Retiro, avenida de la Ciudad de Barcelona, manzana de viviendas con patio ajardinado y piscina rodeada por un seto de laurel, pérgolas recubiertas de madreselvas y rosales trepadores, pajarillos, palomas. Con la mente en blanco sale Juan del habitáculo del ascensor, permaneciendo unos minutos largos ante la puerta de la residencia familiar; y cuando introduce la llave equivocada se convierte en hierro candente la carga que trae. Repite intento, abre, penetra, cierra, cruza el vestíbulo, sigue pasillo adelante y deposita una caja bajo cada mesita de noche, cajones flotantes, en el interior de una alcoba con paredes enteladas de color salmón, donde la cama de matrimonio se adueña del espacio principal. Sentado Juan en el lecho va buscando sitio a elementos de memoria de los que desea desprenderse, y a los cuales, en contradicción flagrante, se ase como a tabla de naufragio. Los suyos, esposa e hijos, por suerte, han salido; no sabría cómo afrontar el encuentro. Desasida la botonadura viste aún el gabán, y observa el crucifijo protector del tálamo como si lo acabara de descubrir; fijándose al instante en el espejo, subido dos palmos sobre la cómoda, que recoge en su bruñida superficie el ángulo recto de pared y techo y la puerta entreabierta del cuarto de baño.
Acaba el amargo veintidós de diciembre y la Navidad, pavo real fatuo, no osa desplegar la cola en la casa. El que fue hogar industrioso parece vivienda deshabitada, cobijo del polvo que cubre las áreas receptivas. En dos anillos concéntricos se despliegan la tristeza y la fiesta; él primero íntimo, denso: piel áspera, dogal opresor, cilicio de espinas abrazado a la cintura; el segundo -músicas y luces multicolores que invaden las calles, los portales, las escaleras y las viviendas contiguas- ajeno, sutil: finísima cuchilla que secciona la piel dañada de la herida. El ambiente festivo asedia a la aflicción –anómalo catarro estival- relegándola al rincón oscuro del cuarto trastero donde se hace fuerte. Agoniza el año y con él una forma de vida ancha, larga, alta: capaz. Fuera o no aparente el contenido, aire o humo según la crítica extremada, reemplazarlo por otro que empuje las paredes dando sensación de crecimiento, va a resultar sendero cuesta arriba. Mientras tanto, por si ayudara, trata la víctima de diferenciar el despido de sus efectos inmediatos; porque encontrándose causa y consecuencia tan próximas, puede que la resultante no sea la suma de ambas sino su producto o su potencia.
Obedece a ese intento reductor del mal la búsqueda de asideros que Juan emprende. Lo cierto es que pasa las noches en blanco girando sobre un eje inestable, y atados al cerebro con hilos oscuros percibe los malos pensamientos. Los imagina temerosos de una expulsión horizontal, a modo de asientos colgados del techo giratorio en una vertiginosa atracción de feria. Se acerca agotado a la enemiga madrugada y entre densas brumas, dormido a medias -rocío sobre la frente enfebrecida- convoca su memoria la imagen del primer amor, ejemplo de lo limpio, de lo sencillo, de lo puro. Era verano, andaba el estudiante Juan preparando los exámenes de la reválida correspondiente a cuarto curso, y acudió a las lecciones de un profesor de repaso –alrededores de la catedral en Palencia: travesía de Antonio Maura- buscando el aprobado. Allí encontró, también alumna suspendida, tímida, ajena a aquello que mancilla la inocencia, a una muchacha preciosa y diligente de largo nombre: Ana María Inmaculada. El Hombre que fue Jueves, Las paradojas de mister Pond, Alarmas y Digresiones, La Esfera y la Cruz, El Candor del Padre Braun, Ortodoxia, La hostería volante, iba él muchacho prestando a la lectora; y en las páginas cómplices del admirado Chesterton, numeraba apenas ciertas palabras en un orden constructor de las frases que su parvo atrevimiento permitía: elogio, amor, ideas, pensamientos. En los libros que ella retornaba ya leídos, sustituían nuevos números a los borrados: elogio, amor, ideas, pensamientos. Los separó septiembre.
Contribuye el transcurrir del tiempo a ennoblecer los hechos pasados, y en los presentes instantes, que Juan sospecha deseosos de hallar en su pecho albergue duradero, reclama el cariño y la belleza, la casta ingenuidad y la rectitud de sentimientos, revelados aquel verano de repasos, por la muchacha que descubrió en la lectura una actividad apasionante. Y cuando el alba se abre con la esmerada dedicación del capullo que va haciéndose flor, llega la femenil presencia a consolar su desconsuelo inconsolable.
Capítulo II
Finísimas gotas de pesar flotan en el ambiente formando neblinosos tules, finísimas gasas etéreas, húmedas y frías. Se unen al azar entre ellas, potenciándose, transformándose en llovizna desapacible, miles de alfileres que el viento helado de la desconfianza, sañudo, arroja sobre Juan a voleos de sembrador. Penetran por la cavidad que la amplitud de las ropas permite, solapas del abrigo, aberturas de los botones; introduciéndose en los ojos, en los oídos; abriéndose camino a través de la comisura de los labios, de los poros que oculta el cabello. El temor a males mayores desencadenados por los ya conocidos, consigue que la temperatura ambiente descienda hasta que la lluvia se metamorfosea en aguanieve; preciosas figuras a medio cristalizar, sin concretar, sin decidirse por un estado preciso, sólido o líquido, ánimo o desesperanza. La cellisca traspasa las hostigadas capas subcutáneas, y llega al terreno cultivado del cerebro desdoblada en lágrimas de aflicción, ácidas gotas que intensifican el ritmo de caída, la violencia y el daño. Ya son agujas, puntiagudos aguijones hincándose en las terminales nerviosas, agudizando la sensibilidad y el desconsuelo que los remedios habituales no calman. Las células se empapan de dolorosas sensaciones hasta un punto cercano a la saturación; si quedara ahí la cosa, aún sería reversible, con ejercicios adecuados daría marcha atrás. Pero no, progresa, derrocha cantidades, encharca, trastorna, enajena, quedando la materia gris incapacitada para cualquier esfuerzo que la lógica reclame, avanzando por indeterminados raciocinios en serpenteos faltos de objeto.
Un pozo negro y profundo da posibilidad al cieno y a la pecina de sujetar cuerpo y mente, de apresarlos; rehenes por quien la Humanidad no está dispuesta a pagar rescate alguno. Sumergidos, se ahondan a poquitos el cuello, la barbilla, la boca; y en ella: la comisura de los labios, la encía, la base de los dientes, la lengua, el cielo del paladar; llega el lodo a la nariz, sube a los ojos, anega el cerebro ofuscado. Dejan indefenso a Juan sus facultades huidas, incapacitado para ver, oír o articular palabra; estorbado en los actos de pensar escapatorias o solicitar ayuda. Se siente torpe en extremo cuando trata de desprenderse de la viscosa masa adherida a su ropa, a su piel, a la voluntad anulada. Tras el inicial forcejeo cede en su esfuerzo de estirar los brazos para aferrarse a los salientes suavizados, resbaladizos; y se abandona a la inercia de la gravedad, vector que, siguiendo su natural discurrir, lo hunde hasta sepultarlo en el légamo oscuro, ahogándolo hasta un punto previo al postrer estertor.
Son las noches idénticas a los días y éstos iguales entre sí: bandada de tordos alineados en forma de flecha cambiante, dispuestos a un éxodo anómalo que persigue inviernos de frialdad y grisura. Los observa Juan volar en elipse, en circunferencia, en espira; les ve alcanzar el término de su loca carrera: un punto diminuto donde se contraen hasta diluirse en la nada, ausencia total de la que el torturado forma parte, espacio infinito donde el caminante se pierde. Los días, arquitectos del mundo, demiurgos de lo existente en íntima colaboración con el azar, le dan la espalda y lo desprecian.
Sol caldeando el paisaje, calor en el interior divergente, algunas mañanas, ignora Juan las razones, al levantarse se enfrenta con la devastadora realidad cuyas consecuencias sufre. A esa hora temprana, al igual que un perro, espolvorea el agua que empapa su pelambrera, sacude el anestésico desánimo. Durante unas horas es alguien opuesto a sí mismo, enemigo de su propia dejadez, contrario a la desgana. Pero a medio día, a media tarde lo más, se ve obligado a descabalgar el huidizo corcel que escapa de la inacción y el reposo. Ve al caballo seguir su galope sin jinete, y desengañado se adentra en la selva impenetrable, laberinto poblado de basiliscos, grifos y dragones.
Conocedor de la buena voluntad y de la consistente razón que asiste a quienes abogan por una progresiva salida a la calle, donde la vida sigue desenvolviéndose en toda su crudeza y esplendor; se propone torcer el curso del río, sortear los bancos de arena orientando a conveniencia la quilla renovada de su barca, prevenir las inclemencias del tiempo, domeñar a la bestia que lo devora, ser quien fue en otros momentos, acaso no tan dificultosos, en los que reaccionó como convenía, con energía y entereza.
Hay lógica en sus propios argumentos, tanto en los partidarios de cerrarse en sí mismo como en los que se inclinan por abrirse a los demás; y se sabe sincero en ambas posiciones. Desea romper la pasividad, pero no idea nada efectivo contra el pesimismo que lo desarma. Se sumerge en el silencio para no ver a nadie ni dar explicaciones; y por más que busca, hondonada o ladera, no encuentra la fuente de su apatía. Si por casualidad forma juicios objetivos, los invalidan la errónea valoración de los hechos, su desconfianza y postración. Cuando profundiza lo suficiente encuentra suelo, un pavimento reversible, ya que las arenas movedizas no son sino un reloj fluido que mide el tiempo invirtiendo sin pausa su concepto del arriba y abajo. Lo sabe, de improviso no puede haber perdido sus valores: capacidad de análisis, decidida voluntad y resistencia al cansancio. Lo sabe, y saberlo le proporciona escasa utilidad. Pone la razón a lo suyo, y tras desplegar una mirada experta deduce que no se trata sólo del extravío de las llaves de casa, pérdida que le obliga por sí sola a llevar una vida sin techo; el objeto extraviado, a fuerza de ser su caja de herramientas, es él mismo: Juan Frías Blanco, humano protegido por el amor y la amistad, que forma parte de una sociedad organizada para defender a sus miembros habilidosos de la cruda intemperie. La persona de la víspera y la del día siguiente –bisagra de la resolución del Comité, frontera del cruel comunicado- en esencia son la misma: un luchador a quien no entregaron una vida fácil y, pese a ello, avanzó hasta los primeros lugares de la fila situándose en la cabecera del grupo.
Palabrería inútil, plática sin sentido. Por desgracia puede estar descubriendo la limitación de sus fuerzas, capaces sólo en los terrenos llanos -eso teme- en los días claros de la feria; débil él contra la idea dominante hasta el presente, en las cuestas empinadas y en los turbios momentos. Se hace Juan esas reflexiones con tal de estimular la abatida resolución, y añade unas palabras mustias para decirse que debe buscar actividad, recurriendo a los empresarios conocidos si fuera preciso. Ha llegado la ocasión; ahora la herida sangra y la sangre viva empapa la ropa mostrándose, alarma legítima, derrame anunciador de la hemorragia. Lo dice como hablando consigo mismo, pues siendo él un individuo transparente pero también opaco –vasos comunicantes de cristal y arcilla la cabeza y el corazón- utiliza una voz imperceptible. Musita a sus orejas desde los labios quietos una promesa imprudente, deslizada de un conflicto aún sin resolver. Si no hay más remedio visitará a los que en otros tiempos le consideraron válido y elogiaron su forma de ser, aquellos que le deben favores. Eso ocurre durante un instante perteneciente por entero al presente inestable, lapso que Juan mantiene sujeto para escudarse tras él; porque el instante próximo, recién llegado del futuro, abriéndose paso con el restaurado orgullo a modo de machete, avanza raudo, colmado de enojo, enfurecido. Vienen otros momentos tan impacientes o más, y juntos tratan con enviones de impedirle la mendicidad lastimosa, la voluntaria humillación del incapaz de salir adelante sin apoyos compasivos; y para ello esgrime la pujanza irracional que su pecho despliega.
Del halcón que un día fue, de su elevado vuelo por encima de planicies y quebradas, metáfora acuñada y asumida por Amelia mientras veían un documental en la televisión; de su majestuoso dominio de las dificultades, acrobacia plena de imperio, nada queda: una confusión de alas rotas y cola desprendida cubriendo el suelo tras el desplome. El ejecutivo Juan hizo de la encumbrada posición aérea, erigida sobre cosas y personas, historia y geografía, el símbolo de sus logros profesionales; y la alegoría misma ha caído al barranco chocando cien veces contra la rocosa pared del despeñadero.
En otra realidad, contigua a la que habita el enclaustrado, están ellos, mujer e hijos: su familia más comprometida. Tratan en vano de aflojar las bisagras de la puerta, de las ventanas cerradas a cal y canto; buscan en el padre y esposo la fuerza perdida para invertir su sentido enfrentándola al presente, reata de horas incapaz de frenar la cadencia de su paso. La edad, que suele ser un inconveniente serio -con frecuencia, insalvable- debe suponer en él, por temprana, tan sólo cincuenta y dos años, verdadera ventaja, punto de arranque de la nueva aventura vital. No parte de cero, domina su profesión, la ejercitó en demasía disminuyendo el tiempo dedicado al sueño y la atención debida a los suyos. Lo sabe bien la esposa, la compañera, novia a quien entregó toda la carga de peces plateados, única mujer engarzada en su vida. Presencia esencial y constante, puede ella expresar el daño causado por las ausencias del marido, las fallas de la atención debida a los hijos. Mostró Juan el ejemplo de una trayectoria activa, de una tenacidad sin cortapisas; mas puso por completo en manos de Amelia la responsabilidad de las enfermedades infantiles, la explicación de los deberes del colegio y el esclarecimiento de las incógnitas que plantean la reproducción humana y sus adyacencias. Y él, egoísta, con aporte tan pequeño se atrevía a pedir comprensión y asistencia en su ambiciosa lucha, refriega carente de sentido como se ha demostrado a la postre.
Sabedora de que al tiempo se esforzaba por ella y por los niños, Amelia nunca se quejó. Juan pretendía llegar a lo alto; y cuando lo logró -Director Administrativo, miembro del Comité de Dirección, un sueldo substancioso, coche de la empresa adaptado a sus condiciones físicas, seguro de vida de amplia cobertura, iguala médica en una sociedad privada- la compañera postergada pensó que pararía, que iba a deleitarse contemplando el paisaje dominado desde allí, valle y vega, profundo cauce del río, ensenada portuaria. No se detuvo. Al parecer, no estaba en su mano; las conquistas distaban mucho de ser definitivas y temía el retroceso. Continuó viajando, presentándose en casa a horas tardías, sobreviviente de largas reuniones: debates generales o monográficos, desacuerdos en el seno del Consejo, definición de la estrategia y despliegue de la táctica, ajuste de las líneas maestras al momento económico, análisis del incremento de costos en los procesos seguidos; controversias abocadas a un buen entendimiento, pactos logrados minutos antes de la media noche, cuando el cansancio quiebra las resistencias debilitadas. Los resultados, buenos o malos, beneficiosos o generadores de pérdidas, en el fondo eran cuestiones indiferentes para su exhaustiva dedicación. Llegar arriba, en contra de la opinión aceptada, no consiste en coronar una cima montañosa o alcanzar una meta concluyente, no; se avanza sobre un cilindro giratorio, sobre una bola que rueda en contra de los pasos, defendiéndose a duras penas del retroceso. La aparente victoria final es un mero triunfo de etapa que precisa confirmación diaria. Permanecer es lo duro y se ignora. Se debe vivir para la empresa, hay que intuir los asuntos que la fenecida actualidad sacará a primer plano, tener lista una respuesta juiciosa para cada pregunta de los de abajo o de los de arriba, vigilar la cambiante postura de los demás, interpretar los gestos imprecisos con el fin de anticiparse a las reacciones y hacerse imprescindible a corto plazo, un término –horizonte detrás del horizonte- restaurado cada día.
Cuando conoció el cese de Juan, Amelia se llenó de rabia sobre otras razones por el desequilibrio del saldo. Actuaban en ella, dado el tono de burla, las desafortunadas circunstancias, la grotesca evolución de los acontecimientos. Cortos de inteligencia, impidieron los otros la asistencia del Director Administrativo a la reunión del Comité donde se iba a tomar el acuerdo, y lo hicieron utilizando una excusa liviana que el postergado entendió como tal. Pensó, a la vista de la endeble razón alegada para forzar su ausencia, con el concurso de su natural ingenuidad, que trataban de ofrecerle un nuevo puesto, una promoción efectiva. En su interior ambicionaba el cargo de Director Financiero, vacante tras la jubilación de Anselmo Soto, quien, pese a ello, iba a trabajar casi todas las tardes. Llegó a creer, confiesa Juan a la esposa avergonzado de su simpleza, apesadumbrado por la necedad de tan extravagante discurrir, que con motivo del vigésimo quinto aniversario de su incorporación pensaban organizarle un acto de homenaje. En fin, cualquier premio acorde con sus merecimientos. Ni por asomo sospechó, confiado y positivo, que se trataba su despido en el orden del día correspondiente al capítulo de otros asuntos.
En efecto, son los compañeros de mayor afinidad, los estimados como incondicionales -sin diferencia sustancial, activos o pasivos, de frente o de lado- los responsables de su destitución. Juntos aceptaron retos graduales fijándose objetivos seductores, y fueron configurando la empresa según un patrón común que cada uno concretaba de distinta manera; un modelo que las condiciones dominantes en cada momento, a pesar de ellos, modificaron. Colegas a quienes Juan distinguió, al margen de su respuesta, con sinceridad y aprecio; a los que favorecería hoy mismo de presentarse ocasión. El vínculo sobrepasaba el ámbito empresarial: a través de las relaciones laborales penetraba en el terreno considerado íntimo, oculto aun para los camaradas. De manera paulatina -sección política o religiosa, hermandad de adictos, cenobio- el espacio directivo fue incorporando la biografía y sus contornos periféricos, familia y ocio. Primero fue el tenis, después el golf. Recuerda Amelia el evidente orgullo de Juan cuando estaba a su altura o los superaba; brazo izquierdo apoyando, impulsando el derecho, con dificultad y errores dominados. Barbacoas de lechazo, churrascos de ternera y embutidos, festejadas durante los fines de semana en los cuidados jardines de las viviendas de recreo; vacaciones compartidas en áreas costeras, Norte o Levante; en el extranjero, por último: paraísos neutros y asépticos levantados al margen del entorno pobre, amurallados de cercas arbóreas y arbustivas. Destinos decididos como si de asuntos internos de la empresa se tratara, donde las mujeres, sin voz ni voto, observaban y obedecían. Esposas sobradas de tiempo libre, salían juntas fingiendo apego y guardando de modo sutil las distancias. A menudo lamentaban orgullosas el preeminente estrado que los maridos ocupaban, cuya jerarquía reproducían en su simulada familiaridad, escala paralela de autoridad consorte.
Desde su hogar extremeño Amelia llegó a Madrid portando el bagaje del Bachillerato Elemental, concluido tres años antes, y los conocimientos, ceñidos al programa, que proporcionan dos exámenes fallidos para ingresar en el Ministerio de Hacienda. Tediosas jornadas dejó suspendidas de un clavo en el zaguán de la casa, hijas las unas de las otras, hermanas las otras de las unas. Había convertido en excusa, imprescindible para el abandono temporal de la preparación en que se hallaba inmersa, a la mecanografía, poco ejercitada por encontrarla desprovista de atractivos. La ineptitud demostrada en la práctica de ese ejercicio, facilitó a Amelia el alejamiento de cualquier oposición y, a la vez, del hermoso casco histórico de la ciudad, donde vivía formando familia con su madre, viuda de hecho. La contrariaba dejar un barrio tan bello, donde había crecido corrigiendo el recuento de los luceros nocturnos, cotejando el vuelo de las cigüeñas domiciliadas en las torres de Santa María y San Francisco Javier. La entristecía, sí; pero en las tardes de otoño y primavera el tiempo tomaba cuerpo y los viandantes lo apartaban al caminar como si se tratara de la más densa de las nieblas o de la espesura selvática. Por eso se alegró Amelia cuando la madre decidió que viviera con ella su hermana soltera liberando a la hija. De ese modo recibía la joven la oportunidad de aprender en una academia de renombre, cuanto guarda relación con la belleza del rostro; oficio para el que parecía estar singularmente dotada, según el decir de las vecinas que se ponían en sus manos hábiles.
Forastera en aquel Madrid de límites cambiantes, tuvo Amelia la suerte de hallar una residencia seria para chicas jóvenes, unas todavía estudiantes y otras ya empleadas. Ocupaban alas distintas separadas por un patio compartido, y disponían de entradas independientes, calles de Ríos Rosas y Ponzano. Sin dejar los estudios, unos meses después comenzó a realizar prácticas en un salón de peluquería; mas no quiso mudarse al pabellón económico. Como ganaba algún dinero permaneció con las muchachas de estudios, mejor consideradas, junto a una amiga recién descubierta.
En determinadas circunstancias la amistad surge de la convivencia extendida. “Trato continuado, afecto germinado”: dice el padre de Juan, fruto de una larga observación; pero se hacen necesarias algunas coincidencias previas. Para Amelia la afinidad facilita la armonía; con Carmen lo comprendió. Sus opiniones concordaban, se entendían sin cruzar palabras y pronto los vestidos de una fueron también de la otra, doblando ambas el ropero. Es más, las ilusiones componían en ellas un paraíso equivalente; y hubiera ocurrido así en cualquier lugar y tiempo. La voluntad de compartir y el placer derivado del beneficio de la persona amiga, señalan sin objeciones la amistad. Si algún chico gozaba la buena estrella de gustar a las dos -sucedía en contadas oportunidades- dejaban que él o el azar decidieran. Nunca entraban en competencia ni sufrían a causa del resultado de la elección, lo sabían efímero al lado de su inalterable hermandad.
Cuando Amelia conoció a Juan ningún indicio le señalaba el futuro; fue incapaz de inferir el deseo del destino, que por lo visto consistía en situarla junto al muchacho con satisfacción creciente durante el resto de la vida. Confiesa que la apariencia física no acabó de llenarla, quizás a causa del visible defecto: la mano izquierda atrofiada: tres dedos minúsculos tan sólo. Pero contra ese sentimiento reaccionó la idea materna inculcada desde las primeras lecciones y remachada en las siguientes. Las personas han de ser valoradas por la índole de los objetivos fijados y el esfuerzo puesto en conquistarlos. Ocurrente, sincero y optimista, la atrajo su charla animada. Poseía un rostro agradable: ojos marrones, expresivos, habladores; y el conjunto de nariz y boca gozaba de un atrayente equilibrio.
Coincidieron de nuevo -obra de Carmen también ese encuentro- y Juan invitó a Amelia a salir solos. Reconoce ella que, aunque inventó algún inconveniente, en su pecho había nacido la inseguridad, el titubeo, la lucha. Tenía empleo y aspiraciones, era bueno; y la mano insuficiente -suplida con el brazo, con la boca, con una asombrosa habilidad desarrollada- pasaba a un segundo plano, anecdótico. Sensible y tierno de veras, en sus encuentros recitaba los poemas de amor escritos por Neruda y Miguel Hernández: “Besarte fue besar un avispero”, “Abeja blanca zumbas -ebria de miel- en mi alma”: palabras íntegras, puras y precisas de los poetas, pero elegidas en función de las particulares circunstancias del momento amoroso en que se encontraran. Vencido el temor a la opinión de los demás, tras seis meses de relación amistosa acordaron iniciar el noviazgo. Quiso Juan librar a Amelia del ejercicio de su profesión de esteticista, labor que producía a la chica satisfacciones numerosas, y ella obedeció -acostumbrada a acatar como propias las decisiones masculinas: padre, hermano- sin dar a la determinación ninguna importancia.
Rodrigón y alcorque se hizo Amelia para Juan, barrera protectora; actuó influida por sus propias aspiraciones, por intenciones calladas, egoístas si a mano viene, pero legítimas por completo. Lo confiesa: contribuyó a hacer del marido el triunfador deseado, el victorioso caballero y el paladín de su causa; posición necesaria para demostrar a la madre en primer lugar, al padre y al hermano allá donde estuvieran, a los vecinos de trato, a los conocidos en general, que no se había equivocado y Juan era merecedor del cariño puesto en él. La enamorada hablaba a todo el mundo del novio con sus laureles en la mano, comprendida Carmen, que conocía como propios el sentir y las reservas de la amiga.
Amelia nutrió la voluntad de Juan secundando el propósito noble, cuando a la muerte de la señora Octavia, el hijo, tras zanjar los asuntos perentorios, descompuso el hogar del pueblo acogiendo a su padre en el piso de Madrid, donde hubieron de convertir en alcoba lo que era despacho y recibidor. Respondió la mujer como el esposo esperaba, proporcionando al anciano atención y cuidados restauradores del orden abandonado en Husillos. Entonces ocurrió: comenzó a sentirse pesarosa; sí, es probable que fuera envidia, pero envidia sin más y pasajera. El marido reconocía la llamada de la sangre y la seguía. Amelia se vio relegada, pero comprensiva con las circunstancias del momento, accedió a desempeñar en la obra del matrimonio el fastidioso papel de comparsa. Por fortuna, el eje paterno-filial fue limándose a medida que el acogido cedía en su aflicción, alcanzando el grosor mínimo en cuanto recuperó el empuje y comenzó las salidas: soñador de fluctuantes olas, de caminos marcados en el agua, haciéndose espectador de grandes construcciones, de las obras públicas de magnitud. Volvió Juan a ella, pero también al absorbente trabajo; y en los largos ratos de soledad, la nuera apreció la presencia del señor Miguel, su suegro: el carácter plácido, las ocurrencias ingeniosas, la hombría de bien y la cordura de sus opiniones y sentencias. No pidió Amelia el justo reparto de la carga entre las dos familias; ni una queja en sus labios. Acaso fue Juan, quizás su propio padre o Miguel, el otro hijo. Más adelante, es cierto, trató de evitar la desigual longitud de las estancias; pero buscaba ante todo la prevención de posibles roces que, no obstante, se dieron.
En el Registro Civil inscribió Juan el nacimiento del primer vástago con el nombre del abuelo, el mismo del padre y el hermano, ese Miguel familiar. El hijo mayor se convierte en delegado de los padres, y debe consumar las empresas que ellos no pudieron conducir de manera adecuada. De modo que, en el momento irreversible del accidente, cabaña mutua edificó el matrimonio, recíproco refugio: techo bajo, muros próximos, mínimas ventanas. El infortunio les arrebataba con la vida del muchacho la parte más valiosa de su propia existencia; no sólo el vivero de afectos, también los sueños codiciados, pretensiones naturales sacadas adelante a través de las sucesivas etapas: niñez, adolescencia y juventud, atentos a las desviaciones que el afán de autonomía propiciaba. De improviso se vieron desposeídos de cuanto representaba el joven Miguel, y se aproximaron a Yolanta, su frustrada esposa, novia viuda, fecundada compañera; buscando la cercanía del fruto de su vientre, hijo póstumo adelantado un mes por el penoso suceso. Haciendo del recién nacido cordón umbilical que los uniera al muchacho muerto, Amelia y Juan atribuyeron a la herencia el origen de silabeos, ademanes y facciones, de la manera de ser afectuosa y expresiva.
La fertilidad de Amelia anidaba a flor de piel; bastaba una caricia apasionada de Juan para que se manifestara. El matrimonio engendró los hijos a intervalos acordes con la evolución de la economía doméstica. Dieciocho meses se llevaban los primeros, niño y niña; tres años saca la segunda a la tercera; dos y medio separan a los últimos, niña y niño. Cuando la madre exhibía gozosa la preñez, el padre se las arreglaba para obtener un nuevo ascenso, una mejora de salario y mayores prerrogativas; pero crecía su dedicación al trabajo y la embarazada se encontraba falta de los apoyos requeridos. Entonces la invadía una cierta saudade de la relegada profesión de esteticista, porque hay huecos que las rutinarias tareas del ama de casa no llenan. Como reacción la mujer se hizo posesiva, y los hijos -suyos más que de nadie- compendiaban su mundo. Tardó el marido en darse cuenta de la nueva conducta, impropia de la manera de ser de Amelia, irracional acaso; pero tardó más aún en comprender que la motivaba su propio alejamiento. Y durante un tiempo, breve por desgracia, se esforzó en regresar del despacho a horas convenientes y en viajar menos.
Pintaba Juan con destreza cuando conoció a Amelia; y un paisaje, ideado al convertir a la joven en imán de sus pensamientos, presidió durante años la alcoba de invitados. Montes suaves diluyéndose en colinas, laderas florecidas que se funden en la arena de la playa, agua azul y blanca de las olas y un roquedo, violento rompiente del mar. Se imagina aún la mujer, amada junto al amado, en esa geografía irreal; y añade una casita rodeada de árboles, una pradera donde juegan niños que se parecen a los propios, un arroyo de aguas transparentes, una docena de ovejas, un carnero y el perro que encamina los pasos de los ovinos: la bucólica vivienda que no tuvo, la familia feliz que siempre echó de menos. Percibiéndolo como un pedazo de sí misma, se lo confió a Carmen, la mejor amiga, la única íntegra y probada, sola persona capaz de diluir el acíbar de su corazón y de potenciar las alegrías. Presente de bodas hizo del lienzo, el día en que Carmen se unió a un aragonés campechano y reflexivo; pero guarda su mente una copia que la niebla de los días inciertos no logra ocultar.
No es todo; espléndidos bodegones, pintados en la mocedad, adornan salones de amigos; se tocan los bultos, las distancias se miden. Incluso siendo un recién casado, responsable de nuevas tareas, concluyó algunos paisajes. Con el retrato, tomado del natural, no se atrevía: los ojos son ojos y la nariz, nariz; cualquiera lo sabe, color, forma y dimensiones. En el rostro humano no caben los errores que las colinas o las cosas toleran. Los domingos y festivos convertía en estudio la terraza del piso situado en el barrio de Adelfas, distrito de Retiro, balcón sobre la calle Cerro Negro y la vía de circunvalación llamada M-30, desde donde se domina el populoso barrio de Vallecas. Si el tiempo era propicio salía con Amelia al campo, rústicas proximidades del río Jarama, vallecillos y altozanos. Sin caballete, sin pinceles apenas; con espátulas, haciendo de los dedos herramientas, iba trasladando a la tela su visión del entorno. La esposa observaba abstraída al esposo en el trance supremo de desplegar, de la manera en que se dan al viento las velas de un velero, una personalidad ignorada: halcón remontando el vuelo, creciéndose en sus alas extendidas, dominando los interminables espacios, apropiándose de los observatorios elevados, ofreciendo puntos de vista abiertos, diáfanos, flexibles, vibrantes. Lo sentía transformarse en otro, más cálido, emotivo y soñador; locuaz hasta en los silencios expresivos.
Entregado por entero a la empresa, se vio compelido a borrar ese camino de evasión, última puerta abierta a la propia alacena, a la satisfacción efectiva. Y no sería una renuncia sencilla e indolora; lo descubre Amelia al rememorar tiempos mejores y la abandonada profesión de esteticista que ella misma quiso darse. Las abdicaciones, cesiones que pasaron desapercibidas en el momento de producirse, ahora, cuando el despido de Juan dispersa sus cuchillos, se acercan a ella nítidas, diferenciadas, brillantes; con la decidida intención de imponer su tardía presencia, portando una dramática acusación de cobardía.
Capítulo III
Llegado a la ociosidad por la fuerza ineludible de las circunstancias, Miguel Frías, padre de Juan, acomoda sus pasos a la acción cercana. Alejado del mar que lo apasiona y de la tierra de labor que llenó sus horas gratas, se complace en contemplar el progreso de los trabajos desarrollados en la calle, el ajetreo constante de las nutridas cuadrillas de obreros. No se trata de zanjas someras de la compañía del gas, del canal de Isabel II o de la telefónica, escarbaduras de gallina como él dice, sino de los grandes proyectos, los de indiscutible volumen. La aventura diaria del ir y venir y el quehacer constante despiertan su interés y le permiten mantener activa la imaginación. Si no se mareara: expresa en condicional dejando un postigo abierto pero cerrando el portón grande, como quien nada llevando a la espalda la ropa seca; de no marearse: fútil pretexto, seguro; de contar con un estómago de marino hecho a los vaivenes de la nave, balance y cabeceo, viajaría sin rumbo a través de los océanos despejados, por los golfos y ensenadas; participaría en empresas inusuales de investigación de las intimidades marinas, circunvalaría el mundo en un velero de tres palos. ¡Levad anclas!, ¡Soltad amarras!, ¡Largad las mayores!, ¡Cuidado con la botavara, grumete! Sueña, quizá por la monotonía de su vida, con expediciones a lejanas aguas pobladas de peces escurridizos y sangrantes corales; deteniéndose en islas minúsculas para ver el mar desde ellas y recuperar la perspectiva. Algún influjo recibió, sin duda, de su viaje a territorio africano, a la costera ciudad de Melilla –bando nacional, lado rebelde- en los días inestables de la Guerra Civil; ida y vuelta a bordo de un cachazudo navío, cortando las olas plácidas que rompían en blanca espuma y gotas imprecisas. O de sus lecturas invernales una vez terminada la contienda: algunos libros de la biblioteca del caserío de doña Regina, rica señora de cuyos bienes se cuidó en Husillos, su pueblo, próximo a la capital palentina: Robinson Crusoe, escrito por Defoe; El Robinson Suizo, de Wyss; La isla del tesoro, de Stevenson; Naufragios, de Álvar Núñez Cabeza de Vaca; Moby Dick, de Herman Melville; Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne; Tifón, de Conrad; y Vida y viajes de Cristóbal Colón, de Irving; por citar los más satisfactorios. Capítulos dotados de dinamismo, páginas de la mayor expresividad, párrafos aprendidos de memoria, capaces de inducir una visión certera en cuanto cerraba los ojos e imaginaba. Estímulos ambos, viaje y relatos, que si no son la causa han dado impulso a su atracción por el líquido universo. A fin de cuentas, cuando volvió a encontrarse con el mar cara a cara había cumplido medio siglo su añoranza; pues sucedió de mayor, apartado ya del campo, a mediados de agosto de aquel año que dio fecha a la muerte de la esposa, ocurrida en octubre. Por aquel entonces los agricultores descubrían el mundo existente tras la última lindera, e iniciaban las atractivas experiencias, ajenas al trabajo, que la vida reserva a los privilegiados. Se sumergió la pareja enamorada que eran -la mano izquierda de ella en la derecha de él, para darle ánimos, para recibirlos- en las olas rudas del Cantábrico, tan bravo, tan desconocido, tan cercano; y al regreso la traicionera enfermedad llamó a la muerte, y la muerte se presentó a deshora tergiversándolo todo.
A veces lo piensa: puede que naciera en época errada, varios siglos retrasado, cuando ya el mar había perdido protagonismo en la historia de la humanidad, desbancado por el aire circundante y el espacio exterior espeso de mundos. Busca reemplazantes a la medida, y halla sustitutos muy alejados de su pretensión. El ejercicio útil, la dinámica dotada de freno regulador y el movimiento encauzado, descubiertos en las proximidades de las dos casas que habita, tiran de su ánimo con una fuerza engordada a medida que el esfuerzo propio se distancia de la voluntad. Cabeza poderosa sobre anchos hombros, pecho desarrollado y tronco en consonancia, su debilidad, piernas fuertes abajo, proviene de los pies. Se le formó en ambos el llamado espolón calcáneo y sobrelleva como puede su peculiaridad, puesto que, aunque utiliza una plantilla correctora de cuero bovino, si se excede en las caminatas sufre lo indecible. Mientras se afanaba como un azacán en el campo, ni una molestia leve percibió, ni una punzada; fue el desequilibrado ejercicio pedestre, único posible en la gran ciudad, el desencadenante.
La capital del Reino, vasto territorio de exploración –treinta mil veces la población apretujada de Husillos, treinta millones de veces la superficie asfaltada- ciudad atosigadora, lleva al padre de Juan de calle en calle tratando de averiguar las claves de los comportamientos observados. Entre los aspectos llamativos de Madrid, lo que sorprende al abuelo –tiene Miguel Frías tres nietos de distintas edades y un bisnieto saladísimo- es que la gente apenas canta; circunstancia provocadora de mayor interés que la existencia de rascacielos y la profusión de coches circulando uno junto a otro a lo largo de espléndidas avenidas. Cantaban los vecinos: chavales, mozos y casados; durante el desarrollo de cualquier labor, primavera, verano, otoño e invierno. Pero en la recolección de los cereales o en la vendimia, repetían las letras de su repertorio hasta enronquecer. Al ordeñar a las ovejas, al regar la remolacha o la alfalfa, mientras recogían las verduras en sazón o iban en el carro a cualquier pago, inventaban argumentos, repetían hasta la saciedad los preferidos o tarareaban la música oída en las veladas de baile y el receptor de radio. Cantaban esquilando al ganado, abriendo surcos al rastrojo o podando las cepas del majuelo. Proceder eficaz el del canto a pleno pulmón, útil para esponjar los pulmones y expulsar la tristeza del corazón cuando por la razón que sea se oprime.
Sacado el abuelo de contexto –no al modo de las frases sueltas sino de los peces fuera del agua- desubicado el señor Miguel, la ciudad le impide ejecutar las pequeñas tareas que el mundo rural reserva a las personas mayores. Sin corral ni gallinas que lo pueblen, no cabe alimentarlas o recoger los huevos del nidal; ni procurar el sosiego de las cluecas –sopas de vino para adormilarlas- hasta que la pollada rompa el cascarón. Falta de conejos la casa, cómo recoger en un canasto las tiernas amapolas que tanto aprecian, las suculentas mielgas; cómo desnucarlos de un solo golpe dado con el canto de la mano y desollarlos sin cortar la piel para que el pellejero de Villarramiel la admita. En Madrid no se enroja la estufa con paja y sarmientos: chisporroteos, estrellitas de colores, llamaradas. Regaba con agua del Carrión la huerta feraz del pago de la Majada, situada entre el río tortuoso y la recta vía del tren –zanahorias, tomates, lechuga, patatas y cebollas- llevando a casa entusiasmado las primicias; mas la ribera urbana del Manzanares no se presta a ese ejercicio. En pocas palabras: ha sido privado de andar por los senderos con la azada al hombro, herramienta universal y adaptable como pocas, cuchilla por un lado y por el otro martillo. Nadie le riñe el comportamiento, único aspecto positivo del asunto, nadie le recrimina los modos; ya no entra de la cuadra o de la calle en el portal recién fregado, dejando las rotundas huellas de los zapatones sucios, barro, paja o estiércol. Oye aún los gratos rezongos de la esposa, sus cariñosas reprimendas; y es que un día sí y otro también, la añora; virtudes y defectos.
Aliviaría su necesidad de tierra la parcela que Juan, el hijo menor, compró en el término de El Escorial; pero la visitan muy de tarde en tarde y por las reducidas dimensiones parece objeto de personas inclinadas a los experimentos florales, jardineros de guantes finos y útiles de juguete. Así que Madrid le fuerza a ser pasivo observador de la actividad ajena, del progreso de las tareas de otros y del remate final que da por acabada la obra entregándola al general dominio o al particular disfrute.
Las administraciones públicas, tanto la Central como la Autonómica o el Ayuntamiento, han reducido los trabajos gravosos para sus finanzas. La medida obedece al creciente desequilibrio entre ingresos y gastos. Según parece llevan una gestión pésima: despilfarran los recursos en fruslerías, y a la hora de emprender mejoras palpables deben negociar empréstitos, vender propiedades públicas o aumentar el importe del recibo de la contribución. Y es un hecho, las teorías económicas cambian; veletas son que oponen al viento una mano con el índice extendido para señalar al culpable de los inevitables errores. Si hasta hace poco el consumo era motor de progreso, el ahorro se ha convertido en base de cualquier desarrollo; y es bien sabido que gasto y alcancía se oponen. Se ha dicho, y el abuelo lo repite a su modo en cuanto sorprende alguna modalidad de derroche, que “donde no hay regla, la necesidad impone su férula”. La prensa, la radio y la televisión, con invitados de variados pelajes, debaten sobre la materia, que debe tener cierta enjundia puesto que al final aparece la Unión Europea, moderna tierra prometida, paraíso soñado por los habitantes de los países pobres. Esa es otra de las controversias pendientes. Antes, el abuelo Miguel era partidario acérrimo de comunidad tan amplia, pues suponía que el hecho de pertenecer a Europa nos daba categoría a los españoles; imaginaba que los gobernantes de otros países, los sabios y los profesionales extranjeros, nos iban a enseñar algo de lo mucho que ignoramos. Pero vistos algunos resultados empieza a comprender, y lo dice a su modo, que “los de París, Roma y Husillos; de Adán y Eva venimos”. En el trato superficial con los visitantes de fuera, va vislumbrando que las gentes, por muy apartadas que nazcan unas de otras, tienen cinco sentidos para conocer, una cabeza y un corazón para pensar y sentir, una boca para prometer o justificarse y dos manos para transformar; participando de la moralidad pública y, lo que es peor, de los vicios ocultos.
En resumidas cuentas, lo que trata de explicar el abuelo cuando, ensimismado, se le va el santo a preces, es que atravesamos un período de escasez de obras. Si se acomete alguna de importancia es porque paga el Estado, y no está el horno para hojaldre. Pero él, una vez más, puede considerarse persona afortunada, ya que a un centenar de metros de la casa de su hijo Juan, cuando se acerca al remate una colmena de pisos elevados al borde de la M-30, la recién nombrada ministra del Ocio, el Presidente de la Comunidad Autonómica y el Alcalde de Madrid, aprovechando la fiesta de la Virgen del Pilar, acaban de poner la primera piedra en el vaciado de lo que será un enorme edificio. Las colosales dimensiones convierten su construcción en un espectáculo, aunque haya quedado reducido respecto al proyecto inicial, que data de hace lo menos diez años. Durante esos dos lustros, se lo ha dicho Juan, los responsables han cambiado tres veces y los planos siete; pero del lado de los constructores, antiguos albañiles con mucho dinero, todo lo más se han abierto paso los hijos, o algún hermano de los empresarios jóvenes.
Ciertos desocupados –entre los que se encuentra el abuelo Miguel- desmallan mucho tedio en una obra de tal envergadura. Primero está el derribo; si se trata de un edificio antiguo abundan los elementos aprovechables. Tejas de un rojo desvaído en las que ha prendido el musgo. Puertas y ventanas de madera maciza con sus correspondientes dinteles. Robustas vigas, sostén del techo, que no son sino árboles completos en los que se cuadró el círculo del tronco para que asentaran. Rejas y herrajes, cerrajería que en la actualidad no se fragua por falta de buenos artesanos. Piezas recuperables y más aún, vestigios de un pasado irrepetible. Debido a esa apreciación, con cierta frecuencia aparecen ocupando nuevo lugar, emblemas sugestivos que enlazan pasado y presente en edificios modernos.
Cribado lo que representa algún beneficio, en un suspiro se completa la demolición. Retirar los escombros dura un poco más, pero es tarea de por sí trivial y polvorienta, carente de estética. Luego viene –trajín constante de palas y volquetes- el vaciado del subsuelo. A la culminación de esta fase llegan en la vasta obra que cautiva a los compañeros del abuelo Miguel, aquellos que se distraen observando la precisa actuación de las perforadoras y la lenta evolución de los camiones.
Dirigen los mirones las maniobras parapetados tras un protector vallado de madera, que la empresa contratista ha tenido a bien colocar para evitar males mayores; y es que se dan casos de reclamaciones millonarias por percances ocurridos a los curiosos. Se compone el cerramiento de un robusto armazón montado ex profeso para ellos, dado que la prohibición escrita de acercarse y el cordón de verjas portátiles al que estaban sujetos los carteles, no conseguían el menor resultado. Estando en todo han previsto una hilera de ventanucos a la altura de los ojos, uno junto al otro para no perder puestos de observación. Con ser numerosos, se rifan, es un decir; y conviene madrugar si se desea apropiarse de uno, porque las posiciones no se abandonan hasta la hora de la comida; y eso los que no llevan bocadillo. Facilitan la satisfacción de las necesidades perentorias, quienes, no habiendo conseguido mirador, están dispuestos a guardar a los apremiados el sitio. A veces no lo devuelven y se arma la gresca.
El rascacielos destinado a Ministerio del Ocio dispondrá de ocho o nueve sótanos, por lo que el agujero es de los profundos. Veintiocho metros, informó un orgulloso capataz ante la insistente pregunta del abuelo, zanjando de manera algo brusca la abreviada conversación. Acaso temía que pidiera los planos, para sugerir, tras su estudio, acertadas modificaciones; ¡menudo es si le dan pie! La superficie tampoco resulta despreciable, pues, aunque el citado capataz no facilitó cifras, su fábrica ocupará en la explanada el espacio previsto -de acuerdo con el proyecto retirado- para edificar una manzana de viviendas militares rodeadas de jardín.
Ajeno a la voluntad de los observadores, desde arriba los hechos suceden como en una película, a modo de entretenimiento infantil que imita las tareas de los adultos; y juguetes parecen las herramientas y quienes las manejan. Lo que le gustaría de verdad al abuelo es bajar donde está el jaleo, y una vez allí, moverse con las máquinas o viajar en la cabina de los camiones. Puestas las miras en ese propósito, dedicó poco menos de dos semanas a intimar con uno de los operarios, un joven fuerte y decidido que lo saluda agitando la mano al marchar, concluido su turno. Dueño de una potente motocicleta, la deja fuera del recinto activo para evitar roces y suciedad; y le ha prometido el abuelo echar una ojeada desde su atalaya de tanto en tanto. Cuando el acopio de confianza llega al punto crítico, el considerado imprescindible para formular la petición, la negativa del mozo se ajusta a la respuesta temida. Sin embargo, el razonamiento posterior ablanda una pizca la rotundidad del rechazo.
-No sé si conoce el peligro a que estamos expuestos los obreros en estos trabajos. Las normas de seguridad son rígidas, aun así, tomadas a la ligera por unos o por otros, no logran evitar los muchos accidentes que acaban en muerte o invalidez. -Explica el interpelado uniendo energía y amabilidad en sus palabras.
-Claro, me hago cargo. -Y lo comprende en verdad; lee la prensa y sabe que en los tajos se produce una verdadera sangría obrera. De modo que buscando un arreglo inmediato con la mirada le pide disculpas, mientras la sonrisa cómplice dibuja una mueca algo triste.
El rostro armónico y sereno del trabajador difunde efluvios de una dignidad candorosa. A veces el abuelo cree estar ante el nieto perdido. En el joven Miguel la mirada era, si cabe, más transparente; y la concordancia entre sentimientos y acciones, completa. Noble y generoso, sabedor de las acuciantes necesidades de los emigrados, entregó su capital: tiempo y dinero, los brazos vigorosos, la palabra ilusionada, a la tarea sin fin de aliviar cargas ajenas. Encaramado a sus convicciones, a ilusiones tomadas de atrás, arraigadas en la reiterada generosidad del hombre a través de los tiempos, concretó su propósito en el seno de la Organización de Ayuda al Emigrante, a la que dedicaba una buena porción del tiempo disponible. Escuchaba confusos relatos con la humildad de quien sabe escasas sus fuerzas, y sin hacer promesa alguna ponía el empeño en conseguir los papeles que dan acceso al trabajo, a la residencia y a los derechos ciudadanos íntegros. Más tarde, en casos tan exiguos que no formaban regla, la pretendida estabilidad se asentaba en las zarandeadas biografías. Fue el caso de la familia de Yolanta, una joven polaca de la que, enamorado a primera vista, esperaba un hijo cuando, la víspera de la boda, en el transcurso de la despedida de soltero, la muerte habilidosa y experimentada forcejeó con la vida inexperta, dejándola exánime entre los hierros retorcidos del automóvil que conducía su mejor amigo. ¡Lástima!
Aprecia el abuelo en su vivaracho biznieto los ojos verdiazules de la madre extranjera, su afabilidad, el gesto pícaro y templado. Puso la frustrada esposa al infante el nombre del padre, el repetido Miguel que la familia destina a los primogénitos. Estando con el niño revive el anciano aquellos días tan completos que el malogrado muchacho pasaba con ellos en el pueblo, libre de obligaciones escolares. Él y su esposa lo esperaban distinto cada año: cuerpo y mente; y así llegaba. Pero enseguida afloraba la personalidad íntima y ofrecía la esencia de su carácter: proyecto de adulto que se iba concretando verano tras verano hasta el fatídico instante. “Se van los brotes tiernos y se quedan los secos”, exclama. “¡Cuánto mejor hubiera hecho llevándome a mí la del dalle! ¡Tremenda torparrona!” Pero la muerte no atiende conveniencias personales y sigue los dictados de un azar imprevisible. Su amigo recién hecho, en fase de consolidación todavía, el maquinista animoso, diestro y responsable, le trae al presente la memoria del nieto perdido, y no puede cortar unas lágrimas que se escapan mejillas abajo.
-No se aflija abuelo, ya encontraré el modo -le oye decir al despedirse, confundiendo el sentido de la humedad que da brillo a los ojos marchitos.
-Tú sabrás -concluye- lo dejo en tus manos.
Capítulo IV
La profecía de la gitana que leyó la mano derecha al adolescente Juan, confusa ante la carencia de alguna de las rayas desplegadas en la otra -pues observar las líneas complementarias de ambas constituía al parecer su recurso- puso de manifiesto al interesado que la vida de los mayores suele ir, en sus actos, mucho más allá de la jactancia, la torpeza y la vacilación propias de la edad que él atravesaba. Le permitió el auspicio entrever la hondura del insondable misterio y un ancho poblado de peripecia y peligros. Enfrentó la buenaventura al muchacho con el futuro como nadie antes lo había hecho, ni los profesores que ofrecían prosperidad a cambio de la dedicación sin desmayo a los estudios, ni los que auguraban mediocridad y sinsabores a los menos diligentes o más revoltosos. Mediante la sencilla imprecisión de su discurso, la adivinación superaba los repetidos intentos llenos de buena voluntad de los familiares cercanos y las cariñosas recomendaciones de doña Regina. Sirviéndose de sus premoniciones la errática vidente colocó a Juan ante un mañana suyo por entero, cuya administración, a lo sumo, compartiría con la casualidad.
A él, que siempre había imaginado lo venidero como una versión corregida del presente, y seguía atribuyendo la incumbencia de esa etapa escurridiza de la vida a las personas mayores, a sus padres y tíos en particular, le abrió la cíngara de piel quemada por una intemperie de siglos, una puerta que daba al porvenir tan mentado, tan esperado, tan temido. Pérdida de la inocencia, caída de la venda que cubría por completo sus ojos, superior en alcance al descubrimiento de la verdadera personalidad de los Reyes Magos o a la participación humana en el nacimiento de los niños. A cambio de la pobre recompensa de un coscurro de pan y una tajada de tocino entreverado, le descubrió la buena mujer, en su peculiar verbo, una perspectiva impensada hasta entonces, cuando Juan aún no había cumplido los trece o andaba en ello. Convidado por la rama de la familia establecida en Valdepero, sucedió el hecho motivo de la anécdota al final de las vacaciones de Semana Santa, glorioso Día de las Rosquillas, lunes de la Pascua de Resurrección. Durante el recorrido de homenaje y agasajo que los amigos de su primo hacían a niñas y muchachas, cantando coplas en cuadrilla de puerta en puerta como los demás chavales, se dio de bruces con la quiromántica y con el porvenir que ella desvelaba.
Grabada la predicción en su mente, ha vivido confrontándola a intervalos irregulares con la realidad de los sucesos. “Emparejarás joven con una mujer bella que te tendrá mucha ley y una gran devoción; honesta y fiel, permanecerá contigo hasta el fin de sus días. Tres hijos te dará; y el segundo, varón, profesará de monje o cantará misa como sacerdote. Sabrás de letras lo suficiente, pero dominarás los números. Tu vida, larga, tendrá dos partes bien distintas separadas por un período de dudas e indecisión.” Con la voz afectada de los augures y sus ademanes hinchados, dejó caer otras conjeturas del mismo tenor en una revelación cargada de cautela. Se situaron la vividora y el crédulo un poco retirados de los amigos, que entonaban las ocurrentes coplas ante el umbral flanqueado por una madre y sus hijas. Percibía la felicidad desde tan corta distancia: ojos brillantes y labios húmedos de las mujeres, deseosas de entregar el acostumbrado premio: mantecados y rosquillas horneados para la ocasión, huevos de gallina recién puestos o algunas monedas, con cuyo monto podría comprar la cuadrilla atún en escabeche, algunas latas de pimientos morrones, puerro y aceitunas para acompañar a las tortillas de la merienda. Prosiguió su cantinela la profetisa: “Una rama partida te golpeará el rostro con fuerza. Pero el retoño brotado en el desgaje avivará tu vejez”. Todo y nada, lo que permitía acoplar las piezas de uno u otro lado hasta su encaje. Nacida Aurora, la segunda; el augurio hizo aguas. La llegada de Daniel, el cuarto; le dio la puntilla. Pero Juan era crédulo, y encontró explicaciones a las diferencias, admitiendo tolerancias para cualquiera inaceptables.
Odre concebido para la provechosa mezcla de reposado caldo madre y chispeante vino nuevo, posee la persona una indudable capacidad de relación; pero insatisfecha, el recipiente mengua a ojos vistas hasta que bastan las heces para llenarlo por completo. Puede que el aislamiento sea sólo una sensación, el miedo a no obtener ayuda cuando se precise, la inquietud generada por la pérdida de la propia estima, por las discrepancias surgidas entre el esfuerzo y el logro; el vacío que dejan las caricias al alejarse y la ternura en desbandada. Se remonta más. Con los pies afirmados en su propio caso, en las noticias de conocidos y el añadido de lecturas, asegura Juan que la soledad es la auténtica morada del hombre. Se trata de la casa que va levantando desde los primeros días, armónica combinación de notas musicales o revoltijo de sonidos estridentes; piedras labradas, ladrillos y azulejos, o cascajos recogidos junto al río, al borde agreste del sendero; dependiendo, la elección, de las variables que dan su forma al inestable estado de ánimo. Techos altos y paredes consistentes, derivados de la ayuda recibida; tapias de adobe erosionada, techumbre de listones y anea, únicos materiales que porta el empuje cuando disminuye. Acaban padeciendo o disfrutando las personas la soledad que compusieron a lo largo del tiempo.
Habitando la memoria y alimentando los miedos personales están las hormigas; y las hormigas, rabiosas, con su boca fina, dan dentelladas minúsculas, voracidad instantánea sin el menor acopio de reservas. Mordeduras mínimas; pero las unen a los bocados de las compañeras de huída, a los de miles y miles de afines y rivales, y convierten un huerto en erial en cuestión de minutos, una vega fértil en desierto tras un día de intemperancia, un paraíso en infierno de sed y tierra cuarteada a lo largo de una semana primaveral de ansia glotona. Mordisco a mordisco acaban con un ratón, con un gato, con un perro, con una vaca, con un rebaño, con la cabaña ganadera de un país, con los reinos vegetal y animal antes de pasar a las rocas. Las hormigas se han cebado en las extremidades de Juan, en su vientre, en su rostro; descascarillándolos, descarnándolos, deshuesándolos. Y la soledad estimula con su voz callada a las hormigas, olor inconfundible que se hace llamado imperativo.
Es así porque un mal día las hormigas conquistaron la casa de campo; eran miles y miles: pequeñas, vivarachas, inquietas, oscuras. Una vez invadido el suelo de la cocina, acaso por estar sembrado de migajas de pan, ganaron las baldosas del pasillo y del cuarto de baño, iniciando la subida y la bajada, escaleras arriba o abajo hacia la primera planta y el sótano. Primero fueron chorros de vinagre desde la botella, caricia malintencionada del enojo inicial, espontáneo. Luego el aborrecimiento trajo el botellón de lejía y desparramó su carga. Murieron unas junto a otras, y el reguero entraba en la rendija donde se hicieron fuertes; allí el líquido penetró, allí penetraron sus gases. El lavavajillas no quiso arrancar; y al abrirlo el mecánico descubrió una masa informe y renegrida incorporada al corazón mecánico, multitud de gestos sumados y de cadáveres unidos en íntimo abrazo. Patinaba el rotor hasta que empezó a echar humo; no hubo manera humana de ponerlo en marcha, así que lo cambiaron. Cae ahora sobre la mente de Juan el recuerdo, hojarasca elevada en remolino por el huracán, y Juan quiere huir de la marabunta que llega al cuarto donde duermen las personas, de sus dientes diestros de su voracidad inaudita.
En el desempeño de los diversos papeles de su vida –ciudadano de a pie, licenciado en el primer trabajo, vocal de la comunidad de vecinos, directivo empresarial, esposo y padre- nunca se vio Juan como ahora, vagando en la estepa: miles de kilómetros recién pastoreados por el rebaño de hormigas, una sola boca y un solo buche. Piedras, ásperos hierbajos y raíces venenosas componen el entorno, ciempiés, escorpiones y víboras. Uno tras otro, en desigual medida, los suyos, aquellos que lo aman, intentan frenar la marcha de la devoradora expedición con un cortafuego, o desviar la trayectoria imparable torciendo las flechas que guían a la manjúa formicante, señales invisibles para los humanos. Amelia toma fósforos y azada, y los hijos, alicates y tenazas, martillos, mazos. El halcón de alas extendidas no divisa en lo alto presas de pluma y debe bajar al suelo para aprovisionarse de ratones y sabandijas.
A pesar de todo, atrapada a tiempo la soledad es frágil; y si el paciente no lo aprende por sí mismo, sus cuidadores lo saben y actúan en consecuencia. También puede suceder que la soledad transite por distintos tramos de un carril de subidas y bajadas; de modo que a los tramos empinados, verticales casi, propios de escaladores; les sucedan trancos suaves en los que basta dejarse llevar para ir a buen ritmo. De una u otra manera, metido de lleno en la prevención, un día cualquiera asiste Juan al desalojo del desánimo. Acontecimiento temporal y efímero es verdad, pero sobrevenido en el instante oportuno, desplegando gestos humanos conmovedores. Como caricia de pluma llega el ademán decidido de los Jefes Regionales de Contabilidad, avanzadilla de la Dirección Administrativa en las Delegaciones, sobrevivientes de los sucesivos cambios de estructura. Insisten sus ayudantes en el empeño de viajar a Madrid para comer con él y despedirse, y en el convite, por boca del más antiguo, hacen balance emocional de tan prolongada etapa, destacando punto por punto los hitos importantes. Lanzan, luego, una tímida mirada al futuro limítrofe, temerosos de ver sombras oscureciendo claros.
Amigo perdurable en la cercanía y en la distancia, haya o no palabras que alimenten la devoción, Eugenio Martín, tras el enunciado de su elogio: «Juan Frías Blanco, ecce homo», menciona anécdotas que valoran la persona del Director Administrativo desde el punto de vista humano, al margen de la función desempeñada. Termina entregándole un valioso obsequio que puede presidir sin desdoro el espacioso comedor: fidelísima copia en basalto de tamaño escultórico, algo mayor que el real, de la cabeza de Afrodita exhibida en el Museo Británico. Intuye Juan que en lo sucesivo, cuando observe la bella figura, percibirá el gesto firme de Eugenio encabezando los deseos de felicidad manifestados por el grupo.
El agasajado escucha a los postres palabras nacidas en el corazón, órgano de la emoción y el sentimiento, substancias impalpables, contrapuestas casi siempre a la realidad, incompatibles con ella. Palomas mensajeras liberadas de su encierro, las palabras posadas en los labios portan en su pico la nobleza sin mácula y la destinan a mejorar las circunstancias evocadas, a empujar a la soledad más allá de las bardas, al otro lado del muro, recluyéndola en el cuarto cerrado de los insecticidas, los cepos y el matarratas. En extremo sensible, dentro ya de una dinámica emotiva donde la verdad triunfa y la bondad se impone, mentira y gorda, contesta el complacido Juan con el alma asomada a la boca y la boca abierta en el centro del alma:
En este momento de la separación, triste de vuestra pena, alegre de vuestra esperanza; rebosante de lo que me habéis dado: confianza en mí mismo y seguridad en el futuro; pienso que no existen barreras infranqueables para quien ha sido capaz de conseguir vuestro aprecio. Y avanza Juan como un arroyo de montaña, voz de cristal que se rompe en suspiros al chocar contra las piedras del estrecho cauce:
Quiero felicitaros el año que ahora comienza y los venideros, los que poco a poco nos irán separando. Lo sé, es ley de vida. Dulces y amargos vendrán, es lo acostumbrado; y os encontrarán dispuestos, bien pertrechados de objetivos; dueños de una imaginación práctica y deseosos de iniciar rutas nuevas. En una sociedad en cambio, rodeada de horizontes jóvenes que acechan el desmoronamiento de los viejos para sustituirlos, vosotros impulsaréis la evolución remplazando las células gastadas por las vivas.
Lleno el zurrón de experiencias, sé distinguir el oro del oropel, y conozco la esencia que anima la amistad. Por eso quisiera responder a lo recibido, dando; y a lo entregado, admitiendo; pues ya nos refiramos a los bienes ya a las actitudes, es tan difícil aceptar de buen grado como hacer donación sin condiciones. Han de ejercitarse, en cualquier caso, la modestia y la humildad; hay que reconocer a los demás capacidades despejadas; se deben valorar disposiciones en muchos sentidos superiores a las nuestras. Y ese ejercicio, llevado a cabo cada día, predispone a la convivencia y facilita el entendimiento con los vecinos.
Varios de vosotros venís de lejos. Desde las Palmas de Gran Canaria llegan Noelia y su hermano, tras casi tres horas de avión. Aurelio, enfermo, ha abandonado el lecho para tomar el tren que lo traía a esta mesa; y José Manuel llega del pasado, cuatro años después de terminada la relación laboral. Estáis aquí, porque desarrollando una tarea como tantas, logramos el difícil dominio de la realidad hasta ajustarla a lo previsto. Tomamos la responsabilidad de ser nuestros propios jefes, en un proceso cuya verdadera meta era el crecimiento personal y la satisfacción del trabajo bien hecho. No fue sólo una ocupación, fue una fiesta del compañerismo, de la amistad, de la colaboración y de las ideas creativas. Me encaminasteis por vuestro sendero y lo haréis con mi sucesor. Nada ni nadie os va a llevar por donde no queráis ir.
Concluye el homenaje tras la firma rotativa de las tarjetas del menú, donde la relación de platos del almuerzo, la fecha y el título del acto, sirven de pretexto a las frases que quieren decir con palabras lo que las palabras no pueden decir. Franca y comprometida, en el aire flota una promesa de relación firme y persistente, difícil de cumplir como demuestra la experiencia allegada.
El día más aciago de una temporada adversa, el catorce de enero, fecha de la reunión conciliadora, a dos pasos de la Plaza de España la empresa y Juan firman el acuerdo ante el juez. Queda fijada la indemnización compensadora de un despido a todas luces improcedente. Las dos partes adoptan un mismo punto de vista, el de la empresa claro está, no puede ser de otra manera. Aurora, la hija a quien el despedido colocó en el Departamento de Publicidad, convertida en rehén, compromete sin saberlo la aceptación de la contrapartida. Garantizando, por añadidura, que el despedido no presentará ninguna denuncia referida a las anomalías tributarias, río tortuoso del que conoce los meandros.
Jonás engullido por la ballena, velero a merced de la borrasca desatada, alpinista aterido sobre la vertical gélida, espeleólogo extraviado en el interior oscuro de la profunda sima: el ánimo de Juan recorre la galería completa de situaciones límite. Le ofrecen treinta y dos días de salario por año trabajado, y todavía está dispuesto a aceptar mayor abuso. Admite la mermada suma aun sabiendo que los jueces, en casos como el suyo, condenan a la empresa a pagar tres anualidades y media del salario íntegro, libre de impuestos. Veintinueve millones y medio de pesetas; así, juntos y en abstracto, sin referencias válidas, parecen una suma considerable. Muestra a Amelia el talón con un temor incierto, y le viene a la cabeza –por acentuado contraste- la vez aquella en que, recién casados, le entregó el primero. Puestos en el peor de los extremos, a éste, dúctil como el hilo de cobre llevado al finísimo cabello, habrán de estirarlo hasta cubrir los trece años que faltan para la jubilación de Juan.
A raíz de tan penosa diligencia inicia el despedido una serie de trámites necesarios para afrontar la realidad recién germinada. Se siente derrotado y a un tiempo modelador de su destino, delineante del trazado de la vida: riega remolacha en Husillos, inunda los tallos de alfalfa, las mimadas hortalizas; abre cauces, cierra compuertas, lleva el agua precisa a los canteros resecos, distribuye el caudal según su adiestrado entender. Se trata de gestiones imprescindibles, inaplazables; como solicitar la prestación por desempleo, misión de esencia ácida o amarga, cuyo proceso aviva con el instado relato –ascua o tizón acaso- el sufrimiento recibido de los hechos. O cancelar la hipoteca de la casa de El Escorial; pues la gravan altos intereses, debido a que los bancos no bajan el costo de los préstamos al tiempo que reducen la renta de los ahorros. Cambiar el coche de Amelia por otro más amplio, con el volante adaptado a las particularidades anatómicas de Juan; puesto que el vehículo usado por la familia hasta el veintidós de diciembre era un préstamo de la empresa, salario pagado en especie. Y contratar un seguro de vida reemplazante del que había gozado como miembro del Comité de Dirección; menos costoso eso sí, de menor cobertura y prima inferior; lo que le fuerza a constatar una realidad incuestionable: hasta su cadáver se devalúa. Decidieron, asimismo, confirmar la iguala en la sociedad médica que los venía atendiendo; un poco cara, pero utilísima por su celeridad, cuestión de días, en el caso de las pruebas diagnósticas y de las intervenciones quirúrgicas, frente a las demoras de meses y meses de la Seguridad Social. Actividades, todas ellas, ineludibles pero dañosas: alfileres hurgando en la carne viva para extraer espinas de cardos y gatuñas. En especial la espera en las diversas colas, donde parece obligado exponer a los inmediatos las circunstancias propias; y es que en el cotejo se extiende sin necesidad o extracta por pudor; de una ribera a la contraria.
Angustioso lugar que Juan equipara a un hospital de campaña, en la oficina de desempleo -último de la fila durante escasos minutos- alcanza el parado conciencia de la extensión del problema e intuye que a su caso le hacen sombra otros en verdad dramáticos. Oye hablar sin queja a padres de familia cuyo único ingreso es un subsidio rodeado de limitaciones; escucha a jóvenes que esperan su primer empleo serio, contentos por ser contratados al fin durante un día, una semana o un mes; paréntesis que no representa ningún respiro, ya que desde el primer momento acecha la incertidumbre de la renovación. Testimonios oídos a los perjudicados, que contrapone a la información aparecida en las Memorias Anuales de las grandes empresas. En sus páginas tersas y brillantes, el descenso del número de empleados ejercicio tras ejercicio, la desinversión en salarios y seguros sociales que los excluidos suponen; se valoran como un éxito, suprema habilidad de los gestores miopes, hábiles en el escamoteo de las herramientas que no saben utilizar. El consumo se retrae, y con él la producción y el empleo, temida espiral que, de continuar su loca carrera hacia el punto de inicio, acabará arrastrando al capital. Ahí ve Juan, en ese talón de Aquiles del sistema, la posible solución; por tal sendero ha de venir la mudanza. La doble condición de asalariados y consumidores da fuerza al colectivo obrero, y esa fuerza, cuña en el engranaje, frenará el descenso a los abismos, alcanzando el equilibrio inestable unos metros antes de sumergirse en el legamoso fondo, ciénaga que hiede a azufre según dicen y a materia orgánica en descomposición. Averno existente y palpable, instalado en la concreta geografía de este mundo, mal hecho como se sabe, y peor administrado.
Carracas y matracas sacuden el espacio de la niñez, procesión del Sábado Santo, cuando la muerte de Dios deja el trono vacante durante unas horas. Duerme el ojo vigilante situado en las nubes, el detector de todo pensamiento o acción permanece inactivo. Ya no es necesario el disimulo, los deseos ocultos pueden aflorar, cabe realizar los actos prohibidos sin miedo: van a ganar los pícaros. Carracas y matracas, ruido ensordecedor nacido tras las frases admonitorias proferidas en el silencio inicial. Anochecer de tinieblas, cae el telón cubriendo el ara del templo, se extiende el diseño tenebrista, contraste violento de los tonos, figuras de gesto ceñudo; decorado que muestra al hombre su completo desamparo. El mal, con estruendo imparable, rodea a los fieles y los apabulla. La ausencia de Dios se hace evidente y su búsqueda ocupa al niño Juan en la población de Husillos, lo lleva desorientado por las calles, solo, desconsolado, siguiendo el pequeño enredo de casas hasta el interior de la Abadía, refugio insonorizado a resguardo del maligno. Esa sensación de abandono sentida en la niñez, culto trágico de la Semana Santa, y el ruido envolvente lo atosigan y arrinconan de nuevo.
Con todo, es preciso buscar beneficio, seguridad y liquidez al remanente de la indemnización, tratando de ocupar una trinchera estable que haga frente a lo venidero; ya que al descender la inflación bajan los intereses de los depósitos a plazo. Más allá de estos, aparecen dos opciones: renta variable o fija, réditos altos o escaso riesgo; y aunque la bolsa sube aconsejando lo primero, timorato, Juan elige lo segundo.
Ha pasado un tiempo mínimo y ya cree Juan inviable la relación de posibles salidas laborales, madurada y escrita -fría la cabeza y sublimadas las lágrimas- nueve días después de su expulsión, orillando la melancolía natural de la Noche Vieja. A tan sólo dos horas de la cena, una cena normal, desprovista de excesos, previa al rito de las doce uvas que marca el cambio de año, pensaba ofrecerse a las empresas de la competencia para desarrollar cualquier tarea del área administrativa, de la financiera inclusive. Y de no aceptarlo -por razones de edad o por considerar sobrada la plantilla- podría constituir una asesoría que ayudara en los trámites a los jubilados, prejubilados o despedidos; la experiencia adquirida en la resolución de su caso le daría formación suficiente. Podía llevar, a falta de otro remedio, la contabilidad de antiguos proveedores desde el despacho de casa. Tampoco iba a resultar difícil organizar lo que él llama una agencia de representación –una simple mesa, un número de teléfono y un apartado de correos- destinada a compañías radicadas en la periferia y faltas de delegación en el centro peninsular. O algo más modesto, una oficina de recepción y envío de mensajes a través de fax o Internet, útil para los particulares necesitados de estos servicios. Quedaba, además, el aspecto apenas esbozado de invertir en la compra de plazas de estacionamiento en el barrio. El dinero recibido en concepto de alquiler –sin riesgo alguno- bastaría para el sostenimiento de la casa. Salían desordenadas las ideas, a borbotones, factibles y descabelladas en el mismo chorro; pero una vez depuradas la lista quedó así de exigua. Poseía aún el empuje de la inercia, y la llegada del primer día de enero, tan prometedor, tan próximo, le procuraba una ilusión que ha ido perdiendo con inesperada rapidez.
Por la noche, acostado en la cama, el insomnio lo sitúa en el disparadero, arranque incontenible de la minuciosa búsqueda de escape, del exhaustivo arqueo de salidas al conflicto; cómputo circular, elíptico, que lo ancla a la vigilia de manera permanente. Y tras pasar la noche de claro en claro, Juan es incapaz de pensar y de hacer; se encuentra disgregado: células desunidas, polos opuestos de un imán múltiple, desecho de fábrica, residuo; se desprecia y pasa a integrar –corpúsculo sin energía ni materia- la nada inexistente. En consecuencia, visita al médico o el médico lo visita a él, y las píldoras de colores adquieren un horario tan rígido como el del trabajo recién robado. Con la decidida resolución de ofrecerle auxilio, la familia entra en el ropero en cuyo interior se refugia el fugitivo. Dan con él enseguida, porque el espacio explorado se limita al existente entre los trajes de verano y la perfumada ropa blanca, la linge de los franceses: manzanas, flores secas, espliego, pastillas de jabón en los estantes repletos; lo vio en una película de Godard o Renoir y el plano le viene a la memoria sin demanda.
Los de dentro y los de fuera, los que saben y los que pretenden saber, coinciden: intentar la escapada es la primera obligación del atrapado. Resulta factible evadirse de una cárcel segura, desprender tronco y extremidades de las arenas movedizas, hallar la angostura que saca de la sima. Mas ¿cómo se sale de uno mismo? Si a falta de un lugar de destino conveniente, se hace del camino meta; fugado el sujeto de la prisión, liberado del cenagal, situado en el buen sentido, en una palabra, conseguido el fin propuesto, se priva al enfermo de ocupación y puede deprimirse de nuevo. Y entonces vuelta a empezar y a repetir los gestos. Juan lo sabe; para salir de manera definitiva del atolladero se precisa una razón muy poderosa; y él no la tiene.
Un desaire desarma cien abrazos; una mirada furiosa turba mil sonrisas. Testimonios de afecto recibe Juan suficientes para compensar los de olvido. La dificultad gravita alrededor de su impericia para colocarlos en un orden eficaz, para acomodarlos en el sitio exacto; contraponiéndolos, enfrentando los unos a los otros, eficaces y contraproducentes, neutralizándolos de forma que los negativos causen el mínimo daño.
Es su cabeza la que da en rasgar la piel y los tejidos sensibles, cobija donde duerme el dolor. Era feria en Palencia y llegó con primos y amigos desde el pueblo, muchachos deseosos de diversión. En el real, rodeado de tómbolas, atracciones infantiles y casetas de bebidas, se encontraba el circo. Dentro, un mago clavaba cuchillos largos, casi espadas puntiagudas y filosas, en el arcón donde se había acomodado su ayudante, una joven preciosa a quien no quería herir. En estos momentos la mente tergiversa los términos e introduce su propio cuerpo en el estuche. El mago cruza y entrecruza los cuchillos, hasta que logran atravesar el tronco, el cuello y las extremidades del voluntario forzado. Chorros de sangre salen del cofre y un charco rojo va creciendo debajo mientras Juan queda exangüe.
Polvo o ceniza, restos de un derrumbe o incendio cercanos, rodeado de las atenciones de Amelia, cae Juan en la indolencia. Sucede a intervalos variables, justo en los momentos de menor autoestima, cuando se considera disminuido, desmembrado, descabezado; un aspirador puede absorberlo, una bayeta lo haría desaparecer entre sus frunces. Situado en el ángulo lúgubre del comedor, el esconce oscuro, cree estar en su sitio. Desencadenan ese efecto tanto la respuesta negativa a una petición de trabajo en la que confiaba, como el hecho de comprobar en las hojas de color salmón de la prensa dominical, que la oferta de empleo para mayores de cincuenta años es inexistente; o la sospecha de fraude en algunas convocatorias, cuyos puestos se ofrecen con gran aparato, aunque se conocen de antemano los nombres de los destinatarios, quienes podrán ocuparlos tras el trámite obligado de una selección ficticia.
Lleva Amelia un exhaustivo diario de la convalecencia, en él anota la evolución del comportamiento de Juan además de las medicinas prescritas, el modo de ingerirlas y el estricto horario seguido. Demasiada química parece; pero, son los médicos quienes lo ordenan, y ellos han estudiado a otros que estudiaron antes. Mejor ve las conversaciones terapéuticas que tiene con Víctor, el amigo de su hijo Miguel, conductor del vehículo la fatídica noche de la tragedia. Trabaja el muchacho en un hospital, tiene abierta consulta privada y aprovechando su vinculación a la familia se acerca a la casa o llama por teléfono con frecuencia; de modo que está al tanto de la fluctuante disposición del enfermo y puede actuar cuando lo considera útil. Las recaídas atadas a los instantes de alivio, convierten el proceso en una línea quebrada que obliga a Amelia a permanecer vigilante. Dosifica la esposa la alimentación del enfermo y su sosiego, las noticias que le pueden hacer daño por una u otra causa y hasta las visitas de los conocidos. Vigila su aspecto físico: el incremento de arrugas en el rostro, la progresión de las canas y la pérdida de peso. Si, como dicen, la báscula calibra la salud, la enfermedad de Juan se ha estabilizado. Los siete kilos perdidos desde el fatídico ocho de diciembre se mantienen, no va a más el desgaste; confía la esposa en que gramo a gramo los irá reponiendo. Le insta a pesarse una vez a la semana y anota el resultado, ansiando la vuelta a los setenta y cinco de siempre, con el esbozo de tripa que le proporciona una apariencia saludable.
Días hay en que, animoso, nace el sol rojizo y nacarado; y tras recorrer resuelto el arco libre de nubes se pone allá lejos, detrás de lo visible: edificios y desconfianza. Otros, por el contrario, cubierto el cielo de oscuros nubarrones, apenas se vislumbra su pálido candil. Consigna Amelia, producto de las observaciones, que hablar de lo suyo hace bien a Juan; exponer sus conjeturas, escuchar a otros; en una palabra: compartir. Ante algunas visitas apacigua las embestidas del argumento, amplía su capacidad pulmonar, introduce aire y, sin darse cuenta, reflexiona. En consecuencia, mejora su parecer sobre el momento en que vive y serena el juicio catastrofista e indiscriminado que hace de la sociedad, elementos hostiles en su conjunto, prado de pasto de la injusticia. No obstante, sin que nada lo avise, su insensibilidad muda la conducta; y más allá del cangrejo retrógrado lo sitúa en la ostra; cierra las valvas y permanece enquistado en su concha durante horas interminables. Ni la numerosa medicación administrada -suele tomar Juan, entre cápsulas, comprimidos y grageas, siete unidades diarias- ni el tratamiento sicológico, son mano de santo o purga de Benito; y esa tardanza en obrar irrita a la mujer templada que Amelia está a un palmo de ser.
De temperamento inconstante como ella se piensa, inicia la esposa una transformación personal cuyo alcance habrá de verse. En el primer impulso racional vencedor del afán consumista, con resignación y empuje se deshace de las tarjetas de crédito. Compraba sin tino y sin control, nadie la sujetaba, ni siquiera Juan, tolerante él, aquiescente, colaborador inclusive. Alcanzó a sospechar que estaba siendo utilizada por el marido a manera de escaparate, prueba de la categoría social alcanzada, signo externo de la bonanza económica familiar; y pudo actuar impulsada por idea tan extravagante.
Ser en lugar de poseer. Crecer en vez de atesorar. Usar hasta el desgaste frente a exhibir y desechar. Prendas íntimas, ropa informal y de fiesta; calzado, bolsos, cinturones, guantes, bisutería, colonias, cremas y perfumes; pañuelos, echarpes, gorros y sombreros. Moda cambiante, distintas marcas, ciudad y campo, playa y montaña; mañana, tarde y noche, otoño-invierno, primavera-verano. Los armarios rebosan y durante los próximos años, las tiendas que conocen su nombre y el apellido del esposo, se olvidarán de ella. Tuvo verdadera debilidad por las joyas, en cuya adquisición veía una forma de ahorro.
Intenta restringir el consumo, y ese gobierno, ejercido sobre sí y los suyos, la lleva a establecer una nueva valoración del despilfarro. Platos de alargadas descripciones francesas, cocina exótica, frutas tropicales, lechazo churro de Castilla, embutidos catalanes, jamón de Huelva o Salamanca; vino de Jerez para abrir boca, blancos de Galicia acompañando a pescados y mariscos, tintos de Ribera de Duero o Rioja con la carne y el queso curado; por el importe de una comida en un restaurante de los que gozan de cierto renombre, pueden alimentarse una semana en casa; y con mayor gusto. Puentes festivos, fines de semana o vacaciones de verano: lo mismo ocurrirá con los viajes; planteándolos con criterios lógicos, la factura final se reducirá en cuantía considerable. Aún hay más; la vivienda de la Sierra, infrautilizada, sin arreglo apenas, puede convertirse en su principal destino.
Pese a todo, necesidad y capricho unidos, el hogar se llevaba la parte del león en el reparto de recursos: electrodomésticos de última generación, cortinones, lámparas, adornos tan vistosos como las figuras de cara porcelana o los elementos de cristal de orígenes cotizados, cuadros de firma y muebles de estilo que adquiría Amelia alegando inversión; a lo que se han de sumar las periódicas renovaciones originadas por el cansancio de los ojos ante el paisaje continuado: cerámica o madera del suelo, papel y tela de las paredes, escayola de los techos.
Prescindiendo de lo superfluo, pagadas todas las deudas, pasarán con poco. Desoídas las exigencias del entorno y las fantasías agregadas, se irán liberado de las excentricidades que, lo percibe ahora, destilan una amarga sensación de vacío y dejan una oquedad infeliz en la conciencia; máxime cuando el común de las familias, dado el repliegue económico del país, disminuye los desembolsos, en particular los de puertas adentro. En resumen, haciendo de la lógica y el sentido común sus mejores consejeros, emprende Amelia reformas que, asumidas, no suponen deterioro. Y lo que parece alcanzar mayor trascendencia, con ese redoble de tambor, Amelia muestra a Juan desubicado y convoca a la familia a una reagrupación en torno al padre, de manera que el desplazado siga ocupando el centro.
Capítulo V
Fue ocurrencia de Juan aceptada enseguida por Amelia: a la tercera, una niña de rasgos familiares bien marcados, le pusieron Anna de nombre, con la ene repetida. Cosa del capricho y de la transigencia del registro civil, que seguía el rebufo de una tolerancia propiciada por la distensión política. En aquellos días la antroponimia inglesa y otras de orígenes remotos empezaban a utilizarse con normalidad. Pudo tener un nombre sonoro sólo con haberla puesto el de alguna abuela -al pensarlo le dan escalofríos- Teodora, Octavia, vocablos de raíz griega o latina, llenos de significado, que fundamentarían la burla permanente de los compañeros de clase. Anna, no obstante, posee ventajas perceptibles: escrito parece exótico, signo de progreso; dicho, suena a historia, a tradición; su brevedad aleja la apócope, y ella, por supuesto, se opone a los diminutivos. ¡Todo un hallazgo!
Comparada con sus amigas madura aprisa, aunque todavía no tiene las cosas claras. Hay aspectos de la vida que se la escapan cuando intenta asirlos. Puede que la edad ambigua en que se encuentra sea la causa; carente de identificación, insulsa. No está en los dieciocho años, que conceden derechos y toleran conquistas; ni en los veintiuno, que dan carta de naturaleza a lo que parecía un ensayo; los veinte son como los diecinueve, la sala de espera de un tren anunciado en exceso. Una estación de tránsito, los veinte; en ella se suma a otros desorientados y juntos suben a un tren que avanza por carriles cuya colocación se improvisa a cada instante: cinco o seis metros por delante de la locomotora a toda marcha. Anna cruza desiertos, sabanas, taigas, tundras o selvas, acercándose al mundo incógnito de los adultos en el que tan incómoda se siente. Ocupa el primer coche para llegar antes al futuro, y consulta un mapa cuyas coordenadas se explican mediante claves incongruentes entre sí. La inercia impulsa la loca carrera y el azar guía el rumbo; menos mal, porque si de ella dependiera, negada para interpretar los símbolos que avisan de los accidentes del terreno, permanecería dudando, sin interrupción ni remate, en la primera bifurcación. Nada espera de la geografía; pero intuye que en un punto inconcreto conocerá a una persona destinada a torcer su itinerario. La ve Anna si cierra los ojos, pero no aprecia con nitidez sus atributos, desconoce si es varón o mujer. Debido a la dificultad de la búsqueda emprendida, con los veinte años la gente suela ser tolerante: no pide realidades, entiende la lentitud del proceso de maduración. Mas si los mayores no exigen esclarecimiento a tan joven edad, necesitados de una orientación para rematar expectativas, observan de manera insistente su despunte, desean conocer si destaca en algo, por cuál de los lados se inclina o qué actividades despiertan su interés. Y ahí teme defraudarlos por completo, pues salvo escuchar música, rasguear la guitarra o realizar trabajos manuales, nada la mueve en un sentido determinado.
Adquiridos los derechos filiales, los ejercite Anna o no, los deberes la obligan sin reservas. Puede llegar tarde a casa si avisa con antelación, pero conociendo que su madre la esperará levantada, se intranquiliza y precipita la vuelta. Algunos sábados permanecería en su alcoba oyendo música, pero ha de consolidar la ocupación del territorio conquistado. Cuando lo necesita pide dinero, pero ¿qué clase de persona sería si abusara? Ocasionan sus gastos el transporte, fotocopias de apuntes y algún que otro disco; bueno, también telas, hilos, cremalleras y botones para la confección de prendas simples y complementos básicos. Ni fuma ni bebe alcohol, se aburre en las discotecas y la melancolía se apodera de ella cuando a su lado explotan la diversión y el bullicio. Sentada en torno a una mesa, hablando con tres, cuatro amigos, cinco a lo sumo, halla el punto idóneo de placidez y disfrute; pero los temas no derivan siempre hacia lo trascendente y en ocasiones tiene la sensación de estar perdiendo el tiempo. Incluso lo considerado valioso por el grupo no suele sobrepasar los lugares comunes o los tópicos guardados en la transmemoria, empaquetados y envueltos para la ocasión a la espera de los momentos serios, en los que parece provechoso quedar bien. Es el cuerpo a cuerpo, el tú a tú, la desnudez interna, lo que la interesa. En ese callejón sin salida los contendientes muestran la debilidad de sus aspiraciones y las armas más temibles: una disimulada ternura y el instintivo temblor de las avecillas solas en el nido endeble.
Nació Anna al comienzo del veintiuno de febrero, en plena noche fría y serena, cuando en la ventana de la habitación el cielo aparecía salpicado de estrellas y una gran actividad agitaba la clínica Nuevo Parque; así que, por una hora tan sólo, es Piscis. Circunstancia que tiene muy en cuenta, ya que, a su honesto entender, el signo del zodíaco concreta y distingue, diferenciando, personalizando, segregando individuos de la turbamulta que invade las calles o los coches del metro. Impresionable, pasiva, intuitiva, mística, sacrificada: así es según la astrología. No es que crea a pies juntillas en lo dicho o escrito por los levantadores de cartas astrales, ni mucho menos; tampoco desconfía en exceso del cumplimiento real de las predicciones; sucede que nunca profundizó lo bastante. Porque alberga áreas de misterio le interesa el influjo estelar; sólo por eso. Imagina, con una intuición muy primitiva, de mujer de las cavernas, que las enormes esferas no son sino dioses desterrados de un cielo destruido por una explosión gigantesca. Los ve vagando a través del infinito espacio vacío, irradiando influencias que se despeñan en cascada sobre los humanos, seres de carne y sangre sobre el armazón óseo, impertérritos caminantes tras la desconocida y escurridiza felicidad. Tan imaginativa como es, ha encontrado en las artes adivinatorias un resquicio que le permite dar rienda suelta a la interpretación personal de las cosas. De esta sencilla manera encuentra explicaciones justificadoras de hechos injustificados. Veamos, sólo como paradigma, el estudio de su propio caso. Tiene a la Luna en Cáncer, lo que la define como simpática y atractiva; a Venus, en Piscis, así que es perspicaz, dulce, ingeniosa y sensible; a Mercurio en Acuario, de donde le vienen las ideas innovadoras, la inflamable imaginación, la vivacidad mental y la independencia de carácter; Júpiter en Géminis le confiere optimismo y dotes artísticas. Relación de cualidades que constituye su vivo retrato; distinta, singular e irrepetible. Por eso cree que al menos en ella las reglas se cumplen. Claro que no es esa su verdadera forma de ser -aún en formación- pero si por auténtica la acepta, teniéndola como modelo, acabará pareciéndose. Se verá impelida a cumplimiento y tomará de modo gradual la forma del molde. No es malo pues son caracteres positivos los que imita, pero tiene otros ejemplos y suficientes razones para el esfuerzo sin salir de sí misma. La agrada su imagen y presume ante el espejo modificando formas; y lo hace a solas ya que es modesta. Ni hecha a medida: respuesta fiel de la naturaleza al encargo de sus padres, elaboración minuciosa a la que da conformidad la intención de quienes la conocen y quieren. Lo cierto es que alberga defectos y muchos, aunque trata de disminuirlos con algún resultado. Es contradictoria: buena y mala, trabajadora y vaga, confiada e incrédula, vivaz y pasiva, previsora e imprudente. A sus amistades las elige con el corazón, un órgano instintivo que se sirve de la cabeza en caso de duda irresoluble. Las afinidades suficientes y las disparidades no significativas marcan el trato; la fecha de nacimiento sirve en la entrega de regalos conmemorativos y viene al pelo si se busca un limitado y momentáneo protagonismo en las reuniones.
En ocasiones, cuando Anna se refiere a su persona, ya sea en un escrito ya desplazándose por la mente sumida en su propio pensamiento, lo hace desde fuera, como si se tratara de una amistad muy íntima. Ese recurso le permite ser inquisitiva e inflexible con su proceder. No es que hable sola, se dirige a su interior desde un punto alejado que facilita la visión fría y desapasionada. Es como si en Anna convivieran dos buenas amigas necesitadas la una de la otra, An y Na, simétricas como se ve, respecto a un eje incorpóreo; indispensables ambas a semejanza de los brazos, los ojos, las piernas o cualquiera de los órganos dobles; hermanas gemelas transfiriéndose los secretos: problemas y soluciones. A veces pasan semanas sin que utilice esa técnica, pero acaba regresando a ella. De la misma manera vuelve con asiduidad a una calleja situada entre las plazas Mayor y Puerta Cerrada, acogedora de una tienda de hilos, de bordados, de primorosas labores artesanas. Regenta este albergue del buen gusto, una anciana que resucita en ella recuerdos entrañables de la señora Octavia, su abuela paterna. Retorna al método de las dos voces, reposada e impetuosa, como lo hace a un pequeño café de los que difunden música viva, territorio donde conoció a un muchacho que quiso acercarse a ella durante cuatro meses del año pasado. Así es de sencilla la relación establecida con quien la completa, su otro yo, su referencia, su discordancia; motivo de reflexiones y remordimientos frecuentes. En los asuntos del corazón tan sólo la otra puede ayudarla. Cuando la mente de An está cegada por las irisaciones de la persona amada, cuando realidad y fantasía se mezclan ofuscando los sentidos, Na mantiene la cabeza serena y razona. Su consejo la sacó sin perjuicio del simultáneo amor despertado en ella por dos chicos. Iván, alto, gracioso, primero de la clase, de su misma edad; y Paco, inteligente, buena persona, a punto de acabar los estudios, tres años mayor. Ambos constituían el aire necesitado por sus pulmones. Se impuso la cordura de su alter ego, su extraña lucidez; y siguiendo el consejo recibido dejó de verlos durante una temporada. Conoció, mientras, a otros muchachos, y dos meses exactos después ya tenía colaboradores decididos a resolver los ejercicios más complejos de cada asignatura.
La verdad es que… Estas cuatro palabras están en los labios de Anna con una frecuencia excesiva. Ha prometido cuidar las muletillas tanto como el acné o las pecas de los carrillos, esas rojeces que hacen tan peculiar su cara: feúcha y atractiva al mismo tiempo. No promete lo que no piensa cumplir y suele ser sincera. Busca lo auténtico, por eso resulta extraño verla fingir. Impaciente, en los procesos de aprendizaje tiende a simplificar, a saltarse pasos intermedios. El estudio de las matemáticas le enseñó el peligro de los atajos para quienes desconocen la técnica; y por medio de la música supo que para poder innovar debe practicar sin descanso hasta dominar el método. La única profesora de esta disciplina que ha tenido, una monja con quien se inició en la flauta dulce de modo placentero, exigía dos cosas: entusiasmo y firmeza. Dio el largo paso hacia las cuerdas de la guitarra cuando ya expandía el territorio de su intimidad, al entrar en la adolescencia procedente de la niñez. Así que considera la flauta como un instrumento de solitarios, eficaz para atemperar los ataques de melancolía; y relaciona la guitarra, en amplio contraste, con la animación expansiva del grupo de amigos.
El veintiuno de febrero de hace dos años -fecha en que cumplía dieciocho- llegó Anna al escurridizo futuro y se hizo adulta. Resolvió como primera medida trazar una raya en el suelo a manera de línea de partida, mojón inicial de la nueva andadura. Determinó conocer, aprender, disminuir las vacilaciones, y se dispuso a leer con auténtico fervor autores que hasta entonces consideraba aburridos: los filósofos griegos, los poetas latinos, los novelistas rusos y franceses; incluso biografías de grandes músicos: Giovanni Pier Luigi da Palestrina, por quien la monja siente verdadero entusiasmo; Juan Sebastián Bach, según dicen situado a un palmo de la perfección; Haendel, Jorge Federico, trabajador incansable desde la niñez que, no obstante, compuso “El Mesías”, su obra maestra, en algo menos de cuatro semanas. Planes decisivos que quizá los dieciocho años no estaban dispuestos a seguir a rajatabla, gozando aún con Stevenson, London, Ende y los músicos del estrellato comercial. El trazo indeleble marcado con tiza, la forzaba a rechazar las ventajas que proporciona el solo hecho de ser hembra, las concesiones que el mundo masculino hace a su debilitada posición. La marca imborrable la forzaba a exigir aquello que por ser mujer tratan de hurtarle.
Ha llegado a los veinte y encuentra jóvenes con los que tiene en común los gustos musicales, y se alegra de no estar aislada en el Universo como esperaba verificar mediante la astrología. Se descubre paradójica, se analiza, y el nuevo descubrimiento la dice que no existe oposición en los términos, que puede desear diferenciarse de la manada, ser ella sola, estado soberano con sus fronteras y embajadores, y además buscar alianzas con otras personas estados para sumar esfuerzos y charlar de asuntos generales.
Se deleitan sus oídos, se transporta su imaginación y su mente se agita al escuchar por enésima vez la magistral ejecución de “La pasión según San Mateo” o alguno de los numerosos “réquiem”, el inacabado de Mozart sin ir más lejos. La armonía de los acordes, la inmaterialidad de los sonidos suspendidos en el aire como chispas en los fuegos de artificio y la bella complejidad del conjunto alcanzada por la suma de elementos simples, le muestran evidencias espirituales, trazas mínimas de una presencia superior a la humana, jirones de la Verdad. Conoce una trinidad de palabras que nombran lo innombrable: Verdad, Dios, Amor. Es indiferente el orden porque cada una se integra en las otras, saciándolas; y al hacerse con una se tienen todas. Percibe la existencia de un término marco, de un vocablo catalizador al que da la misma importancia que a los primeros. Lo considera llave para acceder a los otros, el suelo donde los demás se sustentan. Recia y sonora, la palabra es Libertad. Libertad de pensamiento y acción, libertad para elegir el camino y seguirlo, para rectificar la dirección o el sentido, para sentarse y esperar tiempos mejores. Eso sí, con la mira puesta en los demás, sin perjudicar a nadie, mejorando el entorno.
Aporta, fue su muletilla anterior; y la expulsó Anna de su vocabulario por motivos dispares. Afeaba el lenguaje y lo empobrecía, afeándola y empobreciéndola a ella; lo supo al advertir idéntico abuso en una compañera. Además, la empleaba en sentido egoísta, aprovechado. Se descubrió en varias ocasiones preguntándose por la utilidad directa e inmediata de las acciones, de los acontecimientos; en todas ellas se valía de la palabreja. Y es que hasta hace bien poco estaba segura de no haber alcanzado aún la fase enriquecedora de la dádiva. Vivía persuadida de encontrarse en la etapa receptora, ocupada por completo en henchir la espuerta que le dieron al nacer. Posponía la entrega a un momento tardío, cuando, completada su formación, fuera autosuficiente. Ahora está convencida de que la entrega y la aceptación son actos inseparables, incluso en un mismo sujeto, en una misma práctica. El intercambio desinteresado convierte a las personas en lugares de paso –dan y reciben, reciben y dan- volviéndose carretera, lugar de carga y descarga, panera acogedora del trigo en depósito, área de limpieza y distribución de donde salen semillas y alimento. Nunca destinos últimos, jamás almacenes, graneros o pajares –se nota la clara influencia de su abuelo, de su padre, de sus visitas a Husillos, el pueblo donde la familia tiene parte de sus raíces- siempre arcaduz, cangilón, conducto.
Hay períodos de la vida que pasan presurosos sobre un fondo estático; circulan a través de un entorno placentero que se muestra asombrado de la vitalidad humana, de la prisa alocada e intransigente. La urgencia de la juventud se va incorporando a su conducta, pero Anna se interesa con avidez por lo que la rodea, como si se le acabara la provisión de días o las oportunidades fueran únicas y su pérdida irreparable. Intuye que los acontecimientos van a sucederse de golpe en la actualidad de su existencia, que los procesos importantes se desencadenarán ahora, en el momento presente, todo lo más en el contiguo: estudios que determinan la profesión, amistades, noviazgo, toma de posición frente a las ideas sociales y religiosas. Y la ocurre que teme no estar preparada. Ha de darse prisa en el aprendizaje: lectura, observación y relaciones con los demás. Por eso, en cuanto congenia con alguien, profundiza en las opiniones, en las ideas, en los convencimientos. A veces no encuentra la clave de acceso y debe quedarse en el vestíbulo, bien porque no hay sanctasanctórum, bien porque lo resguarda una coraza de prevención o reserva. Resultado de la práctica y de la insistencia, desarrolla la muchacha una técnica precisa y, sirviéndose de ella, le es fácil conocer los recovecos por donde el interlocutor conduce su rebaño de certezas y recelos, sus miedos inconfesados, sus valores inconmovibles.
La ambigüedad se ha ido convirtiendo en una constante de la vida de Anna, la vaguedad, la imprecisión, la ambivalencia. Superado el Curso de Orientación Universitaria su incertidumbre alcanzó las cotas altas. Se sentía atraída por el estudio de los animales -excluye a su gato de esta consideración, a mitad de trecho hacia lo humano- por la biología y las ciencias de la naturaleza; pero también por el cuidado de los niños, los trabajos manuales, la informática, el diseño, la animación de películas, la música y la poesía: versos sentidos, premiados en séptimo de EGB, que cantaban un amor idealizado. Situó en el eje de ordenadas las preferencias, poniendo en el de abscisas el provecho profesional; pues hay carreras que proporcionan gran complacencia, pero no permiten formar una familia, mantener hijos y prepararlos para las constantes escaramuzas de la vida diaria. Buscando el equilibrio entre ambos valores: verdadero disfrute y suficiente remuneración, se encontraba Anna inmersa en un mar de incertidumbre.
Desde los tableros cuajados de nombres y cifras, la nota mínima del examen de Selectividad le echaba una mano; el abanico de opciones apenas abría las varillas mostrando su país fruncido, imagen embustera de la acción imposible. Armonizando posibilidades y preferencias, tomar la decisión fue un juego de infantes: Ciencias de la Educación, Pedagogía y, radio inmóvil de los cambiantes círculos concéntricos, Pedagogía Escolar. No, el titubeo no duró mucho. Los niños, cuadernos en blanco de la Naturaleza, tubos de ensayo, billetes de lotería, cupones del azar y el desasosiego; la llamaban con voces mimosas. Imaginaba a los chavales escuchando absortos, y se imaginaba maestra de solfeo, recitando poemas, mostrando lugares en el mapa, dictando la fecha exacta de los hechos históricos, desvelando el porqué de las cosas y las razones de la gente. Le confesaban sus errabundos sueños los muchachos, personas incipientes ocupadas en buscar las llaves de las habitaciones próximas, por ignorarlas abiertas y vacías. A Anna le satisface la elección hecha, y sabiéndola acertada sonríe al futuro.
Concede trascendental importancia al periodo formado por los prolegómenos del próximo siglo, cuando el mundo entero se esfuerce en cerrar un capítulo para abrir otro nuevo, procurando que la distancia entre ellos se note. Podrá imprimirse el mapa político del planeta, aunque en edición limitada por lo que pueda ocurrir. Roto el inestable equilibrio de los antiguos bloques, dos formas opuestas de entender el progreso, los países que cuentan en economía se repartirán el globo como buenos amigos; eso sí, simulando disputas en torno a lo accesorio. Organizaciones internacionales, comerciales y políticas, establecerán vínculos capaces de arraigar en unos países y en otros; poniendo y quitando capataces aquí y allá, influyendo en los legisladores, beneficiándose de su influjo a la chita callando, con cautela y disimulo. Quedarán despejadas muchas incógnitas; pero se abrirán otras nuevas. En lo referente a ella misma, con la carrera iniciada y una importante sección de porvenir expedita, aún no sabe Anna lo que quiere hacer de su existencia, a qué puerto llevará su barca. Navega un día hacia el cálido Sur, y al siguiente toma un rumbo discrepante que la conduce, quebrando los hielos del Polo Norte, a regiones antípodas.
A modo de antiguos discos de vinilo descatalogados, guarda recuerdos de la infancia en su envoltura plástica, en sus estuches angostos, joyas apreciadas por los coleccionistas. Botones nacarados y cintas de colores, atesora hechos concretos o breves temporadas de dicha en el grato interior que su bolsa de algodón abre a insignias y medallas. Carpeta de cintas donde duermen los balbuceos artísticos, temblorosos dibujos salvados por su padre de los estragos periódicos que originan en las casas las limpiezas generales. Memoria de situaciones, fragmentos de la vida corriente, retazos de sucesos que la hicieron feliz o desdichada. En algunos participa Aurora: íntima y extraña, hermana mayor, segunda madre, ángel guardián; y se descubre disimulando su apego, disfrazándolo de la colaboración familiar exigida. Hay otros en los que habita un Miguel idealizado por las circunstancias, admirado como el héroe que se va a difíciles milicias: alpinista en cordada de amigos, colaborador de campamentos internacionales, impulsor de grupos de rescate tras cualquier cataclismo, manos, pies y cabeza de quien los precisara. En los episodios recientes entra Daniel, el hermano pequeño. De causante de envidia enfermiza pasó el niño a sujeto de sus atenciones. Esperaba Anna la hora de la comida, cuando el infante se cansaba de los modos maternos y ella, que sólo le sacaba dos años y medio, terminaba la tarea; tenedor y cuchillo con las letras de y efe grabadas, trocitos de carne o migas de pescado. Pronto persiguió los progresos inducidos, la recompensa de su nombre pronunciado de manera errada y las manos tendidas en actitud de entrega. Como prueba irrefutable de la afinidad alcanzada, aparece el globo terráqueo, esfera florecida de alfileres multicolores, propiedad que Daniel acabó compartiendo con ella; y sólo con ella.
Los cuentos, los enredos, las quiméricas historias que los adultos le contaron y Anna creyó a pies juntillas, desarrollaron su imaginación. Le explicaban las cosas de manera que realidad y deseo se avenían; lo que debían ser y lo que eran aparecían coincidentes en las ilustraciones. La Arcadia Feliz se dibujó simétrica en su cabeza, y la perfección daba forma a los días a medida que iban llegando. Luego descubrió, no sin sufrimiento, que el mundo es como un edificio, y en él, los habitantes del sótano suben con dificultad por encima de la planta baja, y los del principal, orgullosos, no se mezclan con nadie. Tendría Anna diez años a lo sumo, y vivió la desgracia sin filtros intermediarios. Ocurrió que una vecina se procuró la muerte -suicidio enraizado en la infelicidad- agonizando de golpe, con extrema urgencia, ante los vecinos. La nota destinada al juez –intento desesperado de justificar una acción con la que ella misma estaba en desacuerdo- desprendía las circunstancias íntimas: un marido, unos hijos, las dificultades dinerarias, falta de cariño, achaques persistentes, una enfermedad penosa. Se lanzó al patio desde el sexto piso, y cubrieron su cadáver sanguinolento con una sábana blanca que al instante se tiñó de rojo. Anna lo vio sin que la vieran verlo; y observó como el cuerpo invertebrado, acéfalo, la masa informe de carne, huesos, fluidos y ropa, alcanzaba la categoría de visión antiestética que era preciso ocultar a los ojos sensibles. El coche mortuorio se llevó los despojos, pero la imagen grabada a fuego en la mente niña anduvo haciéndole daño multitud de noches; y en su garganta muda estallaba invariable, negro, blanco, rojo, vertiginoso y desgarrador, un grito incapacitado para llegar a los oídos. El edén que los adultos trazaron en su imaginación fértil, fue destruido de un zarpazo por la realidad; ni árboles frutales, ni praderas de pasto, ni corderillos, ni arroyuelo rumoroso subsistieron.
La autocomplacencia desdibuja huellas que Anna atribuye a un tiempo humanizado: cuerpo de persona y cara de día, de semana, de año; un pasado que se hace reproches con justeza. Ese distanciamiento que es desapego o intención causante, escamotea documentos, hojas manuscritas de los exámenes suspensos, largos años plagados de errores, frontera imprecisa trazada entre la culpabilidad y la torpeza. En su lugar, materia gris de las neuronas, coloca otros papeles cuyo contenido es merecedor de sobresalientes; aciertos plenos magnificados hasta el derroche. El nuevo fichero corresponde a una hija amable y diligente, empeñada en el desarrollo de las abundantes facultades con las que fue favorecida.
Sitúa Anna en las proximidades del hipotálamo agradables sabores a vainilla, a fresa; en la pituitaria el gusto consistente del coco y del chocolate, unidos porque ambos le producen un ligero dolor de cabeza; y es el bulbo raquídeo el alojamiento temporal del paladar característico y único de los huesos vertebrales del cerdo en salmuera, de las especiadas morcillas, aportación del abuelo Miguel arrastrada tras sí desde Husillos en su maleta de ocume. Retira al fondo del baúl para que llegue lejos, un cuaderno de caligrafía salpicado de dibujos donde los colores escapan de la línea, y un pensamiento anónimo repetido hasta el cansancio, empequeñeciéndose e inclinándose hasta perder por debajo la horizontal. La tabla de gimnasia, día refulgente de la madre fundadora, en el colegio: vestida ella de blanco como sus compañeras, pero más pequeña, primera de la fila, más ágil, mejor dotada que las otras para el movimiento sincronizado. Los ojos de la profesora puestos en la gracilidad de los gestos, en la armonía de las posturas; erguida Anna, doblada, derecha, izquierda, arriba, abajo, uno, dos, tres; y los ojos de quien juzgaba buscando fallos en la primera, en la más visible, bandera y ejemplo del curso; obligando a rectificar a la niña, a corregir lo bien hecho buscando el camino de la perfección con terquedad. La entrega de premios, llegada como el oxígeno después de pasar unos minutos sin respiro: fluido liberador donante de vida. Sobresalen los aplausos, el batir de palmas que ofrecía contento a unos oídos situados en el interior del corazón, entre los ventrículos y las aurículas, haciéndose compensación imprescindible de tan merecida, cobrándose en esa moneda poco corriente el valor del desmesurado sacrificio.
¡Cuán escasas son las marcas, qué somera es la huella, qué superficial la incisión! Después de tanto afán, percibe Anna que esas briznas dispersas, inasibles, fugaces, marcan el verdadero alcance de la existencia, altura de la crecida del río, grado de la magnitud del terremoto, extensión de la lengua de lava. Aun así, la confusión sigue, y la mezcolanza sin orden o seguidora de uno no sabido violenta la mente, el cerebro, mujer joven en lúcida inteligencia con los inconvenientes, con las ventajas -las hay y lo sabe- pugnando éstas por establecerse a la cabeza y dominar, haciendo bandera de lo que es distinto y los demás dan de lado, exhibiendo lo específico, radicalizando la postura. No sabe si estará en lo cierto cuando sospecha, al otro lado de lo provisional, ese ajetreo de ideas; no ve el término de su evolución e intercambia el fin para que no coincida con el margen de ellas mismas, con su propio remate.
Va a la clase de Anna, es rubia, amable, inteligente, estudiosa, discreta, elegante, se llama Gabriela y busca en Anna la camaradería. A Anna nunca la ha ocurrido nada semejante y la halaga. Gabriela suele llegar pronto, de modo que ocupa buenos sitios y reserva el de su derecha a la muchacha cuya amistad pretende. Dice Gabriela que es esencial sentarse en las primeras filas para sacar buenas notas. Colocada cerca del profesor, te resultará fácil atender. Eso está claro: contesta Anna: pero no te quita ojo y ni a rascarte te atreves. Sí: replica Gabriela: es cierto; pero acaba por considerarte una alumna aplicada, lo que tarde o temprano se refleja en las calificaciones. Gabriela intenta ayudar a la compañera; domina todas las materias, posee una letra limpia y cuidada y le permite copiar sus ordenados apuntes cuando Anna falta o si los que toma presentan lagunas o errores. No viste Gabriela a la moda, aunque lleva ropas de calidad, parece seria a la manera adulta y razona como si fuera mayor de lo que es. Si Amelia, la madre de Anna, la conociera, seguro que se haría al momento una opinión inmejorable. Modesta y reservada, sabe Anna de ella muy poco. Sufre un débil bizqueo, eso sí; pero sucede sólo cuando se enfada, y como tiene buen carácter el defecto pasa desapercibido. Pregunta cuestiones relativas a la familia, padres, tíos y hermanos; pero Anna no se atreve a contarle lo de su papá, y para Gabriela el hombre aún es el alto ejecutivo de una empresa de dimensiones nacionales. Carece de razón de peso para hurtarle la información solicitada, pero aún es pronto para exponer los problemas graves. Algunos días regresan juntas en el metro hasta la estación de Sol, desde donde siguen líneas distintas; y al llegar el momento de separarse, si es medio día, Gabriela invita a la amiga a comer en su casa con el objeto de estudiar juntas por la tarde. Anna siente algún reparo impreciso y aunque lo desea no ha aceptado aún.
El ciclo vital se compone de luces y sombras, día y noche entrelazándose; y de reflejos que engañan. Amanecer y crepúsculo, tan opuestos, tiene mucho en común; y a veces Anna no sabe diferenciarlos. El tiempo transcurre cuajado de espejismos y hay que andarse con ojo; lo verdadero y lo falso visten las mismas ropas y ni se desnudan ni permiten sin lucha que las personas los despojen de sus adornos. La vida acostumbra a complicarse sin razón aparente, pide mucho y da poco o a destiempo. Hecha de trimestres, sigue un cauce plagado de meandros que retrasan el momento de mezclarse con las ingentes aguas marinas de la eternidad, o cae en cascada salvando enormes distancias y acortando su curso. Lo cotidiano es un lago helado en el que los patinadores entrecruzan piruetas; la sencillez se impone hasta que la primavera les obliga a tomar precauciones. Entonces, el temor a las grietas que cuartean el hielo acaba con la diversión. Aunque acaso la vida sea el diario que vamos escribiendo con nuestras impresiones; optimismo o pesimismo, la actitud de cada uno la califica y la define. De ahí que Anna entienda la existencia con la proverbial sensatez de las personas mayores, y opine que los beneficios superan a los inconvenientes.
Capítulo VI
No echa el operario de la obra en saco roto el deseo del abuelo Miguel; y la confianza puesta en su iniciativa actúa a un tiempo de estímulo y acicate propiciando el hallazgo de un momento oportuno. Así debe de ser, porque un frío domingo, cuando la obra permanece silenciosa y quieta, puede acompañarlo. Se citan en la entrada a las once, pero a menos veinte ya está el abuelo en el lugar. La inquietud estremece su ánimo y puede entenderse: va a cumplir uno de sus recién nacidos anhelos, hijo ya de la vida en la ciudad. Por impaciente llega antes de la hora fijada; se ha despertado temprano y tropezaba una y otra vez con los muebles de la habitación produciendo un ruido de mudanza. La intranquilidad invadía a intervalos su mente, el temor a una eventualidad adversa, a algún imprevisto que le impidiera gozarse en experiencia tan singular. Pero ya está en el lugar y de un vistazo domina el recinto -tiempo y espacio- pues estando el cerco de madera vacío de espectadores, y carente de actividad el enorme hueco, el momento por el que pasan los trabajos se conoce en segundos. Unos empleados de seguridad, uniformados a la usanza policíaca, muestran sus armas con orgullo y descaro manifiestos. Vigilantes de la propiedad ajena, rondan sin pausa en prevención de hurtos y sabotajes. El abuelo entiende que simulan la fiereza de los intrépidos para espantar sus propios miedos.
Se aproxima el amigo, caballero en su poderosa motocicleta, y al observar en el anciano involuntarios gestos de impaciencia, consulta el reloj para convencerse de que no se ha retrasado. Vestido de fiesta bajo un cumplido mono de trabajo, pieza íntegra rozada en las mangas, rodillas y asentaderas, el joven operario se dirige a efectuar el mantenimiento periódico que la máquina requiere. Podía llevarla al taller como hacen otros, pero el desplazamiento y la espera de turno le harían perder una mañana, con lo que la prima de productividad menguaría de manera sensible. Detiene el ruidoso motor y a horcajadas sobre la cabalgadura, impulsándola con los pies, pasa al interior de la cerca. Avanza unos metros con evidente esfuerzo y, junto a la caseta de la oficina, se apea.
-Viene conmigo. –Dice, a modo de explicación, al guarda que lo interroga con la mirada respecto a la presencia del extraño.
-Voy con él. –Remacha el abuelo cargado de aplomo, como queriendo corroborar la afirmación del otro con un peso mayor, pero al tiempo apoyándose en ella, empuñadura y asidero.
El operario presenta al acompañante como un pariente recién llegado del pueblo, entendido en el levantamiento de grandes edificios, en el movimiento de áridos y en la coalición de esfuerzos entre personas y máquinas; y los otros sonríen a la manera de los que están al cabo de la calle. Comparte el mozo un café de termo con los vigilantes, al tiempo que escucha el relato de la tormenta padecida durante la noche, que los tuvo recluidos al resguardo. Declina el abuelo el convite alegando tres razones de fuste: la excitación que el bebedizo le produce, la prolongada sensación de malestar sentida en el estómago mientras dura la dificultosa digestión y el hecho de estar contraindicado en los casos, como el suyo, de elevada presión arterial. No era menester tal abundancia de explicaciones, y al percibir que no las escuchan lo comprende. Ya es algo tarde para rectificar, pero aún puede callarse y se calla. En fin, qué más da.
Desciende al escenario de los trabajos quietos tras el muchacho, apresurando el paso para ponerse a su costado izquierdo, pues si sucede que al ser cuesta abajo las zancadas del anciano se duplican, triplícanse las del joven. Dado que la composición mayoritaria del terreno se corresponde con la arenosa, los regueros marcados por el agua caída siguen una trayectoria irregular, zigzagueante. De ahí que, erosionado y húmedo, el carril no muestre charcos ni trechos embarrados. Resulta cómodo el paseo, mas el señor Miguel teme el regreso; se encontrará cansado y la rampa, que da dos vueltas al recinto para suavizar su pendiente, alarga el trayecto de manera considerable.
-No se preocupe por la subida –manifiesta el operario, dando con su intención en el meollo de los pensamientos del invitado, solucionando en anticipo el problema- mañana empiezo en otro tajo y la máquina nos traerá de vuelta tan ricamente.
-Menos mal, ya que desde niño han caminado estas piernas al paso de las mulas, azuzándolas, pisándoles las herraduras traseras; y “no hacen viejos los años sino los daños”. –Desprende su dicho un deje irónico, pues pasado el mal trago de la muerte de la esposa: columna, muros y techo de la casa; que estuvo en un tris de llevarlo con ella por puro apego, a mayores de la tensión alta, ni un mal catarro ha padecido, ni una indigestión; y los pies, ágiles e incansables, sobreponiéndose a los dolorosos repuntes del espolón calcáneo, derivan su cuerpo adonde el pensamiento y la voluntad disponen.
Vistas desde abajo, miradas de tú a tú, las cosas producen una impresión distinta. Ganándose la horizontal aumenta el tamaño y son más precisas las formas. Aspectos que desde arriba no se avistan aparecen allí presentes: algunas herramientas o el profundo hoyo abierto en el rincón, a veinte pasos lo menos de las estáticas y mudas excavadoras. Las mira el abuelo con sumo interés, a pesar de no ser otra cosa que armatostes inertes afectados por la prolongada inmovilidad del fin de semana y la acción dañina de la intemperie. Vienen a su memoria los distantes días del verano campesino, cuando, mediado el mes de agosto, llegaba la lluvia intempestiva. Chaparrón o aguacero, la improvisada borrasca portaba como beneficios únicos un agradable aroma a tierra mojada, a gavillas húmedas, y la cohesión coincidente de la tierra de los caminos, capaz de impedir las polvaredas levantadas por el viento o el trote de las mulas. Puede que, a mayores, neutralizara el irritante efecto del tamo de la cebada, origen de picores sin cuento en brazos y piernas; pero, desnivelando la balanza, las tardes lluviosas retrasaban la recolección, exponiendo la cosecha a verdaderas desgracias: podredura, quema y pedrisco. Rota la inercia de un trabajo tan intenso que borraba la imprecisa frontera del día con la noche, de la agotadora vigilia y el sueño mínimo; interrumpido el ritmo agotador e imparable, costaba Dios y ayuda reanudar la actividad y llevarla hasta el punto anterior, momento justo en que nuevos rayos de sol continuado volvían a su ser rastrojo, trilla y parva, dejando expedita la era.
Como la luz que avanza devorando tinieblas, semejante al crecer de las sombras en la puesta del Sol, desde las máquinas se desliza la mirada del abuelo hasta el esconce deprimido.
-El viernes no estaba, lo habrá horadado la lluvia. –Aventura el joven apoyado en lo oído a los guardas.
Es curioso lo bien que se entienden; en efecto, miraba el agujero abierto en el ángulo. No cabe duda; sucedió de ese modo. Poco antes de la madrugada, noche cerrada aún, cayó un mar entero en un rato largo que no llegó a la hora y media. Estuvo el abuelo despierto; el tamborileo de las gotas sobre la persiana, intercalado de verdaderos redobles, le impidió dormir.
La fuerza del agua ha descarnado la arenisca, disgregándola hasta encontrar partes consistentes; y el señor Miguel lo comprueba al instante, pues al aproximarse descubre en el fondo del hoyo una losa de cemento que unos pasos atrás no se veía. Está agujereada, y da la impresión de que el torrente entró por la atarjea con tempestuosa violencia, ensanchándola. ¡Cuánto daría por haber presenciado el forcejeo!, dice para sí. En su arremolinado discurrir, la tierra y las piedras arrastradas formaron un pequeño cráter, ahora abierto a la cerrada oscuridad. Una pujanza descomunal debió de poseer la corriente -multitud de débiles gotas unidas- para arrancar de su férreo encaje la doble rejilla y el amarillento acolchado dispuesto entre ambas telas metálicas. Rejillas y acolchado cubrirían, es de suponer, la boca de entrada a modo de filtro; ya que se muestran retorcidos y velados por el barro.
Mientras el amigo engrasa la pala que la empresa confió a su cuidado, y trata de cambiar una pieza desgastada por esfuerzos que exceden lo soportable, el anciano desciende sin dificultad hasta el hueco de hormigón y, oculto a la mirada del otro, puede curiosear a sus anchas.
Ajustados a la penumbra los ojos, reciben la imagen de un habitáculo reducido, un cubo sin tapa de un metro escaso de anchura, oquedad terminal del conducto que hasta allí llega; una especie de pozo, tan estrecho y profundo que la vista pierde facultades extraviada en la negrura. Se vislumbran, sin embargo, con claridad decreciente, una sobre otra y separadas entre sí por la breve distancia de un brazo tendido, hasta cuatro semicircunferencias de hierro que a modo de agarraderos se insertan en el muro.
No pide mayor exploración el descubrimiento, así que se dispone el abuelo a abandonar la hoya, temeroso de la tierra suelta que en la pared contigua amenaza ruina. Gira la cabeza para cambiar a una postura ventajosa, dobla el cuerpo y así, de lado, intenta el ascenso. Percibe en ese mínimo instante, medio cubierta por la aparente lana del filtro, una bolsa de material plástico del tamaño superficie y grosor de media libra de chocolate.
A punto está de resbalar en esa posición forzada, mas la suerte amiga o su olvidada destreza lo impiden. Menos mal; hubiera caído por el estrecho agujero al hueco grande, sometiéndose a un riesgo cierto para su integridad física. No sucede así y consigue permanecer en equilibrio inestable, asiendo, con dos dedos primero, después con los cinco, el escurridizo envoltorio.
Se ve obligado a depositar el hallazgo en el interior del forro de la pelliza canadiense –a la sazón descosido a lo largo de al menos diez centímetros en la parte de la sisa- para dejar las manos libres y poder trepar. La rapidez del movimiento y lo impecable de la ejecución le permiten elevarse justo a tiempo, ya que el apoyo buscado por el pie derecho en el inconsistente lateral, arranca una de las piedras que sirven de sostén y una cantidad de cantos y tabones que llenaría dos sacos o quizá tres, se precipita sobre la entrada. Como si la vacuna no sirviera para orillar la infección, el primer desprendimiento no evita, al llegar sus pies arriba, el desplome con estruendo de una porción considerable de talud, algunos de cuyos trozos chocan con el talón izquierdo, retrasado un palmo.
Sofocado, jadeante y con un buen susto metido en el cuerpo, a duras penas logra el anciano llegar al plano horizontal de las máquinas. Recuperada esa cota de seguridad, sabiéndose a resguardo, aprovecha el exiguo resuello restante para emitir un gruñido que explica sus encontradas emociones. En ese intervalo el maquinista culmina su faena y le dirige la palabra.
-De buena te has librado. Ya me disponía a desenterrarte. Trabajo inútil, la verdad, pues tendrían que sepultarte de nuevo. En la obra anterior dos compañeros terminaron así; no es ninguna broma.
Trasluce el tono empleado en su expresión una queja apenas perceptible, también un leve reproche. El abuelo lo nota, se desazona un poco y, molesto consigo mismo, hasta pasados unos minutos no es consciente del tuteo. En cuanto reflexiona sonríe sin trabas; y es que aprecia de siempre la naturalidad en el trato. Huye de la rigidez de formas al no atribuir a ese freno ningún significado oculto de respeto a la edad, ni siquiera un tributo rendido a la experiencia resultante. Percibe, por el contrario, un manifiesto deseo de apartarlo, de situarlo al margen, en un terreno ilusorio, cuarta dimensión destinada a los objetos inservibles, desván de la existencia ocupado por sucesos ocurridos en la antigüedad arcaica.
-El perro muerto ni muerde ni ladra; y yo aún tengo que dar muchas dentelladas.
Lanza el adagio, recién discurrido en su caletre, con evidente tono de broma; quitando importancia a la amenaza arrostrada. Guarda memoria de peripecias afines ocurridas en los arenales de Husillos y en las bodegas de la Cuesta, aunque no llegó a presenciarlas. No es lo mismo, pero al hilo de lo imaginado viene la ola enorme que en la orilla escarpada del Cantábrico engulló a dos fisgones de la intimidad marina, flujo y reflujo; estuvo él con su mujer en esa escollera y se lo contaron a modo de advertencia. Así o asá, lo que importa es el desenlace, y él ha salido ileso. Con todo, lo ocurrido le servirá de aviso y lección práctica.
El abuelo es de buen conformar, pero sucede que atraviesa terrenos enlosados de lajas salinas y camina descalzo con los pies llagados. El malestar de Juan, echado de la empresa donde era un pez gordo, da vueltas y vueltas en su cabeza; el cuchillo clavado en el alma del hijo ha calado hasta llegar a la suya, superpuestas ambas, coincidentes. Poco puede hacer que no sea dirigir la vista a lo que viene a su encuentro, a ese futuro tan mal pagador, tratando de mudar los efectos de la situación al corregir la mirada.
-Mala cosa –oye decir al maquinista- el capataz no valoró el viernes mi destajo, y el lunes por la mañana no va a saber cuánto apuntarme.
Afligido el joven por considerar su fortuna adversa y torpe al anciano, reprende su actitud de zascandil, “el haber estado cerniendo por ahí hasta provocar el desplome”. Usando modales algo ásperos le ordena encaramarse al asiento; y envueltos ambos en un silencio consciente, frío y distante, inician el regreso cuesta arriba. El mutismo, como si fuera el mismo enfado o un apéndice suyo, persiste durante el recorrido; y en el nuevo tajo, cuando el operario apaga la máquina, se apean uno tras otro sin que el abuelo requiera la ayuda precisa.
-Compréndelo, no es por el dinero, puedes creerme; de haberte pasado algo sería yo el verdadero responsable. Caro capricho, ¿no te parece? -Incapaz de rencor, formula así el muchacho su disculpa. Noble como el nieto fallecido a quien se da un aire, se alegra de que todo haya quedado en un susto, morrocotudo eso sí.
Junto a la caseta de la oficina, al pie de la moto, dicen adiós a unos vigilantes distintos, relevo de los anteriores, que habrán puesto a éstos sobre aviso de la presencia de operarios reparando una excavadora, porque no dan pruebas de extrañarse cuando se muestran.
-¿Qué hay? Lo nuestro era cosa de poco y ya hemos terminado; así que nos vamos. –Saluda y se despide el maquinista en lo que parece un soliloquio, pues ninguno de los guardianes responde, a no ser que se tome como respuesta el gesto displicente que hacen con la cabeza; y eso que la voz del muchacho lleva un marcado tono amigable.
-Hasta mañana. –Añade el anciano, reforzando sus palabras con un ademán que quiere señalar los vacíos puestos de observación.
En el fondo se alegra el muchacho de la antipatía observada, pues le evita el esfuerzo de silenciar el peligro a que se ha expuesto su acompañante. Tienen prohibido el paso las personas ajenas a la obra, incluso dándose esas circunstancias, favorables en apariencia, del descanso dominical; y el cartel situado en lo entrada lo anuncia con letras bien legibles.
Unos metros después, joven y viejo se dan la mano para despedirse. La voluntad puesta en el apretón y el gesto distendido de los rostros dejan bien sentado que continúan siendo amigos; de modo que, carente de cimiento para la pena, mejora el ánimo del abuelo.
Pasa junto a las vitrinas de la agencia de viajes sin mirar la oferta de vacaciones en el extranjero, ya que la ha leído cien veces y conoce ventajas e inconvenientes de cada destino. Las paradisíacas playas de la República Dominicana y sus magníficos hoteles, los tutelados Parques Naturales de Costa Rica, el exotismo asiático de India, Japón y Tailandia; un safari fotográfico por Tanzania con visita al parque del Kilimanjaro, volcán inactivo que constituye la mayor altitud de África. Naturaleza domesticada y acelerados viajes en avión carentes de aventura: no es lo suyo.
Toma la calle que bordea el parque, espacio ajardinado repleto de chiquillos y de matrimonios jóvenes, y camina por la acera apresurado, pues Amelia, su nuera, le encargó comprar el pan y ya son las tantas. Entonces cae en la cuenta: ha olvidado comentar al compañero de fatigas el hallazgo del pasadizo; y a esas alturas ni falta que hace: permanece sepultado bajo camiones de tierra. Bueno, ya volverán a descubrirlo, piensa; pero acepta al instante un argumento bien divergente: el hueco abierto por las aguas se encuentra en una cota menor que el fondo del vaciado, y la nueva excavación no lo alcanzará.
Ante la taberna que en los azulejos de su fachada pinta escenas de la vendimia y la actividad del lagar, tres jóvenes -dos chicos y una chica- charlan despreocupados. Ella y el que parece mayor, con las espaldas apoyadas en la pared, se han sentado en el suelo; frente a ambos, erguido, un adolescente fuma un cigarrillo liado a mano. Su indolente actitud parece despreciar las horas y hasta los días, interesándose tal vez por magnitudes amplias, siglos, milenios; o ni eso siquiera.
Una señora de cuerpo enjuto y frágil constitución, que el anciano ha visto otras veces por las inmediaciones, intenta pasear un perrazo. Inquieta y contrariada va tras él siguiendo los vaivenes de la obstinación canina. Rozan un árbol y alcanzan un esconce regado de vómitos antes de que los recipientes de basura llamen la atención del can; y entonces el animal y su dueña van hacia ellos dando bandazos. Se imagina el abuelo la tortura sufrida por el mastín recluido en la minúscula terraza, atalaya desde donde observa con indiferencia la aventura de la esposa un hombretón como un castillo. Sin importarle un ápice la apreciable ansiedad de la mujer, el conductor de un coche detenido en lugar autorizado, toca la bocina tratando de avisar al propietario de otro vehículo que, próximo al suyo, le impide marcharse. Paseantes hay que le recriminan el ruido con ruido de voces, otros que apoyan su actitud de reclamo, pero la mayoría no toma partido y sigue a lo que estaba, sin inmutarse por los tirones del perro o la estridencia de los intermitentes pitidos.
Pese a faltar diez minutos para que den las dos, treinta pasos antes de llegar a la puerta, el enrejado extendido denuncia la conclusión del servicio en la tahona. Una parroquiana de edad indefinida –cincuenta años dañosos, sesenta bien llevados- pone a bajar de un burro a los dueños; parece hablar sola o dirigirse a la humanidad entera subida a su enfado. Por si le afectara el litigio, toma el abuelo partido e interviene; quizá tratando de romper la imagen de loca que da a la mujer el airado soliloquio. De acuerdo, hay que respetar el horario; pero si acabaron el pan ¿qué hacían allí?; se pone en lugar de los escapados y los disculpa. Arremete contra él la alterada mujer, y sin darle la razón consigue el anciano que se calme y vea la cuestión desde su punto de vista. A veces actúa de esa forma y el resultado mejora. Los demás son él en otro sitio; tienen derecho a considerarse el centro del redondel y a situarlo a él en la orilla. Pero una explicación ajustada a la lógica elemental puede invertir los términos.
Por incumplir el encargo -es pura broma- o porque expira el mes de estancia en casa de Juan, esa tarde trasladan al abuelo para un nuevo turno al domicilio de Miguel, el hijo mayor, que vive en el barrio de Campamento. Se perderá un mes en la evolución de una obra de dimensiones tales y, por ende, de tantos medios, que ofrece un interés desusado. Cuando vuelva, las columnas y el forjado habrán desenvuelto la estructura. Es una pena, pero de nada sirve pedir una prórroga; motivos existen, tan importantes o casi, en cada ocasión. No, no es que se queje, pues resulta justo que repartan la carga; pero le duele el alma al sentirse un censo en vez del soporte que fue, clara evidencia del deslizadero en que se ha convertido su vida. Se atormenta ante la incapacidad de aliviar el daño de Juan, aunque sea una pizca; le molesta el hecho reiterado de no servir a la familia de ayuda en la corrección de los hechos torcidos o a la hora de colocar los carriles de la realidad por donde unos y otros quieren que discurra. Lo desea con energía, pero ya no tira de las riendas y las mulas desobedecen la voz de su so o su arre.
Capítulo VII
Si en los instantes primeros, la familia entendió a través de la injusticia del despido, el ataque perpetrado por su empresa sobre el directivo Juan; la inmoderada reacción del despedido desplazó las preocupaciones de los suyos hacia el desgarro resultante. Los antiguos compañeros dispararon, sí; de eso cabe culparlos. Pero no podían imaginar que desencadenarían dolor tan agudo; por casualidad activaron el resorte preciso. Eso es, la bala penetró –psique o soma- en un lugar muy sensible. Luego, a la vista del resultado, parientes y amigos supieron que se producían consecuencias imprevistas por imprevisibles.
Viejo a una edad joven, la empresa decidió cesarlo sustentada acaso en mejores razones de las que está dispuesto a admitir. Por la cabeza enferma pasan, entre visiones catastrofistas del mundo y de la vida, leves condenas que no son sino verdaderas justificaciones del proceder ingrato de los antiguos compañeros. Pudieron condenarle al ostracismo extremo, retirándole el poder de la firma y los símbolos del influyente cometido. Pudieron abandonarlo, para mayor inri, al fondo del segundo o tercero de los insalubres sótanos; sentado ante una mesa oculta tras torres de formularios caídos en desuso y justificantes de plazo vencido, hurtándole la correspondencia diaria, las reuniones y la verdadera tarea, la que llena la gaveta de documentos a la espera de su conformidad para entrar en vigor. Cien mil, un millón de veces peor que el despido juzga esa eventualidad. Su capacidad de aguante se iba a agotar muy pronto, y en escasos meses la autoestima escaparía siguiendo el conducto de las aguas sucias. Asaltado por la desesperación y la pérdida de cordura, tomaría Juan la iniciativa pidiendo la baja voluntaria y renunciando a los derechos adquiridos con tal de liberarse.
Invaden la mente disminuida y mutilada, nubazos de murciélagos que esquivan las flechas de los cuerpos fugaces con ensordecedor griterío. El terreno pantanoso en que se hunde el extraviado, amenaza con engullir a los suyos: padre, hermano, cuñada, esposa e hijos; de modo que se ven abocados a tomar precauciones. Tal vez fue ese el caso de Aurora, la mayor de las chicas; quien de la noche a la mañana se manifestó dispuesta a irse a vivir con Rafael, el novio, sin cumplir el requisito previo de casarse. Puede que, finalizado el largo período de tranquilidad familiar, iniciada la constante zozobra, dejara de encontrarse cómoda en casa. Mas el pensamiento ilógico del padre, introducido en el núcleo del laberinto, lo percibió como un agravio que añadía leña al fuego: Aurora aprovechaba la debilidad de la defensa para franquear una muralla perforada. En condiciones normales, subido Juan al estrado, presidente del tribunal académico, halcón en vuelo elevado sobre campos de espigas, rebosante el padre de entusiasmo, siendo el valladar que fue; por respeto o temor hubiera permanecido Aurora en el hogar hasta que una solemnidad religiosa o civil la convirtiera en esposa. Al cabeza de familia le valdría como rito reemplazante -si fuera un gesto aceptado por la sociedad- el ceremonial en que el miembro de mayor edad de la tribu, el abuelo espectador de obras convertido en momentáneo sacerdote, arroja cualquier objeto frágil, cristal o loza, estrellándolo contra el suelo donde quedan sus mil pedazos dispersos, necesitados de un milagro para regresar a la unidad anterior. Ha oído que proceden de tal forma en la cultura gitana, y supeditan la separación de lo ligado, hombre y mujer, a ese único supuesto impensado de congregación de los trozos, identidad restablecida. Las personas, en su mayoría, son de natural impacientes y dadas a correr tras los caprichos; pero conceden valor a la liturgia y a la parafernalia, y respetan los vínculos establecidos si presencian el acto o leen el documento acreditativo. Piensa esto último porque en la pretendida indisolubilidad matrimonial, ve antes un deseo de difícil y esforzado cumplimiento que una insoslayable obligación adquirida. Se han de poder corregir los errores de bulto, y ajustar ideas y conductas a la evolución natural de las personas; con cuidado, sin causar males mayores que los bienes perseguidos. ¡Zarandajas!, el hecho cierto es que está dispuesto a sufrir, sin paliativos posibles, por la razón que sea: incisión o traumatismo. Escapa Aurora y él, ipso facto, se siente culpable de la huida y, al mismo tiempo, dado lo inusual de su marcha, dañado en la intimidad de los convencimientos, lugar donde le nace la creencia de ser el macho responsable del progreso de la prole.
Acusaciones vertidas de manera tácita, implícita y explícita contra su discordante actitud, oídas aquí y allá de labios queridos -retazos captados sorprendiendo confidencias, jirones de conversación, rumor de palabras cayendo del caño a la pila- reafirman la idea que por las noches enloda a Juan y lo desmigaja: piedrecita en el engranaje, representa él la única dificultad enfrentada al universal equilibrio. Las tinieblas se erigen en señoras de un abismo al que desciende desde los altos horizontes opacos. En efecto, esté donde esté -salón o cocina- cree ser el único obstáculo opuesto a la concordia, y ve a los demás expectantes de la ruptura que restablezca el equilibrio.
Nada hay auténtico a sus ojos, nada firme a sus pies, nada perdurable a su esperanza. Se entremezclan en el cerebro deformaciones de la realidad que la muestran ilusoria, enemiga, turbadora. A las riberas arenosas del desorientado entendimiento, a bordo de bajeles fantasma, arriban sugerencias de actos indignos; entre ellos se hallan inconfesables galopes sobre caballos alados, cruentos sacrificios en los que es sacerdote y ofrenda. Bastaría una zambullida en las aguas de Valmayor, un atlético salto desde la barandilla del puente que cruza el embalse, una inmersión hasta el inhóspito fondo, lugar en que el suicida se entretiene tiempo y tiempo enredado en las algas inquietas -estolas, collares, pesados grilletes- ojos y boca abiertos de pavor. Sería suficiente un polvillo blanco, inocente a los ojos y a la nariz, un compuesto químico destinado a terminar con las plagas de ratas que pueblan las viejas mansiones, los crecientes vertederos, los túneles del metro; prolífica raza de roedores que en las grandes ciudades iguala en número de miembros a la humana. O un polvo rojo, atractivo, de sabor acre; variedad de veneno fuerte, activo, eficaz, del que una cucharadita basta para tumbar a un gigante de dos metros y ciento veinte kilos, dotado de dos brazos de acero y dos manos útiles, completas. Siendo el vencido la duela floja del barril, grieta por donde se vacía de contenido la familia, su muerte sólo causará beneficios: razona sin razón el infortunado Juan. En apoyo de tal creencia llega la lectura del contrato firmado con la Compañía de Seguros. El acuerdo, prolijo, descrito centímetro a centímetro en sus términos legales, pone a disposición de los herederos, en el hipotético caso del fallecimiento, dinero suficiente para vivir sin sobresaltos. Se duplica la indemnización si emana la muerte de un accidente previo, y se triplica si en la fortuita desgracia interviene el automóvil. Maquina Juan su evasión con los retazos de historias recogidos de la prensa, de los comentarios populares. Percibe un vehículo que se acerca de frente en un adelantamiento indebido; es inminente la trompada y, dada la velocidad de acercamiento de ambos, mortal. Aún puede apartarse y evitar la sacudida del encontronazo, pero no lo desea; en el inmediato embate vislumbra la perfección del fingimiento, el ocultado suicidio que entregará a la familia el salvoconducto para el porvenir. Continúa a lomos de la norma que le obliga a circular por el carril derecho, y lo hace hasta un instante previo al predecible choque, cuando un giro brusco le empotra en el resistente tronco de un árbol salvando la vida del otro conductor; y en unos momentos –indoloros por breves- termina su tormento y comienza la prosperidad de Amelia y los hijos. Cuando la visión de los hechos regresa a la lógica, pese a sospechar que acaso no los lleve nunca a cabo, se avergüenza de tan sombríos propósitos.
Aligerada la fronda del pensamiento sin base, halla mezquina su anterior reflexión, pues supone a la humanidad sacrificando los individuos a la especie; orientación que la Naturaleza no tolera porque significa su propio quebranto. Unidad y conjunto constituyen los dos pies que facilitan a la vida el avance sin fin. ¿Iba Amelia a aceptar un regalo a cambio de la existencia del marido? Un insulto a la sensatez y a la cordura resulta el plan de retirada, el proyecto de terminar con la rabia dando muerte al perro. Si por falta de humedad las duelas del barril pierden el hermetismo, no está la solución en manos del hacha que convierte el recipiente en astillas, sino del agua que lo hincha recobrando la virtud de la madera húmeda.
Desbaratado el artificioso argumento, descubierto el altruismo de pacotilla, hecho de retales, de irreconocibles despojos; sorprendido el disfrazado egoísmo del ardid, vista la cola hirsuta del lobo bajo la lana de la superpuesta piel de cordero; carente Juan de descargo, siente el fluir de unas lágrimas salobres, primero densas y dolorosas, luego fluidas, sedantes. Se sabe obligado a esperar del destino un fin ajeno a los engaños: un cáncer fulminante, el brusco desenlace de una enfermedad coronaria. Piensa en los jubilados recientes, que tras emplear en un trajín ajeno doce horas diarias de su tiempo efímero, aceptan la holganza y la disfrutan sin la menor tentación de volver a las andadas. Piensa en ellos para establecer un paralelismo asido por los pelos, y envidia de los animales esas orejeras que borran la realidad circundante, abriendo una estrechísima brecha de luz al futuro inmediato. Piensa en los pocos sabios verdaderos, absortos en el disfrute del constante equilibrio, su absoluta despreocupación por cuanto resta tranquilidad de ánimo y, en definitiva, felicidad. Insensatez o altura de miras, el resultado es el mismo; pero nunca codiciará de los difuntos su incapacidad de sufrimiento.
Si estamos obligados a seguir, sigamos; analicemos el terreno y enfrentémonos a los hechos, se dice Juan, en plural como si formara legión de diablos recorriendo terrenos pantanosos, cruzando pedregosos eriales; o cuadrilla de segadores tumbando un trigal salpicado de cardos borriqueños, rivera del Canal o del Río Viejo, antiguo cuérnago del Carrión que aún llenan las avenidas invernales, en Husillos. Acción y reacción: mano presionando una pelota que recupera su forma esférica al dejar de ser oprimida; serviría de gran ayuda una ocupación estable, una responsabilidad diaria a medida de su capacidad rebajada. Bien mirado, el trabajo se convierte, por arte del angustioso prurito, en el fármaco que procura arrojo, en la botella de vino del arrastrado, en la prueba cartesiana de su existencia física, de su respiro: “laboro, ergo sum”, como decía el hermano Prudencio, profesor de latín en el colegio de frailes, para estimular a sus alumnos.
Pisa légamo, nada estable sustenta su estructura: tejidos dando forma a un primate. No es de extrañar que en tales circunstancias haya quien trate de simular la cadencia de una vida laboral ya abandonada. Conoce Juan a un prejubilado a la fuerza que conduciendo su coche goza de las matinales aglomeraciones, para merodear después a lo largo de la acera de la que fue su oficina, viendo entrar y salir a sus ex compañeros. Sólo cuando oye la liberadora señal del almuerzo regresa a casa con la sensación del deber cumplido. Anda el desempleado Juan muy cerca de proceder tan sorprendente. ¿Quién va a entregarle esperanza y aprecio en su penosa situación?, ¿quién vinculará a su mente cerrada la garantía de unas metas? Entonces distingue, como a través de un lienzo, confusos raciocinios que hablan un idioma culto, incluso filosófico, cuyos vocablos poseen varias acepciones contrapuestas, y le dicen que quizá no se halle la panacea de sus males en un nuevo trabajo, que puede guardar dentro de sí la clave del arreglo. Pero dura muy poco la lucidez; una ráfaga de viento distante de la brisa se desplaza sobre su cabeza como nube de algodón, envuelve de manera gradual el raciocinio, opacándolo, oscureciéndolo; y todo sigue igual después del paréntesis.
Atisba un rayo de esperanza, un hilillo de sol que perforando la espesa niebla caldea el rescoldo de su ilusión amortiguada. Preguntan por Juan Frías desde Italiana de Confecciones, empresa que recibió su currículo como respuesta al anuncio aparecido en las páginas de un cuadernillo semanal de ofertas de empleo. Tiene el domicilio social en una calle perpendicular al Paseo de la Castellana, y el articulado autobús 27 deja al solicitante a unos pasos del portal. En un piso recién reformado, del que los albañiles aún no han retirado todas las herramientas, una secretaria, inadecuada por su llamativa manera de vestir y maquillarse, lo conduce ante un jefe que dada su carencia de facultades negociadoras está fuera de lugar y, siendo inteligente, lo sabe. Empacan el equipaje o deshacen las maletas, acaban de llegar o se retiran; no es así, y por diversos indicios lo parece. Mermados de mobiliario y huérfanos de decoración, desde el vestíbulo a la sala de reuniones el conjunto denota interinidad: cajas en los pasillos, cartas y sobres en los que un sello de tampón sustituye al membrete de imprenta. No marchan a la cola en insuficiencia las condiciones ofrecidas, incoherentes entre sí y poco verosímiles.
Somete Juan la propuesta a su olfato financiero, a la prueba irrefutable de los números. No hay negocio -según los diversos manuales- si la balanza descompone su simétrica figura inclinándose hacia el signo menos. Debe y haber, de eso entiende. Sitúa en un plato -lado derecho del fiel- la dirección de una tienda de ropa femenina, un salario aceptable y el cincuenta por ciento de los beneficios. Coloca en el otro, a la izquierda del cuchillo central, los cinco millones de su aportación -patrimonio societario único- y la dedicación plena; suma el costo del canon, el sueldo de dos dependientas, el pago adelantado de las mercancías -cuyo precio de compra y venta imponen en contrato- y la necesaria inversión en publicidad. Queda claro, el sufrido brazo izquierdo, el de las obligaciones, se ladea hasta tocar el suelo agobiado por el desequilibrio. Peor aún; en cuanto el interlocutor aclara las dudas, el plato izquierdo se vacía; ya que el local de la tienda es arrendado y la sociedad –es decir, Juan mismo, su propio capital- paga el alquiler, las obras de adaptación y cualquier otro gasto.
El gozo se sumerge, vestido de gala como está, en un pozo de aguas detenidas; pues comprende Juan que la propuesta, al margen de exponer una concesión comercial de rentabilidad imposible, consiste en una vulgar estafa, trampa destinada a los incautos. Menos mal que no dándole buena espina el reclamo, en previsión de un acto fallido, no creó expectativas entre los suyos. Habló a Amelia de una mera prospección, de un ensayo para mejorar su proceder en esas lizas. Molusco amparado en sus valvas, entra dentro de lo esperado una reacción de repliegue que, por fortuna, no se da. Sin embargo, esa noche sueña a un varón de edad avanzada que camina encorvado, doblada su espalda por el peso insufrible de la vida. Da el caminante pasitos cortos, inseguros, y sus raídas ropas parecen no haber sido nuevas jamás. Refugiado el soñador en la cama como en parapeto de piedra, dibuja un viandante al que los vecinos dejan el paso franco y miran con lástima y desdén. Ignora las precisas líneas de la cara porque lleva la cabeza gacha; pero ha llovido hace poco y un charco cristalino le ayuda a reconocer las facciones que definen su propio rostro, el de un Juan invernizo y extenuado.
No procede la pesadilla del desaliento, no viene el desaliento del fracaso; pues por la mañana, convencido de la facultad curativa de la ocupación, está abierto a cualquier puesto de trabajo que represente un estímulo renovable; y lo que resuelta menos admisible, a un sueldo reducido respecto al anterior. Es consciente de la necesidad de cualquier ingreso que estire o ensanche las reservas hasta la fecha del retiro. Ojalá durmieran los ahorros en hucha de barro, se dice, de las que deben romperse en cada extracción; así, por miedo a los desperfectos, reducirían la merma. Amelia y él excluyeron de antemano actividades que significasen riesgo para los ahorros, puesto que entra en sus cálculos resistir con pequeñas ganancias, mas si perdieran una pequeña parte de lo acumulado, la dificultad creada tendría consecuencias fatales, irreparables.
Algunas noches el insomnio se transforma en un duerme vela muy productivo. Esa bruma arroja cataratas de luz sobre los enigmas de la naturaleza, impenetrables la generalidad ellos para los filósofos desde que el hombre dio en cavilar. Ese sopor ayuda también a concretar ideas magníficas con las que gobernará el futuro. Las formula una y otra vez para no olvidarlas, descubriendo matices que añaden valor. Sin embargo, cuando el día estimula su materia gris y procede a examinar las conclusiones utilizando la razón propia de la gente despierta, resultan tan faltas de realismo que corresponde desecharlas. Algo parecido sucedió con la lista de actividades destinadas a los tiempos malos, redactada en Noche Vieja con evidente optimismo. Débiles plantitas trepadoras, unos días después se soltaron mustias de su tutor de caña, marchitas se descosieron de la pared de piedra, y la realidad les va dando el último y definitivo envite, tumbándolas.
Acorde con lo sospechado, las empresas del sector, cargadas de efectivos, como si lo hubieran pactado en alguna reunión de directores, una tras otra envían negativas a su solicitud de empleo. El grueso de las respuestas agradece su predilección por la firma comercial identificada en el membrete, y los firmantes se despiden asegurando que el futuro existe, de modo que anotan las señas por si necesitaran sus servicios el día de mañana. Los antiguos proveedores lo siguen siendo aún y se deben al cliente; es de comprender que temiendo represalias le nieguen el acceso telefónico personas que poco antes le bailaban el agua. Sus tímidas llamadas no logran traspasar la apretada barrera de los mandos intermedios, quienes sitúan a los atareados directores de viaje o reunidos. Teniendo en cuenta la respuesta de los retirados a la edad reglamentaria, de los prejubilados y los forzados a inactividad, expuesta cuando pregunta sobre la necesidad de una asesoría de trámites, se retrae de embarcarse en el proyecto. A trancas y barrancas resuelven ellos mismos el papeleo en uno u otro sitio sin costo alguno, consumiendo un tiempo excedentario y, por añadidura, en una ocupación de las pocas que en esos días llevan utilidad aparejada. A los costos de acondicionar el piso para oficina y de adquirir el equipo informático imprescindible, hay que sumar la divulgación inicial. Computo diáfano, que asciende, echando las cuentas por lo bajo, a once millones en el caso de la representación de empresas y a ocho en el asunto de la comunicación destinada a profesionales. Cantidades elevadas que no puede comprometer en modo alguno, teniendo en cuenta, además, la brevedad del período de amortización. Tras ponerse a la venta en el barrio diversos bloques de pisos, dotados de dos plazas de estacionamiento de vehículos por cada vivienda, así como cocheras subterráneas que el ayuntamiento destina a los residentes, los alquileres se abaratan día a día. Sin embargo, fiado en que a la larga resulte un buen negocio, adquiere para su sociedad conyugal una plaza de buen tamaño y fácil acceso en condiciones ventajosas: tres años de dilación en el pago sin incremento de las mensualidades. Persiguiendo una renta constante, ajena a los períodos inactivos, por un poco menos de lo que indica el mercado se la arrienda a un profesor de dibujo nacido en Burgos, hombre serio y responsable, aunque de conversación muy restringida: la pintura de paisajes castellanos y la salud de sus padres.
Como la espuma sube la cotización de los diversos valores en la Bolsa, y es un hecho que analizan en familia. Anna, idealista en varios frentes, inicia un discurso que ve en las acciones odiosos instrumentos de la injusticia y la desigualdad. Serás cómplice de la abusiva táctica comercial que diseñen las empresas cuya participación adquieras, de sus denigrantes políticas de personal: interminables jornadas, baja remuneración y despidos: viene a decir con sus palabras. Visto así, cualquiera lo intenta. Daniel asegura no tener opinión, pero intuye que si el capital empresarial en su conjunto crece poco a poco, y con su compraventa alguien gana dinero en demasía y con rapidez; en alguna parte, en algún momento, aparecerá quien lo pierda en proporción similar. De estar en lo cierto, una ganancia excesiva sería reprobable. Opina Aurora que no es buen momento para entrar en el mercado bursátil, pues los expertos lo juzgan sobrevalorado. El abuelo Miguel, acostumbrado a cuentas sencillas, no entra en asuntos tan particulares si nadie pregunta, y ninguno lo hace. Nada ilustra mejor que un buen ejemplo, y Amelia pone en sus labios el caso de un matrimonio vecino –el marido abogado en una empresa americana- que arriesgando de esa manera torció por completo su economía. Y añade que la especulación entra de lleno en el grupo de las operaciones que, cautos, desecharon. Juan hace suyos los reparos de la esposa, porque poniendo tanto en juego tendrían que seguir sus fluctuaciones a diario, alcanzando sin razón la euforia o llegando al sufrimiento sin verdadero motivo.
De modo gradual va desdeñando el mundo de la economía, del que fue expulsado por conciencias laxas; también el financiero, donde se construyen decorados, se modelan máscaras y maquillan afeites para que las empresas en dificultades presenten un aspecto atractivo. Rechaza el engañoso relumbrón de los privilegiados, el falso aroma de quienes miran a los demás por encima del hombro, personajes dotados de virtudes incógnitas que caminan sacando pecho y ocultando el vientre, mentiras simétricas. Presta creciente atención a las personas corrientes y vulgares, y las descubre obedeciendo directrices superiores en detrimento de sus iniciativas. Se fija en la conducta, y observa con extrañeza que no planifican el futuro por encima de unas pocas semanas. A partir de ahí ya son ilusiones o temores, más o menos fundados, los que dan pie a las conjeturas. Quizá explique ese comportamiento la insuficiencia de datos puestos a su disposición, la escasez de herramientas disponibles y la frecuencia con que las previsiones resultan erradas.
En la consideración de Juan, pasan a tener primordial importancia los desheredados que duermen sobre cartones aislantes –estuches plegados que antes contuvieron televisores estereofónicos de veintiocho pulgadas, mando a distancia, euroconector, sistema dual y teletexto; y ordenadores con dos «gigabites» y pico de memoria, lector de discos de 24x y enormes posibilidades multimedia- cubriéndose, para prevenir el relente, con hojas de periódico de color salmón donde se explican la bonanza económica y el desmesurado ascenso del índice bursátil. Se trata de varones y mujeres sobrantes de la sociedad del despilfarro, humanos deshechos que habitan pasillos subterráneos donde huele a orines descompuestos. Ya no los ve Juan como una casta apartada y extraña, caída en la ciénaga pestilente por su mala cabeza, adictos a substancias ofuscadoras; sino personas diferenciadas que pudieron haber empezado el declive como él mismo, antiguo Director Administrativo de una empresa puntera. Vislumbra con creciente claridad que la pendiente es pronunciada y resulta sencillo deslizarse. En el extremo inferior del tobogán se hallan la acera o la cloaca, el albergue de la sopa boba, el alcohol barato y la inconsciencia, preludio de una nulidad que día a día avanza ocupando –cabeza, tronco y extremidades- cuerpo y mente.
Proliferan los políticos, hongos regados por el chaparrón, surgen de cualquier asamblea, brotan en cualquier despacho; los percibe Juan en una dimensión intangible, yendo y viniendo sobre nubes densas, elevados a causa de su hueco repertorio de solemnidades. La pendencia abierta entre ellos, pertenecientes a distintas facciones de una misma casta, es una disputa que no puede Juan considerar suya; la sabe ficticia, mero espectáculo para conseguir el apoyo de los electores, plancton ellos, alimento abundante, materia prima del sistema. Piensa a los candidatos a gestores de lo común librando sus escaramuzas en otra galaxia, donde la vista no llega ni penetra el oído y, sin embargo, percibe con total nitidez un constante entrechocar de dagas, como si el teatro de operaciones fuera el mismísimo salón de su casa, pues la televisión mezcla el humo de las bombas caídas de las distintas guerras con la incitación al consumo, el aire del respiro y los alimentos de la mesa. Las gastadas entelequias, abrillantadas para la ocasión, parecen calar poco o nada en la muchedumbre; pero su lenguaje utilitarista logra imitadores. Una parte de la población empieza a hablar como ellos; ya pronuncia frases carentes de sentido, como si supiera que no está en la esencia de las palabras su significado, que los signos no tienen por qué decir nada a los demás, que intensidad y tono forman el verdadero mensaje. Ya se empieza a oír en la calle y en las tertulias un idioma huero, al que se ha convenido ligar ciertos tópicos que son axiomas de explicación innecesaria. Mi voto para quien lo merezca, promete Juan; y busca sin resultado un aspirante que no vaya a olvidarse de la cosa pública en cuanto salga elegido con la ayuda que, ahora, en plena campaña electoral, solicita a los electores.
Algún aspecto noble, como suele ocurrir en la generalidad de las situaciones pésimas, desprende la calamidad y el desastre. Daniel, último propósito matrimonial de importancia, inteligente y alegre, mal estudiante a conciencia, con tendencia a lo fácil en los quehaceres obligados y a lo caro en el consumo; al que parecía no importarle nada de lo ocurrido a dos pasos de sus ojos, empieza a quedarse en casa en horas que antes dedicaba a la cuadrilla. En los días neutros, cuando se dan las condiciones exigidas por el estado de ánimo del padre para manifestarse dúctil, el muchacho va con él de paseo y charlan de temas dispares. Sorprende a Juan saber que si el hijo no emplea los cinco sentidos cuando actúa, sucede porque siendo cierta la mejora de sus aptitudes descubre lo restringido del avance, lastrado por la interminable sucesión de obstáculos que debe sortear. El aprendiz de adulto se siente defraudado, pero sólo en parte, ya que va adquiriendo una conciencia de lo cotidiano que antes le era impropia; la vida pasa a través de su persona y deja posos. Si se decide en los estudios por el campo jurídico, satisfaciéndole más la historia y la geografía, se debe a que la enseñanza lo aburre y ese título doble no da para otra cosa en lo laboral. Explica al padre con voluntad de terapeuta, lo complejas que resultan las relaciones personales, aun las surgidas entre afines; sabe del daño causado por los malentendidos y de la importancia del grupo. Los amigos: la vida por ellos y con ellos; verdadera prolongación de la familia. Colegas elegidos por el albur y una selección somera que el tiempo se encarga de profundizar. Si corrigen conductas discordantes lo hacen con un patrón común, inteligible y entendido. No ha tomado drogas, si es eso lo que el padre quiere saber; ha visto consumirlas a su alrededor y es consciente de su corto alcance. En lo referente al sexo, se limita por ahora a besos y caricias íntimas con algunas conocidas; y es que lo retrae el compromiso de llegar a mayores. Lo admite: son infantiles los jóvenes de su generación; y lo atribuye a las escasas obligaciones asumidas. Permanecen en casa tiempo y tiempo por miedo a lo de fuera. Encuentran todo hecho y se esfuerzan muy poco, dice, acercándose durante un breve momento a la adultez que lo azota por la misma culpa. Camina la plática de lo concreto hacia lo abstracto, de lo particular a lo genérico. Situados ambos en esa cota, contrasta el hijo con el padre su idea de sociedad, su visión de la existencia y del objeto de los pensamientos; y el padre percibe al hijo afirmándose en su posición o corrigiéndola. Hablan del hombre, animal aventajado; y de Dios, asidero que cada cual concibe a la medida de sus miedos y necesidades. Acerca del Universo enorme, del devenir de los acontecimientos y del bien y el mal hablan; asombrando a Juan la claridad de los tanteos del muchacho, la vislumbrada riqueza interior. Su compañía tira con fuerza del ánimo decaído, mostrando al interesado, como sin pretenderlo, la dejación que hace de la responsabilidad paterna.
Capítulo VIII
Cuando Amelia se hallaba en la edad adecuada, a intervalos caprichosos el mundo giraba alrededor de una cuna, del pasillo recorrido a trompicones por pies descontrolados, de enérgicos llantos sin consuelo, de la alimentación: leche en polvo y harina de cereales medidos a cacitos rasos, de la subida del termómetro, de la consistencia de las deposiciones. Durante largas temporadas, el cosmos íntegro se movió en torno al agua de la bañera elevada a los grados justos, al principio calculados por el método científico del alcohol teñido de añil y luego siguiendo el grosero procedimiento de introducir la piel sensible del codo. Nada había que superara en importancia al color de la ropa, a su suavidad y perfume: capa de armiño, corona de oro y piedras preciosas, cetro. Las visitas llegaban hasta el rey o la reina para rendirles el tributo de las palabras armoniosas, de los gestos dulces, de los besos reiterados, de las expresiones de júbilo. Ella, la madre, era el aya, el sirviente fiel, el súbdito sometido a esclavitud. La familia se transformaba en el vasto territorio de las aventuras protegidas, de las cortas incursiones resueltas de manera favorable, y el pequeño monarca o la reina niña veían un horizonte amigo que crecía al compás de su propio progreso.
Amelia se esforzó desde el primer día en alcanzar el grado de confidente y amiga de Aurora; casi lo consiguió, todavía está a un corto paso de serlo. De la hija recibe información valiosa; por su conducto extiende la mirada. Puede así anticiparse a los hechos e influir. Lo sabe: el despido de Juan afectó a la mayor de las chicas en lo profundo. Se da en ella una verdadera veneración por el padre, y cuando vio a su ídolo roto en el suelo, icono que los enemigos habían derribado del altar ocupado hasta entonces, la sangró el alma. Con el solo objeto de facilitar que el despedido pudiera defenderse sin ataduras, anduvo Aurora calibrando la posibilidad de buscar otro empleo. Madre e hija lo hablaron a ocultas, pero intuían que iba a ser un remedio anulado por las contraindicaciones: la empresa, libre de espectadores afectados, podía manchar la memoria del antiguo Director Administrativo, torciendo el recuerdo de su recta trayectoria. Por otro lado, iba a desprenderse Juan de un activo importante, el más valioso de los escasos motivos de satisfacción que todavía encuentra: la colocación proporcionada a la hija al elevado costo de renunciar a la defensa de sus derechos laborales. De modo que las mujeres acordaron dejar las cosas tal cual estaban. Cuando el paciente se somete a los efectos de las medicinas, lágrimas filiales inundan los ojos de Aurora y su rostro endurece los trazos que lo definen y diferencian. Conversan hija y padre, y como si atravesaran un campo sembrado de minas, eluden los asuntos relacionados con la empresa de ambos, y la charla, avanzando de puntillas, deriva con tiento del fenecido pasado al incierto futuro.
Piensa Amelia que no hubo improvisación; corrió Aurora en la única dirección posible, la que acortaba el tiempo de espera. Tras cuatro años de relación amorosa, el hecho de irse a vivir con su novio puede calificarse como se desee, pero jamás será tachado con justicia de actuación improvisada. Se hubiera ido en cualquier caso; y la crisis no precipitó su marcha. Incomodó a Juan que sucediera en ese preciso momento; su amor propio herido no soportó la embestida y se sintió culpable. Le disgustó la falta de un trámite legitimador, complemento del amor imprescindible; y Amelia sospecha una olvidada raíz religiosa en su respuesta. Puede que de la misma cepa naciera un proceso jamás confesado a la prematura paternidad de Miguel, el hijo muerto a deshora; Amelia, que conoce los meandros del pensamiento del esposo, intuye que la educación de los frailes consiguió mayor hondura de lo que él acepta. Parecida a su padre en varios aspectos, intenta Aurora resolver sin auxilio sus apuros; en contadas ocasiones demanda ayuda, y si eso sucede, se la pide a Amelia, confidente y casi amiga.
Anna, durante algo menos de veintiséis meses, fue la pequeña, la menor de los hermanos; y esa clase de situaciones tiene el inconveniente de proporcionar un pedestal difícil de ceder. El nacimiento de Daniel la desplazó, izquierda o derecha, hacia una de las depresiones de los lados. Notó ella el tirón que la arrancaba del encumbrado centro, y sufrió por vez primera el empuje de la realidad. Se hizo cría de nuevo; víctima de una regresión que la llevaba a imitar al recién nacido, a reprocharle el llanto y la absorbente atención requerida. Bebía los restos de biberón, tomaba las últimas cucharadas de papilla y pedía a Amelia, madre de ambos, el imposible retorno del inocente al limbo, la devolución de su hermanito a la cavidad ventral de donde había brotado. Hubiera desarrollado un carácter tímido y taciturno, pero ayudaba en las tareas domésticas, empleada por la familia, una chica rebosante de alegría llamada Fe, a quien la Naturaleza dotó de voz armónica y a la par vibrante, y con su canto la muchacha distraía los berrinches de la pequeña y los tornaba en regocijo y disfrute. Si a Daniel cualquiera le hacía mimos, Anna disponía de Fe casi para ella sola. Olvidada la causa que se lo impedía, no tardó la niña en aceptar la nueva alineación familiar, adquiriendo un carácter responsable que la impulsaba a cuidar del recién nacido.
La presente conducta de Anna sorprende a su madre, pues ha creído estar durante estos años ante un comportamiento sencillo y predecible. Ahora frecuenta la joven el colegio en que cursó la enseñanza general básica y el bachillerato, y asiste con las monjas a los oficios religiosos. Sucede después de mostrarse en abierta contradicción con la doctrina expuesta por el profesorado, enfrentada a los muros y la torre del rígido edificio, porque en la cota alta veía ondear triunfadora la enseña múltiple de la autoridad. Regresa por voluntad propia, sigue una iniciativa del todo suya, pues los padres procuran no marcar el camino a sus convicciones. Quiere ver Amelia en el comportamiento espontáneo una clara influencia del ejemplo, único modo efectivo de educar. Olvida que Juan va a la iglesia por acompañarla, y que ella misma ve mayormente un acto social en la misa del domingo.
Daniel, en estos momentos entregado de manera admirable a la recuperación de Juan, fue siempre dueño de un corazón abierto y generoso. Amelia, por madre, más próxima, más observadora, conoce reveladores ejemplos y los refiere orgullosa si viene a cuento y halla auditorio adecuado. Tras una débil queja del ama de casa, expresando una falta momentánea de dinero en la cartera, rompió su hucha de infante hecho al ahorro, su alcancía de arcilla moldeada en forma de animal doméstico, un gato o un cerdo; y perfilando en el rostro un gesto inolvidable, entregó a la economía familiar el pequeño capital que contenía: monedas de cinco y de diez pesetas; de cinco, de diez y de veinte duros; billetes arrugados de quinientas y mil, regalo de cumpleaños, premio o estímulo. Cedía sus juguetes a los niños molestos por la marcha adversa de los juegos, tratando de compensarlos con el obsequio y así evitar la afluencia de lágrimas. Distribuía la merienda entre los mendigos asentados en los bancos de las aceras o en los rincones oscuros. Se compadecía de los perros que los dueños paseaban atados y al menor descuido los liberaba de sus collares. Con la pala y el rastrillo de los juegos, bajo las directrices de Anna, plantó un arbolito de los entregados por el Ayuntamiento para ajardinar la zona de solares próxima a la antigua vivienda, calle de Gandía esquina a Cerro Negro, al pie del paso elevado de la M-30. Insistía en acudir a diario junto al plantón como si visitara a un amigo, y a fuerza de viajes, sirviéndose de su caldero de plástico, mojaba el alcorque rodeado de piedras protectoras. Llegado el momento de la mudanza no quiso abandonar el proyecto de álamo, y Amelia hubo de prometerle que los gemelos, dos pequeños vivarachos con los que hacía buenas migas, lo sacarían adelante procurándole los cuidados precisos. El nuevo domicilio, situado en la Avenida de la Ciudad de Barcelona, próximo al parque de El Retiro y rodeado de calles arboladas, no logró el descuido del plantón hasta que en el jardín comunitario el niño Daniel halló un brote de acacia que parecía esperarlo. Se sentía molesto al ver papeles caídos en el portal o en el ascensor: envoltorios de caramelos, pedazos de cromos, recortes de viñetas aparecidas en los periódicos; los recogía y, elevándose de puntillas con evidente esfuerzo, los depositaba en la papelera anclada a la pared junto a la enorme puerta.
Fue Daniel el hijo que más atenciones recibió, azúcar y miel a paletadas; y las caricias terminan por incorporarse a la forma de ser del beneficiado. Complaciente y cariñoso, vivió la mejor época de los suyos, la de la abundancia y expansión. Los tenía ganados, se lo consentían todo, y consciente de su poder cayó en la tiranía. Pero era tan amable cuando se proponía serlo, que pasado el momento de las trastadas, con unas cuantas cucamonas conseguía que la familia borrara del debe su conducta anterior, impropia de un niño educado con celo.
Inteligente y esmerado, aprendió pronto el uso idóneo de los utensilios comunes, cerraduras de los armarios, cajones de la cómoda, artefactos domésticos. Maravillaba a los observadores la perfección del método empleado para bajar de la cama o del sofá y descender uno a uno los peldaños. Desarrollada a partir de las explicaciones maternas, incluía la táctica una precisión de movimientos que en otros niños es producto del duro aprendizaje, habilidad proporcionada por las caídas y los golpes. Cara redonda, ojos pícaros, boca pequeña, sonrisa abierta; tuvo temprano el don de la palabra, clara, flexible, cándida; dotada del tono afable que proporciona credibilidad a las mentiras. Y también usó esa facultad en su provecho.
Creía que con forrar los libros bastaba para aprenderlos, y aprobaba los cursos de la enseñanza básica prestando escasa atención al profesor; mas llegado el bachillerato, el mínimo esfuerzo ya no fue suficiente y suspendía. La Historia y la Geografía son misteriosa excepción; desde las primeras lecciones, desde los exámenes iniciales, la laboriosa dedicación, las notas excelentes. Regalo del abuelo Miguel, un globo terráqueo de tamaño mediano, resultaba al nieto utilísimo a la hora de fijar en el punto exacto los flotantes acontecimientos que la humanidad produjo y anotó en los libros. Descubrió concordancias y justificaciones al situarlos en la exacta geografía de la representación de la Tierra, y concretó en su mente los conceptos abstractos de Espacio y Cosmos. Un atlas histórico vino a resolver por completo el rompecabezas. Siguió la deriva de las civilizaciones a través de los siglos, la sucesión ordenada, voluntaria o exigida por las armas, aprendida o impuesta, de las costumbres que el tiempo ha depurado, de la cultura que ha llegado a los umbrales mismos de la unificación universal. Y allí, las razones; allí, los fundamentos; allí, donde Amelia y los demás sólo apreciaban colores marchitos, Daniel identificaba los valles que hermanan a las gentes, las elevadas estribaciones que frenan el avance a los ejércitos, el clima que facilita o dificulta los cultivos, las creencias impulsoras de voluntades, las normas reguladoras de conductas; alianzas, conspiraciones, sucesos rescatados del olvido por ser consecuencia de lo anterior y causa real de lo venidero.
Ha pasado Juan en la playa un fin de semana largo dándose buen trato, y con los gastos pagados. Lo tuvo ocupado una actividad cercana a las vacaciones, próxima al viaje de estudios. Sucedió que, por medio de Aurora, tuvo ocasión de participar en la selección de vendedores de una empresa perteneciente al sector turístico. Persiguen los responsables la contratación temporal de agentes, destinados a defender la oferta de varios edificios de apartamentos en régimen de multipropiedad. Pensó Amelia que un cambio de aires favorecería su recuperación, así que ella y los hijos animaron al doliente a participar por motivos terapéuticos; sumada, sacaría la utilidad de la experiencia. Cumplidas las seis sesiones de formación teórica, el jueves por la noche, en autocar, llegó a la costa levantina con treinta y cuatro compañeros. El ambiente cordial y distendido de la ida, se tornó lucha sorda en los vestíbulos del hotel que recibía a los convocados por la publicidad. La frivolidad de las aseveraciones, las mentiras a medias, ascendidas primero a verdades parciales y por último a verdades absolutas, no encajan en la honestidad de Juan. Ítem más, cuando se ponen en juego los ahorros acopiados durante años de continuas privaciones, como era el caso. Regresó el lunes a media mañana mostrando un aspecto saludable, ufano por haber cerrado, con todas las de la ley, dos operaciones que al no continuar quizá no cobre.
Paréntesis verbal resulta la escapada del confinado, y una vez escrito el corchete de cierre, incorporado su contenido a la frase, no altera el significado en lo mínimo: voluntario galeote, continúa Juan aferrado a su banco de remos. Reconoce Amelia que del marido se va apoderando una actitud conservadora; lógica y razonable si se piensa en la limitación de las reservas, pero cerrada a los cambios, rodeada de miedos, defensiva. Y una postura tacaña: controla el tiempo de las conversaciones telefónicas, apaga la luz en cuanto las habitaciones quedan vacías, sufre la apertura prolongada de los grifos, va a pie a lugares lejanos para ahorrar el precio del billete de metro o de autobús y cualquier compra le parece un derroche. No es una apreciación formulada a la ligera, es constatación directa de la esposa. Testigo Amelia de la prodigalidad y el malgasto en los escasos años en que su padre vivió en familia, vivienda de Cáceres; practicante ella del ahorro como único objetivo vital cuando quedó sola con su madre, gestionando ambas la portería de aquel edificio noble cercado por la dejadez y la ruina; la esposa sabe de lo que habla.
La insistencia de los hechos, encaminándose tozudos en idéntico sentido, machacando en el mismo clavo, modifica la opinión de Amelia relativa el carácter de Juan. Esculpido en granito o en bronce, jamás lo había visto desmoronarse; ahora cualquier suceso enemigo lo derrota. Casi simultáneos se producen los dos de mayor significación. Cae en un desengaño profundo acerca del proceder humano, torcido cuando el beneficio gobierna las conductas. Ocurre al acomodar los dineros de su indemnización, y a mayores del matrimonio sólo los hijos están al tanto.
Se convencieron los esposos de las bondades de una cuenta de ahorro dispuesta para casos como el suyo. De plazo y rédito fijos, prometía una retribución del ocho y medio por ciento durante diez años. En tanto llegaba el vencimiento, podían rescatar de ella, con cadencia anual, una cantidad que colocada en un fondo de los llamados Fiam, proporcionaba cada mes una renta similar en la forma al sueldo perdido; aunque, lógica pura, de un importe menor. El empleado de la Compañía de Seguros, a quien, por conocer a los padres, Juan trataba con afecto; retrasó la firma del compromiso con excusas poco verosímiles, cuando los intereses de los depósitos bajaban y bajaban. La pérdida resultante de lo que creían desidia y falta de profesionalidad, sobrepasó el millón seiscientas mil pesetas, equivalente a ocho décimas porcentuales de la rentabilidad inicial. Luego supieron, el superior lo dejó entrever en el momento de la reclamación, que el agente trataba de equilibrar la producción del trimestre; condición indispensable para conseguir la prima de regularidad, alejada de valles y cúspides significativos. Fue un engaño a sabiendas, valiéndose de que Juan confiaba en la humanidad al completo; uno por uno, en los seis mil millones de pobladores del globo. La desproporción evidente entre el daño causado y el beneficio que el irresponsable obtenía, unos pocos miles de pesetas, llenó de indignación a los esposos. Y de pronto, la vuelta atrás, el giro hacia la desconfianza; el regreso de Juan al interior de las valvas, al sufrimiento íntimo, al incremento de los fármacos.
El otro incidente -Amelia lo calla- tuvo su raíz en el propio Juan, en su estado de constante confusión. Como si se tratara de fichas de dominó levantadas sobre uno de los lados estrechos, situadas próximas, al alcance las unas de las otras; de noche o de día sus méritos iban cayendo empujados por los contiguos. Dejaban de tener vigencia y, por tanto, credibilidad, los testimonios gráficos favorables recogidos en la revista de la empresa, donde se veía al Director Administrativo como protagonista de sucesos sobresalientes. Íbase diluyendo su figura, su nombre, el relato de los proyectos y de los logros, presente empresarial y futuro al alcance de la mano con el esfuerzo de todos, empleados de arriba y de abajo. La firma, puesta al pie de documentos que certificaban acuerdos y compromisos, se borraba en su cerebro, tornando la tinta a la transparencia desde los colores negro o azul, confundiéndose con el espacio en blanco del papel. La depresión lo tenía absorto, incapacitado para pensar en otra cosa que no fuera el paraíso perdido, la retirada de la carta de ciudadanía del Edén y la anulación de los diplomas, certificados irrefutables de los múltiples aciertos cosechados en los largos años de entrega a la Causa. En ese estado de profundo caos se produjo el segundo episodio dañino, que Amelia creyó conveniente ocultar a los hijos para proteger la imagen del padre.
Entre los documentos recibidos en la oficina del paro, no halló Juan la tarjeta destinada a renovar la demanda de empleo, en cuyo anverso aparecen las fechas sobre las que el encargado estampa el sello de control. Se trata de un raquítico papelillo sin la menor apariencia, cuya importancia nadie creyó conveniente resaltar, que se actualiza cada tres meses en medio minuto. O no se lo entregaron o lo extravió al desconocer la trascendencia que la administración otorga a su uso. El caso es que un día cualquiera, sin otra razón que la de preguntar por las ofertas de trabajo que buscaran un perfil semejante al suyo, se acercó al mostrador y le dijeron que al no haber sellado la citada octavilla quedaba excluido del registro de demandantes de empleo.
Se desencadenó la tormenta, el viento huracanado inició el devastador recorrido, y las noches de insomnio tuvieron la cepa bien identificada. Irrumpió en la casa de la Avenida Ciudad de Barcelona, una carta que amenazaba al destinatario con el fuego del infierno y las tinieblas eternas, cuarto recinto del noveno círculo dantesco. El primer aviso contenía, por encima de la intimidación, un requerimiento de la mayor seriedad, que iba a desenvolver por completo su carga dañina, si en el plazo de un mes no justificaba Juan el quebranto de la norma con razón suficiente. No halló disculpa válida y, redactada asimismo en términos dramáticos, llegó la segunda misiva. Comunicaba la pérdida de un mes íntegro de prestación económica, y apercibía de la extinción del derecho de repetirse la negligencia. Califica Amelia el castigo, dadas las circunstancias en que se produjo, de desmedido y cruel; máxime cuando fueron los propios funcionarios, quienes no le proporcionaron o no le hicieron saber que lo habían hecho, documento de tanto alcance.
Debido a esos dos reveses, graves a tenor de las consecuencias, la conducta de Juan sufre altibajos muy pronunciados. Bastonazo al tundido; en esos precisos días conoce, que si no gestiona el convenio con la Seguridad Social y paga cada mes el total íntegro de la cuota, jubilándose a los sesenta como pretende, su pensión no sobrepasará los veinticinco mil duros. Sí, pero restar diez millones a la indemnización sumiría a la familia en la necesidad. Encerrado en un cargante mutismo desciende a las profundas fosas de la tristeza inconsolable, y allí permanece durante horas. Es la esposa quien hace los cálculos y asegura que, situados los hijos y canceladas las hipotecas, sin deudas ni cargas, veinticinco mil duros pueden ser suficientes para un pasar ajustado.
Transcurren las horas heridas de muerte, mientras Juan hojea la agenda empresarial del último año. Despliega una indolencia rara antes en él, para ir, página a página, del dos de enero al veintidós de diciembre y viceversa. Callejea por el papel sin circunvalaciones que eviten encuentros, demostrando una ciega valentía. Lee, con interés fuera de lugar, apuntes que colman de textos manuscritos los espacios rayados, las divisiones horarias encargadas de la concreción exhaustiva. Cuentan con mayor riqueza los redactados en los días de labor, pero los correspondientes a sábados y domingos recogen juicios acerca de la actividad semanal. Se detiene en anotaciones de apariencia rutinaria, demorándose ante nombres y actividades de los que sin duda guarda memoria intensa. No importa el cariz que mostraran entonces las ocupaciones, ahora constituyen un lastre pesado del que debe desprenderse. Entiende la esposa que se perjudica sin necesidad; como si tratara de expiar culpas que, en cualquier caso, son ajenas.
La tienda especializada en arte, conocida por Amelia de pasar ante la puerta cuando iba a reunirse con las amigas, muestra en el escaparate el lote compuesto de un estuche con diversos tubos de pintura al óleo, tres lienzos y pinceles de distintos tamaños. Marta Coronado, hija del dueño, pintora de cierto prestigio que dirige además la sala de exposiciones anexa; mujer de gran sensibilidad, le recomienda ese equipo mínimo; tiempo tendrá de ir aumentándolo a medida de las necesidades. Una vez explicadas sus pretensiones, la conduce a la galería para mostrarle cuadros de maestros consumados al lado de otros debidos a principiantes. El ochenta por ciento del aprendizaje se basa en la práctica, el resto proviene de las disposiciones personales: asegura la amable entendida.
Resulta Daniel el mejor embajador del momento, y demostrado queda, pues en presencia de Aurora, Anna y Amelia, hace entrega del regalo a su padre, exhibiendo maneras de diplomático en una misión delicada. Observan las mujeres que lo recibe Juan con sincero desinterés, ausente de su rostro cualquier gesto de complacencia. Como quien mira a través de una ventana separando apenas los visillos, sin desembalarlo del todo, se cerciora de que el paquete guarda lo que parece y a continuación deposita el envoltorio en el armario, contiguo a los documentos traídos del despacho, sobre la colección de pipas de la época en que era fumador. Al verlas, ahumadas en los bordes internos del cuenco de madera o de espuma de mar, mordidas las cánulas de hueso, en otras circunstancias los esposos unirían sus mentes en un recuerdo común; pero es Amelia quien cae en la nostalgia. Eran jóvenes; a la chica, muchacha situada en las apariencias, la gustaba el olor del tabaco, en particular uno holandés; y encontraba interesante y distinguida la pose que el mozalbete adoptaba al fumar: brazos cruzados, la mano derecha sujetando la cazoleta, y la boquilla presa de los labios. Se quemaba la lengua y no extraía placer especial de la práctica, mas repitió durante un año los gestos por complacerla. Desde el interior recóndito de su atribulado corazón, espera Amelia de la presente tentativa una reacción similar y resultado inmediato. Basa su confianza la esposa en un hecho simple, uno de los muchos que cada día pasan desapercibidos: ha depositado Juan el regalo junto a elementos por los que aún siente estima. No sabría explicarlo, pero en esa humilde circunstancia descubre, a pesar de la negación leída en los labios perfilados por la displicencia, un indicio fiable del valor que el esposo concede al regalo. La mente de Amelia se ase a detalles tan nimios, cuando esos detalles nimios fundan su caudal; y a veces acierta.
Capítulo IX
Las cambiantes circunstancias han alterado a su paso los vínculos que unen a Anna con la familia; desarmando, en su manera de ver las cosas, mitos tan asumidos como el de los padres. Ya no llegan del cielo cabalgando nubes blancas, no levantan la casa sobre sus hombros ni la trasladan a su antojo de aquí para allá; no trazan la divisoria entre el mal y el bien y, a menudo, yerran. En la educación de los hijos siguen un manual de ámbito restringido, hecho de enseñanzas tan heterogéneas como la práctica acertada de sus progenitores, lo que evitó algún problema a los vecinos, fragmentos de sesudos tratados y la inspiración propiciada por las buenas intenciones. Muestran resplandores de egocentrismo que ella no sabe dónde colocar: ese deseo incuestionable de hacer de los infantes su prolongación: largos brazos que lleguen a los objetos situados en alto, pies ligeros que vayan lejos y a prisa. Sería ella el retrato resultante de esa terca ambición, si no hubiera opuesto sin pausa tanta resistencia al intento.
¡Ah!, pero su padre es aún el faro y la luz, refugio y brújula. Posee Anna recuerdos que actualizan los momentos vividos, repitiéndolos barnizados por la nostalgia. La introducía el gigante sobre los hombros en las aglomeraciones, para que sus ojos niños recogieran el espectáculo. Cierta vez, una caída provocada por la impericia en la pista de patinaje dislocó el hueso del hombro a la pequeña, y Juan lo volvió a su sitio eludiendo el dolor, con las maneras suaves aprendidas al encajar las piernas y la cabeza de las muñecas desarticuladas. Y para justificar sin resquicios tan dilatado entusiasmo, añade Anna que ambos llevan la misma sangre; no sólo la que en sentido figurado indica parentesco, también idéntico fluido vital: leucocitos, plaquetas y hematíes. Dio cauce al paterno torrente una transfusión de la vena adulta a la infantil. El guardabarros aguzado de la bicicleta, desgastado por el uso, alfanje o daga, abrió la piel y los tejidos del pie, liberando la sangre y propiciando la donación y el agradecimiento.
Iniciado el inventario aparecen cien recuerdos que portan cada uno un aval de tanta devoción y ternura o aún más. En las resplandecientes mañanas de los días festivos, al cuidado de su padre descubría Anna los alrededores de la primera casa: parques reducidos y espaciosos solares contiguos al puente de los Tres Ojos y las vías del tren. Alegre y emocionada veía la pequeña desfilar una ringlera interminable de vagones, soportando a pie quieto el fragor de su trueno y el ventarrón de su soplo. Sus saludos agitados lograban atraer la atención de los viajeros, quienes, asomados a las ventanillas, iban empequeñeciendo hasta perderse en los confines de la estación de Atocha. Supo así del vapor y sus efectos motrices; de la invisible electricidad y de la ciencia que avanza haciendo progresar a los pueblos. Le enseñó su padre tretas destinadas a lograr el regreso del aro tras recorrer un buen trecho hacia adelante. Efecto el prodigio de las palabras mágicas que a la vez pronunciaba, vibrantes por lo sonoras. Se trataba de un anillo de material plástico y luminoso colorido, que en posición vertical la llegaba a la barbilla. Se puso de moda y las niñas habían de hacerlo girar alrededor de la cintura, impulsándolo con el vientre y las caderas. Las explicaciones minuciosas y pacientes del padre, puestas allí donde otros niños recibían falsas aclaraciones que enturbiaban su aprendizaje, permitían a Anna entender el porqué verdadero de las cosas, la razón cierta de los sucesos. Terminados el baño nocturno y la cena, la palabra suave de Juan se hacía bálsamo inductor del sueño apacible de la hija. No trata Anna de calibrar con exactitud el cúmulo de las deudas pendientes, pero está convencida de ser la mayor deudora de su padre. Raros y anómalos veía a los papás de sus amigas; dueños de dos manos iguales los encontraba indiferenciados, hechos con desgana y sin imaginación. Juan, un titán sabio y cariñoso, era por aquellas fechas, único e incomparable.
Anna ve en su madre la otra cara de la moneda; una moneda de oro valorada con el criterio sabio del coleccionista, pues posee la rareza de presentar dos efigies y ninguna cruz. Padres e hijos coinciden en el grupo sanguíneo: el cero; no obstante, Amelia es la única de la familia cuyos glóbulos rojos carecen de factor Rhesus. Por ello, después de cada alumbramiento, precisó una vacuna entorpecedora de la formación de anticuerpos que rechazaran el embarazo siguiente. En el momento de nacer Miguel, el mayor, a punto estuvieron de agotar el periodo de eficacia del preventivo, ya que las farmacias no disponían de existencias y la Seguridad Social no contribuía en modo alguno al pago de su alto precio. Algo había mejorado cuando llegó el turno de Aurora, y en el tercer parto, el que abrió a Anna la puerta de la vida, normalizada la aplicación del específico, nadie le otorgaba mayor interés. Amamantó la madre a los cuatro hermanos –ubre generosa- hasta pasado el momento en que los pediatras aconsejan llegar a biberones y papillas. La permanente presencia de Amelia junto a ellos terminó por hacerse paisaje cotidiano, apreciado sólo en las escasas ausencias. En cuanto Anna se convirtió en una adolescente de catorce años, mocita muy pudorosa, quiso explicarle la mujer adulta, a pesar de que se sabía poco experimentada, la cuestión peliaguda del sexo, aspecto de la existencia que condenaban las monjas sin análisis y glorificaban las compañeras por ser asunto de mayores y estar plagado de rincones oscuros. Se quedó como estaba, igual de confusa; pero entendió legítima la búsqueda del placer compensador de aflicciones, y pudo continuar sin remordimientos con sus íntimos desahogos nocturnos. Si Amelia supiera lo que admira Anna su conyugal dedicación al esposo, sus desvelos por sacarlo de la postración; si conociera que la pone de ejemplo ante sus amigas, su relación con la pequeña de las hijas daría un vuelco impensado. Pero la muchacha es arisca y aleja su cara cuando la madre desea dejar en ella un beso.
Acoge Anna en el regazo a Garfio, su gato siamés. Mientras pasa la mano por la hermosa cabeza y parte del lomo firme, satisfecho y sosegado se hace el dormido. La muchacha piensa y él finge pensar; intenta engañarla, y ella, que lo sabe, simula creerlo por el simple gusto de observar su mueca hipócrita. Tiene el animal comportamientos de niño chico; está y no está en un duermevela cambiante, juego del escondite de los achinados ojos bizcos, de la cola traviesa. Colocó la muchacha las piernas cruzadas y, sin advertirlo, a poquitos se han ido quedando dormidas. No se atreve a estirarlas por miedo a que Garfio se marche, y van despertando con un dolor creciente, un hormiguillo de finas agujas clavadas en los lugares sensibles, la zona interior de los dedos, las articulaciones; burbujas de acero al rojo vivo, espinas de zarzas heladas que explotan como cartuchos pirotécnicos y, efervescentes, se dispersan.
Garfio es un regalo del mejor amigo de Miguel, el hermano de Anna muerto en accidente de tráfico cuando celebraba su despedida de soltero. Conductor miles de veces arrepentido de su torpeza al volante la noche fatal de la desgracia, acababa Víctor de tener una de las sesiones de animación con Juan -suelen aislarse ambos en el despacho- y al despedirse de la chica, que estudiaba física en su cuarto, asomando sus ojos grises, su rubia cabellera, vio sobre el pupitre “El Anillo del Rey Salomón”, interesante libro de Konrad Lorenz. Le dio a él pie el hallazgo para hacer unas cuantas preguntas sobre sus preferencias en materia de lectura, y acabó prometiéndole un animal doméstico, sin especificar especie, género o, cuando menos, familia. Anna esperaba un hámster dorado como el que las mellizas atienden, y ya había encontrado lugar para su acomodo; pero el chico trajo un cachorro siamés de orejas triangulares y ojos azules de mirar torcido. Ahora se alegra de tener un gato, aunque a Lorenz el roedor le parezca el más idóneo de los animales domésticos para quienes, como ella, viven en un piso. Garfio actúa de forma inteligente, exhibe un carácter amigable y dócil y manifiesta con numerosos gestos ser partidario de la compañía humana. Lo que no quita para que a los momentos de placidez añada intervalos de aparente locura. Demuestra corresponder al cariño de la jovencita, y la sigue en cuanto se levanta, quedándose a sus pies si se decide por un sillón de lectura o por el sofá colocado frente al televisor. A veces forma un ovillo concentrado en profundas meditaciones, y a continuación, sirviéndose de la lengua, asea su pelo blanco pajizo con corros de un gris azulado. Es muy pulcro: oculta hasta los olores más débiles de sus excrementos sólidos o líquidos; y lo hace bajo la tierra del cajón que ha colocado Anna en el tendedero, junto a la jaula vacía del hámster que no llegó. El pequeño Miguel, hijo del hermano extinto, le somete a un perseverante hostigamiento; y el animal lo acepta con una resignación digna de los primitivos mártires cristianos. Y es que Garfio no se enfada, en la peor de las situaciones evita la tortura huyendo despacio, de puntillas, con el mayor sigilo. Si sucede que sus uñas arañan espacios donde la piel es muy fina, no pone intención en ello, es simple casualidad. Estilizado, esbelto, de caminar elástico, Garfio va y viene dibujando una marcha elegante, orgulloso de sí, independiente; y restriega el pelo corto sobre los muebles en inútil intento de marcar un territorio libre de competidores. Anna quisiera traerle una esposa, aparearlo con ella, cuidar la camada y anotar, siguiendo reglas estrictas, los movimientos y actitudes que definan su conducta; pero la vivienda, aunque es amplia, ofrece pocas posibilidades.
Ya lo sé, no es posible: razona: Me lo ha repetido mi madre cien veces; pero si se diera la oportunidad, tendría una pareja de cigüeñas blancas. Si viviera en un ático, si la terraza fuera espaciosa, si sus padres lo permitieran, si los vecinos resultaran, por una vez, tolerantes; encima de un tronco afirmado en un rincón, el macho construiría el hogar con ramas secas del parque. Erguido, apoyado en una sola pata, esperaría a la hembra crotorando para llamar la atención. La tierra extremeña de Amelia acoge tantas cigüeñas, que Anna la supone poseedora de condiciones muy favorables: áreas de arbolado disperso, pastizales y charcas productores de abundante comida: una completa miscelánea de chicharras, saltacapas –cigarras y saltamontes dichos en el lenguaje del abuelo- lagartos, ligaternas, culebras y ratones, además de lombrices y otros animales pequeños. En las cortas visitas hechas a la familia materna, descubrió ejemplares bellísimos, y ensimismada seguía las armónicas evoluciones acariciadoras del aire. Los veía volar en círculo, majestuosos; y posarse con precisión en el borde áspero de los nidos. Sí, tener una pareja de cigüeña blanca o un hámster dorado resulta tentador; pero ahora no quiere desprenderse de Garfio.
Anna ya llora menos. Hasta hace cosa de un año era una llorona irremediable. Las lágrimas inundan sus ojos porque la dicen o porque no la dicen; sin saber la razón y sin necesitarla. Primero la tristeza invade el corazón, avanza ocupando el pecho; sube al rostro, a los labios, a los ojos: rictus y mirada angustiados, pucheritos de niña. Luego las compuertas se abren dando salida al torrente: agua y sales minerales, impotencia, rabia, despecho. En los últimos tiempos domina ella; aprieta su intención las glándulas donde nace la riada, y logra someterla un milímetro antes de salir, obligándola a bajar por el interior para que la garganta la beba salobre y ácida. Si no es fuerte, ni dura; si le hiere la menor espina y no está a salvo de los desgarrones del amor propio, del orgullo, de la envidia cercana; si no es resistente, al menos que un caparazón la defienda de ataques dañinos o que una cortina la preserve de miradas insidiosas.
Alcanza Anna cotas de autogobierno que, en resumidas cuentas, representan un claro aumento de las responsabilidades y poco más. Entiende la cesión como una trampa y se encuentra incómoda. Tiene que decidir por sí misma, pero carece de suficientes elementos de juicio. Los adultos, que podrían asistirla, parecen estar al acecho del mínimo error para echárselo en cara. Sin duda se trata de un desquite, pues, lo reconoce, con ellos suele ser muy crítica y no es de extrañar que se la tengan guardada. La injusticia, la sinrazón, la incoherencia entre los sermones y las obras la enfadan, y reacciona formulando denuncias concretas. Al instante ve regresar contra ella la censura, como si los fallos de la principiante justificaran los de quienes, avezados a pensar y a llevar a cabo propósitos trascendentes, se consideran a salvo de exámenes. Las obligaciones la introducen de lleno en una sociedad que bien analizada carece de explicación satisfactoria; por eso no desea crecer. Las ventajas de hacerse mayor constituyen un mero espejismo; se cumplen deseos arraigados, pero como las necesidades aumentan el grado de insatisfacción permanece constante. La adolescencia se desgarra entre la pureza de las teorías y la ventaja de los atajos perversos; y Anna, desarmada por la impaciencia, armoniza los términos y avanza. La pubertad es flor de vida breve, nieve en el instante posterior a la caída; y la muchacha quiere eternizar la brevedad de ese momento. Desea ser libre; y no como las aves, que van empujadas por las corrientes aéreas o atraídas por el alimento y las bondades del clima; y no como el viento, que va reclamado por las presiones bajas; y no como el hombre, que se mueve motivado por las convicciones propias y ajenas; libre de verdad, obediente de los propios impulsos irracionales y momentáneos, sin tener que dar cuentas.
Pide a los mayores que modifiquen el tono empleado para dirigirse a ella. Es verdad que mejoran; de forma paulatina pasan a matices serios y evitan ese retintín inaguantable con el que la tratan, destinado a una niña en la que no confían porque actúa con torpeza. Si por ellos fuera, conducirían su andadura íntegra, proporcionándole las ideas que deben marcar sus próximos pasos. Repiten incansables el remoquete “así aprenderá”, convencidos de que las contrariedades facilitan la madurez. Lo malo es la ignorancia, la desorientación, el no poder contestar a los grandes interrogantes: quién, qué, cuándo y cómo; no sabe, situación que puede considerarse normal, pero es que nada ni nadie la informa. En su entorno pocos advierten el motor que la impulsa o la meta escogida. Amelia, sin alejarse mucho, con ser su madre está muy equivocada; parte de las propias experiencias, las actualiza sirviéndose de conductas juveniles mostradas por los medios de comunicación y, claro, yerra; cuando se trata de su hija pequeña el molde no tiene validez. Lugares comunes, ejemplos, arquetipos, estereotipos; cuánta insatisfacción produce su simpleza, su escasez de análisis, la falta de personalización. Ve a sus padres tratando de darle aquello de lo que carecieron, y quiere decirles que a ella la sobra con lo que han conseguido: valores que, en pura esencia, comparte.
Quiere ser Anna, la de verdad; pero ¿cuál de ellas?, si cada día es distinta. Acaso alguna de los lunes: la que se refleja en el diario cuando encomienda a la pluma fijar las experiencias de las salidas recientes; o esa que relata a su madre la veleidosa marcha de las relaciones personales; quizá aquella que comenta con las amigas en largos parloteos lo sucedido el día anterior. Puede que prefiera ser la joven confiada, la convencida del correcto proceder de la gente próxima, temerosa, sin embargo, de hallar intenciones aviesas en los desconocidos; o tal vez aquella otra que encuentra hostil la vida y a veces quiere morirse. ¿Quién de entre ellas? A lo mejor se trata de la que observa a los chicos sin entenderlos, ejemplares de alguna especie poco investigada de monos adornados de asomos racionales, seres de lejanas galaxias venidos sin un fin establecido, que la gustan por las mismas razones que originan el desagrado y el rechazo: su indiferencia, su fortaleza, su orgullo y atrevimiento. O la empeñada en confirmar con hechos la opinión que los profesores tienen de ella; descontenta, observadora, decorosa, independiente. Pudiera ser la compañera de los amigos, fiel hasta asumir riesgos, que prefiere la autoinculpación a la denuncia; altruista, entusiasta, capaz de proporcionar iniciativas motrices al grupo. Mas es posible que se trate de aquella que sus padres conocen: indecisa, tierna, desordenada, perezosa, cálida, mimosa, arisca, reservada. Es Anna tantas annas juntas, que no es ninguna o es todas ellas hechas revoltijo.
Tiene ideas suyas sobre las cosas que la afectan, no es tan ingenua ni tan pasiva como la piensan algunos; se ha forjado opiniones claras sobre la vida y lo que la rodea. Con ellas por delante, a modo de quitanieves, circula. Es cierto que elabora en ocasiones juicios confusos acerca de la realidad, pero no más enredados que sus interlocutores jóvenes, compañeros en el ir y venir y en el estarse quietos. Reflexiona: da vuelta a las cosas y trata de hallar su porqué. Sabe que el hombre obedece a una evolución sin pausa y, nacido de formas de vida simples, va hacia lo complejo en busca de la perfección inalcanzable.
Le cuesta creer que el origen del universo sea un estallido, pero esas son las noticias de la ciencia. Ella busca un principio anterior al chispazo, un Ser que motive el infinito universo, a quien pueda atribuir la esencia originaria que todo lo explica y la definición de lo bueno y lo malo. A partir de ahí avanza sin dolor de cabeza, a no ser que contraste su creencia con pareceres divergentes. Entonces se da el contrasentido: si por un lado las dudas propician la investigación, por otro la fuerzan a encerrar las preguntas en su vaina para que no la hieran. Encuentra la prueba del nueve de la inexistencia de ese Ser, en la constatación diaria del dolor sobre la tierra, del abandono y la muerte; ve sin reservas la prueba del nueve de su existencia, bien absoluto sin trazas de mal, en el maravilloso cielo nocturno, inspirador de sus poemas mejor redactados. Porque Anna escribe, y en la escritura, las potencias de mayor uso -intuición y raciocinio- con que Anna cuenta para llegar a lo concreto, se distribuyen el trabajo y cada una se ocupa de lo suyo entregando a la otra sus conclusiones. El vasto cielo cuajado de innumerables puntitos luminosos, de lucecitas parpadeantes, mundos enormes al parecer; ese maravilloso toldo que se extiende sobre nuestras cabezas, soberbio, cree Anna que ha de ser un libro puesto ahí para ser leído; e intenta leerlo.
No aprueba el largo tranco que dan las religiones, al elaborar complejas doctrinas partiendo de un titubeo insoluble. Muestran en su dogma a los fieles el retrato de Dios que un profeta tomó en persona del natural. Llegada del mismísimo Paraíso, las distintas doctrinas leen una carta en la que el Creador expone sus deseos. Regulan hasta la mínima ceremonia, y se sirven de la fe como de una herramienta que allana montañas y vacía los mares, permitiendo el paso a los creyentes y cerrándolo a los incrédulos que perecen ahogados. Se complica hasta lo indecible la salvación fuera de ellas, y entre sí pugnan por las almas invisibles que proporcionan vida a los cuerpos. Anna circunscribe su creencia a un Motor que anima el Universo y le deja seguir en libertad las leyes que el azar va dictando según conviene al conjunto. Y hasta de ese motor duda, porque justificando cuanto existe a sí mismo no se justifica.
Las tormentas, el rocío, las desagradables arañas, la piedra imán, el polvo de los rincones, Garfio y ella misma, son sólo instrumentos. Puede que el Cosmos se sirva de cada criatura existente para ordenar el desbarajuste producido por la gran explosión inicial; si es que la hubo, pues dice que la ciencia especula hasta alcanzar la confirmación irrebatible, y aún no ha llegado a ese asentamiento. Piensa que el conjunto tiende a un equilibrio inestable que se rompe y se restaura por múltiples motivos. A medida que avanza, Anna va convenciéndose de la inexistencia del caos en términos amplios; lo cree incompatible con la ocupación del Dios omnipotente, ordenado y ordenador; y las experiencias propias y ajenas la dicen que el desorden es sólo una de las múltiples apariencias del orden, armonía desfigurada por la fuerza centrífuga del universo, contrapuesta a la centrípeta. Puede que los seres humanos elaboren teorías dispares sobre el caos y, por tanto, acerca del orden, el equilibrio y la armonía. Puede que en la diversidad de opiniones se encuentre la dificultad de la convivencia, y al mismo tiempo el interés de la vida; lo que la hace movediza y dúctil, capaz de progreso, propicio terreno de labor dispuesto a germinar la simiente que cada uno arroje en el surco: cardo o espiga.
Anna desea al hombre libre -si es que puede serlo, que no sabe- independiente y suelto para tomar sus propias decisiones sin impulsos ni trabas ajenos. Se sabe conformando una comunidad extensa, ocupada en un continuo ir y venir ajetreado que busca el sustento, el placer y las explicaciones. Desconfía de quienes la dicen que la felicidad nos espera en sitios inverosímiles a horas intempestivas. Ha conocido una persona buena, por eso sabe que la bondad existe y cree en la entrega sin esperar nada a cambio. La hermana Prudencia es para ella más que una profesora; en ese cuerpo frágil ve a una mujer que encauza sus fuertes pasiones por estrechos senderos, llevándolas a los fines altos que su voluntad ha escogido. La cree dueña de una energía capaz de sacar adelante grandes proyectos, y la toma como ejemplo de vida. Tiene claro que debe esforzarse en progresar, pero no ve el camino adecuado con total nitidez; por eso sigue las escasas huellas que se lo muestran.
Tras algunos aciertos parciales, entiende Anna que su amor por la música no será correspondido. Solfeaba durante una hora cada día al terminar las clases, y logró de la flauta un progreso lento, medido a la inversa por la intensidad de las protestas vecinales. Iniciada en la guitarra, se atrevía ya con el piano vertical del colegio y el violín del abuelo de una compañera, un valenciano retirado de la banda municipal. Abre su abanico, evoluciona: Bach sí, Haendel también; pero escucha música moderna: Debussy, Bartok, Stravinsky. La emocionan el soul y el jazz, pero el reggae la chifla. Iba a la piscina climatizada los martes por la noche, y allí escuchó «Can’t help falling in love», enamorándose de la música del grupo “UB40”. Daniel y ella compraron el álbum «Promises and Lies» y lo ha escuchado casi doscientas veces; olas que llegan relajantes a la playa desierta. Indagó en Bob Marley: duro, fuerte, lleno de sentimiento, angustioso; primero «Natural Mystic», después «Legend», su mejor trabajo. Con todo, la canción que la saca de este mundo, de esta realidad insulsa, es «Red Red Wine»; espacio y tiempo pertenecientes al Paraíso.
Excepción que confirma la regla formulada por el abuelo Miguel al poco de llegar a la capital del Reino, Anna canta con cualquier motivo o sin él; y en cuanto se asoma a la ventana y ve el cielo azul y luminoso, repite letras alejadas de su correspondientes ritmo y melodía. No la eligieron para el coro y lo sintió en el alma; aunque acepta el criterio de las hermanas porque reconoce que su oído elemental no distingue los matices sutiles. Amelia asegura que la tercera es la más alegre de la familia; es cierto, y sus poemas están llenos de esperanza. Intuye la muchacha que esta novela, la del mundo y sus gentes atareadas, escrita entre todos, acabará bien. Es consciente de que por ahora dominan los malos, los egoístas; pero descansa su confianza sobre un improvisado golpe de mar o la perseverancia de los inocentes: tales fuerzan conseguirán un día u otro modificar el actual estado de las cosas.
Interpretar distintos personajes ejercitando sus cualidades de actriz, es una de las tareas que desea emprender. Puede desarrollar los recursos precisos, aquellos que permiten dar a la expresión los variados matices de la personalidad femenina, facetas múltiples de un mismo diamante. Hoy sería una princesa tutora de sus súbditos, mañana una humilde sirvienta enamorada. Ora habitaría un castillo edificado sobre una montaña inaccesible, ora la cueva de unos mendigos trotacalles. A Santa Teresa iba a exponer en toda su simple humanidad, a Sor Juana Inés de la Cruz: “Finjamos que soy feliz, triste pensamiento, un rato”; a la cazadora Artemisa de la mitología griega. Asuntos públicos atendería en la piel de una imposible regidora medieval durante una temporada, y a la siguiente intentaría escapar de los leones en un circo romano, cristiana cautivada por el Redentor. El teatro: qué gran variedad de lances, cuántas fuentes de saber acumulan sus caños. Se sirve el colegio de esa disciplina para explicar las distintas tareas asignadas a los individuos en la sociedad, dignísimas todas ellas en afirmación gratuita de la distribuidora de roles, sor Agustina. Se enfrentó Anna a la monja desafiándola; y el reto consistía en conseguir la voluntaria permuta de sus papeles entre quienes hacían de alcalde y alguacil. No recogió la monja el guante lanzado por la discípula; y el castigo, única respuesta dada y recibida, afirmó a la castigada en su opinión: la tragicomedia de la vida tiene un reparto inamovible; y las excepciones, bien miradas, no lo son tanto.
Persiste su acentuado interés por los animales. Por eso, si con el deseo bastara, tras un largo período dedicado a la observación de Garfio, intentaría desentrañar sus razones -seguro que las tiene- recogiéndolas en un informe meritorio. La mirada se perdería tras la conducta del gato hasta penetrar en su mente y sorprender la lógica peculiar de los félidos, sometiéndole a pruebas que incrementarían a diario su complejidad. Disponiendo de tal base científica iba a estudiar con provecho al hámster, a la cigüeña blanca, a la abeja, al caballo y a los cetáceos. En unos años entendería los códigos de comunicación de los insectos, de las aves, de los mamíferos; conversaría con ellos y les revelaría la sicología de los humanos, previniendo a los irracionales sobre quienes los utilizan en su propio provecho.
Gabriela, la compañera de clase, tiene a Anna desorientada. En términos globales la considera buena chica, pero reconoce en ella un comportamiento extraño. El lunes pasado comieron juntas con el propósito de colaborar por la tarde en la resolución de problemas. Dado que el curso avanza y se sabe mal preparada en algunas asignaturas, aceptó Anna la enésima invitación: podía preguntarle acerca de los aspectos que menos entiende o copiar sus apuntes. Bueno, pues ni su casa es su casa, ni su familia es su familia. Vive en una residencia con otras compañeras que resultan ser un calco de ella; hondura y superficie, modo de vestir y manera de pensar. No sabe Anna si es la costumbre del centro o lo hacían en su honor, pero se sentaron a la misma mesa todas las presentes. Los platos copiosos, la excelente calidad de los alimentos y lo cuidado de su elaboración, eran los propios de un banquete de homenaje. Hizo de sirvienta una mujer que, por la manera de tratarla, parece tener una cierta dependencia de la directora y las demás residentes. La habitación de Gabriela, de buen tamaño, resulta luminosa y está decorada con sobriedad y gusto. De ser de otro modo las que no llegó a ver, aunque no descarta que lo sean, diría Anna que se nota en el cuarto el influjo de su amiga. Compiten las compañeras en ilustración, discuten temas profundos y se trazan metas colectivas. Costará una fortuna la estancia; y a pesar de tener Gabriela a sus padres en Madrid, no vive con ellos. Son claras las ventajas que ofrece un ambiente tan proclive al estudio; así y todo, no comprende Anna los motivos que empujan a la compañera a llevar forma de vida tan sorprendente.
Entre Anna y sus amigas del alma, dos hermanas gemelas, compañeras desde primaria, se da una perfecta identidad que ha comenzado a deteriorarse. A tal punto llega la pretendida semejanza, que yendo juntas parecen trillizas; no tanto por la apariencia física como por la forma de ser. A menudo conciben gamberradas divertidas y las llevan a cabo. Conocen palabras de escaso uso y las emplean para embromar a las pretenciosas que se las dan de listas. Clámide es la más aprovechada; otra es crisálida. Tienen una ce en su comienzo y suelen ser esdrújulas, así lo han convenido; cúspide es un ejemplo a mayores. Colocan cualquiera en una frase, la menos acorde, y las sabiondas acaban descompuestas. Como si se tratara de un alfabeto cifrado con el que progresan los espías, se entienden por señas. Sus dedos dibujan letras sobre la palma de la mano, mapas, distintos objetos; lenguaje de sordomudos reinventado por ellas para su particular inteligencia. Metidas de lleno en su complicidad, una mirada equivale a cien datos; los ojos provocan respuestas posándose como mariposas en los alrededores, y donde no llega la lógica la intuición suple su falta. En los últimos tiempos Anna se ve menos con ellas, pues Gabriela, que es muy absorbente, la quiere en exclusiva; califica a sus amigas de crías que no han madurado, y exige abandonarlas junto a la etapa de la niñez que representan.
Como quien estruja peras, manzanas o uvas para extraer el jugo, de los discos va sacando Anna el hálito de su contenido, la esencia de que están formados. Seleccionados por su propio criterio, a afirmar su criterio contribuyen; y si alguno la gusta tanto como para escucharlo varias veces, regala otra copia a Daniel. Está llegando el entendimiento fraterno a un grado próximo a la amistad, y de amigos parecen sus conversaciones. Envueltas en papel de plata guarda ella las intimidades que desmigaja el muchacho, las pone a salvo de rasguños y humedades para devolvérselas embellecidas. Sirven al inexperto los consejos femeninos, cuando se trata de asuntos en los que intervienen alguna chica y su corazón ilusionado. En contrapartida, sólo él sabe donde guarda Anna la llave que cierra su diario; y ese cuadernillo es testigo fiel de los miedos y esperanzas que anidan en su corazón, de los pensamientos secretos que desbastan y pulen su mente. Cuenta Anna al hermano los aspectos llamativos de Gabriela, las paradojas y excentricidades –la madre ignora cuanto excede la aplicación a los estudios y la seriedad de persona mayor- y ve Daniel en la forma de vida de la nueva amiga algún matiz religioso que Anna también ha observado; la imaginan dentro de una comunidad movida por intereses profundos.
Capítulo X
Va olvidando Juan los nombres de personas que durante un tiempo estimó; ciertos colaboradores o compañeros de trato diario. Ignora el apellido de algunos directivos de empresa con los que tuvo relación comercial, de quienes sólo el apellido conocía. Ante el dibujo mental de sus rostros promueve el recuerdo; responden a su llamada circunstancias accesorias que los concretan, pero la palabra clave, definitoria, no llega. Insiste una y otra vez preocupado por la falla, y cuanto más se empeña menos consigue. Le vendría bien deshacerse de los aspectos dañinos de su pasado reciente, pero no es así; el archivo de evocaciones, por suerte menos activo, sigue abierto. Es verdad; el pensamiento lo empuja en contadas oportunidades tras lo ocurrido en los contornos, pero se dan mutaciones que llegan a afectar al eje principal. Hay noches que sueña un regreso imposible a la empresa, llamado desde el borde del abismo porque algo no funciona bien. También le han leído la fatídica carta de despido en cien pesadillas; ha sido arrojado, como Adán del Paraíso, cerca de treinta noches entre las dos y las tres de la madrugada, despertándose sobresaltado cuando dormir de nuevo se hace imposible. Hablaría con Aurora, preguntaría novedades, se interesaría por alguno de los que allí quedan; a un palmo está a veces de inquirir, aunque se retrae enseguida y retrocede. El resentimiento del padre no debe contagiar a la hija; ha de establecer ella por sí las relaciones de afinidad o rechazo, basadas en los elementos de juicio que considere idóneos. Por otro lado, para qué revolver en la pecina, con qué objeto hurgar en la desolladura; nada gana Juan llevando a cabo el costoso ejercicio.
Es bien sabido: la repetición de actos, cuando no pide reflexión, ya es rutina. En algún momento, la persona consigue defender la querencia asentada; y entonces podemos hablar de hábito. Las costumbres tratan de perpetuarse y extenderse; hasta tal punto que en su defensa se ha llegado a dar y a quitar la vida. Ese camino siguen incluso los actos forzados en los inicios, los que luego, paulatinamente, se van aceptando. Así es el hombre, acomodadizo y dado a prolongar y proteger lo que conoce. Por fortuna la reflexión modifica esa conducta conservadora ampliando posibilidades.
El antiguo Director percibe la resistencia de los modos adquiridos durante años y años de trabajo; y añadida a las consideraciones ya hechas, sitúa esta nueva, recién surgida en su análisis: el trabajo llega a hacerse hábito y costumbre. Tanto arraigo posee, tanto empuje, que arrancarlo o frenarlo cuesta lo mismo que renunciar a los tóxicos consumidos durante largos periodos. Fumaba Juan en pipa por dar satisfacción a Amelia, cigarros puros por simple placer y cigarrillos de picadura negra, muy nervuda, tratando de calmar su ansia. Hace veintinueve años se retiró del tabaco; y aún sueña de tarde en tarde que aspira una bocanada incumpliendo la promesa de abandonarlo. Los venenos del humo menguaban su salud –aparato respiratorio al completo- y él lo sabía; pero el propio perjuicio no era bastante razón para dejarlo; dañaban, además, a los suyos –ponzoña y ejemplo- y por voluntad propia inició el experimento de abstenerse. Juegan en su contra, en el paralelismo establecido, la consideración positiva que del trabajo hace la sociedad y el hecho, incuestionable, de que lo necesitara para prolongar su ritmo de vida.
De pronto vuelve a ser Juan Frías Blanco, orgulloso del nombre y de los apellidos, individuo y entorno. En el momento exacto de la salida de casa para dirigirse al metro, la calle, con toda su desbordante vitalidad, lo sorprende. Por vez primera la siente así, efervescente, ensordecedora; el bullicio llevado al exceso: coches en movimiento, parados o en trance de emprender la marcha; bocinas llamando la atención, una ambulancia exigiendo paso, sirena y destellos; y más, mucho más: el colorido desbordante de la primavera y la luminosidad del sol hechos algarabía de sonidos. Sucede como si taponados los oídos por exceso de cerumen, de improviso, desaparecido el obstáculo, entraran a raudales la música y los ruidos. Lo mismo ocurre a los ojos, a los sentidos, a la percepción en general. ¿Dónde se refugiaba la vida que en este momento aparece rodeándolo?, o de otra manera, ¿en qué cubo de cristal hermético ha estado preso él hasta ahora? Establece alianza o simetría entre el viaje en metro que está a punto de iniciar, y el realizado hace mil años para ir al encuentro de una colocación en consonancia con la carrera recién acabada. Medroso e ilusionado a partes disímiles, vuelve a situarse ante las vías que recorren la ciudad bajo tierra, y lo hace de nuevo para asistir a una entrevista de selección.
Observa Juan, sorprendiéndose, los detalles menos significantes; repetidos, sin duda, montones de veces cada día. Ahí está el rotundo ejemplo del precipicio de las escaleras mecánicas, convertido, unos pasos después, en ascenso hasta la cumbre; cordillera por cuyos senderos colgados la gente discurre con una naturalidad para él inexplicable. Los desnutridos que cantan canciones o desentrañan, en una retahíla ininteligible, su propia desventura, lo alarman. Entregan la tarjeta de visita de un desamparo social oculto en su propia abundancia, descubriéndole la verdad enterrada bajo la hojarasca de lo cotidiano. Mientras, pródigo, distribuye migajas entre ellos, queriendo de pronto remediar las desigualdades. Percibe exótica la desgastada presencia de los pasillos, la domesticada sección de túnel correspondiente a los muelles; decadentes, salpicados de reiteradas filtraciones y desconchados obscenos.
Renovados viajeros entran y salen de los vagones, mas Juan los ve idénticos, insistiendo una y otra vez en un gesto de cansancio muy ensayado, también de sueño. Las conversaciones, escuchadas a retazos, resultan un acontecimiento insólito para quien ha sido empujado a la intemperie de improviso, trayectos colectivos que hasta ahora hacía en coche, inmerso en sus propios pensamientos silentes. La desigual composición de las charlas mezcladas, las palabras angulares que sirven a un tiempo a dos o tres pláticas, le traen a la mente los cortes de tela que vendían en el almacén de tejidos de la calle de don Sancho, en Palencia; al que iba con su madre de niño. Trozos de paño de colores serios, medidos con una vara rígida, un cuadradillo milimetrado protegido en los extremos por una aleación dorada. Tanteo que relaciona desde entonces con la frase evangélica, expresión de una aparente amenaza y al mismo tiempo de una promesa atractiva: “Con la vara que midas serás medido”. Imaginaba al dependiente en el remoto día del Juicio Final, calibrado por Dios con aquel metro de madera que fue cotidiana herramienta, compañero inseparable. Diálogos entremezclados y mutismos de distintas urdimbres, tramas y tonalidades, penetran en sus ensimismados oídos, componiendo un conjunto bien combinado. Rostros expresivos, manos moviéndose al ritmo de la palabra, reforzándola, añadiendo razón a los puntos de vista defendidos; valorando su alcance con la vara de roble milimetrada, en previsión del día temible del Fin del Mundo. Valle de Josafat conocido en compañía de Amelia mediante un viaje de empresa; espacio insuficiente, salvo milagro concreto, para acoger a la multitud inabarcable, vivos y resucitados, allí citada; genuina cuadratura del círculo que Dios resolverá en su día y hora, o tendrá resuelta desde el principio de los tiempos.
Rozándolo, presionando su cuerpo sensible, la gente lee ensimismada, abstraída en las historias del libro, pasándose de estación sin pretenderlo, obligada a realizar transbordos y llegando tarde a las citas. Descubre, sobre todo, a las personas que van tras las voces y las muecas; gente como él mismo, enfrentada a sus pequeños problemas enormes, aguantando los embates de las horas. Varones y mujeres que perciben transparentes sus recorridos, la jaula del zoo donde residen. Se saben examinados por los extraños y no oponen objeciones; ven y son vistos sin fingimiento, sin malicia, buscando la referencia que les indique su relativa posición. Individuos corrientes obligados a aceptar el destino sin huir despavoridos. Náufragos que navegan confiados río abajo –rápidos y cataratas- subidos a su balsa de troncos mal sujetos con hilachas vegetales. Nadadores que conocen la técnica de avanzar contra corriente; pero, teniendo a la realidad por inmutable, no la ponen en práctica si no es con garantías imposibles.
Vecino del informe concerniente a los últimos movimientos y al disponible de la cuenta bancaria, obra refleja del cajero automático; acompañante del resguardo de pago con tarjeta de crédito en el centro comercial abierto al término de la Avenida de la Albufera; en el bolsillo derecho de su chaqueta se refugia el anuncio -letra Times New Roman del cuerpo ocho sobre papel de color amarillento- que Juan recortó del periódico: prometedor, conciso, breve. Contiene una llamativa propuesta de futuro, dirigida a quien corresponda, anónimo explorador en la jungla del mercado de trabajo. Detalla las características deseadas en los aspirantes, solicitando información, en una relación minuciosa, de los títulos alcanzados, acerca de las facultades desplegadas y las disposiciones recibidas en herencia o adquiridas por aprendizaje. Añade la dirección y el nombre de la persona de contacto; céntrica la una, común el otro. Figuran en letra menor los tópicos habituales de las ofertas escasas de contenido: confidencialidad asegurada, posibilidades reales de promoción y formación específica a cargo de la empresa firmante: Capital Resources. Pero el animoso postulante hace símbolo de fe de ese comunicado, y pan de oro del soporte. La razón de tanta generosidad ha de buscarse en el extremo de la edad, donde figuran los cincuenta años; excepción milagrosa muy de agradecer. Es de papel la brújula, de color asalmonado el mapa del tesoro, y como a tales instrumentos, a cada paso de los miles que va dando estos días, los consulta tan engolosinado como la primera vez.
Cuenta con tiempo de sobra, por lo que decide adelantarse a propósito para estudiar el teatro de operaciones, el lugar donde la acción va a desarrollarse, el campo de batalla antes de la contienda. Le interesan cuestiones tales como la manzana de ubicación de la oficina, el estado de conservación del edificio, la decoración, el mobiliario, el ajetreo desplegado por los escribientes, la abundancia o escasez de documentos depositados sobre las mesas; todo lo que pueda proporcionar una pista indicadora de actitudes y ayude a formar una imagen cercana a la realidad, definidora de la pauta de comportamiento. En el fondo sabe que esas circunstancias son indiferentes; quiere una tarea y si se la ofrecen va a aceptarla envuelta en celofán o en papel de estraza. Actúa su actitud precavida, reminiscencia de un pasado de ejecutivo cabal, Director Administrativo responsable único de sus actuaciones ante el Comité Ejecutivo.
Haciendo gala de la cualidad que contribuyó a labrar su reputación de serio y cumplidor, exhibiéndola quizá, llega con siete minutos de adelanto sobre la hora convenida. Debe rellenar el largo formulario puesto a su disposición, y lo hace desplegando un método heredero del cálculo. De forma maquinal y rápida responde las preguntas relativas a la filiación, salvo el renglón de los apellidos y el nombre, ya que cada impreso los pide en un orden diferente y hay que fijarse para no invertirlo. Deteniéndose un poco, pensando las respuestas a conciencia, cumplimenta los apartados de aptitud e interés por el puesto. Otros puntos sirven de relleno o carecen de coherencia. Pone, no obstante, los cinco sentidos en cada uno de ellos, tratando de evitar las tachaduras y la letra despareja, pues sabe que proporcionan una información lamentable a quien califica. Conoce que el candidato precedente no ha dado la talla, porque, con anticipación, una secretaria le retira el impreso y lo guía a otra habitación más grande, sala de reuniones habilitada para las entrevistas.
Califica a los candidatos un hombre joven. El dinamismo agresivo que lo anima y la impaciencia nerviosa de sus gestos, convierten cualquier forma de serenidad en pura pereza. Cultiva un aspecto internacional que convierte en imprecisos su nacionalidad y origen; habitante de cualquiera de los grandes aeropuertos, de las áreas ricas de los países pobres, de los hoteles de lujo salpicados por los cinco continentes. Impecable, pulcro; viste un traje gris oscuro rayado en gris claro, sin duda cortado a la medida. Cuando estira los brazos para bajar la lámpara que cuelga del techo sobre el centro de la mesa, percibe Juan un reloj de oro abrazado a la muñeca izquierda, y el detalle, poco corriente, de los botones forrados -en lugar de gemelos- que cierran los puños de la camisa. Lee de corrido el escrito, desdeñándolo o pasando sobre él con indiferencia; no se dirime en el papel la escaramuza, al menos esa cuestión queda esclarecida. Cabe que la edad del aspirante supere el tope alto o que su presencia no sea la adecuada. La organización selecciona vendedores de alto nivel, informa el responsable, de los que portan a sus espaldas excepcionales logros y pueden demostrarlo; hará de ellos avispados localizadores de empresas en crisis, de organizaciones agobiadas por las dificultades económicas; los convertirá en hábiles negociadores de condiciones poco menos que leoninas, convertidas en aceptables por la imperiosa necesidad. Otros especialistas se encargarán de conseguir los préstamos en el mercado extranjero, cuyas condiciones mejoran con mucho a las nacionales. Questions and answers: recibe de Juan la información buscada con sólo tres preguntas; ignora el entrevistado casi todo del entrevistador y de la compañía a la que sirve, después de diez respuestas. El brillante insustancial ha leído los manuales de cabo a rabo, conoce las múltiples técnicas y, sin convencer, vence.
La preparación de la cita, convocado Juan por teléfono, reavivó en la mente de Amelia, impresionable como nunca, los instantes de las búsquedas indecisas y de los sueños osados, cuando la prosperidad los mudaba de vivienda, llevándolos a la actual, definitiva. Centraban al principio la exploración en barrios llenos de encanto, recoletos, pero costosos en exceso, fuera de su alcance. Descubrieron, mezclados, deseos y posibilidades, sin parentesco alguno entre ellos, y los amasaron con más ilusión que realismo. En la intimidad de la noche, acostados los niños, sometían los datos recopilados al juicio inapelable del dinero; que no es otra cosa que la fría e insistente realidad hecha billetes y monedas de curso legal, capacidad de crédito, esperanza de ingresos. Hubieron de corregir a la baja las expectativas, y elevar la cuantía de la deuda que estaban dispuestos a contraer. Dieron de esa manera con un equilibrio que cifraba su éxito en el de Juan; habría de permanecer en el empleo el tiempo suficiente e incrementar su sueldo de manera apreciable. Aceptado el compromiso, trataron de asentar un hogar sobre la casa adquirida, participando en el boceto cuanto fuera posible. Antes de las obras eliminaron del plano un tabique, retoque que engrandecía el salón al incorporar el fondo del pasillo; y demolieron, sirviéndose de una goma de borrar trazas de tinta china, el tercer aseo, para trazar sobre sus ruinas las rayas que permitían disponer de un despacho mínimo, tan utilizado después por Juan. La entrega de llaves les explicó, alarmándolos, que eran potenciales dueños de un volumen limitado de aire, de un cierto espacio vacío. Algunos muebles antiguos no estaban a la altura requerida y debían ser sustituidos; otros, la mayoría, presentaban ciertas dificultades de acomodo. Sopesando los consejos recibidos de expertos y profanos, oponiéndolos a lo que su mirada decía, alineándolos si se daba el caso, iniciaron el entronque del pasado en el futuro. De un rasero, de un balancín se sirvieron para equilibrar masas discordes, desiguales perspectivas; hasta llegar por último al deslinde, nada despreciable, que los créditos puestos a disposición del matrimonio, régimen de gananciales, efectuaban sin apelación posible.
Es cierto, con la llamada recibida por Juan, convocado a la entrevista de selección, de algún modo retornaron para Amelia los tiempos de vestir las casas prenda a prenda: visillos, cortinas, lámparas, colchas, edredones, juegos de toallas, repisas bajo los espejos, cajones interiores de los armarios. Regresaron los días del alborotado entusiasmo y el incómodo desorden, provocado por las herramientas y los objetos dejados de cualquier manera en sitios impropios. Volvieron los apasionados momentos de consultar las revistas que abren sus páginas a la fantasía de la decoración; y la posterior visita a las tiendas para contemplar los ambientes ideales figurados en sus escaparates. Venían con ellos las jornadas preliminares, pródigas en sugerencias de amigas -un cabinet de palo de rosa, una rinconera en madera de amboina con taracea floral de marfil y ébano- propuestas que vieron en una película cuyo protagonista las atrajo.
La cita de Juan con la empresa Capital Resources despertó la efervescencia de los sentidos y de las emociones, llegando a tal grado de exacerbación, que si no era la meta se confundía con ella. Colmaba a Amelia de regocijo la anotación -tinta azul de bolígrafo sobre papel arrancado de un periódico- del tiempo y el espacio de la primera entrevista adecuada a la edad del aspirante. Parecía importante el suceso, y ella y los hijos quisieron que cuidara la presencia hasta en los pormenores mínimos. El traje serio de las solemnidades, el que hubiera llevado en la boda del malogrado Miguel. Unos zapatos de piel tierna que conservan el lustre propio del estreno. Las exactas gotas de una colonia costosa, distribuidas por el rostro, la nuca y el moquero. Un peinado joven trazado según indicaciones de Anna y Daniel, quienes arreglaban a su padre como si se tratara de un amigo que va a encontrarse con una atractiva muchacha. Resultó que la chica no merecía tanto despliegue -había que viajar sin pausa y cumplir cada semana los altos objetivos de captación de empresas necesitadas de capital- pero daba lo mismo, se había agrietado la noche y la madrugada entraba de puntillas tomando la forma de la rendija abierta.
Explosiones saturadas de ruido y vacías de nueces, tras las oportunidades perdidas, a continuación de cada desenlace quebrado, de cada convocatoria desperdiciada, duda Juan de haber acertado en la elección de carrera. Entonces aparece la memoria de doña Regina; mujer intuitiva y confiada, alta de estatura, rostro armónico y porte elegante, señora de los pies a la cabeza. Doña Regina era dueña de una central eléctrica, de tierras feraces extendidas al borde del río Carrión, plantíos de chopos, rebaños y corrales de ganado, casas solariegas en Husillos, Perales y Grijota y una lujosa residencia en la capital. Se consideraba deudora de los pobres, de los obreros a los que daba trabajo, del padre de Juan, quien, entre secretario y administrador, defendía sus intereses en el pueblo. Amaba a los niños; cariñosa en el fondo con los imposible vástagos. Célibe de una soltería beligerante, sacerdotal, utilizada para desarrollar tareas que otro estado impediría; la preocupaba el futuro de quienes tuvieron la fortuna de cruzar sus vidas con la de ella. Consecuente, se hizo cargo de los estudios de varios niños que, como Juan, siendo espabilados carecían de recursos familiares. Compensando con ingenio la atrofia de la mano izquierda, malformación congénita, fuera del horario escolar ayudaba el adolescente a su padre llevando y trayendo recados, buscando documentos, colocando en su lugar los libros de cuentas y registro. Con estoicismo aguantó Juan siete largos años de internado en el mejor colegio de Palencia; desde el curso de ingreso hasta concluir las enseñanzas previas a la Universidad, superados ya los efectos de su merma física. Al finalizar cada trimestre recibía el educando, puntual, la visita de la señora, llegada para hablar del aprovechamiento de sus protegidos con el hermano Prefecto de Disciplina. En una de esas ocasiones no pudo empolvar la tristeza asentada en sus ojos, asida al rictus de sus labios; no supo maquillarla. Un amigo de la propiedad ajena atacó su derecho, y la señora tuvo necesidad de un buen letrado, capaz de evitar la pérdida de un solar situado en Monzón. Lamentó la mujer la falta de defensa eficaz, y el colegial becado, a lomos del cariño, juró ser su paladín en cualquier justa. De haber persistido su intención, en la presente coyuntura recibiría mejores propuestas y, en última instancia, podría ejercer con total libertad en su propio despacho; pero falleció la valedora cuando el agradecido se iniciaba en el derecho romano, y se creyó liberado de la promesa.
No suele penetrar Amelia en el espacio privativo del esposo. Ambos acostumbran a ser muy complacientes con la intimidad, comprendida la de los hijos. El entorno de cada uno es inviolable, pero la dura estepa que cruzan permite alguna licencia. Acaso espera encontrar caminos de ayuda ignorados o evitar la puesta en práctica de malos pensamientos, esos que llevan de uno u otro modo la autodestrucción aparejada; no lo sabe con exactitud. Sale Juan a la calle de buena mañana para efectuar alguna gestión relacionada con lo suyo, el inmediato movimiento de la partida de ajedrez entablada en la oficina del paro. Lee ella entonces las reflexiones dirigidas por el empleado que dejaba de serlo, a las personas con quienes tuvo relación laboral. Rompe en lágrimas la mujer ante el colofón y, por desahogase, llora un buen rato. Quisiera distribuir lo leído, darlo a conocer al mundo a través de la prensa o de la radio, porque dibuja a la perfección el carácter de Juan y su agudeza añade injusticia al despido.
““El nacimiento nos colocó a unos y a otros en diferentes posiciones de partida, y el esfuerzo nos fue acercando a metas desiguales. Nosotros, ingenuos, dispuestos a creer en lo aparente, llegamos al final de la existencia sospechando, sin alcanzar certezas claras. Yo estoy, no obstante, en situación de privilegio, pues con vosotros he agrandado mi experiencia:
*La tarea bien hecha se convierte en suelo firme, poderosa palanca de obras nuevas. *Observando los detalles acabamos viendo el todo. *A quien comparte con los demás sus conocimientos, de peritos recibe las ayudas. *Merece el tránsito la pena si al caminar corregimos los senderos pensando en quien nos sigue”.
Prosigue la averiguación y encuentra Amelia varias cartas dirigidas a Juan, reveladoras de un cariño fácil de intuir, pero desconocido en sus términos concretos. Provienen de colaboradores, proveedores que tuvieron en Juan el interlocutor de la empresa o de meros empleados a quienes extendió su trato amable.
“…me resulta difícil imaginar tu negociado sin ti… Quiero mostrarte mi admiración por tu forma, extensiva e intensiva, de entender el trabajo… Valoramos tu capacidad de comprensión, la flexibilidad humana y la formación profesional. Facultades que, unidas, te han proporcionado importantes logros, aunque tu empresa parezca haberlo olvidado. Cuentas, sin embargo, con inquebrantables adhesiones personales que ni el tiempo, por largo que sea, podrá borrar…,»…este presente es sólo una muestra del agradecimiento interior por habernos comprendido y apoyado, por haber propiciado el nacimiento de la amistad, por dejar fluir sin frenos las vibraciones humanas…”
Conserva el demandante de empleo, unidas en un fajo, contestaciones recibidas de compañías dispares entre sí: desde multinacionales muy nombradas hasta desconocidas de ámbito regional o local. Agradecen unas y otras en términos educados la confianza puesta en ellas a la hora de solicitar trabajo, aunque posponen sine die la posible colaboración. Contiguos, cara y cruz, en el escritorio conviven el pasado esplendoroso y el presente exiguo. Comprende Amelia el amargor del bebedizo que el destino fuerza a tomar al esposo, acíbar, hiel; y ella debe compartirlo.
Junto a las cartas del banco recoge el buzón del portal folletos publicitarios de esmerado diseño y confección compleja, sin duda historiados por verdaderos especialistas. Apelando al orgullo y al egoísmo, refiriéndose a la posición de privilegio que separa del resto de los mortales al escogido ramillete de destinatarios, ofrecen productos caros que han dejado de estar al alcance de la familia: coches de lujo, viviendas de ensueño, vacaciones en los escasos paraísos terrenales aún existentes, tarjetas de crédito sin límite en el gasto. Se nota que el nombre de Juan Frías Blanco no ha sido aún expulsado de la lista de personas instaladas en la cima, dotadas de envidiable poder adquisitivo; será que nadie se ocupa de dar de baja a quienes mudan de situación de la noche a la mañana. Hay un punto de llegada en la lectura de los mensajes, una parada final que coincide con la frase de cierre y el símbolo de la entidad remitente; es la posición que colma el desconcierto despertado en el antiguo ejecutivo; un breve espacio de moderación y cordura, situado a mitad del camino que va de la contrariedad a la complacencia.
Cuando ya teme haber fracasado en el intento de poner bajo la varada barca de Juan el oleaje del arte, descubre la esposa indicios reveladores de que la quilla se mueve. Parece que añadió aceite al candil en el momento oportuno. El característico olor del óleo fresco la lleva al armario en busca de evidencias. Halla trazos inseguros, dibujos ensayados una y otra vez; colores empleados de forma que recuerdan de lejos sus primeros pasos, aquel estilo sobrio logrado en los inicios. Cabe el contento, pues cada vez que inicia una actividad la desarrolla íntegra. “Lo que se empieza se acaba; lo que se hace, se hace bien”: es el lema dirigido a los hijos cuando abandonan o intentan un final anticipado. Espera Amelia, apoyándose en la confianza ciega, que la pintura se encuentre donde el aficionado la dejó, que la destreza haya permanecido larvada y el entusiasmo acechara tácito esta oportunidad.
Mediada la tarde, dirigiendo la tutora el caminar de Juan por el Madrid sosegado: paseos ceñidos de vegetación, remansos de los parques: Glorieta de Carlos V, Paseo del Prado, plaza de Neptuno y barrio de Los Jerónimos; izado de repente a lo alto, cuenta el convaleciente sus deseos, desvela sus cartas. Habla de estudiar, de prepararse, de tomar la iniciativa. Quiere mejorar su inglés; cree que será -ya lo es, dice- el idioma de las relaciones internacionales, de la tecnología, la cultura, la política y los negocios. Piensa entrar de lleno en la informática, convencido de que con esa extensión de conocimientos sus posibilidades laborales crecerán. Sentados en un banco de piedra del Jardín Botánico, rincón de arces y araucarias, lee a la esposa la página cortada de una revista económica de las que Aurora lleva a casa: “El mundo, inmóvil e invariable durante siglos y siglos, despertó del letargo hace unos pocos milenios y ahora acelera el ritmo de su cambio. Avanza improvisando la dirección futura, seleccionando personas y organizaciones con reglas similares a las seguidas en la evolución de las especies, punta de lanza integrada por los individuos mejor dispuestos o más resistentes a la fatiga. Nuestra generación se mueve en un entorno muy distinto al que rodeó su nacimiento; y aquellos de nosotros que no utilicen con agilidad las redes de comunicación electrónica, quienes desconozcan las nuevas tecnologías informáticas o manejen mal los instrumentos de la globalización, poco tendrán que hacer, estarán fuera de juego. La lengua de Shakespeare se universaliza, y quien se limite al conocimiento de cualquier otro idioma, por extendido que se halle, aun el español, se verá aislado en su pequeña o gran aldea.” Queda claro a la esposa que de esa fuente y otras similares bebe Juan la doctrina hecha propia sin filtrar.
Impulso extremo del vaivén que zarandea al parado, su visión anticipa la realidad científica, económica y social que con toda probabilidad se acuartelará sin tardanza en el país. Hasta ahí de acuerdo. Imagina la esposa una charla aplicada a trasladar ese contenido del padre a los hijos; el uno aconsejando erguido sobre su maestría, y los otros admitiendo la orientación, incorporándola a sus nacientes proyectos. Esos modos espera del marido; didáctico lo quiere, disertando con autoridad ante Daniel o Anna acerca de la forma de afrontar el futuro. Mas hablándose a sí mismo en esos términos, la postura deviene inadecuada. Fortalece Amelia ese sentimiento, cuando deriva el ponente hacia las oportunidades brindadas por la diversidad autonómica, haciéndole a ella partícipe de otro de sus proyectos, el de seguir un curso que transforma a legos en asesores fiscales. Se suman, convergiendo en un mismo sujeto, las cargas municipales, las debidas a las autonomías y las correspondientes al estado; distintas en cada comunidad y variables en función de los objetivos buscados o de las directrices de la Unión Europea. Las empresas españolas invierten en el extranjero; Europa y América por supuesto, pero también África y Asia. Aquí llegan de fuera otras muchas para instalar sus fábricas, oficinas y tiendas. Las liquidaciones de impuestos se complicarán y van a ser necesarios miles y miles de asesores, porque un buen estudio, ajustado a los estrictos términos legales, puede ahorrar cantidades insospechadas de dinero.
Alegra a Amelia que Juan conciba planes; sea cual sea su naturaleza suponen un progreso. Pero siente no poder animarle a seguir esa senda, pues habrá de vérselas con jóvenes capacitados para competir y la lucha resultará desequilibrada. Entiende en inglés exposiciones escuetas y, preparándolas, logra articular frases sencillas: Estudió el francés desde segundo de bachillerato hasta el curso preuniversitario, seis años completos, y mantiene charlas ligeras, aunque ignora las particularidades técnicas y empresariales. Debe concentrarse en su área, ya que de ella conoce hasta los entresijos. La alternativa se encuentra en el terreno comercial, campo abonado para las personas experimentadas en cualquier actividad de las relaciones personales, donde, con un corto adiestramiento, dispondrá de permanente oferta de empleo.
Imparable, empujado por una euforia momentánea, lleva Juan su parlamento a la renta derivada de la bolsa; floreciente en la actualidad, con crecimientos que multiplican por cinco los mejores intereses bancarios. Asegura que, habituados los inversores a una inflación apenas existente, la colocación de los ahorros en determinadas acciones o a través de fondos variadísimos, será lo cotidiano. Sugiere esa solución para los ahorros familiares o lamenta haber adquirido un compromiso de diez años sobre el monto de la indemnización; a Amelia no la queda claro, pero su respuesta no se hace esperar: Ya, pero nosotros no somos especuladores. Lo hablaron cuando correspondía, coincidiendo en que se debe ser muy versado y seguir el mercado de valores a diario, para sortear los avatares de la política tornadiza y de la economía fluctuante.
Tras la conversación permanece en la esposa un amargo regusto. Su postura censuradora de entusiasmos puede haber herido la autoestima que trata de restaurar. El involuntario acopio de propósitos derrotados habrá dañado la búsqueda de salida a la crisis interior. Está, pese a ello, Amelia consigo misma: debía proceder de tal manera, porque dar alas a sueños desacertados puede acarrear aún consecuencias peores. El quebranto padecido en la diferida colocación del capital le ha proporcionado, por encima del pesimismo, cautela.
Los razonamientos de Amelia no logran borrar la sombra de tristeza que apaga su rostro, y el abuelo Miguel, que ve crecer la yerba, le da los ánimos de que tan necesitado está él mismo. Deseoso de aventurarse con su amigo Dámaso en los mares que bañan las tierras, en las tierras rodeadas de mar, desespera temiendo que el día de partir no llegue. Promete el anciano entre veras y bromas una de esas singladuras que su mente crea, y conociendo la aversión de Amelia al calor ofrece llevarla a la Antártida, «una tierra cubierta de hielo, sobre la que pasean en raras ocasiones algunos de los animales mejor dotados por la naturaleza para moverse en las aguas gélidas, los pingüinos, aves distinguidas donde las haya, enfundadas de manera permanente en su traje de ceremonia”.
Capítulo XI
Hasta dos semanas después del derrumbe no vuelve el abuelo a vestir la pelliza. A diario lleva una zamarra vieja y descolorida que, en Husillos, su pueblo, cuando estaba en buen uso, constituía elemento de distinción. Su forro de piel de oveja, cálido vellón de merina, la hacía idónea para combatir el crudo invierno de la meseta, evitando de paso la humedad nacida de las arboledas y el río. El exterior cuidado –novedoso tejido de un fuerte tono marrón, disimulada botonadura, cuello y puños rematados en piel- y la elegante apariencia, decían lo justo de un hombre de su importancia social. Al principio sólo la usaba para asistir a la misa de los domingos en el célebre templo de Santa María de la Dehesa Brava, abadía que fue escenario de dos concilios capitales para la Iglesia, de su propio bautizo, de la confirmación y la boda, de las exequias de la esposa. Pero luego, ya hecha a su horma, amplió las oportunidades de lucimiento. Iba a la barbería, donde, entre charla y charla se afeitaba de abono los martes y los sábados, arreglándose el pelo una vez al mes; y a la barbería la llevaba. Visitaba el bar para leer el diario y seguir las diversas partidas de brisca, mus, tute o julepe que se libraban allí; y la llevaba al bar. Merendaba con la cuadrilla en la tahona, sentado junto a los amigos al amor del fuego del horno; y con él iba la zamarra. Iglesia, barbería, bar y tahona componían la corta lista de lugares públicos frecuentados; pues si a última hora recogía a su mujer y a los niños en casa de los suegros, pertenecían éstos a la familia y no tenía necesidad alguna de engalanarse.
De no ser impulsada por la nostalgia, ignora el abuelo a que viene esta disquisición de su mente inquieta; puesto que, en realidad, el empleo de la zamarra se desprende del simple hecho de no tener nada mejor que ponerse. Cuando llegó a la ciudad tras la muerte de su amada Octavia: rodrigón y alcorque, soporte y asidero, compañera de fatigas y madre de sus hijos; Juan, que aún ocupaba el puesto de Director Administrativo en una empresa sólida, le compró la pelliza de los días de fiesta desplazando la antigua a los diarios. Como el domingo anterior hizo malo y permaneció en casa charlando, ayudando en la limpieza y viendo la televisión, hasta pasados quince días cabales desde el percance padecido en la obra, no se pone otra vez la pelliza.
Aceptó sin molestia el abuelo Miguel el raro acontecimiento de quedarse en casa en festivo, ya que en la segunda cadena ponían un documental sobre los viajes de un naturalista británico del siglo XIX. A bordo de un navío recorría América del Sur y las Islas del Pacífico. Hablaba de los habitantes insulares, de su distribución geográfica y de cómo los suponía llegados a los lugares donde él los encontró. Le extrañaba la ausencia de batracios: ranas, sapos, tritones, en la mayoría de las islas diseminadas por los grandes océanos; y elaboraba una teoría cargada de lógica para explicarlo. En definitiva, la excelente película -fotografía y guión bellos y didácticos- entre suaves playas e inaccesibles acantilados, mostraba el mar origen de la vida y la posterior evolución de las diversas especies. Nacimiento, desarrollo, reproducción y muerte, forman círculos que se repiten de manera indefinida siguiendo unas reglas a la par tiernas y desgarradoras. En opinión del abuelo, aún permanece en las personas, por fortuna y desgracia según se mire, mucho de los animales originarios, ternura familiar y tragedia alimenticia, desprecio del débil y predominio del fuerte, del rápido, del habilidoso.
Llegado el momento, con el retraso ya justificado, en el forro de la pelliza todavía descosido -se malicia él, medio en chunga, que una nuera reserva el honor del zurcido a la otra- en el interior abierto del tejido suave encuentra el sobre de material plástico, depositado, ahora lo advierte, en el transcurso de su reciente aventura, cuando hubo de liberar las manos para ocuparlas en la escapada. Puede que la memoria trate de borrar el recuerdo, aún fresco, del apuro pasado en la obra ante el súbito desprendimiento. ¡Qué cabeza la suya!
Cuenta el abuelo seis hojas desunidas y un cuadernillo de diez, que proporcionan al magnífico hallazgo treinta y dos caras de papel satinado. Están escritas a mano -puño y letra de alguien que acumuló mucha práctica- con la tinta azul indeleble de una pluma estilográfica de calidad, pues los trazos tienen matices diferenciados, anchos y finos donde corresponde cada uno en los signos provenientes de la caligrafía. Pese a la envuelta impermeable la humedad penetró por los dobleces, y algunos corros se emborronaron haciéndose en parte ilegibles. Sale en ese momento y apenas las hojea; pero durante toda la mañana, jugando a la rana en La Casa de Campo, no puede ocupar el pensamiento en otra cosa que en la obra del Ministerio, en lo sucedido quince días antes y en los escritos hallados; imaginando toda una serie de hipótesis a cada cual más descabellada. Él, que suele embocar el petaco con facilidad y hacer molinete sin alharacas, no da pie con bola y pone a los compañeros en riesgo de descalabro. No está a lo que debe estar y varios se lo reprochan. Su curiosidad aventurera, sus soñados viajes, se hacen en esos momentos realidad estática; se concretan visibles y palpables, si bien tomando una apariencia sorprendente.
Enterrado en vida a cincuenta metros de profundidad, ¿puede existir destino tan cruel como el a mí reservado?, incapacitado yo para repetir los hechos agradables que guarda mi memoria envueltos en algodón; los mismos que mis ojos miran por dentro en los momentos amargos. He perdido la esperanza de caminar sobre la tierra desnuda en los parajes desérticos, de atravesar la maleza vegetal de las áreas boscosas, de pisar el asfalto indiferente de las ciudades y las baldosas hospitalarias de las casas amigas.
Ha de ser primavera, y deseo sumergirme de nuevo en el agua salobre del mar o en la dulce corriente de los ríos. Quiero tomar en las manos la huidiza arena de la playa, los escurridizos peces que pueblan las aguas someras o profundas. Pero me sé privado del movimiento que puede llevarme de unos lugares a otros con creciente percepción de libertad y de vida; sometiéndome a los recovecos trazados por el camino o marchando recto a través de los campos; doblegando la enhiesta arrogancia de las cañas u hollando la inocencia de la hierba crecida en los prados de altura, pasto estival de vacas y ovejas.
Añoro la estimulante sensación producida por el aire fresco al bañar mi rostro, salobre brisa marina, corriente ábrega. Añoro los múltiples olores de las plantas aromáticas, de la arcilla húmeda, de los jardines floridos, la suave fragancia del ambiente después de la tormenta. Añoro la vistosidad variada de las mariposas, de los insectos encargados de la polinización. Añoro los sonidos del campo nocturno, del agua que baja entre piedras, el canto de las aves, la vocecita de los niños. Añoro los besos de la mujer amada, boca que ataca y se defiende, salitre de la piel. Me sirvo del sueño para repetirlos, imagen mustia, deformada, copia de copia hasta el agotamiento; ignorante de sus iniciales tonos exactos, de sus matices cambiantes, de su exuberante proliferación; naturaleza abierta y horizontes alejados retrasando el momento triste del despertar.
Imagino el cielo impávido y mutable, transparente o azulado, alba, cenit y crepúsculo; que vira del blanco al negro a través del gris, del rosáceo, del rojizo, del violeta, siguiendo las fluctuaciones de su temperamento. Fantaseo con las cambiantes formas de las nubes: finísimas hilachas, esponjosos vellones, muelles lechos de algodón, paisajes árticos. Restablezco, duermevela o letargo, el universo entero en su sitio, espacio interminable poblado de estrellas vacías alejándose unas de otras a enorme velocidad. Dibujo la incomprensible vida exterior, profunda y ancha, misteriosa y clara; animales y personas que se agitan sin aparente sentido, plantas quietas, piedras insensibles que todo lo soportan.
Deseo el tacto de la piel amiga, entregada; de unas trenzas de cabellos rubios, de la cascada de finísimas hebras de un negro azabache resbalando entre mis dedos. Qué lejos estoy de escuchar una voz amada, hija, esposa o madre, una palabra amiga refugiada en mis oídos; qué lejos del chocar del agua en el torrente, de un vagido en el establo, del repicar de una campana. Qué apartado me siento de la mágica visión de los amaneceres marinos, de las delicadas sonrisas promisorias. ¿Puede existir destino más cruel que el de quien, como yo, entrevé un futuro cerrado a la esperanza?
Tanto obsesionan al abuelo los papeles, que anticipa su vuelta cuarenta minutos sobre la hora usual de la comida y cerrado en su habitación se dedica a revisarlos. Las primeras hojas pueden considerarse inútiles, y datos como la fecha o el planteamiento inicial, las descripciones que fijan la acción al tiempo y al espacio, emborronados, se ignorarán siempre. El dramatismo de los primeros párrafos legibles, sin embargo, promete un alto interés implícito en lo salvado.
Caprichos del azar: soy un pobre hombre libre, y comparto con mi enemigo una cripta costosísima, cuyo dispendio obligó a retrasar la construcción de la clínica La Paz. Representa mi compañero de exilio lo que yo rechazo desde que el hombre se agrupó en torno a las creencias. Ocupamos ambos el albergue sellado, el recinto hermético previsto para un menester inútil: la supervivencia entre los restos de la mortandad. Ridiculez enfermiza, megalomanía de quien presume necesaria su vida cuando las demás declinan. Desatino del que se cree semilla de una nueva especie superviviente, padre de padres, cuidador de cuidadores, providencia puesta por el Cielo para preservar al país y a sus gentes de las mayores desgracias; guía de niños iletrados, de adultos ciegos, de ancianos impedidos; enemigo de mis amigos y mi perdición.
Es consciente el abuelo de la importancia del documento encontrado, por lo que decide transcribirlo palabra a palabra, trazo a trazo -deduciendo, interpretando, supliendo- en una copia de seguridad.
Esta misma crítica hecha al General, jefe supremo de los ejércitos victoriosos, convertido en dictador por la gracia de la divinidad a tenor del lema gravado en las monedas que avala su efigie; esta censura y reproche pronunciados en un mal día, en un momento inoportuno, me condenaron al ostracismo. A mí, a quien toleraba la discrepancia; a mí, a quien pedía el desacuerdo; de quien esperaba razones fundadas en el punto de vista enfrentado. Hacía excepción, seguramente, porque en su prolongada autocracia no encontró una inteligencia que le diera el pensamiento contrapuesto a las razones oficiales. ¿Cómo sabría, de no ser así, contra qué argumentos enfrentaba los suyos? ¿Cómo inferir, en otro caso, qué opiniones eran merecedoras de persecución? Llegué a creerme Ministro de la Disidencia, y me hice imprimir tarjetas con ese título para repartirlas en recepciones de alto nivel. Mandatarios extranjeros, interesados por turbias razones, economía escondida detrás de la política, en suavizar la realidad con apariencias suaves, las llevan en su cartera para probar que la tolerancia anida en el Régimen. Ve en ello la oposición clandestina una muestra de debilidad, indicios de que la tenaza se afloja y el Movimiento preludia una lenta transformación decadente, situándonos, de hecho, ante el principio del desenlace, en el inicio de un largo y sinuoso tramo final, fucilazos vistos desde el interior del túnel.
Tras dos llamadas desatendidas apremian al abuelo para que acuda a la mesa, así que interrumpiendo la lectura recoge en dos movimientos su improvisado escritorio. Vacila sobre el cobijo apropiado que ha de dar al hallazgo, redil donde el lobo no entre. La zamarra está ya en las últimas, pues al final, tanto la vistió en la solana como buscando setas por las laderas de la Cuesta, campo de Valdepero; así que mangas y pechera se muestran raídas del continuo roce. Ha ido amoldándose a su forma y, aun gastada, se encuentra cómodo cobijado en ella. Posee, por añadidura, un disimulado bolso interior; y en él, a modo de caja de seguridad, oculta el valioso legajo sacado de la pelliza nueva; no sea el caso que, para lo malo, quieran coser forro y guata y descubran su tesoro o sin percibirlo lo sellen.
Hay pollo, cuya abstinencia es la única manía que se permite, conocida y tolerada en las dos casas; ave que Irene, la esposa de Miguel, sustituye en el plato del abuelo por un pescado a la plancha, pálido e insípido. Tonterías, ganas de quejarse, venganza por haberlo sacado de la apasionante investigación, murmuraciones de viejo cerril. En verdad sucede que tanto un hijo como el otro lo tratan a cuerpo de rey. Las nueras, en permanente rivalidad, buscan sus palabras de alabanza tras cada permanencia. Él se sabe dueño de la situación con el límite de la toma de partido. Mientras permanezca neutral y de su boca no salgan cotejos que supongan confrontación o preferencia; en tanto sus labios alumbren discretos elogios distribuidos con justicia, se librará de tropiezos. Merecidas, entiéndase, las lisonjas; ¿quién no es acreedor de ellas en algún momento? Eso sí, cumplidos los treinta días, el uno o el veintitrés, sea el mes que sea, sale el anciano de un domicilio, bajo la canícula o sobre la nieve, camino del otro. El sentido de la justicia y del equilibrio es tan acusado en la familia, que siendo de diferente duración los meses zanjaron la cuestión con los treinta días cabales que ahora rigen. Escoge un plátano del frutero, porque domina la técnica de abrir su funda con cuchillo y tenedor; lo devora en un santiamén y musitando un pretexto cualquiera que ni siquiera escucha vuelve a la lectura.
Dos veces al año, de ordinario a principio de octubre y finales de marzo, descendíamos al infierno. Hablo en pasado y por desgracia quizá ese sea el modo debido. En este espacio, frío y aséptico como un quirófano, dábamos cuerpo a las líneas políticas semestrales que días después eran trasladadas por vía jerárquica a la extensa pirámide de obediencia ciega. Bajábamos al centro de la tierra armados de abultadas carteras, cuyos vientres se nutren con documentos elaborados por los subsecretarios; informes y propuestas que de conocerse en todo su contenido alterarían el precio de las cosas y son, por tanto, confidenciales. Negocios de afines que siempre se han dado y siempre se darán, filtraciones interesadas: cuatro palabras dichas al oído en el momento oportuno y se produce la ganancia inmediata. Caminábamos en sospechosa hilera informal; delante, los ministros y la Gran Autoridad civil y militar, Jefe de Estado y de Gobierno. A la zaga, como perros falderos, en calidad de observadores invitados, nosotros; el responsable de la Alta Seguridad, espía, traidor, mercenario, terrorista, perjuro y torturador; y el curioso personaje que yo represento, sin clara determinación entre bufón y juglar, loco y sabio, curandero y experto futurólogo; único miembro tolerado del desacuerdo. En el silencio de la construcción estanca resuenan aún los pasos con solemne redoble de tacos; eco de los ecos, mi oído los encuentra en la cabeza.
Traíamos el propósito de elaborar los Presupuestos del Estado, compleja nivelación que tengo muy aprendida. Se dan dos fases simétricas; una primera fluye de abajo hacia arriba, y utiliza una red similar a la hídrica. Las necesidades de las Secciones, veneros ciertos, se comunican a los Servicios, verdaderos arroyos, y así, ríos afluentes y principales, se unen las previsiones de gasto de cada uno de los Ministerios, ebros, dueros y tajos, que dirigen sus peticiones a la mar océana, Máxima Autoridad Civil y Militar. En su petulancia al dictador le complacería el símil, estoy convencido.
Como dinero y poder son la misma cosa para los burócratas, y cada responsable de área desea incrementar su influencia, la suma resultante siempre es desorbitada. Se produce entonces la correspondiente reducción, la poda emocional donde la lógica no tiene cabida. Ya no es la realidad la referencia, la personalidad del solicitante, su situación relativa en el momentáneo aprecio del Jefe Supremo, marcan el total conseguido. Es entonces cuando entra en funcionamiento la segunda red, la semejante al Sistema Nervioso, Central y Periférico. Siendo la Máxima Autoridad el Encéfalo, le halagaría la comparación según creo; fija las cuantías reservadas a los Ministros para llevar a efecto la gestión confiada. Ellos, solemnes, de regreso a las sedes, portan el recorte en sus encogidas carteras; y en días sucesivos los trasladan a las Secretarías, verdadera médula espinal del sistema; llegando mediante impulsos a las Direcciones Generales, y de ellas, nervios y ganglios, hasta las Secciones, células nerviosas o neuronas. Así sucede; como en la urdimbre fibrosa que transporta mandatos de comportamiento hasta los últimos rincones del organismo. No era la ardua tarea de cercenar las aspiraciones de crecimiento presupuestario la única desarrollada aquí abajo; nuestra estancia debía servir al mismo tiempo, de ensayo para el supuesto improbable de una emergencia nuclear…
Al abordar este punto se produce un corte; no una falta de comprensión por lo desvaído de la tinta, sino una ruptura en la pura literalidad de la expresión. Acaso el escribano abandonó su tarea de improviso, próximo ya al final de una frase, al cierre de una plana; y al reiniciar la tarea, ignorándolo, comenzó en la siguiente. Examina el abuelo el resto de las hojas, pero nada, ningún enlace abre la continuidad perseguida; así que sale con los demás a ver que ocupación entretiene su ocio y a oír lo que cuentan. De paso, descansa; porque su letra es muy elaborada y trabajosa, pues ha practicado poco la escritura desde que a la muerte de doña Regina, la señora, abandonó su puesto de apoderado y se hizo labrador de las tierras recibidas de ella en herencia, suficientes para salir adelante con cuantiosos agobios. Más tarde, los secretarios le evitaron el ejercicio, tanto en la etapa de alcalde como en la de presidente de la Hermandad. Y por si fuera poco, negándose a pertenecer a la Comisión Calificadora de Tierras cuando lo de la Concentración Parcelaria, cerrándose en banda ante el nombramiento de los demás labradores, perdió la última oportunidad de prolongar la costumbre. Pues en eso sí que se escribía: números y letras, anotaciones que fijaban a los distintos pagos del término municipal propiedades de toda la vida. Heredadas o adquiridas por compra, labradas, sembradas y cosechadas decenas de veces, repletas de las emociones puestas en ellas por el dueño desde que el recuerdo aporta confusa información, trascendían del reino mineral al animal, para ser equiparadas a las mulas o a las ovejas. La Comisión había de asignarles un valor, por lo general mermado a los ojos del propietario, y reuniendo las tierras salpicadas aquí y allá, las adjudicaba a otro en forma de parcelas mayores, vaciadas de apego, situadas en pagos menos conocidos. Los planos aparecían copiosos de piezas encajadas como en un rompecabezas, unidas las unas a las otras a modo de sábanas, camisas, pantalones y faldas, prendas de distinta forma y condición tendidas sobre la alfombra verde de los prados, puestas a secar en la ribera por las amas de casa y sus hijas. En semejante servicio resultaba inevitable encararse con medio pueblo; y declinó la propuesta de los que veían en él la equidad personificada. No quiso ser juez de intereses y cariños, no accedió a penetrar en el alma íntima de las personas y tampoco en esa oportunidad manejó la pluma o el lápiz. De modo que el dibujo de su letra, lejos ya de los ejercicios de caligrafía escolares, es irregular, forzado, propenso a los errores de orden, al trastrueque de unas sílabas con otras en algunas palabras, y lo agota. Debe estar pendiente de cada rasgo, manteniendo firme la muñeca, deslizándola sobre el cuaderno sin modificar el ritmo y la cadencia, puestos el pensamiento y la atención en el conjunto, en la idea, y en las partes que la conforman. Así que no viene mal una breve pausa, suficiente para liberar su cabeza de tensiones y evitar que siga dando vueltas al contenido del descubrimiento.
Capítulo XII
Puesta a reconocer los méritos de Víctor, considera Amelia que el mayor corresponde al haber conseguido la reconciliación de Juan con los hechos que llevaron a la muerte a su hijo Miguel y, por tanto, amigo del alma, con el propio Víctor, conductor del automóvil, pesaroso y mil veces arrepentido de su distracción, a quien, en lo íntimo, culpaba el padre del accidente. Prueba del arreglo es que pueden llevar sin herirse una conversación acerca de aquel lamentable suceso. Con mejor intención que resultados, trata el muchacho de restablecer el equilibrio maltrecho, intentando que sea el propio enfermo quien ordene las piezas desencajadas; pues según su experta opinión acreditada por un título universitario y varios diplomas, nadie puede ayudarlo, metido en la hondura, sino la palanca de una fuerte voluntad de mejora. Ha de llegar a la conciencia plena de la realidad; escenario y atmósfera de los hechos que Víctor describe heterogéneos, formados por elementos múltiples, entramado de consecuencias y causas, amplia gama de matices, permanente movilidad desde áreas oscuras a otras expuestas al sol de medio día. Sólo así, aceptando la relatividad de su posición, recuperará la autoestima y podrá liberar la enorme fuerza que lleva dentro, suficiente para mover montañas como es sabido. Avanzan, porque aunque sea de manera tangencial, sus charlas abordan la penosa situación; aproximándose tímidas al despido tras pasar por materias tan alejadas como la poesía de la tierra gallega, patria entera y verdadera del terapeuta, desgarrada y dulce. En particular la extraída de lo profundo del corazón humano por la pluma de su paisano Celso Emilio Ferreiro. Recita Víctor el poema “Longa Noite de Pedra,” que da título al libro de 1962; lo desgrana emotivo y delicado, interpretando ese hondo pesar que viene de antiguo y de lejos. Se desliza luego, como sin querer, a González-Pondal, a Curros Enríquez y a Rosalía; y desde esa atalaya a la humana naturaleza y al sufrimiento y goce de las personas.
Regala Víctor a su paciente un libro chocante, “La mirada interna”, un manual de autoayuda poco ortodoxo pero que ha entusiasmado al entendido. Lee Juan en el prólogo, que escrito a pluma y fotocopiado dio la vuelta al mundo hasta editarse vertido a los principales idiomas. De autor desconocido en el inicio de su andadura, se atribuye por último a alguien llamado Silo. De seguir los dictados prescritos estará el convaleciente en condiciones de dar sentido a su vida; se llenará de contento, amará a la naturaleza, a la entera humanidad y a sí mismo. Podrá olvidarse de los sacrificios, se liberará del sentimiento de culpabilidad y perderá el temor al futuro. No enfrentará el hoy al mañana, ni lo temporal con lo permanente, y aprenderá a ver en la oscuridad de su alacena interior las soluciones dormidas, válidas para todos los problemas. Bien, es sencillo y agradable, lo lee al trote, acepta muchas de sus propuestas y una vez hechas suyas sigue ignorando como modificar la visión negativa de lo que sucede a su alrededor, el modo en que se hace lo que se ha de hacer cuando no se puede. Está Juan justo donde estaba, en la misma cota, convencido de que debe cambiar, conocedor de algunas recetas e incapaz de conseguir que la reacción se produzca. Hay en su mente algún conflicto sin resolver, algún laberinto asentado a medio camino de lo emotivo y lo racional, culpable de la obstrucción del puente invisible que los une. A veces no recuerda si tomó o no postre en la comida recién acabada, si la pastilla uno va antes que la tres y después de la dos o la cuatro; y su humor se ensombrece en esas ocasiones cada vez más frecuentes. El reconocimiento de las dificultades es el principio de su solución, aseguran Víctor y sus sesudos tratados; lo cree así Juan, pero los inicios requieren continuidad y Juan no sabe darla.
Los días presentes llegan imperturbables cuando no hostiles; enfilados, calzando botas, marcando el paso, ajenos al sentimiento, insensibles. Sucede así hasta que los andaluces Domingo y Paquita se interesan por Juan. Ellos, sirviéndose de una llamada telefónica, rompen la inercia en pedazos. Forman un matrimonio bien articulado, y ambos muestran arraigada la virtud de la amistad. Les une a Juan una camaradería que cuenta veinte años al menos. Llama Jorge, el coruñés; un buen muchacho que sabiendo adonde va camina sin desasosiegos. Llama Joan, catalán de origen murciano, cumpliendo una promesa que el desmemoriado Juan no recordaba. Jesús, navarro errante, a quien la religión marca un camino empinado que acepta con recelo. Nacho Díez, amigo del alma y ejemplo de hombre sabio, capaz de abandonar sus obligaciones laborales a edad temprana, con el laudable fin de vivir una vida sin otros compromisos que los deseados. Y el valenciano Eugenio, un soñador, un poeta atrapado en los proyectos sucesivos, alejado ya y alejándose aún de los sueños, de los poemas, de su auténtica vocación. Personas, todas ellas, situadas al lado del compañerismo y el entendimiento. Una caja de mangas -variedad femenina de los tropicales mangos, de mayor tamaño y finura, plenas de sabor, dotadas de notable aroma- le traen de Canarias Lamesón y Ranz, pues conocen su debilidad por esa fruta. Creyéndose olvidado elaboró Juan una estrategia de borrón y cuenta nueva, que los afables gestos, en cierta medida, desarman.
De repente se lanza a la calle como si fuera cuesta abajo en los dos sentidos; ya no se trata de subir a la cima sino de bajar a la base. Desciende a grandes zancadas golpeando los llamadores de ambas orillas, la mano de carne y hueso puesta en las férreas manos que sujetan una bola de hierro. Reclama la atención de amigos y conocidos sobre su condición de disponible. Mantiene entrevistas cordiales con algunos; otros han corrido su misma suerte. Una nueva energía lo invade; no se rinde aún; es muy posible que cerca de él espere el futuro sentado en un banco de madera recién barnizada, lector concentrado en bellísimos versos, en firmes relatos de lo cotidiano.
Se va haciendo tarde, ha recorrido Juan cuatro gabinetes de contratación de ejecutivos y regresa a casa dispuesto a comer en abundancia. Entonces sucede: al dejar la calle Gutenberg para entrar en la avenida de la Ciudad de Barcelona, se da de bruces con Castaño. Vicente Castaño es el director general y principal accionista de una empresa de cobros que contrató Juan y recomendó a varios colegas, a pesar de que Vicente y su socio estaban empezando y no eran nadie. Daban crédito al cliente, señor Frías, el empeño puesto en prosperar por los nuevos empresarios, la tenacidad de la dedicación y su confianza en lo venidero. Castaño y Juan trabajaron juntos un día y otro, codo con codo hasta entrada la noche. En miles de millones está hoy valorado su patrimonio. Pues bien, se lo encuentra Juan de sopetón, lo saluda, y el acaudalado acusa recibo de la carta de despedida tras justificarse por no haber contestado a las dos últimas llamadas. Mantiene la promesa de ponerse en contacto con el despojado de ocupación, y es que sigue pensando -miente otra vez como un bribón, lo sabe y es consciente de que el interlocutor se da cuenta de su falsedad- cree aún, alarga la mentira, que son reales las posibilidades de establecer cualquier forma de acuerdo laboral beneficioso para ambos. Su actuación, despilfarradora de palabras, representa un añadido en el cotidiano teatro de las conveniencias, responsable de empobrecer las relaciones humanas.
Por suerte conoce Juan la naturaleza acomodaticia e interesada del nutrido grupo de personas al que pertenece Castaño; aunque contrapone a sus malos modos la actitud abierta y sincera de otros, indiferentes a los cambios de posición y a los beneficios que la relación otorgue. Acepta del amigo y del refractario lo que tienen a bien dar, abrazo o bofetada, pues es posible que ambos le estén dando todo su caudal.
Mediado de esperanza queda citado con Manolo, antiguo compañero de oficina puesto por su cuenta en el mundo de las Artes Gráficas, y hoy gerente de una sociedad editora. Lo acoge en el vestíbulo y lo lleva con él a su despacho. Pudo ser ayer cuando lo vio Juan por última vez, porque no precisa ninguna corrección el retrato que guarda la memoria. El mismo rostro distendido y sonriente, aquella voz pausada, el ademán tranquilo de entonces. Usando un tono amable desgrana el relato de su trayectoria empresarial y, sin preocupación aparente por el transcurrir del tiempo, enumera sus quehaceres. El potencial empleador envidia al parado la oportunidad de iniciar ocupaciones largo tiempo deseadas; tópico generalizado entre los interlocutores compasivos. Tratan ambos de establecer un espacio común, punto de encuentro de las necesidades de colaboración y las facultades desarrolladas, donde Juan sea pieza concordante. Las circunstancias dirigen la búsqueda hacia el mero suministro de clientes. Ciertos organismos públicos: ayuntamientos, presidencias de las distintas autonomías, ministerios, consejerías y direcciones generales, necesitan difundir sus logros en las áreas de turismo, medio ambiente, comunicaciones, empleo etc. En la hipótesis planteada, el aspirante debe esbozar contenidos periodísticos que interesen a las diversas Administraciones, presentarlos a los responsables y conseguir el encargo de difundirlos. Se ofrece Manolo a publicar los reportajes en los diversos medios y soportes, a financiarlos incluso, conocedor de la demora en el pago que, causada por su compleja estructura, caracteriza a las corporaciones públicas. Duda Juan, recapacita, y aunque no es lo que busca, viendo al antiguo compañero deseoso de abrirle una puerta, queda agradecido.
Aún húmeda la tinta de los Suplementos Dominicales, en las páginas correspondientes a las Ofertas de Empleo selecciona los anuncios acordes con su perfil, adapta el currículo a cada solicitud y acompaña una fotografía, lo pidan o no, convencido de su porte cuidado, de su armónico aspecto: boca chiquita, nariz redondeada, frente amplia, piel surcada por unas pocas arrugas, pelo a la espera del gris. Caminando durante media hora lleva las cartas a la Central de Correos; de esa manera llegan antes, disminuyen las posibilidades de extravío y ejercita los músculos necesitados de actividad. Está Juan en trance de convertirse en un conocedor del mercado laboral para personas mayores, las que buscan el último empleo, su postrera plaza, la tabla de salvación, el clavo ardiendo. A su juicio, sólo dos áreas pueden aceptarlos: inversión o venta. La primera crea o compra un puesto de trabajo ya existente poniendo en juego los ahorros, hipotecando el porvenir; se ciñe la segunda a elementos muy limitados: libros, vivienda o seguros. En ambas ha de conocerse el terreno transitado, manigua o desierto, selva o tundra, si se pretende alguna garantía.
“Firma europea dedicada a la asesoría de empresas en régimen de franquicia, busca economista para coordinador nacional.” Viene a Juan esta petición como anillo al dedo; hasta el punto de creerla redactada pensando en sus particularidades a modo de patrón. Analiza el anuncio palabra por palabra, línea a línea hasta estar seguro de entender sin equívocos su interesante contenido; y estudia luego el modo de presentar la candidatura. Da curso al ofrecimiento la carta genérica una vez amoldada al objeto perseguido. Veinte días más tarde, una voz de mujer, llegada del cielo sin duda, pide su participación en la fase final del proceso de selección. El optimismo crece hasta cotas insospechadas; de nuevo se siente halcón desplegando sus alas por encima de los montes. Sonríe la vida mostrando el rostro amable: la crisis económica no deja de ser una verdad parcial, y los buenos, alcancen o no cualquier hipotético edén posterior, obtienen su merecido en la vida presente. Esclarecida y ofuscada por la ilusión, sobre los hombros pujantes se asienta la testa analítica.
Siete personas de cuarenta y uno a cincuenta y dos años -de los que Juan es el mayor- bien presentados, se sientan en semicírculo alrededor de una mesa. Observan con interés científico, próximo a la disección, la actitud y la aptitud de los otros. El tanteo de los recursos de cada competidor los toma íntegros, los absorbe por completo; llevando a cabo el ejercicio con un sentido de la competencia casi animal, de fieras al acecho de una pieza, de machos dispuestos a todo por el predominio del territorio o por la conquista de una hembra receptiva.
El convocador, pelo largo, blanco; luenga barba, nívea; con aspecto de profeta hasta en su tierra, les da la enhorabuena: «Se recibieron dos mil trescientas veinte cartas pertenecientes a otros tantos candidatos; de entre ellos hemos seleccionado a siete: los mejores, los verdaderamente afines al proyecto, vosotros». Conscientes de haber entrado en el Olimpo, tras llevar a último término el hecho incuestionable de que aún son competidores, con una franca sonrisa se felicitan entre sí. Sólo uno será Coordinador Nacional, uno solo; pero qué importa, la gloria pertenece a todos.
La empresa, equipo multinacional y multidisciplinar, investiga procesos de comunicación pedagógica con distintos enfoques económicos y financieros. Se ayuda del diseño gráfico, de la producción audiovisual y de una música concebida para estimular la concentración. Los resultantes Cursos Integrados se ponen al servicio de la formación de altos ejecutivos, gerentes, consejeros delegados, directores. La sede, desde hace unos meses, está situada en Amsterdam; allí se mueven en su medio natural algunos grupos, como los informáticos, individuos que abandonaron París por su necesidad de navegar, cuando descubrieron que el Sena, pese a la anchura y profundidad de su corriente, carecía de resuelto oleaje.
Terminada la reunión de bienvenida, útil para ubicar a los siete respecto a la organización y sus pretensiones -cuadro pintado a brochazos groseros con un pincel muy fino, sedoso pelo de marta cibelina- son llamados uno a uno con la idea de introducirlos en la práctica. En la primera sesión de trabajo ve, oye, toca, huele y hasta gusta Juan las partes diferenciadas de servicio y producto que entraña la propuesta; el entendimiento despierto y su enorme interés lo sitúan en la esencia del programa. Entonces ocurre, el profeta se lo dice con su palabra forjada en las arengas civiles: dada su capacidad, su trayectoria y relaciones, resulta Juan ser el tapado. Alguna objeción tendrán que oponer los demás socios y el presidente de turno, pero las opiniones de los colegas suelen seguir los senderos que el barbudo abre. En otras dos sesiones el seleccionado domina el intríngulis del meollo, el meollo del intríngulis, de forma que está capacitado a los ojos de quien juzga, para exponer, él solito, las favorables circunstancias de la franquicia a un interesado que la publicidad ha seducido. Ignora Juan si su voz y sus gestos desarrollan una mentida función de teatro o exponen la verdad imperante, pero se empeña en convencer y lo hace; hasta él mismo se convence. La normativa desarrollada se reduce a la imprescindible; respetan los promotores, dentro de unos límites amplios, los modos de hacer de cada uno; no cobran patentes de zona propiamente dichas, la inversión exigida es mesurada y, desde el primer momento, se gana mucho dinero.
Unos días después, a través del correo electrónico, desde Ámsterdam llegan nuevas que sorprenden el escaldado candor de Juan. Dividido el país en siete cantones exclusivos, los siete candidatos caben en él: existen, pues, siete tapados que creyéndose únicos descubren de repente a los otros seis. Pero cuidado, no hay tal: dice el seleccionador. “Parece lógico que quien está llamado a coordinar a los franquiciados del país, tenga en su haber esa misma experiencia. Cada seleccionado recibirá la responsabilidad de una zona, y en tan sólo medio año, aspectos cuantitativos y cualitativos, tales como el número de adjudicaciones, su grado de complacencia, la idoneidad de la organización adoptada, el montante de lo facturado y los beneficios, señalarán al único y verdadero señor de la empresa en España”.
El río de la selección, tras los tortuosos meandros seguidos, llega al arenoso llano y desarropa su auténtica naturaleza, la correspondiente a una franquicia preñada de inconvenientes, pues está en los inicios y carece de imagen. El escaso éxito obtenido empuja a los responsables de la empresa a utilizar esos subterfugios. Lo han comprobado, persiguiendo el señuelo del coordinador crece el número de aspirantes. La carrera abierta hacia el nombramiento sitúa en primera línea a los despedidos, quienes recibieron una substanciosa indemnización compensatoria, acumularon considerable experiencia y poseen una valiosa red de contactos en los medios empresariales. Convencidos los candidatos de la bondad del método, los hay que mudan de parecer y tras abandonar los prejuicios aceptan la fórmula ofrecida. No es el caso de Juan, quien al dejar la oficina musita entre dientes: Con su pan se lo coman.
Cuando cesa la actividad profesional y no se encuentra modo de suplirla, la sensación que agobia es la de ser diferente; uno y los de alrededor, dos ínsulas dispares: enorme y minúscula, fértil y árida, poblada y sola. La extendida tendencia a dividir el mundo por el plano diametral, se exacerba; una mitad la pueblan los seres que poseen un puesto de trabajo, y la otra quienes carecen de ese capital: los disminuidos, los incompletos, los parias. Juan nunca se sintió parte de la porción en desventaja, y comprende ahora lo que hubiera padecido de no superar en los inicios su manquedad. En la situación presente, estribándose en el callo desarrollado por tal práctica, punto de apoyo de su imaginaria pértiga, será capaz de saltar sobre la profunda zanja desde la orilla inestable a la firme.
Solicita un curso de capacitación al organismo responsable de esos menesteres, tratando de añadir tierra seca a su cenagal. La lista, que incluye la formación del semestre, ocupa varias páginas hueras de utilidad. En realidad, no hay donde escoger, admite el encargado, persona favorecida por una aptitud amable que de no ser sincera ha de estar bien ensayada, ya que oculta el tedio producido por la rutina. Teme Juan a la rutina por lo mismo que huye de la indiferencia. La inercia está a un paso de la maestría, de la perfección, y no lo da porque el desinterés la pierde. Tras unas preguntas sobre sus estudios, el funcionario, perseguidor sin reservas de la eficacia, le ofrece un cursillo para licenciados: teoría y práctica que forman profesionales de la Radiodifusión. Puede que la facilidad de palabra exhibida en las múltiples charlas del Director Administrativo tenga posibilidad de desarrollo; de modo que se ilusiona con la oportunidad y acepta gozoso. En su casa llenan enseguida el cántaro de leche, y se van al mercado proyectando pesados castillos sobre nubes etéreas; por lo que, entusiasmado con la posibilidad de dar rienda suelta a su fácil palique, se sueña moderando tertulias y debates.
Ha de someterse, claro está, a un examen previo; trance que no lo acobarda. Mas distribuido el cuestionario, se sorprende al ver que mide los conocimientos de la actividad en lugar del interés por la materia y la capacidad de aprendizaje. Compite con solicitantes recién licenciados en Ciencias de la Información, rama de Periodismo, a los que el tiempo no ha dado ocasión de olvidar las lecciones. Así y todo, se sitúa en el puesto vigésimo tercero de cincuenta y cuatro peticionarios. Podía haber quedado detrás del penúltimo sin mayores inconvenientes, ya que son veintiuna las plazas disponibles. Meros comparsas se sienten los que por edad distan de las aulas donde esos estudios se imparten; y en tales términos lo denuncian al negociado promotor, cuyo jefe aporta la cordura: Consigue más provecho la inversión cuando desarrolla facultades jóvenes. Daña a Juan que la sociedad exaltara hace un siglo la madurez y ahora la postergue; pero se ve en su hijo Daniel y acepta satisfecho la parcialidad. No obstante, siente lástima de sí, y el pesimismo lo empuja sin miramientos hacia el rincón de la nostalgia.
Acaecidos los sucesos cotidianos, el desorientado Juan los sitúa en lugares remotos o en un tiempo ido hace décadas. Formando una cadena de enlaces difusos y extremos borrados, los relaciona con recuerdos que los primeros despiertan, y le domina la sensación de ocupar el mirador del abuelo Miguel, refugiado en la casa de un hijo o en la del otro, desde donde la vida se ve tan gastada que no presenta matices. En ocasiones, raras pero perturbadoras, le falla la memoria durante la conversación; y con los fragmentos perdidos en lagunas viscosas, con los jirones desprendidos de la niebla madre -recobrados tras mucho esfuerzo por un mecanismo de contraste o similitud- construye otro discurso ajeno o propio, a todas luces surrealista. Eligiendo los momentos inoportunos para interrumpir el avance de la disertación, vuelve la retentiva rota y enlaza con la pasada, en un retroceso descabellado que causa problemas de entendimiento a los interlocutores.
La pintura -cuya práctica, si ha de venir, vendrá en detrimento del sueño- puede convertirse en válvula de escape del círculo que lo aprisiona. Víctor se explica: “Poner el empeño en resolver los problemas técnicos presentados, le ayudará a normalizar su proceso mental, acercándolo a la coherencia lógica y a una valoración objetiva de los sucesos. Mejorará por añadidura el aprecio de su valía; y los logros, si los hay, afianzarán las posiciones conquistadas”. Teoría de una sencillez extrema que la práctica –lo sabe bien Amelia- altera, alarga y embrolla.
Atendiendo al deseo de la esposa poco a poco regresa el convaleciente a los lienzos. Los promotores del retorno pretenden que los ojos tristes, dejando de mirar al vacío, vean y expliquen al cerebro el paisaje abarcado, noche estrellada o día lluvioso. Buscan que la cabeza aturdida piense y mueva las manos quietas, que las manos hagan y la cabeza aprecie lo hecho y se sienta orgullosa de ellas. Pues bien, cobaya Juan al servicio de las teorías, trasnochando o madrugando se acerca un palmo cada día al bastidor. Palpó el tejido en un primer intento –urdimbre y trama en estrecho abrazo- deslizó los dedos sobre los hilos desnudos del dorso, sobre la satinada mezcla que cubre el anverso -cola de conejo y carbonato cálcico- comprobó la resistencia del marco y se dijo: “Imposible, soy incapaz. El fabricante consigue fijar a la tela un blanco impoluto, homogéneo, perfecto; cualquier intento mío por mejorarlo está condenado al fracaso”.
Ni la física de los colores obedecía. Por eso volvió sobre los principios de una técnica convertida en muro donde la buena voluntad estrella su empuje. Lo va experimentando en sucesivos ensayos: el contenido albo del tubo tiene propiedades dinámicas, está vivo; lo libera el aprendiz de su prisión, lo toma en los dedos y de él hace ungüento mágico que ilumina los tonos oscuros. El negro le descubre matices de su ser íntegro que tenía olvidados. El carboncillo perfila, sugiere, representa; es la piqueta que fragmenta la losa obstructora de la entrada. Algún bosquejo de paisaje marino, algún bodegón de frutas sobre la mesa, jarrones repletos de flores, jarras y vasos de agua o de vino, pedazos de pan y queso. Sin pretenderlo imita los procedimientos de su primera etapa; pero los temas son otros.
Las prácticas de dibujo y pintura desarman el resorte que tensa su interior desde el nefasto ocho de diciembre. Persigue Juan mejoras en cada nuevo intento, formas y colores que parecen eclipsarse cuando trata de forzarlos. Le gustaría dominar el giro de la mano y las trayectorias rectas, para que los trazos largos no necesitasen corrección. Debido a su comportamiento inestable, exagera; asciende con facilidad a la alta cumbre desde la profunda sima; y sin estar ni de lejos satisfecho de las pruebas, ya tiene intención de reflejar a Amelia: interior y exterior, fondo y forma, mujer antes que madre y esposa. Sirviéndose a guisa de modelo de una fotografía reciente, de composición equilibrada, la pintará a hurtadillas; y si el cuadro queda presentable será su regalo de cumpleaños. Es consciente de la complejidad del proyecto, aunque faltan unos meses y está convencido de poder lograrlo en su transcurso.
No se rinde. A pesar de las frecuentes respuestas negativas, sigue enviando su candidatura a los puestos ofrecidos en los anuncios de empleo. Al principio todas las piezas eran suyas; verlas recorrer los campos o cruzar el cielo equivalía a cargar la escopeta y disparar. Concurría a las diversas selecciones presumiendo -sin petulancia alguna, es cierto- que en cuanto se percataran de su magnífico bagaje profesional le darían el puesto ofrecido u otro más acorde. Hoy día, por contra, es selectivo; aunque si las facultades solicitadas coinciden con las suyas, se postula con independencia de la edad puesta en ellos a modo de aduana. Desconfía de obtener respuesta, pero nadie podrá reprocharle no haber abordado cualquier posibilidad.
Tan alto grado de deterioro social origina la falta de trabajo en el país -casi tres millones de obreros sin empleo, setecientos mil de ellos mayores de cuarenta años- que nacen publicaciones específicas. En una revista dirigida a los desempleados, llevada a casa de sus padres por Aurora -al tanto ella de los lanzamientos editoriales debido a su empleo- lee Juan las ideas recogidas en dos artículos breves. Exponen fundamentos válidos para establecer negocios en tiempo de crisis, y describen actividades novedosas hasta hace poco inexistentes: imaginación agudizada por las adversas circunstancias, ingenio de quien hasta de situaciones peores saldría sin ayuda. Proposiciones sencillas en su mayoría, que el antiguo Director Administrativo, infravalorándose, considera alejadas de sí. Al llegar a las páginas de anuncios, de gran profusión en el semanario, lleva su atención al apartado de socios capitalistas para empresas en marcha, sección de demandas. Abundan las personas extraviadas en eriales semejantes al páramo que cruza, inmensa superficie inhóspita salpicada de peligros; y aparecen ofertas que amplían el abanico de destinatarios teniendo en cuenta los perfiles extendidos. Juan, sin embargo, descubre concordancias directas y se siente flechado por el dardo del publicitario que las redactó, llegando a creerse público objetivo de las invitaciones prometedoras.
“Busco socio, prejubilado o similar”, nota el eufemismo y se complace en él, “con tiempo libre, que disponga de millón y medio de pesetas, nivel cultural mediano o superior y deseos de invertir en proyecto de futuro. Beneficios inmediatos. Contactar con Segis del Cerro a cualquier hora”. Incluye el número de un teléfono móvil de esos tan extendidos por la moda entre individuos de toda condición, de cuya disponibilidad inmediata no pueden desprenderse quienes se habitúan. Juan y Amelia, convencidos de no contravenir lo preconizado en el acuerdo familiar respecto al riesgo, deciden telefonear; no es mucho el dinero y por informarse no pierden nada. Posee Segis del Cerro una imprenta de las de siempre y un taller de fotomecánica; ambos necesitados de facturación para equilibrar ingresos y gastos. En el terreno en que se mueve, la vertiginosa evolución de la técnica lo posiciona como pequeño empresario frente a las grandes industrias; dispar confrontación que define por anticipado a la víctima. La informática, al simplificar el proceso de impresión, abarata los costos de quien puede aplicarla. Especialización es una de las palabras clave; diversificación la otra. Por contradictorias que parezcan, la impresión digital puede conciliarlas: pequeñas tiradas de una gran variedad de publicaciones. Haciendo gala de su perspicacia para los negocios, pretende el empresario efectuar una profunda reconversión, y necesita dinero.
El cazador y su pieza se ven en tres o cuatro ocasiones; la tercera en casa de Juan, donde Amelia tiene la oportunidad de conocer a del Cerro. Tecnología punta, anticiparse a los demás y globalización, constituyen una cantinela repetida con la reverencia de quien pronuncia nombres santos. En mi opinión, y coincido con expertos de los países desarrollados, nos encontramos en el inicio de una nueva era: así se explica: Pisamos el umbral de una revolución cercana a la que supuso el advenimiento del maquinismo. Y no sólo eso, según él, el mundo de las ideas se convulsiona. Dicho en sus literales términos: Está ocurriendo lo que los expertos en asuntos sísmicos conocen como un deslizamiento de fallas, origen de diversos cataclismos hasta que, asentándose las partes en conflicto, todo vuelve a su ser. Desea crear una imprenta capaz de realizar pequeñas tiradas a buen precio, para ponerla al servicio de una editora que saque el mayor provecho de cuestiones tan importantes y tan disímiles como la espiritualidad, la dietética, el medio ambiente, lo insólito, los milagros y el esoterismo. Los libros saldrán de máquina siguiendo la cadencia de las ventas, de modo que podrá ahorrarse el costo del almacenaje y de los restos de edición. Por tales vías conduce su plan, puesta la vista en el fin del segundo milenio y en el inicio del próximo. Necesita efectivo, no mucho, diez millones. Y salen las cuentas: cinco asociados a millón y medio y él, socio mayor, que cubre el hueco restante. Segis del Cerro, experto y cerebro de la operación, con poder omnímodo, será el consejero delegado, el planificador, el guía. Dotado de un sueldo conveniente, recibirá los dividendos cuando los demás, a partir del segundo año; los primeros beneficios se destinarán a reserva. Busca Segis lo que cualquiera, un arreglo personal; y pretende que los demás, depositando en él una confianza ciega, lo ayuden. De modo que, incluso teniendo sentido la propuesta, en sermón de clérigo queda el argumento.
Pese a los denodados esfuerzos de Amelia, y a los discontinuos del propio Juan, el convaleciente tiene recaídas en eso que ella llama sentimiento de culpabilidad. Se acusa el esposo de permanecer inactivo, asimilando la acción al cobro de un salario. Sufre el macho primario que es, puesto que sus conceptos familiares arraigan en el mundo rural del que proviene. Ha de proteger y alimentar a los suyos, y siente que no cumple el cometido asignado. El predominio, la potestad, en realidad poco ejercidos, se debilitan a sus ojos sin razón –ni la mujer ni los hijos dan pie- y ese sentimiento puede convertirse en enemigo encarnizado, primero de los que acechan a Frías.
Juan no ha vuelto a Husillos desde el entierro de su madre, colofón de la disimulada leucemia que la llevó al otro mundo. Ahora proyecta el viaje. Se ha empeñado el abuelo en levantar un pequeño panteón sobre la tumba de la familia, y piensan encargarlo a un marmolista de la capital que los construye económicos. Carecen allí de parientes de trato, pero verán a los pocos conocidos que quedan, y puede que se distraiga descubriendo novedades. Amelia no las tiene todas consigo: en una gestión de sepulturas, pegada a la muerte, ignora como va a reaccionar. Pedirá la madre a Daniel que vaya con ellos, y así, entretenido Juan en mostrar al muchacho el escenario de sus juegos y trabajos, el tiempo pasará rápido, aligerando su carga dañina.
El goteo de llamadas de antiguos compañeros es constante, y llegan cartas de recuerdo llenas de expresiones muy sentidas. Amelia descubre en una de ellas, enviada por Charo desde Valencia, párrafos rebosantes de sensibilidad, respuesta de alguna conversación previa: “La creatividad fructifica cuando se emplea en la mejora de lo existente. Ilusiona el proceso creativo porque extrae la obra del interior del artista; lo sé, soy madre y he gozado dos partos. Cada segundo, cada minuto, cada hora forman parte del proceso; y no tiene fin, ya que el fin es la perfección inalcanzable. Juan, tu verdadera vida empieza ahora, ahora, ahora”. En ese triple ahora encuentra la esposa el amplio deseo de asistencia de que es capaz el ser humano.
Así y todo, se desvía la realidad del sendero y días sombríos suceden a los despejados. En la mente de Juan los dientes terminan de rumiar los pensamientos y continúan rozando unos contra otros en doloroso desgaste hasta llegar a las encías. La diabetes, latente en largos períodos, ha aumentado su presencia haciéndose un hueco creciente entre las preocupaciones. Ácido úrico y colesterol son nuevos invitados en los últimos análisis. Los triglicéridos, y algunos de su cuerda, parecen no obedecer otro dictado que el del capricho. Juan cuida su alimentación: disminuye grasas, azúcares, féculas y almidones y, abstemio como es, no prueba el alcohol; no obstante, una ecografía abdominal descubre esteatosis épatica, el llamado hígado graso. No es sólo que pasee, es que camina durante horas; recorre grandes distancias buscando una lejanía que no termina de alcanzar. A pesar de las marchas estimulantes y de lo escogido de la dieta, el organismo, obedeciendo erróneas directrices de su ánimo caído, da bandazos que los médicos no saben o no pueden corregir.
Comentado con Segis del Cerro las distintas afecciones sufridas por Juan, fue el negociante quien habló a los esposos de la homeopatía, una forma original de entender la cura de enfermedades, tan antigua como Hipócrates, su iniciador. Esa medicina administra dosis mínimas de preparados que estimulan las defensas del organismo, consiguiendo disminuir o anular el alcance de las enfermedades. Al parecer la homeopatía pone de su parte a las leyes de la Naturaleza y no distingue entre el cuerpo y la mente. Contempla un flujo dinámico que va del uno a la otra, y puede sanar dolencias que afectan a ambos. Aunque la ejercen médicos titulados, facilitó Segis las señas de un curandero de fama que tiene la consulta en la calle Libertad; y Amelia y su cuñada acompañaron a Juan una tarde. Alto, delgado, de buena presencia; leyó el sanador los análisis, hizo calculadas preguntas, dejó que Juan se explayara acerca de lo suyo, para acabar prescribiendo, en la lucha contra la depresión y los desequilibrios, productos minerales como el nitricum accidum, plantas, como la pulsatila; y hasta tinta de sepia, muestra del mundo animal. Se opone Víctor a la mezcla de tales específicos con los que ya toma, y por atender su reparo se quedan con la curiosidad de conocer los efectos.
Sin reflejar sorpresa ni pronunciar palabra para no espantarle las ganas, la madre descubre que Daniel, superando la pereza innata, recibe a las madrugadas despierto, hincado de codos sobre la mesa de estudio. No ha de ser flor de un día porque obtiene la calificación de sobresaliente en dos asignaturas difíciles. Quiere el muchacho recuperar el tiempo perdido y dar a su padre algún motivo de satisfacción. El abuelo no quita ojo a los trabajos de lo que será un Ministerio destinado a gobernar el Ocio; va cada día como si fuera uno de los operarios, aunque le basta con apreciar el sincronismo de los movimientos y calibrar el avance. Explica a su nieto Daniel el orden hallado en la obra, el equilibrio de fuerzas dispares unidas ante un mismo fin; un ejército de peones y especialistas empeñado en conquistar el espacio para al bien común. También le da consejos atinados, reflexiones que traspasan el objeto de los habituales dichos de su invención; demostrando que las dificultades y las satisfacciones vitales han cambiado poco entre el ayer y el hoy, entre el campo y la ciudad.
Capítulo XIII
Sin perjuicio del buen cariz que presenta, en el goteo de las entrevistas y pruebas sufridas por Juan, puede ser una de tantas. Lo atiende un hombre de su edad, afable, tolerante, que habla sin interferencias su idioma; sonidos próximos a la llamada de la madre, a las conversaciones vecinas que se escuchan con interés desusado, aunque no se participe. Salió de una sociedad editorial en quiebra y entró, cuarenta días después, sin apenas sufrimiento, en otra. Su trayectoria de director de ventas, con una producción alta, verificable, fue bien valorada. A pesar de ello, hubo de contentarse con un cargo intermedio de nombre pomposo y contenido vago, creado de propósito para él; pues el de máximo responsable comercial que hubiera ocupado lo desempeñaba el amigo que lo contrató. Presenta el aspirante Juan un currículo atiborrado de tareas desarrolladas, farragoso de méritos; y después de leerlo con verdadero interés, en contra de lo esperado, el examinador no objeta falta de experiencia. Y la hay, ya que ni una línea recoge actividades de viajante o vendedor de exposición.
Está ilusionado y contagia ilusión. Eso pasa; lo contrario, también. Llámame José Luis: exhorta: ruego y mandato; y continúa: Trabajarás conmigo como jefe de equipo, en cuanto consigas tres asesores a quienes dirigir. Cuenta historias reales de vendedores pertenecientes a su grupo, triunfadores en muy diversos frentes, descendiendo a detalles humanos que incrementan la verosimilitud de la exposición. Vidas completas detalla; biografías donde lo profesional y lo personal se mezclan a cada paso. Retrata a algunos esforzados que con el producto de la venta acumularon reservas suficientes para pasar una vejez envidiada. Trayectorias ejemplares intercala en la teoría de la formación, semblanzas y anécdotas que pasan a formar parte de ella, adhiriéndose a las pastas de los libros, a los folios en blanco de comienzo o fin de los capítulos; complementando la materia didáctica, ilustrándola. En las tres jornadas que dura el cursillo, cazo a cazo, va entregando al único alumno, si no todo su vasto conocimiento, al menos la esencia de lo aprendido en treinta y cuatro años de práctica: las técnicas de la llamada venta directa y los pensamientos orientales recopilados y desgranados para animar a la tropa. Aunque emplea cierta sutileza, el oyente percibe que en los entreactos no pierde el tiempo. Además de exponer su abundante experiencia vital, se sirve José Luis de las pausas para inculcarle el moderno escepticismo que enfila sus actos, la sabiduría popular desarrollada por los meridionales a lo largo de siglos.
Con realismo crudo se refiere a la dificultad que entraña la venta puerta a puerta, destacando las huidas a los dos días, a la semana, al mes de empezar. Abandono reservado a los débiles, a los recelosos, a los timoratos; propio de gente corriente. Pone ejemplos: Un buen mes entregarás diez Enciclopedias y te creerás sentado en la cima del mundo, y al siguiente, los colaboradores pueden abandonarte desanimados del esfuerzo baldío. Tu primera obligación consiste en allanar el sendero, reservando la euforia y las ganancias para quincenas peores, dosificando el optimismo y el resuello de tu gente, librando a los asesores pedagógicos de la temida rutina que, a modo de manta, botijo o fiambrera de caminante, cada día trae consigo. Y ello corrigiendo errores de conducta, mejorando técnicas y resultados, infundiendo confianza.
Recibe Juan una cartera repleta de muestras y contratos, busca direcciones apropiadas, pulsa un timbre tras otro y en contadas ocasiones se movilizan las personas del interior. Pobre de quien le presta sus oídos: habla de lo divino y de lo humano, de lo actual y de lo ocurrido en tiempos remotos; momentos se dan en que, atrapado por el placer de la charla, olvida su principal cometido. Cerrar una buena operación durante los días iniciales, estimula; en bandeja de plata le pone José Luis un cierre. La constancia es la esencia de la ocupación, porque la cartera pesa lo suyo y ocho horas, subiendo y bajando escaleras, agotan; a última hora le duelen los pies y la cadera. La fisura de las vértebras cervicales, producida en lo que los especialistas de seguros del automóvil llaman “un alcance”, ya olvidada, le recuerda su enojosa existencia con punzadas que llegan a causar mareos. No es todo; la zona lumbar soporta un ataque de cuchillos al rato de caminar inclinado; tortura que gana terreno en las piernas produciendo hormigueo y punzadas. Se alegra de haber prolongado la iguala en la sociedad médica que le facilitaba la empresa, porque una resonancia, pedida por el neurólogo, descubre la estenosis del canal vertebral que acechaba en silencio algún momento de flojera. Se trata de un estrechamiento del conducto destinado a proteger el paso de los nervios hacia las extremidades inferiores; y a la medicación prescrita para la depresión ha de añadir los antiinflamatorios y el protector estomacal.
Juan, a primera hora de la mañana, fresco y despierto, lleno de ideas, pinta. Los ocres habitan su depósito artístico desde los primeros trazos escolares; clarión en el encerado. Los tonos pardos atraen con fuerza su atención; los ve portadores de un magnetismo telúrico que intuye en el núcleo primero de las montañas y de los valles, del agua que baja por el río regando feraces riberas y de las piedras milenarias que dan forma a castillos y abadías. El siena tostado tiene como destino complementario, desde el sexto día de la creación, lo intuye, llenar algún hueco interior que abre la condición humana de su ser. Se entusiasma ante las líneas de curvatura suave, y cuando junta los elementos que conforman su estética personal, proporcionándoles una vida unitaria potenciada, no contempla otra panorámica que la de su tierra, asumida, respirada e ingerida. Entonces descubre la pintura que la remota solidificación ya inventó, confín del Universo, Meseta Norte, cuenca del río Carrión, el beneficioso Nubis de los romanos, vislumbrado Fusiellos medieval, calles y campos de sus primeros pasos, de sus inicios vitales.
Los bodegones son parte del recorrido, la estación consecutiva del paisaje; objetos de uso diario, estáticos, a los que el pintor trata de dar la vida de las personas a quienes sirven. Y por último está el retrato. El ser humano con toda la impedimenta, producto de una evolución que lleva aún en sus células -bajo cuya corteza aparecen a poco que escarbemos- el saurio y el primate que fueron un día. La piel humana, pálida o rosada; mejillas y nariz que ilustra Amedeo Modigliani: cabezas inclinadas bajo el peso de las preguntas que se agolpan en la frente.
La primera intención de Juan va tras el rostro en el retrato de Amelia. Así, si desistiera, lo haría ante la complejidad mayor. De manera simultánea trabaja en otros motivos y, sabiendo que ha de establecer un flujo entre el interior y el exterior, que debe introducir para extraer, analiza en el Museo del Prado la obra de los maestros. Serviría a su empeño de reflejar a la mujer, el equilibrio conseguido por Fra Angélico entre la ingenuidad de los rostros y la suavidad del color. La profundidad del espacio, distancias medibles en palmos, y el reflejo puro de las emociones, los tomaría, de poder hacerlo, de Van der Weyden. Y avanzando en el tiempo y en la técnica, llegando al fértil Renacimiento, de Rafael Sanzio de Urbino se serviría una copa de sobriedad en el trazo, de la gama amplia de matices. Por desgracia se trata de modelos tan alejados de él, tan intangibles, tan inasibles, aprendiz Juan de todo, que bien pudieran ser espejismos.
En una magnífica colección de gran formato que la Editorial tiene en su fondo, ha visto un Cézanne. Y luego otro, y otro. Ha sido una sorprendente revelación. Bodegones magníficos, como los titulados “Cesta de Manzanas” y “Naturaleza muerta con Calavera y Vela”. Paisajes espléndidos, de entre los que destaca “La Casa del Ahorcado”. Retratos soberbios, como el de los “Jugadores de Cartas”. Poseen sus cuadros la fuerza procedente de la vigorosa vocación del artista, irreducible; y muestran el carácter tenaz, enérgico, de la persona que libra una lucha titánica por el arte, a favor de la independencia -contra el padre si es preciso- protegiéndose del entorno, oponiéndose al propio sistema absorbente. En el complejo momento en que se halla el aficionado, Cézanne puede ser su referencia; incluida la vertiente humana. Los pinceles irán tras el tratamiento del cuerpo femenino presente en las Bañistas. Cézanne, sí, Cézanne; ya percibe Juan el camino aunque no conozca con exactitud adonde conduce. Y al instante borra con el blanco los ojos ya pintados, dispuesto a comenzar de nuevo.
Curioseando en los sueños, comparándolos entre sí, se pueden sacar conclusiones útiles sin ser un experto. Si desmenuza Juan la parábola nocturna, las cabriolas de la metáfora representada en imágenes difusas o transparentes; si coteja las sucesivas versiones que ofrecen, intuye que está en el umbral de su alivio. No incrementará, a buen seguro, el sentimiento de piedad, de lástima, de autocompasión egoísta. Su pesadumbre, hija del suceso que nubla a los demás, si no remite, se estanca. La visión del terreno que pisa se muestra acorde con la verdad del suceso. Al principio el insomnio era el enemigo invisible, a continuación, lo fue el sueño; no el que duerme sino el que imagina, el inventor de situaciones forzadas con objetivo terapéutico desconocido. El volcán avisaba su erupción, se agitaba la tierra circundante, izábanse las olas sobre sí mismas, elevaba el ambiente la temperatura; y en próximas viñetas ocurría o no la catástrofe dependiendo del cariz de la noche, y ésta guardaba consonancia con el día, que a su vez se deslizaba, hoy también lo hace, por el cauce en pendiente de su estado de ánimo, de su conformidad. Qué riqueza de matices en el blanco y negro, qué variedad de sones mudos en el silencioso tumulto de la lava, el pan volcánico, los gases ardientes. Qué sofoco, fiebre, sudor y qué agitado madrugar. Paso atrás, paso adelante, qué trajín inútil. Qué muerte violenta de las gentes vecinas sin despertar del lecho, qué terror en los que huían. Entre esos matorrales se movía la liebre indecisa de su debilidad entrecortada. Ahora, no; hace tiempo que el seísmo avisa de una expulsión de materias incandescentes que no tiene lugar. El poblado se asienta sobre las cenizas fértiles, y son las manos que escaparon, los pies que fueron ágiles, quienes ayudan con el barro de las paredes, con las cañas del techo y los superpuestos excrementos de las vacas en función de tejas; ellos son quienes dirigen la mancera por el surco que entierra la semilla. Algunos viajeros se detienen, los más observan en silencio, otros ofrecen ayuda; y una minoría práctica, tomando en los brazos las rocas enfriadas, afianzan los cimientos. Juan se mueve sin dificultad por los rieles paralelos, donde la máquina del interminable tren portador de mercancías -sólidos materiales de construcción, herramientas- maniobra; trata sin duda de colocarse en línea con las unidades que ha de empujar o arrastrar, acatando en cualquier caso la voluntad del conductor o las instrucciones de su jefe. Se pregunta quién manda en los sueños, quién los gobierna. En ocasiones intuye que su voluntad dirige, pero luego el deseo es administrado, llevado de la mano por un desconocido. Él observa las ilustraciones una a una, las coteja con otras anteriores y valora un cierto progreso, al modo en que un médico nota en las radiografías sucesivas la soldadura de un hueso fracturado, la remisión de un tumor. Asumido el problema como propio, vienen la búsqueda de solución y el hallazgo. Y por los sueños que fotografían desde la altura el territorio, sabe que la vegetación se restablece después del incendio; plantas nuevas, brotes en los antiguos troncos calcinados, renovados pastos, capacidades que han de ser satisfechas.
Percibe que avanza sin abatimiento alguno, dotado de una leve audacia fundamentada en el dominio de la materia, a manera del técnico que evalúa a pleno sol los estragos de la tormenta nocturna. Se identifica en el control de entrada, deja el coche en el lugar del estacionamiento destinado a visitantes, cruza el breve jardín, bordea las dependencias ocupadas por los servicios de mantenimiento, penetra en el área de oficinas hasta llegar a la planta noble; y estando en ella abre las puertas de los despachos, uno tras otro hasta llegar al que ocupó; porque el paseo de reconocimiento tiene por ámbito el reducido recinto de la empresa que no hace tanto llegó a considerar suya. Ahora no es de allí, ya no pertenece a la plantilla, le han leído la carta de despido y ha bajado el telón dando fin al drama. Fueron informados los vecinos y él mismo lo admite, aunque lo comente con ellos por encima, sin demasiado análisis. Han sido necesarias al menos veinte incursiones de la imaginación, veinte vuelos nocturnos para que, avanzando la realidad fotograma a fotograma, la mente de Juan acepte el terrible suceso que ocultaba en la trastienda, en la rebotica, en el desván.
Los sueños actuales, en sus descubiertas, pueden situarlo en un lugar alejado de su antiguo puesto. De hecho, se ve sentado en la sala de reuniones, donde los interlocutores no son las personas verdaderas, pues han modificado sus rostros, sus gestos, sus propios nombres antiguos; puede, incluso, que no sea él mismo quien conversa con ellos, ya que la experiencia real se da en otra materia, alejada de la economía, próxima al asesoramiento artístico. Pero resulta evidente que va de visita: vestíbulo y pasillos han sufrido una sacudida sustancial, no encuentra a los antiguos compañeros y nadie le da razón de ellos; Jorge, Alfonso, Ángel, Conchita y Paco parecen haber desaparecido. Identifica, aunque borrosos, a Domingo, a Charo, a Eugenio, a José Manuel Martín; los abraza y se extiende en una charla sabrosa. Nuevos jefes le encargan alguna tarea compleja que ejecuta con su habitual maestría. Prometen entregarle al día siguiente o dos días después algún dinero, pago inicial; de modo que ha de volver y la puerta permanecerá abierta a sus pasos.
Ver a Juan dirigirse inclinado a la estación de metro, portando su cartera de ejecutivo atestada de libros, causa una pena horrible. Sin querer, la mente de Amelia transforma su imagen en la de un anciano que suele recorrer los paseos de Infanta Isabel y Reina Cristina empujando un cochecito infantil cargado de cartones. Daniel, el hijo menor, anima a su madre a desviar la actividad paterna hacia otras áreas. ¿Quién lo ignora?: cualquiera puede convencerlo para que compre, ejemplos existen; pero no está dotado para la venta.
Poco o nada realista, halla la esposa un arreglo que encuentra más llevadero. Recuperará el oficio de soltera; está convencida de conseguir por ese medio una retribución que vendrá a la casa de perlas y, además, disfrutando. Mejorar el aspecto de las personas, acercarlas a quienes desean ser, proporcionarles una mayor confianza en sí mismas: en eso consiste el trabajo a que se refiere. Su plan es razonable: útil por los cuatro costados, desea llevarlo a cabo y se considera capaz. Ha seguido en contacto con las revistas profesionales, conoce el rumbo de la estética femenina actual y, por ello, con facilidad suma, puede ponerse al día en lo tocante a productos. Sin salir del barrio ni recurrir a las amistades captará una clientela suficiente. Desvarío, delirio; sirviéndose de una lucidez impropia de su edad, el mismo Daniel descarta esa desembocadura. Herido en los sentimientos profundos, su padre se opondrá con firmeza. Ha de ser él, Juan Frías Blanco, piloto, centinela y protector de la casa, quien dejándose la salud en el empeño aporte el sueldo preciso.
Quienes creen conocer a Amelia basados en su conducta anterior, no lo creerán, pero está desorientada. Es sólo una manera poética de decirlo: avanza a través de la enramada en una noche ciega, cuando las estrellas y la Luna se ocultan tras nubes oprimidas. Llegada a las bifurcaciones toma al buen tuntún uno u otro ramal, debiendo los aciertos a corazonadas inducidas por un azar que siempre fue generoso con ella. Quisiera liberar a su esposo de cadenas y grillos, pero el preso, convertido en su propio carcelero, arrojó al barranco las llaves por entre los barrotes de la ventana. El fracaso en la actividad comercial que ha emprendido, y lo es el abandono, sin duda; si se produce, empujará al fracasado hasta el más lóbrego de los rincones. Víctor lo explica de otra manera: “Imagina Juan que llueve a cántaros, y la ciencia médica le proporciona el paraguas de las boticas. Se le retirarán los fármacos poco a poco, a medida que vaya viendo claros en el cielo oscuro.” Coinciden con él los especialistas en cada consulta: Se ha demostrado esencial una perseverancia sin resquicios; comenzará a palpar el progreso y confiará de nuevo en sus fuerzas.
Precavida contra el próximo verano, Amelia sufre. Hablar a Juan de vacaciones, en su situación, puede entrañar sarcasmo. Época favorable al olvido de las inquietudes, a la inacción, al muelle desarrollo de la pereza; ha de ser un arpón lanzado a su interior escarnecido. Por doquier se percibe el juego en esos días, la diversión, el consumo; se advierte la pérdida intencionada del tiempo atesorado durante un año entero, el voluntario gasto del dinero ahorrado con sacrificio. Y ellos ¿qué harán?, se pregunta la esposa, ¿adónde trasladarán el pesimismo? Giran en su mente las alternativas para que la intención elija la buena. Domingo García, amigo y compañero de Juan desde los veintiocho años, ha convidado al matrimonio a pasar una temporada en su piso de la playa en Estepona; y habla el corazón cuando los labios de Domingo se encargan del ofrecimiento. Nacho Díez les insta a recorrer los Picos de Europa desde su casa de Oseja de Sajambre, a lomos de caballos que un picadero cercano alquila por días o semanas. Pero cómo pide Amelia al marido su presencia, su desalentada compañía; lo imagina estático, mirando sin distracción al mar o las cumbres elevadas, dando la bienvenida al viento puro, despidiendo a las olas. Con qué motivo entrega a su mente tiempo y razón para enfrentarse a los miedos en clara desventaja. Teme el regreso de la imagen temible: las manos, hora tras hora bajo la barbilla, sujetando la cabeza cavilosa. Por otro lado, permanecer en Madrid cuando la ciudad entera parezca clausurada a cal y canto, carece de fundamento; comparará los últimos años con el presente, y el cotejo llenará su pecho de melancolía.
Se tortura Amelia sin resultado en tales disyuntivas cuando, a la manera limpia y resuelta de los rayos de luz, le viene a la mente el recuerdo de la casa de El Escorial; tan plácida, tan sosegada. Puede ocurrir que en ella, rodeada de encinas, jaras, fresnos, romeros y rosales, habite la solución. Sí, lo sabe, el trabajo manual facilita el pensamiento, deja libre la mente para el giro huero; cavando alcorques y podando ramas llevará Juan su atención a lo ocurrido -la injusticia y sus consecuencias- y se saturará del pesimismo que la esposa trata de evitar. Poco mal ha de crecer entre flores y plantas aromáticas: tomillo, salvia, hierbabuena, albahaca, espliego: se dice, consolándose; y algún bienestar recibirá si decide pintar los amables rincones, entretenida la cabeza en resolver las dificultades planteadas por colores y formas. De cualquier manera, desea con ansia que llegue el otoño y cubra el suelo de hojas y olvido. Mañana, tal vez pasado, el verano será tema casual de la conversación, y los meandros que siga el curso de la palabra darán con la desembocadura buscada.
De la mañana a la noche va Amelia tras el esposo, de la montaña al valle; del desierto pasa a la jungla, de la desesperación al optimismo. Se sabe lega, pero sospecha en Juan un talento natural para la pintura. Buscando indicios ha descubierto apuntes de una composición que la retrata. Capta la verdad de su manera de ser y sentir, un interior aflorado en raras ocasiones que el marido conoce a la perfección. Teme la dibujada haber entrado en un secreto, hijo de la inseguridad o del deseo de sorpresa, y se retira de espaldas, a pasitos, como pidiendo disculpas. La alegría llena el corazón de la mujer tras el hallazgo; en la disimulada actividad del enfermo intuye un principio de alivio, el inicio del regreso a la sensatez.
El ventarrón agita violento la copa de los árboles, desgaja de los troncos las ramas enfermas y las arroja con estrépito sobre aceras y vehículos. Yolanta se desplaza a duras penas por la avenida de la Ciudad de Barcelona sujetando a su hijo, protegiéndolo. Llegan a la esquina de Juan de Urbieta, camino del inmediato domicilio de sus suegros, cuando se desprende una cornisa y uno de los cascotes abofetea respetuoso el hombro izquierdo de la muchacha. Minutos más tarde Amelia alivia magulladura y arañazos con agua oxigenada y tintura de yodo. No ha sido nada para lo que pudo ser: un pedazo de ladrillo golpeando la cabeza de la madre o, peor aún, la del niño. Se repone la nuera del susto, merienda el pequeño y al rato se marchan, dejando a la abuela con la miel de su compañía en los labios.
Sirve el accidente para soltar de su amarre, turbia y nebulosa, la pesadilla de mayor brutalidad. Cientos de noches la mujer ha sentido la misma conmoción. Es un fogonazo sordo, un disparo de cañón lanzado desde un barco situado a la amura del abordado. Amelia es la nao capitana, la nodriza; portadora de agua, alimentos y las armas de mayor alcance. De su misma madera está hecha la nave atacada, y fue puesta a su cuidado por el Armador. Lo ha visto, lo ha sentido en fragorosas películas de filibusteros, sin duda; a su suegro, el abuelo Miguel, le ha escuchado los términos usuales. Oponiéndose jarcias y velas al impacto, el embate quiebra el palo mayor; el velamen íntegro cae hecho un ovillo de jirones que alcanza a cubrir personas y objetos. Simultánea ocurre una explosión luminosa -blanca, azul, roja- que espolvorea irisaciones cambiantes y recorre vertiginosa la gama visible e invisible, desde antes del infrarrojo hasta más allá del ultravioleta. El humo se apodera del espacio circundante y lo oculta, mago que escamotea el objeto a la vista de los espectadores. A continuación, se rasga el lienzo encendido, y una catarata ígnea cae informe sobre la cubierta, sangrienta de llamas, azulada por la escasez de oxígeno, lanzando bruscos chorros de gases ardientes, combustibles en exceso, que invaden la superficie dirigiéndose al centro intacto desde las orillas consumidas. Y es el cuerpo de su hijo Miguel, es su carne joven la que sufre el terrible encontronazo; órganos nacidos de los suyos en una hora de angustiosa esperanza. ¡Las manos!, quiere ver las manos del muchacho; el pecho hundido, la cabeza rota, su rostro descompuesto, la mirada perdida. Pero no quiere ver, teme ver, y los ojos se cierran, se encierran sus ojos, refugio recién inventado.
Separado, ocurriendo quizá en otra extensión temporal, paralela, simétrica, se desencadena el sonido. Es la traducción de los elementos visuales que se ocupan en representar lo mejor que saben la expansión violenta del aire. Se sirven de ráfagas cromáticas que empujan la vela, el tronco del palo mayor, los cabos; y el casco inestable del bajel, forzado por un impulso ensordecedor que lo fragmenta en miles de pedazos -frágil cristal- cuando el grito agudo de la temerosa madrugada llega a un punto insostenible.
Huele a tela quemada, a madera quemada, a pólvora, a sangre, a carne quemada. En la emulsión sensible de la memoria de Amelia, palpita el impacto de la noche oscura contra el luminoso haz de los faros del coche. Su sensor materno registra la oposición del muro pétreo, roca y cemento; del árbol frondoso, tronco, ramas y raíces; la irrupción de la contingencia enemiga. Sufre el repentino antagonismo de los hierros retorcidos, que van adquiriendo formas caprichosas y nueva rigidez tras un corto período de flojera. Percibe la discrepancia manifiesta del letrero publicitario, que cae desde arriba invitando al consumo, al uso de objetos, a la obediencia civil promotora de armonía social: letras oscuras sobre fondo níveo.
Oye el inocente grito infantil, vida de su propia vida, cuerpecito desnudo, tres kilos y doscientos cincuenta gramos cabeza abajo; siente el azote de la comadrona que arranca el salvaje desgarro de la humanidad individualizada. Los frenos chirrían envueltos en un miedo atroz, y el caucho de los neumáticos se abraza al suelo desprendiendo olor a goma próxima a la ignición. Coincidente, percibe, esforzándose más allá de sus potencias, la voluntad del conductor. Empuja el amigo en sentido contrario retrasando la explosión final, el momento sublime del clímax, el encarnizado enfrentamiento con el obstáculo que rompe el cristal del parabrisas y la frente despejada y lúcida del hijo de Juan y Amelia, bien amado, fruto extraído del vientre original por la naturaleza. Secuencia breve como un relámpago, que la mente deseosa de olvidos alberga mientras se agarra a ella con desesperación, desmenuzándola, reconstruyéndola, alargándola hasta el infinito.
Útero de Amelia engrandecido por la gravidez, embarazo premiado con el parto, nacimiento de la ofrenda que entregó magnánima a la claridad de la vida, como quien, demiurgo, modela al mundo: nueve meses en seis días y un mínimo lapso final de expectante autosatisfacción, cuando se desvela, separando el manto que la cubre, la obra terminada. Son fruto de su esfuerzo creador, la luz alejada de las tinieblas, las aguas y la solidez complementaria, las aves y el azul del cielo, las mañanas y el rocío; y en lo alto de las montañas elevadas, dominando el conjunto, el rey de la creación, su hijo; completo de células y tejidos: manos y pies, corazón, pulmones, sexo, rostro lleno de armonía; compendio -ojos, nariz y boca- de la materna maestría escultórica. Y la madre, asida al orgullo, a horcajadas de la vanidad, cabalga nubes grises hijas del abrazo del blanco y el negro. Nota su evolución, las ve tornarse transparentes hasta permitir el paso de la ojeada, hasta filtrarla: delicado algodón, borra híspida. Y ella queda erguida en la cumbre, satisfecha de la tarea que justifica miles de veces, derramándola en miles de odres, su trayectoria vital.
Fin y principio, y en el justo centro, conscientes e inconscientes, los actos de Miguel forman un mullido de materias diversas: polen acarreado por abejas para transformarlo en miel, plumas de la cresta del marabú y esmeraldas dueñas del auténtico verde, del último matiz que concreta la perfección, premio entregado por la naturaleza a los incansables buscadores; y a la postre, el manantial que el sediento descubre en el oasis. A modo de acolchado central que materializa el tiempo, aparecen los actos de su fugaz travesía; ve el progreso de la lenta caravana, minuto a minuto, a lo ancho de las ardientes arenas, a lo largo de los glaciares inhóspitos. Completan el núcleo sus días, diferenciados uno de otro, bautizados cada cual con un nombre distinto, conocidos por separado y así, distinguidos en su propia configuración, en su peculiar contenido, guardados en el archivo abierto de la retentiva de madre desgarrada: principio y fin.
Es entonces cuando ocupa Víctor la escena: sacerdote y dádiva en el holocausto. El aborrecimiento del instante se trasforma milímetro a milímetro, siglo a siglo, en piedad. Después de milenios sin querer entenderlos, comprende Amelia el dolor del muchacho, su deseo de cambiar, por encima de los acontecimientos de su vida, aquel segundo fatal en que debió reducir la velocidad y no lo hizo, cuando hubo de girar y continuó de frente, donde correspondía frenar y el pie siguió los dictados de la música anuladora de la voluntad, propiciadora de la inercia. Se sitúa Amelia en el lugar de Víctor sin salirse del propio, parte en dos su osamenta endeble, escinde las células, lado derecho, lado izquierdo de su propio cuerpo; y esa ruptura apaciguadora la despierta.
Capítulo XIV
De la parcela unida a la casa de la Sierra conserva Anna una memoria entrañable. Y es que determinados juegos, a causa de los inconvenientes añadidos a su índole, sólo estaban permitidos en la reducida área silvestre: remover la arena de un espacio acotado para la diversión infantil, levantar cabañas con tablas y ramaje o subirse a las encinas con ayuda de una escala de esparto trenzado. Y no sólo eso: inolvidable, encumbrado a la categoría de mito o de leyenda, en la memoria familiar se mantiene el belén reproducido por los hijos cada año con motivo de la Navidad. Sobre una piedra casi lisa del suelo, granito esponjado de musgo, aprovechando las discordancias del rústico terreno circundante, figuraban la geografía del Misterio. Con la intención puesta en el Santo Niño, reyes, pajes y pastores avanzaban un tranco cada día llevados en volandas por las manos de Anna; y de noche, cuando helaba la intemperie y temblaban ateridos, los protegían un cielo de arpillera pintada de azul y docenas de bombillitas cálidas que, en su intermitencia, simulaban lejanas estrellas parpadeantes. Está la naturaleza cercada, pero está; y permite a la muchacha aproximarse a dos palmos: palomas, urracas, ruiseñores, pardales y mirlos: macho y hembra colaboradores en la formación del nido y en la atención de los polluelos. Decenas de hormigueros en irrefrenable actividad, abejas que zumban pacíficas su vuelo inspector, una próspera variedad de florecillas silvestres, tímidos ratoncillos y lagartijas inquietas. Se recogen piñones, bellotas, setas, el fruto agridulce de unos prunos morados y rosas de distintos colores para el adorno de las mesas. Una ardilla aparece de ciento en viento curiosa y huidiza; va de propiedad en propiedad salvando con agilidad los vallados; se encarama a los árboles, salta de vara en vara e, ignorante de la humana presencia, erguida sobre sus patas, mordisquea los frutos que toma en sus manos con una gracia increíble. Ha de ser distinto en cada temporada ese territorio mágico, pero su periódica repetición le consiente parecer el mismo y darse un aire con el que la muchacha guarda en la mente.
No obstante, es en el piso de Madrid donde Anna se encuentra a su gusto. Hasta la ventana de la quinta planta llegan a sus ojos el reflejo de las nubes en la piscina y la vegetación del jardín. Azul y verde originales, el tiempo los transforma hasta completar la gama entera del iris. Los ve, los siente, son de todos y son suyos en exclusiva. En verano el agua de la alberca se tiñe de índigo leve, vivo reflejo de los baldosines del fondo. Mas fuera de la temporada de baños, debido a la acción de las algas, vira hacia el esmeralda sin perder su limpidez. La muchacha aprecia los rosales invadidos de otoño, enfermedad epidérmica que se extiende en marrones claros y oscuros, en amarillos nacidos del verdor primero y encarnados a punto de reventar. El invierno se hace pausa obligada en madreselvas y geranios, en pensamientos, caléndulas, lirios y pervincas, en el romero de los setos; aunque pronto sorprende la eclosión primaveral de los capullos multicolores, de las hojas pujantes, estación llegada con el encargo de elevar los ánimos de lo viviente. Arriba, acompañada por el ronroneo de Garfio y el desaforado crecer del tronco del Brasil que ya alcanza el techo, se ocupa en tareas que enlazan el pasado inmediato con el inminente futuro. Los libros de texto, los apuntes escritos en papel reciclado y el atractivo diseño de la pluma estilográfica, regalada por su padre cuando superó los estudios de egebé, la llaman desde el pupitre con un reclamo sutil. Y una música armónica se hace al ambiente sin que nadie lo note: Chopin; y del polaco, de su obra magnífica: “Berceuse”, “Barcarola”.
Respecto a los imponentes misterios de la Naturaleza y a la enormidad del espacio, llegan a su pensamiento, invadiéndola, las palabras leídas en algún libro del abuelo acerca del mar: gigantesco ser que respira y se agita en corrientes y mareas; frío y ardiente, uno y múltiple, necesitado de la tierra a la que complementa y atraído por la altiva luna a la que sirve de espejo; líquido volumen inabarcable, rebosante de vida. Extrapolando, entiende el Universo como un conjunto de elementos interrelacionados, cada uno procurando ser útil a los demás y sirviéndose de ellos para su progreso. La misma existencia, inerte y animada, se revela magnífica. Incógnita o manifiesta, está cuajada de explicaciones lógicas y de caprichosos comportamientos que sirven a una solución universal, el eterno equilibrio roto y compuesto a cada instante. Con todo, por arriba de la Creación, lo que en su corazón reclama la existencia de Dios es el heroísmo de los que se dan a los demás, palabras, brazos y pertenencias. Los pensamientos profundos la vuelven etérea, y se descubre flotando en el vapor de agua, en la nube, en el vacío; se llena de ilusión y de alegría, es feliz y quiere que los demás lo sean. Y es entonces cuando sus labios inician en silencio una melodía compuesta por ella para la ocasión.
Poco a poco va estrechando la amistad con Gabriela. Reflexionan ambas sobre la Religión y la Iglesia, acerca de las dificultades inherentes a la vida diaria y sobre las disimuladas maldades del mundo; acumulando discrepancias manifiestas y coincidencias tácitas. Sirve esa chica a Anna de mucha ayuda; tanto, que no sabe lo que haría sin ella. Activa e impulsora está a su lado en los repasos, y vuelve los confusos apuntes sobre su propio eje hasta cargarlos de sentido; ya no le dan miedo los exámenes, ahora confía en sus conocimientos. Debe de ser cosa usual recibir invitados en el Instituto -habla Gabriela del Centro y del Instituto sin establecer distingos- pues Anna, que suele hacer las tareas allí algunas tardes y participa en charlas y meditaciones con las demás compañeras, ha visto a jóvenes tan desorientadas como ella estuvo al principio. La complacía la deferencia de trato: todas pendientes de ella, interesadas en los asuntos que la ocupan, esforzándose en complacerla. Su amiga dio el primer paso, el difícil; y la decisión de recorrer una a una las habitaciones y tomar posesión del conjunto, corresponde a ella, la Anna tímida que acaso carece de esa voluntad. Puede que venga de su titubeo la resistencia de Gabriela a devolverle visita, a subir a la acogedora habitación del quinto piso, casa dotada de piscina y jardín, cielo azul y sol a raudales ensanchando la ventana; donde Garfio la recibiría con suaves empellones del lomo en las piernas, con roces mimosos. Si un día se decide, piensa presentarla a sus padres y a su hermano Daniel, abriéndole de par en par el diario íntimo como ella desea. Así se lo ha dicho; y en oposición frontal, Gabriela estorba que hable a los suyos de la nueva amiga; asegura que el afecto está por encima de las circunstancias temporales, que las sobrepasa. Es rara la chica, y no sólo por la razón expuesta: ignora aspectos de común dominio sobre las películas populares o los personajillos de moda, y sospecha Anna que, de tan aplicada, no ve la televisión ni lee revistas. Propuso ir al cine una tarde festiva, donde verían una película francesa de éxito, incluso reservó entradas para un concierto folk con la intención de que fueran juntas; pero Gabriela se negó a acompañarla ambas veces. Rehúye la asistencia a espectáculos fútiles, actúa como si fuera una vieja que habita en algún monte apartado, no ama a sus padres, se desatiende a sí misma, elude el asunto de los chicos y en el sexo percibe pecado en vez de satisfacción. Sin embargo, aunque esas actitudes de Gabriela la desagraden, Anna se encuentra cómoda a su lado. Tendría que pedir permiso a su madre para quedarse estudiando con ella un fin de semana; pero no encuentra argumento suficiente. Ocurre que la extraña amiga va a tener unas jornadas de reflexión en Navacerrada, y no quiere ir sola.
Cuando Anna se hace cargo del sobrino, el hijo póstumo de su hermano Miguel, algo, situado en su interior, manifiesta de manera indiscutible que la maternidad ha de ser prodigiosa. La cree capaz de liberar enormes dosis de ternura y devoción, de llenar los vacíos profundos y de compensar cualquier sacrificio. Acepta el cuidado del pequeño a la menor oportunidad que se presente, y ansía la llegada de los exiguos momentos en que su madre se lo confía. A solas con él, lo considera suyo y como tal lo estrecha en su seno recitándole palabras dulces y perfumadas. Deja junto al niño, al alcance de su glotonería, mimos y chirigotas; y colma sus deseos llevándolos a la realidad con presteza. Sucede, como consecuencia, que la idolatrada criatura, divertida, adora a su vez a Anna, pide verla con insistencia y, al separarlo de ella, llora desconsolado.
Con su cuñada Yolanta ha establecido una fuerte relación afectiva, y donde podían haber anidado los celos a causa de la preferencia del infante, florece el aprecio mutuo. La recíproca devoción abarca ahora cualquier terreno, pero nació en el inicial intercambio de los recuerdos que ambas atesoran, hechos y dichos de aquel muchacho ejemplar que fue novio de una y hermano de la otra. Relata Anna una niñez añorada, la suya, en la que participaba Miguel. Luego, invirtiendo los términos, es Anna quien escucha con curiosidad creciente las historias que cuenta Yolanta de su Polonia natal. Es originaria de Konin, una ciudad del centro del país no más grande que Palencia, pero muy bien situada. Allí confluyen vías de comunicación de importancia europea: carreteras y ferrocarril; y además, por las inmediaciones, pasa un río navegable. Regalo inesperado para una familia de funcionarios, padres ya de dos hijos de diez y doce años, recibió Yolanta desde el primer momento atenciones generalizadas. Nació, explica, a la hora nocturna del toque de queda y la censura de las comunicaciones, en un invierno escaso de carbón y de patatas. Su padre se vio obligado a cargar a cuestas con la esposa parturienta, y recorrer sobre la nieve los dos interminables kilómetros que los separaban del hospital.
Tras el brusco arribar de Yolanta a la existencia inclemente, cubrieron su desnudez con botitas, camisas y pañales que llevaban en la marca de fábrica una dirección situada en Tarrasa o Valencia. Su niñez estuvo rodeada de noticias de España, por eso alberga en el corazón una gratitud profunda. El abuelo materno, facultado para los idiomas, aprendió la médula del castellano; y por mediación de un periódico que publicó su oferta, se estuvo carteando con varias familias avecinadas en distintas ciudades. De los prolegómenos de cortesía al inventario de carencias hubo un corto trecho que se recorrió con premura; del conocimiento de las privaciones se llegó enseguida al envío de víveres y ajuar. Muerto el abuelo, casados los hermanos y establecidos por su cuenta, con veinte años recién cumplidos y unos conocimientos amplios sobre España que incluían el idioma, hacia este país de leyenda empujó Yolanta a sus padres. Con infructuoso ahínco anduvieron buscando a los antiguos benefactores, de aquí para allá portando el equipaje de su agradecimiento y la demanda de una ayuda nueva: un refugio menos inseguro que el brindado por su país empobrecido y revuelto, donde se desmoronaba el viejo sistema y no se encontraba reemplazante válido. Mudados de casa o fallecidos, no dieron con ninguno de los generosos; y quemadas las naves -habían vendido en Konin sus bienes escasos- por fuerza hubieron de quedarse; y eligieron Madrid.
El arqueo de sucesos y emociones que ante Anna reproduce Yolanta, a partir de ese punto incluye la presencia de un muchacho singular: despierto, animado, dueño de un rostro armónico por donde asomaba el carácter noble, a quien llamaban Miguel poniendo énfasis de cariño al nombrarlo. El joven, miembro voluntario de la oenegé de ayuda al inmigrante, acogía a los recién llegados y encauzaba los socorros hacia quienes carecían de ocupación o albergue. Encontró trabajo a los padres de Yolanta en la limpieza de oficinas, y la chica se unió a la filantrópica organización atendiendo a los venidos del centro de Europa, que aumentaban por momentos. La narración, alcanzada esa cota, toma visos íntimos, y explica las artes desplegadas por una muchacha rubia de rosadas mejillas y ojos marinos, para hablar con Miguel de temas distintos a los protocolarios. Y la técnica primaria que Miguel, atareado hasta el cansancio e inexperto, utilizaba para atraer hacia sí la simpatía de la mujer, dirigiendo la conversación por derroteros personales. Y la cuestión, importante para Anna, de cómo se enamoraron y se hicieron novios, del cariño enorme que creció entre ellos y de la desgraciada ruptura del futuro, proyectado, a la vista está, en frágil vidrio sobre arena inestable.
De la ternura que Anna posee, reserva una parte primordial para su abuelo; un afecto que se ve compensado, porque el anciano, cuando llega a la casa de Juan desde la de Miguel, trae regalos para las dos mujeres: madre e hija. Puede que busque cumplir con la nuera, ser amable; pero los objetos que entrega a la nieta han sido hechos a mano a base de paciencia y habilidad o buscados por los comercios de Madrid. Anna colecciona búhos -una tontería, la dicen- y los posee muy variados. El abuelo revuelve entre sus cosas -sabiendo bien donde lo puso- hasta hallar un modelo único, trabajado con la navaja a partir de una rama de olivo, resto de poda recogido en algún parque público; o bien un ejemplar raro, artesanía que venden los africanos en los puestos tendidos en el suelo. Por su parte la nieta estuvo ahorrando siete meses para comprar una reproducción a escala del velero Cutty Sark, bajel construido hace un siglo largo. Lo halló en el escaparate de una tienda de la calle Serrano dedicada a los adornos de lujo; pidió al dueño el favor de reservárselo, y ella le entregaba una considerable porción de su propina los lunes. Sobre un casco fino y armonioso se alzan tres palos -el del centro más alto- que soportan siete velas triangulares y trece cuadradas, unidas por cabos tensos que gobiernan variadas maniobras. Cuidando en extremo su integridad, lo porta el anciano de una a otra de las casas, asentándolo en cuanto llega sobre la mesita de noche de su alcoba. En ocasiones, Anna, satisfecha pero triste, sorprende al abuelo con la mirada puesta en el barco, imaginando, se figura ella, audaces singladuras por los siete mares.
Daniel pide ayuda a su hermana para crecer el empeño recién nacido de ahondar en las raíces familiares. Visitan la biblioteca del barrio y encuentran varios tratados que poseen la virtud de orientar su búsqueda. Entienden que establecer el origen de sus apellidos no vale de mucho: Frías viene del pueblo de Burgos así llamado, y en su escudo aparecen una torre de plata, un madroño de fruto colorado y un perro mestizo. Algunos portadores del apellido fueron y vinieron participando en peleas medievales para demostrar su valor. Bueno y qué. Quieren conocer la peripecia humana de sus antepasados cercanos, el itinerario de las huellas, la ocupación que les permitió alimentarse y las habilidades desarrolladas; en resumen, todo aquello que explique su propia manera de ser. Han de dibujar un árbol genealógico; pero un árbol genealógico se puede establecer de diversas maneras; aunque salir de la línea principal, la paterna, sólo es viable desde la cuarta o quinta generación, antes son cientos los datos, incluso miles, llegando muy pronto a millones. Recurren al abuelo Miguel, y tras un gran esfuerzo de la memoria anciana, no pasan de los padres de sus tatarabuelos; dejando lagunas patentes en el nombre de varios o en los apellidos de otros.
Una amenazadora navaja hincada en el cuello –frío perfil de su punta y de su filo- manejada con torpeza por un joven avejentado antes con antes, nervioso, desastrado y de hablar incoherente, proporcionó a Anna una dimensión nueva de la realidad. Serían las nueve de la mañana de un sábado cualquiera, salía ella del metro de Antón Martín –no estaba en su lugar el mocetón senegalés que ofrece trabajos manuales, cuya presencia la tranquiliza- cuando el asaltante surgió de la penumbra y la sujetó forzando en la espalda el brazo izquierdo. La anegó de improviso una sensación de peligro grave, precedida del aliento descompuesto y los bruscos empellones. Se llevó el ladrón un arrugado billete de mil pesetas, algunas monedas sueltas y un reloj que atrasaba. Conoció Anna la realidad selvática de la ciudad en que nació y habita, supervivencia y evasión, intuyendo, al margen de la realidad mejor explicada, una sorda lucha por el minuto siguiente y el centímetro circundante.
Ya nadie ofrece la otra mejilla cuando lo hieren, ni permite que le quiten la túnica tras despojarle del manto: a un gruñido se responde con dos. La violencia está presente allá donde se mire: hostigamiento, asaltos, terrorismo, guerras. Gran parte de Asia, enormes extensiones de África, lo más de América y áreas concretas de Europa, forman un territorio por donde cabalgan a sus anchas los cuatro jinetes del Apocalipsis y los siete ángeles hacen sonar la trompetería. Esquinas de la mendicidad, callejones del robo a mano armada, trastiendas del narcotráfico, tabucos de la esclavitud, barrios miseria, éxodos, campos de refugio; espiral del horror que enriquece a unos cuantos.
Lo ha oído, pero también lo ha visto; la televisión lo muestra de tanto en tanto: la mayoría pobre del llamado tercer mundo vive inmersa en una calamidad sin fin. Grandes masas de población se desplazan sin proyecto ni esperanza de un lado a otro, perseguidos por las luchas tribales y la avidez de poder y riquezas. Multitudes desnutridas, faltas de proteínas y agua potable, habitan improvisados campamentos, permaneciendo a la espera de las migajas de la ayuda internacional, suministros indispensables que mandatarios sin escrúpulos o simples sicarios, tras apartar para sí y los suyos el monto correspondiente al león, venden en el mercado negro a precio de oro.
La injusticia precede a la rebelión que la sigue y la hace suya: la historia lo demuestra. Se ha visto una y otra vez a lo largo del tiempo: quien toma las armas para defenderse del opresor, en cuanto logra liberarse, sirviéndose de ellas, oprime. Los mansos, los que algún día poseerán la tierra, incapaces de resistirse, viven doblegados. Incluso aquí sucede, mundo primero, área económica privilegiada, donde se suelen respetar las formas en el asunto fundamental de los derechos humanos. Por lo enmarañada que se presenta la situación, Anna, impotente, sufre. Carga monedas en el bolso y las entrega hasta agotarlas, consciente de que la utilidad derivada es, en la práctica, nula; pues, aun abundante, la limosna es un paliativo momentáneo, y si se establece y toma carta de naturaleza, consolida el agarre de la injusticia.
Se lo muestran los hechos a Anna de manera insistente: el hombre tiende a la conformidad, a la aceptación, a la rutina. Un destello de luz a intervalos irregulares, y la oscuridad queda neutralizada a sus ojos; una leve esperanza y se aparta de los desesperados. Eso explica la permanencia de un modelo basado en la injusticia de los menos sobre los más. El hombre es complejo y contradictorio, y los hechos, los mismos hechos, la descubren al hombre solidario. Por eso, oponiéndola a la realidad insistente, despliega Anna una fe ciega en el hombre, en el mundo que habita. Lo imagina girando en el espacio a velocidad vertiginosa -rotación y traslación- en pos de un destino que va abriendo su luminoso haz a medida que avanza. Lo piensa detenido al borde de una plácida tarde de verano -dominan los ocres y los marrones suaves de maduras cosechas- esfera achatada por los polos, tierra y mar produciendo alimentos suficientes para llenar los estómagos humanos; de acá y de allá. Cree posible la desaparición de las fronteras, mentales y físicas, que nos fragmentan y nos hacen vulnerables. Atendiendo los dictados del corazón antes que los de la cabeza, confía en la mejora de la justicia distributiva: “Una ubre cargada de leche y una gavilla de trigo nos corresponden, un pedazo de cecina y una olorosa manzana; conocimientos bastantes para decir sin temor y obrar con responsabilidad; una ocupación digna, cuatro paredes y un techo, un manojo de leña, agua fresca”. El pequeño incremento entregado a quienes precisan más, puede provenir del sobrante de aquellos que con algo menos se arreglan. Lo siente hacedero, utópico pero hacedero. Es posible un entorno mesurado, en permanente equilibrio inestable, corrector de las crecientes diferencias entre pobres y ricos, empeñado en acabar con los oprimidos conteniendo a los opresores; basta con que cada uno barra su portada. Señala, sólo como ejemplo, a los antiguos compañeros de su hermano Miguel, como él incansables luchadores, perseguidores constantes de un único fin, el consistente en mejorar las situaciones concretas. Están convencidos de que ese es el camino: caso a caso hasta modificar la orientación general, hasta invertir la tendencia. Viven cada día conforme al espíritu que los anima y educan a los hijos en ese mismo empeño.
Cuando su padre fue apartado de la empresa, Anna, la muchacha que vive en las nubes al decir de Amelia, lo sintió formando unidad con ella, células simétricas al menos. Desmoronado, convertido en un montón de escombros lo vio: piedras disgregadas, desmenuzados adobes, astillas del alero, pedazos de barro cocido y tejas rotas. Escapaba humo de su empobrecido interior; rescoldo de una hoguera que convirtió en carbones los muebles de estilo y las antigüedades adorno de las repisas, de los estantes superfluos. Quiso la hija ser maestro albañil que todo lo volviera a su sitio; a punto estuvo de amasar cemento con arena, de elevar ladrillo a ladrillo los muros hasta el último forjado, sostén de la techumbre. Quiso reconstruir el basamento que fue Juan, la columna pétrea de la que el Universo pendía, la viga consistente, la piedra angular que sujetaba la bóveda del cielo. No supo hallar el punto de comienzo y lloró en la cama su impotencia. Sentía por aquel ser oprimido una ternura deseosa de exteriorizarse, pese a que ella la sujetaba en sus exactas dimensiones, párpados cerrados y labios mordidos. Se hubiera abrazado a él hasta vertebrarlo, hija endeudada y agradecida. Se hubiera convertido en suave paño de lágrimas que secara en las paternas las suyas. Pero no se atrevió; debido a la imagen de apática y arisca que transmite hubiera chocado en ella una actitud impresionada, impresionable. La frenó la opinión de los demás como sucede a menudo. Sin embargo, habló a su hermano Daniel y con pocas palabras bien dichas le indujo al apoyo, a la compañía, a la charla y al paseo. No se quedó su pesar en la mueca triste, también hubo rezos y cambios sustanciales en su manera de mirar en derredor y hacia el porvenir.
La hermana Prudencia, silenciosa, calma, dueña de una sonrisa espontánea enraizada en el equilibrio interno; descubrió a Anna, durante los cursos en que fue su maestra, que es posible el entendimiento entre dos personas dispares: un ejemplo a mayores del que dieron su abuelo y el cura, paradigmático en la comarca del bajo Carrión: Peponne y don Camilo de un Guareschi local aún no manifestado. Uno hacía las cosas con la vista puesta en Dios, y el otro mirando al hombre; pero las hacían juntos, uniendo esfuerzos. En la temporada presente, de tarde en tarde la chica visita a la monja, y charlan las dos como antiguas compañeras. De las cuestiones diarias llegan a las transcendentes, a la historia, al arte, a la filosofía. Habla la religiosa de sus problemas; no de las dificultades personales sino de la incertidumbre que envuelve a la Orden, embaldosado por donde su vocación marcha. Doscientas profesas quedan en el mundo de las cinco mil que fueron; doscientas, y de edad avanzada. En España las incorporaciones disminuyen hasta desaparecer; y las neófitas, todas ellas extranjeras, saldrán del caserón que habitan, el mismo que en los buenos tiempos albergó un noviciado bullicioso, para recogerse en dos pisos comunicados. De África, de América vienen jóvenes postulantes; tan pobres, que es todo uno arribar y quedar deslumbradas por las posibilidades materiales que la sociedad ofrece; llegando a desear, en unos meses apenas, un empleo que las permita vivir en el siglo. Acerca de la difícil vida en común se expresa sor Prudencia en los encuentros, y Anna abre su corazón desgranando inquietudes. En los ratos que pasa junto a quien imposibilitó su ruptura definitiva con la comunidad de monjas, algo rebulle en su interior y la intranquiliza, algo relacionado con la orientación que desea dar a su futuro. Parece percibir la muchacha una llamada angustiosa que lleva el timbre de la monja; como si la educadora, ya sexagenaria, pidiera ayuda a la educanda para prolongar su obra en el tiempo.
Iniciado el recreo, el patio que da a la calle Gutenberg hierve de alumnas; y las reencontradas avanzan a buen paso bordeando por dentro las tapias. Salud y entorno constituyen el tema de arranque; se detienen un momento en lo palpable antes de pasar, a través del estado de ánimo, a la situación del espíritu. Y en él profundizan. La monja dirige la charla, pero no lo parece; un vientecillo suave, un soplo de la boquita dada a los cantos y a las plegarias hincha la vela impulsando la barca. A su lado la muchacha recupera una paz que daba ya por perdida; no es de extrañar que vaya al colegio a menudo. Aunque Anna ha olvidado parte de las oraciones y desde que terminó el bachillerato no ha oído misa, sor Prudencia la conduce con facilidad por el deslizadero de la impetración divina, de las súplicas: mágicos conjuros recubiertos de superstición hasta ayer mismo. La capilla, sombras suavizadas por hilos de luz nacidos en el ventanal, protege a la chica de peligros aún no definidos. Coincide con algunas hermanas en el oratorio, y no dan las otras crédito a sus ojos, a sus oídos, pues tienen presente que en el período de alumna cuestionaba el valor de los rezos; mas aceptan por el momento su mudada actitud, oveja descarriada que vuelve al redil o embaucadora, y la acogen con ciertas reservas.
Confía Anna a Gabriela su interés por la vida del convento y entonces sí, entonces, bizqueando ligeramente, su amiga habla del Instituto con elogio. Intenta descubrirle la Obra en un solo instante, como quien desvela con un gesto el contenido de la placa conmemorativa oculta tras un paño. Congregación extendida a lo ancho y a lo largo del vasto mundo, destinada al servicio de Dios siguiendo las indicaciones del “Padre”, un hombre excepcional que por inspiración divina la fundó y, muerto, alcanzará las altas estancias del Cielo. Y la declaración de beato, hecha por el papa Juan Pablo II, es sólo el principio. Como si la confidencia de Anna hubiera destapado la garganta obstruida de Gabriela, le dice ésta de los aspirantes, de la adscripción, de los numerarios, del anillo de la fidelidad, de los estudios internos, del círculo breve, de las romerías de la Virgen, de las crónicas, del curso anual; y todo con un apasionamiento, con una exaltación que nunca imaginó en ella. Una venda retira la asombrada chica de sus ojos; estuvo jugando a la gallina ciega y no la advirtieron. Asegura Gabriela que Anna posee vocación religiosa, y prohíbe a la muchacha contarlo, ya que de los padres se sirve el demonio para torcer las voluntades que escapan, tan feo él, atraídas por la belleza de la divinidad. Son egoístas los progenitores, y tratan de poner en práctica los proyectos pendientes a través de los hijos. A manera de as sacado de la manga en el momento oportuno, anuncia Gabriela que ha sido elegida por el Instituto para recorrer Roma acompañándola durante una semana. Explica que será en vacaciones; habrá un retiro espiritual de dos días y durante el resto recorrerán la ciudad. Comenzarán por el Vaticano, y en la plaza de San Pedro verán al Papa; bajarán a las Catacumbas y asistirán a misa en San Juan de Letrán. Luego se acercarán a las iglesias y palacios que mejor explican el desenvolvimiento de la fe desde los instantes primeros. No encuentra Anna respuesta inmediata, pues intuye que tal desplazamiento es imposible; debe explicar a su madre lo ocultado hasta ahora, y sabido, intuirá como ella un motivo egoísta que no alcanza a calcular. La muchacha no eligió a la familia de sangre, pero aceptada y querida es un valladar que se alza contra el peligro cierto y ante los probables. No desea Anna comprometerse ni cerrar la puerta a cal y canto, de manera que condiciona la respuesta a una reflexión profunda.
La sor Prudencia de ahora es razonable y rebelde, disciplinada y sincera: o ha cambiado su entidad o la ex alumna modificó su mirada. Seguro que resulta incómoda para quienes tienen la responsabilidad del mando sobre su albedrío. Es íntegra y tolerante, sensible y apasionada. Domina la tiranía del cuerpo o se somete a ella si su voluntad lo decide. Defiende los derechos femeninos como los de cualquier postergado, sin hacer secciones aisladas. Habla claro y, sin embargo, es oportuna y discreta. Sufre crisis de fe y la fe sale perdiendo. De la Divinidad acepta el perfil de Creador, y ama su Obra íntegra, el hombre a la cabeza y a la zaga, primero y último entre iguales. Se obliga con la Verdad que hace libres a las personas, y sabiéndose parte de un conjunto indisoluble, se da a los otros y los acepta sin prejuicios. Esa concreta forma de ser de la hermana Prudencia, y el recio carácter que impulsa la honestidad de su comportamiento, posibilitan que Anna la escoja como guía en detrimento de Gabriela. Las compara y la amiga se pierde en la neblina, se diluye en la distancia; las opone, y la pequeñez de la joven se agiganta hasta hacerse palpable. Gabriela lo sabe y lucha por Anna empleando las potencias que la Comunidad pone a su disposición. En su viaje a Roma tienen concedida una audiencia privada con el Sumo Pontífice; podrá Anna besar su mano y estudiar la expresión de la cara al sentirse amado. Si es un cebo la noticia, la noticia es un cebo bien elegido; y puede que muerda el anzuelo.
La vida -capacidad de hacer- es él único valor que la muchacha posee, y se considera rica. De modo que, si sor Prudencia le ruega en silencio que ponga su tiempo al servicio de los necesitados, lo hará. Dice la hermana que la existencia es de quien la anima, del Autor que es origen de todo; razón al mismo tiempo del pedestal que sustenta y de la estatua soportada, de la cima helada y de la nieve que la arropa, del río y el pez, de la espiga y la vega nutricia, de la esperanza y de la persona esperanzada. Expone la imagen de un Ser Supremo que dicta las leyes naturales destinadas a insuflar constante el aire en los pulmones, a impulsar acompasado el corazón que irriga el organismo; el retrato de una Providencia que marca el recorrido de las nubes preñadas de prometedora lluvia y tinta cada tarde rojizas las puestas del sol tras el último horizonte. No se debe temer el error de interpretación, asegura la santa, porque si Él no existiera, sus obras, el hombre, los animales y las plantas, las rocas y el viento existen, y están ahí, visibles y tangibles. Sin saberlo, la monja remacha el único clavo que la muchacha sujeta con los dedos en la perpendicular de la fe.
Se sabe Anna dispuesta a ser instrumento de la Naturaleza, sirviéndola en la preservación y el progreso. Compromete su conducta, pensamiento y acción, y la pone al cuidado de una parcela mínima de lo existente. No fija precio a la entrega, pero señala la urgencia de sacar a flote a su padre, de situarlo por encima del mar que lo naufraga; marca la necesidad de sosegar a la familia para que comprenda el alcance exacto de los hechos y reciba la paz que tanto necesita. Mas no debe forzar la esencia de las cosas a manos del egoísmo; se hará religiosa, profesará de hermana y llevará un hábito blanco como el de sor Prudencia. A su lado permanecerá ojo avizor, compartiendo el espacio e imitando sus virtudes hasta hacerlas propias. Enseñará a los niños que la felicidad viene a culminar el esfuerzo de cada uno, y que la dicha de la persona forma parte de la armonía general y del universal equilibrio. Por ellos, equilibrio y armonía, lucharán; de ellos, armonía y equilibrio, les vendrá la dicha. Moldeará su carácter siendo ejemplo de un constante amor a lo creado, de sinceridad, de tolerancia, de donación desinteresada. Los quiere justos, honestos y buenos ciudadanos; críticos con los que gobiernan y comprometidos con el entorno; cesta de peticiones y capazo de dádivas. No señalará caminos: hay tantos que su gesto restaría posibilidades. Puede que renuncie a la forja, pues algo ve en ella de egoísta. Su amada maestra la deja a final de curso para dedicarse a los enfermos, a los escaseados, a los que huyen del dolor, del abandono y de la muerte sin saber el lugar de sus emboscadas. Volverá si la jerarquía lo permite, para ver a los padres y a los hermanos, a Gabriela, a las mellizas, a su gato Garfio, árboles y arbustos de la parcela de El Escorial, lo que admita el interior del paréntesis.
Capítulo XV
Ocurre un sábado a la hora del café o de la siesta, según cada cual y sus predilecciones. Juan, que se acerca a ver a su padre cuando corresponde al hermano tenerlo, se deleita despacio, sorbo a sorbo, alargando la taza. Dentro aún de la negra nube que lo acoge y atormenta, es incapaz de darse satisfacciones, salvo esta mínima de la plácida sobremesa, charla pausada, beneficiosa. Juan se impuso pronto a su menoscabo: mano izquierda atrofiada, tres dedos minúsculos en el lugar en que las personas tienen de suyo cinco bien desarrollados, pulgar opuesto, activos, prensiles; tres esbozos dactilares que rompen la simetría corporal y establecen una individualidad diferenciada. Nació en un parto alarmante destinado a llenar a los familiares de consternación, a ponerlos en la mente un sentimiento vago de culpabilidad, a obligarlos a bajar la cabeza avergonzados. Más a la madre, aquella Octavia madrugadora, encargada de encender la lumbre del hogar con las primeras luces para hervir las sopas del almuerzo; aquella mujer fuerte e incansable que llegaba la última a la cama, cuando el silencio nocturno ya era el dueño de la casa y del pueblo. Pero también al padre: algo había hecho mal: la gestación no fue respetada en todas sus cuantiosas exigencias, pudo dar a la esposa algún líquido en mal estado, alguna medicina contraindicada; permitió que se atiborrara de lechazo el día de la fiesta, no satisfizo sus imperativos antojos: deseos incontenibles de productos del campo imposibles de hallar fuera de la temporada de cultivo. Puede que la razón estuviera en el continuo ejercicio, en el sobreesfuerzo del verano; puesto a su cuidado exclusivo el área amplísima de lo doméstico, satisfacción puntal de las necesidades de los trabajadores. Juan superó, niñez acobardada, su merma. Iba corrigiendo las potencias, recomponiendo el equilibrio, formando una estructura de menos enlaces, quizá un tanto endeble y asimétrica. Pero desarrollaba habilidades compensadoras, distribuía de otra manera las ya existentes y en la primera juventud era tan fuerte como sus amigos, igual de capaz que los muchachos de sus mismos años. Los estudios pagados por doña Regina y cursados por Juan con aprovechamiento, le dotaron de unas ventajas que, modesto como es, nunca exhibió. Sabrá sobreponerse a la injusticia del despido: pura envidia de los compañeros, venganza de quienes carecen de principios ejercida contra aquel que respeta los principios y los defiende. Se opuso a los abusos de los que en la empresa gozaban de privilegios, al trato injusto dado a los empleados; defendió la transparencia fiscal, la legalidad en cualquiera de los órdenes contables. Es fuerte y se sobrepondrá; el tiempo que todo lo cura limpiará la sombra de su mirada. Eso piensa el abuelo mientras le observa tomar el café mezclado con un chisguete de leche.
Miguel sorbe una infusión de menta origen del agradable aroma que avanza conquistando la casa. Se defiende el mayor como mecánico de coches pese a que los padres no le pudieron dar estudios, y lejos de los primeros tiempos en que necesitó ayuda para la entrega inicial de la vivienda, posee un empleo fijo y una trayectoria sin sobresaltos que permite al matrimonio, falto de herederos que exijan forzar el ahorro, un pasar desahogado. Su mujer, Irene, recostada en el sofá, laxa, indefensa, se va adormitando con una mueca inocente, infantil. Amelia, que si puede evitarlo no deja a Juan solo, señala a la cuñada demandando silencio. Debido a la elevada tensión arterial y a la inconveniencia de los excitantes, el abuelo toma sorbos de agua y mete baza en cuanto se trata de los sucesos del barrio, en asuntos generales o si sucede que la conversación deriva hacia el pueblo. Sobre su hallazgo guarda silencio, consciente de que “secreto seguro es el que no has dicho a ninguno”. Indaga a ocultas, de tapadillo, como si fuera un investigador de arcanos; consideración halagadora de la que, una vez formulada por sus labios quietos, se enorgullece. Tiene para él, que si lo explicara -inclusive a Juan, serio, recto, estricto cumplidor de las normas, con quien no guarda otra reserva- se vería obligado a entregar los apuntes a la autoridad, aplicarían los funcionarios la ley del silencio y nadie se enteraría de nada. “Los del poder, azules o rojos, se protegen unos a otros”; es el adagio de cosecha propia que suele expresar ante interlocutores de confianza. Y en presencia de los mismos o de otros cortados por idéntico patrón, añade: “Es de dominio público: el dictador muerto yace bajo una losa enorme; pero sus seguidores continúan añorándolo”. El arraigado temor a las consecuencias, el antiguo miedo a las fuerzas del orden, de un orden ajeno, contrario a las gentes comunes, le impide aún dar su opinión sobre asuntos controvertidos. Han llegado los tertulianos a la política en el recorrido de la conversación y, no obstante, su voz es pausada para no despertar a la mujer dormida. El abuelo que se sabe apasionado en la defensa de sus opiniones, regresa a lo que ahora considera de mayor interés.
…qué sabe de eso su Excelencia. Para discernir hay que comparar, para comparar hay que conocer, para conocer hay que estudiar, para estudiar es necesaria la diversidad de fuentes, y la diversidad nos lleva a la insustituible libertad. Este largo razonamiento, que seguramente no entendió, le dio pie para encarcelarme, allí donde estábamos todos presos, Refugio Atómico del Alto Mando.
-Permanecerás encerrado hasta nueva orden. -Espetó a modo de maldición, dueño de un tono usual en el oráculo que, en nombre de un dios déspota, marca el camino a los humanos sometidos a su capricho. Como el arriero gobierna su reata de burros me habló.
-Su arresto a ti te incumbe. -Instruyó al responsable de la Seguridad, el más indeseable. La custodia del díscolo ha de encomendarse al perro obediente; la vigilancia del hombre libre, al vendido mercenario.
Descendimos dos tramos de escalones, veintitrés en total; pues, error de bulto o licencia artística de los arquitectos, son desiguales. En aquellos momentos aún tomaba mi situación a broma, confiando en que, como había sucedido otras veces, iniciada una pausa iba a querer mi charla y me llamaría. O en medio de la reunión; necesitado de una cita, de una referencia, reclamaría mi presencia de inmediato. Llegamos a la segunda de las tres plantas, espacio en que la escalera se abre a un pasillo que lleva a las diversas salas, al ascensor y a los últimos tramos de escalera, cuyas sólidas puertas de acero se abren electrónicamente si se marca la clave adecuada. Así, al menos, gracias a una enigmática combinación de letras y cifras que sólo el General de Generales conoce en su integridad, se accede a las dependencias superiores donde el Consejo dispone de espacio y tiempo para sus deliberaciones. El mismo pasillo, seguido hasta el fondo, nos introdujo en una habitación que conduce a otra extrema; allí el guardián me empujó con ímpetu, condenando a continuación la pesada puerta y quedándose fuera. La realidad iba imponiendo machacona su ritmo, coincidente con el monótono soniquete de los segundos contados uno a uno por el reloj, y uno a uno escritos en la pantalla. Pasadas las primeras horas, asumido, aunque sólo como hipótesis, mi papel de arrestado; comencé a anotar mentalmente lo percibido y lo intuido en igualdad de condiciones, sin discriminar las posibilidades entrevistas de las certezas comprobadas por mediación de los sentidos, dando todo por verdadero, pasado, presente y futuro subidos a un mismo carro, el carro de heno de El Bosco.
Se ve obligado el anciano a relegar la tarea, porque, habiendo despertado Irene, alguien ha encendido el receptor de televisión y hasta su mesa de trabajo, distrayéndolo, llega la voz pausada de la narradora: “La plánula, pequeña larva transparente del coral, se desprende del plancton y se adhiere a una superficie dura. Es el origen de un esqueleto que cada especie conforma de manera distinta: estrellas, cráteres, poros, asteriscos”. Incapaz de repartir la atención entre los dos focos de interés, sale el abuelo un momento al salón. Sin pretenderlo se muestra ante los hijos silencioso, pensativo, inapetente; aprecian ellos el brillo calenturiento de su mirada y el ánimo gastado, imaginándolo enfermo. A buenas horas –piensan- iba él a quedarse cerrado en la habitación toda una tarde estando sano. No, por nada del mundo dejaría de ver el documental sobre los Mares Tropicales y las islas que en ellos emergen, arrecifes coralinos que dan origen a bellísimos atolones repletos de vida. La quietud y el estatismo no conjugan, no concuerdan con su manera de ser, activa, inquieta, escrutadora. El ágora y los caminos o el asiento elevado del vigía si no hay otro remedio; no cabe esperar de él una conducta distinta.
Interrogándolo con el supuesto de la enfermedad, le arrancan, como en una confesión forzada, un mentido dolor de cabeza, pesadez de estómago y frecuentes deposiciones. Encuentran un culpable en el pescado, pues compartieron el resto de la comida. Y el médico de cabecera, al que se niega a llamar sin resultado, falto de inquietudes profesionales o complaciente en extremo con la opinión del entorno, confirma el diagnóstico y recomienda reposo y dieta líquida, pasando a sólidos blandos a las treinta y seis horas. Al menos no le receta jarabes ni pastillas o una purga con aceite de ricino; así que dentro de lo malo puede darse con un canto en los artejos, ya que los dientes del dicho, en su caso, a la espera de una reposición protésica, no lo resistirían.
Prosigue la lectura encubierta, pero su vientre formula exigencias o súplicas con embarullado lenguaje de rugidos, león o tigre perseguidores y gacela herida. En esa tesitura la mente del abuelo, lúcida por lo general, no se entrega a la deducción con tanto rigor como sería preciso. Recuerda memorables ocasiones, suficientes para criar fama de ingenioso, en las cuales recibió parabienes propiciados por sus ocurrencias: dichos y hechos fuera de lo común, representante de los intereses colectivos o individuo solo. Ahora el hambre cierra su mente y le hace sentir ligeros vahídos, obligándole a reposar tendido en la cama. Tras breves instantes de indefinición queda sumido en una somnolencia nebulosa, a través de la cual ve las barcazas capaces del Canal de Castilla desenganchas de las bestias, mulas, machos, caballos percherones, su motor de arrastre aguas arriba. Las percibe panzonas, el ancho vientre muy hundido, apresadas en esclusas que se sirven del impulso del agua para elevar, tanto el transporte como su carga de grano cereal o de la harina resultante, a la cota superior, punto de arranque de una nueva remontada. Allí llevó a los hijos; primero con la intención de mostrarles la importancia de la ingeniosa obra humana, después a petición de Juan, interesado en la fuerza de la naturaleza dominada, forzada a servir a la iniciativa del hombre. En su sopor ve el abuelo el parto de la yegua en el establo, sangriento, enternecedor; y un potrillo que pugna al instante por mantenerse erguido, buscando con modos torpes, faltos de ensayo, el primer acercamiento al vientre de la madre, belfos deseosos de leche, lomo necesitado de caricias, lametones, sedosas hocicadas. Ve la crecida del Carrión acercándose a las parvas desiguales, sobrepasándolas en el tramo peor defendido, inundando las arboledas colindantes y extendiéndose en mar ancho y largo que arrastra los troncos partidos, la hirsuta enramada, para hacer presa en el ojo central del puente viejo, semicírculo de roca sillar bien asentada sobre el cauce natural del río. Empuja el agua con la fuerza de mil gigantes los árboles parados ante el obstáculo, insiste, busca la manera de pasar sin drama y, al no hallarla, rompe el soporte medular de dos arcos contiguos, llevándose a través de la herida la parte del páramo de Valdepero colocada por canteros expertos en ese preciso punto del globo terrestre, obra civil orgullo de la cantería. Se ve espectador de primerísima fila, labrador preocupado por el desastre: resbala, cae, se sumerge en las aguas revueltas y la riada lo arrastra en su correr alocado. La casualidad, la buena fortuna o su propia desesperación, lo asen a un matojo de raíz poderosa en el instante de mayor compromiso. Despierta el anciano al llamado quedo de Irene y el doloroso encanto de los paisajes vividos en sus años jóvenes se rompe en pedazos sin estrépito.
Caldos de cocer arroz o verduras astringentes -brécol, espinacas, zanahoria- a los que añaden, tan sólo por beneficiar el sabor pensando en el enfermo, medio casco de cebolla, algo de aceite, dos hojas de laurel y unas gotas de limón estrujado. Regalo mínimo que deja la cuestión alimenticia como estaba, con escasa variación. Y por si no bastara el suplicio, a las tantas, cuando reposo y silencio acunan el espacio circundante, una tormenta de aparato eléctrico agitado y ruido de carros retumbando en el techo, saca al abuelo Miguel de su delirio o lo empuja adentro. El nublado nocturno potencia aspavientos y alarma; alfanjes de luz son los relámpagos rompiendo la negrura, el rayo clava su pica de fuego en el terreno conquistado, el trueno es voz del general que pone firme al ejército. Lejos quedan las mulas espantadas coceando a la fuerza invisible, pugnando por soltarse del amarre para correr sin rumbo. Imagina el mar enfurecido cuando el huracán agita olas que llegan a las nubes, y enreda con los barcos en juegos malabares. Si el hombre no descubre su pequeñez en esos trances, ya nunca sale del error. Oye el fragor del combate; sangrienta batalla de la infantería lanzada al asalto de las posiciones contrarias, mientras la aviación siembra de muerte los cuatro puntos cardinales y la artillería lanza cañonazos de cobertura hasta oscurecer el día. Guerra civil como todas, como todas inhumana; alistado a la fuerza, obligado a disparar contra enemigos forzados a disparar, imagen manifestada en espejos enfrentados. Se ve lanzando ráfagas de plomo al cielo con la clara intención de no acertar ni por error. Vacío el estómago y la imaginación desatada, puede que sean las seis de la mañana, restablecida la calma, cuando se duerme. Cuatro o cinco ideas lleva su sueño prendidas con alfileres en la cabeza, pues si encendiera la lámpara para anotarlas cuando se producen, se alarmarían los hijos; y en su consecuente solicitud ve el peligro cierto de un nuevo y doloroso remedio. La actividad doméstica iniciada en la casa -movimiento de muebles, batir de artefactos- arco iris que proclama la tregua, le da confianza para alzar la persiana. En pijama aún, toma sus papeles y a la luz del día se dispone a leer y a escribir lo leído.
Tras el muro oigo el sólido deslizar de la plancha de acero; será el guardián que quiere alimentarme para alargar mi vida justificando la suya. El mecanismo es simple: un sistema de vanos de volumen cambiante; y los expertos en seguridad no lo han complicado como cabía esperar. La sección de pared móvil, en su retirada, muestra un hueco que sirve al centinela para depositar la bandeja con mi ración de alimento, un rancho que trata de ser cuartelero sin posibilidades reales debido a la calidad y al exceso. El resorte cierra el ventanuco abierto de su lado, y de manera simultánea lo abre en el mío.
Y esto sucede sin orden ni concierto, cada dos horas o cada dieciséis; por lo que, en previsión de desabastecimiento, guardo. Ha de estar el vigilante tan desorientado como yo: convencido de que es de noche cuando tengo sueño, señalándome el día la vigilia de mis ojos. Se detuvo el dispositivo que contaba el tiempo en sus posibles fracciones, desde el año a la centésima de segundo; y permanecen desde entonces desfigurados sus guarismos hasta hacerse iguales, ceros en rectángulo partidos por el centro horizontal. En estas circunstancias el reloj de pulsera llega a ser mi única referencia. Sus manecillas provocan inconvenientes que no había imaginado. Medio día o mitad de la noche, a las doce en punto hago una marca en la carpeta donde guardo las cuartillas limpias y los apuntes recién iniciados; por las cuarenta rayas agrupadas en haces de diez, sé que han transcurrido veinte días. Si tengo en cuenta que la suma de las peticiones y la distribución a los ministros de las cantidades concedidas ocupan dos sesiones de trabajo, mañana y tarde de un mismo día, concluyo que custodio y custodiado permanecemos definitivamente solos. ¿Se aparta de mí? ¿Me aparta de él? Desconozco la razón de su presencia, no es obediente y en él la fidelidad llega justo hasta donde alcanza el provecho. Cabe en lo posible que esté tan cautivo como yo. El flanco donde nos encontramos es independiente; tanto desde su interior como desde el control del área central se puede obstruir. Me lo imagino preso en una posición que intercepta mi paso; a la vez paciente y agente, objeto y sujeto de inmovilidad. Algo tiene de chocante la situación que me mueve a risa. Ninguno de nosotros pertenece al Gobierno, hemos asistido a numerosas sesiones secretas, conocemos planes detallados de actuación futura, sabemos de acciones inducidas que se atribuyen a enemigos; el déspota trata de eliminar a dos…
Obligado por la repentina falta de continuidad del escrito, une la intuición del abuelo los rasgos incompletos vistos a través de la tinta desleída, interpreta con esa ayuda valiosa el contenido del borrón y escribe en sus apuntes: el déspota trata de eliminar a dos testigos incómodos. Está claro: gozamos de credibilidad en nuestros respectivos ambientes, espacios simétricos respecto al núcleo de la población y somos capaces de influir en personas muy activas. Tiene sentido su interpretación, y tras varias lecturas y modificaciones se dispone el concienzudo intérprete a proseguir la transferencia. Pero una reflexión ocupa de improviso su mente: la existencia de calabozos en tal recinto, demuestra la consustancialidad de la represión en el dictador y en su régimen.
Lentamente la puerta gira sobre sus goznes, se abre sin otro roce, deja el paso franco, entrada o salida. Atribuyo mi puesta en libertad, más allá del momentáneo capricho del tirano, a una rara conjunción de principios universales: el hálito del Creador que inclina la esencia de lo creado, superando la marga y los arbustos, hacia el reino animal; la excitación de algún sensor, cordial o cerebral, situado en los órganos íntimos, muestra minúscula de la calidad humana que la Naturaleza no puede hurtar a ningún ser vivo nacido de mujer; la levísima corriente eléctrica que cruza como una exhalación alguna fibra amable otorgada al alma de las personas todas, dictadores incluidos. Personalmente aseguro que he visto al tirano barnizar con un gesto de ternura la comisión de las mayores atrocidades. Firma las condenas a garrote vil o a descarga de fusilería con la mano derecha, la misma que entrega migas de pan a las palomas.
Alcanza la gruesa hoja la posición del ángulo recto, y en ese instante entra mi carcelero donde yo estoy. Abatido aparece, pálido, avejentado; como si hubiera cumplido diez años de encierro. Comprendo de repente mi equivocación, retrocedo y voy derecho a mi primera hipótesis, estamos presos ambos, nos cerraron y se fueron. Al funesto opresor le faltó altura de miras, carece de suficiente inteligencia para actuar en su propio provecho.
Contar con extensos ratos de lectura llevaba aparejado el hambre, ahora que dispone el abuelo de alimentos gustosos, carece de excusa para permanecer en el cuarto adentrándose en la historia increíble, empapándose de su contenido. “En esta vida no hay dicha cumplida”, musita como quien se habla a sí mismo. Dispone de media hora al levantarse y de tres cuartos al ir a la cama. Aparentar otra indisposición empeoraría las condiciones vigentes. Sabida la coincidencia que se da entre las opiniones autorizadas y las profanas, podían suprimirle el apéndice o tratarlo contra el paludismo.
El guardián convertido en compañero de celda atribuye a uno de los tres ordenadores, el correspondiente al área central, los fallos detectados en los mecanismos. Los he visto; ocupan una habitación que ha de estar bien refrigerada. Son artilugios en forma de armarios de frontal transparente, y en ellos las cintas magnéticas giran con enorme velocidad a intervalos irregulares. Poseen una memoria prodigiosa y son capaces de realizar múltiples cálculos en un mismo instante. También se equivocan; porque un fallo de la computadora errada ha desactivado los circuitos que gobiernan esta planta; y el reloj descompuesto es sólo el indicio visible. Exculpa la conjetura al tirano; pues cabe pensar que él y los ministros nos llamarían a través del intercomunicador, y al no contestar, creyéndonos huidos, se fueron. Retiro de mi lengua un reparo cargado de lógica: una policía diestra en encontrar agujas en los pajares, no tardaría más de unas horas en dar con nosotros. Si bien, ocupando como ocupa las proximidades del centro de la tierra nuestro escondite, y siendo secreta su ubicación, nos encontrarían en el centro de la tierra mejor que aquí.
El responsable de la Alta Seguridad, poco antes de encomendarle el Autosuficiente mi custodia, pidió al Ministro del Interior un cargo administrativo. Alegaba como cualquier aspirante los servicios prestados, pero los suyos llevan inseparables, mediante un juicio justo, largas condenas en el código penal. Prometía continuar obedeciendo y guardar un conveniente silencio sobre sus muchas complicidades. Ultimátum, chantaje; tuvieron por el camino palabras duras y después de las amenazas ya nada quedó en su lugar. Pudo abrirme al término del primer día, confiesa metido en una sinceridad insospechada; cuando quedó aislada del resto el área donde nos hallamos; en ese instante, desbloqueado el interior, quedaba libre el acceso al pasillo y a las otras dos salas. Mas no entró, quiso actuar por su cuenta, ejercer de celador por iniciativa propia; jugó a ser el déspota, pero ante las magulladuras que la soledad provoca, acabó cediendo.
Aquí, espacio hermético donde un próximo rescate constituye el primer anhelo, el canal de radio no funciona. El cordón umbilical que nos uniría con el exterior permanece inoperante; no podemos pedir ayuda ni conocer lo que ocurre fuera. Al parecer, cuanto concierne a la comunicación de este espacio está encomendado también a la computadora del área central. Disponemos de libros técnicos, manuales de supervivencia, tratados de estrategia militar, pero ni una línea hay que tenga en cuenta al hombre común en el angosto camino de la vida. Puede este descubrimiento añadir tortura al encierro o al menos arrebatar la esperanza de mitigarla con interesantes lecturas. En cualquiera de los supuestos que sobre nosotros imagine, un tablero de ajedrez me abre derroteros insospechados. Aunque mi compañero de celda no sepa mover las piezas le parecerá lo suyo; defensa Nitnzowitsch, protección Schliemann; ataque Alekhine, torres, caballos, peones de brega de capacidad muy limitada, blancas contra negras. Considerándome un privilegiado en el uso de la libertad de expresión, le anunciaré con ironía cierta verdad bien contrastada: Una buena apertura es la mitad del éxito. Estará en desacuerdo y la discusión promete. La apertura central no es recomendable para las blancas. En la Defensa India de la Dama, las negras utilizan como señuelo su correspondiente Alfil, intentando dominar la Gran Diagonal y primordialmente la casilla 5R. Utilizaré la lógica de la salida Giuoco Piano cuando defienda albas posiciones.
Mi celador es mi luz; conoce las reacciones físicas de la mecánica que nos cerca y nos obliga, las razones de su movimiento –escribe el abuelo en sustitución de las manchas de tinta extendidas sobre los trazos confusos- mi centinela domina el rutinario caminar de la técnica que nos sostiene. Comprende el orden que enfila los comportamientos electrónicos en acciones sucesivas. Se entiende a la perfección con los muebles de uso múltiple y sabe sacarles todo el partido previsto. Se relaciona bien con los dispositivos pensados para ayudarnos, para completarnos; y éstos se ponen de su parte dando de sí lo que llevan dentro, lo que un ingeniero adicto, bien pagado, concibió. Egoísta como es, comparte sus conocimientos conmigo porque está convencido de ayudarse. Dos, puestos a lo mismo, multiplican las posibilidades de éxito. Pero a mí no me basta el cómo, quiero el porqué. El conocimiento acompaña; llegadas las explicaciones que necesito, no estoy solo; pero si el perito deja de colaborar sucumbiré a manos de la ignorancia. Impotente para la investigación, me sentiría inválido, anulado. Gobernado por fuerzas ocultas en circunstancias desconocidas, la locura tomaría posesión de mi mente sumida en el desaliento.
Desfigurada la apariencia de obra magna por una cubierta protectora, la calificación de Secreto de Estado y el acarreo nocturno de los materiales entrantes y salientes, convirtieron los trabajos del Refugio Atómico en simple trasvase de áridos. Quedó limitada su realidad a los cuchicheos de vecinos noctámbulos o insomnes, pronto desmentidos por la falta del progreso vertical que la evidenciara. De sobra sé, sin que mis ojos lo vean o mis manos lo palpen, que en el Régimen domina el exceso, que el despilfarro corre tras el miedo precedente. Los descubrimientos no hacen otra cosa que confirmar esta ley acreditada en el universo, repetidamente corroborada a través de las distintas geografías y las diversas épocas de la historia. El refugio se diseñó por triplicado. Qué importa el costo cuando la tranquilidad del –duda el abuelo entre autarca y jerarca, porque el inicio de la palabra se muestra ilegible, pero tras consultar el diccionario escribe- jerarca está en juego. Poco suponen los sacrificios del pueblo cuando de Él dimana toda prosperidad y con equidad la distribuye.
Tres áreas autónomas, me explica; situadas en niveles superpuestos, se edificaron en el enorme escondrijo. La seguridad presidió el criterio de los artífices. Cuando investigadores y técnicos estimaron la posibilidad de sufrir un fallo grave cada cincuenta años de uso, se impuso el criterio de la duplicación. Una de las unidades a pleno rendimiento y la otra de reserva, en actividad latente, elevaban el período de posible desastre a los noventa años de actividad. Una tercera, sin anularla, reducía la aventura al mínimo interés; llevando la probabilidad a la alejada cota de los ciento quince años. En vista de que resultaba científicamente imposible hallar la resistencia absoluta que buscaban, y dado que los recursos no eran inagotables, los artífices se conformaron con la triplicidad de recursos. Añadieron, desde luego, mayor profundidad, mayor grosor de lo que en física nuclear se estima necesario para marginar una explosión atómica mediana; en concreto multiplicaron por dos coma treinta y cinco las magnitudes que la lógica, si se la consultara, admitiría.
Mi capacidad intuitiva cree recibir de lo oído una conjetura que los conocimientos de mi asesor no le han facilitado. Si concuerdan en el tiempo la salida de los otros y el desarme de los automatismos, puede que el ordenador culpado no hierre. Ocurre, probablemente, que al marcharse los miembros del gobierno, la actividad de las dos plantas inferiores, reserva pura como ambos sabemos, pasó a la latencia, permaneciendo la superior operativa. Admite mi suposición y la alaba; está desconocido. Por esa razón, afirma, tenemos acceso manual a la completa área autónoma situada en el centro.
¿Qué se hizo con los arquitectos, con los peritos, con los científicos; con cuanto colaborador necesitó la ingente arquitectura? Llegaban al puesto de trabajo en vehículos de cristales oscurecidos, siguiendo rutas modificadas cada día. Parcelados el conocimiento y la responsabilidad, bastaba con diseminarlos al término para que ninguno contactara con los otros, completos desconocidos obligados a silencio. Algunos se extraviaron en los recovecos del sistema; los más inteligentes ataron cabos llegando a conclusiones difícilmente denunciables sin perder la posición alcanzada. En las altas esferas circulan rumores que hablan de exilios dorados y cementerios secretos; pero yo no hago mucho caso de la guerra sorda librada entre simples camarillas de verdaderos correligionarios. En esas sinuosidades se habrá extraviado la indagación de los míos. De puerta en puerta, de despacho en despacho irían con sus preguntas, quejas y lamentos sobre el pariente o el amigo, hasta recibir las duras amenazas silencieras.
Enlazándose ambas construcciones por medio de un oculto pasadizo, secreto inviolable del estricto círculo de beneficiarios, escalera, montacargas eléctrico y elevador manual; sobre el refugio irá la Secretaría General del Movimiento: varios sótanos, quince plantas y helipuerto en la cumbre. Con ese objeto, preservada de la arquitectura y rodeada de alta tapia, una vaguada que fue cuartel de artillería cuando dejó de ser campo de tiro, entregó el es -nuevo borrón que el abuelo interpreta según sus prudentes entendederas- espacio necesario para albergar el reducto del pensamiento imperante.
Lo leído encaja a la perfección en la teoría aceptada por los estudiosos: fallecido el dictador, la segunda parte del proyecto, la única conocida, fue desestimada. La democracia, yendo ella siempre tras las formas, construye en el lugar el Ministerio de Ocio, reduce la extensión prevista y dando el sobrante a la especulación obtiene los recursos que llevan la intención a su destino.
Un sol horizontal, entrando por la ventana del comedor mientras el abuelo desayuna, señala lo temprano de la hora, alborada recién nacida; y el anciano domina unas ganas locas de que el tiempo avance. Descansan los demás; así que respetando el silencio envolvente se prepara un vaso de leche desnatada; lo endulza utilizando dos comprimidos de sacarina y sumerge en él unas galletas de harina enriquecida con oligoelementos esenciales. Sucedáneos, falsos alimentos. El abuelo duerme poco, y en cuanto despierta se siente incapaz de permanecer en la cama. Espera más del próximo momento que del presente; no sabe si por desconfiar del uno o por hinchar las expectativas puestas en el otro. De noche es la luz del día lo que busca; y luego el mediodía cálido, el crepúsculo ambarino, las sombras que todo lo escamotean. Por eso conduce su vida a trompicones, avanzando como si de una porfía se tratara. En su afán desmesurado de horizontes se arriesga a llegar al postrero, la fría muerte, final de los desvelos vanos.
Hay hitos marcados en su vida, que el abuelo perpetúa memoria adentro: el día en que asistió a la escuela por primera vez, la terrible matanza de los cerdos presenciada siendo un chaval sensible a quien dañaba la vista de la sangre, la boda alegre de su hermana mayor, el viaje en carro al Paramillo cuando su padre le permitió llevar las riendas, aquel momento mágico alargado por la turbación de su novia al aceptarlo, la firma de la escritura que le hacía dueño de las tierras de Chorlera, Salero, Lastrones y Reguera; el nacimiento de los hijos. Hay mojones hincados en la tierra labrada de su existencia, cuyo alcance supuso una satisfacción indescriptible. Y es que entonces se aferraba al presente y lo embuchaba con las ansias del ternero que succiona en las ricas ubres maternas los próximos pálpitos de vida. Por ello indaga con gusto en sí y en lo suyo a instancias de los nietos. Daniel y Anna quieren conocer el lugar de procedencia, para explicarse el sitio ocupado en el presente y descubrir el territorio de destino. Agotada la memoria ha recurrido por carta a quien era párroco de Husillos en su época de alcalde, un sacerdote de ideas antiguas, con el que llegó a entenderse a pesar de la disparidad de creencias existente entre ambos. Como está retirado y carece de ocupaciones perentorias, investigando en el archivo eclesiástico provincial ha encontrado antecesores que el señor Miguel ni sospechaba. Además de los parientes ya sabidos de Husillos, Valdepero, Monzón y Perales, y de los que oyó mentar en casa, los hay de muchos otros pueblos. Su apellido Frías procede de Astudillo y Dueñas, Blanco viene de Carrión de los Condes, de Villasirga, Gutiérrez; el Torquemada, cuarto, es de Piña de Campos; Palacios, el tercero, es de Támara; de San Cebrián, González; Moro, García y Rioja, son de Valdepero, y ni por asomo los imaginaba suyos. Otros proceden de Valdeolmillos o Villamediana y, lo que constituye una rareza, hasta de Valdemaluque, un pueblecito de la provincia de Soria. Tierra de Campos y Cerrato, en esa confluencia de caminos, junto a los ríos Carrión y Pisuerga, se enraíza su tribu.
Trata de progresar en la misteriosa incursión que el relato hallado en la obra promete, despejando por sí mismo las incógnitas que pueblan su cerebro de posibilidades; y no le guía otro propósito que el razonable de ceñirlas a su propia dimensión. Se aventura el abuelo en la caverna recién descubierta, al mismo tiempo que la antorcha ilumina espacios vírgenes de luz y de miradas; y los ve entreabrirse tímidos y entrecerrarse púdicos en actitud de doncella intacta y confundida.
Habiendo pasado un mes, cinco nos separan aún del próximo Consejo Semestral, probable momento de nuestra liberación. La fantasía, tomando por sorpresa a la lógica, sometiéndola, dispara cohetes de feria que se abren en mil trayectorias de colores sobre nuestras cabezas; les sigue un ruido quebrado: corchos huidos de botellas repletas de vino de aguja. Vendrán y saldremos, pero ¿cómo serán entonces nuestras relaciones con el dictador? ¿Compensará de algún modo el trastorno? ¿Ignorará el suceso que originó el castigo? En los abundantes arrebatos de pesimismo, de realismo aclara mi compañero, advertimos que el cálculo de la espera limitado a cinco meses forma parte tan sólo de la hipótesis menos desfavorable. Difícilmente se cumplirá plazo tan corto, pues si nos creen huidos no bajarán a buscarnos, se abstendrán de activar las áreas latentes y nuestra libertad quedará relegada a la revisión general de mecanismos. El desarrollo normal de los hechos puede reservarnos años de aislamiento. Buen panorama: un espía, traidor, mercenario, terrorista, perjuro y torturador; y un bufón, juglar, loco, sabio, anarquista, curandero y futurólogo; unidos por la fatalidad y obligados a colaborar para sobrevivir.
No se proyectó pensando en nosotros, pero está a nuestra disposición, destino por una vez generoso, un espacio destinado al ocio creativo y al ejercicio físico; esa previsión va a facilitar el equilibrio necesario entre cuerpo y mente, el ajuste de nuestras conductas. Mientras se aproxima el desenlace liberador, carcelero y preso tanto montan. Yo distraeré su desaliento y espolearé su brío; él buscará una salida y facilitará la resistencia. Necesitamos aire, agua y alimentos; grasa, hidratos de carbono, proteínas y las aminas de la vida. Me explica cuanto sabe: lo concreto y sus efectos. Yo intento trasmitirle lo abstracto que forma mi patrimonio. Él, que domina los secretos del ayer, me interroga sobre el mañana que vislumbro; y poco a poco voy dibujando un porvenir a medida del deseo, meridianamente claro, apoyado en su memoria, sustentado en mis metas, factible, verosímil. Con el pasado de la experiencia y el futuro de la imaginación, cada día modelaremos el presente, le digo; mas no acaba de tomarme en serio.
La necesidad, satisfecha con el contenido de la abundante despensa, no nos lleva al almacén; nos empujan a él la simple curiosidad y el aburrimiento. Un recuento somero descubre la cuantía de los recursos puestos a disposición de nuestras miserias, uso y abuso si así lo queremos; eficacia mecánica que pretende acercarse a la perfección, calidad alimenticia que roza la exquisitez. En algún sector, fuera de nuestro alcance, hay plantas vivas, un completo jardín subterráneo vecino de un acuario navegado por vistosos peces comestibles. Un sol artificial proporciona calor y luz a la vida allí vigente. El paraíso cerrado a cal y canto, la cárcel de los sueños inalcanzables. Los residuos y detritus, me lo explica él, se procesan en un circuito que retorna los líquidos a su estado desecando los sólidos, de forma que unos sirvan para la hidratación del humus y otros de alimento a plantas y animales. Nada se crea ni se destruye.
En el estado de letargo en que se encuentra nuestro espacio, nos llega la energía producida por dínamos, baterías químicas y una pila atómica casi eterna. Suficiente agua: considerables depósitos dotados de unidades depuradoras y corrientes naturales de fácil captación. Aire que entra filtrado y sale turbio en cantidad y calidad medidas a través de conductos flexibles, estudiados para mantenerse sin mengua de su idoneidad tras un cataclismo, a salvo de terremotos o explosiones. Y si, por causas imprevistas, fallaran; un mecanismo automático de reciclado se pondría en marcha
Los tres cerebros electrónicos que vi en su ambiente frío, interrelacionados, rigen el complejo sistema calibrando variables y tomando decisiones. Podemos estar seguros de que detectan nuestra existencia comprometida; inteligencia artificial para quien somos masa, peso, temperatura y movimiento. Entre sus facultades está la de establecer la comunicación interna y la salvadora línea exterior; y hasta la de mostrarnos en una pantalla las imágenes captadas por las cámaras, ojos sin iris ocultos en el corazón dividido de la ciudad: área financiera, templos y cuarteles. En determinados supuestos que desconocemos, esas computadoras podrían liberarnos. Pero alguien tiene que pronunciar el fiat o apretar el botón adecuado.
La duda nos invade: ¿Estaremos siendo utilizándonos como cobayas en una prueba de resistencia?, ¿inspeccionarán cada uno de nuestros movimientos?, ¿somos unos sometidos a la curiosidad científica de un vigilante atento que anota el comportamiento individual, la conducta de ambos, la forma de resolver los problemas, nuestras conversaciones y actitudes; las constantes vitales que…
Capítulo XVI
El treinta y uno de julio cierra la editora, y los empleados, exhibiendo una alegría ensanchada, hacen sitio en los cajones para los papeles que cubren las mesas de trabajo; tanto los de actualidad como los que llevan meses esperando atención. Se apretujan los folios en el encierro, y el barniz del tablero recién descubierto brilla a la luz de los fluorescentes dando al ambiente un aspecto festivo. Las despedidas entre compañeros suscitan diálogos propios, característicos de las separaciones, cuya profundidad depende de la manera de ser de cada uno y de las afinidades desarrolladas. Nunca fue Juan consciente de ese rito, que se habrá repetido en su entorno treinta veces al menos.
A primera hora del martes va con Amelia y los niños a El Escorial. La casa parece haber estado esperándolos largo tiempo, porque el abandono es humano pero los edificios también lo sufren. Quizá presentían la llegada de los dueños y estuvieron alerta las habitaciones desde mucho antes, atentas al ruido de los pasos, erguidas hasta bien entrada la noche. Debieron de dormirse cansadas y Juan y los suyos las sorprenden desperezándose, frotándose los ojos, acunando en sus labios una sonrisa de satisfacción.
Durante el resto del día se siente Juan intranquilo, y va de un lado a otro sin objeto, recorriendo estancias, pasando revista a los árboles, a los arbustos, a las yerbas silvestres. Hay tanto trabajo aplazado que todos a una se ponen a ello, y al llegar el sábado la casa ya es otra, es otro el jardín, y hasta la parte trasera, monte bajo aún, cortados los tallos híspidos, es otra.
La sonrisa de Amelia, honda y abierta, habla al convaleciente de su propia situación, de la mejora de la salud y del lento avivar de su ánimo. Se suceden las visitas, los amigos reemplazan a los familiares, y para agasajar a unos y a otros y agradecer su presencia, es raro el día que no encienden la barbacoa. El lechazo que se puede comprar en Madrid no sabe como el de Palencia; no es churro y el abuelo, al que llevan los sábados Irene y Miguel, se lo dice al hijo pequeño en el pabellón de la oreja, buscando una complicidad que Juan entrega en un guiño. Sucede que el hermano disfrutó el permiso durante el mes de julio, y en agosto trabaja. Anna y Daniel pasan las horas muertas en el embalse con otros muchachos, pues disponen de una piragua y una plancha de material plástico sobre la que se alza una vela; circunvalan, cruzan y entrecruzan las aguas mansas, y apenas los ven los mayores. Será que el antiguo Director Administrativo en trance de convertirse en agente comercial está de vacaciones, y el descanso justificado no hiere; eso será, porque transcurre el tiempo sin sentir, y cuando el mes de holganza concluye, el próximo viene flanqueado por la melancolía.
Sólo el bueno de José Luis conoce si, reanudada la tarea en la editorial, pone alguna intención, segunda o tercera, en el asunto; si la razón de preguntar a Juan por algún experto en selección y formación de vendedores, es en verdad la de ayudarlo. De su bondad cabe esperar tal comportamiento: ni sombra de duda tiene el preguntado. Aunque pudo deducir, que, debido al oficio de economista, el comercial en ciernes está al tanto de profesionales con tal especialidad. Se lo comenta a Amelia el marido, como ejemplo del carácter mutable de las situaciones; y alguna luz se enciende en el cerebro alerta de la esposa, ya que asegura -mente ágil hecha a las ilaciones rápidas- que sabe de uno muy capaz; y al notar la fuerza de la mirada puesta sobre su persona, fija en sus labios, la mujer añade que él puede hacerlo. Inspiración, confianza, llámese a la salida de Amelia como se quiera, poco importa el nombre; en la opinión de Juan se trata de una buena idea. Le gusta explicar lo que conoce, tiene paciencia para hacerse entender y disfruta razonando. En cuanto a la necesaria práctica en el terreno árido de la venta, está convencido de haber dado pasos de gigante tras ella en esos días.
Escaleras arriba y abajo, distribuidores abiertos a las puertas cerradas, pasillos a izquierda y derecha; rastreando los barrios de La Concepción y Parque de las Avenidas, seguía el aprendiz los pasos de José Luis o caminaba al lado, pegado a él. Y esa actividad escrutadora puede considerarse su bautismo de fuego. Situado Juan a la sombra del guía, dentro del círculo protector, acaparaba sus contrastadas recomendaciones, posos condensados del continuo ejercicio comercial, extracto enriquecido por un generoso aporte de empatía. En suma, los tragos de leche nutricia tomados del pecho ubérrimo, lastrado Juan con cinco kilos de libros y catálogos que causan dolor en los codos de ambos brazos, han fortalecido la confianza puesta en sí mismo.
Experiencia conseguida a la que hay que añadir la predisposición anímica a lanzarse a la calle como jefe de grupo, profesional competente en cuya piel logró introducirse, empujado por la voluntad de conseguir cuanto antes la necesaria cuadrilla. Hubiera hecho buenas migas con los tres novatos –los imagina dóciles y tenaces- pues maduraba maneras eficaces de empujar su constancia cuando de él dependieran. Y añade al recuento la afición nacida tan sólo unas horas antes, apta para la espera sosegada en que se halla sumido, empleando el tiempo en adaptar la mente a la tarea de seleccionador y maestro, y en documentar de manera objetiva sus intuiciones. Así que, completado el currículo con los ejercicios mercantiles descritos, puede ser considerado un candidato tan firme como cualquier otro, a la altura, incluso, de los curtidos por una labor de años.
Sabe que el puesto pretendido ofrece privilegios de los que ahora no se beneficia, y su cabeza apunta las ventajas derivadas. Valora en primera posición el hecho, en extremo provechoso para el bienestar corporal, de dar fin a las caminatas de horas, pasando de mano en mano, a intervalos menguantes, el peso de la cartera repleta de papel impreso. Una segunda utilidad, primordial para el sosiego de la mente, se halla en la disminución de la jornada, al ganar al día cuatro horas que piensa emplear por mitades en hacer vida de familia y en tomar clases de pintura, ya sea en algún taller o visitando exposiciones. Por último, si amplía el espectro de la oferta otras empresas se pondrán a su alcance. En definitiva, puede estar refiriéndose a su ocupación inmediata y al sentido marcado a una reconversión profesional ineludible.
En nombre de la razón de estado se han cometido y aún se cometen, ganando acaso el hoy en desfachatez, verdaderas tropelías. Barrabasadas parejas se perpetran tras la pantalla de la prioridad empresarial. Una vez más es invocada ésta cuando propone el cambio de ocupación; y aunque en la presente oportunidad resulte favorecido, su acendrada sensatez percibe demasía en la trascendencia atribuida al nuevo puesto. No llega a temor, es un liviano recelo el responsable de la acometida; parte de tan baja cota que no arriesga nada en el ensayo. La prioridad corresponde a la selección de vendedores, la prioridad está puesta en la formación de comerciales; en esas dos palabras se apoyan los planes de expansión de la empresa, que será en dos años –lo sabe el equipo directivo, pero lo ignoran los potenciales clientes- la primera del sector siendo ahora la cuarta.
Dispone Juan de la confianza de José Luis, director de área interesado en traspasar a alguien de valía una actividad que le roba un tiempo precioso, necesario en sus planes de abordar los hipermercados, los grandes colegios y las escuelas profesionales con la oferta estrella de material didáctico: enciclopedias de apoyo y cursos de informática. Empeñado como está el buen hombre en levantar el nuevo edificio, viendo en la persona del aspirante una piedra idónea para los cimientos, le da consejo y apoyo. Consejo y apoyo al fin y al cabo pueden darse sin gasto, pero él añade, buscando mayor eficacia, una copia de las notas tomadas a lo largo y a lo ancho de su laborioso ascenso por los diversos escalones de la venta. Apuntes que tienen importancia capital, y son, debido a su alto valor aclaratorio, de compensación imposible; por más que la persiga el favorecido incluyendo el testimonio de ese gesto en el recuento de deudas sin fecha de expiración.
Se siente Juan la bandera remate de la torre; difícil posición que suscita tantas adhesiones como animosidades, y enarbolada en lo alto resulta visible desde considerable distancia. La profesión que persigue es la de equilibrista en el alambre, un alambre húmedo que vibra sobre el precipicio. Pero él, subido a la inconsciencia, añade un refuerzo de entusiasmo a la nueva versión de su historial, encauzándola por derroteros favorables a la ocupación anhelada. Y no sabrá nunca si por ello o a pesar de ello, esa misma mañana la dirección acepta la inusitada candidatura.
Sables, dagas, cimitarras, arietes, catapultas: lo examinan a conciencia, de manera sobrado escrupulosa. El Administrador General defiende la antesala del palacio que el candidato ansía ocupar. Se trata de un profesional nacido en Burgos y formado en Salamanca, serio, concienzudo, empeñado en sacar adelante su compleja y mal delimitada tarea. Destacan en él un sólido compromiso con el orden y ciertos reflejos de flexibilidad en las posiciones dialécticas. La defensa de la función ofrecida -pues esa y no otra ha de ser la razón del escrutinio a que sujeta al entrevistado- se manifiesta reflexiva y pertinente. No quiere a ningún incapaz, confiesa; adelantando una explicación que Juan aún no ha solicitado. No busca un incompetente que retrase la incorporación de inspectores de ventas; añade, refiriéndose a los vendedores. Se ve que valora el cometido por encima de lo que refleja la remuneración asignada: ochenta mil pesetas fijas, a las que se añadirán diez mil por cada vendedor que permanezca en ejercicio al menos dos meses.
Escalas de maromas con travesaños de palo, almenas tomadas en nombre del valor, cuerpos hurtados al aceite hirviendo. Ganada esta escaramuza, conquistado el vestíbulo, dos días después puede batirse con el Presidente en persona. Se desarrolla el combate en terreno enemigo, el santuario de la deidad, a cuya entrada solemne ha visto Juan descalzarse, o poco menos, a los empleados que reciben audiencia. Es el refugio una sala de correctas dimensiones, ni frío por grande ni agobiante por reducido; las paredes están recubiertas de madera noble y protege la tarima una alfombra gruesa. A pecho descubierto comparece el paje ante el caballero revestido de su posición elevada, brillante armadura, penacho emplumado. Dueño y señor del negocio familiar -se deduce de los comentarios oídos sin búsqueda- carente de capacidad delegante, retrasa sin método la toma de decisiones y la correspondiente acción -queja común en los despachos- constituyendo un lastre enojoso para la modernización de la rígida estructura.
A espada, a florete, a primera sangre es el duelo; espadachín Juan que ataca y se defiende, sube a la mesa y salta raudo al descansillo de la escalera, para descender colgado de la lámpara y escapar por la tronera que da al patio junto al caballo que espera ensillado. Desprecia la cabalgadura y regresa al salón donde el oponente se frota satisfecho las manos. Ya sean referidas a las circunstancias personales, a la formación académica o al recorrido laboral por las distintas empresas, equilibra el examinando las agudas preguntas de “Cabeza de Bronce” con respuestas de una amplitud meditada. Justifica el sobrenombre antedicho, un busto del Presidente configurado en aleación cobriza que custodia la sala de juntas, vigilante del comportamiento de los allí reunidos en opinión de los empleados proclives a la censura; por lo que no es raro ver, colocada sobre la orgullosa testa, alguna prenda destinada a ocultar el desarrollo de las sesiones a los ojos hueros.
Aprovecha Juan el privilegio de tenerlo frente a sí, a dos palmos ciertos de distancia, para profundizar en el análisis de su temperamento, pues siente curiosidad por hechos parecidos al de la estatua, heraldos de la soberbia. Es tan acusado el paternalismo del empresario, que intenta ejercitarlo con el entrevistado de modo instintivo y prematuro, convencido de hacer un favor al destinatario de su preciado tiempo. Persigue alguna contradicción o mentira colada de matute en las referencias; las repasa a conciencia de punta a cabo, en un interrogatorio policial donde el sospechoso se defiende a las mil maravillas. Preguntas personales, verificación de la concordancia de fechas, de ocupaciones, de unas con otras; minucioso rastreo por las actividades y la capacidad para desarrollarlas; indagación acerca de la veracidad de los estudios y títulos logrados. A ese escrutinio se somete el aspirante.
Hora y media dura una prueba estructurada en tres partes bien definidas: pasado, presente y futuro. Trata Juan de llevarlo al ámbito emocional, convencido de que en ese espacio surtirá mayor efecto su táctica. Se atribuye una cierta experiencia anterior, y asegura disponer del texto adecuado: actual, introductor de los alumnos en los temas, participativo, mezcla nivelada de teoría y práctica. Supuestos sobre el desempeño del trabajo obtienen réplica rápida y precisa, hija del sentido común más que de la meditación. Por último, en el tono del juez que emite un veredicto, Cabeza de Bronce manifiesta un juicio que viniendo de él puede entenderse como elogioso: Posee usted una biografía bien aprovechada; es una lástima que la experiencia en ventas no pase del mínimo exigible. Ha resultado ser un interlocutor hábil y escurridizo; anda sobrado de respuestas y no hay forma de atraparlo. Examinaré a otros pretendientes, pero sea cual sea el acuerdo que tomemos, de él será usted informado en unos días. Buscando el cierre táctico, sale de los labios de Juan un párrafo sucinto que rezuma confianza en la propia capacidad y respeto al rango del interlocutor: Aprovecharé la espera para dar un último repaso a la redacción del curso, y someterlo a su consideración si lo estima conveniente.
Clarines, trompetas, timbales. El miércoles, a eso de las once, gozoso, lo llama el Administrador para anunciarle la inmediata incorporación al puesto, preferido a otros tres solicitantes. Camina con paso vivo por el subterráneo que desde la calle Comercio llega a Méndez Álvaro salvando el obstáculo de las vías, y en menos tiempo del que se emplea en referirlo se presenta en la Editora. Puede recorrer andando tal trecho, justo es decirlo, porque la cartera ha perdido una gran porción de su carga, y la siente ligera como pluma de ave, continente de un solo cuaderno al que acompaña un bolígrafo inquieto. Son cuatro viajes diarios, dos en cada sentido, y al cabo del tiempo el paseo le procurará suficiente ejercicio y un ahorro considerable. De casi nada sirve la celeridad en esa ocasión a su impaciencia, pues ha de esperar un buen rato a que se vaya la visita que atiende el burgalés forjado en Salamanca.
“En lo que hace a la jerarquía dependerás de mí”: informa a Juan nada más felicitarlo: “no obstante, tendrás autonomía suficiente para emprender las oportunas innovaciones en el desempeño de tu deber. Con el límite, como nos sucede a todos, de la opinión del Presidente; entiéndelo así”. Complace al interesado la noticia, ya que el Administrador parece de largo el más válido de los directores; y solicita exponer el plan de acción: fraccionamiento del proceso, articulación de las acciones correspondientes a cada parte, análisis de los objetivos perseguidos en cada paso y distribución del tiempo disponible.
Lo aprueba el jefe sin matices; y aprueba también el prototipo de anuncio que Juan ha diseñado y el cuestionario destinado a la conversación telefónica. Encuentra idóneos los impresos, pensados de tal forma, que teniendo utilidad considerados uno a uno son complementarios los unos de los otros. Hacen pronta confianza y la conversación prospera como si se conocieran de antiguo; tanto es así que, arriesgándose, el superior advierte al subordinado acerca de las condiciones particulares en las que se desenvuelve la compañía. “Funciona”, confiesa, “a impulsos cordiales, escasa de planificación y análisis, siguiendo los inapelables dictados de una presidencia que no confía en los mandos y exige resultados inmediatos”. Previsor, tiene pensados los pequeños cambios que hacen al ya seleccionador y formador un hueco en la cotidianeidad. “A partir del lunes vas a disponer de un teléfono en el pasillo, ahí donde la ventana se abre al recodo que los empleados, según sabes, aprovechan para detenerse y hacer algún comentario mientras toman café mirando a la calle”. Juan ha visto en el sitio indicado una mesa y un práctico sillón de ruedas, que sin duda definirán su puesto de trabajo durante la recepción de las llamadas que origine el anuncio publicado los domingos. La sala de juntas proporcionará espacio a las entrevistas de los martes y a las clases del resto de la semana. Dado que la contratación de vendedores viene a ser vital para conseguir los objetivos mercantiles, debe empezar esa misma tarde si ocurre que no le causa trastorno la premura. Y la premura espolea a Juan, lo compromete.
Aceptando el riesgo de parecer egocéntrica, Amelia habla de sí misma con los cuñados, el suegro y la nuera. Tristeza, dolor, amargura y soledad son acumulables; inflan un globo que es necesario pinchar de cuando en cuando facilitando su lenta escapada. Protegida por Juan, rodeada de un alto muro de piedra, se sentía a salvo de cualquier asechanza, de cualquier desdicha. Habituada a nadar en su acuario, veía el mundo inhóspito de fuera y vivía agradecida al destino que allí la puso. De repente desapareció el parapeto tras el que se refugiaba, y quedó su cuerpo frágil a merced de la tormenta. En la debilidad se hizo fuerte; y agarrando con decisión el timón de la casa la situó al pairo.
Por si la vileza cometida con el marido no fuera suficiente fardo para sus hombros, Amelia descubre que la pequeña Anna se ha visto en un tris de ser seducida. Una cazadora ha resultado ser la tal Gabriela; una reclutadora de jóvenes para el Opus Dei. La hija se halla dolida y confusa: el interés despertado en la amiga falsa obedecía a provechos ocultos, ajenos al afecto y a la amistad verdadera. Las ayudas, generosas en apariencia, junto a las invitaciones a emprender viajes atrayentes, las charlas religiosas, las precisas prohibiciones de contar lo hablado, la paulatina apropiación de la voluntad y la exigencia última de dar de lado a padres, hermanos y amigos; se juntaron un día despertando las sospechas de Daniel. El muchacho advirtió el acoso a que estaba sometida, y recuperando al borde del precipicio la palabra dada, pidió socorro a los suyos. Cuenta Anna a su madre lo que sólo dijo al hermano bajo promesa de silencio. Días después, Nacho Díez trajo el libro que Amelia leyó de un tirón. En sus páginas se explican los procedimientos practicado por los captadores, miembros de la Obra que han de sentirse misioneros en tierra de infieles. Cita frases escritas por el fundador: “Me han dicho que tienes `gracia´, `gancho´, para atraer almas a tu camino. Agradécele a Dios ese don: ¡ser instrumento para buscar instrumentos!” Los adolescentes constituyen un claro objetivo; incluso niños de trece años y aún menores. Aborda el libro aspectos internos de la organización, testimonio de personas que, vencido el miedo, hablaron. El control a que se someten los miembros abarca todas sus potencias; por medio de la llamada `confidencia semanal´ los guías escrutan los secretos íntimos de cabeza y corazón. El individuo no cuenta, solo cuenta la Obra y su desarrollo: crecimiento y donaciones. Conjugan de manera asombrosa las llamadas a la pobreza con el despilfarro. Su estructura pétrea, la esterilidad de las constantes obligaciones, la carencia de incentivos reales para la mayoría, el rechazo a cualquier crítica, integran la causa de muchos abandonos. Amelia ahora permanece en guardia, decidida a prevenir a quien sea.
En los años difíciles, por fortuna ya casi olvidados, en que Amelia era una niña cuajada de amor propio, de higos a brevas se refugiaba en el abrazo de su madre. Sobre el cálido pecho lloraba un llanto contenido desde el nacimiento, un llanto sin causa conocida que, intermitente, aún no da por concluido. El resto del tiempo gozaba de una proverbial entereza. Sin embargo, ocultaba por pundonor los escasos desahogos y, disponiendo a su antojo de la voluntad de la madre, la convertía en cómplice gustosa. De contar con aquella mujer, en estos instantes amargos acudiría Amelia a su cama, amanecida de cualquier día festivo, acurrucándose en su seno, aspirando el tibio aroma que siempre desprendía, acariciando su rostro querido y los suaves cabellos. Si su madre viviera, buscaría como entonces la milagrosa mano sanadora de la rodilla, el codo o la frente: contusiones, raspaduras y cortes resultantes de algún tropezón en las empedradas calles del casco antiguo de Cáceres. Su muerte obligó a la niñez a tomar maneras de adulto, dejó el interior tierno desabastecido de mimos, hizo retroceder la fragilidad hacia rincones oscuros y cerró a cal y canto la sala de urgencias de tal consultorio, donde las lesiones inferidas a la intimidad recibían alivio inmediato.
Combate la confusión de su mente el mismo sicólogo que ayuda a Juan a ponerse en el camino seco saliendo del barro, pero Juan lo ignora; a toda costa tratan de evitarle la recaída. Marido y mujer, Juan y Amelia forman una unidad que debe atenderse elemento a elemento, aunque de manera complementaria. El mejor amigo del recordado Miguel, Víctor, ahora hijo añadido, voluntad distante de la dirección de sus actos cuando pasó lo que pasó; por alguna razón no explicada del todo, entre confesor y consejero los visita casi a diario e intenta colaborar. Empezó con Juan, y lo de la esposa es tan sólo una derivación. Aprecia la enferma la actitud realista del terapeuta: va pasito a pasito y desarrolla su labor a un ritmo bien ajustado, huyendo tanto de las maniobras de choque como de los paños calientes. Es más preocupante la situación de la mujer; lo piensa así Víctor, porque Juan tiene en ella su chaleco salvavidas, pero Amelia no puede asirse a ningún cabo resistente. En efecto, su brazada es corta y las fuerzas la flaquean enseguida, y es que aprendió a nadar a trancas y barrancas cuando se impuso el compromiso de salvar de las aguas al marido. Saca energías de donde no las hay, y se muestra entera ante Aurora y los pequeños para guardar las apariencias y tranquilizarlos. Carmen, la amiga del alma a quien se hubiera confiado, se trasladó a Zaragoza y ninguna otra amiga llega a ese grado de hermandad.
Cuántas noches, dormido Juan, se encierra Amelia en el cuarto de baño con la intención contenida de disolverse en sollozos. Qué de días, mañana o tarde, habiendo salido el esposo a sus quehaceres laborales o a prospectar empleos, da rienda suelta al pesar y abre la espita del desahogo, válvula de escape que aleja el desvarío. En una de esas ocasiones la sorprendió la nuera, que llegaba con el pequeño para dejárselo. Azorada, quiso la lacrimosa borrar el gesto de un solo impulso, cerrando el cauce abierto; pero el roce del pañuelo origina rojeces delatoras y la tristeza esparcida hunde estrías en la frente, frunce las cejas y tensa los labios. Hostigada por hábiles preguntas inició la doliente una confesión imparable, y desde entonces tiene a Yolanta de su lado. Algo debió de notar en la charla su cuñada Irene, cuando la consultó por telefoneó sobre la conveniencia de comprar un abrigo al abuelo Miguel, en sustitución de la zamarra vieja, raída y salpicada de manchas imborrables. Se ofreció Irene de manera incondicional, y la herida interna con esas alianzas pierde hondura, disminuye el diámetro del cráter, suaviza el daño.
Se da cuenta Amelia, pero hace como si no: Juan hojea de nuevo la agenda de la oficina correspondiente al incompleto mil novecientos noventa y cinco, crónica fiel del recorrido profesional que atrajo su atención enfermiza en los meses posteriores al despido. Recuerda que recibían las páginas durante horas y horas su mirada ausente, y al ver la actitud actual teme la mujer una vuelta atrás ya insospechada. Mas respira tranquila cuando comprende que copia las direcciones y teléfonos apuntados en ella. Un directorio de bolsillo recibe la cribada nómina de contactos, selección actualizada, nueva realidad que deja en la cuneta sin drama manifiesto una parte sustancial de la antigua. Observa Amelia que Juan, resistiendo la tentación de guardar el dietario en el cajón de su escritorio, acaba depositándolo en la papelera; y lo hace con sumo cuidado, como si le costara desprenderse de él. Triunfador momentáneo de las circunstancias, se despide de la esposa con un beso de pájaro y sale apresurado hacia la editorial.
Libre de testigos, rescata Amelia la agenda y la abre, descubriendo en el espacio sumado por los últimos días del mellado diciembre, los que van del veintidós al treinta y uno, unas carillas rayadas siguiendo la progresión de las horas, y en ellas, un escrito de Juan que no conocía. Lee despacio, respetando las pausas indicadas por la puntuación: “Se acortan mis pasos, mi cuerpo se inclina, la memoria me lleva a tiempos cada vez más antiguos, me hago friolento, desconfío de cuanto me rodea. ¡Tan joven yo y, pese a ello, tan viejo! ¡Qué larga es la vida!; río de Asia o de América. ¡Qué grande me queda!; abrigo de lana del hermano mayor, sombrero de paja del padre”.
La existencia recibida en el reparto universal, no es de su tamaño y lo nota; se siente atrapado en ella, engullido, digerido, asimilado. Ya divisa el cárdeno, los ocres marchitos, los descompuestos bermellones, la hojarasca que se convierte en abono, el abono que fertiliza la tierra; lo llama el otoño y Juan va a su encuentro, hoja caduca que concluye su función en el árbol. Dado el tono neutro adquirido por la tinta azul empleada, la lectora furtiva, la esposa atenta a los indicios, piensa que la amargura vertida en la desesperanzada confesión y la alusión a la muerte inmediata, son reflejo de un estado de ánimo superado hace tiempo, y por ello no se angustia.
El interés de Aurora por la casa paterna parece haber crecido desde que vive por su cuenta, y cuando la intensidad del trabajo cede, telefonea a la madre. Se refieren a uno u otro hermano según la actualidad lo requiera, a ellas mismas, a los tíos y al abuelo. Dando rienda a la iniciativa de Daniel y Anna, lleva una temporada el anciano hurgando en los viejos tiempos de la familia, y cono no provienen de donde creían, andan los tres metidos en un mar de dudas. Tratan madre e hija asuntos propios de esposas, de la difícil relación de pareja, de los proyectos y de las dificultades. De Juan hablan, del cambiante estado de ánimo que desata su voluntad o la secuestra, de la lenta recuperación y de los intervalos de estancamiento. Rara vez la conversación se acerca a la empresa. Hay excepciones: comenta Aurora un suceso que no debiera alegrar a ninguna persona juiciosa y, sin embargo, Amelia, al oírlo, inicia una risa que llega a carcajada. Evolución organizativa o simple trastrueque de las apariencias, mutan la Dirección de Personal en Dirección de Recursos Humanos. Como consecuencia del cambio, contratan a un joven capaz de explicarse en tres idiomas para sustituir al antiguo director; el mismo que leyó a Juan el despido. Su falso amigo negocia las condiciones de la renuncia. El verdugo ajusticiado, o como suele decir el abuelo Miguel: “Quien muerde a cambio de pan, ya es can”.
Regocijándose en el suceso de manera inequívoca, se lo cuenta Amelia a su suegro y al hermano de Juan, pues ha de hacer el cuñado una gestión en el barrio y recoge a su padre una vez cumplido el mes de residencia en la casa. Encuentran graciosa la noticia y explotan ambos en una risotada que es sólo un mínimo desagravio. Toma Miguel el equipaje dispuesto en el vestíbulo, situando los bultos junto al ascensor, y allí se queda esperando al anciano. Debe de rezagarse el abuelo a cosa hecha, porque se sirve de la despedida para entregar a la nuera una libreta de ahorros. En el interior figuran los nombres de Juan y Amelia como titulares beneficiarios y un saldo disponible de nueve millones largos de pesetas. ”Sé que en los tiempos que corren no resulta gran cosa”, expresa emocionado, “pero es todo lo que tengo. A Irene y Miguel los ayudamos su madre y yo con un pellizco que necesitaban para dar la entrada del piso, y en lo que atañe a mis proyectos viajeros, ya estoy torpe para surcar los siete mares a bordo de un velero o bucear en las aguas que rodean los arrecifes de coral. Así que te quedas sin ver nadar a los pingüinos, marinera; el Cutty Sark no levará anclas ni zarpará de nuevo”.
Un silencioso abrazo, acaso más efusivo que de costumbre, dado mientras lo acompaña hacia donde espera el hijo mayor, constituye la réplica torpe de Amelia, su reacción obtusa. Luego se vacía, cuando ya no es posible verlos desde la ventana, en riada de lágrimas consecuencia de encontradas emociones. Adquiere el incierto futuro, a partir de ese gesto insólito, perfiles nítidos que tranquilizan. Sin embargo, la mujer percibe en el envés de la donación la renuncia del donante a sus sueños, el fin de toda esperanza de cambio, la entrega sin condiciones a una realidad que aún no ha mostrado sus aristas agudas.
Estos días los vive Juan animado; su cartera, aligerada de peso, habla de una actividad de mayor contenido. Siempre vistió acorde con la estética imperante, y siendo natural en él una cierta elegancia, ahora intenta ir por lo menos correcto. Trajes que no se ponía desde hace años, salen a la calle y lo acompañan al trabajo proyectando una imagen joven y dinámica. Su contrato es mercantil y efímero; sabe que si no consigue un mínimo de cinco vendedores semanales no seguirá; pero esa dificultad no lo arredra, es más, se sirve de ella como acicate y estímulo. Adapta el curso a la capacidad de los alumnos, crea y recrea; y el intento consigue elevarlo, satisfecho de sí, sobre amplias y luminosas avenidas.
Será un proceder transitorio, no se hace Amelia ilusiones, pero está recuperando al marido satisfecho, al enamorado compañero de la luna de miel: optimista, positivo, amable, atento a los deseos de la esposa, servicial. Daniel y Anna ríen viendo a su padre reír; y los ecos de sus risas francas chocan en el pabellón de los oídos maternos, habituados al silencio triste de los últimos meses. La misma Aurora, que siente aceptada por Juan su relación de pareja, los visita a menudo. Lleva a Rafael, compañero que comparte con ella el presente y ayuda a armar nuevos proyectos partiendo de los viejos sueños; un muchacho de pocas palabras pero ajustadas al momento, juicioso y responsable. Se percibe una creciente armonía en el hogar que es ahora la vivienda cercana al parque del Retiro; la atmósfera es rica en oxígeno y domina una luz envolvente.
Entusiasmado, destaca Juan –ante Amelia abandona la modestia- el éxito de su primer anuncio; tan considerable que provoca llamadas en número muy superior a lo habitual. Le causan temor, no obstante, los celos nacidos en el Secretario de Presidencia; era él quien se encargaba de las convocatorias antes, y mordido por la envidia trata de restar importancia al resultado. En calidad de seleccionador atiende a los numerosos aspirantes y, en los minutos que dura la conversación telefónica, debe analizar las respuestas, juzgar las posibilidades de integración de quienes llaman y decidir, en última instancia, si ha de entrevistarse con ellos o debe dar por terminado el contacto.
Constituyendo la semana un ciclo cerrado en sí mismo, cada día desarrolla Juan una actividad diferente. La maquinaria comercial engulle, sin otra interrupción que la de agosto, una materia prima consistente en personas dispuestas a ser vendedores, asesores pedagógicos según el eufemismo empleado. Ocurre que los inicios son duros de verdad, y el grueso de los principiantes se desanima y abandona. Empresas que pagan comisiones altas o anuncian sus productos en televisión, captan a los pocos que logran salir adelante. Inconveniente de bastante entidad para poner al Presidente sobre ascuas y agitar la plantilla. Juan, atento a lo suyo, sortea como puede los obstáculos. Madruga y entrega a la pintura un tiempo precioso: varias marinas copiadas de tarjetas postales son ya realidad.
Recortadas de una revista, le proporciona Amelia las bases de un certamen de pintura; y se las arregla para que presente uno de los paisajes. El artista en pañales no desea someterse a juicio tan temprano; suponiendo la mitad de su prevención la falta de práctica, y el resto, el recelo que los jurados despiertan debido a la parcialidad de los veredictos. Acepta Amelia ambas alegaciones, pero se muestra favorable al momento, ya que añade valía a la obra: la frescura, el candor y la espontaneidad del que comienza; y porque es bueno ir acopiando experiencia en tales lides. Palabras razonables que consiguen dar al refractario el empujón preciso. Lo cierto es que las fechas fijas ponen ante sus ojos consecutivos horizontes, ligando al tiempo su creación, forzándola a concretarse. Ya llegarán los tiempos de plena libertad, cuando su deseo de pintar rompa las barreras.
Telefonea Isabel, antigua compañera de Juan, para anunciar que cambia de trabajo. Será subdirectora de comunicación en una compañía surgida al privatizar otra pública. El presupuesto puesto a su disposición alcanzará una cuantía superior a la docena de miles de millones. Unas horas más tarde toma Amelia el recado de Jesús, que llama desde Santiago de Chile. Trabajó con Juan como proveedor de servicios, integrado en una empresa multinacional que al poco lo destinó a la capital del alargado país andino. Lleva allí cuatro años y desea decir a quien fue su cliente, que lo trasladan a Miami donde dirigirá la oficina central del área iberoamericana. Isabel y Jesús progresan; y cuando la esposa traslada los mensajes al destinatario, en el rostro cansado surge espontánea la alegría. Inocente y bienintencionado no descubre el amigo un egoísmo evidente; nada preguntan, nada quieren saber, tan sólo pregonan sus triunfos buscando reconocimiento.
Capítulo XVII
Claro, preciso, atractivo; la integridad del anuncio no fue respetada. Lo pensó Juan de lo lindo; uno por uno todos los aspectos: destinatarios, lugar de inserción, contenido y formato. El Secretario de Presidencia calificó de excesivo el costo del espacio y acabó imponiendo su criterio reductor. A pesar de ello, comprimido y en rincón poco visible, el lunes veintidós, el Sr. Frías, a quien los pretendientes deben dirigirse, contesta a las ochenta y nueve llamadas válidas.
Pensando en las entrevistas del martes escoge a treinta y siete personas entre sí muy distintas, igualadas, no obstante, por el común denominador de la angustiosa búsqueda de empleo. A medida que avanza en las diversas fases del proceso formativo, mejora la apreciación de Juan acerca de la denostada y temida “venta directa”. Manteniéndose en los estrictos términos de las relaciones humanas, le parece una actividad apasionante: a la altura de las partidas de ajedrez, de la conquista militar de una plaza fuerte. Los buenos vendedores son estrategas consumados, poseen una poderosa intuición, aceptan por igual éxitos y fracasos y consideran que los unos son hijos de los otros.
Dado que el anuncio solicita asesores pedagógicos, los candidatos, salvo unos cuantos confundidos, son licenciados en Pedagogía. Mal empleados o en paro, esos profesionales soportan como mal añadido una insoslayable vocación por la enseñanza, cuyas puertas les cierra el mercado laboral. Al profundizar se entrevén -hay un orgullo que se encarga de cubrir con suave manto las heridas profundas- historias dolorosas, dramáticas, que de no hacer callo en la conciencia ocasionarán al maestro un sufrimiento incesante. Piensa en Anna, su hija, que escogió esa misma carrera; no encuentra razones para pensar en un resultado laboral distinto y se entristece al pensarlo.
Dispone Juan de catorce minutos para hallar la valía comercial del entrevistado. Poco si ha de explorar un mundo nuevo en cada candidato; pero los que no se presentan regalan su asignación y él la distribuye a medida de las necesidades. Interlocutores hay, desconcertados o poco persuadidos, que precisan la añadidura de un buen puñado de tiempo; cabe que guarden alguna posibilidad oculta y la azada de las preguntas la haga brotar en sus explicaciones. Algunos no analizan lo oído con la profundidad conveniente o permiten la permanencia de sus dudas más allá de lo cortés, y pasan, agazapados en la ambigüedad, a la próxima fase; allí cejan en su empeño y se retiran. En lo sucesivo, la experiencia acumulada le permitirá calibrar las posibilidades efectivas al primer vistazo.
Los dos primeros de la lista no acuden. En tercer lugar, figura una maestra procedente de Lugo que da fin a sus reservas económicas y debe abandonar el piso compartido. Cuarto y quinto, novios en busca de su primera ocupación, desean un contrato con Seguridad Social y todos los derechos; la realidad es otra y se van contrariados. El sexto no se presenta, tampoco el octavo. Quien ocupa en el orden el número veintiocho, llama para comunicar su ingreso en una compañía de seguros; es una cortesía que muy pocos desarrollan.
Desoyendo la recomendación de los superiores, expone Juan en los prolegómenos las condiciones económicas. No existe nexo laboral con la empresa, la remuneración se entrega en concepto de comisión pura; inclusive la cantidad fija prometida en el anuncio, pues a fin de cuentas se supedita a una producción mínima. A falta de contactos concertados por las secretarias, de ordinario se debe recurrir a la temida puerta fría; ejercicio áspero en los numerosos intentos malogrados, cuando la cancela no se abre y desde dentro echan al desconocido con cajas destempladas; pero gratificante y refinado en las contadas ocasiones en que se traspasa el umbral y los señores de la casa reciben a la visita en el salón dispuestos a escucharla. Útil en la formación de un carácter optimista, positivo y tenaz; cualquiera que sea el oficio adoptado a la postre. Por el provecho derivado, cercano al de la terapia ocupacional, recomienda Juan tan esforzada modalidad de la venta: extensión práctica de los estudios o tratamiento de choque en ciertos casos de dificultad de relación.
Seleccionadas por su predisposición aparente y la capacidad reflejada en el currículo, diez personas comprometen su asistencia -miércoles, jueves y viernes- a las jornadas formativas. Un periodista que lleva meses a la espera de conducir el informativo nocturno en una emisora de televisión local, un ex director de colegio, de la edad del formador, acompañado por su esposa; un sicólogo descontento de su labor presente, un alumno de sexto año de medicina, a quien el catedrático, decidido a alcanzar fama de severo, suspende sin reflexión en los sucesivos exámenes de la única asignatura pendiente; y el resto, pedagogos desempleados.
Si hay algo tan placentero como la fresca sombra en el verano caluroso, lo es la mañana del domingo: tregua de la realidad, momentáneo alto el fuego. Cobijados en la cama, desparramando el tiempo, dejándolo por los rincones sin doblar, Amelia y Juan, charlan. Luego prepara el esposo un chocolate que es puro aroma, sube de la pastelería unos bollos recién horneados y, con deleitosa parsimonia, añadidos Anna y Daniel, desayunan los cuatro. La mañana, qué larga, cuánto cunde. Compra Juan los periódicos, comprueba la fiel reproducción de su anuncio, repasa las ofertas de empleo y, como quien va a una iglesia cargado de devoción, visita el Museo del Prado. En sus salas, recorridas con detenimiento y disfrute, analiza los mejores cuadros, aquellos que destacan por la técnica y el desarrollo de la idea: El Jardín de las Delicias y El Carro de Heno, de El Bosco; el Autorretrato de Tiziano, La Dama que descubre el seno, de Tintoretto; El Caballero de la mano en el pecho, de El Greco; los bodegones de Zurbarán, Velázquez casi íntegro, Goya completo. Estudia las características sobresalientes de los distintos estilos, toma apuntes, copia fragmentos, ensaya trazos. Vibrantes fantasías, realismo a ultranza, sentimiento místico, la rigidez de las reglas y su tolerancia medida en centímetros. Se imbuye de los procedimientos seguidos, del dominio cromático, de la inspiración formal, de la difusión de la luz que marca el tiempo. Aprende a distinguir el medio día del comienzo de la tarde, momento en que la vertical del sol se inclina y suaviza los contornos; entiende que el amanecer conserva pura la primitiva inocencia, enfrentado al ocaso que llega tiznado de imperfecciones humanas, tales como la enfermedad, el dolor y la muerte.
“Tanto trajín y tanto esmero, y se lo llevó el ratero”, que diría el abuelo Miguel. El miércoles, a las diez menos cinco, inmensa se hace a la vista del formador la sala de juntas donde imparte los cursillos, habitada por tres de las dieciséis personas que caben o de las diez esperadas. Está dispuesto a iniciar las explicaciones con un solo alumno, pero eso no quita para que se vea obligado a soportar un susto morrocotudo si sucede. A las diez y doce aparece uno de los rezagados, un cuarto de hora después, otro. Son cinco; número mágico que refleja la ajustada posición del seleccionador frente al objetivo, frontera del desastre en el que procura no pensar. De nada valdría servirles café y pastelitos, referir historias de comerciales afortunados donde se vieran como protagonistas, prometerles la felicidad que acompaña al éxito merecido. Resultaría un gesto inútil, se dice el profesor al instante, porque querrán conocer las condiciones de trabajo o la antigüedad de los veteranos en el puesto; y acepta la realidad que irrumpe en su mente como elefante en cacharrería.
Primera y segunda sesiones, mañana y tarde, perfectas de atractivo y profundidad: sigue Juan el guion, improvisa, reescribe el texto sobre la marcha; habla de sicología, de sociología, de marketing, de economía, de historia; escucha sus aportaciones, sus comentarios, los acompaña en el avance. Alumnos y profesor terminan molidos pero satisfechos.
Ha previsto un pequeño descanso entre sesiones, que aprovecha para anotar ideas sobre cuadros futuros o apuntes de algún rostro que le llama la atención. Está en contra del gremialismo y de los cenáculos laborales, pero es el caso que, en franca contradicción con una de sus convicciones mejor afirmadas, se afilia a una denominada Asociación de Pintores y Escultores. Espera intercambiar experiencias, de modo que las recibidas le eviten costosas búsquedas. Persigue un territorio amigo que no se agote en sus fuentes. Necesita orientación sobre los caminos seguidos por los cuadros cuando la humedad se esfuma y los abandona. Ha establecido un puente entre obligación y devoción; lo cruza varias veces al día con facilidad y, no obstante, quisiera encontrar un punto final de compromiso.
El jueves se encuentra Juan de improviso con lo que en la jerga profesional se conoce como una defección. Duele, sin duda; pero a una conducta legítima y cotidiana no le cuadra un nombre de calibre tan grueso. Puede decirse que uno de los alumnos cambia de planes, mejora la conjetura inicial o no encuentra allí su espacio; nunca que traiciona o vende a los suyos. El periodista anuncia que prospera el intento de poner en marcha un periódico-escuela en su facultad, y va a dirigirlo en tanto cuaja lo del telediario. La charla resulta amena por la mañana, volviéndose algo tediosa al finalizar la tarde; y es que el último capítulo adolece de una menor preparación, y el “teatro de ventas”, si no se ha vivido lo suficiente y se representa mal, suena a hueco. Aunque sale el maestro del paso con destreza, el viernes descubre en el producto su punto débil; debe explicar los fallos de la enseñanza oficial que el material ofrecido corrige, y debe hacerlo a especialistas en la materia, así que no llama la atención que menudeen las vacilaciones. Por la tarde, consumando el ciclo semanal, en una sencilla ceremonia presidida por el mismísimo Cabeza de Bronce, se entregan los diplomas a los cuatro candidatos que eludieron los espinosos obstáculos. Puente levadizo hubiera alzado al paso del que se fue de vacío.
Los impecables certificados de excelencia caligrafiados en papel pergamino, innovación introducida por el flamante seleccionador que Juan personifica; el vistoso ceremonial, acto de exaltación de los comerciales bisoños, liturgia arrancada sin ayuda a la rutina imperante; la presencia del Presidente junto al Director de Ventas y los jefes de área –José Luis incluido- solicitada por el confiado formador con la promesa de una graduación verdadera, de una auténtica coronación de laureles; en resumen, la fiesta solemne, cargada de sentido con diez vendedores titulados, con ocho incluso, con uno al menos para cada una de las cinco áreas; se queda en parodia deslucida si los responsables de grupo han de pelearse por un comercial de refuerzo. Cantidad y calidad, Juan puede sentirse satisfecho de la carne puesta en el asador; sin embargo, sin restar importancia a la insuficiencia del número, habrá de esperar la evolución de los seleccionados; y el halcón abatido que trata de levantar el vuelo, va comprendiendo el incierto transcurso del presente en actividad y empresa tan peculiares.
Minutos antes de clausurar la entrega de diplomas, por extraño que parezca al resto de los empleados, el Presidente decide conceder al nuevo seleccionador y formador otra semana de ejercicio; le dará ocasión de probar la validez de un método tan elogiado. Debe repasar Juan la dominada teoría y la vislumbrada práctica, aun sabiendo que el auténtico problema viene de lejos. El dueño impone las condiciones de trabajo y conoce los inconvenientes derivados. Si entre los demandantes quisiera profesionales curtidos, recurriría a otras fuentes de captación y dotaría la oferta de mayores alicientes. Sólo los principiantes, desprovistos de cualquier otro asidero, abordan a pecho descubierto la venta a domicilio sin cita previa, primer peldaño de la actividad comercial. El contrasentido resulta evidente: los individuos peor preparados se enfrentan a la labor más compleja. Tal discordancia constituye el talón de Aquiles de la editora, y para dar con un atenuante de la dificultad Juan pone su cabeza a discurrir.
Esa noche propone Amelia pasar el fin de semana en su Extremadura natal, espacio idóneo para los artistas. Desea proporcionar al pintor paisajes agrestes, rincones urbanos, iglesias, palacios, casas de labor y rostros surcados por las arrugas que el tiempo y la intemperie labran. Cáceres, donde el tiempo duerme una larga siesta que las gentes bulliciosas incomodan; Las Hurdes, simbiosis del hombre y el entorno; Plasencia, Garrovillas, Jerez de los Caballeros, Guadalupe y un sin fin de sitios ocupan el zaguán de su memoria. Esa tierra atrae al artista en ciernes con fuerza de imán; y piensa ir mil veces, pero en otro momento, cuando esté preparado y pueda extraer la esencia, el alma, el mensaje de la tierra y de la piedra, la resignada expresión de los semblantes tallados a buril. Acepta Amelia el argumento de Juan y rápida de pensamiento proyecta una alternativa colindante que también la conmueve. Solos por primera vez desde que descubrieron la ciudad en la época de novios, el domingo saldrán de excursión hacia Toledo con un propósito doble, ver los cuadros de El Greco y recorrer las ceñidas calles siguiendo las huellas entrecruzadas de judíos, moros y cristianos.
El cambio de destino le permite trabajar unas horas en el texto del curso, reforzando la parte peor afirmada. Las valiosas anotaciones de José Luis, nacidas de la abundante experiencia, rellenan los huecos que abre la insuficiente práctica de Juan. Consulta manuales que ha venido comprando en librerías técnicas, y una mala traducción del inglés americano, recopilación extractada de conocidos clásicos de la formación comercial. Estudia el producto hasta calibrar su contenido, las particularidades que lo acercan o distinguen del ofrecido por la competencia. Se toma trabajos ímprobos yendo tras un arreglo que no alargará su contrato, porque, vendedores o no, pretende mejorar la formación de los alumnos y sus posibilidades laborales, en una empresa de porvenir que a buen seguro no es la que ahora los selecciona.
Toledo facilita una despreocupación ya olvidada. Está la quietud tan prendida en el ambiente, que la algarabía festiva de los múltiples turistas pone una pincelada azul y otra rubí sobre los tonos antiguos, animándolos. Existen sobrantes de equilibrio y armonía en las calles estrechas, en los templos salvos, en los edificios señeros; de modo que si los visitantes toman una porción ajustada a sus necesidades, no sufren merma los vecinos ni reclaman pago. La concordia hizo grande la península fluvial -río Tajo rodeando, bañando, definiendo- y algo resiste del acomodo aquel. Caminan sin agobios, y a medida que penetran en la ciudad, la ciudad va entrando en ellos; hasta que, ya el atardecer avanzado, la comunión es completa. En esos mágicos instantes Amelia y Juan perciben la rara compañía de la felicidad, caminante a su paso después de mucho tiempo. El tren los devuelve a Madrid, y el hechizo de la histórica aglomeración los tiene aún subyugados al llegar a la estación de Atocha. No cena el artista, no se entrega a la charla ni se acuesta; toma los pinceles y pinta hasta la madrugada. Templado su ánimo, la pintura recibe inmediatos beneficios. Es un rincón ciudadano lo que sale de sus dedos embadurnados de óleo: blanco, negro, azul, amarillo, una pizca de rojo, y sus mezclas. Se acuesta y las ideas lo asaltan en el lecho, deseosas de tomar la forma de los recursos entrevistos, sublime Domenico Theotocopuli; así que se levanta de nuevo, y el amanecer del lunes descubre al pintor animoso dando un buen empujón al retrato de Amelia.
Regresa a la recepción de llamadas con el entusiasmo restaurado. El periódico idóneo, el que cuenta con una audiencia cercana al público objetivo, cierra los jueves la recepción de anuncios para el suplemento dominial de ofertas de trabajo. La tardanza en dar la orden de inserción -ha de partir sin remedio del Secretario de Presidencia- relegó el reclamo a la tercera publicación en el orden de tirada, de coincidencia escasa entre sus lectores y los aspirantes a asesores pedagógicos. Motiva esa circunstancia que las llamadas disminuyan hasta los dos tercios de las recibidas la semana anterior: cincuenta y tres por monto. Resistir más allá de cinco días en el puesto de seleccionador, no resultará sencillo, para que va a engañarse. El viernes por la tarde, de no mediar un milagro que incline la imperturbable voluntad del Presidente, puede verse forzado a anunciar su despedida.
Abriendo la criba como para cerner garbanzos, convoca Juan a la entrevista a una treintena de interesados, de los cuales se presentan diecinueve. Grupo reducido a diez cuando se trata de convenir la asistencia a las jornadas de formación. Y ello, pese al esfuerzo destinado a ensalzar el provecho derivado de las clases y la amenidad de las explicaciones. El miércoles, con ocho en el aula, repite la conducta valiente de explicar las mediocres condiciones de incorporación; sin untarlas de miel. Malas deben de parecer, pues un goteo de abandonos comienza en cuanto muestra el contenido de la chistera. Un profesor de religión, expulsado del colegio por haberse divorciado, le pide disculpas y se diluye en el pasillo; “esperaba otra cosa”: dice. Los hay que inventan excusas sin esforzarse en demasía por acercarse a la verosimilitud.
Lleva Juan esperando dos semanas la llegada de una buena noticia, simple corazonada, cuando el correo le da satisfacción. El paisaje enviado al concurso de La Guardia, municipio toledano ocupado en promover la cultura, sin obtener premio alguno de los principales, los dotados con alguna cantidad de dinero, es objeto de una distinción honorífica. Se lo dicen por carta: “El cuadro `Mirada sobre el valle´, que tuvo a bien enviarnos para concurrir a la última edición del certamen de pintura de esta Villa, ha merecido el primer accésit. Hallan los miembros del jurado en la obra, valores tales como la profundidad obtenida por el buen uso de las líneas oblicuas, la armónica combinación de los diversos tonos del verde y un sentido de la composición que equilibra las partes contrapuestas: profundidad y alturas; sirviéndose del óleo con maneras artísticas poco frecuentes”. En la elogiosa parrafada reside la recompensa, sin duda. Es cierto, tiene el accésit una importancia menor que los premios, pero anima lo mismo.
En las clases, maestro bien formado, explica: “Lo importante es el camino, sólo él reclamará vuestra atención; la llegada no es más que una consecuencia del continuo avance. Si ponéis los ojos y el deseo en el remate, descuidaréis los pasos intermedios agregando dificultad al recorrido. El posible comprador no es un adversario, sino un aliado que aún no sabe que lo es; vuestra tarea consiste en descubrírselo. Se trata de deshacer los nudos de sus objeciones, no de echarle un pulso. La expectativa de un cierre fácil ni modificará la táctica ni eliminará parte del proceso. Pero ¡ojo!, sin aburrir; el tedio del cliente puede deshacer un trato a punto de cerrarse; vuestras palabras se adaptarán a las precisas circunstancias de cada interlocutor”.
Finalizan el curso dos chicos y una chica. El formador rebosa agradecimiento, ya que obedeciendo incomprensibles razones aún escuchan. Son sólo tres los hijos del esmero exhibido por quien imparte las clases; mas eso sí, leales, devotos, del todo convencidos, a prueba de cualquier tipo de desánimo; tres cristianos dispuestos a ser lanzados al foso de los leones, tres mártires conscientes de la importancia de su martirio para la buena marcha de la doliente humanidad.
La deslucida ceremonia del viernes por la tarde, segunda de su género y burla de lo que ha de ser una verdadera entrega de diplomas, muestra a los cinco jefes de área disputándose a los neófitos y a un Presidente de pronto envejecido. A cortos intervalos para no hacerse notar, tocado Juan de una conmiseración sacada de la despensa íntima, le observa perder cuerpo. Caen los hombros, y arrastran en la trayectoria descendente a la cabeza que un día fue de bronce. Parece haber descubierto el mandamás la silueta de un futuro inmediato, presente casi, en desacuerdo frontal con la bonanza económica pregonada por los políticos. Durante un breve momento reflexiona -se percibe en su frente fruncida, en sus ojos entornados, en su mueca de disgusto- recapacita un instante y acoge una minúscula duda acerca de la idoneidad, en este trance preciso, de la estrategia por él impulsada. Pobre de la tentación, fenecida antes de haber cuajado un calibre mínimo, suficiente para propiciar la muda de conducta tan inflexible. El abatido rostro presidencial se va trasformando músculo a músculo en cara de pocos amigos, permitiendo al observador presagiar una reacción contraria a la continuidad de su intento.
Creyéndolo deber último, sobrado reintegro de la oportunidad recibida, redacta Juan durante el fin de semana, ya sin esperanza de ejecución, el proyecto de una escuela de ventas asentado sobre el análisis de la realidad. Convocará el aula a potenciales agentes, quienes durante mes y medio recibirán formación teórica complementada con prácticas reales. De ese modo los alumnos podrán visitar domicilios con garantía de resultados y permanencia. El salario del curso compensará los gastos de transporte y comida, y será satisfecho al fin del período junto a las comisiones conseguidas en los ensayos.
Pocos bosquejos han satisfecho menos expectativas: lo entrega el lunes a prima hora, pero veinte minutos más tarde Cabeza de Bronce llama a capítulo a Director Comercial, Administrador General y Secretario, con la clara intención de buscar alternativas. Los resultados quedan por debajo de las previsiones, y cualesquiera que sean las causas el sistema lo expulsa. Juan Frías Blanco -resulta cuando menos curioso- sigue estando bien visto: ordenado, metódico, trabajador; por lo que, sin salario fijo, le ofrecen la formación de los seleccionados en las delegaciones regionales. Inaugurando una práctica novedosa, pide consejo a la familia toda -Aurora y su novio incluidos- reunida en asamblea de mesa y mantel. Juzgan los consultados la propuesta esa misma noche, al término de la cena, y la unánime postura se enfrenta a los viajes frecuentes, a las estancias de varios días en distintas ciudades. Vendrán otros anuncios, otras ocupaciones: aseguran convencidos los consejeros.
Y vienen; eso sí, con lentitud pasmosa, tras meses de espera en los que el desempleado rebasa contrapuestos estados de ánimo. Es Juan un río ondulado por meandros caprichosos, y su voluntad se divide en corrientes que no se despeñan porque la llanura domina el terreno. Aprovecha el paréntesis para pintar, pero la incertidumbre no ayuda; y se desespera si no le sale nada a derechas o se encandila de felicidad a causa de un acierto mínimo; persiguiéndose, enfrentándose, neutralizándose, ambas circunstancias se dan. Llegan a paso cansino las ofertas de empleo, con excesiva moderación: dos o tres. Una de ellas, firmada por una conocida compañía de seguros, posee algún elemento que la convierte en aceptable. No sabe Juan concretarlo: a lo mejor radica su atractivo en la equilibrada conjunción de demanda y promesa, acaso nazca de la propia necesidad de hallar otro empleo. Envía un currículo engordado con la ocupación más reciente; y basta la referencia a libros, a venta directa, a puerta fría, a selección y formación de comerciales, para que sea recibido en entrevista personal. Sus preguntas profundizan en el sector y en el producto, tratan de conocer la competencia y buscan información acerca de la clientela. Apreciada su indudable inquietud le invitan los responsables a participar en la decena formativa; y pone tal empeño en el aprovechamiento que, a su término, domina las distintas modalidades de pólizas y sus respectivas primas. Firman con los contratados, sin excepciones, un acuerdo mercantil, y entregan el sueldo en forma de participación en el importe de las pólizas vendidas. De mutuo acuerdo, ellos y Juan fijan la fecha de incorporación en el día siete de enero, pues aunque el grueso de las vacaciones se disfruta en agosto, reservan una semana para la Navidad.
Le alegra saber que permanecerá bajo la supervisión, reclamado por él, del Inspector que lo entrevistó en el primer contacto: un abogado o casi -no concluyó la carrera- amable, educado, ya introducido en el área de las empresas, donde vendrá bien la ayuda de Juan, conocedor de ese ambiente. Sus ojos chicos revelan inquietud y viveza, el rostro ancho trasmite confianza y serenidad; por lo que el tutelado intuye que con tal tutor, tanto la aproximación a una clientela preparada y homogénea, como la adaptación del razonamiento a la oferta de intangibles, serán rápidas y llevaderas.
Veinte días posee por entero suyos; y doce, catorce horas en cada uno de ellos, para pintar el cuadro que presentará a un concurso recién convocado por una organización cultural murciana, cuyas bases halló Daniel en el tablón de avisos de la biblioteca. Va a ser, lo tiene decidido, la representación de un espectáculo que impresionó sus pupilas hace muchos años: el paso de una barcaza por el Canal de Castilla frente al caserío de la Venta. Si cierra los ojos rememora la escena: las bestias de arrastre esperan a que la esclusa eleve la carga; al fondo hay trigales verdes protegidos por un cielo azul cruzado de finísimos jirones blanquecinos. En lo alto, un ave de considerable envergadura, alas desplegadas, planea suavemente mientras observa el indeciso movimiento de un gazapo. Lo llamará “Cielo y tierra” en memoria de Juan Manuel Díaz Caneja, el magnífico pintor palentino a quien tanto admira, uno de cuyos cuadros lleva ese título. No se aflige al trabajar de tal modo, en tiempo fijado por otros; podría pintar encargos inclusive, dando cuerpo a solicitudes concretas. En el dominio de la situación, en la capacidad de adaptarse a las circunstancias que obligan, en la flexibilidad del procedimiento, en la mirada de conjunto está la creatividad; y si existe, como la grama que levanta las piedras para asomar su nariz vegetal, como los árboles que crecen muy juntos, se eleva en busca de la luz indispensable.
Suenan nítidos los compases de Haendel; el oratorio de “El Mesías”, sin duda. Habrán puesto Anna y Daniel el disco en atención a las fechas. Pasa la familia en El Escorial las Navidades, y en tanto Amelia define el plan de acción doméstico, Juan intenta captar en la presa de Valmayor los remolinos formados por el agua al paso de las canoas y los envites de las olas sobre el muro acosado, detalles propios del lienzo que va a pintar.
La tarde del veinticuatro, horas antes de la Nochebuena, llegan Irene, Miguel y el abuelo; y al rato, Aurora, acompañada de Rafael. La alegría, tímida al principio por falta de costumbre, al poco se muestra como es: traviesa y reidora. Va de la cocina al comedor, sirve la mesa, trincha el pavo, parte esforzada el turrón duro, brinda con cava y cuenta chascarrillos que sabe de memoria. ¡Ah!, pero la alegría no es la felicidad. Cualquiera sabe que no hay dicha completa: una mella impide siempre la perfección: faltan los jugueteos del nieto. El infante, como es natural, queda con su madre y los abuelos polacos.
Daniel y Anna dan vida intermitente al belén, y espolean cada día a los caballos hasta hacerlos avanzar un buen trecho. Corceles de fina estampa son, portadores de los soberanos, guías del rústico cortejo de pastores y gentes del pueblo, que ante la trascendencia del parto se han olvidado de sus menesteres. Pobre de la lavandera: quieta día y noche con las manos metidas en el agua gélida para blanquear una ropa de arcilla. Pobre del pescador que a su lado trata de cobrar el pez incobrable, el pescado que pende siempre del hilo. Se oculta Herodes en el castillo a la espera de las nuevas que su capitán traiga, acerca de la muerte del Niño que puede quitarle el puesto algún día. Cubren los chicos el portal, extienden la noche sobre el pedazo de tierra hebrea, una oscuridad cuajada de estrellas eléctricas que parpadean su lejanía enorme, la distancia sin cálculo.
Pinta el artista, habla el padre, ayuda el esposo; y la trinidad de personas que Juan representa pasa el tiempo sin contrariedad. Llega ya la tarde de Reyes, remate de las fiestas; Amelia dispone el orden de las cosas, los hijos levantan el bíblico poblado y, resignados, regresan todos a Madrid. Al día siguiente comienza el nuevo agente de seguros su incierta tarea
Poseedor de un contrato mercantil, comisionista Juan dependiente del abogado inconcluso: dos o tres asignaturas afirma tener aún pendientes de examen; comprende ya en los inicios que la venta de pólizas no es cuestión baladí ni menor. Se precisa un conocimiento exhaustivo del mercado, de la competencia, del producto; y debe pisar tierra firme pues se las verá con especialistas, conocedores excelentes del sector. Distinto es, cuando, una vez cerrada la operación corporativa, atiende peticiones particulares de los empleados. Entonces lo humano prevalece, priman las circunstancias familiares del cuestionario: estado civil, número de miembros de la familia, relación de propiedades, expectativas. Cualquiera de ellas sirve para intimar; más que ninguna los hijos: su edad, los estudios cursados, carácter y conducta. A partir de ellos se va tejiendo el relato de una historia vital, que por la fuerza de la confianza debida al confesor o al médico, desmalla la verdad íntima; red de sentimientos oculta y visible en la proporción de un témpano de hielo flotando en el mar. Puede ser un color el enlace: el ocre que fascina al pintor, quizá un cárdeno envejecido o un bermellón alborozado, el cobalto, el verde esmeralda, brote pujante de la primavera; cualquiera de los visitantes de su paleta incontaminada. El lugar de vacaciones, nombrado sin intención precisa; un riachuelo de montaña poblado de truchas, las ruinas de un castillo o la devoción a la ensalada que se beneficia de un ligero toque de apio o de hinojo, son hilos que llevan al ovillo. Hay tantos puntos de contacto entre las personas, que no resulta difícil descubrirlos.
Las respuestas dadas en el interrogatorio, separadas unas de otras para evitar alarma, permiten al vendedor del seguro establecer el monto del capital preciso o de la prima aceptable. Llegado a una de esas cotas calcula la edad actuarial, tarifica con toda precisión, habla del pago fraccionado suavizando el coeficiente de recargo, y tras una breve reflexión del interlocutor, cliente potencial que ha estudiado otras propuestas, escucha: No estáis en el mercado. Esa frase martillea el pensamiento de Juan mostrándole el futuro; un porvenir que ya no se cuenta en lustros ni en años, sino en trimestres; que se conforma con ir tirando, ajeno a las búsquedas gloriosas. El primer mes, tras diez horas diarias de entrega, logra firmar dos pólizas en sendas compañías. Total: cuarenta y cinco mil pesetas de comisión; cantidad hija del esfuerzo a la que ha de descontar el añadido del I.V.A., las aportaciones a la Seguridad Social y el gasto de transporte. Concreta así un neto irrisorio que le da vergüenza entregar a Amelia.
Si las sesenta y una mil de febrero lo animan por encima de lo conveniente, las cuarenta y dos mil de marzo y las treinta y ocho mil de abril lo sitúan en su verdadero espacio. Hablan las liquidaciones con rotundidad, y Juan percibe su voz clara advirtiendo sobre la semejanza de las cantidades que una tras otra harán pauta. A punto de entrar en el verano consulta con el truncado jurista, su jefe para cualquier cuestión, quien le explica la estrategia marcada por la sede central radicada en Suiza: precios altos que prestigien los productos y menores cuentas muy rentables. La derivada solidez patrimonial garantiza el cobro de las indemnizaciones en cualquier supuesto, sin restricciones que aminoren el total pactado. Observa entonces Juan que la habitual letra pequeña de la generalidad de las pólizas, en las suyas no existe; todas las cláusulas están impresas en el mismo cuerpo, resultando legibles debido al buen tamaño y, dada la simplicidad de la redacción, fáciles de comprender.
En esas está cuando una compañía de las que salen a diario en los periódicos, con frecuencia por motivos alejados del buen hacer, le ofrece unos productos muy competitivos. El interlocutor se muestra orgulloso de las martingalas que usan sus agentes, y pone ejemplos cercanos. Representaba él a una editora de renombre, dueño ya de una moral laxa, cuando entregaba falsos pedidos en el domicilio de personas recién fallecidas. En momentos tan penosos, los familiares respetan la última voluntad de los difuntos, y pagan sin comprobar la veracidad del encargo. Salen de la boca de Juan palabras inconexas que nada aportan a la razón del argumento, porque las que quisiera decir, ajustadas, se ocultan en algún lugar del cerebro; llenas de vergüenza, sin duda, ante propuesta tan inmoral. Es el enfado; a veces ocurre. Se niega Juan en redondo a seguir hablando, decidido a preservar intacto el bagaje de honestidad acumulado a lo largo de una vida sin tacha. La reflexión consecuente, completada en varias noches de insomnio y refrendada en dos o tres asambleas de familia, le libera otra vez de ataduras laborales. Viejo halcón de cetrería con la caperuza puesta, garras sobre el guante, espera Juan el impulso que lo eleve, brazo amado de Amelia, amoroso y enérgico.
Capítulo XVIII
Cavila el abuelo sin ningún resultado práctico acerca de la manera de completar el texto allí donde se corta, tinta desleída bajo cuya sombra no se encuentran huellas de fácil interpretación, esos trazos incompletos presentes en otras partes de la escritura original, letras a medio hacer o casi deshechas. Lo transcribe tal como lo lee y pospone el relleno para otro momento de mejor discurso. No se trata de inventar, sino de deducir; de comprender al autor y sustituir lo borrado dando sentido al conjunto. Restaurar; esa es la palabra que nombra al ejercicio realizado cuando hay base clara.
Recomienda el médico vendar el pie, aplicar una bolsa de hielo y mantenerlo en reposo; algo elevado, subido a un escabel o peana. Sin parentesco ni vecindad con el extremo curvo del espolón calcáneo, a cuatro centímetros al menos, mella al abuelo Miguel un intenso dolor. Afecta al pie izquierdo y se hace visible por medio de una turgencia que le impide calzarse. El descanso reduce la inflamación a ojos vistas; pero esa misma quietud, costosa para el anciano, no puede con el sufrimiento. Punzadas, sístoles y diástoles: el pie es un corazón deforme; calor de pediluvio en agua hirviendo: el pie es un volcán a punto de entrar en erupción. Bajo la venda imagina un pan esponjado por el remojo, una rojez de capullo abriéndose a rosa en torno a un punto blanco que busca el amarillo. Se dio la torpeza, así fue; pisó en falso, la tierra cedió bajo su peso, se quebró en tabones largo tiempo unidos y una piedra suelta golpeó el zancajo que el zapato, en posición forzada, no pudo proteger. A ver quién es el guapo que explica a los hijos su presencia en el núcleo de la obra, donde los operarios calzan botas de cuero fortalecido y protegen la cabeza con cascos. Sintió la picadura del golpe y luego nada; pero al día siguiente y los posteriores se vio forzado a disimular las molestias crecientes. “De los espejos vienen los reflejos”, como él suele decir si la ocasión se presenta; dando a entender que todo efecto tiene una causa, conózcase o no. Por eso calla, y en contra de su costumbre no presta ayuda al doctor, denunciando el probable origen del mal o el progreso cierto de los síntomas. “Vaya el galeno a preguntar, allá donde sepan y quieran explicar”.
Pie en alto o en bajo, vendado o desnudo, con hielo o sin hielo; lleva el trashumante en el barrio de Campamento, donde lo de Miguel, los pactados treinta días; y mañana cambiará de casa. “No hay mal que no aumente ni solo se presente”: algunos de sus afanes quedarán empantanados: el campeonato de rana en el que va segundo, las amistades recientes, masa sin bregar aún; y la búsqueda de nuevas construcciones, tan escasas. Lo que peor soporta, lo que acepta el abuelo con menor grado de conformidad, es la ruptura de las relaciones, la falta de continuidad en el acercamiento a las personas; si el grupo de amigos y conocidos siguiera a su lado, los cambios de domicilio ni fu ni fa, paseos de recadero. Cuando de una barriada llega a la otra, si la cuadrilla con la que allí se reúne refiere anécdotas que no recuerda con claridad, sucesos que ha vivido a intervalos, en la cara se le dibuja un signo de interrogación y se siente tan disminuido como cualquier ignorante de los usos corrientes en un país extraño.
Entre Dámaso y él ocurre algo curioso. Se encontró con quien estaba destinado a ser su mejor amigo, en aquel degolladero que fue el Frente de Aragón. A mediados de septiembre del treinta y siete, días sin horizonte de la guerra civil, tras el desmoronamiento de Belchite huyeron los supervivientes, y de ellos sólo unas decenas llegaron a Zaragoza. Los unió el Destino; él los hermanó. Obligados a resistir, bebieron sus propios orines, parapetos de cadáveres les salvaron de la metralla. Hermanos contra hermanos, lobos contra lobos. La huída no fue mejor; caza de conejos, dice el abuelo que fue.
El reencuentro tuvo lugar la primera vez que el señor Miguel llegó a la casa de su hijo mayor, colonia Jardín en Campamento, cuando el anciano iniciaba su peregrinaje tras enterrar a la esposa. Coincide que una hija de Dámaso vive en Aluche, colonia Caja de Ahorros. Los antiguos soldados sólo tenían que cruzar por debajo el Paseo de Extremadura a la misma hora, para que la alegría los uniera en un abrazo definitivo. Es asunto de las matemáticas lo que ocurre entre ellos. El abuelo vive con Miguel seis meses al año, uno de cada dos, los que en el orden son pares. Dámaso, por tener tres hijos y ser su periplo más largo, pasa donde la hija cuatro meses, dos de ellos pares. En consecuencia, el orden inexorable los aproxima en ese par de ocasiones, el sexto mes y el duodécimo, junio y diciembre. De trecho en trecho quedan en algún lugar intermedio o hablan por teléfono, pero con tiento, porque les duele aumentar los cuantiosos gastos de los hijos.
Disfruta Dámaso viajando en autobús, recorriendo las calles y avenidas, los barrios alejados, el centro y los extremos, cambiando de línea en función de los deseos inmediatos; así se siente libre. El precio, nada apenas; la pequeña aportación entregada al sacar el abono conocido como tarjeta de viaje para la Tercera Edad. En ocasiones va el abuelo Miguel, y juntos protagonizan peripecias que después refieren transformadas en relatos jocosos, destinados a agregar deleite a las tertulias. Se trata, sobre todo, de equivocaciones y extravíos que obligan a dar giros impensados, imprudencias de las que salen bien por fortuna, charlas sabrosas con peculiares compañeros puestos por el azar a su lado. Pero también hay peligros evidentes: una caída del abuelo al cerrarse la puerta antes con antes, amenazas de un viajero al que Dámaso ganó por la mano en la conquista del único asiento libre y un robo con violencia presenciado durante un trasbordo en la unión de dos líneas periféricas. El metro carece de interés para ellos: túneles y vías dejan la casualidad en mantillas.
Como desahogo de la tendencia viajera del amigo, y de la inclinación del abuelo por el mar, ahorran en secreto para emprender la travesía del océano con llegada a Cuba y Puerto Rico. Por si no pudiera ser, desarrollan sobre el papel una navegación de cabotaje alrededor de África, deteniéndose en los puertos importantes. Partirán de Port Said, en el extremo oriental de Egipto, y siguiendo hacia Alejandría en sentido contrario a las agujas del reloj, tras doblar Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, y de recorrer el Mar Rojo y el canal de Suez, arribarán de nuevo a Port Said. En cualquier caso, si las circunstancias se pusieran en contra, su empresa consistirá, cuando menos, en realizar un crucero por el Mediterráneo. Coleccionan mapas y folletos de las tres rutas, conocen cada isla, cada accidente geográfico del recorrido; saben las distancias que separan unas ciudades de otras, la categoría de los distintos establecimientos hoteleros y los monumentos que deben ver sin excusa. Sus afinadas preguntas colocan en aprietos a los oficinistas de las agencias de viajes; vendedores que se muestran recelosos, puesto que los ancianos no terminan de fijar el destino y alejan una y otra vez la fecha de partida.
“Remad, remad. Por allí resopla. Remad, remad”: escribió Melville. Irán; mar adentro, irán. Esa esperanza los pone en buena disposición ante los estrechos y bajíos de la vida, convirtiéndola en el piélago salado, en el fluido que sustenta su esquife o su balsa; exploradores ellos o náufragos según el día se presente. Pues, a fin de cuentas, su viaje -hágase o no realidad- es un viaje con todas las de la ley, y resulta una aventura cierta cuyas derivaciones viven en verdad. “Yo, Ismael, era uno más de aquella tripulación”: podrán decir con Melville. Sucede que, protector de ilusiones, el amigo oculta a Dámaso la donación de su capital a los hijos.
Un poco mareado llega el abuelo al domicilio de Juan; el tráfico a esa hora temprana ya está nutrido, y las paradas y arranques bruscos le han revuelto el estómago. Su hijo Miguel, en cuanto saluda a la familia, se marcha; porque si bien el taller donde trabaja queda cerca, entra a las ocho y son menos cuarto. Mientras Juan lleva el equipaje a la alcoba, el anciano, renqueante, pasa a la cocina donde los nietos desayunan con evidente presteza. Será pasión de abuelo, sin duda, pero mide en palmos el progreso de los niños cada vez que retorna; se lo dice a Amelia, la amable nuera, y ella ríe complacida. Al instalarse en su feudo, una habitación que recibe mucha luz por la ventana orientada a levante, al colocar la ropa en el interior del armario empotrado, viene a su cabeza la decisión, tomada hace días, de mostrar a Juan los valiosos papeles en los que trabaja cuando la oportunidad se presenta. La desconfianza derivada de su silencio, de su actitud precavida en lo tocante al hallazgo, reduce con un remordimiento voraz el respeto que se tiene a sí propio; siente a cuchillo la idea de estar siendo ingrato con quien merece la máxima consideración. Aún no terminó de transcribirlos, ha iniciado el último tercio, acaso el más sustancioso; luego cotejará la copia con el original y corregirá los posibles errores. La visita que ambos preparan a Palencia y Husillos servirá de deslizadero a la confidencia.
Ocurre cuando trata de recobrar la prueba que certifique la veracidad de su increíble relato; en ese momento echa de menos la zamarra donde oculta el tesoro. Recogió el velero, reproducción exacta del Cutty Sark, regalo de Anna, su amadísima nieta –lo traslada con él de uno a otro domicilio- pero olvidó la prenda en el cuarto que ocupa en la casa de Miguel. La dejó sobre una silla, recuerda, con la intención de traerla en la mano, y el nerviosismo del último instante propició la distracción. Hasta el mes que viene no podrá recuperarla; mas sabe que “el llanto no merma el quebranto”, y por ello pone su intención en soslayar el improductivo berrinche. Al menos los apuntes, aunque incompletos, viajaron con él; los trae ocultos en la caja de cedro que guardó fragantes puros elaborados en las Islas Canarias -Montecruz número tres, veinticinco cigarros- continuado continente de cartas memorables, fotografías antiguas y la curiosa moneda de un real, la popular caraba, falta del taladro que las iguales exhibían con orgullo en el centro. Curiosidad numismática que Daniel, coleccionista aficionado desde niño, recibirá como regalo cualquier día. El hijo pequeño de Juan, hermano de Anna, Aurora y del fenecido Miguel, muestra orgulloso a las visitas una selección de sus piezas, las mejor valoradas en el catálogo internacional. Es aún prematuro y alcanza por ello pobres resultados, pero intenta inculcar esa afición al pequeño que le convierte en tío.
Ha ido pasando a limpio el abuelo con letra cuidada el testimonio histórico de autor desconocido; restaurando su maltrecha grafía, restañando las heridas del agua, dando contenido a las lagunas, intuyendo la intención de los párrafos perdidos. Oprime su pecho una aflicción ante la negligencia originaria del olvido, que no ha de ser tan grave como aparenta, pues logra digerirla el regalo recibido de su nuera. Le ofrece Amelia, y se la nota ufana, un libro azul que lleva por título el muy sugerente de “El mar”; cuyo autor, según dice la portada, es Jules Michelet, un francés nacido en París a finales del siglo dieciocho. Lo abre, y ya en la introducción se da cuenta de estar, como en ella se dice, ante la novena sinfonía coral de las obras marítimas. Hace unos instantes nada existía en el mundo, promesa o realidad, que compensase el temporal alejamiento de sus apreciados papeles; ahora pierde importancia la distracción, pues el libro promete llenar el paréntesis de manera efectiva.
Teniendo en cuenta las dificultades del abuelo para caminar, él y Juan desisten de ir al pueblo como habían previsto. Daniel, que se ofreció voluntario para acompañarlos, es quien más lo siente; ya que, en los días fijados, por razones que no van a repetirse en mucho tiempo, sólo perdía dos horas de clase. Aunque ha remitido la inflamación, el pie del abuelo continúa dando molestias y cojea de manera visible. Después de encomendar a un marmolista la obra del panteón destinado a dignificar la tumba de la esposa y dar en el pueblo una vuelta por las calles saludando a los vecinos; pensaban ir al campo. De modo que padre, hijo y nieto reconocen que no conviene dar por terminado el reposo. Un constructor se propone levantar viviendas de recreo en una tierra lindante con la carretera que lleva a la capital; y como ellos tienen por allí una parcela, creen conveniente acercarse. A modo de colofón, ya en Palencia, quieren ver los edificios que están transformando el centro de la capital: construcciones armónicas que pueden rehacer con ventaja un casco antiguo muy pobre.
Ya no hay punzadas, ya no hinchazón, el médico descarta el esguince de tobillo. El mal domina la parte posterior del calcáneo, justo donde el abuelo indicaba, el zancajo nombrado en su decir de pueblo. Resuelve dar facilidades al doctor para establecer un diagnóstico preciso, y al no poder confesar la verdad culpa a un accidente doméstico. Según la invención sucedió en el hipermercado. Una señora torpe que iba tras él con el férreo carro atestado de viandas y productos de limpieza, en el pasillo de salida aceleró el paso alcanzando su pie izquierdo, el más retrasado, con las barras que hacen de eje delantero. Fisura en el calcáneo: afirma el doctor al ver la radiografía; y añade la temida sentencia: reposo absoluto. “No hay mal que llene el morral”: lamenta afectado en su abierto optimismo; pues considerando que añade al espolón la fisura, tratándose del mismo hueso, puede que no acaben ahí las desdichas. Imagina que los hechos favorables, los dotados de buena intención, son vehículos parados ante las obras de una mitad de la carretera, mientras los dañinos circulan a su antojo por la otra. Ya es hora de invertir el orden: el operario portador del disco ambivalente, debe cambiar enseguida el color rojo por el azul. Sucede así, mas de forma incompleta. Sentado en el sillón de mimbre, con las pantorrillas apoyadas en un alzapié, inicia el disfrute atribuido a la lectura de El Mar, libro incomparable, obsequio de la nuera.
¡Qué maravilla! La espontánea belleza de la poesía, el burbujeante atractivo de lo misterioso, la complejidad en retroceso de la ciencia, la ternura de los partos, el calor y el desgarro inherentes a la vida diaria, la hondura filosófica: “El Mar” lo tiene todo. El océano es el héroe, el protagonista de la novela de aventuras; y el abuelo descubre en el tal Michelet su alma gemela, otro enamorado del continente líquido, más entusiasmado, si cabe, ya que su amor proviene del preciso conocimiento. Ser anfibio el autor, que desciende y se eleva sin cortapisas, uniendo en sus evoluciones las aguas someras y las profundas; cuerpo transformable y complaciente que se diluye y concentra a voluntad, forma y volumen variables.
Sometido aún a la tiranía del descanso obligado, todavía su pie en el atolladero, una mañana de sol, la torta dorada elevándose, el abuelo regresa a la obra. Muestra un desbordante optimismo y se apoya en la improvisada muleta que un soporte de cortinas -recio palo de roble torneado, columna de orden jónico o corintio- logra imitar. Allí se da lo que temía: la estructura del Ministerio de Ocio está muy avanzada: seis de los ocho sótanos descansan en sólidos cimientos de hormigón armado. ¡Qué lástima! Llegan ahora los trabajos casi a la altura de la calle y la espectacularidad se ha esfumado. Sin embargo, volverá a su ser, sustituida por otra de sentido inverso, cuando la construcción alcance el tercero de los pisos y las poderosas grúas se adueñen del área subiendo y bajando materiales. No encuentra a su amigo, el joven operador de la pala mecánica, y sospechando que allí ya es innecesaria su pericia pregunta por él al capataz que suele informarlo. Levantando la voz sobre los ruidos de diversas procedencias –el giro incansable del vientre de las hormigoneras, arranque y frenado de camiones, intermitente golpeteo de las taladradoras, entrechocar de ladrillos transportados en carretillas de chapa, chirridos de poleas en los montacargas mecánicos- da al mocetón por trasladado al desmonte que se lleva a cabo en un barrio obrero que, por lo descriptivo del nombre, imagina situado en el sureste de la capital, paralelo a la carretera de Andalucía.
La fisura del calcáneo apenas causa molestias. El pie izquierdo, partidario de un pasar reposado, en cuanto se le exigía algún esfuerzo, protestaba. La terapia aplicada va consiguiendo la remisión de los dolores, de modo que puede moverse dentro de la casa y llegar al parque. Beneficio del que está muy agradecido al doctor, aunque sigue teniendo para sí que “la naturaleza sana y el médico se lleva la fama”. Entre tanto, concluida la segunda lectura del libro de Michelet, a falta del documento original inicia el análisis de su propio escrito, reproducción de las cuartillas halladas dentro de la zarcera en el rincón oculto de la obra. Trata de verificar si, escrupulosa con el histórico modelo, la traslación posee sentido o ligeras correcciones pueden dárselo.
Nos toleramos bien, congeniamos incluso; podría ser de otra manera, y era de prever dado nuestro antagonismo ideológico; pero ejercito la amabilidad y noto que trata de evitar tensiones. Lo estudio en los gestos sencillos, en los corrientes, sentarse y caminar. Tales movimientos revelan facetas de su carácter y aprendo de él cuanto me es necesario para adecuar al suyo mi comportamiento. Frunce la frente si desea mostrar extrañeza y desazón, cierra los ojos cuando trata de meditar. El tiempo muerto es tanto que inventamos quehaceres, obligaciones pactadas con el otro que las juzga en su calidad de jefe. Tras flexionar rodillas, brazos y cintura, levantar pesas o correr sin desplazamiento; dibujamos escenas descritas en los libros que están a nuestro alcance, resumimos lecturas, proponemos y resolvemos enigmas y abrimos nuestro corazón a la sinceridad. Soy magnánimo y él es desinteresado, soy rígido y él se muestra severo. Ya sé a que atenerme.
Rememora trances de tortura y muerte con la indiferencia de quien cuenta andanzas ajenas en el ejercicio de la pesca o la caza, tribulaciones desustanciadas por la rutina de la obligación diaria. La célebre bañera, los temidos electrodos, los focos potentes o los chirriantes, monocordes, sonidos; torcimiento de huesos, el frío o el calor enormes, el sueño, la sed y el hambre, la fatiga; tormentos aplicados a miles de jóvenes idealistas y a unos pocos desalmados que iban a lo suyo. La simulación del fusilamiento llegando al despliegue de todo el ritual, era algo extraño y él sólo intervino en dos o tres ocasiones. Actuaba en defensa propia, me asegura; convencido de que no tenía alternativa posible. O los revoltosos, enemigos del orden, individuos sobrantes de la sociedad, detritos; o él, ejecutor de rápidas condenas tras juicios sumarísimos. La premura, fundamental en la aplicación de la justicia de esos tiempos agitados, impedía muchas veces verificar las premisas de la acusación y la autenticidad de las pruebas presentadas, por lo que no eran raras las venganzas sobre sujetos inocentes de cualquier culpa. El rasgo ejemplarizante del castigo, que hace de él instrumento eficaz, pedía la presencia de allegados sin distinción de edad o sexo; y el extraño confidente explica, como poniendo los puntos sobre las íes, concretas circunstancias adicionales poco convencido de la legitimidad de su postura. Siempre la misma cantinela: `Otro lo hubiera hecho en mi lugar´; tópico que justifica, al parecer, desde las simples conductas arteras a las aberraciones criminales.
Le hablo del tiempo y del esfuerzo dedicados por mí a subvertir el orden dominante, un orden arbitrario, impuesto manu militari, por quienes subvirtieron el orden legítimo mediante una guerra que duró tres años y costó un millón de vidas; origen de una posguerra de venganza y sometimiento: incontables muertos y encarcelados llenando fosas comunes y cárceles. Destaco la perseverancia puesta por los míos en demoler el edificio del Movimiento, estructura consagrada a la limpieza ideológica mediante purgas sin fin. Describo mi pobre aportación a la causa progresista: edición clandestina de panfletos y su reparto cauteloso, escritura de frases acusadoras del Régimen en paredes estratégicas, dibujo de símbolos y lemas revolucionarios utilizando cisqueros en los que el carbón de siempre era sustituido por pintura roja, logrando estarcidos visibles a considerable distancia. Me refiero a los mítines pronunciados en las fábricas a la hora del bocadillo sobre tribunas improvisadas que, con frecuencia, eran las propias máquinas. Actitud a la que llegaba movido por razones opuestas a las suyas, pensando que quizá otro no lo haría.
Emocionado, con voz de arenga, continúo mi relato por derroteros heroicos. Dibujo manifestaciones en las que escapé milagrosamente de esferas de goma compacta y de balas de rígido material plástico, lanzadas por los fusiles de la policía antidisturbios; sufriendo, no obstante, el efecto pernicioso de los botes de humo y las bombas lacrimógenas. Me quejo de las ocasiones en que fui perseguido y alcanzado, soportando, impotente, la caída de un diluvio de golpes sobre mi cabeza protegida por los brazos, sobre las huidizas espaldas indefensas. Pormenorizo arrestos a la entrada o salida de reuniones secretas; la reclusión en sótanos oscuros, los interminables interrogatorios, cegado con potentes faros desprendidos del camión al que pertenecían; pupilas forzadas, inundadas de luz, sembradas de deslumbre, ceguera temporal, retinas heridas, fugitivas del sol en la calle y en el campo; obligado yo de por vida a llevar gafas oscuras en los exteriores radiantes o bajo la iluminación eléctrica excesiva.
Sabido el anonimato con que actuaban los verdugos, pudo muy bien ser él mi martirizador bajo el antifaz o tras el haz resplandeciente, y ni siquiera lo sabe. Fuisteis tantos…, se justifica esparciendo cinismo. Le revelo poco a poco lo que nadie me ha podido escuchar: ni mi mujer cuando aún vivía, ni mi único hermano; tan pequeña es la confianza puesta en mi liberación. Crecido yo o mermado, introduzco en el relato elementos que no confesé, ni en los desahogos íntimos, a mi mejor amigo; de los que ni siquiera hice recuento interior, lleno de miedo irracional a que el pensamiento estuviera siendo detectado e intervenido por el régimen. Consciente de mi debilidad, sabiendo que he sucumbido a una tentación inútil y comprometida, reacciono y hablo de futuro; acepto al pie de la letra mi papel de intelectual progresista, obligado a buscar un camino de esperanza, una puerta abierta a la ilusión. Postura que en adelante adopto frente a él, culpable confeso de extorsión, coacciones y sobornos, receloso también, es probable, de un rescate inmediato. En el paroxismo de sus confidencias o por darse importancia, asegura conocer detalles de varias muertes que sirvieron al Jefe Supremo para eliminar competidores: generales que lucharon a su lado durante la Cruzada, ideólogos que podían hacerle sombra.
Pero mi temperamento no es mejor que el suyo; según creo, la índole originaria nos asemejaba. De niño, en la juventud incluso, yo despreciaba la vida animal. Acostado sobre una manta lograba descansar de las faenas diarias, las destinadas a cavar hoyos en el camposanto donde mi padre era enterrador y a lavar los huesos quebradizos, colocándolos luego a la cabecera de la sepultura recién abierta. Entonces, sin remordimiento alguno, aplastaba entre los dedos hormigas incansables que osaban invadir mi territorio. En las hileras militares de sus traslados, mi zapato las aniquilaba hasta alcanzar la mismísima boca del hormiguero. Aquellas que mostraban frágiles alas temporales fueron víctimas de mi confusión, de mi cobarde ignorancia; élitros, cabezas, troncos y extremidades dispersos. Maté otros insectos, moscas y mosquitos, escarabajos y cucarachas, cigarras y grillos. Algún ratón feneció atrapado por el resorte del cepo, pajarillos apresé con liga de muérdago o ballestas; machaqué la cabeza de varias culebras y el repelente cuerpo de un sapo, disparé sobre perdices y liebres. Él dio el salto cualitativo y en su desprecio de la vida llegó al hombre; yo tuve mejores ejemplos, defensas más fuertes, eso es todo.
Sorprenden las hendiduras y salientes que el destino perfila a la hora de entrecruzar las trayectorias individuales. Pues, como sucede en nuestro caso, partiendo de puntos cercanos pasamos a posiciones encontradas, para llegar, por último, a un lugar común, a una confluencia neutra, donde el pasado se extingue fagocitado por el futuro incierto, y a continuación se ocultan víctima y verdugo. Queda al fin la presencia única de dos encerrados a la fuerza, residuos de comportamientos primarios, propios y ajenos, que creyéndolos superados nos superan.
¿Saldremos algún día?, pregunta receloso. Y a mí se me ocurre una eventualidad que rechazo al instante por parecerme ingrata; si prosperara un ataque al régimen, si un tiro, una bomba o un veneno dieran fin a la vida del dictador, sólo la muerte nos rescataría. Los gobernantes nuevos iban a ignorar la existencia de este lugar secreto, y sobre el solar edificarían nuestra lápida monumental carente de nombres, fechas y epitafio. Paradoja de las paradojas, a efectos del rescate la dictadura nos es más útil que la democracia.
Al instante cobija el abuelo un temor que hiere. El supuesto desechado por el relator anónimo de los papeles puede haber ocurrido. Muerto el dueño de todas las voluntades, desaparecido el general dictador, la democracia asentó sus tres poderes independientes sobre el poder omnímodo. Bajo los andamios del Ministerio del Ocio pueden permanecen dos hombres, ignorantes de lo ocurrido en la Ciudad Sanitaria “La Paz” el día veinte de noviembre del setenta y cinco. Dos personas que, rescatadas, podrían arrojar torrentes de luz sobre los secretos de la dictadura; sin dejar de ser, por ello, dos vidas salvadas. En ese supuesto extremo, él, Miguel Frías, con su silencio egoísta contribuye a enterrarlos para siempre. Urge recuperar los documentos originales y mostrárselos a Juan, para que llame la atención de quien pueda salvar a los presos.
Capítulo XIX
De cualquier modo, Amelia, soy tu familia más directa: dijo Sergio cuando llegó para despedirse. Su único hermano, a quien consideraba perdido para los sentimientos fraternos, por cuya ausencia vibraba en ocasiones su corazón, se despedía sin fecha y no la importaba. El reencuentro se produjo hace cinco años, días después del funeral de la madre, y constituyó una sorpresa; sin pasarle aviso por ignorar su paradero, pensó la hermana que no se iba a presentar. No había hogar, me fui por eso: confesó. Decía verdad, no hubo el calor de una familia, pues mucho antes de que huyera, el padre ya hacía vida separada. Habitaba bajo el mismo techo que la mujer y los hijos, pero al margen, rodeado de amigotes en permanente francachela, gastándose el sueldo de brigada en la reserva, el beneficio de la heredad del campo y hasta los anticipos sobre el capital. Sergio les proporcionó mayor disgusto, ya que cuando el padre, esposa e hija estaban hechas a la idea y se liberaron de una constante inquietud. Del niño, como lo llamaban, recibieron unas cartas fechadas en distintos puertos de mar, y dos o tres tarjetas de países alejados. Con su padre se telefoneaba Sergio de tanto en tanto: mantenía el anciano una salud estable, vivía solo, se enteró de lo de la esposa por un amigo, informó al hijo, pero no tuvo valor para asistir al sepelio. Había querido formar nueva pareja y asentarse, mas no halló lo que buscaba; acaso no existía en su ambiente, quizá carecía de constancia. Tras la coincidencia, Sergio prometió tener a Amelia al corriente de su propio itinerario; y lo juró mostrando su gesto solemne, el de besar los dedos índices cruzados. Pero en vano, nada ha sabido de uno u otro en este tiempo; y si no fuera por la fecha, el aniversario de la muerte de su madre, ni se hubiera acordado.
A veces se reciben los acontecimientos de forma irreflexiva; van cayendo en cascada, y al sorprendido corazón se le agota la capacidad de valorarlos: ventajosos, inocuos, nocivos. Por otro lado, quién sabe los giros que darán las situaciones para calificarlas antes de advertir su trascendencia. Al pedirle parecer sobre el deseo de hacerse monja, Anna proporciona a Amelia una inmensa alegría. Me llena de orgullo: contesta entre sollozos; y añade: apoyo tu resolución y doy por hecho que la habrás meditado a conciencia. Profesará en la orden que regenta el colegio en que la educaron, movida por el ejemplo de sor Prudencia, una santa que hace quince años vino desde Cervera, villa de la provincia de Lleida, y al acabar el curso dejará la enseñanza para cuidar enfermos terminales en un hospital benéfico.
Anna religiosa; ¡quién lo iba a pensar!: suspira Amelia. Aunque recapacita y concluye que había indicios. No va a afirmar que esperara la noticia, porque no; pero, atando cabos, tampoco debía sorprenderla. Su llamativa inclinación por los asuntos religiosos: los viajes del Papa y las manifestaciones del Vaticano sobre sucesos laicos, las frecuentes visitas a la comunidad de monjas, el retorno a los rezos y la indiferencia mostrada ante lo cotidiano, hacían presagiar algo así. Antes del desagradable episodio de Gabriela, durante la temporada en que estuvieron las sectas de actualidad, temió la madre por ella. Mostraba actitudes que la convertían en tierra propicia para los falsos profetas. Inquietaba a Amelia, también, que un granuja se aprovechara de su ingenuidad. Ahora esas nieblas tan densas se disipan.
Juan, que excluye la exhibición de la autoridad paterna a la hora dirigir los pasos de los niños, que formula opiniones paralelas a las de Amelia sin imponer su criterio, ninguna palabra ha expresado reflejando disgusto, ningún comentario que hable de contento; la conformidad con el deseo de Anna es manifiesta. Aurora y Daniel están irritados y su pesadumbre tiene fundamento distinto. La hermana se muestra ofendida, ya que Anna, revelando una clara ausencia de intimidad, no se ha sincerado con ella, y eso que la mayor posee una probada capacidad de consejo. En instantes de tanta consecuencia, el cariño ha de servir de fiel a la balanza que sopesa las decisiones, añadiendo luz al entendimiento ofuscado por el vaivén de la duda. Daniel, el primero que recibió la confidencia, no entiende las razones que la impulsan a romper el fuerte vínculo de los últimos tiempos, privándole de su compañía. Los tíos y el abuelo aún están ayunos de la nueva; no son cosas que puedan comentarse a través del teléfono.
En el correo de la mañana llega una invitación de boda. La cartulina de color pajizo muestra los datos del enlace, y el díptico que la abraza, siena tostado, esclarece los lugares de la ceremonia y el banquete. En Barcelona, su ciudad, se casa Assumpta. Conoce Juan a los padres desde hace lo menos quince años. Ha olvidado por completo los nombres, pero recuerda las caras y sabe que poseen una oficina familiar bien organizada. Desarrollan métodos de gestión empresarial ajustados a las necesidades de cada cliente; así que, apartado de la empresa el Director Administrativo, ellos siguieron proporcionando la misma asistencia. Una tarjeta de visita que pide enfáticamente su compañía en momento tan vivo, viene firmada por Lluisa y Marçal. Sí, ellos son. Recuerda Amelia, pues Juan lo refería con chispa, el contenido de las charlas mantenidas en las sobremesas, escrutadoras de los lances amorosos de Marçal durante el noviazgo. Lluisa, al contrario que otras enamoradas medrosas, defendió su espacio desbaratando los sucesivos planes del novio para serle infiel. Qué amables, ¿no te parece? Me gustaría conocerlos: expresa Amelia. Pero al instante descubre el peligro allí agazapado. Permaneciendo activas las relaciones empresariales, asistirá alguno de los antiguos compañeros de Juan, y es posible deducir que el despedido se sentirá a disgusto con tal compañía. De modo que se limitan a llamar por teléfono para agradecerles el guiño, y días después envían un presente comprado con esfuerzo dado el alto valor económico.
Por mediación de un compañero de juegos del abuelo Miguel, debido a una casualidad, conoce Juan el paradero de Pedro Quijano. Interno como él, en los primeros cursos del bachillerato Pedro era el amigo inseparable. Jugaban juntos durante los cortos recreos y en los largos períodos vacíos de domingos y fiestas. En clase y en el comedor procuraban ocupar espacios contiguos; durante las marchas del jueves por la tarde caminaban uno al lado del otro, comentando nimiedades, asuntos relativos a los estudios y anécdotas de sus respectivos pueblos. Era, en lo físico, fuerte; y de un carácter noble y apacible. Buena persona, a veces Juan lo embromaba sabiendo que la conducta de Quijano descartaba la reacción de enfadarse. Un tres de octubre no acudió a la cita que los reunía en el patio para iniciar el curso, y hasta ahora no ha sabido nada de él, cuarenta y cuatro años más tarde. Vive en la vecina localidad de Móstoles; el padre se lo dice, y desde ese momento Amelia siente a Juan inquieto. Atraviesa el desorientado un período lleno de curiosidad por lo que atañe a sus raíces; árbol genealógico compuesto por Anna y Daniel, historia de Husillos y Palencia. De modo que convencido de hallarse ante la oportunidad de descubrirse a sí mismo a edad tan temprana, va a ver a Quijano. Una zozobra extraña le bebe la sangre del rostro o le insufla chorros en las mejillas mientras pulsa el timbre de la puerta, como si su osadía estuviera a punto de adentrarlo, espeleólogo bisoño, en una cueva desconocida y angosta.
Con la mano aún próxima al timbre, se explica fatal la aparición situada entre el umbral y el dintel: palabras de algún dialecto africano junto a las castellanas; y cuando por último se hace entender, la sorpresa de Pedro Quijano aguanta en sus posiciones: no esperaba la visita de los tiempos idos. Reconoce el apellido Frías y lo relaciona de manera espontánea con el pueblo de Husillos. Rememora detalles que Juan no recuerda haber olvidado, y la memoria del desmemoriado aviva en la de Pedro algunas emociones ya desvanecidas. La esposa y el hijo mayor –tiene, además, una chica- reciben placer al ir a lo arcaico a través de los desconocidos episodios del niño disciplinado y afable, de pelo cortado a cepillo, que ahora es profesor de matemáticas, física y química en un Instituto cercano. Se culpó Quijano de dos travesuras cometidas por Frías: intercambiar las prendas de los catorce armarios del dormitorio pequeño y cerrar la llave del agua caliente una tarde de duchas; trastadas que quedaron impunes porque dada su excelente reputación no fue creído y sospechando del amigo nadie pudo probarlo. Confiesa que sintió un dolor intenso –como si fueran suyas las mejillas de Juan- cuando el prefecto de disciplina, el hermano Teodomiro, descargó seis tortazos sobre cada una dejándolo sordo unos días. De aquellos tiempos y castigos provienen las lesiones de tímpano que Juan padece, las mismas que le impiden oír los tonos extremos, agudos y graves, de las sinfonías.
Cubierta en color y el interior monocromo: azul, gris o negro; promete Juan mostrarle las revistas que el colegio editaba a mediados de siglo -resumen gráfico del curso- pues el antiguo compañero no las conserva. Vuelve para entregarle los preciados ejemplares, y como no hay nadie en casa los deja dentro del buzón señalado con el nombre de Pedro Quijano. Lo que muda la gente; pasarán los días de tres meses íntegros, de seis, de doce; sin que reciba Juan una llamada del insensible profesor acusando recibo y fijando una fecha de devolución. Lanzó Amelia la profecía a las dos semanas, la repitió a las cuatro y todavía se está cumpliendo.
Los hechos, ventajosos y perjudiciales, de natural se inclinan a la compensación y al equilibrio; lo tiene bien observado el abuelo. La primera vez lo leyó en la Historia Sagrada; en Egipto, siete años de abundancia precedieron a siete de hambre. Y ocurre a menudo. La invitación de boda llegada desde la Ciudad Condal y el portazo de Móstoles, sin ir más lejos. Aunque lo malo va al final, para dar dentera. Pero se pude invertir el orden, de modo que en la boca quede un buen regusto. El método que utiliza el señor Miguel es sencillo, basta con esperar a los sucesos favorables para cerrar parejas. Puede comprobar la eficacia del método al instante, porque rematando la boda el par anterior, al desaire hecho a Juan opone la próxima fiesta del cumpleaños de Amelia.
No lo parece, pero sumando días ha llegado Amelia al medio siglo: jalón salpicado de inseguridad y afirmaciones. Mitificados, los cincuenta constituyen una prestigiosa atalaya, punto de inflexión a partir del cual los consejos entregados tienen peso y las opiniones se respetan. Mentira gorda; no es así, las cosas han cambiado desde que era niña y engrandecía a los mayores. Cierto, pero la conmemoración vale la pena; recibirá el homenaje debido a la madre y además el correspondiente a la esposa, ambas abnegadas. ¡Ojo!, en eso también hay error; la madre moderna es sirvienta de los hijos y proveedora de cuanto necesitan para sentirse cómodos en la familia.
Portando el presente de unas yemas compradas en Ávila, llegan Aurora y Rafael, su compañero. El abuelo, que hace dos días cambió de domicilio, acompaña a Irene y Miguel; y como Amelia se siente incapaz de retener la noticia, la suelta sin proemio. Al conocer la determinación de Anna empalidece el anciano; afectado por el hecho de perder a la nieta y no por fervor religioso, ya que es descreído. Yolanta y el niño se acercan de visita, sin ánimo de quedarse al convite; su presencia condicionaría el acto, tiene razón la muchacha. No la despide la suegra en la parada del autobús como suele hacer, así que es en el vestíbulo donde Amelia recibe la confidencia: Víctor le ha pedido relaciones firmes. Conocía por el sicólogo que iban al cine en ocasiones, y aun así, acostumbrada a la falsa viudez de Yolanta, se sorprende. Bien mirado, tiene la edad de Aurora y debe rehacer su vida. Por otra parte, Víctor ha sabido hacerse imprescindible y ahora es uno más de la familia; por lo que, analizado el hecho de manera egoísta, si llega a casarse con Yolanta no perderán al nieto.
Iba a ser reina Amelia en su día, qué menos; y estaba exenta de cualquier tarea. Los trabajos de cocina, ciencia y arte, han sido cosa de Juan y los hijos pequeños. Ejercía el padre de chef aficionado, y Daniel y Anna eran sus sollastres. Dedicación y entusiasmo pusieron al elaborar el menú, y eso cuenta en el resultado. Manteles y vajilla, cristales y cubiertos, aparecen armonizados por un centro de flores: la mesa es un primor y en sí misma invita; los artistas, Irene y Miguel, se sienten satisfechos. Es cosa del abuelo administrar el vino: elección del ajustado entre blancos y tintos de varias bodegas y añadas, puesta en libertad del caldo, ambientación conveniente y trasiego a las copas desde el decantador. Rafael introduce sopera y bandejas en el comedor con gran ceremonia; y Aurora sirve el condumio, empeñada, como los demás, en hacer la jornada inolvidable. Sopa de crustáceos: cangrejos de río autóctonos, sabrosos, de los que ya no quedan; y tostas de pan frito empapándose de un caldo consistente, casi jugo. Merluza guisada en salsa verde: fresca, blanca, inmaculada; un soberbio ejemplar que no permite sobras. Ternera mechada, tierna y jugosa. Macedonia de frutas del tiempo, café e infusión de menta.
El sentimiento se adueña de la casa. Va ocupando una por una las habitaciones; se oye, puede respirarse; se percibe el aroma sutil y el tintineo de su alegre música. Siguiendo el orden de colocación hablan uno tras otro, la última Amelia; sin exigencia, sin afectación. Orador torpe abriéndose paso con el pobre concurso de los gestos, el anciano se refiere a la vida considerada como un ir y venir en pos del misterio, tratando de hallar su sentido y de conocer los objetivos que acecha. Habla de las obras que el hombre, de existencia efímera, se empeña en levantar destinadas a sobrevivirlo. Puede tratarse de una reflexión abstracta, de un recordatorio de los familiares fallecidos o referirse a la decisión de Anna, pero trata de su propia realidad fluctuante y detenida a un tiempo. Juan, reñido con la antigua elocuencia, intentando mejorar lo oído se enreda en los flecos de un argumento confuso, sin desembocadura, que abandona a la mitad por miedo a que se vuelva en su contra. El hermano mayor le hace el quite con unas frases que desvían la atención hacia la homenajeada, para quien pide un aplauso.
Irene, Daniel y Aurora, incluso Rafael, que metido en familia va ganando confianza y aplomo, extienden el agasajo. Tantas muestras de cariño, tal acopio de lisonjas, abruman a la destinataria. Por si fuera poco, Anna, acompañándose de la guitarra, recita un poema de Cesar Vallejo, Dulce ebrea, desclava mi tránsito de arcilla, apenas seis estrofas, dotado de tal poder evocador que conmueve a los oyentes. Luego habla la joven; y sorprenden, por ignoradas, su serenidad y hondura. Concluye dando un fuerte abrazo a su padre y cubriéndole el rostro de besos. Maravilla a Amelia tanta efusión en Anna, que suele ser arisca. Renueva la hija la caricia sobre la madre: mejillas y frente; y dirigiéndose a los demás, particularizando, trenza con simples palabras y un tono plácido mensajes que tardarán en olvidar, destacando vivencias comunes que, pese a la manifiesta trivialidad, la muchacha guarda en lugar preferente de la memoria. No puede acabar, se llenan de líquido sus ojos, aunque impide el fluir con ademán decidido. Poco cabe agregar después de comunicado su ingreso en el convento, por lo que, consciente de que es la hija quien debe cerrar la ronda, Amelia se limita a dar las gracias a Dios por premiar con tanta largueza el esfuerzo familiar de los últimos tiempos, la voluntad común de salir del atolladero nadando contracorriente.
Sin pausa abordan la entrega de obsequios. Juan y los chicos le regalan unos pendientes –oro y perla- sencillos y elegantes. Aurora y su compañero, conociendo que aún la impresiona la voz, una selección de los discos de Nino Bravo. Irene y Miguel, canjeables de unos grandes almacenes para que compre a su antojo. Causa pena el abuelo; falto de personalidad propia, participa con los cuñados por el hecho fluctuante de residir ese mes en su casa. El regalo de Yolanta, que Anna, la depositaria, entrega a su madre; resulta ser una foto en la que el joven Miguel y su novia polaca ríen con las mejillas juntas, protegidos por un marco de plata.
Parece inevitable, la imposible presencia del hijo malogrado impregna el momento de melancolía. Aletea el recuerdo como si pugnara por concretarse, corpóreo y alentado; hijo, hermano y nieto redivivo. Hiel en el almíbar, se hace sobre el gozo primero un silencio triste cuya duración se eterniza: prolongados segundos dándose la mano. Ahí puede acabar todo, y será una pena; pero Juan descubre, con afectada actitud de misterio, el lienzo que Amelia halló en el armario. Inacabado, a falta de algunos retoques, cierto; pero es ella. Sentada frente al espejo del dormitorio se maquilla; la realidad y su imagen reflejada muestran figura y carácter. La técnica, en los inicios de una clara mudanza, añade ingenuidad a la expresión. Quiere creer la esposa que recobra Juan el ánimo perdido, y que el antiguo empuje regresa para llevar a cabo los proyectos actuales. Acabará rellenando las lagunas hendidas en la mente, los frecuentes olvidos, las frases repetidas una y otra vez y los enfados sin causa. Ojalá suceda de esa forma, porque el desajustado pone intención en el proceso de ajuste. Amelia le ha visto buscar trabajo con el apremio de quien ahonda un pozo en el desierto, y hacer de la actividad comercial tabla para superar el naufragio. Utiliza el pasado, endeble agarradero, a modo de matojo crecido al borde del precipicio, y va tras la pintura igual que el enamorado persevera en el cerco de la doncella renuente hasta rendirla. Conoce su carácter y sabe que Juan, pese a todo, volverá a subirse al carro de la vida poniendo el pie en el estribo de colores y texturas.
Sumergidos los comensales en una corriente de progresiva excitación, vasos comunicantes las emociones, el gesto de Juan representa el clímax; y Amelia sucumbe por fin bajo el peso de su quincuagésimo cumpleaños. La tarde está siendo engullida por la alargada sobremesa, y ningún asunto queda ya sin escrutinio cuando la noche se adueña de los espacios visibles y unos y otros se marchan. Juan ha reservado dos entradas para presenciar una comedia de éxito, pero comprende que Amelia prefiere quedarse en casa con él y llama para anular el encargo. En la intimidad de los besos profundos y las caricias sosegadas que el deseo impulsa, la memoria se esconde tras los vapores de la ebriedad amorosa y deja paso franco a la dicha, señora de cuerpos y mentes, soberana de los corazones.
Impasible, el tiempo continúa su avance; se acerca la partida de Anna y la madre entristece su enfoque risueño. Coteja los pros y los contras y se siente incapaz de proclamar ganadores. Admira la integridad de la muchacha, la fuerza de su convencimiento, pues sospecha que ha de resultar doloroso romper amarras tan afianzadas; y un hecho da sustento a su cálculo. A siete días del ingreso en la casa de novicias -dos pisos unidos en la ciudad de Burgos, donde convivirá con nueve chicas de diferentes culturas- una tarde otoñal muy a propósito para la ceremonia, precepto de la orden o norma de su propia cosecha, en la parcela de El Escorial asisten a la “Quema de Vínculos”. Invade el hogar de la barbacoa un poderoso fuego, y lo alimenta Anna. Prende sus escritos: poemas dedicados al amor y pensamientos que indagan en la naturaleza: origen, desarrollo y objeto. Entrega a las llamas una carpeta abultada de partituras para instrumentos musicales de viento y de cuerda con los que ha practicado. Arroja su diario: un librito dotado de cerrojo y llave, regalo de la tía Irene, que custodia el relato en primera persona de episodios íntimos, de nuevas sensaciones. Incinera fotos en las que aparece con amigos en días de fiesta, y un retrato propio hecho en estudio para exhibirlo sobre la mesa del salón. A otra Anna, dice la Anna actual que representaba la copia. Abrasa flores secas rescatadas del interior de algunos libros, todas sus muñecas y una bolsa de algodón repleta de recuerdos que muestra a los presentes: cintas de colores, botones de nácar, conchas recogidas en las playas que escudriñó algún verano, insignias, medallas, dibujos infantiles redimidos del abandono por su padre. Incendia las naves que pudieran permitir un regreso temido y deseado, el puente levadizo capaz de llevarla al mundo anterior, y llora. Desde la fuente fluyen libres sus lágrimas durante el acto, y son tan copiosas, que de caer sobre la lumbre la extinguirían. Agota el manantial, pero llenará el depósito y llorará de nuevo cuando dentro de una semana la dejen al lado de la iglesia de Santa Águeda, junto a sus condiscípulas.
Se va Anna a lo suyo y deja en la madre un hueco que ensancha el percibido cuando Aurora se fue a vivir con Rafael; una oquedad que la muerte de Miguel abrió y Daniel, solo, no puede llenar. Se va Anna, y el padre pierde una razón importante para proseguir la lucha. Desvelada la incógnita de lo que será el porvenir de la hija, descubre que el porvenir de la hija ya no necesita su rearme. Se va Anna, y Daniel, inmerso hasta ayer en la conquista de espacio, pide a su madre que el espacio de Anna quede intacto, la habitación del fondo y su sitio en la mesa; la mitad de su ser escapa y no sabe con exactitud qué mitad.
Capítulo XX
Tiene bien aprendido el abuelo que “el recuerdo aviva bautizos y desvanece entierros”; de modo que va al pasado y la memoria, ya algo distraída, no halla sobresaltos superiores a la salida del hueco abierto en la obra, cuando burló de milagro lo más del derrumbe, toneladas de tierra que hubieran sepultado su cuerpo haciendo innecesaria otra tumba. Dada la llanura en que se asienta Husillos, inicio de la Tierra de Campos palentina; el escaso tránsito de vehículos por la carretera, el curso manso del río Carrión y el estridente paso del ferrocarril, constituían los únicos peligros valorados por las madres si a la hora incierta del crepúsculo no veían a los niños jugar en la portada de casa.
De los ocho a los doce años participó el abuelo Miguel en peleas de muchachos: dos bandos elegidos en alternancia por los chavales aguerridos. Iniciaba la tanda el elector que en el avance alterno de los pies enfrentados pisaba al contrario. Luego se oponían a cantazos, munición de guijarros pelados capaces de alcanzar gran velocidad facilitando el tino. Escaseaban las trincheras, pero sabía esconder la testa en el momento preciso y salió bien librado; mientras otros, compañeros, adversarios o las dos cosas juntas, acababan luciendo, orgullo y vergüenza revueltos, una venda en la frente.
El remolino lo retuvo varios minutos eternos, sumergido en las aguas cercanas a uno de los pétreos pilares del puente; pero la maestra, experta en primeros auxilios, le devolvió el aliento. Cayó desde lo alto de un chopo erguido en la ribera, torciéndose el tobillo izquierdo y dislocándose el hombro de ese mismo lado; y eso que se ocupaba en una tarea piadosa: cortar ramas para trenzar los arcos de bienvenida al Obispo. Lo del pie izquierdo ha de tener su entresijo; pues pobre de él, pase lo que pase acaba tundido.
La madurez -fortuna o discreción- no añadió sinsabores de importancia. Sólo por mentarlo saca a relucir el daño derivado de una pendencia con un vecino egoísta; cuestión de hitos en la división de una tierra cuya porción fértil se encontraba en la línea de contacto, frontera que el otro se empeñaba en variar agrandando la parte propia en detrimento de la ajena. Menos mal que el atacante no agarró la horca, y la agresión se saldó tan sólo con tres puntos de sutura en una ceja y otros cinco donde la frente pasa a ser cuero cabelludo: los golpes medidos de una pala en la cara y la cabeza tuvieron ese efecto. Menos mal, porque el pinchazo de una garia de las de remover estiércol, cuando menos le hubiera obligado a vacunarse contra el tétanos; y puestos en lo malo, de cebarse en el vientre los guinchos, el saldo del lance hubiera sido muy otro, la preceptiva autopsia del cadáver y el funeral consecuente.
Al margen de tajos y magulladuras, obra del descuido cuando no de la torpeza; más allá de coces y pisotones de las caballerías, inconveniencias del oficio; en la bodega sufrió el peor contratiempo. Lavaba el abuelo una carral enorme –en otras partes carral es masculino, lo sabe ahora- lavaba aquella cuba que a causa del excesivo volumen se armó dentro, duela a duela y aro a aro a enviones de perito; ninguna puerta la hubiera aceptado. Sólo en años de cosecha abundante se usaba. A principios de otoño, la ubre de las cepas mandó avisos referidos a la cantidad prevista; y se iba a necesitar el tonel. Sirviéndose de una escalera de mano había entrado el abuelo en el vientre por la boca alta; y al poco de poner los pies en el fondo ocurrió. En cuanto, agachado, mezcló con el agua caliente la sosa y el metasulfito; en cuanto recogió el cepillo de raíces para arrancar las heces resecas y el moho. De improviso se apagó el candil, cejó el chisporroteo de la torcida de azufre y, privado de conocimiento, el enólogo aficionado cayó al fondo curvo con ruido de choque y chapoteo. Allí hubiera fenecido, pero la señora Octavia, la esposa incansable, portadora de un caldero de agua hirviendo, puso en práctica con asombrosa celeridad la feliz ocurrencia. A golpes de mazo fue agrandando el agujero de la espita hasta extraerla de su alojamiento, y el aire entró a chorros mientras salía el gas nocivo. Resultó dificultoso el arreglo del fudre, pero puede contarlo. Con todo, ayer, hoy y mañana, el sobresalto de mayor trascendencia de los sufridos, sería la pérdida de los papeles hallados en la zarcera del refugio atómico, si por un azar perverso tal pérdida se diese.
En el particular calendario del abuelo, por el que las esposas de los hijos se rigen, los meses tienen treinta días exactos. Todos por igual significan cambio, partida, fin; pero también inicio. En una de esas situaciones se encuentra el anciano, y esta vez se alegra. Diciembre o junio, resulta indiferente, va a coincidir con Dámaso, su querido amigo; y de un solo envite recuperará los escritos originales, compartirá con Juan el íntimo secreto y dará término a la zozobra provocada por la ingratitud de su desconfianza. Más aún, si las autoridades responsables dan crédito a su sospecha, una simple cala bajo el Ministerio de Ocio, seguida de minuciosas escuchas por medio de micrófonos sensibles, probarán la existencia del búnker y, en él, de dos personas conocedoras de los modos del dictador y de sus razones íntimas, de los dimes y diretes de las distintas facciones y del entramado que permitió al Movimiento mantenerse activo durante cuarenta años.
La dolencia enemiga de su pie lleva unos días inactiva, y puede que en el colmo de la dicha, Dámaso y él den forma definitiva al sueño de “zarpar hacia tierras ignotas en inciertas singladuras”. Ya será menos, pues entregó el grueso de sus reservas al más necesitado de los hijos, el despedido Juan. Sin embargo, aún guarda unos ahorrillos, cosa de poco; y quizá alcancen para emprender el crucero por el Mediterráneo. Previsor como nadie, dispone cercana la brújula de bronce interna a dos círculos concéntricos, fijo y móvil; comprueba la solidez de roda, quilla y tajamar, haciendo recuento por enésima vez de las provisiones estibadas; si surge cualquier imprevisto se prolongará la marea. Por eso su viejo corazón, sus ojos viejos, la boca gastada y las manos hechas a todos los tactos, cantan. Amelia nota el júbilo de su suegro, y no sabe encontrar el manantial de donde proviene, la fuente fresca y rumorosa que libera gozo tal en el momento mismo de la partida hacia la casa del hijo mayor. Algún reproche se hará la mujer ante el erróneo mensaje recibido. Ella, que se cree inocente de cualquier ofensa; ella, que trata al suegro como a un padre y omite por respeto las críticas a la conducta inconveniente que las hijas verdaderas, movidas por el deseo de mejora de sus progenitores, suelen hacer; ella, esposa del hijo predilecto, sufre cuando el abuelo se va de su casa y de su presencia tan campante.
Llegados al barrio de Miguel entran en su calle, se colocan frente al bloque al que pertenece la vivienda y descienden en el vehículo a la cochera subterránea, donde la plaza propiedad del hijo ha sido liberada ex profeso. Un ligero saludo, palabra y gesto, ajusta el anciano; tan intrascendente como el de quien ha ido a por el diario o viene de dar una vuelta a la manzana paseando al perro. Cargado con el equipaje se dirige a su habitación y, sin pérdida de tiempo, aún cerradas bolsas y maletas, busca la zamarra que no ve en la silla. El armario, delator silente de los hábitos de la casa, limpieza y orden, da cuenta de ausencia tan notoria; parece brillar el hueco en la mitad asignada a sus necesidades. Irene percibe la escasa amabilidad de su suegro, y desde de la puerta lo apunta con certeras palabras, simétricas a las oídas por el abuelo en boca de la otra nuera media hora antes. Ella, que coloca alfombras a su paso cuando llega el señor Miguel; ella, que se alegra al escuchar sus ingeniosos dichos; ella, que dispone el entorno a la medida de quien estará un mes de invitado, centro de la casa y trinidad con la pareja; ella sabe que no merece aparición tan laxa, cortesía tan falta de gracia, saludo tan carente de entusiasmo y viveza.
Fatalidad de fatalidades, destino cruel, nefasto albur venido sin llamada en el momento menos oportuno de su vida, no hay documentos porque no hay bolso interior disimulado, ni escondite porque no hay zamarra. El inmediato supuesto que su mente enuncia, goza de cuatro segundos de vida; y la negación forma parte de su integridad ya en el nacimiento: nadie alteró el orden que él dispuso, nadie colocó la prenda en otro lugar de la casa. Sin querer dar al hecho importancia, mostrando la emoción contenida de quien es protagonista de una buena acción, Irene se lo comunica con naturalidad al abuelo. Le explica que el primer miércoles del mes, junto a otras prendas en desuso, bajó al portal el viejo chaquetón canadiense, rozado en pechera, cuello y mangas; raído tras un largo y provechoso disfrute, aclarado el color primitivo en corros desiguales. Acción solicitada por los Traperos de Emaús, en un aviso fijado a la puerta de la calle con antelación suficiente. Mira que lo sospechaba el anciano; algo nefasto podía ocurrir, era la hora. Haciendo recuento de males, ya ponía éste encabezando la lista.
Perturbado por la repentina mala estrella, exclama el abuelo en su mente: “Todo es ido, el pájaro y el nido”; destino más que nunca despiadado. Se las prometía felices; con el apoyo de Juan, en el supuesto propicio iba a salvar vidas. Proporcionaría la libertad a dos encarcelados de la dictadura, cara uno y cruz el otro del Sistema, conocedores de secretos que en alguna medida cuya magnitud desconoce afectan a la historia. No sucede de esa bonita manera, teñida de azul, blanco y rosa, los atractivos colores que emplea el optimismo para embellecer sus propuestas; por el contrario, en adelante –compensación del todo insuficiente- se pondrá a diario la pelliza de los domingos, pespunteado ya el forro descosido, primer refugio de los zarandeados papeles. Se demuestra así que al fin tuvo razón, acertó a medias en la elección de escondrijo; pero huyendo del que representaba un riesgo moderado cayó en el más adverso.
Dedicada por completo a librar a su marido del abatimiento, foso al que cayó tras ser despedido de la empresa, ha encontrado Amelia tiempo y ganas donde escaseaban, para acompañar a la cuñada en la elección de la prenda dominical de repuesto. Gracias a tal ayuda, en ese instante de la bienvenida, orgullosa y satisfecha, muestra Irene al abuelo el abrigo moderno que vestirá en festivo. Salvo que a ojos vistas tratan de introducirlo en el ambiente desenvuelto de la ciudad, puliendo su marcado aspecto pueblerino, ningún inconveniente puede atribuir al obsequio el anciano. La calidad del paño y el tono del tinte satisfacen su gusto; y por si fuera poco, una vez colocado el gabán sobre los hombros, comprueba que es de su talla exacta. “Mía es la culpa entera, y ni pizca de las nueras”: se acusa el responsable de la pérdida, exonerando a las mujeres que lo tratan con cariño y respeto. Al silencio guardado por él en torno al hallazgo, deben ellas el desconocimiento que arrojó a uno de los canales del sistema de caridad el valioso manuscrito. “Reconocido el yerro, principia el remedio”, exclama para sí el abuelo, dicharachero como nunca, en un intento claro de hallar algún motivo de alivio. El pesar del anciano neutraliza el agrado sentido, y esa ausencia explica a Irene de manera errónea que la nueva prenda no le procura satisfacción.
Si a estas alturas, cumplidas tres semanas desde la entrega, dar con la deslucida zamarra puede convertirse en una tarea harto ardua; probar su legítima propiedad resulta imposible. Y no estando en condiciones de presentar los documentos originales ni las copias completas, conviene olvidarse de su trascendental contenido. Las pruebas escriben la historia, de otro modo deja de ser ciencia y desciende a mera especulación. “Tan secreto fue, que nadie lo pudo ver”: concluye el abuelo envuelto en la densa niebla de su pesadumbre, nieve gélida impulsada por un viento sañudo sobre su rostro.
Piensa adelantarse a los hechos presentando el escrito truncado como cosa propia, nacido en su cacumen inquieto en forma de idea y luego desenvuelto con mucho trabajo; al menos de esa forma pasará por persona instruida. Habrá quien lo acepte; tuvo un buen maestro en la escuela del pueblo y siempre quiso aprender. Era uno de los pocos que leía el periódico a diario y al anochecer ya estaba con libros sesudos. Llevó los asuntos de doña Regina a satisfacción de la señora, fue alcalde y jefe de la Hermandad; en Husillos le consideran inteligente y trabajador, y si por los vecinos fuera aún estaría al frente de los proyectos comunes. Con ese mérito en su haber y el abrigo nuevo, verán en él un campesino socarrón que está de vuelta de todo. No; se lo contará a Juan sin economizar pormenores, escuchará el hijo la historia, y aceptada, el indemostrable secreto paterno se pondrá a resguardo. Quédese la conquista de la posteridad para los vanidosos, que él va siéndolo menos a medida que pasan los años y la piel tersa se hace cuero repujado.
Cavila el anciano acercándose con prudencia al lindante amanecer, al porvenir incierto, sin separarse aún del hoy palpable y consistente, del ahora real y verdadero. Reflexiona el abuelo abrazado al árbol de la vida, los pies en su alcorque, protegido por las densas ramas; tentativa postrera de superar la acción desaforada del viento que intenta arrastrarlo. Las ilusiones propias, las alegrías íntimas que producen los logros personales, se vuelven insulsas, carecen de sentido si no se pueden compartir con la compañera a quien se ha querido por encima de los demás mortales, a la que se consideraba antes que a los propios intereses, que a los propios órganos: cabeza, corazón y extremidades. Muerta Octavia, ya no existe paisaje que llene la mirada, ya no hay plato sabroso ni postre rico por completo. Si su alegría no alcanza a la esposa muerta, si parabienes y felicitaciones no han de inundar su corazón fenecido, si el reconocimiento iba a quedarse sólo en su persona, si Octavia no puede conocer la magnitud del hallazgo, la importancia excepcional de los escritos, el cierre dado a la historia en las páginas últimas, añadidas a estudios sesudos y a testimonios de personajes de primera fila; entonces da igual si suceden los hechos torcidos porque la casualidad así los quiere, o si extraviados los documentos el episodio aporta un fardel de aspiraciones rotas y un balde con agua de lavar los platos.
La existencia del abuelo Miguel, tan fácil vista desde el exterior, tan cercana a la felicidad si se juzga de forma incompleta; en realidad soporta pesares y temores, heridas abiertas por las que se escapan las oportunidades de albergar en su seno la dicha; y el quebrado episodio de los papeles es sólo un ejemplo. Octavia, la adorada esposa, y él, Miguel Frías, señor Miguel para los vecinos jóvenes, observaban reguera adelante, parsimoniosa, avanzar el agua, centímetro a centímetro sobre la hierba hirsuta; la veían intentar la huída por los túneles del topo, por las ratoneras; anegarlos y llegar al cantón de las alubias, de los pimientos, de lechugas y borrajas, hasta cubrir la parcela cedida por doña Regina para contribuir al sustento de la familia recién fundada. La mujer fuerte y el solícito e incansable marido, con las piernas hincadas en la tierra hasta las rodillas, daban de beber a las plantas sedientas hasta ahogar sus ávidas raíces, hasta inundar el tallo alto y llenar de vida las hojas mustias, las vainas arrugadas.
De la confesión del abuelo se desprende, que en el asunto de los papeles extraviados a él le sirve la confianza de Juan. Sin embargo, esa misma confianza no sacará a los encerrados de su prisión dorada. Escaramuzas de la conciencia, el anciano lo sabe y sufre por ello. Es cierto; si no fueron rescatados por los compañeros y permanecen con vida –setenta u ochenta años podrían tener- allí estarán. Cuerpos sanos, bien tratados, el peligro radicaba en la mente. Al principio los recuerdos pudieron ser aliados, pero convertidos en nostalgia se harían potros de tortura. El primer enemigo pudo ser el aburrimiento; luego se añadiría la desesperanza. Complementarios como eran, una agresión es impensable: viven ambos o ninguno vive. Contaban con suficientes medios, sólo necesitaban un objetivo para resistir. El pensador lo tenía y, bien instruido, el mercenario pudo hacerlo suyo o adaptarlo a sus circunstancias personales. Tales pensamientos son hormigas rojas que recorren el cerebro del anciano, royéndolo.
Entelequia asumida por los creyentes a lo largo y a lo ancho de los tiempos y territorios, de los dogmas y utopías, el futuro: ensueño y quimera, no muestra el rostro inconcreto sino a los que buscan con ahínco su transparencia, a quienes lo edifican etéreo en la bóveda celeste, sobre el arcoiris, con la esperanza de llegar a habitarlo. No es posible conocer el futuro: alas de cera que al aproximarse al Sol su extremo calor derrite, movedizo horizonte al que nadie llegó jamás sin convertirlo en presente y al instante en pasado. Por y para el futuro trabajó el abuelo Miguel toda la vida, y a estas alturas no sabe si obró bien ni espera saberlo; aunque teme con temor fundado, que muchos de sus actos, contenidos aquellos que consideró erróneos, han sido indiferentes para el baile universal de los mundos, para el giro del planeta Tierra, para la deriva de los continentes, para detener la erosión en La Cuesta y fijar el cauce del río Carrión.
Identificados uno tras otro como obra suprema de la naturaleza fructífera, comprometiendo su conducta posterior, los nacimientos de los hijos le llenaron el morral de coraje. Miguel, el mayor, de carácter tenaz y sosegado, facultado para reparar cualquier desperfecto con escasos medios: ajuar doméstico, aperos de labranza, arreos y aparejos de las caballerías; y el segundo, el estudiante Juan: cuerpo asimétrico, mano derecha disminuida, promesa de futuro bien fundada, asentada en la mente que discurre y en la ilusión que impulsa.
Los hijos, las nueras, los nietos y el bisnieto: constituyen cabos que estabilizan su nave momentos antes del naufragio, salvándola del hundimiento, de la negrura abisal envolvente. Los amigos sitúan a sus pies el suelo sobre el que camina: sucesos recientes, remembranzas, episodios inventados, sueños, medias verdades, chascarrillos, halagos y quejas. No obstante, vería con buenos ojos la modificación de una mínima parte de la actualidad envolvente. Sabe que lo ha dicho en otras ocasiones, y aun así lo repite; soporta con amargura la monótona seguridad de los carriles del tren, que van de estación en estación siguiendo un orden conocido e inevitable, incapaz de admitir variaciones: Atocha, Recoletos, Nuevos Ministerios, Chamartín, y así hasta El Escorial o viceversa. Kilómetro a kilómetro, la insistencia en repetir los gestos se apodera del viaje y anula parte de su posible atractivo. Una traviesa carcomida, un deslizamiento de tierras tras las copiosas lluvias o el desprendimiento de una roca sin razón aparente, constituyen el escape de la inercia; pero han sido previstos por la eficacia y neutralizados por la precaución. Acompañando a Juan Sebastián Elcano en el interminable y comprometido periplo, su sed de sucesos se hubiera visto satisfecha; yendo con cabeza de Vaca, Américo Vespucio o el propio Cristóbal Colón, sería como ellos ingenioso y audaz. Pero ya no se viven hazañas tan cuajadas de impedimentos. Subir al monte Everest es sólo una excursión, y la ciencia ha convertido el largo viaje a la Luna en lo que llaman de manera bien elocuente un simple paseo espacial.
Con todo y con eso, imaginar que una bacteria oculta a la mirada o un minúsculo virus pueden dejarlo en dique seco desazona su ánimo. Pensar que el exceso o la carencia de cualquier sustancia, y hasta una sola de las cien mil disfunciones posibles poseen capacidad bastante para inmovilizarlo; suponer que una recaída ocasionada por el caminar abusivo le ate tronco y extremidades inferiores al sillón y a la banqueta; imaginar que los trabajos de construcción surjan lejos de las casas de los hijos, allá donde ir a diario no sea factible; temer que la salida mar adentro o la llegada a otros territorios quede en proyecto ilusionado, en alfileres pinchados sobre la esfera de su nieto Daniel; figurarse en permanente quietud, estancado, preso de las circunstancias, lo aterra más que la idea de la muerte inexorable.
El abuelo Miguel se dice con la boca situada en el interior de la cabeza, entendimiento un tanto lastimado, que no va a permanecer jugando a las cartas en cualquier hogar del jubilado, ni se resignará a pasar el resto de los días sentado frente al televisor, a manera de una máquina que contempla a otra, artefacto mirado que a la vez estudia las características de los ojos fisgones. No se quiere espectador de películas que expliquen el mar en sus cambiantes aspectos, la tierra en permanente desgaste, conformándose con ser vigía a distancia de la evolución, del ejercicio físico, de las empresas arriesgadas, de la corriente formada por los días seguidos de las noches. No, no desea transformarse en vegetal fijado a la tierra que lo sustenta, sólidos y líquidos precisos, el aire y el sol imprescindibles. Debido a la edad o a las afecciones de los pies, pueden llegarle en cualquier instante el encadenamiento, la postración, las ataduras físicas; y eso llena su pecho de una angustia mayor que la muerte ineludible. Depender de los demás, necesitar atención hasta en el desarrollo de las funciones elementales, pedir ayuda en todo momento y estar a lo que estimen otros no va con su carácter, con su autónoma forma de ser, con su manera libre de entender la existencia. Prefiere el sueño indefinido, a figurar sin otra razón que las ondas del encefalograma, en los registros que originan la estadística. Antepone la muerte sobrevenida tras un fallo del debilitado corazón, cualquier forma tranquila de ocaso indoloro, a la mera latencia. Así como la enfermedad lo aterroriza, a él, anciano expuesto a multitud de percances, no le causa ningún miedo el frío dalle de la dama delgada, de la esquelética señora. No la llama, tan natural ella, tan cauta, tan inflexible, tan repetida, tan próxima, tan misteriosa, tan arrogante; pero si ha de evitar el prolongado lecho y la inactividad continuada, venga la muerte cuando quiera, corra como sabe hacerlo, vuele con sus alas incorpóreas, preséntese sin avisar si ese es su antojo.
La vida, en ocasiones, le parece al anciano un velero que avanza a duras penas con el lastre creciente de una vía de agua; de tal suerte, que si cansado deja de achicar se hunde. Pero de ninguna manera desprecia la ofrenda de los días en los enredados tiempos presentes; pues encuentra que uno con otro aún entregan contenido: oropel más que oro sin duda, pero sabe distinguir el interior noble de la cáscara brillante, sabe separarlos. La existencia, encauzada y sabida, carente de episodios dignos de figurar en un índice reconocido, tiene en sí misma importancia; se aprenden cosas útiles junto a las improductivas, y se sirve al general desarrollo en grado mínimo pero imprescindible. Tras la extinción de una vida el equilibrio existente se rompe, restaurándose al instante porque una nueva hace de contrapeso; prueba irrefutable de la nimiedad de los afanes. Si sucede que faltándonos el aire durante unos minutos apenas, la llama de la existencia se apaga y ya nada concede valor al esfuerzo, ¿qué habrá de movernos a ira, a disgusto, a sobresalto?, ¿qué suceso nos traerá desazón? Piensa así el abuelo y, no obstante, la emoción vence, gana su voluntad y tira de las escasas fuerzas hasta inyectarle preocupaciones que bien vistas carecen de importancia.
Se interrogaba el señor Miguel hace años acerca de cuestiones de fondo, pero la que irrumpía con frecuencia en su inestable discurso, quizá por considerarla de mayor trascendencia, era si habrá, como dicen algunos, un itinerario sucesivo de éste, una plácida estancia sin fin en el lugar de arribada elegido. Se preguntó luego si, como dicen otros, en la tumba acaba todo y el misterio se explica por sí mismo. Mas la duda insoluble ya no lo inquieta: haya o no tras la muerte otro sendero, en estos momentos es indiferente, porque llevó a cabo con tenacidad la tarea asignada, fue fiel a los principios y amó con todas sus fuerzas.
Capítulo XXI
Una herida penetrante, si carece de asepsia posterior, no se prolonga ésta lo suficiente o se hurga en la carne viva con instrumentos sucios, suele infectarse y tarda en cicatrizar. Algo similar ocurre en la mente de Juan, pues sin explicación aparente, sin teoría que lo justifique, entre altibajos irregulares alarga el sufrimiento. Los sueños se suceden tozudos, y no pasan quince días sin que su pensamiento incontrolado lo lleve a los antiguos escenarios laborales, donde la actividad desarrollada le designa primer actor y paradigma. Ya no es de allí, se acerca llamado por otros menesteres que la casualidad desea, embajador de gentes a las que sirve o en defensa de su propio quehacer reiniciado. Desean uno de sus cuadros para decorar el vestíbulo principal, una conferencia ligando el arte con la economía, una experta opinión que valore en sus justos términos el proceder de la empresa. Qué diferencia con las noches lóbregas en que su actitud espantaba el éxito llevando el negocio al desastre. Pesadillas terribles, por fortuna idas, donde el Director Administrativo, puesto en la picota, se convertía en el hazmerreír de los que sometían a escarnio su torpeza: un conjunto de yerros culpable de siete cosechas mediocres. Ahora, dentro de lo malo, es diligente y la prudencia asesora sus actos; todo se mueve alrededor recabando su consentimiento, y queda embelesado viendo como la prosperidad inicia siete años de abundancia. La admiración aumenta y ellos, los que señalaban la calle al indicar su sitio, se declaran satisfechos del hacer eficiente.
Cuando Amelia y Juan acordaron librar de riesgos el pequeño capital reunido, ni por asomo intuían el alza imparable de la bolsa. Son tan amplias las ganancias de quienes invirtieron bien asesorados, que en un año han doblado el dinero de partida. Sí, sienten cierta envidia, pero abstracta; les gusta la idea de multiplicar por dos las reservas, a quién no; pero rechazan el procedimiento. Colocan pequeñas cantidades en las frecuentes privatizaciones de empresas públicas: propiedades comunes puestas en almoneda por el gobierno para armonizar los gastos y los ingresos en las cuentas anuales; facilitando, al tiempo, que numerosos ciudadanos corrientes y molientes, tengan por cuatro duros la sensación de ser partícipes y beneficiarios de la abultada transferencia. Juan y Amelia compran, pero venden en cuanto la ganancia se acerca a las mil pesetas por título, aunque se palpe aún la revalorización. No obstante, incluso ese lucro moderado les causa inquietud; sufren el ataque de remordimientos que a los capitalistas hechos y derechos respetan. Anna y Daniel sueltan puyas, y los padres se culpan de cuestiones tan espinosas como el continuado abuso ejercido sobre los empleados y los precios altos cobrados a los consumidores o usuarios: conducta habitual de empresas competitivas, cuyos valores deben en parte su alza a esas conductas.
Ha pasado Juan hace tiempo a engrosar el crecido número de los que el Instituto de Empleo considera parados de larga duración: una muchedumbre abandonada por las autoridades, a quien el propio destino borró de su nómina y el veleidoso azar hurta los mínimos favores. Reconociendo los funcionarios su incapacidad para proporcionarle trabajo, le ofrecen un curso de formación que entretenga el ocio y cree expectativas; falsas, pero expectativas al fin: ilusiones, alegrías efímeras que se equilibran luego con el desencanto. Esta vez va en serio; muestra tanto deseo de recibir las lecciones de Realización de Vídeo y Televisión, alborota tanto por la cuestión de no existir examen de ingreso, que, a pesar de ser, con diferencia, el mayor de los convocados, lo aceptan. Entiende las materias explicadas, y sigue las clases con aprovechamiento; pero el supremo interés se centra en las personas: profesores y alumnos. Hay rostros atrayentes, hijos de biografías muy dispares. Lucía, la profesora, puede haber sido modelo de pintores; ya formando parte de un grupo, ya en solitario, su personalidad destaca. Confiesa treinta y cuatro años, y aunque lleva viviendo quince meses con quien dentro de tres semanas se convertirá en su marido, goza las opuestas emociones de una novia adolescente; y su sonrisa, radicada por igual en ojos y labios, lo revela. Rodrigo, el otro maestro, pasa por ser guapo entre las chicas que asisten a clase, aunque Lucía le encuentra rasgos inarmónicos, indecisos golpes de cincel: nariz y arcos ciliares. Utiliza Rodrigo a los alumnos para seguir estudiando y aprendiendo una profesión que considera apasionante. Es cámara, es editor, pero puede ejercer de realizador o productor si se lo piden; y está al tanto de los cambios que la técnica introduce sin pausa. Vicente, Luis, Jorge, Paco y Virginia, son alumnos con los que Juan va intimando hasta formar un equipo coherente, capaz de desarrollar los trabajos colectivos sin desgaste. Toma el pintor apuntes de sus rasgos, y con ellos piensa completar un retrato para el que ya tiene título. Le sucede a veces que la idea viene con su nombre colocado a la altura del pecho, y ese trabajo se llamará, con certeza, “Marino”. Poseerá la mirada dulce de los negros ojos de Virginia; y en abierto contraste tomará la expresión dura de las pobladas cejas de Jorge, de la poderosa nariz de Vicente, de la frente despejada de Paco, que una gorra, compañera de mil travesías, limita; de los labios heroicos de Luis, surcado el inferior por un corte que sugiere ásperas reyertas en las cantinas de puertos remotos.
El alumno impropio aprende en el aula realidades físicas dispuestas en entornos científicos, que para mayor desventura olvidará por falta de práctica una vez concluido el cursillo; pero las relaciones humanas establecidas, de una u otra forman acabarán sirviéndolo. Los tiempos muertos que proporcionan los descansos prolongados por la voluntad, las clases inactivas debido a la ausencia de los profesores, las largas esperas unidas a ejercicios prácticos llevados a cabo uno por uno siguiendo el orden alfabético, dan pie a avanzar en lo íntimo. De ese modo conoce a una mujer madura poco frecuente –padre francés hijo de alemanes, y madre uruguaya de origen argentino; divorciados cuando la niña cumplió los diez años- una argentina que a pesar de llevar en Madrid la mitad de la existencia aún conserva el acento porteño. Su mirada de leona herida, abandonada por dos o tres machos sucesivos, descubre los zarpazos acumulados en las encrucijadas selváticas menos transitadas. Para tapar las miserias de su vivir diario, madre de dos jovencitas medio hermanas, se sirve de un orgullo que proviene de la recordada niñez bonaerense; y como si fuera la protagonista de un tango, sonríe con displicencia rasgando una mueca triste.
Tres meses necesita el curso para que los alumnos asimilen las materias, y tres meses dan mucho de sí cuando los roces se intensifican. Los compañeros, con la excepción de la argentina universal que presume de haber vivido mucho, son, con cierta moderación, jóvenes; y en esa medida rejuvenecen a Juan. Asimila el aprendiz voluntario la jerga en que ellos se expresan, pobre de palabras y rica en matices, utilizada a modo de valladar contra los mayores; y con su solo impulso abre una puerta que lleva directa a las inquietudes. Va conociendo sus sueños, percibe detalles del sufrimiento intermitente, del arranque contrariado; y sabiendo que nada se crea ni se destruye, es decir, que no existe esencia nueva bajo el Sol, puede darles consejo sin que vean en él al padre distante, aceptando al amigo experimentado que camina a su paso. Quitando importancia a las rarezas propias de la posición perdida, inocuas por otra parte; de las fallas verbales origen de malentendidos, llegan a valorar su postura frente a la actualidad, aprecian las opiniones que vierte en la conversación y acaba pareciéndoles una persona mayor que se va haciendo vieja. Quisiera Juan serles útil en la búsqueda de empleo, pero ha llegado a ellos demasiado tarde, carente de influencias, sin amigos poderosos. Vicente es ahora lo que sería Juan a su edad, pero él no será a la de Juan lo que Juan es; las circunstancias vienen muy otras y tendrá menos oportunidades. Trata el ejecutivo en paro de estimular a Vicente a la acción, pero el joven parado se acomoda a lo que tiene y rebaja la altura de sus miras adecuándolas a las posibilidades; por eso puede con su angustia y la neutraliza. Paco, treinta años, ha tocado techo vital, la juventud no le da billete para ir más lejos en su tren, dos o tres estaciones más y acaba el recorrido; pero se agarra a esa etapa como la hiedra al muro, huyendo de las responsabilidades de formar una familia y desempeñar cualquier tarea que pida rigidez y esfuerzo. Virginia recorre un presente continuo que prescinde de pasado y futuro por igual; su mundo es plano y ella camina interesada en el paisaje que cubren sus pies, ajena a los mapas y a los nombres de las ciudades. Luis viaja subido a lo efímero y en ese vehículo atraviesa una ciénaga que para él no es amenaza sino oportunidad; subsiste y va haciendo de la subsistencia su ruta. Situando las coordenadas que fijan al tiempo y al espacio a sus compañeros de curso, localiza Juan a su hijo Daniel; aunque fuera sólo por esa conquista obtendría del encuentro un buen fruto. Transcurre el trimestre, concluye el tiempo de formación, y si es verdad que no recibe ofertas de trabajo, se encuentra, en el aspecto humano, favorecido.
Anna, concluido el período de ajuste que la Orden considera imprescindible, solicita ir a tierra de misiones hasta que llegue el momento de vincularse en firme a la congregación. Ni clases de infantes ni hospital de desahuciados la ocupan como ella pensó en los inicios. Por renunciar a los lazos egoístas sacrifica hasta la presencia ejemplar de sor Prudencia; y consciente de que no volverá a tener la necesaria energía que la juventud y el entusiasmo aportan, elige el corazón de África como tierra de donación. Juan muestra una pasividad pasmosa, progenitor que ante el comportamiento libre de sus cachorros deja hacer. Daría consejos, los tiene bien depurados por la experiencia, pero no quiere torcer la voluntad de la hija en asunto tan trascendente. Incluso comparte el proceder altruista y lo hace suyo, de modo que el gesto de Anna se prolonga en el gesto desprendido de la familia, privada con pesar de la joven, de su activa presencia.
Ya es Daniel un hombre hecho, y se dan cuenta los suyos de pronto. Aparta la venda de los ojos la boda de Víctor y Yolanta, escogido el muchacho por los novios para leer en la iglesia y actuar de testigo. Verlo enfundado en el traje de etiqueta, formal, responsable, metido de lleno en su papel de adulto; abre a la familia las entendederas a una realidad que ha de serlo hace tiempo. Acaso para Juan la sorpresa sea un poco menor, ya que las conversaciones mantenidas entre ambos de un tiempo a esta parte alcanzan una profundidad impensada hace apenas medio año. A la par que el cuerpo se ha desarrollado su mente: expresa puntos de vista sensatos, nacidos de razonamientos graduales que son como escalones por los que avanza su tesis. Alegra al padre que el hijo discrepe de lo expuesto por él; la disensión de Daniel es el logro de Amelia y de Juan: ya puede el muchacho vivir sin tutor. Aunque ha de recorrer todavía un trecho para terminar la carrera, proyecta añadir un diploma de mérito y una prestigiosa pasantía; y en aras del aprendizaje considera interesantes las diligencias realizadas por las mañanas, de las que saca algún dinero y un profundo contento. Gestiona los permisos de estancia y trabajo de los emigrantes, y al cobrar un precio mínimo recibe numerosos encargos. Está muy versado en la Ley de Extranjería y conoce los variados defectos de su articulado.
Creo interesante: expone Juan para iniciar una charla que desea prolongada: admitir a extranjeros de lengua española y religión católica, porque su integración será afectiva y surgirán menos problemas. A lo que responde el joven gestor: Aun provocando agitaciones de ajuste, se deben abrir las fronteras sin discriminación de orígenes; de manera que la cultura resultante del mestizaje sea rica, consistente y duradera. Culpa el muchacho a las grandes empresas de esquilmar los países subdesarrollados en connivencia con los gobernantes locales, forzando así la salida de los más capacitados hacia los países prósperos, nuevos colonizadores. En su opinión, afianzada por la lógica, debe hacerse justo lo contrario: crear allí la riqueza, desarrollar la agricultura, industrializar el campo, dar trabajo a los habitantes de las aldeas y formación bastante para preservar sus derechos de los ataques continuos. Pero eso, está convencido de ello, los que gobiernan la economía y la política ya lo saben.
Hablan padre e hijo de la Europa que viene, formada por veintitantos países, cuyos políticos enarbolan la bandera de un poder doméstico valorado muy alto. No es la Europa soñada la que se construye; quienes la promueven levantan sin ninguna reserva el aprisco, alzan las tapias del redil único, albergue de ovejas sin distinción de patrias, lenguas e ideas. De los Estados Unidos hablan; país inmerso en una cultura de violencia, abanderado del poderoso capital, donde los presidentes, al modo de los emperadores antiguos, elevan construcciones ciclópeas e inician guerras costosísimas en vidas y recursos, persiguiendo que la historia los mencione encabezando unas líneas. Teme Daniel su capacidad contaminadora de una Europa indecisa, que siguiendo el ejemplo por ellos marcado limará con lima de grano grueso los derechos sociales, albergando en sus códigos restricciones a las garantías de las personas, sometiéndolas, de uno u otro modo, al sacrosanto beneficio empresarial, nuevo principio que primará sobre los otros. Y para pasmo del observador atento, añade el hijo, conseguido sin enfado de los ciudadanos; sirviéndose de la llamada democracia representativa, gran hallazgo de un capitalismo en ningún momento demócrata. No está en la esencia de ese sistema la igualdad ante la ley; el reparto equitativo de la riqueza es contrario a sus fines. Conoce Daniel el valor de las medias verdades, la fuerza de la falsedad repetida una y otra vez; con ellas se modela una realidad nueva que secuestra a la auténtica e impone sus espurios efectos. El sistema imperante logra, por último, la cuadratura del círculo, el hermanamiento de los contrarios: une a los empleados con los empleadores, les hace un solo sujeto ficticio y se sirve de él para repoblar la gran clase media, beneficiaria en pequeña porción, migajas casi, de la enorme riqueza generada. Permanecen los ricos al amparo de sus caudales, amparándolos; sin poder evitar el incremento y sin desear hacerlo. Los pobres pasan a ser parias, ciudadanos de categoría ínfima, últimos de la cola; y de entre ellos, unos, resignados y sumisos, contemplan el despilfarro con admiración y envidia; y otros van llenándose de odio rebelde ante las insultantes diferencias.
Hace Juan una incisión en la charla, extrayendo del ovillo de la economía el hilo del mercado de trabajo. Nada tiene que ver con sus esporádicos trastrueques mentales, actúa de ese modo para conocer la postura del muchacho ante un problema que no tardará en presentarse descarnado ante él. Desconoce Daniel de manera directa la difícil búsqueda del primer empleo, pero cuenta con referencias de amigos. Parece ser que los puestos vacantes, en repetidas ocasiones ni siquiera se anuncian; pasan a ser cosa de conocidos y colegas que se avisan unos a otros. Cientos de aspirantes, y a veces miles, compiten por cada plaza de la oferta oficial; y otros tantos lo hacen por un puesto en las empresas de mayor prestigio. Hay mucha falsedad, mucho teatro en ese terreno de la contratación, y conviene estar bien relacionado; asegura el muchacho. No es de extrañar; una colocación es un bien, y con los bienes especulan los especuladores; añade Juan. Llegan padre e hijo, en su intercambio de opiniones, a la constatación de unos cuantos axiomas. Es función de los gobernantes formar cuantos profesionales sean necesarios en cada momento; acercar la oferta a la demanda. Para ello cuentan con la Universidad, teoría y práctica que ahora lleva un desfase de años. En el colmo, la práctica, cuando se da, es elemental y desajustada; está a cargo de pedagogos que tiene poco de profesionales o de profesionales que no son pedagogos. Las empresas piden a los titulados la pericia que obtendrían en el empleo si se lo dieran; y los jóvenes se dejan sangrar a cambio de la dolorosa experiencia proporcionada por la sangría. Desolador panorama que por fortuna muestra visos de cambio.
Aunque controlar la inflación no será tarea fácil, confía Juan en que las actividades mercantil y fabril entren, por ese orden, en un ciclo favorable, aumentando la ocupación y los salarios. Declaración optimista que no tranquiliza a Daniel; y es que ha oído decir a su padre, y no hace tanto para que las teorías hayan cambiado, que el eje confianza-consumo-prosperidad aporta un excedente calculado de mano de obra. Y lo que no resulta fácil de entender: durante cierto tiempo puede darse la convivencia de una economía boyante y la penuria generalizada.
Juan no es experto en los grandes números del país, lo suyo es la empresa y sus avatares diarios; no tiene ninguna solución ideada, ni siquiera una imposible de llevar a la práctica como suele acontecer. Y menos en el momento extraordinario que se inicia, el de la implantación del euro y la ampliación geográfica y económica de la Unión Europea.
Para no descubrir al muchacho la evolución de su pensamiento, censor sobrevenido del poder y sus sólidos soportes, lleva el padre la conversación a derroteros asépticos y charlan durante dos horas de geografía y de historia, asuntos en los que el hijo está bien pertrechado. En Daniel Juan se descubre joven, ávido de conocer los entresijos de la vida, perseguidor de las causas últimas de cuanto acontece. Como él se ilusionaba por los sucesivos descubrimientos de su constante indagación; deseaba abrir caminos, trazar puentes, modificar el curso equivocado de la realidad. Existe una diferencia entre ambos, el padre no llegaba en su análisis a los basamentos sociales, la piedra berroqueña sustento de un edificio que se hace y se deshace repitiendo un día tras otro el modelo.
Lo realidad inmediata, vivida en primera persona, ha cambiado al padre y el hijo lo ignora. Sin embargo, por no echar leña al fuego, se abstiene Juan de contarle que en algún momento reciente pensó unirse a un grupo de desempleados dispuestos a reclamar ocupación productiva. Es cierto, sucedió en la cola del paro. Se quejaban otros descontentos, y tomando como muestra, una vez más en la historia, la organización francesa ya existente, pensaron protagonizar actos destinados a llamar la atención de los responsables y a dar aldabonazos sobre la conciencia de los insensibles. Activos pero pacíficos, pacíficos pero activos; la fijación de propósitos y la tenacidad en el esfuerzo proporcionarían valor a la enorme cantidad de tiempo disponible. Omnipresentes y molestos, iban a provocar tarde o temprano la actitud positiva de los agentes sociales. Ya tenían presidente y secretario general: dos tergiversadores que se ofrecieron voluntarios para dirigir la cofradía.
Entiende Juan muy adecuada la unión de los forzados a abandonar el trabajo antes de la edad reglamentaria. En opinión del ex director administrativo, los marginados laborales debieran ir de un lado a otro demostrando con su presencia, real y palpable, la discutida existencia del grupo social que componen. Organizados, ofrecerían perenne testimonio de la debilidad del sistema, imponiendo la estética de su desastrada indumentaria, de su magra silueta, su gesto mustio, allí donde se exaltasen el credo empresarial y el provechoso momento económico que los inusitados beneficios confirman: primera fila del salón en cualquier acto público o privado. Preguntas certeras en el apartado de ruegos y preguntas pondrían a los ponentes ante dilemas sucesivos. Empresarios, políticos, dirigentes sindicales y eclesiásticos percibirían la sinrazón de su discurso. Y cabe esperar que el cuidado de la estética, al que son tan dados los gobernantes actuales, lograse moverlos a la acción correctora. Estaba Juan convencido, mas su poca capacidad reivindicativa le hizo abandonar el proyecto sin haberlo iniciado más que en la cabeza.
Pasa el tiempo tan presuroso, que es una bendición para quienes esperan su magnífica carga de regalos o el fin de una mala racha. Es posible que a finales del próximo mes de septiembre, para reponerse y conocer a su sobrina, la recién nacida con quien Aurora incrementa la condición de abuelos de Amelia y Juan, regrese Anna. Por lo menos durará tres semanas la estancia, compensadoras en anticipo del profundo dolor que supondrá su posterior partida. Padres, hermanos y tíos apreciarán por ellos mismos lo que las fotos muestran y son incapaces de entender. Presenta en los retratos un cuerpo enjuto, mínimo soporte de la enorme energía desprendida de su actitud impaciente. Los ojos son ventanas que descubren los adentros, y el rostro, distendido, vivaz, desmiente la situación extrema en que se desenvuelve y la dureza de los trabajos cumplidos. No cabe el gozo anticipado; aún no ha venido y ya temen el día en que deba irse. Vivirán de nuevo los momentos desgarradores; tan lacerantes y terribles como los de la vez anterior, cuando lo indeterminado vestía de aventura su marcha. La saben en peligro cierto de contraer enfermedades, y temiendo perderla están pendientes de las confusas noticias que llegan del lugar donde reside: la violencia y el hambre recorren la zona, sembrándola de enfermos desatendidos y de muertos sin tierra, pasto nocturno de las alimañas. Pasan el verano en la propiedad de El Escorial y permanecerán allí durante su estancia. Amelia, satisfecha, prepara con mimo la habitación que Anna ocupaba antes de ingresar en la Congregación, destinada a albergarla; y sustituye por otros nuevos los muñecos que el fuego devoró en la emotiva “Quema de Vínculos”.
Igualada a treinta días la permanencia de ambos en casa de los hijos, las tres mudanzas de Dámaso frente a las dos del abuelo seguían limitando la coincidencia. Justo cuando dan con una fórmula que permitiría estar el doble de tiempo en el mismo barrio a quienes unió la guerra civil, va su amigo del alma y se muere; también es fatalidad. El ingenioso reparto ideado por Daniel –sesenta días seguidos con ellos, luego treinta en casa de sus tíos y treinta en la suya, para quedarse a continuación sesenta donde Miguel e Irene- completa un ciclo de seis meses que se puede repetir idéntico de manera indefinida. Proporcionaba el cálculo, en el supuesto para el que estaba previsto, el encuentro cada vez que su amigo se quedara en casa de la hija, vecina de Miguel. Una dolencia cualquiera descubrió el mal auténtico, el de alcance; y tras varios meses de tortura inútil, ¡zas!, la muerte. Ya no subía Dámaso a los autobuses que fueron su pasión; ya no recorría la ciudad de arriba abajo, yendo de los distritos alejados hasta el centro y viceversa; descubriéndole, al paso, nuevas obras al abuelo, quien hace esfuerzos ímprobos para no caer en la melancolía.
Como perro recién salido del agua que escurre su pelambrera, a sacudidas se desprende de la tristeza el anciano. Caen alrededor las gotas desparramadas y trata de limpiarlas con paños de buen humor. Así y todo, existe causa bastante para el abatimiento. La muerte del amigo profundiza una herida ya abierta; pues perdió un importante manuscrito hallado en las excavaciones del Ministerio del Ocio. Visitaba la obra acompañando al operario de la excavadora, y allí la lluvia torrencial caída durante la noche había abierto una oquedad; zarcera, al parecer, del refugio atómico construido por el antiguo Régimen. Lo describía con detalle el legajo, cuyo relator fue uno de los enclaustrados en el búnker. El abuelo Miguel tuvo la ocurrencia de guardarlo en el forro de la zamarra vieja, con tan mala fortuna que Irene entregó la prenda a los traperos tras la compra del abrigo. Desaparecido el documento matriz, daba vueltas y vueltas a su copia, la pasaba a limpio, añadía, quitaba, mezclaba; de modo que iba conformando una versión muy alejada del texto inicial, verosímil pero inválida como prueba. La muerte del amigo ha decapitado los sueños conjuntos; y sin los documentos hallados, carente de amistad verdadera y de ilusiones renovadas, ha de esforzarse mucho para levantar cabeza.
El amoroso recuerdo de Anna, la niña madura que se da a los otros allá donde la donación es muy costosa; y el temor a que pueda sufrir cualquier mal, ruedan en la cabeza del abuelo día y noche. No puede ver el velamen del Cutty Sark sin suplicio. La idea surgida de modo repentino en su mente ofuscada, la ilusión de ir adonde la nieta misiona y pasar con ella un tiempo lleno, rompen el pesar y el decaimiento que pugnan por conquistarlo. África, territorio múltiple y uno, tierra de heroísmos y atrocidades, paraíso desolado que la ambición destruye, lo verá llegar a su geografía rota. Los ahorros estrechados por la necesidad de Juan, apenas dan para la ida; lo sabe el aventurero, pero no piensa volver si ella no vuelve. Cólera, tifus, fiebre amarilla, meningitis A y B, tétanos; se está vacunando a hurtadillas cuando Amelia le da la noticia del regreso inminente de la misionera, noticia descubierta al leer entre líneas una carta llegada con retraso desde la misión. De modo que el abuelo echa la galga a su propósito, y aunque ya tiene las fotos para el pasaporte y conoce la dirección de la embajada donde expiden el visado, deja la partida en suspenso.
Capítulo XXII
Pertenece el albergue escurialense a una vasta urbanización, que en su topografía acoge un embalse, receptor del discontinuo caudal de cien arroyos. En las orillas lacustres, enmarañadas de cañavera, esconden sus nidos los patos que surcan las aguas al emprender laboriosos vuelos de corto alcance. Pacientes pescadores ocupan desde horas tempranas los mejores puestos. Rodea el caserío un arbolado que en algunas partes llega a ser frondoso: riberas de los arroyos principales, donde se hace barrera opuesta al paso del hombre, ayudándose de zarzamoras, jarales y enredaderas de fruto colorado que entrelazan sin orden sus ramas. Son incontables las aves diversas que allí anidan y tienen desarrollo. Han encontrado cobijo en el área ardillas, conejos, culebras, lagartos, ligaternas y otras especies cuyo nombre queda para los entendidos. Si no fuera por las ruidosas cabalgadas de las motos que marcan su paso con huella indeleble; si los excursionistas, en vez de prender hogueras para cocinar sus comidas, recogieran los desechos olvidados o abandonados de manera subrepticia, el entorno sería un edén.
Juzgaron excelente los esposos la situación de la parcela cuando la compraron; próxima a la estación de ferrocarril, saca una fachada a la calle Principal, junto a las tiendas, al lado mismo de la iglesia y la farmacia. Las ventanas altas de la edificación dominan, ínfimo frente a la silueta recia de los montes, el colosal monasterio mandado construir por Felipe II en la Dehesa de la Herrería. La absorbente peripecia de las ocupaciones no permitió a la familia valorar el encanto recogido dentro de la cerca. Disfrutaban poco, es cierto, de las soleadas habitaciones, del amplio comedor y del terreno inculto: una tierra mediocre donde los árboles, arbustos y hierbajos crecen siguiendo su propia iniciativa, libres de la acción de serruchos y tijeras. Los viajes de recreo a lugares alejados relegaron ese agradable retiro a un segundo plano que, en verdad, no merece.
Amelia no sabe si el ejercicio de la floricultura estimula la inclinación a la belleza o tiene en ella su agarre; pero entiende que desarrolla las facultades creativas. Begonias de profusas flores, frágiles y resistentes petunias: blancas, rosadas, rojas, azules; variados pensamientos, diversas prímulas sobre suelo húmedo, tempranas violetas rodeadas de rocalla, orgullosos y erguidos tulipanes de vivísimos colores, las columnas corintias de las hojas de acanto, necesitadas de sol y, sin embargo, resistentes al frío; y las rosas: tan vistosas, tan sensibles, tan privilegiadas; adoradas y protegidas por las espinas punzantes del padre tallo, del tallo esposo, pedestal de alegorías. El labrador arrinconado que lleva a flor de piel el abuelo, en el terreno de la Sierra recobra parte de la ocupación dejada en Husillos, entre el río Carrión y el canal de Castilla, aguas todas adeudadas al Duero; y el hombre de acción goza quitando malas hierbas de alcorques y paseos, limpiando de hojarasca las áreas soladas o preparando el invernadero para la temporada siguiente. Cobijado en el ejercicio útil, fertilizando la tierra, espera sin ansiedad la llegada de la nieta, la misionera Anna.
De una cualidad carece ese espacio tan cumplido: el pasado. De haberlo recibido en herencia, la arqueología iría entregando a la azada evidencias del paso de padres y abuelos. La tierra se abriría para dar salida a pedazos de cacharros rotos, a restos de útiles extraviados. El cercado acumularía memoria de juegos infantiles, conservaría las huellas de actividades anteriores, suscitaría sentimientos profundos. Amelia y Juan adquirieron la parcela para obligarse al ahorro, haciendo de ella una inversión calculada en sus exactos extremos: revalorización tangible y facilidad de venta. Mayor ilusión pusieron al edificar la casa; el interior acorde con sus necesidades, y el exterior sin personalidad, hijo de un arquitecto romo en cuestiones estéticas. Diez años hace de aquello, y los desperfectos empiezan a menudear. Por lo que, con mejor voluntad que maña, lleva a cabo Juan trabajos de albañil, carpintero o electricista; restableciendo las cosas a su primitivo estado o intentando nuevos usos con vistas a la esperada presencia de los nietos.
Comprobar que el sol nacido luminoso en levante es el mismo que al atardecer languidece en poniente; seguir su lento giro a lo largo de la mañana, y descubrirlo después de la siesta ya avanzado, penetrando por el ventanal del merendero; ser testigo de la mitad visible de su aparente traslación, es un privilegio del que no se goza en la ciudad. Y Juan lo admite cuando Amelia argumenta a favor de prolongar las estancias. Apropiarse de la naturaleza viva, cambiante, poco tutelada; salir a los alrededores, darse de bruces con paisajes insospechados que el pintor, ya sólo eso, traslada a la tela; resulta un ejercicio saludable al alcance de la mano. Las tormentas, ya sean de viento desatado o de líquidas entregas, son en El Escorial, sin comparación posible, más dramáticas que en Madrid. Cortinas de agua opacan las ventanas, y soplos sobrehumanos doblan las encinas, vendimiando gran número de bellotas prietas o cubriendo el suelo de abundante hojarasca.
En suma, es tan cautivador el pequeño oasis, apreciado algo tarde, que Amelia propone sin embozo habitarlo de manera continua. El clima es benigno, alega insistente; disponen del tiempo a su antojo y no tienen ataduras en la urbe, agobiante e incómoda dada su extensión y desequilibrio. Por chocante, la propuesta halla en Juan un espontáneo rechazo, que se va moderando cuando pone en su estudio el cuidado debido. Bien mirado, la mudanza es posible: el tren comunica el poblado con el resto del mundo, está unido a la Universidad Complutense por autobuses, y existe, en los alrededores, actividad empresarial suficiente para que Daniel pueda llevar a cabo las prácticas.
La acción complementaria, contrapartida que proporciona mérito a la idea, consiste en alquilar el piso de Madrid, bien comunicado, alegre, espacioso, y dotado, a mayores, de jardín y piscina privativos de la casa. Como anillo al dedo se acomoda el proyecto a su beneficio, pues les permitirá obtener unos ingresos que ni de lejos alcanzaría Juan en el mejor pagado de los trabajos posibles. Sucede, en añadidura, que su hermano ha perdido el trabajo de mecánico, y están dudando en partir con él los nueve millones recibidos del abuelo. El concesionario de automóviles, en cuyo taller era el operario más antiguo, se declaró en quiebra; y la indemnización, de llegar a cobrarla, no será cuantiosa. Ni a Miguel ni a Irene se les ha pasado por la imaginación tal arreglo, pero insiste Amelia y el marido ya casi comparte el punto de vista.
Sufre su corazón de madre, se regocija el cerebro de esposa; y al contrario. Tratándose de Amelia rara vez coinciden ambos órganos en la valoración de los sucesos. Camina Anna durante horas de aldea en aldea por selváticos senderos, y lo cuenta en las cartas espaciadas; va de un lugar a otro sirviendo a los desamparados hasta sobrepasar el límite teórico de sus fuerzas. Se alimenta a base de cereales y tubérculos, de pescado que los indígenas se quitan de la boca; y es que el dinero para el mantenimiento de la misión se lo gastan las monjas sin sentir, pues acogen niños huérfanos en número mayor al que la razón consiente. Y en abierta negación del sacrificio soportado, su rostro dibuja en las fotos, despejada y franca, una profunda sonrisa hija de la dicha. Parecerá a la familia un suspiro, un abrir y cerrar de ojos, la breve duración de su estancia.
África: ochocientos millones de habitantes; el quince por ciento de ellos católicos. Para atenderlos como Dios manda no bastan catorce cardenales, cuatrocientos obispos, veintiséis mil sacerdotes, cincuenta mil hermanos religiosos y siete mil monjas; pero ya se sabe: la mies es mucha y pocos los agosteros dedicados a recogerla. Leyó estos datos Anna en la revista “Arbil”, y quiso dejar copia de ellos para que se hicieran sus padres y hermanos una idea aproximada del continente al que iba. Tres de cada cuatro enfermos de sida son africanos, y casi todos los niños seropositivos del mundo. El recuento de víctimas producidas por las guerras y el hambre en la actualidad, dificultoso como puede comprenderse, ya alcanza la decena de millones; y es preciso añadir los millones de desplazados que van de un lado a otro sin hallar asiento duradero. Quienes se ocupan de esos cálculos constatan que la esperanza de vida en quince años ha descendido veinte. La presencia de Anna en África supone un minúsculo guijarro ante la corriente marina; y conociendo su labor, Amelia se alegra de que al océano desbordado se le opongan tercas piedrecitas como la que su hija representa.
La espera interminable del futuro deseado hace al hombre impaciente, obligándole a salir al encuentro de una entelequia mutada por la zozobra y el desplazamiento del objetivo. Es ley de vida. Varón y mujer caminan en el desierto hacia el Oriente geográfico, kilómetros y kilómetros de arena, en pos del origen del mínimo análisis. Luego, la mirada descubre en la brújula que el punto de partida debe situarse junto el Norte magnético, hielo y más hielo. Resultó un espejismo el esperado regreso de Anna a principios de otoño; nada hubo de cierto, los familiares confundieron el deseo con la realidad, y en las palabras de una frase escrita para animarlos intuyeron escondida la visita. El abuelo sufrió un nuevo ataque en su castillo de esperanza; guerreros armados invadiendo las alcobas, lanzas en los pechos de los durmientes, torreones saltando por los aires, muros agujereados, techumbre ardiendo. Quince días desalentado y de nuevo la ilusión de las iniciativas, tomando el ejercicio preparatorio donde lo dejó. Se sueña en las verdes praderas, bajo los árboles altos, en el interior de las chozas, ayudando a la nieta a servir a los necesitados. No verá el paisaje idílico de los folletos turísticos, el correspondiente al armonioso balanceo de las cebras en su galopar por la sabana, sino el de animales y personas huyendo del miedo y del hambre. Lo sabe, ha visto el telediario. Certificados médicos, mapas, consulta de fechas y precios, pasaporte y visado. Debido a la inestabilidad de la zona, donde nada permanece como el día anterior -cambian los nombres de las ciudades y de la geografía, el río de mayor caudal; y hasta el nombre del presidente cambia en el país- debido a las revueltas constantes los viajes organizados eluden esa área extensa. Está dispuesto a viajar por su cuenta el imprudente, el soñador; una línea quebrada formada por tres trancos al menos, incrementado la distancia, y por ende el precio, de manera considerable. Su carácter optimista permite al anciano dar y tomar ánimo y aliento, sembrando en el entorno, regándolos. Pasará la Navidad con la nieta querida y se enterarán los suyos cuando ya esté allá.
Una mañana soleada y fría de finales de enero van padres y hermano al aeropuerto de Barajas para recibir a Anna y, fulgurante y efervescente, los acompaña el abuelo Miguel. Andaba el frustrado viajero en conversaciones con el personal de la embajada de Zaire, ya República Democrática del Congo, reclamando aclaraciones para resolver sus dudas irresolubles, cuando llegó la carta de la religiosa y el anuncio explícito de su regreso, indubitable esta vez. Van al aeropuerto a la hora señalada y desciende del avión un cadáver enérgico dotado de ojos que han ganado brillo, y de una voluntad que no cede a la derrota ni un palmo: una joven reconocible sólo por leves indicios procedentes de la herencia. Demostrando que son sus dueñas se la llevan las monjas, y el secuestro legal dura unos días eternos o poco menos. Avisando con horas de antelación vuelve a la casa paterna, barrio de Pacífico, quinto piso mirando a la piscina y al jardín, a su gato Garfio, que la reconoce al instante y salta a su regazo. Entonces sucede el encuentro con la niña de Aurora y Rafael, tan deseado; con su cuñado y su hermana. A la casa de Madrid llega devuelta por las monjas, sus dueñas, y abraza de verdad a su padre, a su hermano Daniel, al abuelo, de quien ignora, al igual que el resto, los propósitos desarrollados para reunirse con ella en la misión africana. Abraza a Yolanta y al niño, a su tía Irene y al tío Miguel.
Al día siguiente parte con sus padres hacia El Escorial, y entonces madre e hija, dos mujeres que han desplegado puntos de mira distintos para valorar los problemas, se unen en un abrazo físico e inmaterial a un tiempo. Se abrazan y pasan toda la tarde encerradas en la rehecha habitación de Anna, hablando, alternando lágrimas y risas, riendo y llorando de manera simultánea. Mientras, Daniel sigue con lo suyo en la facultad, y Juan, padre satisfecho de haber recobrado a la niña, pinta en las cuestas del monte Abantos tomado por una extraña urgencia; halcón renacido en vuelo dominante sobre el macizo de Guadarrama.
Anna, Anna, Anna; el nombre resuena en la cabeza de Amelia como el tañido del bronce de una campana que toca a rebato y a gloria en un mismo vuelo. Anna, la infanta, la adolescente, la rebelde, la religiosa, la hermana enviada a misiones a petición propia; amado fruto de su vientre, sangre de su sangre, ha sufrido un percance que puso en peligro la efímera vida terrenal que la permite entregarse. Por eso viene; el hecho, secundario en la vida de una misionera, de conocer a su sobrina, es la excusa utilizada para ocultar a Juan el verdadero motivo. Sufriría el enfermo un retroceso en su curación, y Víctor tiene advertida a Amelia desde hace tiempo acerca de noticias de similar trascendencia. No informarán de la desventura al abuelo Miguel, ni a los tíos y hermanos; padecerían de manera innecesaria, y el padecer de unos incrementaría el de los otros.
En su antigua alcoba, recostada la hija en el cabecero de la cama, madera de olivo color miel diluida, pone a la madre en antecedentes para que entienda su amor por esa geografía de apostolado. Todo es joven en África, madre; empieza diciendo. Es cierto, los datos publicados lo corroboran. Son jóvenes las estructuras actuales de los países, y la población: sida, hambre y guerras diezmándola. Parecerá mentira, pero resulta ser joven hasta la propia Iglesia, pues debido al rápido crecimiento de las conversiones, en los últimos cuarenta años el número de fieles se ha multiplicado por cinco. Lo africano, liberado en las declaraciones de independencia, resurgió con vigor; y el nuevo colonialismo económico, considerándolo adecuado para sus fines, trató de encauzarlo. Acaso por ello, en el grueso de la población apenas han calado la democracia europea y las religiones ajenas al continente; apreciándose el animismo y lo tribal en cuanto se rasca de manera adecuada en la somera capa de barniz de la doctrina. También desde Roma se ve con buenos ojos una Iglesia africana; de ahí que los cardenales y los obispos de hoy sean nativos. Sin embargo, la apresurada evangelización no ha profundizado lo bastante para mostrar las esencias escondidas, la verdadera entraña. Pudiera decirse que la feligresía no procede de la plantación de nuevos troncos, sino de injertos llevados a cabo en tallos antiguos. Ha leído, ha escuchado, ha visto y lo sabe.
La insuficiencia de la reciente cristianización, lo endeble de su agarre, quizá estén en el origen de los ataques recibidos por los evangelizadores. Conoce Anna los datos fríos que aparecen en los informes del Vaticano, y oculta a su madre que en el mundo murieron asesinados durante el último año sesenta y ocho misioneros católicos. Concentrándose casi su totalidad en tres países de la parte del África peor librada, en cuya confluencia ella se mueve. Tributo de sangre que no impide a los supervivientes seguir entregándose a diario.
Saca en claro Amelia que la República Democrática del Congo es rica en minerales de los considerados estratégicos, el llamado coltán a la cabeza, columnita y tantalita origen del tantalio; imprescindible, al decir de los entendidos, en multitud de aparatos modernos. Sobrepasando en lucro a la extracción del oro o el petróleo, su posesión provoca la codicia de los países desarrollados, que no reparan en medios para conseguirlo. El desequilibrio se agiganta en todos los órdenes y en el área de los Grandes Lagos se dan cita los cuatro jinetes del Apocalipsis. Apartándose del simbolismo que el evangelista buscaba, se hacen realidad palpable y cabalgan por campos y poblados asustados del terror que ellos mismos provocan. Dentro de zona tan extensa existe un espacio donde el peligro es extremo, y corresponde al formado por la juntura de la República del Congo, Ruanda y Burundi, sumergidos en guerras étnicas constantes. Perteneciente al primero de los países, pero punto de encuentro de los tres, existe una ciudad horizontal llamada Bukavu, situada a la orilla del lago Kivu. Confiesa Anna que solicitó a la Madre General establecerse en la misión abierta a unos kilómetros de aquella encrucijada, porque casi limítrofe se extiende un campo de refugiados hutus huidos de Ruanda en número próximo a los veinte mil, al que se agrega cada día una muchedumbre abatida. En el mismísimo cráter de ese activo volcán se plantó la hija, y expone a la madre su aventura como otros cuentan el paso por la Universidad, sin alardes personales, transfiriendo toda la importancia a la oportunidad del tiempo y el espacio. Al ojo del huracán llegó tras un viaje menos duro de lo que cabía esperar, pues el aeropuerto se halla cerca y la región disfrutaba de una temporada tranquila.
La rivalidad existente entre los agricultores hutus y los ganaderos tutsis viene de siglos. La confidencia de la hija, hecha a media voz a la madre, conserva el tono de los relatos domésticos, un decir cómplice de quien habla de matrimonios vecinos que no se llevan bien. De siglos viene el sometimiento de los hutus a los tutsis, de siglos viene la esclavitud y de siglos vienen las periódicas revueltas y las matanzas atroces. Los colonizadores no corrigieron las injusticias, y la independencia facilitó su incremento. No obstante, mil novecientos noventa y cuatro, ayer mismo como quien dice, fue un año de una crueldad inusitada: los cientos de millares de muertos tuvieron mejor suerte que los cientos de miles de desplazados. Pero los hutus ya no permanecen pasivos, unidos en milicias asesinan a los tutsis de la misma manera. Así que, desbordados por esas matanzas y sus réplicas, los cementerios no son allí recintos cerrados con tapias; se dilatan por toda la geografía, bordean los caminos, salpican tierras labor, son fosas comunes repletas de cadáveres mutilados y, de cuando en cuando, se hinca alguna cruz en la cabecera de una pequeña elevación del terreno.
Anna interrumpe el relato cuando un gorrión, posándose en la reja de la ventana, picotea el musgo del alfeizar. Podría creerse, pero no existe dependencia alguna entre los hechos simultáneos; mera coincidencia. Puesta la mirada en el rostro materno, parece estudiar el efecto de sus palabras; pero en realidad reposa de un cansancio de siglos concentrado en meses. Dibuja la hija un gesto próximo el desfallecimiento, cercano al pesar; y entiende Amelia que la confesión va llegando a su clímax. Caminos polvorientos o embarrados, estaciones seca o lluviosa; madre, no sé qué elegir. Llegaron a carecer de lo imprescindible: los alimentos daban para malcomer una vez al día y vio operar al cirujano sirviéndose de una navaja bien afilada, porque le robaron el instrumental. Pero cuando nota Anna que la miran tristes los ojos maternos, húmedos del brillo fugaz de las lágrimas; desvía su discurso y apartándolo de las personas que sufren y originan pesar, lo lleva al paisaje, insensible y desarmado. Desde la ciudad se domina un buen trecho de altozanos y vaguadas, y cuando la neblina se extingue pueden apreciarse los antiguos campos de té, algunos cafetales, praderas donde pastaron rebaños de vacas y, claro está; la selva. La vista del lago, con sus montañosas islas cubiertas de un denso manto vegetal, llega a ser conmovedora; el reflejo de los montes Mitumba sobre las aguas parece obra de un pintor dotado para el trazo y los colores; su padre, si fueran otros tiempos y Amelia y Juan pudieran acompañar a la hija.
Barrios abastecidos de agua, alcantarillado y electricidad; imagina Anna una población próspera hormigueándolos: agricultores, ganaderos, comerciantes, operarios de los diversos talleres, empleados del balneario o guías de los turistas que desde la ciudad visitan los parques naturales próximos: pedazos del Paraíso por lo que se puede ver desde el avión. Bukavu, sin los efectos desastrosos de las guerras sería acogedora. Eso cree la monja recién regresada, que suspira, inicia otra pausa, ahora mínima, y pone en camino de nuevo a las palabras. Madre, allí estuve; pero lo vi de manera distinta. ¡Las guerras! Los intereses de los egoístas: estados, organizaciones, personas sin conciencia, que desde siempre buscan algo que llevarse: animales, hombres, marfil, oro, cobre, diamantes y ahora el tantalio. El egoísmo arma las guerras y las guerras todo lo ensucian, todo lo tuercen, lo rompen todo. Buscaba los rostros nada más llegar, el de Amelia y Juan juntos; el de sus hermanos, los pertenecientes al niño de Miguel y al abuelo, uno a uno; y el de la niña de Aurora, cambiante. Deben de formar una familia de gente corriente, carente de rasgos marcados; porque Anna tenía que recurrir con frecuencia a las fotos para concretar la imagen difusa que se había hecho.
Pide Amelia que hable de la gente y, como si no la oyera, la hija prosigue. ¿Sabes?, madre, he comido carne de mono; me la dieron a probar. A su pesar vive la monja en la misión mejor que los nativos; y por si fuera poco, hasta las enfermedades habituales la respetan. África es inocencia y hospitalidad, pero han prendido en ella un infierno inconcebible hasta para las mentes imaginativas. Hay potencias extranjeras que se llevan la riqueza y proporcionan armas a los bandos en liza, hay reyezuelos cómplices y dictadores por cuenta propia ayudando. Sirven a la insoportable violencia los fundamentalismos religiosos con su rigidez insana; y al extremo empobrecimiento de los pobres, los organismos internaciones del dinero y sus nefastas políticas. Y cuentan con la inestimable ayuda de las agencias de información, que tergiversan los hechos o los silencian; y con el manto protector de la incuria internacional.
Satisfaciendo al fin el ruego materno, habla Anna de los niños y se humedecen sus ojos, cortina de lágrimas minúsculas, rocío, escarcha acaso. No podrá olvidar a los infantes, inválidos a causa de las minas ocultas o condenados a muerte por la peste del sida; ni a los muchos angelitos huérfanos que llevan su filiación grabada en pulseras. Los muchachos generosos, también las muchachas, en un tiempo breve, pueden convertirse en soldados capaces de disparar a quienes señalen sus jefes. Ella lo sabe y lo explica sin extrañeza. Madre; el miliciano que me propuso a los suyos como diana del odio acumulado contra los extranjeros blancos, era un muchacho de quince años que tuve en la catequesis aprendiendo a amar al prójimo y a perdonar las ofensas recibidas; sin duda no encontró otro empleo, y ese le proporcionaba uniforme, un fusil y tres comidas diarias. Lleno el embalse emocional hasta los bordes, necesitan Anna y Amelia la apertura de los aliviaderos para aflojar la tensión.
Eran seis o siete; no lo sabe con certeza. Aunque sólo uno, el cabecilla del grupo, podía considerarse un hombre ya hecho. Ese fue el primero en abalanzarse sobre la religiosa; él la arrojó al suelo desgarrando las ropas, y mediante leves incisiones destinadas a intimidarla, hizo brotar la sangre en los pechos. Al cruzar este pasaje la enmudece el llanto, pero consigue el desahogo situándose en los momentos previos a la agresión: Antes de llegar los milicianos, las hermanas se escondieron en un cobertizo de tablas, destinado a almacenar leña y guardar herramientas. Sin duda brincaban los corazones en sus estuches, pues las mujeres, en silencio y a oscuras, los esperaban. Las avisó una jovencita valiente, novia de uno de ellos, que se enteró de los planes mortíferos. El sacerdote de Estella y el doctor alemán, que atendían a diario en la misión a quien los necesitara, aún no habían llegado. Adela y Rosa, carmelitas teresianas, y cuatro misioneras del Divino Maestro siguieron en el escondite muertas de ansiedad. Resistiéndose las otras a dejarla salir, Anna regresó a la casa, un edificio de planta baja construido con ladrillos, porque oyó decir su nombre y la voz que llamaba no era desconocida. Se creyó necesitada y allá fue; el peligro pasaba a un plano secundario.
La fe divulgada no prende tan hondo como sería preciso. No faltan jóvenes capaces de hacerse católicos a cambio de las migajas entregadas por la parroquia. Y ellos mismos, a veces, roban unas provisiones que son tan necesarias como el aire y el agua. Pero el grupo la eligió a ella para mayor escarnio; la más trabajadora, la más noble, la más cándida. La violentaron todos, entraron todos en su intimidad; todos no, se dio la excepción de su alumno, un muchacho avergonzado que salió corriendo. Completaron la humillación frotándole el cuerpo con bosta de vaca aún caliente; iniciativa malsana de una niña soldado, doce años, trece a lo sumo. Las valientes hermanas oyeron los gritos desde el escondite y, no obstante, se quedaron quietas, respirando de manera imperceptible; no temían su propio secuestro, ni siquiera la muerte, pero las detuvo el miedo a la brutalidad carnal, a la espada del macho penetrando en su carne intacta. El sacerdote y el médico encontraron a Anna aún desvanecida; las carmelitas teresianas, con las que la muchacha iba desarrollando una amistad casi fraterna, lavaron su cuerpo una y otra vez porque nada limpia la suciedad que ella siente. El doctor le practicó una primera cura y el sacerdote la oyó en confesión. A pesar de ello, cuerpo y alma atendidos, tardó una semana en restablecerse lo indispensable para intentar el viaje de regreso a Madrid. Y en Madrid, a mayores de la propia Anna y Amelia, sólo la madre general lo sabe; y nadie más va a saberlo. Juan no añadirá ese daño a sus daños, el abuelo morirá ignorando la lesión sufrida por la nieta amada. No obstante, quita hierro Anna a su herida, aparta los vendajes superfluos. En descargo de los asaltantes, o en cargo si se mira bien, machos subidos a la cima de la virilidad, explica que el suyo es uno de los innumerables casos de violencia contra las mujeres ocurridos en la zona. No es la guerra solamente; existe allí una cultura de impunidad en el maltrato a las hembras. Violaciones y muertes, obra del marido incluso, forman parte de costumbres arraigadas que en lo íntimo pocos condenan.
Concluida la confesión, tan profunda y sincera que bien pudiera haberse celebrado en el interior de una iglesia y ante un sacerdote de habito talar y tonsura en la coronilla; siendo la madre y la hija que el destino las hizo, se descubren unidas por un vínculo nuevo que Amelia fortifica en su interior. Descienden al salón, y unos pocos minutos después se presenta Juan con un cuadro distinto a los pintados hasta ahora; no pasa de simple bosquejo, y en contra de su costumbre, satisfecho, se lo muestra a las mujeres. Al rato, en el autobús que para junto a la casa, llega Daniel. En cuanto cruza el umbral, percibe el rojizo color de los ojos femeninos, la hinchazón; señales indicadoras de que han vertido unas lágrimas cuyo origen quiere conocer. Empleando palabras ambiguas formulan a duras penas una explicación satisfactoria. La prolongada separación, el ansiado reencuentro, la alegría de volver a tenerla y el contento de estar con los suyos aparecen como desencadenantes de una emoción incontenible; también la próxima marcha, el temido regreso.
Tanto ha cambiado Anna, que se sorprende la madre; y es que viéndola junto a su hermano aprecia mejor la transformación ocurrida. Ha madurado en poco tiempo y, de repente, parece mayor, vieja inclusive. Ha visto de cerca el dolor, lo ha sentido; ha palpado el abandono y la muerte; ha oído el desgarro sonoro de la sevicia extrema, de la tortura cruel, daño progresivo que los verdugos quisieran inacabable. No obedece la imagen sólo a la severidad del rostro y a la delgadez del cuerpo, sino también a la actitud: la mesura empleada en los dichos, la innegable urgencia de los hechos, la intención conciliadora. No sabe Amelia cuántos kilómetros mide la grieta que la separa ahora de Daniel, anchura y hondura, aunque han de ser muchos. Sospecha que aquella afinidad tan manifiesta que los unía se ha hecho trizas, y espera de los lazos de sangre, pontoneros espontáneos, que establezcan un nuevo enlace.
Juan ha vuelto a casa sin los trebejos de pintor, olvidados en el campo abrupto que posaba para él sin saberlo; granito y pinos sobrevivientes de un incendio provocado por el interés económico. Grave distracción que se une a otras previas, y sirve para dejar claro a los suyos el creciente deterioro de la memoria. Trae, sin embargo, el lienzo a medio pintar: grises y negros cruzados de verde oscuro; un azul blanquecino en el cielo, iluminando, contrastando. De nada vale cerrar los ojos a la realidad, se dice Amelia; Juan está enfermo, y no sólo es depresión lo que sufre, consecuencia directa del despido; la verdadera enfermedad se suma a la diabetes y a la estenosis lumbar. No es extraño que llame en su ayuda a Nacho Díez, amigo de plena confianza, cuya madre padece un mal semejante.
Ha indagado Nacho en todas las vertientes de la demencia senil, y dirige una asociación de familiares de los enfermos, sostén y guía, los verdaderos perjudicados. Dictamina el experto cercado por una tristeza espontánea: Me gustaría estar equivocado, pues creo que Juan va acumulando síntomas de la enfermedad conocida por el nombre del primero que la describió: Alzheimer. No es fácil diferenciarla de otras, añade; ciertas pruebas, como las neurosicológicas o el examen del líquido cerebroespinal, son muy complejas y no sé si merece la pena someterle a ellas. Tiene noticia de un especialista poco conocido, aunque eficaz; él puede ayudarlos; y si sospecha que se trata de “el mal del siglo”, querrá empezar el tratamiento lo antes posible. Es incurable; aunque cabe retrasar los efectos. Será cosa de años, pero a la amnesia actual, a la dificultad de palabra, a la repetición de lo dicho y a las fluctuaciones de humor; irá añadiendo la pérdida de interés por cualquier asunto, la pintura incluida. Lo traerán a casa porque no sabrá venir desde el otro lado de la calle, y será incapaz de vestirse o asearse solo. Se convertirá en inválido, pronostica; va a necesitar una atención constante y vosotros sufriréis lo indecible. Sabe de lo que habla, sin duda; y Juan no se dará cuenta de nada.
EPÍLOGO
Llenó Juan de gozo su pobre alacena, el día luminoso y frío en que la familia entera recibió a Anna en el aeropuerto; antes incluso de restituirla las dos monjas de su congregación, la madre general y la ecónoma, tras el breve secuestro. En la hija percibía la delgadez sobre todo lo nuevo; si ha de reponerse, se dijo, los veintiocho días de estancia no van a lograrlo. Los ojos de Juan la miden más alta, más hecha; y descubren que la manera de ser ha incorporado nuevos modos de manifestarse. Es impaciente y apacible: habla sin interrupción, como si quisiera contar sus vivencias misioneras de una sentada; pero lo hace despacio, al modo de quien dispone para sus cosas de la eternidad. Trae regalos que alcanzan a los familiares próximos; manualidades realizadas por sus niños ex profeso. Acaba de llegar y ya echa de menos la vida de entrega y sacrificio que llevaba en África. Imagina el padre a carencias y preocupaciones retrocediendo empujadas por el entusiasmo, y entiende que las fatigas y los peligros no cuentan al lado de un niño que vuelve a caminar o aprende a escribir. Besos y abrazos: se deshace la hija en muestras de cariño. La tratan a cuerpo de rey y ella se revela. Debiera engordar dos o tres kilos, una parte al menos de los que necesita; pero levantándose a las siete como se levanta, resistiendo el día sin apenas descanso: rezos en la parroquia, labores de la casa, atención a los sobrinos; y alimentándose por templanza a base de caldos vegetales y pescado, si no adelgaza será porque sus magras carnes no admiten la mengua.
Se ha detectado en el preludio la enfermedad de Juan; y eso gracias a que Nacho Diez está familiarizado con lo que atañe a los síntomas, pues lo ha leído en revistas de divulgación médica y lo ha confirmado en la evolución de la madre. Las recomendaciones del especialista, respetadas en todos sus puntos, pueden retrasar un proceso inevitable, complejo y largo. Mientras tanto, consciente de su situación, y pensando que el ejercicio mental ayuda, trata el pintor de ayudarse pintando. Del paleolítico quisiera traer Juan su trazo, también del neolítico; de los frescos de Knossos recogería los azules si pudiera: tiene preferencias y las persigue. Hasta hace bien poco pintaba forzado por la necesidad -disciplina impuesta- pero ahora goza de los pinceles y el disfrute se percibe en la obra: liberada de tensiones, flexible. No obstante, tras recibir unos cuantos premios iniciales -sin dotación económica o con ella muy reducida- sus cuadros son excluidos hasta de las menciones. Logran, y de ahí no pasan, ser expuestos en espacios inadecuados; unas veces faltos de iluminación y otras quemados por los focos. Pudo suceder que al soltarse perdiera la espontaneidad y frescura de los primeros momentos, no lo sabe con exactitud; el caso es que los envía a los concursos como a un examen que le hable de su desarrollo, y si se atuviera en exclusiva a tales desenlaces -silencio tras una larga espera, y de pronto el aviso del fallo adverso encareciendo la recogida- se sentiría abatido. Constata, no obstante, que evoluciona y mejora. Mas de poco valdría su opinión, si no coincidiera con el dictamen de algunos entendidos. Una galería, a la que va con frecuencia como estudioso, ha aceptado exponer dos bodegones recientes; alguna posibilidad de venta habrán visto los dueños o sus consejeros.
Juan, que ve el tiempo medido y acotado, quiere acelerar el paso y sacar de sí cuanto antes los cuadros más significativos de los muchos que guarda. Trata de pintar a la nieta y al abuelo juntos, posponiendo, postergando, los lienzos ya iniciados: un bodegón y dos paisajes. Retratará primero a la monja, pues la modelo debe partir muy pronto hacia su destino y no podrá someterse a las sesiones mínimas. Rostro definido con pormenor, una imagen fiel a los rasgos actuales de su semblante enjuto y desmejorado. Cuerpo entero en actitud de marcha; vestida a la usanza misionera con hábito blanco. Dejará un hueco al lado izquierdo para su padre; y serán dos figuras complementarias que ahora muestran cumplido el valor testimonial y simbólico. Caminan; el anciano, alegoría del crepúsculo de las ilusiones, en actitud protectora lleva el brazo derecho sobre los hombros de ella, metáfora del vigor animoso. El entorno de la pareja saldrá de la primera foto que Anna envió desde el territorio africano de sus esfuerzos. Va el pintor a Madrid para completar dos gestiones y aprovisionarse de útiles y materia prima en el almacén que Marta Coronado dirige. Desea armar el bastidor por sí mismo, desea preparar las telas con sus propias manos, quiere componer los colores; pero por ahora se ve obligado a comprarlos. Explica al abuelo el proyecto pictórico, y en una primera impresión entiende el anciano que a él lo pinta porque también se va, porque se marcha con los antepasados al lugar apartado del tiempo y del espacio donde ellos residen, papeles ordenados en los archivos, ropa planchada y doblada en el armario. Pero luego, imaginando el cuadro ya concluido, se ve a sí mismo con la nieta en Bukavu durante el viaje que a la postre no pudo hacer. La intuición del hijo y el conocimiento de las intenciones paternas, lo sitúa en la ficción pictórica donde quiso estar; posibilidad añadida de la imaginación creadora.
Al día siguiente a media tarde vuelve Juan de sus compras, y en cuanto se cambia de ropa y añade el guardapolvo de pintor, va en busca de los trebejos precisos para iniciar el nuevo cuadro. Perdidos y recobrados en la falda de la montaña, esos instrumentos son sus colaboradores y lo seguirán siendo hasta el último olvido. Zaguán y pasillo de la planta baja, la escalera lo pone en el sótano. Está cerrada la bodega: años de regalos la colman: al pie de trescientas botellas de los orígenes afamados del país. Juan no bebe a menudo, pero le gusta averiguar las virtudes del vino, sabor, color y fragancia; año, lugar y pago de cultivo, el método empleado en su elaboración. Cuando recibe invitados, en consonancia con las viandas sube a la mesa una muestra de distintas añadas, de una u otra procedencia, da a escoger a los entendidos y le alegra que después de probarlo alaben el caldo. Junto a la cochera vacía está la sala de juegos, y contigua, una habitación mediana destinada a biblioteca. Era un lector mediocre y no por falta de afición, pero hay que ponerse a esa tarea sin otra inquietud, y se daban las circunstancias muy de tarde en tarde. La fama de culto, proveniente de algunas citas pronunciadas al hilo de sus charlas, propició que le regalaran numerosos ejemplares; otros los adquirió en sus tránsitos. Una librería de Juan de Urbieta, pegada a la casa de Madrid, le considera cliente asiduo. Pero la Cuesta de Moyano, las calles de San Bernardo y Hortaleza, siguen siendo sus mayores fuentes de aprovisionamiento; y es que le gustan los libros vivos, ya leídos por otros, con historia. Los tomos de arte -pintores y museos: magníficas reproducciones de los mejores cuadros- son contribución de Amelia. Va incorporando Juan el hábito de la lectura y en los últimos tiempos, retazos inservibles de los días rotos, sin orden preciso ha dado cuenta de Memorias de Adriano, Papá Goriot, Rayuela, Cañas y barro, Nuestra Señora de París y Los endemoniados. Y a la espera tiene La Regenta, Misericordia, Tirano Banderas, La guerra del fin del mundo, Cien años de soledad, El siglo de las luces, Así habló Zaratustra, Ulises, y por enésima vez Don Quijote de la Mancha. Saca de ellos un placer robusto y aprende a separar el continente del contenido. Si resulta, como él cree, que existe un canal interior capaz de llevar lo aprendido al pincel, la lectura alimentará a los cuadros. La puerta siguiente se abre al depósito de herramientas; guarda en él los avíos de pintor, y de ellos toma el caballete, el estuche de tubos y brochas y una tela manchada de los colores que ha disuelto en manos y rostro el aguarrás. Con esas piezas y las recién llegadas sale a la parcela donde una nueva oportunidad espera impaciente. Anna posa para la posteridad, la familiar al menos; por momentos quieta, a intervalos iniciando un paseo bajo las encinas que forman techo y pared.
El regocijo se establece con toda su dotación emocional en el ánimo de los suyos: la religiosa, por ahora, permanece en España. No reciben razones, pero las vislumbran. Pensará la Orden, suponen de manera unánime, que en tanto se sosiega el área de los Grandes Lagos, espacio de la misión africana -ataques armados, huidas forzadas por el miedo, violencia ejercida contra religiosos y cooperantes, matanzas de colonos blancos, mutilados y cadáveres al pie de los caminos, laberinto ambulante de los desplazados- será útil en el noviciado de Burgos. Puede que vaya como profesora de las postulantes, y al igual que sor Prudencia en su caso, un faro representará para las jóvenes, un reflector cuya luz ha de mostrar la senda de sacrificio que es preciso recorrer con humildad y entusiasmo. Y lo que deviene de mayor importancia para quienes la aman: recuperará la salud, atemperará su ímpetu y podrán verla hasta finales de curso lo menos; contenta, bien alimentada y a salvo de peligros. Buena noticia la noticia de la prolongación de su visita de cuatro semanas.
Suponen los familiares y suponen torcido: deseos y realidad no casan: las razones del regreso y la ocupación reservada son muy otras. En verdad, la Congregación se muestra insatisfecha de los modos misioneros de Anna, de su forma cuasi secular de proceder en la misión. Se entrega por entero; en su defensa darían la vida niños y mayores, pero no progresa en la conversión. No exhibe la cruz en lo alto, no habla de pecado, da poca importancia a las ceremonias litúrgicas y ayuda a los desprovistos por meros motivos humanitarios. Sin que la importe esa falla, la directora de la residencia de ancianos de San Lorenzo del Escorial espera su incorporación a la comunidad de hermanas. Oído en confidencia de la boca misma de sor Eloísa, ecónoma y encargada de la sacristía, que le tiene ley, Anna se lo cuenta a los padres. Así o asá, para Juan y Amelia lo importante es tenerla cerca, y en el destino desvelado a medias por el afecto de la monja amiga, podrán verla a diario si quieren. Pero la interesada discrepa y sufre. Comprende que intentan apartarla de las labores de auxilio a los más necesitados del mundo, y acaba rebelándose contra el acuerdo al que llegó el Capítulo presidido por la Madre General. Ha conocido las necesidades de África, y se dice: África o nada; y si la Orden no la envía, pesándola mucho, ahora que aún no ha asumido compromisos perpetuos, dejará la Orden. Piensa y calla lo pensado para no herir con sus intenciones rebeldes a quienes la quieren tanto: los suyos y la hermana Prudencia, en su hospital de incurables.
Bálsamo benéfico, como si los deseos de progreso de Juan lo hubieran llamado, de improviso asoma su chata naricilla el reconocimiento de los entendidos en el manejo del óleo pictórico. Dando fin a la penuria de laureles, y en apoyo de la particular tasación del avance técnico, llega un aviso que es recibido en la casa con general alborozo. El cuadro ideado en memoria de aquella visión niña que la memoria guarda, recuerdo del Canal de Castilla y la Venta; esclusa donde maniobra la barcaza, trigales al fondo y sobre el cielo desinteresado una rapaz que extiende sus alas; el óleo sobre lienzo titulado “Cielo y tierra”, obtiene el tercer premio y ciento veinticinco mil pesetas de un concurso celebrado en la ciudad de Murcia. Asisten los esposos a la ceremonia de entrega, y a duras penas domina Juan una felicidad capaz de llenar antiguos vacíos. La placa recibida de manos del director regional de la caja de ahorros que aporta el dinero, y los veinticinco mil duros después de impuestos de la dotación económica, compensan los gastos que el pintar ocasiona y elevan los ánimos hasta cotas insospechadas. A mayores ven la ciudad, parte al menos, lo cristiano sobre lo árabe; y algunos elementos entran en su memoria para quedarse. Ocurre con calles y plazas: la Trapería, la Glorieta, el barrio del Carmen y su Jardín de Floridablanca; con edificios civiles singulares, como el Casino; con algunas iglesias, la catedral sobre todo: fachada, claustro, retablo, coro y museo: seis siglos de historia del arte; y con la imaginería de Salzillo.
La enfermedad de Alzheimer progresa en Juan dentro de los límites deseados, cumpliendo las expectativas del supuesto más favorable. El viento trae aromas salobres y enjuga en el único océano la crecida que ocasionó el diluvio. Vuelve la sonrisa de Amelia a posarse en el rubor de los labios, y sus dientes sujetan con delicadeza una ramita de olivo, apenas tres o cuatro limbos unidos al tallo mínimo por los pecíolos. Un arcoíris de siete colores se hace diadema sobre el cabello de la hembra acerada, de la mujer mimbreña; y ante los ojos conformes de Juan aparece la tierra emergiendo de la inmensidad líquida. Retroceden poco a poco las aguas frente al ardor vehemente del Sol, y la normalidad va arrinconando la larga excepción que lo conmovía todo. Verdean las lomas, y como si el invierno cediera el paso a la primavera, en la pradera surgen macizos de flores que la embellecen. Los animales, impacientes, bajan del arca atropellándose unos a otros, hasta que los grandes imponen la cordura y el orden evita que los pequeños fenezcan en la escapada.
“Regreso a Bukavu”, nombra Juan el lienzo recién concluido, que el economista transmutado en comercial y el vendedor nacido al arte se atribuyen. Ellos pusieron su afán de progreso junto a la técnica aprendida. Sesenta por cincuenta, óleo sobre lienzo, cuelga de la pared principal en el salón de Rafael y Aurora, regalo del pintor a la cría que lleva su sangre y el nombre amado de Amelia. Muestra un anciano de rostro modelado en arcilla, canteros terrosos y lindes enérgicas suavizadas por una sonrisa leve; y muestra una joven madura de facciones tomadas por la melancolía, cuyos ojos iluminan nariz y boca bañándolos de la luminiscencia etérea de la felicidad: contrasentido muy bien captado que da valor a la obra. Dos cuerpos en actitud caminante y un entorno arbolado, alameda silvestre, espontánea, completan la escena.
El calendario señala al tiempo el sendero obligado, y se suceden verano y otoño otra vez. Caídas por su propio peso, las bellotas aprovechan la humedad de la tierra para enraizar; si Amelia no las arrancara, le sería dado conocer un bosque impenetrable sobre la parcela. A mediados de octubre, Anna, dejando la Residencia de Ancianos donde ha sido madre e hija de las personas mayores, renuncia a la Orden de manera definitiva. Amarillean las hojas que resisten moderadas ráfagas de viento en las acacias, en las higueras, en los lilos; enrojecen los frutos de los tejos y los madroños; las enredaderas cubren de sangre los muros. Marrón, gualda y rubí, el disfraz de las parras adorna el suelo. El monte bajo, hojas perennes y caducas, en el inicio de este invierno ajeno a las nevadas, nace en la paleta cárdeno, ocre y bermellón. Y con ese título, formado por los tres matices que selecciona de entre al menos cien, complacido, gozoso, inicia Juan un nuevo cuadro, incursión de su osadía en la pintura abstracta. Atrás queda un largo proceso, acaso conducto y puerta de éste que se abre a la creatividad sin cortapisas formales. No es un capricho, asevera; es una necesidad. Se siente liberado de la figura, y entiende lo que significa para un poeta prescindir primero del metro y luego de la rima, dedicándose por entero al ritmo, a la belleza de las palabras, a la profundidad de lo expresado. Ahora puede avanzar sin trabas, ser él en verdad, no un economista en paro que trata de curar la depresión, sino un pintor que cuenta en su bagaje con una vida profesional dedicada a aquilatar los recursos. Y no olvida –ni quiere ni puede- que su transformación y progreso han sido posibles por los perseverantes cuidados recibidos de la esposa.
Amelia, mujer luchadora y compañera fiel, actúa en la desgracia como un ángel guardián, espada flamígera y escudo de espejo frente el arquero hostil, frente a la lanza agresiva, dardo y aguijada que se vuelven contra el atacante. Actúa como enfermera competente, atenta al alivio del esposo herido, insustituible en la compostura del íntimo desarreglo secuestrador de la voluntad. Si la imaginación compone ocasiones trágicas en las que Juan sucumbe, ella las desactiva sin aparente esfuerzo. Llegó el enfermo a concebir la muerte como una gran charca de aguas oscuras donde se diluía de noche, la pensó como un pozo profundo de negra frescura que saciaba su sed insaciable; semejante a un sueño sin fin la deseó: aliento envolvente, inacabable colchón de plumas, pajizos bucles de cálido vellón. Luego, huido del cenagal, de la sima, del letargo; se fundía la muerte en una dama muy hermosa que llegaba a él con los brazos abiertos, desprendiendo de los vaporosos pliegues de sus velos níveos la fragancia inconfundible de Amelia. Por enemiga que sea la situación, aparece la esposa entusiasta vistiendo los ropajes de novia como una armadura, oponiendo su abierta mirada, su ademán resuelto, y la calamidad se desvanece. Mujer esforzada y afectiva, de ella dependerá el marido en un futuro cercano; desmemoriado y sin voluntad, Amelia será su motor, su lazarillo.
Fue el destino, encargado de disponer las cosas en un cierto orden soslayando otros, quien se sirvió de Carmen, la amiga de la residencia estudiantil, para señalársela al joven buscador de esposa. Poesía de Miguel Hernández y de Neruda recitaba Juan al oído de Amelia, cuando el chileno todavía no era premio Nobel. Poesía social y reivindicativa que atizaba su conciencia sensible a la injusticia, a la opresión. Alza, toro de España: levántate, despierta. Dónde están los mineros, ¿dónde están los que hacen el cordel, los que maduran la suela, los que mandan la red? ¿Dónde están?: Leíale despacio a una joven atenta y conmovida, dando a la palabra sincera un énfasis que sólo el corazón impulsa. Dejaba en sus oídos favorables, receptivos, tierra de amable acogida, seleccionados párrafos de los escritos tiernos de Rabindranath Tagore. No te pido más que lo que quieras darme. Primero fue el espíritu, después la carne, y ya no pudo separarlos; colinas firmes y profundidades misteriosas quisieron entregarse junto a su propia dádiva, el castillo defendido contra viento y marea, la fortaleza incólume. No sabe qué vio en él la muchacha; ignora sobre qué pilar fundamentó el amor: Juan escaso y Amelia tan completa. A veces el ser humano es obtuso y no actúa a derechas, o procede contra el sentido común por rebeldía: insisten en recomendarle una conducta determinada, y para demostrar su independencia adopta la postura discrepante. Hacían buena pareja, eso es bien cierto; Amelia, resuelta, valiente, optimista; y Juan, lleno de coraje, dispuesto a comerse el mundo en cuanto se presentara la oportunidad; decidido a impedir, al menos, que el mundo lo devorara antes de tiempo, desconocedor de sus artimañas cazadoras.
El náufrago arrancado de las aguas en el instante crítico, vuelto a zozobrar cuando se consideraba a salvo, analiza su existencia al modo del labrador que mira sus tierras desde el otero, satisfecho de ver trigo maduro tumbado por la hoz, en lo que ayer fue un mar de olas verdes y antes un pespunte fino de tímidas briznas sobre el terreno labrado. Hay un nacimiento que es el venero espontáneo, el fresco manantial, la fuente del río; luego viene el continuo discurrir entre peñas para llegar a las mansas orillas de arcilla insoluble, próximas al mar espasmódico, león enjaulado. Hay una aventura que al principio sorprende, emociona, estimula; pero llega a convertirse en rutina y por último en tedio. Siguen los caprichos a las necesidades, alcanzándolas, haciéndose uno con ellas de tanto insistir en ser satisfechos. Ese es el inicio de la perversión, de él deriva la desigualdad de oportunidades dada en el género humano. Persiguiendo horizontes sucesivos se descubre que el mundo es redondo y su curva no tiene fin.
Encaramado al instante observa Juan los elementos constitutivos de su entorno, personas animales y cosas. Encuentra al abuelo, su padre, frenado por el lastre de las ilusiones muertas y avivado por el hálito prendido en los descendientes, hijos, nietos y bisnietos. Ve en Daniel una incógnita densa que avanza solidificándose hacia la realidad esperada; hacia la noche abierta por la luna llena que la fuerza de la intención convierte en alba. Aurora ha llegado a ser una parte de sí encarrilada en su propia oposición a los carriles, y la ve doblegando las formas, más flexibles que el fondo, más evidentes. Su hermano Miguel permanece sentado junto a Irene, la esposa que siempre pisó sobre las huellas del marido; esperan ambos una jubilación protectora, techo y suelo. Anna, la hija cerrada a la indagación paterna, se entrega a los demás por el simple hecho de ser necesitada; y prepara en secreto su retorno a la aldea perdida en la inmensidad de África. Ignorante Juan del ataque sufrido por su niña en la misión, pronuncia el nombre de Anna y se hace la luz sobre la oscuridad, se separan del agua las rocas, en cada medio crecen animales diversos, evolucionan las especies hasta llegar al hombre y el hombre inicia su periplo tras un bien que lleva escondido en el corazón. Por último, dirige los ojos a la tierra que pisa, y a medio camino encuentra a los nietos, quienes desde su pequeñez levantan hacia él la mirada con una sonrisa; y Juan Frías Blanco, crecido de gozo imperfecto, agita sus alas desparejas sobre las montañas nevadas y las laderas cubiertas de pasto: elevado vuelo del halcón que será, no tardando, un halcón abatido tutelado por Amelia.
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